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España en el corazón de Pablo Neruda: el «paraíso perdido»

Franco Quinziano






Todo
eran grandes voces, sal de mercaderías,
aglomeraciones de pan palpitante, [...]
Y una mañana todo estaba ardiendo, [...]
y desde entonces fuego,
pólvora desde entonces,
y desde entonces sangre.


España en el corazón                



Me gustaba Madrid y ya no puedo
verlo, no más, ya nunca más, [...]


Memorial de Isla Negra                


En la variedad de temas que organizan un vasto y complejo corpus de amplia universalidad como el que revela la escritura de Pablo Neruda1, España es percibida como experiencia crucial en el itinerario personal y literario del poeta sudamericano. Ella emerge como un motivo sumamente significativo, definiendo un aspecto temático recurrente que salpica las páginas de su amplísima obra. «Es difícil -señala Leopoldo de Luis- a partir de 1934, encontrar un libro del poeta chileno donde no se perciba, de un modo o de otro, la sombra de España»2. No cabe duda de que en la amplia constelación temática nerudiana, la España de los años '30 -asociada en modo indeleble ya sea a su feliz y estimulante estadía madrileña en los años de la República como al drama de la guerra civil que constituyó su trágico epílogo- se instala como una estrella mayor, cuyo resplandor no ha dejado de brillar jamás sobre ese «planeta habitado» del que hablaba Miguel Ángel Asturias al referirse a la obra del poeta chileno. «Nombres, vivencias y formas españolas trascienden pródigamente las páginas nerudianas como veta detectable a simple vista en el rico conglomerado del mineral»3, observa Luis Sáinz Medrano, precisando que no existe «nada más tentador que examinar la presencia de España y lo español en la [vida y en la] totalidad de la obra»4 del escritor chileno.

Aquí nos proponemos indagar y revisar tan sólo una parcela de esta vasta y honda relación afectiva y literaria: la imagen que de la España de los años '30 emerge en la escritura nerudiana, como experiencia de vida perennemente anhelada, como feliz y estimulante espacio perdido y entrañable mundo personal que la memoria y el recuerdo evocador se proponen reconquistar, fijar y eternizar, recortándolo como territorio privativo del yo del poeta. Una imagen de España en la que coexisten, fundidas entre sí, tres perspectivas diversas: en primer lugar, como experiencia personal inolvidable, ligada a los años en que residió en Madrid (Neruda en España); en segundo lugar, como inmensa pérdida a partir de la tragedia de la guerra civil que asoló la península ibérica (España en Neruda) y, por último, la que se construye y reelabora en modo constante en su escritura a través del recuerdo y de la evocación, incorporando las dos precedentes. En esta última imagen, que Neruda realimenta con asombrosa persistencia a través del ejercicio de la memoria, se afirma una España de rostro gozoso y explosiva vitalidad, y al mismo tiempo cruel, trágica, herida, vencida y traicionada, delimitando un ámbito de innumerables pérdidas y ausencias asociadas fundamentalmente al tópico de la muerte, motivo recurrente en la ingente temática nerudiana.


Madrid: descubrimiento, encuentros y reconocimiento

En ocasión de su fugaz paso por Barcelona, primer y único regreso a España desde los tiempos de la guerra, el 23 de junio de 1970, Neruda evocaba de este modo sus años transcurridos en la capital española:

España es para mí una gran herida y un gran amor [...] los españoles deben saber que yo viví mucho tiempo [...] y que tomé parte, dentro de una generación extraordinaria, en las preocupaciones, en los deberes y en la poesía de una época. Esa época es para mí fundamental en mi vida. Por lo tanto, casi todo lo que he hecho después [...] en mi poesía y en mi vida tiene la gravitación de mi tiempo de España5.


Dos años más tarde, en junio de 1972, el poeta declaraba que España era «una parte muy importante en [su...] historia personal»6. Y ese mismo año, ya gravemente enfermo y próximo a abandonar su responsabilidad al frente de la Embajada parisina, el poeta seguía preguntando, con una mezcla de curiosidad y nostalgia, por sus viejas amistades, por las calles y barrios madrileños7, como una herida que aún no había dejado de sangrar en su ánimo.

Pero vayamos por orden. Neruda llega a España en mayo de 1934 como cónsul de Chile en Barcelona, cargo que permuta al poco tiempo con la poetisa Gabriela Mistral por el de Madrid, ya que, como le sugiere Tulio Maquera, cónsul general en España, es allí que «está la poesía» (CHV 159). No es éste el primer viaje del poeta a la península: en julio de 1927, año significativo para la nueva poesía española, Neruda, camino a su destino diplomático en Rangún, había pasado fugazmente por la capital española. Estos tres breves días en el Madrid de Primo de Rivera, en los que conoce a Guillermo de Torre, sin embargo, se hallan marcados, como el mismo poeta chileno recordará años más tarde, por el desencuentro y la incomprensión8. Será su segundo viaje, por lo tanto, el que sellará su encuentro decisivo con España. Amistades sinceras y fraternas, cordiales acogidas, conferencias, homenajes y reconocimientos dan cuenta de su completa inmersión, como protagonista, en la vida cultural de la España republicana. Su estrecha vinculación con los jóvenes poetas del '27 -Federico García Lorca, Miguel Hernández, Rafael Alberti, Vicente Aleixandre y Manolo Altolaguirre- constituyen, como ha señalado José Carlos Rovira Soler, «una referencia permanente de encuentros, conversaciones, lecturas y proyectos»9.

La triunfal acogida y consagración del poeta, como componente esencial del itinerario nerudiano de aquellos años10, poblado de iniciativas en función del nuevo clima cultural que se ha determinado con la llegada de la República, constituye un capítulo ampliamente conocido que el mismo poeta en innumerables ocasiones se encargó de recuperar como ejercicio constante en su escritura, a través de referencias directas e indirectas esparcidas fragmentariamente en su obra como retazos de vivencias y reordenadas en modo más articulado en sus Memorias (CHV 159 ss.). Neruda se siente reconocido y admirado, rodeado de «una brillante fraternidad de talentos»11. Su personalidad se impone desde los primeros meses en el rico panorama literario madrileño, en un período que, al decir del autor chileno, «significó un incomparable renacimiento en la vida intelectual de España»12.

Esta situación de nueva seguridad artística recibe un fuerte espaldarazo con la presentación de García Lorca en la Universidad de Madrid a fines de 1934 y encuentra una ulterior confirmación en el Homenaje que, en desagravio a las acusaciones de plagio vertidas por su compatriota Vicente Huidobro, le tributan los jóvenes poetas en abril del año siguiente13. Dicha fase de pleno reconocimiento y de consagración artística se desplaza al ámbito de lo privado, trazando en Neruda un verdadero locus amoenus14, cargado de estímulos y gratificaciones en el plano cultural y personal, que el drama de la guerra del '36, aquel día en que la calle «se llenó de pólvora» (CHV 165), cerrará en modo abrupto y definitivo. Desde el aislamiento, la angustia y la soledad de su primera fase residenciaria, profundamente marcada por la experiencia en Oriente, territorio hostil y precario que representa para el joven escritor el extravío, Neruda pasa a vivir en Madrid una feliz temporada, cuyas impresiones y recuerdos conservará eternamente en su memoria:

Con Federico y Alberti, que vivían cerca de mi casa [...], con el escultor Alberto [Sánchez] [...], con Altolaguirre y Bergamín, con el gran poeta Luis Cernuda, con Vicente Aleixandre, poeta de dimensión ilimitada, con el arquitecto Luis Lacasa, con todos ellos en un sólo grupo [...] nos veíamos directamente en casas y cafés. De la Castellana o de la cervecería de Correos viajábamos hasta mi casa, la Casa de las Flores, en el barrio de Arguelles. Desde el segundo piso de uno de los grandes autobuses [...] descendíamos en grupos bulliciosos a comer, beber y cantar.


(CHV 162)                


Los años de su residencia madrileña se hallan signados por la nueva relación afectiva con la argentina Delia del Carril y por las amistades fraternas inter pares que le han facilitado Lorca y Alberti, a quienes se siente ligado por afinidades personales y artísticas. Años más tarde el poeta evocará estas vivencias, declarando que «entre los años más felices de mi vida están los que pasé en España»15. Su compañero de aquellos años en el Consulado chileno, poeta y colaborador de la revista Caballo verde para la Poesía, Luis Enrique Délano, recuerda que Neruda «se caracterizaba en esos días por un irrestricto deseo de comunicación y convivencia, por una especie de afán por no estar nunca solo, sino rodeado de amigos», contrastando con el precedente Neruda «sonámbulo, sumido a menudo en un oculto mundo interior»16. En una carta de principios de 1935, dirigida a Héctor Eandi, el escritor chileno confiesa: «De amigos, como siempre, estoy rodeado de ellos, Alberti [...], Lorca, Bergamín, poetas, pintores, [...]»17.

Esta mayor apertura y más decidida predisposición hacia la amistad sincera y fraterna, en correspondencia con el nuevo sentido de la amistad que se respiraba en los ambientes intelectuales de la República, había reconocido un primer momento en su breve estadía porteña. En efecto, en Buenos Aires, entre 1934 y 1935, Neruda había vislumbrado una súbita estación «cargada de estímulos y gratificaciones, de revelaciones y seguridades, [de] experiencias enriquecedoras»18. En la ciudad rioplatense el poeta se había sentido rodeado del afecto de amigos sinceros, como el matrimonio Lange-Girondo, Sara Tornú, Rojas Paz, Ricardo Molinari y Raúl González Tuñón, éste último más tarde concurrente asiduo del círculo de amistades madrileñas que frecuentarán su casa de Argüelles. Y por sobre ellos, como una sombra mayor, la personalidad determinante de García Lorca, a quien Neruda había conocido en casa de los Rojas Paz a fines de 1933, inaugurando una sólida amistad que tan sólo la trágica muerte del poeta granadino interrumpirá. Lorca será su puerta de ingreso a España: «cuando bajé del tren, [en Madrid] estaba esperándome una sola persona con un ramo de flores en la mano: era Federico»19, recuerda Neruda. El autor del Romancero gitano, en cierto modo, constituye el enlace entre estas dos experiencias estimulantes, Buenos Aires y Madrid. Bajo esta perspectiva, la Oda a Federico, escrita en la primavera de 1935 como tributo a la generosa amistad y a la sincera admiración que Neruda sentía hacia el poeta andaluz -admiración recíproca como es noto-, incorpora en un mismo tiempo estos dos momentos de goce y explosiva vitalidad, conectando y unificando con ello «los dos espacios de la amistad»20.

Si como ha señalado Jorge Guillén, otra de las grandes personalidades literarias que componen el círculo de amistades que frecuenta el escritor chileno, «vivir es convivir en compañía»21, el itinerario trazado por Neruda en Madrid determina el inicio de una nueva existencia, de una nueva vida. Estimulante sociabilidad, hecha de discusiones, tertulias literarias y reuniones de amigos fraternos en su casa del barrio de Arguelles, erigida en «núcleo esencial de su actividad madrileña»22, que marcó época en aquellos años:

En la casa de las Flores se charlaba, se discutían los últimos libros, se conversaba de poesía, de literatura, de política [...]. Lorca cantaba o simplemente hablaba, pero eso era bastante para que todo el mundo estuviera pendiente de sus labios23.


Esta explosiva vitalidad se apodera también del mundo cotidiano que circunda al poeta. Invade las calles y librerías, los barrios bajos y mercados madrileños, revelándose «esencia aguda de la vida» (TR 45), como declara en el tantas veces comentado poema Explico algunas cosas, sin duda uno de los textos más dramáticos que componen España en el corazón. Toda la ciudad se le presenta a Neruda como un «profundo latido / de pies y manos», que denuncia una vivencia de plenitud y alegría, al tiempo que las mercaderías -«aglomeraciones de pan palpitante / [...] delirante marfil fino de patatas, / [...]» (TR 45)- y los objetos -«Yo vivía en un barrio / de Madrid, con campanas, / con relojes, con árboles [...]» (TR 45)- confirman una nueva disposición personal y poética. Asombrosa vitalidad de una experiencia que el poeta, no sólo ha incorporado como marca indeleble, sino que ha decidido recrear, transmitir y compartir con los demás:

yo le llevo [a Vicente Aleixandre] la vida de Madrid, los viejos poetas que descubro en las interminables librerías de Atocha, mis viajes por los mercados, de donde extraigo inmensas ramas de apio o trozos de queso manchego untados de aceite levantino. Se apasiona con mis largas caminatas en las que él no puede acompañarme, por la calle de la Cava Baja, una calle de toneleros y cordeleros estrecha y fresca, toda dorada por la madera y el cordel.


(PNN 75)                


Estos años en Madrid, entre 1934 y 1936, se revelan en el ánimo del poeta chileno una experiencia inolvidable. Si el Oriente representó para Neruda un mundo ajeno, hostil y extraño, Madrid funda un ámbito seguro y estable que promueve su «reencuentro» con la vida, al tiempo que sella su definitivo reconocimiento como artista y creador. La edición de sus Tres cantos materiales que acompañan el homenaje tributado por los poetas del '27, la publicación en la editorial de Cruz y Raya de sus poemas residenciarios y el nacimiento de la revista Caballo Verde para la Poesía, de la cual será director, constituyen manifestaciones evidentes de dicha consagración, al tiempo que incorporan plenamente al poeta chileno en la corriente lírica de Lorca y Alberti24.

Neruda -según sus mismas palabras- se considera «uno más entre los poetas españoles» (CHV 159-160). En efecto, Madrid, que a partir de este momento se funde en su escritura y recuerdo con la misma España, delineando en el poeta una sola e inseparable identidad, significó también su definitivo encuentro con la tradición lírica castellana y con los clásicos españoles, explicitada en 1939 en su texto Viaje al corazón de Quevedo. En este sentido, fundamentales son tanto los estímulos de Lorca y Bergamín como el aliento de su amigo Aleixandre, con quien Neruda comparte horas de lectura y discusiones en la casa de la calle Wellingtonia, donde «la poesía y la vida adquieren una transparencia sagrada [...] O leemos largamente a Pedro de Espinosa, Soto de Rojas, Villamediana. Buscamos en ellos los elementos mágicos y materiales que hacen de la poesía española, en una época cortesana, una corriente persistente y vital de claridad y de misterio» (PNN 75). La presentación de una selección de los Sonetos de la muerte de Quevedo, «mi padre mayor y mi visitador de España» (VQ 84) y otra del conde de Villamediana, publicadas ambas en las páginas de Cruz y Raya, no hacen más que ir anunciando esta nueva identidad poética que en esos mismos años encuentra expresa correspondencia en El desenterrado, una de las composiciones que cierran su Segunda Residencia. En ella, como ha observado Hernán Loyola, Neruda delimita «el sitio de su propia obra dentro de la tradición poética de lengua castellana [al tiempo que...], resucita y prolonga a Villamediana como metáfora de la propia reunificación, del propio renacer en España desde un pasado disperso, confuso y fragmentado»25.

Como resultado de esta conjunción de estímulos, el poeta va edificando un mundo íntimo, organizado en torno a pequeños objetos significativos y a entrañables amistades que evidencian una fase de auténtica estabilidad y autovaloración. España se erige en espacio de revelación26 y de autorreconocimiento identitario: «España fue para mí la revelación de mi raíz más antigua»27, confesará el poeta en sus últimos años. España-Madrid, «a cuya puerta / toqué, para que abrieran» (MIN 117), se le presenta a Neruda como nuevo descubrimiento, tardío sí, pero al mismo tiempo definitivo. Frente al desarraigo y al extravío, Madrid se erige en territorio plenamente conquistado y, en ese proceso de aprehensión, que conjuga praxis y escritura en función de una experiencia crucial, el poeta se reconoce en nuevas certidumbres. Madrid-España establece, pues, un fértil encuentro que la tragedia de la guerra quebrará en el plano personal, vulnerando el «paraíso» conquistado del poeta. Sin embargo, en el ámbito de la escritura, el drama de la contienda suscitará un nuevo y decisivo encuentro: esta vez con la historia, definiendo un espacio personal fuertemente historizado que irá reorientando la poética nerudiana hacia las razones profundas del hombre y hacia una mayor solidaridad y compromiso, en palabras del mismo poeta chileno, con la «multitud humana» (PNN 424).




La guerra: ruinas, pérdidas y ausencias

Si la estadía madrileña sella un momento fundamental en el itinerario vital del poeta chileno, la guerra civil constituye sin duda un acontecimiento decisivo que lo marcará en modo profundo, generando un cambio en su disposición poética: «a las primeras balas que atravesaron las guitarras de España, afirma Neruda, [...] mi camino se junta con el camino de todos» (CHV 204). Neruda vive en Madrid los meses iniciales del conflicto bélico. Presencia los primeros bombardeos con su secuela de muerte y dolor, la heroica resistencia de la ciudad sitiada, la llegada de los primeros contingentes de las Brigadas Internacionales, trasladando en sus versos esta vivencia personal y el paisaje de muerte y destrucción que gradualmente va apoderándose de la ciudad. España en el corazón, «ese libro ardiente que nació y murió en plena batalla» (CHV 171), es fundamentalmente la condensación de esta decisiva experiencia en la que el yo testigo, a través de un nuevo lenguaje de gran efectividad poética28, increpa, acusa, condena y maldice a los enemigos de la República. Moros, duquesas, obispos y banqueros, generales nacionalistas y frailes desfilan ante los ojos del poeta como símbolos de la culpabilidad y de la traición. Son ellos los responsables de la enorme tragedia que se ha abatido sobre los españoles. «Toda la brutalidad y barbarie de la guerra -comenta Martín Panero- se hallan simbolizados en los crímenes perpetrados por los nacionalistas»29, quienes, en la visión de Neruda, representan la España diabólica, «la España subterránea y maldita, [...] crucificadora y venenosa de los grandes crímenes dinásticos y eclesiásticos» (PNN 69), en oposición a la España auténtica, leal y republicana.

«No ha habido en la historia intelectual una esencia tan fértil para los poetas como la guerra española. La sangre española ejerció un magnetismo que hizo temblar la poesía de una gran época» (CHV 173), declara en sus Memorias póstumas el autor chileno. En efecto, la Guerra Civil Española, sobre la que tantos ríos de tinta se han vertido, muy probablemente como ninguna otra contienda, promovió un fenómeno cultural y literario de enorme trascendencia y de asombrosa vitalidad. En pocos momentos de nuestra historia contemporánea, compromiso social y político y producción cultural estuvieron tan estrechamente implicados entre sí como en los años de la guerra del '36. La edición de España en el corazón que salió de la imprenta del Ejército republicano del Este en los últimos meses de la contienda constituye sin duda uno de los eslabones más significativos de dicha conjugación, sellando una original y estrecha comunión entre experiencia vital y creación poética. En opinión de no pocos escritores, intelectuales y hombres de cultura del período -tanto españoles como hispanoamericanos y europeos- la guerra civil constituyó el hecho de mayor trascendencia del siglo, vislumbrando en las razones de la República una causa justa y digna de defender en pos de la dignidad humana, la justicia y la libertad de España.

No es ésta la ocasión para profundizar sobre las razones de este cambio de disposición lírica que selló un más directo e intenso compromiso social y político de poetas e intelectuales con la complejidad de los tiempos que les había tocado vivir. Si tan sólo recordar que la contienda fue perfilando por primera vez «la imagen del poeta que exalta en sus versos los ideales por los que lucha en las trincheras»30. Esta explosión de enorme vitalidad cultural encontró en modo significativo un terreno fértil en el campo lírico: Miguel Hernández, sin duda la figura más genuina del nuevo poeta combatiente y militante, soldado republicano del 5.º Regimiento y más tarde comisario cultural de las fuerzas de El Campesino, lee sus versos en el frente; Manolo Altolaguirre colabora activamente en el frente catalán como responsable de la imprenta en el Ejército del Este; Rafael Alberti deviene verbo militante recorriendo los diversos frentes de batalla e incitando a los soldados con su poesía encendida, sin olvidar que «en casi todos los números de Volunteer for liberty, que era el periódico de la 15.ª Brigada Internacional, aparecían versos suyos»31. De este modo, el género lírico, por lo general reservado a un público limitado y restringido, como observa Maryse Bertrand de Muñoz, se convirtió «en un medio de comunicación mucho más abierto, que alcanzó al pueblo, al combatiente de todas las esferas»32.

La crítica ha insistido acerca de la importancia de la guerra del '36 como generadora de un radical cambio de actitud en la poética nerudiana que anuncia la renovación de su yo lírico, cerrando su laberíntica y angustiosa fase residenciaría. En Confieso que he vivido Neruda explica de este modo la evolución de su credo poético que acabará abriéndose hacia un espacio histórico y profético: «A las primeras balas que atravesaron las guitarras de España, [...] mi poesía se detiene como un fantasma en medio de las calles de la angustia humana y comienza a subir por ella una corriente de raíces y de sangre [...] Y de pronto veo que desde el sur de la soledad he ido hacia el norte que es el pueblo, [...] al cual mi humilde poesía quisiera servir de espada y de pañuelo, para secar el sudor de sus grandes dolores y para darle un arma en la lucha del pan» (CHV 204). La guerra civil promueve su devenir hacia la conciencia histórica. Es el encuentro con el hombre y con la historia que desembocará más tarde en el redescubrimiento del alma americana. En este nuevo recorrido actúan otros elementos que dejan una huella profunda en la conciencia del poeta; en modo particular, la política del Bienio Negro y la sangrienta represión de la revolución asturiana de octubre de 1934. Los ecos de estas vivencias ya se hallan presentes, si bien en modo velado, en no pocos de los últimos poemas de su Segunda Residencia, en los que se puede avizorar una nueva disposición y un nuevo humanitarismo33. No debe olvidarse, asimismo, la confluencia de determinadas situaciones personales, como la nueva relación afectiva con quien será su compañera por casi dos décadas, Delia del Carril, ya por entonces convencida militante comunista, como así también las decisivas influencias de sus amigos Raúl González Tuñón -«el primero que blindó la rosa»34, según confesó el mismo Neruda- y Alberti, en lo que atañe principalmente al modelo del poeta comprometido y a la definición de una poética orientada a la utilidad pública. Ya sea que hablemos de «conversión poética»35 o de «nueva etapa en el sistema de autorrepresentación del yo»36, no cabe duda de que la tragedia de la guerra española actuó como decisivo catalizador de un cambio que ya venía perfilándose y expresándose fragmentariamente en los años precedentes a la contienda y que, en cierto modo, el mismo poeta había comenzado a trazar en el conocido manifiesto Sobre una poesía sin pureza37, publicado en 1935 (PNN 140-141).

Reunión bajo las nuevas banderas, de su Tercera Residencia, constituye una evidente manifestación de la conciencia y asunción del cambio que se ha operado. En este poema, Neruda va delineando, al decir de Loyola, el «programa del nuevo yo»38, su nuevo autorretrato, («Yo de los hombres tengo la misma mano herida, / yo sostengo la misma copa roja / e igual asombro enfurecido/»; TR 38), al tiempo que sanciona el distanciamiento respecto a la angustia y al ensimismamiento del modelo lírico precedente. El citado poema Explico algunas cosas representa también otro notable esfuerzo por explicitar en la escritura el nuevo recorrido emprendido, en esta ocasión como directa emanación de su dramática vivencia personal en la ciudad de Madrid en los primeros meses de la guerra:


Preguntaréis por qué su poesía
No nos habla del sueño, de las hojas,
De los grandes volcanes de su país natal?
Venid a ver la sangre por las calles, [...]


(TR 47)                


Coincidimos con H. Loyola cuando precisa que «para Neruda la experiencia de España no es sólo la guerra civil»39. En efecto, puede reconocerse en sus versos evocadores una fuerte añoranza, según palabras del mismo poeta chileno, de «aquel tiempo anterior cuando aún no tenía / sangre la flor» (MIN 125). Creemos, sin embargo, que la reiterada, y a veces casi obsesiva, evocación de Madrid en la escritura nerudiana -y a medida que pasan los años con una asombrosa intensidad- se halla asociada fundamentalmente a los horrores y a la tragedia de la guerra del '36. El poema Explico algunas cosas integra afectos, situaciones, vivencias (la casa madrileña de Arguelles, amistades, el bullir de la vida en las calles de la ciudad) que vertebran el autorretrato del poeta antes del inicio del conflicto como expresión de lo perdido. Aquí hace su ingreso un componente familiar en la escritura del poeta chileno, la memoria cotidiana, como recuperación de un mundo que ha ido desvaneciéndose, a través de «la desoladora confrontación entre lo que existía y ya no existe»40: «Raúl, te acuerdas? / Te acuerdas, Rafael? Federico, te acuerdas / debajo de la tierra, / te acuerdas de mi casa con balcones en donde / la luz de junio ahogaba en tu boca?» (TR 45). A través de una sucesión de imágenes floreales, tan frecuentemente presentes por otro lado en el teatro de Lorca41, Neruda invoca al amigo recientemente asesinado en Viznar. Su trágica muerte se erige en génesis -«los fascistas españoles iniciaron la guerra en España asesinando a su mejor poeta» (CHV 166)- y símbolo de la catástrofe que ha comenzado a sembrar muerte y destrucción por doquier. En opinión del autor chileno, Lorca representa «el corazón sonoro» de España, por lo que -refiere- «lo han escogido bien quienes al fusilarlo han querido disparar al corazón de su raza» (PNN 69).

Las parejas de oposición vida-muerte, vitalidad-destrucción, bullir de vida-silencio, luz-fuego, como términos sobre los que Neruda construye el poema, establecen el pasaje hacia el Madrid de la guerra y explicitan su mundo de pérdidas y de ausencias. La ciudad, «esencia aguda de la vida», se ha convertido en una urbe herida, habitada por el fuego, la sangre y la pólvora, simbolizando ahora sus nuevos atributos. «Mirad mi casa muerta, / mirad España rota» (TR 46), clama indignado el poeta, enlazando su propia experiencia con el drama colectivo de todo un pueblo. Aquí la historia y el mundo personal del escritor chileno confunden sus aguas, delineando un espacio en el que el sujeto poético se halla fuertemente condicionado por los acontecimientos históricos. «El mundo ha cambiado y mi poesía ha cambiado» (TR 25), precisará Neruda a principios de 1939, mientras la República vive sus últimas y agónicas horas. La guerra en la visión del autor constituye, al mismo tiempo, un drama personal y una tragedia colectiva; es más, su drama individual se halla inmerso en el drama de toda una comunidad.

La guerra civil, por lo tanto, se instala como símbolo de pérdidas individuales y colectivas. Sin duda, los poemas Madrid 1936, Cómo era España, Canto sobre unas ruinas y Madrid 1937, en los que Neruda alterna su propia angustia y desazón con cantos de solidaridad y de fe en el hombre y en la certera victoria republicana, son los que mejor explican este proceso en el que el conflicto bélico es percibido como destrucción de un mundo íntimo y personal. Madrid, a quien el mes de julio sorprendió con su alegría (TR 43), «de panal pobre», heroica, de «sueños claros» (TR 44-45), ante los ojos del poeta chileno transmuta su rostro, «cambiado para siempre / por la luz de la sangre» (TR 44).

Con motivo del II Congreso internacional de escritores e intelectuales celebrado en plena guerra civil en Valencia, Barcelona y Madrid y extensamente evocado en sus Memorias (CHV 176-179), Neruda regresa a mediados de 1937 a la capital asediada. Madrid 1937 se halla íntimamente ligado a esta experiencia de retorno efímero. Todo el poema constituye una viva y dolorosa impresión de la tragedia de la guerra en la que, una vez más, la escritura evocadora engarza la experiencia vital del poeta con el drama de toda la ciudad, saldando el yo personal con el yo social. «En esta hora recuerdo a todo y a todos» (TR 66), explica el chileno. Aflora nuevamente el amor sincero hacia Madrid, la cual confirma su imagen de ciudad heroica («ni el humo ni la/ muerte/ han conquistado tus muros ardiendo», TR 67). Sin embargo, la ciudad ahora se halla habitada por ausencias y destrucciones: «No hay en esa ciudad, /en donde está lo que amo, / no hay pan ni luz: un cristal frío cae / sobre secos geranios [...] / nadie en el alba de las fortificaciones, / sino un carro quebrado [...]» (TR 66). Y luego, a continuación, una ágil serie de enumeraciones -Ciudad de luto, socavada, herida, rota, golpeada, agujereada, llena de sangre y vidrios rotos (TR 66-67)- a través de las cuales el yo testigo acusador explicita los signos del devenir que han transformado el rostro de la ciudad. Como ha observado Rovira Soler, «la materia es objeto ahora de una destrucción violenta, provocada por la guerra»42. El poema Canto sobre unas ruinas ahonda este sentimiento de dolor y de destrucción. Aquí la muerte, eje temático fundamental en la amplia constelación nerudiana, se asocia en modo incuestionable al sentimiento de la pérdida: «Todo ha ido y caído / brutalmente marchito» (TR 62). Neruda evidencia los indicios del crimen: «todo reunido en nada, todo caído para no nacer nunca» (TR 62), y, al mismo tiempo, refiere sobre el «tiempo del trabajo» que la guerra en modo escandaloso aniquila a su paso43. Resonancias de la destrucción material, imagen de la desolación que se ha ido apoderando de la ciudad. El poeta se halla como extraviado frente a tanta calamidad y devastación, delineándose en sus versos una imagen que se coloca en las antípodas del Madrid impetuoso de vida, donde -recordaba Neruda- «por todas parte / estallaban geranios» y «cuyo profundo latido / de pies y manos llenaba las calles» (TR 45). La tragedia de la guerra, explicará años más tarde el escritor chileno, «ha asesinado en España el derecho a la felicidad44. Es el inicio de la traumática caída de España que comienza a trazar en el ánimo del poeta la percepción del paraíso perdido:

[...] las guerras se llevan hombres y ventanas, muros y mujeres, y deja tumbas y heridas [...].


(PNN 243)                





El recinto de la memoria: recuperación y legitimación de lo perdido

España, su estancia en el Madrid de los años '30 y la guerra civil como experiencia determinante vuelven a asomar en la escritura del poeta a lo largo de su obra con una asiduidad que asombra. En septiembre de 1957, a las puertas de su nuevo ciclo lírico que inauguran los extravagarios, signado por una fuerte inmersión en la memoria y en los espacios íntimos y privados, sin que ello empero implique un abandono de su poética social ni del modelo del poeta de «pública utilidad», Neruda se dirige a los jóvenes poetas españoles. En esta carta, escrita en París, Neruda declara:

[...] aquí me tienen muy cerca de la tierra española y lleno de sufrimientos por no verla y tocarla. Soy un desterrado especial, vivo soñando con España, [...] la del mapa y la de las callejuelas, soñando con todo el amor que entre vosotros dejé, un desterrado que sólo puede acercarse al aire que perdió45.


El devenir del tiempo y del hombre irá ahondando esta sensación de pérdida, mezclada con la nostalgia evocadora:


Ya he cantado para cumplir mi canto.
Ya he cantado y contado
lo que con manos llenas me dio España,
lo que me robó con agonía,
lo que de un rato a otro
me quitó de la vida
sin dejar en el hueco
más que llanto,
llanto de viento en una cueva amarga,
llanto de sangre sobre la memoria [...]


(MIN 117-118)                


Se ha observado con razón que en un cierto nivel toda la obra de Neruda constituye «una difícil recuperación de recuerdos» en la que «cada crisis de renovación del sujeto enunciador-protagonista incluye un nuevo grado de inmersión en la memoria»46. «Ayer es un árbol de largas ramazones, y a su sombra estoy tendido, recordando» (PNN 18), declara el escritor chileno. En este sincero esfuerzo por abarcar -y recuperar- desde el recuerdo y la evocación una experiencia vital que lo ha marcado hondamente, el poeta enlaza las múltiples imágenes de su vivencia en España que se agolpan en la memoria, estableciendo un sinfín de correspondencias a lo largo de toda su obra. Esta continua evocación de aquellos años, «muy definitivos y muy definitorios» en opinión del mismo Neruda, delimita un ámbito privilegiado en el proceso de recuperación de una experiencia crucial que la escritura fija y legitima. El yo testigo deviene la voz del recuerdo y de la memoria: «¡Aquella guerra! El tiempo / un año y otro y otro / deja caer como si fueran tierra/ para enterrar / aquello / que no quiere morir [...]» (MIN 117), manifiestan los versos iniciales que abren la sección El fuego cruel de su Memorial de Isla Negra.

En este itinerario, que denuncia una compleja y fragmentaria red de evocaciones tendida hacia una búsqueda constante de lo perdido, las amistades fraternas a las que la guerra cruelmente condenó al «polvo de la muerte» se instalan en su escritura como uno de los motivos mayormente recurrentes. «No puedo dejar de pensar, cuando vuelven mis recuerdos a la guerra de España, en la muerte de los que conocí y amé. Toda la importancia política de aquella guerra, con toda su violencia y su consecuencia, se resumen para mí en algunos nombres: los nombres del dolor»47, afirma el poeta. Las muertes-ausencias de Lorca, Miguel Hernández, «el pastor perdido», y de Antonio Machado, «venerable árbol de la poesía española» (VQ 83), «viven a través del silencio» (VQ 88); ellos siguen actuando en el recuerdo y en la conciencia del poeta como profundas heridas sangrantes:


Y luego aquellas muertes que me hicieron
tanto daño y dolor
como si me golpearan hueso a hueso:
las muertes personales
en que también tú mueres.


(MIN 119)                


Machado, Lorca y Miguel Hernández definen tres ausencias cruciales que Neruda actualiza constantemente en su escritura como perenne desafío al olvido. En efecto, «el recuerdo de los amigos muertos sigue remeciendo el alma de Neruda y dándole combustible para nuevas hogueras poéticas»48, asevera M. Panero. Ahora bien, si en el poeta chileno la guerra es percibida como acto amenazante que se propone anular y violar la misma poesía, sin embargo, nos dice Neruda, es tan sólo ésta última, concebida como «acto de paz», la que puede desafiar y vencer la desolación y el dolor que el drama de la guerra deja en el ánimo de los hombres (CHV 170 y 187-188). Los poetas ausentes, por lo tanto, se hallan «despiertos para que la palabra no muera» (VQ 88). Sólo la poesía puede recuperar dichas ausencias. El verbo poético y el ejercicio de la memoria en Neruda delimitan el espacio de la búsqueda perenne de los afectos perdidos, de «los rostros enterrados» (CG 292), que la escritura le restituye. Pero en el poeta chileno, el recuerdo de España se halla íntimamente ligado también a presencias determinantes que conectan este pasado perennemente añorado a un futuro profético cargado de anhelos y esperanzas. La continua evocación de Rafael Alberti constituye sin duda uno de los ejemplos más emblemáticos en este proceso encaminado a recuperar un pasado común, trazando un itinerario de continuidades como desafío a la liquidación personal y colectiva de una experiencia, al mismo tiempo humana y literaria, que la guerra insiste en querer llevarse consigo:


Iremos Rafael, donde yace
aquel que con sus manos y las tuyas
la cintura de España sostenía.
El muerto que no pudo morir, aquel a quien tú guardas,
porque sólo tu experiencia lo defiende.


(CG 286-287)                


Las presencias más cercanas determinan el rescate de lo que se halla ausente o de lo que en modo irremediable se ha perdido, en este último ejemplo la entrañable amistad e irreparable pérdida de García Lorca, dolor imperecedero en el ánimo de Neruda. Son en cierto modo aquellas voces que aún sobreviven, como la de Alberti, la prolongación de las voces ausentes. Ellas consienten la afirmación y defensa de las demás vidas perdidas, rescatándolas del olvido y proyectándolas hacia el presente del yo del poeta y, al mismo tiempo, corroboran la capacidad de vocalización nerudiana que, como ha precisado E. Rodríguez Monegal, confieren «voz al silencio de los hombres»49.

En esta amplia recuperación de su experiencia en la España republicana que vertebran su poesía de la memoria50, la ciudad de Madrid vuelve a ser evocada y añorada como ausencia dolorosa. Constituye la amada ciudad perdida (MIN 125-126). Madrid se instala en el corazón del poeta como una amada lejana que se ha perdido en modo irremediable. «Pensar que no la tengo. Sentir que la he perdido», podríamos señalar parafraseando los conocidos versos nerudianos de los Veinte poemas de amor que anuncian su poética de la ausencia51, sin por ello pretender forzar de ningún modo situaciones o trazar comparaciones que expresan estados de ánimo, momentos personales y artísticos diferentes en el itinerario de Neruda. Regresan las sensaciones y las vivencias del placer cotidiano de sus «calles de cordeleros y toneles», de «tabernas anegadas / por el caudal / del duro Valdepeñas» (MIN 125). La capital asediada, apunta Giuseppe Bellini, «assume ora il significato di un mondo felice perduto che [Neruda] sogna di riconquistare. Ancora dopo molti anni egli ricorderá quel tempo come stagione insostituibile nella sua vita»52. En el vivo espacio del recuerdo de aquellos años que precedieron inmediatamente la guerra -cuando «aún no tenía / sangre la flor» (MIN 125)- vuelven a hacerse sentir las ausencias dolorosas, como la de Aleixandre, a quien el poeta chileno ha dejado «allí a vivir con sus ausentes» (MIN 126). El imposible exilio del poeta andaluz se convierte en exilio interior: Aleixandre -«la sonrisa que nunca he vuelto a ver» (MIN 126)- representa en la escritura de Neruda una ausencia que convive con las demás, trazando una imagen imperecedera y emblemáticamente inmutable de sus años madrileños.

Neruda avala y atestigua. Legitima su experiencia vital en la escritura y la confirma con su presencia, reasumiendo el rol del yo testigo:


[...] yo estuve
y padecí y mantengo
el testimonio
aunque no hay nadie
que recuerde
yo
soy el que recuerde,
aunque no queden ojos en la tierra
yo seguiré mirando
y aquí quedará escrita
aquella sangre [...]
y por mi boca herida
aquellas bocas seguirán cantando.


(MIN 120-121)                


El poeta se erige en garante de la memoria y del recuerdo de aquellos años divididos entre la sangre y la flor y a través de dicha práctica escrituraria establece una imagen perenne de sus años madrileños.

Sus primeras memorias, que vieron la luz en diez entregas en 1962 en la revista brasileña O Cruzeiro Internacional, y las publicadas póstumamente a un año de su muerte al cuidado de su compañera Matilde Urruti y de su amigo, el venezolano Miguel Otero Silva, revelan un valorable esfuerzo por recomponer a través de una construcción con mayor sentido unitario los diversos estratos temporales y secuenciales de una experiencia vital que lo ha marcado en modo intenso. Neruda organiza y reordena los diversos fragmentos, hasta ese entonces dispersos, de su residencia en España. Sin embargo, aún persisten silencios, reticencias y olvidos que hacen de las Memorias, como se ha observado, «un libro deliberadamente fragmentario, un collage literario»53. Vacíos que, al menos en parte, pueden ser colmados a través de «otras» evocaciones o de memorias ajenas, pero que, como la de Jorge Edwards, por citar un caso ampliamente conocido, se halla estructurada en torno a la fuerte personalidad del poeta chileno54. En Confieso que he vivido, redactada durante su último año de vida a partir de las crónicas autobiográficas publicadas en O Cruzeiro Internacional, Neruda vuelve a legitimar y a avalar en su escritura una experiencia inolvidable en la que una vez más el yo testigo del poeta (su presencia) convive íntimamente con el yo solidario (su acción explícita en apoyo a la causa republicana):

Yo sí la conocí la guerra [civil]. -¡Un millón de muertos! -¡Un millón de exiliados! Parecería que jamás se borraría de la conciencia esa espina sangrante.


(CHV 166)                


De las páginas de sus Memorias emerge un panorama sumamente representativo del ambiente cultural madrileño de aquellos años, cargado de impulsos e iniciativas estimulantes. Uno de los ejemplos más notable de esta vigorosa estación literaria, la revista Caballo Verde para la Poesía -«mi mejor revista de poesía» (PNN 243), como confesó años más tarde Neruda- inaugurará en modo emblemático el sentimiento de las pérdidas que el viento de la guerra provocará en la conciencia del poeta. El último número, señala el escritor chileno, «se quedó en la calle Viriato sin compaginar ni coser» (CHV 165), determinando una de las primeras víctimas poéticas de las tantas que provocó la guerra. La publicación, un ejemplar doble en homenaje al poeta uruguayo Julio Herrera y Reissig, en efecto, debía salir el 19 de julio de 1936, «pero aquel día -recuerda el poeta- se llenó de pólvora la calle» (CHV 165) y a partir de allí -afirma- «no hubo ya tiempo para libros» (PNN 242).

Amistades fraternas que apoyan en la comunión de ideales estéticos y humanos, recorridos y paseos por las calles de la ciudad, reuniones y encuentros literarios, iniciativas culturales, premoniciones que anuncian la tragedia personal y colectiva que cerrará sus años madrileños, la guerra con su secuela de angustia y destrucción, pero también de certeza y fe en las razones y en el destino de la República, su incansable labor de apoyo y solidaridad con la causa republicana, la derrota y el calvario del exilio, los innumerables esfuerzos en favor de los refugiados en su calidad de Cónsul para la emigración española -«la misión más noble que he ejercido en mi vida» (CHV 192)- y las dolorosas muertes de poetas y amigos entrañables evidencian los hitos fundamentales de una experiencia de vida, de un itinerario más público que privado, que Neruda fija en sus Memorias. Acontecimientos y praxis que la escritura autobiográfica legitima a partir de lo que cuenta el sujeto enunciador-protagonista y del efecto de realidad que constituye una de las improntas del género, al instaurar entre lo narrado y lo acontecido un valor o «apariencia» de verdad y realidad; un pacto que excluye decididamente el ámbito de la ficción.

Neruda, para quien es primordial la tematización de la memoria como generadora de escritura55, confirma el recuerdo como recinto en que se recuperan y actualizan las pérdidas y ausencias. El poeta chileno regresó fugazmente a Madrid en julio de 1937 para participar en el Congreso de intelectuales antifascistas que tuvo lugar en plena guerra civil. En esa ocasión, acompañado por Miguel Hernández, ya por entonces ferviente simpatizante comunista y miliciano de la República, Neruda decide despedirse de su Casa de las flores, que había quedado en la línea de fuego de una ciudad sitiada por las tropas franquistas. Las paredes y ventanas desgarradas por las metrallas, los libros esparcidos por el suelo, las máscaras asiáticas perdidas para siempre le atestiguan en modo directo y personal el trágico rostro de la guerra. Son indicios de un dolor y de un drama, al mismo tiempo personal y colectivo, que sanciona en el poeta la pérdida de España:

Me pareció vacía España [...] Me pareció que mis últimos invitados ya se habían ido para siempre [...] aquéllo había terminado para mí. Era el último silencio después de la fiesta [...] Después de la última fiesta [...] con las máscaras que cayeron, con aquellos soldados que nunca invité, se había ido para mí España.


(CHV 182)                


Neruda ha asumido España como una inmensa pérdida y al mismo tiempo ha sancionado la pérdida de España como espacio conquistado. El silencio ha vulnerado la fiesta, apunta el poeta. De ahora en más toda posibilidad de recuperación y de nueva apropiación se halla confiada al recuerdo y a la memoria. España-Madrid, un tiempo enigma y más tarde ámbito de revelación y de sólidos y decisivos encuentros y reencuentros, a partir del huracán de la guerra civil que se ha abatido sobre ella, se instala en la escritura nerudiana como un universo de pérdidas y ausencias que el paso del tiempo irá ahondando: pérdidas y ausencias de amigos fraternos (Lorca, Hernández, Aleixandre), de experiencias gratas (inserción plena en el grupo generacional de jóvenes poetas, la revista Caballo verde para la Poesía, el Homenaje en la Universidad Central de Madrid), de objetos entrañables (libros y máscaras) y espacios añorados (su Casa de las flores, el mercado de Arguelles, la cervecería de Correos). Afectos y vivencias que han sido quebrantados abruptamente y, por ello mismo, arraigados en modo indeleble en la memoria del poeta.

Neruda legitima en su escritura una experiencia inolvidable que, como señaló M. Panero, «iniciada en la amistad y la poesía», acabó «en la guerra y el dolor»56. De ahí, pues, la imagen de una Madrid-España como símbolo de años felices y de vivencias enriquecedoras, pero también de muertes y ausencias dolorosas. Su España-Madrid, en efecto, se debate y oscila entre estos dos polos: es recinto de encuentros y pérdidas, de hallazgos y rupturas, de reconocimiento y ausencias que la gran memoria nerudiana -«la memoria del hombre [y] la memoria del lenguaje»57- irá reconstruyendo y recomponiendo con ardiente paciencia y envidiable empeño. Desde España en el corazón, el presente del yo testigo del autor chileno que acusa y denuncia, hasta sus póstumas Memorias, pasando por ese excepcional inventario de recuerdos y de ámbitos personales que es el Memorial de Isla Negra, puede reconocerse un constante tentativo por apresar, recuperar, recomponer y revivir su experiencia española, tematizando el Madrid de los años '30 y el recuerdo de la guerra civil -binomio inseparable en la escritura del poeta-, perennemente fundidos en un continuo y empecinado desafío al olvido. Una imagen imperecedera en la que conviven el espanto y la ternura, la angustia y la esperanza, la desazón y la alegría. En suma, la sangre y la flor nerudianas en función de una experiencia que al poeta, al mismo tiempo, se le revela cruel y estimulante y que ha sellado en nuestro imaginario, con esa decidida voluntad del escritor chileno de fijar y eternizar recuerdos y vivencias personales, su inmutable perennidad en el pentagrama del tiempo.







 
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