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Capítulo sexto

El desarrollo del espíritu social


También lo fueron como hombres de pensamiento cristiano y de generosa solidaridad humana.

Las dos ramas de la primera Sala Española de Comercio, estudiada en el capítulo inicial, nacieron con buen signo y se desenvolvieron con robusta naturaleza. Para el alma y el cuerpo fueron, respectivamente, el Club Español, así denominado desde el 8 de diciembre de 1872, y la Sociedad Española de Beneficencia, nombre con el que se la consagra el 18 de noviembre de 1857 al tomar el cargo de su organización definitiva el entonces Vicecónsul de España, don Vicente Casares y Murrieta. Para el alma, ya que el Club atendía principalmente a la comunidad social, espiritual y cultural del español en Buenos Aires, así como la función primera y más importante de la Beneficencia fue la fundación de un Hospital destinado al inmigrante sin recursos. El espíritu de comunión, de apoyo mutuo adquiría en la colectividad, pese a desavenencias y recelos momentáneos, si bien algunos muy violentos, un tono de profunda y hermosa solidaridad.

Toda entidad corporativa pareciera adquirir significado   -83-   y trascendencia cuando conquista su casa propia. Es el signo que le da personalidad y decoro; por eso -previo a un ligero análisis de la función de ambas entidades- será bueno detallar la historia de sus domicilios: El Casino Español, ya lo sabemos, ocupó un inmueble, hacia 1866, en la calle Victoria entre las de Piedras y Chacabuco, barrio, como veremos en el próximo capítulo, característico del comercio y la industria hispánicos en nuestra Capital, para trasladarse, el 7 de marzo de 1873, una vez constituido como Club, a la calle Perú 83. Luego de un rápido retorno a la calle Victoria, en 1878, durante la presidencia de don Rafael Calzada (1886-1891) -prohombre ilustre de la colonia y de quien será urgente volver a ocuparse- el Club se instaló en un elegante y lujoso local sobre la misma calle Victoria el 28 de octubre de 1887, para radicarse definitivamente, el 2 de mayo de 1895, en el palacio de don Manuel Durán, calle Piedad (hoy Bartolomé Mitre) esquina Artes. En estos dos últimos inmuebles conoció el Club horas doradas inolvidables en ese fin de siglo armonioso y solemne de la Regencia española que habría de concluir con la agria estridencia de Cuba. Enseguida volveremos sobre ello.

Desde 1867 hasta 1869 la Sociedad de Beneficencia llevó una vida precaria, -«tan silenciosa -dice una crónica- que por momentos parece no existir». A partir de 1870, en cambio, su movimiento se acelera y su acción específica comienza a ser fecunda: adquirido un magnífico solar en las esquinas de las calles Belgrano y Rioja, se colocó la piedra fundadora del futuro Hospital el 30 de junio de 1872. Tras no pocas luchas, incomprensiones y enconos; tras la ardorosa campaña de Romero Jiménez en el Correo, según vimos en el capítulo anterior; tras el recaudo de no pocas donaciones de argentinos y españoles, el Hospital se inauguraba para la   -84-   festividad de la Inmaculada, el 8 de diciembre de 1877, siendo padrinos don Martín Berraondo y doña Josefa de Udaeta. Con cincuenta camas fueron ya atendidos 378 enfermos durante el primer año de funcionamiento (1878) del flamante local.

Esta es la síntesis material de las dos fundaciones españolas más importantes de Buenos Aires hasta finalizar el siglo XIX y primera década del XX.

Digamos ahora dos palabras acerca de su vida espiritual en lo que atañe a su reflejo sobre la vida argentina.

La Sociedad Española de Beneficencia ha ejercido un ponderado y noble influjo filantrópico no sólo sobre la colectividad sino sobre la población de Buenos Aires. El cuerpo médico estuvo siempre formado por argentinos y españoles, y algunos servicios -como los famosos de cirugía de Avelino Gutiérrez- llegaron a ser ejemplares en el país y, casi, en el mundo. Muchos inmigrantes y muchos compatriotas ya ancianos recordarán con gratitud la casa de la calle Belgrano, la de las alegres torres moras blancas y verdes, como recordarán aquella venerable institución de la Hermana Josefina -Jefa de las Hermanas de Caridad administradoras del instituto- la que durante largos e ininterrumpidos cuarenta y cinco años puso su caridad cristiana, su inteligencia lúcida, inagotable bondad y tierna diligencia al servicio cordial de los enfermos.

Sobre un fragmento de roca de la Cueva de Covadonga, traído por los esposos Saralegui, se construye el hospital anexo de Témperley sobre siete manzanas de terreno donadas en el partido de Lomas de Zamora por aquel gran español que fue don Elías Romero -fundador de una de las tiendas más sólidas, elegantes y responsables de Buenos Aires- quien dispuso para tal efecto un viejo ofrecimiento hecho a la Beneficencia.

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La piedra fundamental se colocó en 1908 y la inauguración del nuevo anexo se hizo el 9 de noviembre de 1913. Hospital para enfermos crónicos y ancianos sin familia, tanto españoles como argentinos, cuyo crecimiento paulatino se va haciendo en la medida del progreso económico de la Sociedad.

Si la fría enumeración estadística puede ser un dato comprobatorio del nivel alcanzado por un organismo, daremos -ya que en el caso del Hospital Español no hay otra forma de acreditar sus merecimientos- algunas cifras esenciales del ejercicio de 1951:

5369 enfermos internados en el local central de Buenos Aires;

271 enfermos permanentes en Témperley;

3333 internados gratuitamente y

2036 como pensionistas de Socorros Mutuos;

411057 consultas y curaciones en los consultorios externos;

327521 fórmulas despachó la farmacia.

De los 5369 enfermos internos, 3136 fueron españoles; 2128, argentinos; y 105, de otras nacionalidades.

Al cabo de cien años de vida, la fuerza probatoria y elocuente de los guarismos es superior a cualquier otro comentario.

Concretemos, ahora, algunos episodios del Club Español que bien merecen no pasar inadvertidos en el curso de esta breve historia.

En 1892, durante la presidencia de don Pedro Costa Torres, tuvieron lugar las solemnes fiestas celebratorias del cuarto centenario del descubrimiento de América. Nuestro país pasaba, entonces, la primera magistratura a don Luis Sáenz Peña, quien se hacía cargo del gobierno precisamente el 12 de octubre de ese año recibiéndolo de don Carlos Pellegrini, en momentos muy   -86-   vidriosos para la tranquilidad pública, consecuencia aún de la crisis y revolución del 90. Su participación, por lo mismo, en el gran acontecimiento no fue muy lucida. Se sumó, todavía, un hecho accidental y desdichado: un convoy de la armada argentina compuesto por varias unidades iba a saludar al pabellón español como homenaje a la patria descubridora. Sin que nunca se aclararan las causas, naufragó el torpedero «Rosales», lo que causó un sensible claro en la armada nacional. El movimiento producido en el país con tal motivo fue recogido por el Club al iniciar una suscripción con el fin de adquirir un nuevo buque con destino a nuestra marina de guerra.

En ese plan de mutua colaboración, de acercamiento definitivo entre ambas patrias: fundadora y heredera cuadra, ahora, destacar un episodio que tuvo resonancia en el ambiente hispanoargentino de ese año neutro de 1900 que, según convenga, puede tomarse como el postrimero del siglo XIX o el augural de nuestra centuria. El caso del Himno Nacional Argentino.

Cinco años antes, durante las fiestas mayas de 1895, en el teatro Goldoni de la plaza Lorea (el hoy Liceo) se había producido un tumulto de inusitadas proporciones. He aquí cómo inicia la anécdota Viale Paz: «Murmurábase que, al cantarse el Himno, la compañía de Clotilde Perales, formada en su mayoría por españoles, entonaría solamente la última estrofa, por cuanto se consideraba que la frase a sus plantas rendido un león era afrentosa para su nacionalidad»72, y cómo la continúa Taullard: «... la Perales en vez de presentarse en escena a cantar el Himno como era de práctica   -87-   trajeada de blanco y celeste, vistió de seda amarilla con adornos punzó y una gran cinta negra cruzada al pecho... empezó el Himno, pero no por el principio sino por el fin, por la última estrofa. ¡Esa no! ¡Que cante la primera! -vociferaba una parte del público (los criollos). ¡Que la cante! ¡Que siga! -gritaban los del bando contrario. La Perales, como si tal cosa, siguió no ya cantando, sino chillando, con el rostro congestionado, hecha una furia... pero el colmo fue cuando, cambiando la letra del verso, dijo:

Y a sus plantas rendido «un ratón».



¡Aquello fue un infierno! El «paraíso» y la platea divididos en dos bandos, como en tiempos de godos y criollos, convirtieron la sala en un verdadero campo de Agramante... La Perales abandonó precipitadamente la escena, arrojando la bandera argentina que tenía en sus manos la que recogió al vuelo la tiple Lina Estévez, la única argentina que había en la compañía, quien cantó la estrofa, ella solita, como Dios manda»73.

Con todo, se sabía que el propio autor del Himno había manifestado a su hijo, el historiador Vicente Fidel, que aquellas estrofas «debían modificarse porque tuvieron un propósito cuya oportunidad había pasado». Y así fue cómo el propio Vicente Fidel López -muerto su hijo Lucio en las trágicas circunstancias conocidas, precursor de la noble idea- llevó de nuevo el proyecto ante el General Roca, en su segunda presidencia.

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Éste -no en vano le llamaron El zorro- encontró una sagaz fórmula conciliatoria. Los considerandos del decreto, firmado en Acuerdo de Ministros el 30 de marzo de 1900, establecían que: «algunas frases del Himno Nacional... mortifican el patriotismo del pueblo español y no son compatibles con las relaciones internacionales de amistad, unión y concordia que hoy ligan a la Nación Argentina con España» y que: «si bien no puede modificarse el texto oficialmente consagrado por una sanción legislativa, entra en sus facultades determinar cuáles sean las estrofas del mismo Himno que deben cantarse en los actos oficiales y festividades nacionales».

Con todo el escollo residía en no suprimir ninguna estrofa y en no cantar el verso final de la primera octava -pues en su integridad no se cantaba casi nunca-. Roca obvió la dificultad ordenando que sólo se entonasen «en las fiestas oficiales o públicas, así como en los colegios y escuelas del Estado» los cuatro versos iniciales de la primera estrofa y los cuatro finales de la última, más el coro. Tan inteligente solución dejó a todos conformes.

El Club Español, que ese mismo año había retribuido -bajo las presidencias de don José Solá y don Luis Urrutia- las manifestaciones de afecto que nuestra fragata-escuela Sarmiento había provocado durante su visita a España con un banquete al entonces Intendente Municipal don Adolfo Bullrich, compartía, el 3 de junio, con la «Sociedad Española de Beneficencia», la «Asociación Española de Socorros Mutuos», la «Asociación Patriótica Española» y la «Cámara de Comercio Española», la colocación de una placa en la tumba del malogrado Lucio V. López como primer iniciador de tan feliz conquista, al propio tiempo que las sociedades mencionadas, tomando la representación de la colectividad,   -89-   entregaban al Presidente de la República, general Julio A. Roca, un pergamino recordatorio; esto último por iniciativa de la «Patriótica Española».

Durante las presidencias (1902 a 1904) de don Anselmo Villar y don Rafael Escriña, el Club siguió ligado al hacer de la vida pública nacional: obsequió a Augusto J. Coelho, iniciador y director-gerente del Banco Español del Río de la Plata, lo mismo que al ilustre don Francisco Cobos, miembro eminente de la colectividad a quien el propio Club nombró delegado ante el gobierno español para gestionar -ilusoria esperanza aún no realizada por desgracia- la erección de una Universidad hispanoamericana.

Y en el año 1905 ocupó por vez primera la Presidencia una figura que habría de ejercerla, con leves interregnos, casi por espacio de veinticinco años: Fermín F. Calzada. De cautivante simpatía, abogado ilustre, club man en el sentido más siglo decimonono y anglosajón del vocablo, Calzada era el hombre indicado para esa función entre mundana, académica y social que debía realizar un Casino con el prestigio que ya tenía, entre la sociedad porteña del novecientos, el Club Español de Buenos Aires. Cedió a veces el sitial a compatriotas conspicuos -don Ramiro Pico Bordoy, don Augusto Aranda- pero casi hasta su muerte, acaecida el 10 de septiembre de 1938, el Club y don Fermín estaban como identificados.

Lo conocí, avejentado, pero siempre fino y galante, hacia mediados de 1928 sin aquella barba renegrida y «de respeto» que luce en su retrato más conocido; era todo un mundo de añoranzas el que hablaba por aquel español tan conocedor de tiempos más brillantes.

Dos acontecimientos tuvieron lugar durante esta larga gestión de Calzada profundamente ligados al historial de nuestra patria: en el Club funcionó, luego de   -90-   una magna Asamblea allí reunida, la «Comisión Española del Centenario Argentino», «con el encargo de levantar un grandioso monumento que sea símbolo del inquebrantable afecto de la colectividad española hacia la nación Argentina». El Club contribuyó -en 1912- con diez mil pesos para el bellísimo símbolo que, inaugurado en 1916, se yergue hoy en el centro mismo de los jardines de Palermo. Pero el verdadero acontecimiento fue el solemne banquete del 27 de mayo de 1910 dado en los salones del Club a Su Alteza Real la Infanta doña Isabel de Borbón, Embajadora Extraordinaria, como sabemos, de Su Majestad Alfonso XIII, a las fiestas del primer centenario de la independencia argentina.

El gobierno español quiso sellar definitivamente el pacto de amistad con su hija del Plata, y el Rey envió nada menos que a una Infanta Real, su tía doña Isabel, mujer de extraordinario don democrático, simpática y popular, madrileña de alma como la madre, y que estaba, entonces, en el apogeo de su cautivante y zumbona malicia.

El banquete en el Club se recuerda como una de esas fiestas que hacen época en los anales de una sociedad. Quinientos comensales rodeaban la mesa aquella noche en que hacía oír aires de ambas tierras la orquesta de los hermanos catalanes Fontova, uno de los cuales, León, fundó el famoso Conservatorio donde se educaron tantos músicos argentinos, y murió siendo profesor de música del Colegio Nacional de Buenos Aires.

Entre los asistentes, como miembro de la Sociedad Española de Socorros Mutuos y antiguo socio del Club desde que se radicara en Buenos Aires, al dejar su cargo de médico de la «Transatlántica Española», estaba el doctor don Francisco Carisomo. ¡Cuántas veces le habré oído el relato de aquella noche! Era un placer verle, tan señor, tan atildado, tan reposado, tan gaditano, rememorar   -91-   con voz pastosa y cálida los detalles cautivantes, mientras, en gesto viejo y olvidado, atusaba como un hidalgo las guías del bigote opulento y cano.

En este mismo escritorio americano donde trabajo -que fue el de su consultorio- se guarda por una de sus gavetas un cigarro habano envuelto en cuidadoso papel de plata que él no quiso fumar -impenitente fumador como era- y conservó y legó como reliquia de aquella noche, memorable en la historia de las relaciones hispanoargentinas.

El otro gran acontecimiento fue la erección del elegantes edificio que hoy ocupa el Club Español. El terreno se compró en 1907 y, luego de realizado un concurso de planos, se encargó la dirección técnica de la obra al arquitecto Enrique Folkers. La piedra fundamental se colocó solemnemente el 27 de septiembre de 1908, actuando como padrinos el doctor Calzada y su esposa y consagrando el acto fray Marcolino Benavente, Obispo de Cuyo. El 8 de mayo de 1911 se inauguraba el edificio en privado, y, en público, con un gran banquete en el Salón de fiestas, el 24 de ese mismo mes como homenaje a la Comisión Directiva creadora de la anhelada casa, ofrecido por otro notable de la colectividad: Don Manuel Llamazares.

Desde entonces se haría monótona y repetida historia la actividad del Club: conciertos, conferencias, bailes, sesiones de cine, partidas de tresillo, de billar, de malilla, cenas, agasajos, despedidas... la vida.

El edificio, el palacio ahí está como ornato de una de las más hermosas avenidas de Buenos Aires y del mundo. ¡Cuántos al verle recordarán con melancolía un momento de emoción civil, una noche de regocijo artístico, unas horas felices, entre buenos amigos, luego de la diaria brega, o en el mentidero del bar o entre la carambola resonante o a la espera del «codillo» traicionero!,   -92-   ay, y cuantas madres, ¡abuelas ya!, recordarán a sus hijos, ¡a sus nietos!, al ver de lejos la cúpula rojiza y brillante que en el té íntimo del fastuoso «salón árabe» o en la vuelta del vals, cuando se mareaban las pinturas murales con la zambra gitana o la feria andaluza, nacía, ya remoto y nostálgico, el idilio fecundo. Que no es menos importante, en su quehacer de argentinidad, lo que el Club ha cumplido desde su tribuna o su gestión pública como lo que ofreció, para anudar sólidas familias cristianas e hispano-criollas, con la acción mundana de sus reuniones y saraos.

Una nueva fundación de la colectividad reclama ahora nuestra diligencia.

Durante los años 1896 y 1897, la colectividad española se conmovió frente a los primeros intentos separatistas de la isla de Cuba. Divididas las opiniones, como es natural, acuciados los separatistas por un tal Arístides Argüero -a lo que se supone enviado de los que llamaban Filibusteros cubanos- noche tras noche, luego de la lectura de los telegramas exhibidos en el vestíbulo del Club Español entre las once de la noche y las tres de la madrugada, cables que cedía El Correo Español, dirigido a la sazón por Fernando López Benedito, se armaban grescas descomunales traducidas en manifestaciones que alcanzaban a los cafés de la Avenida de Mayo y hacían irrupción, entre algarabía y bastonazos, por las salas de espectáculos.

En esta tensión de ánimos, un grupo de muchachos, inmigrantes muy jóvenes en su mayoría, «para contrarrestar los trabajos que llevan a efecto los filibusteros en Buenos Aires» fundaron el «Club Patriótico Español» hacia fines de 1895. Como este Club necesitaba un organismo y una idea, el 26 de enero de 1896, ocho sociedades españolas («Orfeón Asturiano»; «Submarino Peral»; «Círculo Valenciano»; «Estudiantina Fígaro»; «Orfeón   -93-   Gallego»; «Centro Asturiano»; «Centro de Viajantes»; «Orfeón») se reunieron en el auditórium del último círculo nombrado (la benemérita sociedad musical que tanto cultivó y divulgó este arte entre nosotros) bajo la presidencia provisional de don José Serantes. Éste fue, en realidad, el acto constitucional de la hoy Asociación Patriótica Española. Sus fines, no quedaban muy exactamente definidos, pero, esencialmente, su objeto primordial era buscar apoyo colectivo de la colonia aquí radicada para acudir en presto socorro de cualquier calamidad nacional que ocurriera en la patria lejana o en alivio de cualquiera desdicha que padeciera el connacional emigrado.

Tres días después, esto es el 29 de enero, en los salones del Club Español se organizaba la entonces llamada «Liga Patriótica Española», cuya primera Comisión Directiva, presidida honorariamente por el entonces Ministro Plenipotenciario de España don Juan Durán y Cuerbo, la constituyeron las siguientes figuras:

Presidente: Fernando López Benedito; Vicepresidente: Modesto Rodríguez Freire; Tesorero: Manuel Méndez de Andés; Protesorero: Gonzalo Sáenz; Secretario: Rosendo Ballesteros de la Torre; Prosecretario rentado: Remigio Ochoa; Vocales: todos los presidentes de sociedades españolas y los directores de publicaciones españolas: Manuel Castro López, Rodrigo García Morán, Francisco Grandmontagne, Rafael Calzada, Juan B. Goñi, Manuel Durán, Juan J. Gutiérrez y Manuel C. Llamazares. Estos nombres pueden constituir, históricamente, con muy pocos más, el nomenclator de lo más significativo en la colectividad española hacia fines del siglo XIX.

Una entusiasta asamblea llevada a cabo durante la tarde del 22 de marzo de 1896 en el Frontón abierto sobre   -94-   la Plaza Euskara del Laurak-Bat74 aprobó los Estatutos, redactados por don Rafael Calzada, organizó la Comisión definitiva y aprobó, en fin, el nombre de Asociación Patriótica Española que aún hoy ostenta.

El 11 de abril del mismo año, la Patriótica, ahora presidida por don Gonzalo Segovia, conde de Casa Segovia, inició su primer acto de trascendencia: la suscripción nacional para la compra de un buque de guerra con destino a la marina española. No es del caso reseñar en este libro las dramáticas alternativas por las que pasó la patriótica cuanto costosa y atrevida iniciativa75. Hubo durante la difícil gestión dudas, recelos, escaramuzas, y, al mismo tiempo, actos de verdadero fervor como el del lechero famoso que empeñó toda su hacienda para llevar el producto a la suscripción abierta con la única condición de figurar en la misma sólo como: un español.

Entretanto la guerra parecía inminente. Estalló, por fin, en abril de 1898. El crucero -bautizado con el nombre de Río de la Plata -aún no había sido entregado. Una nueva Comisión de urgencia -que presidió don Ramón Sardá- inició la noche del 26 de abril de ese año, en los salones del Club Español, una «Suscripción Nacional» «para contribuir a la que ha encabezado en Madrid Su Majestad la Reina Regente y concurrir a ella con todos los fondos de reserva de que dispone la Asociación Patriótica Española»76.

Sólo en la noche memorable del 26 se recaudaron 375000 pesos moneda nacional e inmediatamente se   -95-   giraron a Madrid 3763443 francos a cuenta de la suscripción. Durante los meses aciagos de la cruenta cuanto inútil contienda «... la Patriótica acudía a cuantas partes era reclamado su auxilio. Tenía dispuesto el dinero para pagar el crucero Río de la Plata, enviaba millones a Madrid, socorría a las familias de los voluntarios que fueron a Cuba, se acude a las víctimas de las inundaciones de Valencia, como antes a las de las costas de Galicia, a la Cruz Roja Española, a la repatriación y a la ayuda de muchísimos compatriotas necesitados, a los prisioneros españoles de Filipinas, etc., etc.»77.

La Asociación Patriótica -y tiene el dato toda la elocuencia incontrastable de los números- había pagado, en diciembre de 1898, 3650000 francos por el barco de guerra y 30000 pesos oro con más 13815 pesos moneda nacional para cancelar la deuda de la Suscripción Nacional.

Esfuerzo bellísimo pero estéril; obra perdida. Un sutil malestar y un escepticismo demoledor cayeron sobre España y sus hijos que nunca habían soñado con derrumbe tan repentino. La firma del tratado de París (10 de diciembre de 1898) -la guerra había durado ocho meses escasos- se creyó era, también, el final de la Patriótica, como ya entonces comenzaba a llamársela; no se creía que, dado su objeto inicial, pudiera sobrevivir a la catástrofe.

Sin embargo, la misma generosidad de su encomienda; el beneficio positivo que, sin contar sus aportes para la guerra, había procurado a los humildes y necesitados de la colectividad hicieron que la «Asociación», pese al retiro de socios, a la inactividad de las juntas del interior, a disensiones y reproches, perdurara en su noble faena social, y en cumplir -para aquellos hijos alejados   -96-   del terruño en azares de fortuna y aventura- el hermoso lema que campeaba y campea en su escudo: Todo Por la Patria y para la Patria.

Muchos son los actos que en estos años finales del siglo XIX y primeros del XX acreditan la obra hispanoargentina de la Patriótica: su papel descollante en el ya referido asunto del Himno Nacional; su contribución pecuniaria en las terribles inundaciones de los barrios bajos de Buenos Aires en el 1900; la expedición organizada, con el aporte de españoles y miembros del ejército argentino, para rescatar al caballero español Enrique de Ibarreta, capturado por los indios del Chaco, sin contar su infatigable actividad filantrópica, cultural y social78.

Durante la gestión presidencial de Don Antonio Atienza y Medrano -a quien ya conocemos desde el capítulo cuarto- la Patriótica realizó tres actos significativos en las relaciones culturales hispanoargentinas: la fundación de la revista España (salió el primer número el 1.º de julio de 1903), excelente periódico mensual donde colaboraron muchas firmas ilustres de ambas patrias, dio a conocer a quienes fueron, luego, notables escritores y ha continuado siendo, sólo con muy breves interrupciones, un dignísimo vocero literario con el nuevo título de Hispania, que tomó desde 1911, bajo la dirección del profesor Martín Dedeu, hasta el mes de diciembre de 1951, en el que suspendió temporariamente su aparición; en segundo lugar, la representación que de la Patriótica llevó a la península Francisco Grandmontagne para dar conferencias -publicadas, luego, en España- sobre las relaciones comerciales hispanoamericanas; y, por último, los Juegos Florales de 1904, ya estudiados en el capítulo tercero.

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Desde 1905 hasta 1910, la Asociación Patriótica Española pasa por un período de postración del que se repone para los festejos del Centenario.

La Patriótica Española, en efecto, organiza la recepción de sus compatriotas a la Infanta en el puerto de Buenos Aires; prepara el gran desfile de la colectividad frente a su residencia de la Avenida Alvear del día 22 de mayo, y a la noche siguiente se multiplica para la fiesta magna del Teatro Avenida, que resultó una de las más brillantes en el concurso de todas aquellas ceremonias.

A fin de que la augusta visita no quedara sin un recuerdo tangible de aquellos agasajos, una Comisión especial compuesta por tres artistas españoles, Eduardo López Bago, Benito Roig Mallol y José Vila y Prades, prepararon un álbum artístico que, según noticias, figuró siempre con lugar preferente en la casa-museo de Su Alteza, en Madrid79.

Desde ese año -en que la inmigración española acrece solicitada por las halagüeñas perspectivas del país y la reafirmación de vínculos que había importado el Centenario- la Asociación Patriótica, no decae en su empeño de recibir, orientar y distribuir al compatriota recién llegado; en procurar, facilitar y coordinar su embarco,   -98-   su repatriación en los casos necesarios, su vinculación con la patria lejana, su atención filantrópica en los momentos de urgente necesidad.

Ya hemos dicho que el hecho social definitivo de cualquier entidad es su instalación en el edificio propio. El de la Asociación Patriótica Española contó con un antecedente ejemplar: la donación Casado.

Nuestro ya ilustre conocido y filántropo había enviado a Isaac Peral desde Rosario, el 14 de abril de 1889, «veinte mil libras esterlinas» para «fomentar el admirable invento debido a vuestro genio». Cuando por extrañas razones, aún no del todo aclaradas, Peral -el creador del primer sumergible- abandonó desengañado la prosecución de los trabajos, pese al éxito de las pruebas realizadas en diciembre de 1889, intentó devolver a don Carlos Casado la donación del mes de abril. Sin dar trascendencia al caso y exigiendo secreto, Casado del Alisal sólo consintió en recibir la mitad; reintegró la otra a Peral, como compensación a los desvelos y sufrimientos del heroico inventor de Cartagena.

Nueve años después se iniciaba en Buenos Aires la suscripción que ya conocemos con motivo de la guerra de Cuba. Casado del Alisal donó para el caso doscientas leguas cuadradas de sus campos en el Chaco Paraguayo. Por sugestión de Don Rafael Calzada, que había sido -como él mismo lo dice80- padrino de pila de la Patriótica y autor de sus Estatutos», cien de esas leguas se destinaron a la Asociación y otras cien a la armada española, por escritura pública pasada ante el escribano Carballeda, y firmada el 3 de diciembre de 1898 en la propia casa de Casado del Alisal.

Un largo y enojoso pleito, absolutamente ajeno a la naturaleza y plan de nuestro libro, originó la «donación   -99-   Casado» -muerto ya éste seis meses después de haber firmado la generosa escritura- zanjado, al fin, sin ventilación judicial, por un acuerdo firmado entre el entonces Ministro de España, Don Pablo Soler y Guardiola y él, a la sazón, Presidente de la Asociación, don Félix Ortiz y San Pelayo, el 1.º de mayo de 191281.

Con el producto de esa donación, en el solar de la calle Bernardo de Irigoyen 668 al 682, la Patriótica construyó, por fin, el hermoso edificio que aún hoy ocupa, en cuyo piso central instaló el Salón de Actos de amplia traza castiza, y en el cual habría de realizarse en el futuro toda una etapa intelectual y social de la vida española en la Argentina.

Bajo la presidencia de don Augusto Aranda se inauguró el inmueble el 8 de noviembre de 1916. Luego del discurso de don Augusto -otro de esos hombres preclaros de la colectividad tan sereno, tan señor y tan hidalgo que era una verdadera lección de cordura humana, de ejemplo noble y de dignidad severa tenerle por amigo- habló don Rafael Calzada para evocar la figura de Casado y como enviados rosarinos -la tierra adoptiva del gran palentino- hablaron nuestro dramaturgo y polígrafo David Peña y don Faustino Infante. Dos poetas radicados entre nosotros, que en nuestro país cumplieron toda su labor de bardos patriotas, Venancio Serrano Clavero y Julián de Charras, cerraron la serie de oraciones. Pocos años después un busto de Casado del Alisal, obra del escultor Blay, se colocaba en el vestíbulo inmediato al salón de actos.

Y en este local, por el largo espacio de treinta y cinco años, ha continuado la Asociación Patriótica Española ejercitando sus nobles fines de responder, cada vez que necesitó el concurso de sus hijos, al llamado de la   -100-   patria; de defender el honor de España y amparar a los que de ella llegaban; de fomentar la solidaridad hispanoamericana como de prestigiar la influencia moral y espiritual de España en América vigilando la divulgación de conocimientos, la tarea educadora, el fomento del arte, las letras, la industria, la artesanía, y, en general, como reza el duodécimo punto de sus propósitos, empeñando sus fuerzas a fin de propender por todos los medios posibles al bienestar moral y material de los españoles en la República Argentina, teniendo por mira los intereses de España y la vinculación hispanoamericana.

No quedaría bien integrado el historial de esta benemérita Asociación Patriótica si no evocáramos a quien durante sus últimos veinticinco años fue su alma máter, su nervio y su motor: Gabriel Cano. Este dinámico muchacho, llegado de Almería para trabajar en el campo, pasa en él sus primeros años de Argentina hasta que, al lado de Ortiz y San Pelayo, llega a la gerencia de la Patriótica. Fue, desde entonces, un paño de lágrimas al que difícilmente recurrieron sus compatriotas sin encontrar consuelo: irradiando simpatía, con ímpetu y fuerzas de una juventud que en él parecía eterna, tenía amigos, camaradas por todos los rincones, y con igual diligencia, inteligencia y tacto organizaba un alto curso de cultura española como diligenciaba cariñoso el pasaje «de llamada» para la viejecita montañesa que venía a reunirse con los suyos. Espíritu fino, lúcido y de inacabable bondad fue Gabriel Cano -Canito como le decían- en este último cuarto de siglo de la vida de España en la Argentina un agente de enlace, de coordinación, de vibración insustituible. Una traidora dolencia -que confiado en su robusta e indómita naturaleza ni se ocupó de vigilar- nos lo llevó, aún no cumplido su medio siglo de vida, el 21 de agosto de 1952. La   -101-   Patriótica, la colectividad han perdido un hombre de esos que pocas veces se vuelven a encontrar.

Benemérita y de arraigada solidez la Asociación Española de Socorros Mutuos -la cuarta gran entidad de España en la Argentina- es, como organización mutualista, una de las primeras si no la primera fundada en nuestro país.

Don José María Buyo era uno de los tantos españoles que, hacia 1857, andaba en aventuras por tierras de América. Cuando la mutualidad era, aun en la misma Europa, casi una utopía, Buyo, venciendo dificultades verdaderamente tremendas, fundó la «Española de Socorros Mutuos» de Montevideo, y pasó, luego, a Santa Fe y Rosario para realizar la misma tarea.

Su idea, su prédica prendió en la tertulia que un grupo de españoles -la clásica peña- mantenía en la «tienda de campo» de don Manuel López Pazos en la calle Rivadavia entre las de Suipacha y Esmeralda. Sumando a los contertulios figuraba don Felipe Muñoz, a la sazón dependiente de la casa importadora del doctor Felipe Ochoa.

Influido Muñoz por Buyo, con quien se carteaba, acerca de los métodos mutualistas y sus ventajas lanzó la idea en la tertulia de López Pazos, y en natural lucha contra la indiferencia, el escepticismo y el medio logró mover la voluntad de don Vicente Casares. Casares, uno de los primeros vicecónsules honorarios de España en la Argentina después de la revolución de mayo, era un vizcaíno de Somorrostro llegado muy joven al país y dedicado al comercio de cabotaje. Era enérgico, tozudo y valiente. Por su empeño, el domingo 20 de diciembre de 1857 convocó, en un teatrillo llamado «El Porvenir», la primera asamblea la cual reunió apenas sesenta españoles; presidían Casares; el doctor Toribio Ayerza, médico y el farmacéutico, doctor Juan Arizabalo. La   -102-   sociedad quedó formada gracias al fogoso discurso de Muñoz, pero el entusiasmo decayó bien pronto.

Sin apocarse los ánimos, el 1.º de enero de 1858, en la casa de don Enrique Ochoa, tuvo lugar una segunda asamblea que constituyó la entidad definitivamente dejando organizada la primera comisión con la presidencia de don Vicente Casares y la dirección de don José Flores. fue su primer médico, el doctor Toribio Ayerza, natural de Guipúzcoa, llegado al país a los veinticinco años y, como sabemos, fundador de una ilustre familia argentina, y primer farmacéutico el ya nombrado doctor Arizabalo, nacido en Jalapa (México) en 1814, con largos años de residencia en las provincias vascongadas, y que, a los cinco años de su llegada a la Argentina, en 1845, fue nombrado profesor de la Escuela de Farmacia y, más tarde, catedrático de Química en el Colegio Nacional de Buenos Aires.

Al año, esto es el 31 de diciembre de 1858, la Española de Socorros Mutuos contaba con 43 socios y un capital de 11463 pesos moneda corriente.

Larga y monótona historia se haría ahora puntualizar la intensa actividad mutualista de esta sólida entidad que cuenta con su panteón para socios -uno de los más hermosos del cementerio del Oeste- y con un soberbio edificio social de consultorios externos y sanatorio, en las calles Alsina y Entre Ríos, que, tras no pocos sacrificios, se inauguró el 26 de octubre de 1918, bajo la octava presidencia continuada -verdadero ejemplo de inusitado fervor y clara inteligencia- de don Fernando García82.

Con sus ininterrumpidos noventa y cinco años de   -103-   vida, es hoy, sin duda, Socorros Mutuos, como se la llama corrientemente, una de las más poderosas dentro de su tipo en el país. Con filiales en el interior, respetada y admirada, tiene para el que esto escribe -lleno de amor y respeto- hasta el entrañable motivo de que su nombre esté ligado a la historia de la institución: durante muchos años, en efecto, hasta jubilarse, el doctor Francisco Carisomo fue médico en el radio octavo de la Asociación Española de Socorros Mutuos -donde, asimismo, trabajaron tantos argentinos- junto con otros nombres que, por haberlos oído en mi casa desde niño, me son queridos y familiares: Carrera Otazu, Moner, Ontaneda, Cabello, Estrach, Villafañe...

Una de las últimas creaciones católicas y filantrópicas de la colectividad -para proteger al huérfano, la mujer desvalida, casa de educación y asilo del desamparado- es el Patronato Español, fundado el tres de diciembre de 1912, y cuyo edificio se inauguró en diciembre de 1920, bajo los auspicios de sus fundadores: el padre Segismundo Masferrer y don Félix Ortiz y San Pelayo83.

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Bien puede verse que el apogeo del espíritu social de la colectividad -lo que mejor define y concreta a un grupo humano- se da en los años que median entre los centenarios de ambas independencias: la revolucionaria y la jurídica de 1910 y 1916.

Quizá estos signos promisorios hicieron comprender a España que era llegado el momento de mantener con sus hijas de América ese trato de igualdad a que se hacían acreedoras por su vigor, su lozanía, su espíritu como por la dignidad con que habían sabido recoger y enaltecer la herencia hispana recibida en hombres, en instituciones, en ideas.

Y si el año 1910 nos envió a una Serenísima Infanta Real de Embajadora; en 1916, su simple representación ministerial la elevaba definitivamente al rango de embajada en la persona de don Pablo Soler y Guardiola.

Una peregrina tesis de Ortega y Gasset, aun no del todo perfilada, sostiene que el español de América -aun el lejano, el conquistador, y quizá éste más que el moderno- deja de ser español para convertirse en una entelequia nueva que vuelve luego sus ojos a la tierra natal con mirada de asombro, redescubridora, como si, en realidad, nunca hubiese pertenecido a aquella comunidad social.

Ortega quiere dar a entender con ello, quizá, que el español, al desasirse de España e intentar la aventura de América pierde lo esencial de sí mismo.

Todas las teorías son buenas, pero no siempre coinciden con la historia. Aunque América tuviese ese   -105-   enorme poder absorbente y disolvente hay algo insobornable en el fondo de esta gran comunidad occidental que forma lo hispanoamericano; algo que no creo destruya ni el desplazamiento ni la separación: el espíritu de común patria cristiana y el ansia viva de empresa: Castilla y Teresa.

Creo que el amor solidario queda bien demostrado en la síntesis de un hacer tan vivo y humano como el que acaba de explicar este capítulo; pero estos mismos hombres se echaron a caminar por las calles y caminos de mi patria y fundaron ciudades y abrieron brechas y crearon hombres. España perdura en la aventura.

¿Podrán dejar de ser quienes eran aquellos que, rezando en español y hablando en castellano, hicieron lo que hicieron por nuestra patria, pensando en España y trayéndola en el alma para vivificar esta otra tierra que amaban como aquélla?

Sobre la teoría -hermosa y audaz teoría- ondea, venturosamente, un campo de trigales, una bandera azul y blanca y un rumor de cunas que siembran, que agitan, que mecen manos españolas soñando en España para gloria y prosperidad de la Argentina84.



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Capítulo séptimo

El nuevo indiano del siglo XIX


Primero fueron los conquistadores. Hazañas casi mitológicas; bronce de epopeyas. Pero, enseguida, cuando se volcó el cuerno de la abundancia, la figura del indiano se hizo célebre por España y, casi, por el mundo. La literatura del «siglo de oro» registra, complacida y humorística, ese tipo humano, nuevo y fabuloso, del hombre enriquecido con su tráfico de metales, de negros o de especias.

No es muy halagüeño ni prócer el retrato que de este primer indiano ofrecen los textos de los siglos XVII o XVIII. A desmerecerlo contribuían, por partes iguales, el desprecio en que se tuvo al trabajo servil durante la hora imperial y la calidad humana llegada a las Indias en los primeros tiempos de la conquista.

Enormemente ricos algunos, eso sí, pasaban, en la aristocrática sociedad hispana del XVII, por ignaros vanidosos, afectados de maneras y groseros de alma, cuando no se les sumaban las prendas de la tacañería e, incluso, las de haber ganado sus rubios doblones con tal codicia   -108-   que no habían puesto valla a ningún recurso para satisfacerla85.

Tal indiano correspondía, como es natural, al enriquecido con oro de México, plata del Potosí o lingotes del Perú, el célebre perulero, sin bajar nunca a los llanos sin oficio ni beneficio del Río de la Plata.

El fracaso de la enajenada expedición de Mendoza puso veto a las bravías zonas del Mar Dulce, y sólo a fines del siglo XVIII, centro del contrabando y atisbo de una ganadería en ciernes, el último virreinato de España empezó a interesar como objeto de riqueza, una riqueza a la postre más entrañable y duradera que la brillante, pero efímera, de los emporios auríferos.

Era ya tarde. La revolución de mayo cortó ese primer conato de una nueva colonización española de tipo agrario. Pasó medio siglo; la única siembra durante esos cincuenta años -salvo la proliferación fabulosa y semisalvaje del ganado- fue la sangre de las montoneras.

Ya sabemos cómo, en la década del sesenta al setenta, se restablece otra vez la corriente suspendida, mas, entonces, dos nuevos factores -desconocidos en los siglos coloniales- habían cambiado el signo de los hombres: el trabajo y la idea democrática.

Trabajar fue, durante la segunda mitad del XIX, un título de nobleza. La fórmula individualista y casi «darwiniana» del self-made-man, era como una acicate para la voluntad en tensión. Muchos caían. No importa. Quizá uno de los grandes males del mundo moderno sea haberle quitado a los hombres esa ilusión de triunfo y desempeño de fortaleza, para reducirlos a un grupo pasivo, de aborregamiento encogido y blandujo, que todo   -109-   lo espera de una protección superior innominada. Especie de inmenso orfelinato donde cada uno tiene mansamente asignado su minúsculo puesto en el reparto de la gran sopa boba comunal.

El muchacho de aquellos años era, por lo general, un montañés, un labriego hecho al sol, a la lluvia, al mucho hacer y a la poca molicie; no temía las grandes jornadas de trabajo; la inteligencia despierta y el temple bien fundido; sin nefastas ambiciones de señoritismo, ni diabólicas voces que le hiciesen creer, para malearlo y envilecerlo, en fabulosos placeres de Jauja; era fuerte y honrado. Tenía lo que tienen hoy muy pocos hombres: salud y alegría.

A todo ello se sumaba la posibilidad igualitaria de la tierra americana. No luchaba con prejuicios de religión, ni de nobleza; bastaba con saber trabajar. No era lucrar con una mina desde la posición brutal del encomendero, ni, tampoco, era traficar con infame mercadería humana. Era la tierra siempre bendita, y era ir jalonando, fundando pueblos, creando industrias, desenvolviendo comercios. Todos podían llegar. Y llegaron muchos, muchísimos, desde el terrón, de la nada, al patriarcado y a las direcciones, larga, tesonera, sacrificadamente adquiridos.

Se lanzaron sobre la pampa. Era el desierto, entonces apenas acotado por las más espectaculares que eficaces campañas de El Restaurador. Nosotros tuvimos, también, nuestro farwest con su mundo genesíaco de razas indomables, tierras sin nadie, peligros constantes y, con todo, fuente de segura riqueza.

Ya, con Casado del Alisal, hemos visto al nuevo tipo del indiano colonizador en gran escala sobre la zona ubérrima del Litoral.

Vamos a consignar ahora -siguiendo nuestro plan esquemático y no de inventario -algunos otros que   -110-   avanzaron sobre la tierra inhóspita antes de la campaña de Roca, y en dura brega con la distancia, el abandono, la falta de recursos y la amenaza del indio.

He aquí, por ejemplo, cómo recordaba don Galo Llorente -una de las grandes figuras de la colectividad en este empeño de domar industrialmente la pampa- algunas hazañas de aquella época heroica: «El año 1868 ya se trabajaba en Chivilcoy, decididamente bajo el amparo de la civilización. Las firmas comerciales ampliaban sus negocios consolidados, y compartían su bienestar con su personal, que, además de casa y de pensión pagadas, tenían un buen porvenir, con sólo ser honestos y laboriosos. La economía y la disciplina eran, eso sí, indispensables: «Usted gana diez pesos, nos decían, pero debe educar su voluntad y reducir sus necesidades para no gastar el total. El cajero será el de la casa, que llevará su cuenta, y no habrá fiestas sino muy raramente, pues precisamente el domingo es cuando más se trabaja, por darse cita los paisanos, y pobladores del campo, para comprar en el pueblo todo lo que necesitan».

«Así -continúa- nos cantaban la cartilla, y se cumplían sus preceptos con fe y»; para concluir, luego de otras consideraciones: «... y con todo esto, reinaba el contento y había entre todos lealtad y afecto»86.

Torroba hermanos y Llorente se establecieron por fines del sesenta en Chivilcoy y en Mercedes, «con el fusil y la vara de medir, dignos compañeros en la conquista de la tierra argentina», como decía don Galo. Don Silvestre Torroba, «hombre ilustrado, de gran empresa y muy respetado y querido por los naturales» -según de él afirmaba don Félix Ortiz y San Pelayo87- fue, en   -112-   realidad, el promotor de este avance comercial y civilizador al que pronto se sumaron Esteban Arena, los hermanos Villafañe y algunos otros.

Las poblaciones crecían lentamente sobre la verde felpa desierta o el denso pajonal abrumador: Suipacha, El Bragado, finalmente, 9 de julio, la barrera más avanzada de la frontera interna, culminaban en centros de importancia cuando, después de 1880, fueron ligados por el ferrocarril Oeste.

Los españoles continuaban abriendo sus famosas casas de ramos generales. A 9 de julio llegan nuestros conocidos Villafañe, Martínez y Bustelo, hermanos; don Ramón Ibarra y los infatigables Torroba-Llorente quienes han extendido ya una fuerte organización por toda la zona central del Estado de Buenos Aires.

En Los Toldos -las célebres tierras de Coliqueolo- establecimientos se introducen casi en la tierra misma del indígena. Entonces se consolidó la firma Llorente absorbiendo la de Torroba y sus antiguas dependientes formaron la nueva entidad Murel, hermanos.

Llorente rememora en su artículo, henchido de historia viva: «Rápidamente iba avanzando el progreso y se formaron los pueblos de Pehuajó, Carlos Casares y algún otro, hasta establecer contacto con Trenque Lauquen, que era la frontera misma de la civilización y la barbarie, y adonde había ido valerosamente el comercio español, en largas jornadas, a fuerza de energía y sufrimientos, en las pesadas carretas tiradas por bueyes, a través de la inmensidad de la pampa, muchas veces entre pajonales que la cubrían».

A la par, la misma tierra ofrecía su opimo beneficio. Agricultores muchos de ellos, se afirmaban en los almacenes de campaña -donde compraban desde la reja nueva del arado hasta el pañuelo de colores para lucir muy de tarde en tarde en alguna kermesse- a fin de   -112-   ir cultivando la tierra conquistada. Al criollo, por esencia nómada, solitario, ganadero, se entreveró el sedentario labriego hispano -¿por qué no registran nuestros libros de oro los nombres de José Mora, Adolfo Lawson, Manuel Arana, Máximo Fernández, y tantos otros?- y sobre menguadas parcelas de tierra a la espera del incendio, el rapto, la ira cobriza del malón, fueron creando lenta, afincadamente la zona trigal y maicera del país.

Muy luego del 76 y la campaña pacífica de Roca los campos crecieron con ritmo de fábula; la roturación heroica ya estaba hecha.

Los Llorente y los Villafañe siguieron sembrando ese trabajo e inervando nuevos pueblecillos, a la par que de su tronco comercial salían nuevas ramas independientes; llegaban a Junín, Chacabuco, Lincoln, Rufino, y es tal el sentido de gran familia, de obra en común, realizada mediante recursos propios, de solidaridad con la nueva tierra que la firma Llorente, en recuerdo del viejo conquistador, funda Villa Torroba que pronto, como todas, será pueblo y, a comienzos de siglo, casi ciudad.

Superada la crisis del 90 se hace imposible, en un libro como éste, puntualizar la expansión de los consabidos almacenes de ramos generales, casas de españoles en su mayor parte, que pululan por todo nuestro campo.

La redacción de El Diario Español al insertar el artículo de don Galo lo apoyaba con unas consideraciones que bien merecen transcribirse como resumen de lo antedicho: «Esta sencilla y modestísima exposición, hecha a nuestro ruego por un meritísimo veterano, quizás el más activo del viejo comercio español, envuelve considerable interés para quien reflexione sobre los sacrificios que supone haber formado en la extrema vanguardia de la conquista de las pampas, avanzando sin cesar, exponiéndolo todo por el noble anhelo de llevar cada   -113-   vez más lejos los beneficios del progreso. A sus nobles y valerosos soldados saludamos en la persona del digno patriarca señor Galo Llorente, y a cuantos sobreviven de aquellas gloriosas épocas...».

Y el propio y bien designado patriarca cerraba sus apuntes con estas palabras aleccionadoras: «Con el sistema de coparticipación en los negocios, han brotado infinitas ramas del viejo tronco del comercio español, el más generoso y previsor que conoce mi larga experiencia, y, al mirar la obra cumplida, veo que los viejos tenemos el derecho de sentirnos tranquilos y satisfechos con el ejemplo legado a nuestros sucesores, descansando en la merecida confianza con que, a su vez, prosiguen en la ventajosa situación de los días nuevos, la obra que comenzamos en los de más dura prueba».

No es difícil trazar -sin conocer la menuda historia de cada uno- el perfil de sus vidas. Solían llegar en esas terceras de los barcos de inmigrantes, aun siendo muchas veces de familias de la clase media, por el drama corriente: escapar a las terribles «quintas», a los horrores de la guerra civil, a Marruecos cuando no a quiebras de la casa: sequías, destrucciones o, más sencillamente, al espíritu insomne de aventura que singulariza a nuestra estirpe.

Los esperaba la vida; a veces, raras veces, un pariente lejano, un amigo de la casona familiar; las más, un paisano de la aldea o del pueblo, que tenía «unos años de América». La ley de inmigrantes hacia poco o nada; ni siquiera orientación.

Entonces, afuera, a luchar, a vencer. En la casa de ramos generales -dependiente para todo: barrer, limpiar, cargar, vender, estibar- se trabajaba de sol a sol y se cobraba poco. No había, desde luego, en qué gastar. Muchas veces, de cama, el mostrador; en contadas ocasiones -farolillos, pito, gaitas, pólvora en salvas-   -114-   las romerías españolas en las que «el gallego» -ya apaisanado- recordaba con bombacha, chiripa y botas o con su trajecillo de pana dominguera la lejana muñeira, la reverente sardana o, para aclimatarse, la zamba criolla o un vals de pianillo con manubrio.

El patrón -quien, a su vez, había hecho la misma historia- lo asociaba pronto. Solía ser despierto y diligente. Eran gallegos finos o cántabros sesudos; muchos, vascos de una honradez pétrea o montañeses con voluntad de roble. A las veces, levantinos con doble vista; en menor escala, castellanos y pocos, muy pocos, andaluces, pero que, si salían buenos, valían por cuatro.

Entonces comenzaba la era de cachazuda hormiga ahorrativa, peso tras peso; centavo tras centavo. Un día, sin apremio, fuerte, a lo gran señor -que lo era de alma- levantaba vuelo; amistosamente; en muchas ocasiones alentado, dirigido e, incluso, aconsejado por su viejo patrón. La competencia no tenía por aquel tiempo, esa brutalidad yanquee de guerra a muerte, sin piedad.

La nueva firma por lo general -había tiempo y no existía ese afán venenoso, deprimente de adquirir riqueza fulminante ni ese sensualismo grosero del dinero por el dinero mismo- prosperaba en lentitud grave de acrecentamiento sólido: abuelos, padres, hijos, nietos. Se formaban generaciones enteras que soldaban una tradición.

Llegaba, entonces, la hora patricia: la casa en Buenos Aires; la entrada en el Club Español; la dirección de Bancos; las grandes fundaciones. Hubo en todos un señorío innato tan radical y auténtico que comprendieron el significado de aquella vida y, sobre todo, tuvieron ese don que sólo viene con la buena sangre: la gratitud. Y aquella fortuna -a veces muy cuantiosa- tan voluntariosamente ganada la devolvieron en   -115-   fábricas poderosas, en talleres, en escuelas públicas, hospitales, centros de cultura, obras de arte, sumándolas con emoción y orgullo, al patrimonio de la Argentina88.

Era la ocasión de volver a España. Muchas veces estaba allí, todavía, la madre que los vio partir muchachos, sólo con el cielo y la tierra. Donaban templos, casas de labor, obras municipales; a veces, el viejo pueblo, la aldea montañesa o el predio de las rías los recuerda con un nombre, una inscripción, una memoria.

Ya no es el indiano zafio y caricaturesco del siglo XVII, ni siquiera el conquistador con algo de mito y mucho de aureola sangrienta; es el señor de nuevo cuño; el hombre de empresa con cordura suficiente, algo de aventurero y su poco de artista y constructor. Hombre para quien las Indias ya no eran la tierra fabulosa del enriquecimiento milagrero a la que, luego de exprimida, se la desprecia, sino la nueva patria ganada; patria de los hijos a los cuales solían llevar a España para que conocieran, en doble unción, el hontanar de la sangre y aprendieran, respetándolo, a querer y respetar la tierra donde habían nacido.

No pongo nombres, lo repito. Estoy seguro que muchos, al leer las líneas anteriores, encontrarán con fidelidad casi uniforme su propia historia o la historia de sus antepasados, que es como decir un largo segmento de la historia argentina.

Sin llegar a los lindes del heroísmo como aquellos jaloneadores del desierto, el comercio español de Buenos Aires tuvo, también, su hora de lucha y de afincamiento.

La historia es casi la misma. Repase el lector los capítulos que nuestro Bernardo González Arrili ha dedicado   -116-   al tambero, al almacenero, al chapetón, en su delicioso libro: Buenos Aires 190089, y verá cómo -sin que haya habido de mi parte intención de pastiche- se superponen los trazos.

Aun hoy, todo un barrio de la ciudad: el que encaja entre las plazas próceres de Mayo y Congreso (la vieja Lorea) y las calles Rivadavia y la antigua Europa, que era, en realidad, el barrio señorial y patricio de la segunda mitad del siglo XIX, sirve de escenario al comercio español. Allí se establecieron los famosos almacenes al por mayor, gloria de una época dorada donde enrojecía el pimentón extremeño, colgaban frescos los jamones serranos; se hinchaba legítima la sabrosa butifarra catalana; crujía el claro y sólido arroz de Valencia; se enfilaba la cantábrica industria de la conserva pesquera; ponía su tinte verdiamarillo el denso óleo andaluz, y en recta línea vitrosa y brillante las botellas de Terry, de Domecq, de Garvey, de González Byass prometían el ardor vivificante del sol jerezano.

Pañeros y cortadores en casas que hoy muestran su poder en la misma solidez de sus edificios enseñaron el manejo del buen corte y lanzaron sobre el país su potente industria textil.

Veían cambiar la fisonomía de la «gran aldea»; se formaba un mundo más cosmopolita, galante, exigente. Y contribuyeron al garbo de la misma con sus cafés confiterías de buen tono, desde aquel primero de La Unión que Domingo Apellániz fundara en tiempos de Rosas -frecuentado por políticos, hombres de letras, incluso, unitarios conspiradores- hasta los modernos salones, atendidos con exquisito refinamiento, como la famosa Ideal, cuya historia es un capítulo de honra   -117-   para la economía y el sentido social de los comerciantes hispanos de Buenos Aires.

Interminable se haría, casi absurda, una lista de sus nombres. En un azar, que sólo puede servir de pauta y como de índice confirmatorio, recuerdo a Carlos Noel el fundador de la hoy poderosa fábrica de dulces; a la industria textil de Ángel Braceras, Juan Mendoza, Gonzalo Sáenz, Roger Balet, Virginio Grego, Cayetano Sánchez; ¿cuántos más? Pues todos los que de un modo u otro -en la artesanía, el comercio, la industria- contribuyeron a formar de la pequeña capital del ochenta esta ciudad tentacular y enorme de nuestras horas.

Y un día, cuando don Torcuato de Alvear, allá por 1883, comenzó a cavar entre las calles de Victoria y Rivadavia, la Avenida de Mayo, no sospechaba que ésta -inaugurada en 1894- habría de absorber con el tiempo ese tinte hispánico del barrio mercantil e industrioso donde nacía para convertirse, a la postre y por antonomasia, en la calle de los españoles; la calle moderna de esta inmensa Buenos Aires donde está el café de sabor madrileño que concita al cómico, al periodista y al literato; la calle donde aún hay peñas; donde están los hoteles con nombres peninsulares y la pensión de los recién llegados; donde aún canta la inmortal zarzuela y donde -con visión moderna- el cine proyecta, noche tras noche, para los padres de allá y los hijos de aquí, las rías de Arosa, los puertos de la Mancha, el agua de Granada o, más entrañablemente, el sabor de un dicho, el tono de una región, la nostalgia de un canto o el revuelo de una sevillana.

Todo un barrio porteño, viejo y rancio barrio porteño, que de la antigua industria al boulevard moderno no pudo perder -a pesar de tiempos y castigos exóticos- su clásico dejo, su dulce regusto hispano-criollo.

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No quiero despedirme de este capítulo sin saludar a los que, todavía, no triunfaron; quiero decir, a los que en una esfera más modesta están aún en las primeras etapas. Quizá continúen en ella. No importa. La dicha suele estar más en el camino que en la posada. Ese mundo anónimo hace, también, a nuestra patria. Son, como aquéllos, indianos de una época nueva donde -por desgracia- se exige del hombre, como una necesidad, esa gigantesca e innominada contribución gregaria.

Corren en mi patria unas denominaciones que, quizás inicialmente ofensivas, han perdido en la actualidad toda su virulencia; más aún, por un fenómeno frecuente en las leyes de la semántica, son hoy formas expresivamente afectuosas: gallego, gaita, galaico; la misma deformación del concreto gentilicio gallego -voz de insulto con godo y maturrango durante la guerra de la independencia- indica su alisamiento y pérdida de contenido malévolo. No lo digo sin pruebas y casi hasta con una punta de orgullo. No quiero -Dios me libre- pecar de soberbia pero estoy seguro que cuando -por mi conducta en la vida, mis aficiones e, incluso, mi acento- el viejo camarada de Colegio, el alumno en su picante nomenclatura privada, el colega de claustro me llama gallego no intenta con ello ofenderme; al contrario: va envuelto en el mote, estoy seguro, una cariñosa disposición de simpatía. Sólo una patanía recalcitrante y empecinada o una ignorancia ya casi inconcebible pueden hacer de este gallego porteño una absorción peyorativa de toda la península o un pretenso insulto ofensivo.

Pues bien, a esa millarada de gallegos que en cientos y cientos de actividades hicieron y hacen a la Argentina a la par de sus nativos, con el sueño latente   -119-   del «retorno indiano», vaya un homenaje de respeto, de gratitud, de esperanza.

Un autor tan nuestro, tan nuestro desde la raíz, tan enérgicamente argentino como el ya citado González Arrili concluye así una de sus estampas del 900: «Mas, en el fondo de sus corazones, ¡qué buenos eran aquellos recién llegados, aquellos chapetones aspirantes a "gallegos" perpetuos! ¡Cuántos y qué largos caminos anduvieron! ¡Cuántos honrados hogares levantaron! ¡Cuántos buenos criollos echaron al mundo»90.



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Capítulo octavo

El pensamiento español en el Plata


A comienzos del siglo XX pareciera que el influjo hispánico en el antiguo dominio del Río de la Plata se hubiese extinguido casi por completo.

Es evidente que, desde la Revolución de Mayo, el pensamiento francés adquiere singular prestigio. Si algo pretende el filósofo, el ensayista, el poeta es parecerse lo más posible a un Cousine, a un Saint-Beuve, a un Victor Hugo. Hasta el romanticismo, las escuelas sujetaron un poco el fetichismo con sus latines y sus preceptivas; desde entonces, la invasión galicista pareció decisiva y contundente.

Hilando más fino, sin embargo, se descubre que -fuera aparte el instrumento lingüístico ya de por sí, pese a su galicamiento, distinto y aun opuesto- el fondo de ese pensamiento afrancesado se trasiega -las más de las veces con entera inconsciencia- por alambiques hispánicos: Alberdi es Larra; nuestro Mármol no puede negar a Zorrilla, como Varela es hijo directo e incluso confesado de Quintana y Meléndez. Hay algo superior a la propia voluntad creadora y es, como hemos dicho, la similitud doblegadora y connatural de la lengua.

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Ya hemos visto, en nuestro Capítulo II, el grado de hispanismo que alcanzó muchas veces y aun su entusiasmo casi infantil por España, la tan afrancesada «generación del 80», así como hemos señalado la posición de uno de sus miembros más conspicuos -Miguel Cané- con relación al problema del idioma.

Pero, a comienzos del siglo, el modernismo parecía haber volcado la opinión intelectual hacia una corriente galicista sistemática e implacable. En el fondo, nunca estuvo el genio español más cerca del americano en general y del argentino en particular. No cuadra aquí explicar el sustrato radicalmente castellano de la acción rubendariana, su conexión con lo más entrañable de la vieja poesía castiza, el intento y logro de rehabilitar sus viejas formas, el avance formidable impreso a nuestra evolución poética para llevarla hacia sus expresiones más puras -en el dominio y técnica del verbo como instrumento, que es lo importante- y liberarla de un amaneramiento hechizo, ya sin energías.

Si algo desconcertó este hispanismo declarado y actuante de Rubén fue -entre nosotros- la hispanofobia de Leopoldo Lugones. El izquierdismo beligerante de su primera hora, aquella devoción exaltada por Sarmiento, el noble argentinismo de las Odas de 1910 le implicaron aquel negar o, mejor, aquel afirmar lo español como el mal necesario y genético de todas nuestras instituciones.

Con todo, es curioso, ese argentinismo fue el que, en las obras postrimeras -tal, por ejemplo, los Poemas solariegos- lo acercó, necesariamente, a un reconocimiento agradecido y heroico del solar de sus mayores. Léase: el Canto inicial y la Salutación a Embeita.

Tan honda fue la conducta de Rubén que en la generación discípula de Lugones -como veremos en el próximo capítulo- reflorece un hispanismo poético,   -122-   literario y aun doctrinario de calidad realmente ejemplar.

Por otra parte, algunos maestros españoles ejercían, desde la alta cátedra universitaria, acción directa sobre la juventud argentina, al mismo tiempo que participaban en el movimiento de la colectividad; maestros que, de hecho, se consideraban incorporados al sentimiento y orientación de nuestra cultura.

Sirvan de ejemplo las figuras venerables de don Avelino Gutiérrez y don Miguel de Toro y Gómez.

Santanderino el primero, de San Pedro de Soba, donde naciera en 1864, había hecho entre nosotros la carrera de medicina y llegado a ocupar en esa Facultad la cátedra de anatomía topográfica. «Eran los mismos médicos argentinos y, especialmente, los que fueron sus discípulos, quienes ponían de relieve los méritos de esa gestión docente, orientada por un puro amor a la enseñanza y a la juventud. Tan arduas tareas no le apartaron, sin embargo, de las actividades exclusivamente profesionales mientras las ejerció, y su labor como cirujano fue tan notable, aun en los primeros años de practicarla, que pronto su nombre se hizo famoso como el de uno de los grandes especialistas de la moderna cirugía»91.

No se peca de exageración ni muchísimo menos al decir que la brillante pléyade de cirujanos argentinos -verdadera honra de nuestra medicina: los Arces, los Finochiettos, los Chutros, los Belous, etc.-, fue en muy buena parte la obra coordinadora, ejemplar y exigente de la cátedra de don Avelino.

Hubo de ser nombrado, en 1931, embajador de su país entre nosotros, honor que declinó entre agradecido y humorista; la Academia de Cirugía le dio, en cambio,   -123-   lo que de veras merecía: el título de -cirujano maestro- en 1944. Cumplía ochenta años de caballerosidad y esfuerzo. Dos después -el 26 de febrero de 1946- moría entre la admiración y cariño de todos.

De Toro y Gómez, eminente lingüista y filólogo, podría asegurarse que fue el primero, entre nosotros, en dar a esa disciplina rigor científico y prestancia universitaria. Desde la cátedra de introducción a las letras, en la Facultad de Filosofía de Buenos Aires, por él regentada hasta que la ocupara nuestro Carmelo Bonet, supo dar un sentido de tradición castiza, de precisión lingüística y de interpretación bibliológica como hasta su magisterio no se había hecho en la Argentina. Famosa fue, por ejemplo, durante años y, en realidad, punto de partida para muchos ensayos posteriores la erudita, honda y, al mismo tiempo, chispeante e ingeniosa conferencia con que, en el tricentenario de la muerte de Cervantes, abrió los actos conmemorativos, en el Aula Magna de la Facultad de Filosofía y Letras, el 24 de abril de 1916.

Además de estos maestros incorporados al claustro de nuestras universidades -sin olvidar a José González Galé, el querido y por tantos años profesor de matemáticas en la Facultad de Ciencias Económicas; al eminente civilista don Salvador Fornieles, maestro de toda nuestra gran generación técnica de hombres de leyes o al erudito financista Félix Martín y Herrera, casi fundador y creador de tal cátedra en Buenos Aires- además, decía, de estos hombres, ligados oficialmente a la Universidad argentina -por muchos años fue secretario de la de Buenos Aires otro español: José García Fernández-, algunos miembros conspicuos de la colectividad ejercieron una especie de magisterio libre, de docencia hispanista francotiradora que contribuyó   -124-   en modo utilísimo al afianzamiento y radicación definitiva de estos ideales en el Río de la Plata92.

Dos hombres pueden servir de ejemplo en esta labor: don Rafael Calzada y don Félix Ortiz y San Pelayo. Es indudable -lo hemos visto- que muchos otros contribuyeron con su aporte moral y, principalmente, económico a esta obra de solidaridad común, pero yo me refiero aquí, de modo exclusivo, a aquellos que bregaron desde el libro, la tribuna y el ejercicio intelectual.

Sería larga empresa y motivo de un libro específico reseñar la obra de don Rafael Calzada, patriarca de una sólida familia española muy pronto ligada, incorporada y fundida con la sociedad argentina.

Nacido en 1854, asturiano, había llegado al país en plena juventud -como tantos que hemos visto a raíz de la Restauración del 74- con verdadero sentido del trabajo, del porvenir que ofrecía la nueva tierra y de su papel en la naciente colectividad. Unido primero al estudio del doctor Moreno, el que fuera presidente del Senado, a los veintitrés años abría bufete por su cuenta en compañía de Vicente Varela, Manuel Martínez Alfonsín y Antonio Monzó.

Aquella casa de Florida 63, en el barrio más elegante del viejo Buenos Aires, fue pronto una de las consejerías jurídicas más estimadas y prósperas de la capital naciente; Calzada era un abogado, no sólo hábil, sino de gran versación técnica de modo que, al mismo tiempo de atender el estudio, pudo entrar y pronto dirigir la Revista de Legislación y Jurisprudencia   -125-   que, hacia mayo de 1879, llevaba ya publicados doce tomos93.

Era Calzada uno de esos espíritus curiosos y múltiples del Renacimiento «progresista» del siglo XIX. Republicano ardiente, poeta de no escaso mérito, orador brillante y hombre de empresa a más de letrado, el magisterio no tardó en hacerse sentir.

Organiza la propaganda y colocación de la piedra fundamental del Hospital Español, agasaja a las dotaciones de buques españoles en aguas del Plata; acude en socorro de Martínez Villergas, angustiado y pobre en el Perú; preside el Club Español -como hemos visto- a los treinta y dos años, de 1886 a 1891; Gomara, según sabemos, le confía el Correo después de su catástrofe personal y financiera; conoce y alienta los trabajos de «un tal» Ameghino, olvidado maestro de escuela, protegido por José Manuel Estrada, el cual vivía entre vértebras disformes y maxilares absurdos en una perdida casa de Mercedes; ejerce, en suma, una especie de acción monitora que, al traducirse en beneficio de la colonia española (sobre todo desde el cargo de abogado en el consulado de su patria natal), se extendía al beneficio cultural de la sociedad argentina.

Si hay una idea, entre todas, que a don Rafael conmueve y enardece es la de la confraternidad hispanoargentina. En ello empleó sus mejores energías y en tal brega aguzó lo mejor y más noble de su pluma, una pluma reposada, sonora un si es o no narcisista y solemne, pero, sobre todo, bien castelariana a lo siglo XIX y bien nutrida de ese pensamiento armonioso y visionario de aquella feliz hora de las luces.

  -126-  

Al concluir la centena decimonona -en 1900 y en la imprenta de El Correo Español- publicó Calzada un tomo de Discursos pronunciados entre 1892 y 1899, colección bien definida de lo que era el estilo, la teoría y la prédica de toda su vida. Juegos Florales, inauguraciones de casas de España, veladas literarias, banquetes de confraternidad, beneficios para españoles o ciudades peninsulares, despedidas o regresos de hombres ilustres, en todos resplandece, se insinúa, bravea o simplemente apunta aquel tema dominante, que me parece justo señalar con las palabras de un argentino, Calixto Oyuela, quien dice en el Prólogo a este tomo de Discursos: «... en ninguno (de sus temas) se lanza tan íntegramente su espíritu, en ninguno palpita tanto amor y entusiasmo como en el relativo a la unión y confraternidad hispanoargentina e hispanoamericana. Ese fue, desde el primer día de su vida entre nosotros, el objeto capital de su propaganda, el blanco de sus más generosos esfuerzos, la bien templada cuerda de donde arranca la nota más sonora de su oratoria. Poseído de tan gran asunto; penetrado de su trascendencia inmensa para la raza española esparcida por las más apartadas zonas del mundo; seguro de que ni las mayores vicisitudes históricas, ni las diferencias climatológicas, alcanzan nunca a quebrantar la unidad fundamental de una gran raza, sino sólo a crear interesantes variedades de ella; de que es estúpida y criminal tendencia la de dividir lo que es uno, hoy más que nunca, en que todo tiende a unir lo que es vario: llevó adelante su nobilísima empresa, procurando siempre, en la conversación como en el discurso, atenuar asperezas y conciliar razones, sin arredrarse ante las dificultades suscitadas por contrapuestos prejuicios»94.

  -127-  

Don Rafael llegó a actuar casi como una especie de embajador extraordinario entre ambas patrias. Fue a España, en 1901, como delegado de la Patriótica Española al Congreso Hispano Americano de Madrid, del que se lo hizo presidente honorario; volvió, en 1905, como diputado por Madrid del partido Republicano al que seguía afecto con imbatible fidelidad; continuó sin tregua su labor en el Plata, donde sus tierras, especie de amable feudo al modo de los antepasados ilustres, llegaron a constituir el pueblo que hoy se llama Villa Calzada.

En aquella paz de sus últimos años, con su enorme archivo, sus recuerdos, la dulce e inseparable compañera llegó, como dije, a calidad de patriarca con larga familia hispano-criolla: nuestro ya conocido Fermín Calzada; César, su hermano o los Méndez Calzada, rama en la que brillaban figuras como Luis, el ilustre abogado, o Enrique, uno de los críticos y humoristas más agudos que hayan tenido las modernas letras argentinas.

Y allí, en su hispanoargentina Villa Calzada como él quería, murió don Rafael el cuatro de noviembre de mil novecientos veintinueve.

Figura de menor volumen literario, aunque de enérgica gravitación en la colectividad y en nuestro país fue don Félix Ortiz y San Pelayo.

Como todos llegó joven a las playas de América; como todos trabajó y luchó denodadamente; como casi todos conquistó una posición espectable, sólida y de acrisolada honradez.

  -128-  

Músico de exquisita sensibilidad -era un organista severo y elocuente-, tuvo en su vida, a más de ésta, otras dos pasiones que se tradujeron en una conducta concorde de inflexible rigor: su catolicismo militante y su amor a España, vinculado e indisoluble con esta Argentina defendida por él con arrestos de verdadero Quijote.

Hemos tratado ya (capítulo VI) su empeño en el nacimiento y afincamiento de la Patriótica Española. De ese tono fue toda su obra como hombre de acción. Queda, para este momento, en que estamos tratando de señalar el influjo del pensamiento doctrinario hispánico, comentar sus dos libros más significativos e incidentes sobre esta conducta.

Son libros de polémica y combate. No hay en ellos ni reposo especulativo ni el desarrollo de una ideología sistemática. Hay sí, una prosa rápida, saltante, ajustada como paño húmedo al pensamiento, sin pompa retórica ni arrequive literario, salvo cuando incide sobre el tema de la patria que pone al instante en su estilo una ternura llena de la florida pompa decimonona; lo que había en San Pelayo, como en tantos españoles, era un periodista formidable, combativo y, en el fondo de su alma, un humorista, un burlón soterrado e implacable -don Félix era vasco- que sabía utilizar esa fuente escondida como fuerza de acción y como energía para mover sus ideales. En la entraña de aquel impecable caballero de levita, guantes de respeto en la siniestra mano, corbata de ancho lazo, sobre la que reposaba la barba cuidadosa en la cara de rasgos abultados, ojos incisivos y frente desembarazada de su más conocido retrato, cabalgaba impetuoso contra yangüeses y galeotes antihispanoamericanos y anticatólicos un desatado Quijote dispuesto siempre a dar la batalla por su Dios y por su dama.

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El Boceto Histórico de la Asociación Patriótica Española (Desde su fundación hasta la reunión del Congreso de Sociedades Españolas) editado por la librería «La Facultad» (Buenos Aires, 1914) es, ya lo sabe el lector, una página de hispanidad en la Argentina escrita con apasionamiento, sin mucho rigor en la concatenación histórica, pero muy bien documentada y, sobre todo, colmada de ardoroso, noble y desinteresado fervor.

Bastará copiar la sincera y elocuente Dedicatoria para entender sin más la índole del libro. Dice así: «A España. A vosotros, españoles residentes en la Argentina, factores de estos hechos nobilísimos que yo me he atrevido a darlos a la publicidad, conglomerados y casi sin orden ni concierto».

Lo del «sin orden ni concierto» era, quizá, un fondo de coquetería literaria, más, aunque exista en ello algo de verdad, no puede negarse la utilidad de este trabajo veraz y hondo que testimonia puntualmente uno de los episodios más importantes de las relaciones hispanoargentinas.

Vindicación de los españoles en las naciones del Plata (Librería «La Facultad», Buenos Aires, 1917) es, decididamente, un hermoso y vibrante libro de combate.

Juan Antonio Cavestany, poeta, como se sabe, de ripio y barullo, pasó por Buenos Aires con ocasión del Centenario de 1910. De regreso, aprovechando una fiesta del 12 de octubre, se le ocurrió publicar en la revista Unión Ibero Americana un artículo en el que decía lindezas como las que siguen a propósito de los españoles de América: «... aunque muchas veces llevara dentro el germen del millonario futuro, no por eso podía considerarse como un representante de nuestra intelectualidad o (todos lo recordáis, sin duda), a   -130-   lo que con una frase muy vulgar, pero muy gráfica, solemos llamar "lo peorcito de cada casa": al quebrado, al estafador, al sablista, al que había llegado a tal extremo de descrédito aquí que ya no podía sostenerse en el Mundo Viejo, entonces lo exportábamos al Nuevo, tal vez como muestra de que España no sólo sigue produciendo Quijotes, sino también Rinconetes y Cortadillos»95.

Realmente no valía la figura ni el pensamiento de Cavestany como para tomarse la pena de salirle al encuentro, pero ya hemos dicho cuál era el espíritu y la condición de San Pelayo. La primera parte del volumen, dedicado sencilla y reciamente A España, de las páginas 15 a 152, es un desmentido y contestación a cuantos pusieron en duda o, a su juicio, no supieron o no quisieron maliciosamente aquilatar la función de los españoles en el Río de la Plata.

A la réplica contra Cavestany agrega don Félix otras de idéntica índole contra Rafael María de Labra, José María Salaverría, Rafael Gasset, Pérez Galdós (por su pintura del indiano en El tacaño Salomón) y, por último, contra el mismísimo Miguel de Unamuno. Ortiz y San Pelayo no se muerde la lengua; su florete es directo, preciso y, no puede negarse, lleno de picardía y elegancia.

La segunda parte del volumen (ciento quince páginas compactas de la 147 a la 262) es una larga nomenclatura de españoles (testimonios palpables los llama) que ejercitaron su profesión, industria u oficio en el Río de la Plata. La nómina, que no sigue un orden cronológico ni siquiera modestamente alfabético sino que ha sido armada, con seguridad, al azar de la memoria o de los datos reclamados, según él mismo dice,   -131-   por carta o verbalmente, está distribuida en los siguientes oficios: médicos, ingenieros, educadores, corporaciones docentes, pintores y escultores, periodistas notables, españoles que se han distinguido en distintas actividades (banca y comercio en su mayoría), notarios, dentistas, farmacéuticos, músicos, agrimensores, libreros y empresarios teatrales.

Como se ve, la ordenación es arbitraria e inorgánica pero, a pesar de ello, muy útil y significativa. Eso era lo que, como abrumadora prueba de su alegato, perseguía don Félix, quien en el prólogo del libro (por cierto costeado por un grupo de españoles ilustres residentes en Buenos Aires) exponía claramente: «Bueno es que alguna cualidad relevante concedan a los españoles residentes en América los mismos que los zahieren. Sin embargo, desconocen no sólo allí, no sólo el pueblo, sino los mismos que han venido aquí a estudiar estos países, cuál ha sido la poderosa acción de los españoles desde la caída de la tiranía, o sea desde el año 1852 hasta la fecha».

Y agregaba: «Y he querido empezar a cegar esa laguna que la ignorancia y el olvido han cavado en la historia de los españoles en América, especialmente en esta Argentina que quiero tanto, acarreando materiales para que más expertos constructores edifiquen el monumento literario que se merecen»96.

Su obra, en efecto, es mina inagotable para ese estudio definitivo que algún día se escribirá.

Con todo, y a pesar de esas falsas opiniones aisladas, ya se ha visto97 cómo, desde las fiestas del Centenario de 1910, la doble corriente del pensamiento hispanoargentino   -132-   en su flujo y reflujo de España a América y de América a España, era constante.

En el año 1912 se dio, para regularizarla en forma casi permanente, un paso fundamental.

La muerte de don Marcelino Menéndez y Pelayo -19 de mayo de 1912- tuvo en Buenos Aires inmediata y dolorosa repercusión; no sólo por lo que don Marcelino había significado en el redescubrimiento integral de una nueva España, no sólo porque tenía en el Río de la Plata devotos discípulos y fervientes admiradores, sino porque, como hemos visto en nuestro capítulo III, fue don Marcelino de los primeros en dar a conocer en forma sistemática nuestra literatura en Europa. «Leyendo sus cuatro volúmenes -dice Rojas a propósito de la Antología de poetas hispanoamericanos98- siente uno brotar del alma el agradecimiento. Habla Menéndez de nuestras letras con bondad, con simpatía, con información, y casi siempre con infalible acierto».

Muy pronto voces españolas en la Argentina (Emilio Lattes Frías, Avelino Gutiérrez, Ricardo Monner Sans, Luis Méndez Calzada y López de Gomara), a las que se sumaban las de los propios argentinos se alzaron buscando la forma de concretar un homenaje digno del sabio montañés.

Una comisión -ejecutiva de las que eran presidente y vice, respectivamente, don José María Carrera y don Avelino Gutiérrez, a la par de una extensa junta consultiva, donde figuraba lo más selecto de la colectividad en todos los órdenes de su labor, junto a los hombres entonces más eminentes del pensamiento nacional,   -133-   sin míseras discrepancias doctrinarias ni de partido, inició los trabajos el 31 de mayo de 1912.

Al año siguiente, el 12 de marzo de 1913, en reunión magna celebrada en el salón de actos del Club Español, se concretó definitivamente la forma de hacer digno honor al maestro santanderino. El doctor Gutiérrez, que había ocupado la presidencia de la ejecutiva por enfermedad de su colega don José María Carrera -otro de los grandes médicos españoles de Buenos Aires-, dijo en esa ocasión: «En definitiva, y así se ha convenido por unanimidad, el homenaje más adecuado a la personalidad de Menéndez y Pelayo, por lo que ha representado en la cultura española e hispanoamericana, debía ser de índole cultural y así, el pensamiento vago llegó a concretarse en la idea de crear en la ciudad de Buenos Aires una cátedra permanente de cultura española.

Una institución de esta naturaleza, en un país de habla castellana como la Argentina, además de recoger los anhelos del gran polígrafo español, encaja a maravilla dentro del problema vital de la España moderna, problema cultural ante todo y espiritual por excelencia»99.

Sabias y juiciosas palabras que aún hoy constituyen la fórmula esencial de las declaraciones hispanoamericanas y el único modo de encararlas con dignidad y provecho.

La cátedra de cultura española, al año siguiente, o sea en 1914, se insumió en la creación de la Institución Cultural Española, cuyos fines se concretaban así: 1) Sostenimiento y dotación de una cátedra que deberá ser desempeñada por intelectuales españoles; 2) Desarrollar aquellas actividades que se relacionen directamente   -134-   con el intercambio intelectual de España y la República Argentina. El 4 de agosto de ese mismo año se le otorgaba su personería jurídica, y así nacía a la vida intelectual argentina un organismo que habría de tener sobre la misma una formidable gravitación.

El adjetivo puesto es tan desmesurado que exige breve comentario.

No puede negarse la influencia ejercida en nuestro medio por la acción cultural de otras colectividades al través de sus órganos específicos: la Alliance, la Dante Alighieri, la Cultural Inglesa más tarde; pero debe observarse, en primer lugar, que tales entidades nacían con la finalidad esencial de divulgar una lengua y que, por lo mismo, el resultado debía ser, necesariamente, mucho menos enérgico y mucho menos profundo; en segundo lugar, la llegada de maestros representativos de otros países -que sólo muy tardíamente y no siempre con criterio objetivo regularizó «Amigos del Arte»- se hacía en forma esporádica, rara vez desde la tribuna universitaria y, claro está, en lenguas extranjeras; y, por último, el sortilegio de la novedad, el asombro de un extraordinario descubrimiento: el de la sorprendente capacidad intelectual de España, puso a la cátedra de la Cultural en posición de singular prestigio, y, por ende, de persuasivo magisterio.

Lo que América ignoraba y la Argentina le descubrió era ese mágico reflorecer de la Universidad española en el primer cuarto del siglo XX; ese neorrenacimiento que no se limitaba a las letras creadoras sino que adquiría robusta presencia en el campo de la filología, la crítica científica, la historia, la filosofía, la medicina, el saber político-social, la ciencia físico-matemática, etc., etc. Era el grupo de hombres educados en la escuela de Giner de los Ríos, de Joaquín Costa;   -135-   en el método del propio Menéndez y Pelayo; en el ejemplo de Ramón y Cajal y de Ferrán; formado en la severidad de las aulas germánicas, con el rigor de aquella disciplina, mas sin perder toda la gracia y la fuerza de la intuición ibérica; el grupo posterior a la sana tragedia «del 98», grupo de una España nueva, juvenil, candente, esperanzada muy distante de la España oficial de entonces, quebrada, palabrera y sin vigor.

Esos «hombres nuevos» solicitados a la Junta para Ampliación de Estudios de Madrid, a las Academias o a los Institutos de Investigación llegaron, pues, a nosotros por medio de la Cultural Española, «puesta igualmente al servicio de la cultura argentina, a la que por este cauce se aportaba un nuevo caudal de ideas y conocimientos fáciles de asumir por quienes, no obstante la plausible intervención de otras culturas europeas, no han desmentido jamás su origen y siguen pensando, sintiendo y expresándose con el idioma español»100.

Interminable y, como ya sabemos, ajeno a la índole de estas apuntaciones se haría enumerar toda la acción de la Institución Cultural Española en sus treinta y ocho años de vida. Señalaré únicamente aquellos actos que en forma positiva actuaron sobre nuestra conciencia intelectual:

La cátedra, en 1914, fue inaugurada por el más directo y caro discípulo de don Marcelino: Ramón Menéndez Pidal. Ya es fama cómo la presencia del insigne filólogo comenzó a cambiar el signo de nuestros eruditos en la materia, que concluirían, finalmente, con la creación del Instituto de Filología -el 21 de junio de 1923- como organismo dependiente de la Facultad de Filosofía y Letras de Buenos Aires, bajo el decanato   -136-   de Rojas, y con el apoyo de la cátedra de la Cultural, que en parte financiaba la contratación por tres años del filólogo español encargado de regentearlo. Inauguró sus trabajos Américo Castro y, en el curso del tiempo, lo siguieron maestros de la escuela de Pidal como Millarés Carlo, Manuel de Montoliú, Amado Alonso y, por último, Alonso Zamora Vicente. Bien presente está en la docencia y el pensamiento filológico argentinos la obra cumplida desde el punto de vista técnico, pedagógico, literario, aun patriótico por los maestros y discípulos del Instituto en libros, revistas, monografías e, incluso, en la misma acción viva entre el profesorado de estos últimos veinticinco años.

En igual medida influyeron sobre el pensamiento filosófico y su orientación universitaria los resonantes cursos de Ortega y Gasset, en 1916; nada anticipemos, por ahora, de su sembradura en la estilística argentina del postrer cuarto de siglo porque de ello diremos dos palabras en el próximo capítulo.

El curso de Julio Rey Pastor -muy pronto y por mucho tiempo incorporado oficialmente al claustro universitario argentino- dio un vuelco absoluto, en 1917, a nuestra vieja dirección en los estudios de alta matemática, originando su cátedra un verdadero semillero, seminario, de ilustres discípulos. Idéntica repercusión, por 1920, tuvieron las clases de Blas Cabrera, primer contacto vivo de nuestros físico-matemáticos con los modernos y apasionantes problemas de la energía nuclear. No pocos de los que hoy son eminentes físicos argentinos estudiaron luego en el Instituto Cabrera de Madrid.

Completó esta renovación a fondo de nuestro patrimonio científico el famoso curso de Pi y Suñer, en 1919; discípulo de Ramón y Cajal y de Turró -los dos grandes maestros de la biología española-; Pi y Suñer   -137-   dejó la honda huella que hoy cava y ahonda con tan maravilloso resultado la escuela fisiológica argentina, a estar por informes que he recogido en Europa, una de las más avanzadas del mundo.

En ciencia jurídica sería ingratitud no recordar a Adolfo Posada, Recassens Siches y a Jiménez de Asúa, bien pronto, este último, sumado a la Universidad argentina.

Y recordar la impresión literaria y mundana del curso de D'Ors en 1921; las nuevas orientaciones de Gómez Moreno, en 1922, sobre historia del arte; los estudios psicoanalíticos de Gonzalo Rodríguez Lafora; o la primera visita del discípulo dilecto de Cajal, don Pío del Río Hortega, en 1925, o la resonancia enorme de Marañón, en 1928.

Puedo asegurarlo porque, en cierta medida, soy tributario de ese nuevo y poderoso caudal de ciencia española que la Institución dirigió hacia la Argentina para engrosar su fuente de cultura. Repito que puedo asegurarlo: a la Institución Cultural Española debe un bien inmenso nuestra moderna conciencia universitaria. Yo me eduqué con esa pléyade de profesores que habían recibido, a su vez, las lecciones de estos maestros portadores de un nuevo mensaje humanista y científico; mis maestros argentinos renovaban con ellas el caduco signo de la ciencia positivista, oficial y clásica del ochenta; fueron los hombres de «la reforma» de 1918; los del pensamiento vivo y alerta para toda la conmoción del mundo moderno.

La Cultural -como todos los hombres y las cosas de mi generación- nacía a la vida y a la lucha con la guerra del catorce. Fue un signo, una providencia y un destino. Afortunadamente en nuestra lengua, sin evadirnos de nuestra modalidad racial, sin claudicar ante formas demasiado extra patrimoniales, aprendimos   -138-   todos la nueva lección de la hora, la nueva técnica, discutimos los nuevos horizontes -cierto que con la lectura y vigilancia de todo el pensamiento moderno- pero, sobre todo, mediante el contacto vivo, directo, humano con estos hombres de España que trajeron en sus labios de habla concorde la doctrina, el arte, la experiencia por donde abriría su brecha toda la revolución y toda la conducta intelectual del siglo XX.

Cuando un día se escriba, sin apasionamiento ni «posiciones», como quiere la verdadera ciencia, la historia de las ideas argentinas, nadie podrá negar esta formidable -el adjetivo no era inoperante- deuda de gratitud que tiene la patria con la Institución Cultural Española101.

Esta labor, estrictamente espiritual, de «enseñar en la Argentina» el fondo, el alma cultural de España, fue muy pronto recogida por todas las entidades de la colectividad. El Club Español, la Asociación Patriótica, los innúmeros centros regionales invitaban a los maestros compatriotas a dar una conferencia, un cursillo en sus salones, sus grandes locales o sus modestos rincones que, quizá, hasta ese momento, habían sido salas de pasatiempo, pistas de baile, habitaciones para el inocente dominó, el mus castizo o la nocturna partidita de tresillo.

Hay algunas notas sugestivas. Lence, en un comentario aparecido en el Correo de Galicia (diciembre 14 de 1916) sobre la conferencia de Ortega en el Club Español: Hacia una España mejor, señala que la Comisión Directiva, con muy buen gusto y mejor criterio,   -139-   resolvió esa tarde suspender el baile que era costumbre ofrecer después de tales actos. El menos observador, apunta con gracejo el fino periodista, hubiese podido captar el mohín de disgusto dibujado en la cara de la dorada juventud asistente la que, con seguridad, no había concurrido para otra cosa a la disertación del filósofo.

En lo menudo se denuncia la historia. Un instinto muy claro le decía a los hombres conspicuos de la colectividad hispana en el Río de la Plata que a partir de ese instante, desde esa fecha de su evolución institucional la verdadera función hispanista en América quedaba limitada a ese dominio superior e inmanente de la cultura.

La Argentina, como todos los países cultivados por España, tiene ya un caudal propio, inalienable, personal de modo de ser, de hechura política, de condición económica, de organización jurídico-social, pero tiene, también, heredado e intransferible, un patrimonio común de cultura ibérica, de conducta piadosa, de lengua viva, de honda y bella tradición humanista que encastan su vigor nuevo, independiente y libre con una de las formas más gloriosas, originales y permanentes del acaecer histórico universal. El sostener y engrosar aquel patrimonio puramente cultural de tradición en la realidad nueva de América es el papel que hoy corresponde a la colectividad.

Sus hijos, argentinos ya, se deben al sentido vivo y en futuro de la patria, pero hay una lámpara, en el hueco más profundo de esa patria, donde arde una llama de siglos que no puede ni debe extinguirse.



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