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Esencia del toreo

Pedro Laín Entralgo



A Rodrigo Uría, que como aficionado
a los toros vive del recuerdo de un triple pase cambiado
.





Uso aquí la palabra esencia en el neutro y general sentido que nuestro diccionario oficial le asigna: «Lo permanente e invariable de las cosas». Esencia del toreo, lo que en él es permanente e invariable. Se trata, pues, de saber si en el arte de torear, desde la primitiva suerte de alancear toros a la jineta hasta la tópica manoletina de nuestros días, hay algo que permanezca idéntico a sí mismo; y en el caso de que el resultado de la indagación sea positivo, de precisar qué es lo que realmente muestra como suya tal identidad. Dos métodos, por tanto: examinar la cambiante historia de la tauromaquia con ojo sensible a las esencias, y analizar, siempre a la caza de ese núcleo esencial, lo que el toreo es en nuestro tiempo. Muy lejos yo de ser un erudito en el arte de lidiar toros, haré de la necesidad virtud, y sin Cossíos ni Sánchez-Neiras a la vista, solo con la imagen de una corrida actual en la memoria, trataré de alcanzar lo que en ella es su más secreta y verdadera almendra.

Estoy sentado en un tendido y oigo el clarín que anuncia la corrida. Una pequeña hueste de hombres y caballos avanza hacia mí, cruzando el redondel. Tras algunas acciones rituales, sale un toro a la arena y una vez más comienza, sólida y uniforme, la parte verdaderamente sustancial de la vieja fiesta. Pero esto que yo veo -el hombre que con un capote provoca y burla la acometida de la bestia- ¿es algo limpiamente aislado de su mundo? No. Yo sé muy bien que no hay hombre sin mundo, aunque ese hombre sea monje del yermo, y que el conocimiento del mundo en torno es inexcusable para entender lo que el hombre es. No, no podré saber de veras lo que el torero está haciendo el centro de la plaza, sin tener muy en cuenta cómo el mundo en que él ahora existe -el público expectante y rumoroso, el silencioso y bien ordenado quirófano, el cura y la capilla, el fotógrafo con su Leica, la mirada de la fémina entrevista, el periodista que para su noticia, la compleja red de intereses económicos en torno al ruedo- pertenece a la realidad del lance de capa, y en alguna medida la determina. El objeto que yo contemplo se halla integrado por una acción humana susceptible de descripción esencial, el lance de capa, y una copiosa serie de realidades más o menos determinantes de su contenido y su figura, en torno a ella. He aquí, pues, mi tarea: ir desprendiendo del toreo, sabiendo muy bien que así nos llevamos una parte de su ser, esa compleja serie de realidades entre constitutivas y circundantes, y contemplar luego con mirada atenta el núcleo esencial que haya quedado dentro de ella.

Pienso que la corteza del toreo actual -aquello que constituye su contorno más inmediato y una parte de su cuerpo- puede ser descrita mediante tres proposiciones sucesivas: el toreo es una actividad que concede lucro y prestigio social; es, por otra parte, un espectáculo que da ocasión al inmediato lucimiento personal de su protagonista; es, en fin, una costumbre festiva, en la cual cristaliza una antigua tradición ritual. Más concisamente: el toreo es negocio, espectáculo y rito.

Sin tener en cuenta lo mucho que en él hay de profesión negociosa, ¿podría acaso entenderse el toreo? Y no solo hoy, también ayer y anteayer: desde que el arte de torear dejó de ser deporte de caballeros y se convirtió en profesión lucrativa, casi siempre practicada por hombres de origen modesto. La frase «Más cornás da el hambre» es algo más que una indeliberada ocurrencia tremendista, es la apretada expresión popular de un importante hecho sociológico y económico. Cabe incluso preguntarse si seguiría existiendo el toreo en el caso de que su ejercicio no llevase tan íntimamente aparejados el lucro -a veces, la opulencia- y el prestigio. La verónica, el pase natural y la estocada no son solo ejercicios de oposición al disfrute de una cuenta corriente bien abastecida, pero también son eso. Así visto, el toreo viene a ser una profesión capaz de conceder riqueza y nombradía, cultivada por un hombre dotado de las condiciones físicas y el coraje que ella tan ineludiblemente requiere.

Pero además de ser un negocio -a veces, malo-, el toreo es un espectáculo, algo que un público puede contemplar con emoción y deleite. Mirados desde este punto de vista, la verónica, el pase natural y la estocada son el recurso y la ocasión para que su ejecutante -el torero- logre ante quienes le contemplan esa fugaz granjería a que los españoles solemos llamar «lucimiento». Cabría decir, jugando elementalmente con las palabras, que el traje de luces es el indumento con que su portador luce y trata de lucirse. ¿Cómo desconocer que esta realidad, por externa y adjetiva que parezca, condiciona de manera considerable lo que en el ruedo acontece? Uno de los relieves más característicos de la faena, cuando ésta logra alguna eminencia, el «desplante», no es otra cosa que la expresión más concreta y llamativa de la espectacularidad inherente a la corrida de toros. (No al toreo en cuanto tal, sino a la corrida, a la realidad que resulta cuando el toreo se hace espectáculo). Se dirá, y con razón, que el desplante es un adorno inesencial, puesto que sin él existe y puede ser óptima la faena; pero también es posible afirmar, con no menor razón, que todo lance, desde la verónica hasta la estocada, lleva siempre en su figura cierta dosis, mínima a veces, de desplante. Si no fuese para su protagonista recurso y ocasión de lucimiento -si no fuese atractivo espectáculo-, no sería el toreo lo que es.

Y en tercer lugar, rito. No constituye un azar histórico que el toreo sea una tradición lúcida y emocional con casa propia en un muy determinado lugar del planeta -la península ibérica, las zonas de América y el sur de Francia a que ha llegado nuestra influencia-, ni que el culto del toro, característico de las viejas civilizaciones mediterráneas, haya tenido en ese lugar una de sus más importantes sedes. Nuestro malogrado historiador de las religiones, Ángel Álvarez de Miranda, hizo más que verosímil la conexión entre la fiesta de los toros y ciertas religiones de la Hispania prerromana. Con toda su actual realidad estética, espectacular y negociosa, la corrida sería expresión hispánica y táurica de una ley de carácter general, según la cual el mito religioso se concreta y manifiesta en rito, y este, desacralizándose, secularizándose, acaba convirtiéndose en juego. Mito, rito, juego: lo que fue mítica creencia en la significación cósmica del toro -fiereza y vigor, sobre todo sexual-, termina siendo espectacular y solemne juego con él, ante los ojos de una muchedumbre emocionada. Solo muy vaga y oscuramente perciben el torero y el público este velado y entrañable carácter ritual de la corrida; pero uno y otro saben muy bien que el espectáculo del toreo no es simplemente una bella y arriesgada diversión; o como sentenciosa y sibilinamente suele decirse, que el toreo es por esencia «algo serio». «¿Es que hemos venido aquí para divertirnos?», decía a un espectador novato un aficionado viejo y consciente. Sin saberlo, y a través de su afán de riqueza, fama y lucimiento, el torero es el oficiante de un rito ancestral que se ha hecho juego; y aunque la lidia del toro sea unas veces gravedad rondeña y otras gracia sevillana, nunca dejará de advertir o sospechar esa realidad quien sepa contemplarla atentamente.

El toreo, negocio, espectáculo y rito. Imaginemos, sin embargo, que un verdadero torero, un torero por vocación, siente en la soledad de la dehesa el deseo de dar unos lances al toro que en ella pasta y sobre ella señorea. Ahora no le mueven la sed de lucro y el afán de lucimiento; y lejos de la plaza-templo y de la corrida-fiesta, nada en su acción puede ahora ser la sombra de un rito lejano. ¿Qué es en ese momento el toreo? Por lo pronto, lo que de la faena quedaría en el ruedo si suprimiésemos de ella cuanto en ella pone su triple condición de rito, espectáculo y negocio; la desnuda acción de un hombre que ante una bestia capaz de acometida se complace una y otra vez en el peligro de citarla y burlarla. Si el torero no es puro ganapán, si no solo «las cornás del hambre» le han puesto en camino de serlo, ¿no es eso lo que hay en él cuando, como suele decirse, el toro ha despertado en su ánimo «las ganas de torear»? ¿No es cierto que en ese instante seguiría toreando, aunque desapareciesen de su horizonte todos los incentivos que le hicieron y le hacen apetecible el oficio de torear? Bajo el manto del negocio, el espectáculo y el rito, el toreo nos está ofreciendo ahora su verdadera esencia. Tratemos de apresarla en su integridad.

Vestido o no vestido de luces, provisto primero de la gaya tela que llaman capote, y luego del paño bermejo que llaman muleta, el torero provoca la acometida del toro y la burla; repite y multiplica esa acción con vario movimiento; y al fin, mediante una espada, da muerte al animal. ¿Qué tiene que haber en esa serie de actos para que su conjunto merezca plenamente el nombre de «toreo»? Yo pienso que cuatro cosas: juego, desafío, poder y drama. No hay lance aceptable en el cual no se den simultáneamente esas cuatro notas, pero no en todos los lances es la misma su proposición. Para entender con alguna precisión su respectiva realidad, veámoslas una a una en aquellos que más acusadamente las realizan.

Lo que el toreo tiene de juego muéstrase sobre todo en la verónica. La relativa anchura del capote y el hecho de que este pueda ser sueltamente prendido y movido con las dos manos, dan más campo al engaño y hacen que sean considerablemente menores la realidad y la impresión del riesgo. Sin dejar de ser todo lo que es, sin mengua, por tanto, de su constitutiva gravedad, en el toreo prevalece entonces la habilidad de un hombre que juega con la ciega y violenta embestida de un toro, y tal es la razón por la cual la gracia -el modo de torear tradicionalmente atribuido a los lidiadores sevillanos- encuentra en el tercio de capa su ocasión más propicia. Jugar es, entre otras cosas, mostrar superioridad sobre el mundo mediante la hábil y suelta ejecución de actividades no vitalmente necesarias. El comer, el respirar, el trabajar y el hacer el amor no son cosas de juego, aunque haya hombres que las ejecuten como jugando; sí lo son, en cambio, lograr que una pelota se introduzca rápidamente en un hoyo o conseguir que un animal realice el movimiento que de él nos hemos propuesto obtener. El toreo, por tanto, es juego, y el lance de capa, la suerte en que esta dimensión suya más brillantemente se manifiesta ante nosotros.

Además de juego, el toreo es desafío. Desafiar es enfrentarse deliberadamente con una realidad peligrosa siendo uno más o menos vulnerable al peligro que en ella hay, pero con la intención de salir indemne del encuentro con ella: así desafían el barco a la tormenta y el duelista a su adversario, y eso es lo que hace el torero cuando con el engaño provoca la embestida del toro. ¿Puede extrañar, según esto, que la impresión de desafío sea máxima cuando es mínimo el engaño de que se vale el lidiador, es decir, en la suerte de banderillear? Imaginad lo que es un par de banderillas al quiebro. Solo y quieto en el centro del ruedo, el torero atrae con su cuerpo la atención del toro, logra que este le embista, le deja llegar hasta su más inmediata proximidad y mediante una hábil flexión de su cintura evita la cornada, a la vez que clava los dos rehiletes sobre el carnoso morrillo de la fiera. Antes que cualquier otra cosa, el arranque de la suerte ha sido un limpio desafío, y esto es lo que en el alma del espectador hace patente la emoción de ver frente al toro, sin más engaño en la mano que dos escarolados listoncillos de madera, el cuerpo enhiesto y provocante del lidiador.

A mi modo de ver, la suerte en que más ostensible se hace lo que el toreo tiene de poder -el grave y eficaz dominio del hombre sobre la bestia-, es el pase natural. Recordadlo en su pureza. El lance comienza siendo puro desafío: es el momento en que el torero, la espada en la mano diestra y la muleta en la siniestra, incita con un leve movimiento del paño bermejo la embestida del animal. Pero en cuanto esta se ha producido, el pase viene a ser la sucesiva y bien medida apoteosis del poderío de aquel. Fijas las piernas, con solo un mesurado movimiento del tronco y del brazo izquierdo, que termina siendo suave y fuerte extensión de la muñeca, el lidiador consigue que el torrente de ira y amenaza de la acometida vaya pasando ante sus ingles, gire en torno a él y quede al otro lado quieto y vencido, en espera de la decisión de su vencedor. Como tantas veces ha dicho Zubiri, la realidad es poderosa. Al ver la corriente del río, yo no me limito a percibir el deslizamiento lento o rápido del agua sobre el cauce, advierto también el poder que esa corriente tiene y -acaso solo muy oscuramente- vivo con temor la seguridad de que tal poder sería superior a mis propias posibilidades, si el río se embraveciese; y lo que digo del agua en movimiento podría decirlo de la quieta roca, considerando su dureza o su peso. O del toro. El toro, en efecto, es un animal poderoso; pocos dan una impresión de poderío tan fuerte como la que él nos da, con su peso, su traza, su andadura, su mugido y sus astas. Pero sobre ese sobresaliente poder del toro, ¿no está ahora el poder del hombre, sin otras armas consigo que su inteligencia, la ligereza de sus miembros y el tenue engaño movedizo de un trozo de paño? Toreando al natural, el matador vive en sí mismo y hace vivir a los demás ese espléndido espectáculo que ofrece el poder del hombre sobre la fuerza y el instinto de la naturaleza.

Pero si la lidia del toro solo fuese gracioso juego, desafío gallardo y dominio poderoso, ¿la llamaríamos «toreo», con el sentido que entre nosotros tiene esta palabra? No. El toreo, el verdadero toreo exige, en efecto, que en el curso de ese desafío al poder y la fiereza del toro haya un permanente drama potencial: el drama de la cogida, con su sangrienta y acaso letal consecuencia. Solemos llamar dramática a toda acción humana que lleva consigo, como posibilidad no remota, la muerte de quien la ejecuta. Descontadas las acciones de una u otra manera bélicas, teniendo solo en cuenta las que integran la vida civil, ¿hay acaso alguna en que la perspectiva de la muerte ronde más de cerca a su protagonista? Desde que el torero se encuentra con el toro hasta que este cae al suelo, herido de muerte, no hay un momento en que la cornada no sea posible; así lo demostrará, a quien tenga tiempo y paciencia para el empeño, un recuento de las casi innumerables que a lo largo del tiempo se han producido. Y aunque estadísticamente no fuese esta la suerte en que resulta más frecuente la cogida -no lo sé-, la estocada es, en mi sentir, el trance que más evidente hace el constante dramatismo del toreo. La estocada, no esa grotesca o habilidosa punción del cuerpo del toro con que tantos matadores cumplen aviesamente el necesario trámite de dar remate a su faena. Dos razones principales hacen dramática a la buena estocada: que con ella va a morir el toro y que el torero puede en ella morir.

Va a morir el toro; va a cumplirse el destino para que fue engendrado; va a llegar el fin hacia el cual, a través de pastos, tientas y peleas, iba él inconscientemente viviendo. El patético destino de héroe y víctima que lleva sobre sí el toro de lidia se hace brusca y violentamente manifiesto cuando, herida su entraña por el frío rayo metálico de la espada, alza la testuz al cielo y cae al suelo para siempre. La muerte del toro tras la estocada es como el desenlace de una tragedia sin libertad, la inmolación de quien sin poder saberlo ni quererlo ha sido a la vez héroe y víctima. Solo por esto, aun cuando en su prehistoria no hubiese el pasado mítico y religioso de que nos hablan los historiadores, tendría un carácter cuasisacral la muerte del toro en la plaza. Quien no sepa sentirlo así cuando el toro se derrumba, ese será un curioso o un folklorista del toreo, pero no lo que grave y técnicamente solemos llamar «un aficionado».

Muriendo, el toro puede matar a quien lo mata, y este es el segundo de los momentos que hacen tan dramático el trance de la estocada. Con la muleta en la mano izquierda, el torero trata de mantener baja y fija la cabeza de la res, mientras consuma la suerte que la retórica más trivial certeramente llama «suprema». Si no logra esa necesaria fijación y el toro levanta la agobiada testuz, es grande el riesgo de que su cuerpo caiga sobre el asta derecha de la bestia, con la consiguiente posibilidad de que el victimario se convierta en víctima. Muerte en la tarde, dice el estupendo título de Hemingway; y esa tanática realidad, tan patente en la estocada, otorga a la corrida de toros su último sentido.

En su esencia, el toreo es un encuentro entre el hombre y el toro bajo forma de lidia, en el cual hay desafío, juego, ostentación del poderío humano y muerte real (la del toro) o muerte posible (la del torero); por tanto, drama. Esto es en el toreo lo esencial y perdurable, desde que en el siglo XVIII comenzó a ser lo que hoy es, y aun desde antes. Tal esencia puede realizarse en forma de verónica, gaonera, par de banderillas, pase natural, molinete o estocada; y de manera sevillana o rondeña; y en el vivir tosco y sentencioso de los toreros que dicen «Más cornás da el hambre» o en la existencia refinada de los que compran libros y asisten a cursos de filosofía; y a través de la opulencia y la gloria o de la estrechez y el fracaso; y en la plaza de toros, entre los aplausos y los gritos de un público denso y sudoroso, o en la soledad del campo, sin más testigos que la encina callada o el rumoroso cañaveral. Aunque la plenitud del toreo -la ocasión en que tal esencia cobra su más acabada realidad- sea, como es obvio, esa abigarrada conjunción de espectáculo, negocio y rito a que por antonomasia damos el nombre de «corrida».

¿En qué medida la esencia del toreo es perceptible en la corrida actual? ¿Hasta qué punto lo que el toreo tiene de negocioso espectáculo deja hoy existir en su figura y en su seno las cuatro notas esenciales que sumariamente acabo de describir? No puedo responder, porque ya hace años que no veo una corrida de toros. Juzgando por los trenos de los verdaderos aficionados, tengo que pensar que la esencia del toreo se halla hoy bastante maltrecha; que la corrida de toros es con harta frecuencia muy poco «esencial», tanto en el sentido filosófico del término como en su sentido cosmético y olfativo. Pero algún momento habrá, creo yo, en que el torero, solo movido por su gusto y su afición, fugazmente olvidado de contratos, itinerarios, cortijos y acciones bancarias, quiera que el capote, la muleta y el estoque sean en sus manos lo que los tres deben ser: instrumentos para la ejecución de una acción humana a cuyo entresijo pertenecen, como nervios esenciales, el desafío, el juego, el poderío y el drama.





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