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Ese oscuro -y rico- objeto de deseo, o hecho en América: el indiano romántico-teatral

Davis T. Gies





  • 1535.
  • 1545.

Estas dos fechas cambiaron permanentemente el imaginario transatlántico: en 1535 la noticia del fabuloso rescate obtenido de Atahualpa llega a España; diez años más tarde se descubre la inagotable mina de plata de Potosí. Seguidamente, numerosos españoles se lanzan a América, esperando repetir estos descubrimientos y hacer fortuna. «Indianos» los llamaban, y ya en el Tesoro de la lengua castellana o española (1611) de Covarrubias, esa figura se define como «el que ha ido a las Indias, que de ordinario éstos buelven ricos» (citado por Urtiaga, 1965: 29). «América» cobra el valor semántico equivalente a «riqueza»1.

La figura del indiano ha sido objeto de estudio desde hace años, especialmente en su encarnación como protagonista en el teatro del Siglo de Oro. Cuantiosos investigadores comentan y analizan al indiano en las comedias de Lope de Vega (López Reyes 1944, Mariscal 2001, Martínez Tolentino 1991, Villarino 1992), Tirso de Molina (Urtiaga 1965, Simerka 1995), Ruiz de Alarcón (Gaylord 1988), Calderón (Brioso 2001) o en el teatro menor de dicha época (Rípodas 1986,1991). Se entiende el porqué de este interés: el descubrimiento del Nuevo Mundo aporta un sinfín de novedades al mundo antiguo y los literatos, políticos y pensadores de la metrópoli no resisten la tentación de hablar de una figura tan única y problemática. El indiano pronto llega a ser objeto de comentario, de observación, de deseo, de sospecha, de misterio e incluso de burla en la España áurea. Su fama crece con su riqueza y al volver a su país natal después de sus andanzas por ese Nuevo Mundo desconocido y terrorífico se convierte en personaje literario. Ya en La Dorotea de Lope, Fernando (citado por Mariscal 2001) se da cuenta de que, «En no competir con el oro, pienso que fui cuerdo [...]. Contra oro no hay azero» (Lope, 1980: 314).

Múltiples son los ejemplos de indianos en el teatro áureo y si su riqueza es notoria, también lo es su múltiple personalidad. Es decir, se le presenta no sólo como objeto de deseo sino también como advenedizo -un «otro», acusado a veces de ser converso o cristiano nuevo (Castro 1967) o un Otro Peligroso (Simerka, 1995: 311). A veces se le presenta como figura parca o miserable, a pesar de su inmensa riqueza (Mariscal, 2001: 56). Es un hombre que gana su fortuna fuera de las vías «normales» (la de la herencia aristocrática o la de la guerra) y por eso, frecuentemente es objeto de recelo o condenación. Su riqueza, lejos de ser representada como algo positivo, se ve desde este ángulo como algo ilusorio, falso y negativo (Mariscal, 2001: 59). Y todas estas contradicciones tienen que ver, naturalmente, con la inquietud que siente España (o Europa) ante el proyecto colonial-transatlántico y el estado de un imperio antiguo (acaso caduco) de repente insertado en un mundo lleno de promesas.

Pero si la desconfianza hacia la figura del indiano que se ve en el teatro del Siglo de Oro surge de una ansiedad y una confusión sobre el valor (o los orígenes) de esa riqueza, el teatro del siglo XIX presenta otra imagen, ahora transformada, de dicha figura. El «tío venido de América» -personaje histórico muy documentado en los siglos XVII y XVIII- llega a ser un tópico en la literatura decimonónica, problematizado y matizado para servir a las necesidades de una sociedad moderna (o, en vías de modernizarse, o con deseos de modernizarse). A lo largo del siglo una quinta parte de la población española (unos tres millones y medio) partió para las Américas. Larra acierta al notar en 1836 -al comentar la melancolía que se apodera de un hombre que cree (equivocadamente) en la amistad o el amor, o «un heredero cuyo tío indiano muere de repente sin testar» («El Día de Difuntos de 1836», 580-581)- que ese «tío indiano» ya se vio como la fuente de notables (e inmerecidas) riquezas. Pedro de Escalante y Huidobro habla de

«ese cuadro decimonónico de un hombre rudo y laborioso que, luego de haber luchado años y años en oscuros trabajos, en almacenes o ingenios de Méjico o Cuba, llega a su pueblo, perdida la juventud, acartonada el alma, para admirar a sus paisanos con sus riquezas y al observador imparcial con el contraste entre sus 'posibles' crematísticos y los de índole más elevada».


(citado en Conlon, 2002: 57)                


Aquí me centraré en unos pocos ejemplos, aunque existen docenas de muestras de esta figura a lo largo del siglo que aquí nos concierne.

La primera aparición que tenemos del indiano en el teatro decimonónico español la encontramos en La familia a la moda, comedia escrita por María Rosa Gálvez en 1805. Y no es nada elogioso el retrato de don Canuto, indiano y jugador, que pinta la autora. Don Canuto, hermano de la rica viuda doña Guiomar -que ha venido de su casa en Asturias a Madrid para investigar la posibilidad de dejar su cuantiosa fortuna a sus sobrinos- es un marido débil y dominado por su mujer, la imperiosa Madama. De él dice la criada Teresa:

Por las noches mi señor
hasta la una no viene
porque en jugar se entretiene
al tresillo o mediator.

(145)                


Al reconocer el desorden de la casa, Guiomar declama,

En tanto en su casa veo
mil criados holgazanes
jugando hasta en los zaguanes,
que es un desorden muy feo.

(154)                


No sólo es el juego lo que le preocupa a Guiomar, sino la pérdida de dinero y poder que ha sufrido su hermano a causa de sus extravagantes costumbres. Facundo, el abogado, observa que «Las modas de su mujer / y el juego que lo domina / van a causar su ruina» (155). Cuando Guiomar le pregunta directamente, «¿Pues de América no vino / mi hermano muy poderoso?» (155), Facundo contesta: «Sí, pero ya es un tramposo...» (155). Es más: Canuto es perezoso y deja que el juego le domine: «Don Canuto, en jugando, / tampoco se mete en nada» (156) -ni siquiera tiene la cortesía de recibir a su hermana cuando llega tarde a la casa («Es cosa clara, / porque no era regular, / tía, que por tu venida / mi padre de su partida / faltase» [159]). Es decir, don Canuto, indiano que ha vuelto a España del Nuevo Mundo, no sabe controlar la fortuna ganada allí, la desperdicia en el juego (224) y desemboca en una situación de desorden familiar y muchas deudas (207). Como Guiomar concluye:

Nada, pues hallo en vosotros
una familia a la moda.
La compone un jugador
con una esposa insolente
y un muchacho impertinente,
que sufrirlo causa horror.

(230)                


Canuto cuenta sus experiencias en América, que sólo confirman los tópicos ya conocidos por el público español a principios del siglo XIX:

Yo quisiera, voto a Cristo,
a estos mozuelos guerreros
ver al frente de indios fieros
como yo a veces me he visto,
cuando con mi espada sola
destrozaba a los apaches,
los chipiguangos, los caches,
y di muerte a Cola-Cola.
Maté entonces en tres días
lo menos tres mil salvajes,
todos bravos personajes...

(198-99)                


Sin embargo, esta imagen negativa del indiano no es la única presentada por Gálvez en La familia a la moda. En el segundo acto, se revela que el marido de doña Guiomar también fue

...presidente
en Lima, y yo sé de cierto
que trajo el riñón cubierto
de plata y oro luciente.
Volviose soltero a España,
halló a mi Guiomar doncella,
y casándose con ella
se estableció en la Montaña.

(206)                


En Gálvez, la figura de Canuto hace explícito el núcleo sintáctico «América / dinero / juego», pero la autora también presenta la otra cara de la moneda, el indiano responsable, estable y montañés. Habrá que ver cuál domina el imaginario teatral decimonónico.

Años más tarde, en Tanto vales cuanto tienes (1827) Ángel de Saavedra, futuro duque de Rivas, dibuja a la familia de la viuda doña Rufina, que espera la llegada de «este tío / que desde Lima nos viene» (14)2. Todos ellos se apuran en encontrar «muebles, vajilla, / ropa, y el gran aparato» (13) para dejar buena impresión en don Blas, no sólo por la supuesta elegancia de ese ricachón indiano, sino también porque han perdido el dinero que él les había mandado - tres veces ya- desde América. No quieren que él les encuentre «hechos unos pordioseros» (27); la distinción entre el rico indiano y el pobre español no puede expresarse con más claridad. Es interesante notar que no es la presencia de don Blas, sino sólo la promesa de su inminente llegada («llega / de un momento a otro mi hermano, / cuyo caudal en moneda / sube a trescientos mil duros», 34), lo que inspira acción, pánico y chismes en toda Sevilla. Blas ha llegado a Cádiz y de allí vendrá hacia Sevilla con sus pertenencias y su fortuna («somos felices, Miguel. / Se acabaron los apuros», 39)3. El tesoro será inmenso; como revela más tarde, de América

Veinte cajas se llevaron
todas de dinero llenas;
gran cantidad de oro y plata
en barras, una completa
vajilla, varios productos
preciosos de aquellas tierras...

(68)                


¿Qué beneficios llegarán con el dinero de Blas? No sólo las ya mencionadas vajillas de plata, etc., sino también poder, respeto y títulos. Según Rufina, con la herencia:

Comprará luego un título mi hermano,
pretenderá el toisón, un regimiento
para Miguel... Y yo... la banda; es llano.
Un duque o un príncipe al momento
de mi Paquita pedirá la mano.
No sé cómo de gozo no reviento.

(48)                


Luego, declara que con su nuevo dinero «haré / que tiemble Sevilla, y que / aprendan esos bribones / a respetarnos» (63)4.

La alternativa a la esperada riqueza de don Blas es el dinero del usurero don Simeón, «vejete ridículo, vestido de negro con peluquín» (30), que llega para proponerles un «negocio»: está dispuesto a prestarles 3000 reales, a cambio de unos intereses de 100 por ciento por un período de 3 días. Es un robo («ladrón» lo llaman), pero como dentro de poco el dinero del «necio indiano» Blas estará en sus manos, les parece un negocio factible (36). Aceptan, cogen el dinero y montan un espectáculo para dejar buena impresión en Blas.

Uno podría preguntarse si esta relación entre la riqueza del Nuevo Mundo representada por Blas y la ruina representada por la familia de Rufina no sirve de metáfora de la relación entre la nueva América y la vieja España. Blas, hombre que ha ganado lo suyo por su propio trabajo e inteligencia (el hombre romántico, «hijo de sus obras») vuelve a una familia desgastada, que juega, discute y se preocupa por las apariencias más superficiales. Para ellos, aspirantes a la aristocracia sevillana, Blas (y, por extensión, el Nuevo Mundo) es un «otro», un «necio», «mostrenco», «socarrón», «bobalicón» y «animal» (71). Eso es lo que le llaman a sus espaldas. Delante de él, es «dueño», «amo», «rey de esta casa» (59). Es decir, todos los tópicos del indio salvaje se le acumulan a lo largo de la comedia.

Al pensar que Blas es tan pobre como ellos (creen que ha perdido su cuantiosa fortuna después de un robo por unos «piratas moros», 65), Rufina y su familia (otro hermano y un sobrino) se enfadan. «Estrafalario», «impertinente», «grosero» y «descortés» lo llaman (61), pero la división viejo mundo-nuevo mundo se abre a un racismo apenas escondido. El indiano americano es un «hombre natural» y un «solemne animal» que no sabe quién es ni qué hace (61). Ese «raro personaje» vino, como el animal que es, «a galope» desde Cádiz. El desprecio aumenta: «enorme animal» le dice Rufina (71), «te detesto» (73). Rufina le asocia con el calor infernal de la jungla americana al declarar: «Y su ordinariez, su facha, / y sus bajos pensamientos / van sin duda a abochornarnos» (82), justo antes de arrojarlo al fuego («y por mí, vaya al infierno / con tal que de aquí se aleje», 82). Lo peyorativo sigue: «aljamel» (alhamel = bestia de carga) con «tosca / facha» le asocia una vez más con lo animalístico (89) y lo bárbaro.

Pero Rivas apuesta por la nobleza del indiano contra la inseguridad y conservadurismo de la vieja sociedad sevillana (que recuerdan semejantes insinuaciones que incorpora en Don Álvaro o la fuerza del sino, donde se descubre por fin que el héroe epónimo nace en Lima). La auténtica «conducta bárbara» (91) la exhibe Rufina y su familia, no el «noble salvaje» Blas, que es, a fin de cuentas, más noble que salvaje («¡Qué amable que es! ¡Pobrecito! / ¡Y con qué paciencia lleva / sus desgracias!» comenta la criada Ana, 81). Blas es el único personaje capaz de emplear sus ganancias -¿perdidas? sí, pero aseguradas por una nueva institución decimonónica, ¡la compañía de seguros!5- en asuntos nobles. Otra vez, el Nuevo Mundo se posiciona contra el Viejo Mundo y triunfa aquel. El listo es el limeño, ese «animal» del otro lado del charco, ese indiano «prudente» (106).

Saltemos al año 1860, cuando Antonio Alcalde Valladares publica una trivial comedia en un acto, Quiero dinero. La obra tiene poca trascendencia (no tiene ninguna, en realidad) pero sí ofrece una perspectiva interesante sobre la figura del indiano, aunque el antiguo motivo de la riqueza del Nuevo Mundo sigue en pie (doña Pepa espera su fragata de Manila, que llegará a Cádiz «cargada de oro y de plata», 9). En esta obra, el «indiano» es un sobrino de Pepa, «en la Habana desterrado / estaba, y viene amnistiado» (16) (por razones que no se explican) de regreso a Madrid. Pero tiene tierras en Cuba («mucho» según él, 30). Enamorado de Amalia, la hija de Pepa, que se resiste bendecir la relación (y que amenaza con desheredarlos), Benito decide volver a la Habana con su novia. Cuando llega la noticia del hundimiento de la fragata filipina (con todo el tesoro que esperaba Pepa), Benito revela que no sólo tiene tierras en Cuba, sino también una «gran fortuna» (48).

PEPA
Pues no fuiste desterrado...
BENITO
El Gobierno me amparó
y con su apoyo y mi suerte
en el comercio gané...

(48)                


Este indianismo al revés recomienda una vuelta al Nuevo Mundo, no sólo un descubrimiento en aquellas tierras fértiles de la posible salvación de la metrópoli. El tesoro de Benito se quedará en América, donde los amantes florecerán al comenzar su nueva vida juntos y así rechazar la decadencia y corrupción de la España antigua.

Mi último ejemplo viene de un (melo)drama en cuatro actos y en prosa, El rico y el pobre, de Francisco Botella y Andrés, estrenado en el Instituto Español en Madrid el 18 de febrero de 1855. En esta obra, el indiano, lejos de ser el típico rico del nuevo mundo cuyo dinero salva a los pobres del antiguo, es el malo de la película. El malvado conde, deseoso de seducir a la joven Adela, intenta comprarla a su padre, el pobre pero honrado Pedro. Descubrimos que Adela no es en realidad la hija de Pedro, sino huérfana de un padre criminal (el hermano de Pedro) que huyó a América. Lo explica Pedro:

«En mi juventud tuve un hermano a quien el cielo legó un juicio, para nuestra desgracia, harto ligero; víctima inocente de sus amores con una noble señora, fue una hermosa niña abandonada por él y recogida y criada con esmero por otro hombre: la noble señora pereció a la fuerza de los remordimientos, y mi pobre hermano le siguió como en la carrera del crimen, pues ya no he vuelto a saber de él desde su viaje a América».


(14)                


El conde apresa a Adela, luego la amenaza con la muerte si no cumple con sus deseos, pero el criado negro Tomás llega a salvarla y, en el último instante de la obra, Pedro descubre que el conde es... su hermano perdido (y, por consiguiente, el padre de Adela). Hemos vuelto al modelo presentado por Gálvez -el indiano corrupto, pero ahora con un toque nuevo, más trascendental (y más peligroso). Ahora, ese ser corrupto es un hombre que no sólo contraviene todas las normas familiares, sino que amenaza también la estabilidad política del país (ha sido líder de una conspiración fracasada contra la Reina).

Se ve, en conclusión, que la figura del indiano rico forma parte del imaginario dramático decimonónico y que se le revela en formas diferentes. Las múltiples crisis económicas del siglo tienen eco en el teatro, tanto directa como indirectamente. Un estudio del indiano nos revela su función como símbolo o metáfora que revela la inseguridad de una España caduca y conflictiva frente a un (ya no tan) nuevo continente lleno de promesas y -¿cómo no?- de dinero.






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