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Capítulo III

Ojeada a los monumentos de la dominación de los Reyes de Aragón

LA CATEDRAL

     Nuestra principal tarea, la que como tal nos propusimos en estos primeros capítulos, queda cumplida con el precedente: los restantes habían de basarse sobre una reseña histórica del poder condal, único que aparece como peculiar a Barcelona y en el cual se fueron refundiendo cuantos en Cataluña existían. La necesidad de desembarazar el camino nos obligó a extendernos en aquella serie de soberanos, cuya narración iba ensanchándose a medida de su acrecentamiento y pujanza y de la multiplicidad de los sucesos; así las aguas del Ter dejan el estrecho cauce primitivo y se tienden con majestad por la llanura, engrosadas con las de sus confluentes. El hijo de Ramón Berenguer IV, aunando los cetros de Cataluña y Aragón, comienza una época histórica general a todos los estados de aquella corona; y si el interés, antes concentrado en la serie personal de los mismos condes, pasa a las vicisitudes de la población, la historia particular que de esto se origina es tan amplia, tan copiosa en hechos importantísimos, que un capítulo como el presente no podría sino profanarla.

     La religión, base de la sociedad y en los comienzos de reorganización de aquellos tiempos centro de todas las inteligencias y de todas las fuerzas, era la que primeramente había de ocasionar un testimonio perdurable de la nueva faz, que para el Condado y particularmente para la ciudad había nacido desde los postreros años de Ramón Berenguer IV y la consiguiente unión de los estados catalanes y aragoneses. La iglesia catedral erigida desde 1046 a 1058 por Ramón Berenguer el Viejo ya no bastaba a la población del postrer tercio del siglo XII; y así como su edificación había venido a Consignar un nuevo período en el condado, la primera consolidación de lo restaurado a favor de la cual debían prepararse las expediciones ulteriores; también con la de otro templo más capaz se patentizó que Barcelona dilataba hacía tiempo sus populosos barrios por el llano, que tiempo había quedaban para siempre fijadas las fronteras de Cataluña hacia sur y poniente, y que fructificando los gérmenes de la constitución pública con el calor benéfico del comercio, de la navegación y de la agricultura, se aproximaba el día en que la organización del estado recibiera su complemento (231). En 1173 ya se sentía esa necesidad de ensanchar la catedral, y por la parte que hoy es ábside empezábanse algunas construcciones, entre las cuales, apellidandolas obra nueva, el canónigo Bernardo de Puigalt fundaba el beneficio del altar de San Andrés. No son tan evidentes los datos que han llegado a nosotros, que podamos señalar distintamente el sitio y la dirección de aquella iglesia: situada dentro del recinto de la actual, sólo sabemos que delante de su puerta había el cementerio mayor llamado la Galilea (232), que la obra nueva susodicha se construía en terreno de parte de éste, y que en tiempos posteriores lindo con el otro cementerio de la parroquia de San Jaime. Por sudeste, o quizás nordeste, un arco pasadizo unía la iglesia con el palacio episcopal situado en lo que hoy es calle y Santa Clara; hacia levante continuaba lindando con el claustro de la misma Catedral o de la casa Canónica; y cuando el obispo Arnaldo de Gurb hubo trasladado su mansión al nuevo palacio, mencionó la capilla de las Vírgenes o de Santa Lucía como colocada delante de su morada y muy cerca de la iglesia. Como quiera que sea, su situación no impidió que el día 1 de mayo de 1299 se comenzase la catedral que hoy vemos, mientras en la iglesia antigua se continuaba el servicio divino: así la fiesta de la dedicación es aún ahora la del templo de Ramón Berenguer el Viejo, pues uniéndose a él la nueva fábrica no hubo otra necesidad sino de trasladar el altar al nuevo presbiterio, y pudo irse demoliendo la antigua a medida que la edificación adelantaba. Esto sin duda significa la tradición de que el templo antiguo sirvió en lugar de andamios para construir las naves. Así conjeturamos que, si junto a su pared de oriente tenía el claustro y a sudeste o nordeste el arco del palacio episcopal, su dirección era con corta diferencia la del actual templo, y hasta podemos asegurar que ocupaba parte del coro, ya que en 1379 los documentos dicen que se trabajaba en el derribo de la obra de la iglesia vieja delante del altar de San Paciano, el cual está en la primera capilla de la nave lateral derecha o de poniente junto al crucero. Costumbre fatal ha sido en todas épocas borrar los monumentos antiguos cuando la necesidad o la devoción o el fausto han reclamado su suelo para otras fábricas modernas; costumbre apenas desmentida jamás, por la cual la piedad misma ha dañado cruelmente las obras de lo pasado, y a la postre a sí propia. El edificio costeado por los condes Ramón Berenguer y Almodis y con tanta solemnidad y asistencia de obispos consagrado, debió de retratar la grandeza que ya entonces la casa de Wifredo alcanzaba, y a la manera con que el condado se asentaba sobre bases firmísimas de legislación y defensa, en su portada, en el ábside y en sus pilares viose quizás fijada también aquella arquitectura tan lentamente elaborada con las reliquias de la antigüedad. �Por qué no hemos de acoger esta suposición, si en todas partes la encontramos realizada siempre que a la voz del príncipe, desde fines del siglo XI al XII, una concentración de esfuerzos e inteligencias erigía, no ya la abadía gigantesca, sino la catedral mitad monástica, mitad ciudadana? Duelenos de esa pérdida, y cierto bien podemos echar de menos aquel edificio que, subsistiendo muchos años después de empezado el actual, influyó en algunas formas de éste y quizás por medio de algunos de los detalles que hoy vemos nos transmitió su memoria. Aquí al menos el dolor no se acrecienta con la vista de lo que vino a substituir la fábrica primera: un monumento importantísimo está de continuo disculpando a los que en tiempo del rey D. Jaime II echaron sus cimientos y decretaron la demolición de la catedral antigua. Ese monumento aparecía en la época más brillante de la arquitectura y de aquella civilización, en el período en que daba el fruto de la larga y penosa elaboración de tantos siglos. Fijadas las nacionalidades, las instituciones públicas arraigábanse y medraban; los sentimientos se purificaban a una altura que ha pasado a la posteridad como ideal completo del carácter y dignidad humanos; los hechos que los revelaban, acontecían revestidos de esplendor y no sé qué sello de heroísmo espontáneo. Los reyes se rodeaban de los comunes, y la ferocidad feudal amansábase con las nuevas costumbres, o por mejor decir, haciéndose ciudadana trocaba a menudo y con placer sus sombríos castillos por la seguridad de las ciudades, por el fausto de la corte y por el espléndido movimiento de los torneos, si ya sentándose en los escaños del parlamento no aprendía a venerar la fuerza de la ley y habituarse al triunfo de la razón.

La caballería regulaba los hechos de armas con el honor y la delicadeza; las escuadras atestiguaban el incremento de la contratación y las relaciones que ponían en contacto los comunes; las artes se reglamentaban; la administración civil se aseguraba; la fe y la libertad, destellando en el centro de la organización social, irradiaban en torno costumbres que al último se sancionaban con instituciones tradicionales, para que a su vez estas rejuveneciesen aquellas costumbres o las creasen nuevas o las atemperasen a la condición de los tiempos. Era la Edad media en toda su plenitud de vida: el vigor de aquella planta nutría sus extendidos y variados ramos con la savia fecunda de las creencias, y la vida brotaba afuera enérgica con frutos pingües y sanos; que si el calor interno se producía con copia simple e inculta, tampoco la postración del espíritu hubo de comunicar apariencia de forzados a esos frutos, ni los contaminaba esa podredumbre del entendimiento y del corazón que hoy ha herido con frío de muerte todos los centros y orígenes de vida. La Arquitectura, expresión material de las grandes instituciones, sacudía todas las formas prestadas por la antigüedad y se levantaba sobre el suelo europeo con vestimenta suya, rebosante de conciencia de su propia originalidad, osada y decidida como engendrada en sazón y reclamada por todo lo presente. En todas partes el genio popular alzaba catedrales que simbolizasen la sociedad nueva: la ciudad que se organizó con todos los caracteres de la municipalidad de entonces y pudiera muy bien servir de tipo de ellos, Barcelona, rival de Venecia y Génova, conquistadora de Mallorca y Valencia, vencedora en África y en Sicilia, señaló su entrada en esa nueva y espléndida senda con un monumento sellado íntima y profundamente del espíritu de aquella sociedad, y a su vez tipo de ella y de su arquitectura.

     Erigida la Catedral en la parte más alta de la población, súbese a su atrio por una ancha escalinata; y si arriba el frontis ojival ocupase lo que ahora es una pared feamente desnuda e incompleta cual la dejaron los artífices del siglo XV, el exterior nos predispondría con impresión poderosa a la vista del interior, y la importancia y belleza de lo que vamos a contemplar quedaría afuera expresado con una obra digna de todo el monumento. Las reflexiones que esa vista nos sugiere son amargas: el celo de los prelados y de los cabildos menguó cuando con los comienzos del siglo XVI acabó de extinguirse aquel ardor, que durante el XIII y el XIV había vivificado la sociedad entera; las fuerzas de ésta ya repartidas, distraídas, las constituciones públicas enervadas y minadas poco a poco, alteradas de cada día las costumbres, y los tronos absorbiendo todas las fuerzas y por un ciego artificio y una falsa prepotencia corriendo más de cada día a un fatal aislamiento, el monumento religioso ya nada simbolizaba, la arquitectura cristiana había fenecido y la fábrica era abandonada allí donde esa muerte la había sobrecogido. El buen artífice del siglo XV perfiló el diseño de la Portada y aun echó los cimientos del frontispicio con el trozo de construcción que allí se destaca de la pared; mas el santo Patriarca de Jerusalén Clemente Sapera cerró la lista de los bienhechores de esta iglesia, y si bien en 1564 se promovió la continuación del frontis, esa resolución no se llevó a efecto, y hoy sólo podemos juzgar de lo que él hubiera sido por el diseño de la Portada que trazó el arquitecto gótico y se custodia en el Archivo de este Cabildo. Es un pergamino largo de 16 palmos, maltratado por los cuatrocientos años que por él pasaron, y apenas inteligible en muchos de sus detalles (233). Dos contrafuertes menudamente labrados arrancan ligeros del suelo a entrambos lados y suben a grande altura a fenecer aislados en forma de atrevida aguja. En medio de los dos se abre la puerta profundamente alfeizada, y sobre ella un alto frontis irgue su aguda cúspide a la misma altura de las dos agujas; y el espacio que queda entre el arranque de la arcada del ingreso y los contrafuertes hasta más arriba del vértice de aquella, comparece ocupado por la pared maciza y también labrada, que con su coronación de una baranda calada forma un cuerpo arquitectónico idéntico al todo. El desarrollo de esta idea tan sencilla hace alarde de toda la riqueza que el Arte ojival guardó para esa noble parte de sus edificios, y favoreciendose esta índole del mismo Arte con el lujo que la escultura prodigó en el siglo XV, la obra se despliega magnífica, cuajada de labores, y con una abundancia de imaginación que admira y embelesa. Mas no reina allí la confusión que en el mismo siglo comenzó a corromper esas porciones de las fábricas sagradas; quizás cuando se diseñó no había aún sonado la hora de la depravación de la Arquitectura ojival: o si ya la escultura entonces señoreaba en ella, y complicando y revolviendo las líneas caminaba a su emancipación; el modelo sublime que de continuo tenía delante de sus ojos, aquel interior tan puro y tan rico debió de guiar la mano del artífice diseñador e inspirarle una traza en que la idea general apareciese limpia y las labores saliesen sin confusión engendradas por la contextura de los lineamientos. Los dos contrafuertes, resaltando del frontis en todo el cuadrado de su base, suben independientes de la puerta en sus líneas generales, si bien se armonizan con ella y con el resto por medio de algunas de sus partes. Sobre un robusto zócalo, su primera compartición o cuerpo asciende hasta casi el nivel del vértice del íntrados del ingreso; sus flancos o esquinas muy resaltados llevan numerosas molduras o boceles, entre las cuales avanzan en cada frente dos mayores, y rematando todas en agujas de crestería, a su vez son coronadas por otra cúspide mayor, también erizada de detalles: sobre estas dos cúspides se tiende la cornisa de una faja de hojas. El recuadro que estos dos flancos salientes forman en el centro del contrafuerte, lo llenan dos altos pedestales poligonales rica y profusamente esculpidos e iguales en todo a los restantes de la portada que mencionaremos luego; y apean dos estatuas al parecer del Antiguo Testamento, con largos rótulos en las manos, los cuales sin duda habían de contener sus nombres, y cobijadas por dos doseletes. Una ligera moldura separa desde el zócalo los pedestales y las estatuas, y recibiendo encima de los doseletes dos arquitos con colgadizos a su vez apoya las labores de relieve, que a la usanza gótica rellenan el espacio restante entre ellos y la ojiva superior que abarca a entrambos y arranca de los dos lados del contrafuerte. De esta ojiva parte un ligero y no menos trabajado frontón a unirse a la mencionada cornisa o faja de hojas por medio de su magnífico penacho. La segunda compartición, más estrecha que la primera y estribando en el declive que se forma sobre aquella cornisa o faja de hojas, la vence en ligereza y altura, y constituye el cuerpo principal de aquella elegante pirámide, cuya tendencia y movimiento allí acaban de declararse. Un pilarcito de agrupadas y numerosas molduras e interrumpido a trechos por fajas, la corre en toda su longitud y la divide por el centro; y en los dos pisos de nichos que quedan formados entre él y las molduras de las esquinas, hay cuatro estatuas, las dos inferiores cobijadas por ricos doseletes con pináculo (234) y quizás de personajes del Antiguo Testamento, y las dos superiores más esbeltas, con corona de Santos, encerradas en nichos un tanto más estrechos y guarnecidos de una labrada ojiva con frontón agudísimo o más bien pináculo erizado de crestería. Es admirable el sentimiento de delicadeza con que está ejecutado el remate de este segundo cuerpo: los contrafuertes no habían de pasar de la altura del frontón de la puerta; al mismo tiempo la compartición última no podía partir desde el trozo indicado del segundo cuerpo sin resultar desproporcionada y débil; ni al segundo cuerpo era dable añadirle otro piso de nichos sin menoscabar sus proporciones y robar su efecto a los frontones o pináculos que cubren las dos estatuas últimas. El artista venció estas dificultades continuando el pilar o conjunto de molduras, que divide aquel cuerpo por el centro hasta fenecer en una aguja a bastantes palmos del remate de los frontones; hizo que los pilares o molduras de las esquinas espirasen en dos agujas junto a los nichos y al lado de los frontones, a los cuales hacen compañía; y delineando encima y retirados hacia dentro otros dos pilares, los erigió en agujas al nivel del central y unió los tres por medio de dos ojivas con frontón calado. Así puso al segundo cuerpo una coronación magnífica nacida de sus mismas líneas por medio del pilar central; al paso que dio una base intermedia y más estrecha al cuerpo último para preparar su debido arranque. Dos solos pilarcitos, que caen perpendiculares al centro de las dos ojivas de abajo, lo forman en toda su extensión y con su misma altura no interrumpida hacen resaltar su extraordinaria delgadez. Ya para disimular ésta un tanto en su comienzo, ya para afianzar al todo sobre una base que contraste y permita gozar mejor de su ligereza, el artífice empotró en cada una de sus cuatro caras sin nicho un pilar exágono que allí sólo presenta su ángulo saliente y como su mitad total; sobre el colocó una estatua, y a ésta la cubrió con un doselete y pináculo que sale enteramente afuera del solido de la obra. De este modo, de todos lados se descubrían tres pedestales, tres estatuas y tres doseletes, uno de frente y dos de lado; y si rellenaban este trozo para que no compareciese endeble, tampoco le privaban de su osadía y ligereza, pues que imágenes y doseletes aparecían levemente unidos a él y en realidad colgados al aire. Desde los doseletes el remate sube despejado a ostentar su forma sutil y penetrar en el espacio con su aguda flecha erizada de follaje. Si la tendencia a la pirámide, si las líneas verticales son el carácter íntimo de la arquitectura ojival, ninguna parte como esos pilares y contrafuertes la refleja con tanta claridad. Desde el basamento, por una progresión no interrumpida y admirable, en cada compartición van espirando algunas molduras con una menuda aguja, cual si se confundieran con el espacio; las líneas dominantes que fenecen en cada cuerpo con otras agujas, al paso que así también se pierden en el espacio, engendran en el seno de su sólido otras líneas que a su vez fenecen progresivamente; hasta que disminuidas de una manera espontánea y casi imperceptible, quedan unas pocas agujas en el remate como postreros retoños de toda aquella creación y acompañan el empuje decididamente piramidal de la flecha. Parece que en este ser artístico reina una aspiración inteligente hacia el cielo: cual vegetal de inefable hermosura, las partes débiles de su exterior van expirando a medida que el vigor central de la medula les falta, y entonces presentan al sol que buscaban lo más delicado de sus fibras; así la masa del tronco pierde poco a poco de su robustez, hasta que la distancia de la tierra que la nutre detiene su crecimiento y a su turno la obliga a presentar al sol la flor entreabierta o el botón tierno y apiñado que no pudo desplegar sus hojas.

     �Qué misterio encierran esas formas piramidales que así atraen el espíritu? El ansia que de continuo aqueja el corazón humano, la sed constante de perfección y de inmensidad, el sentimiento de lo infinito que vive en el fondo de nuestro ser aman seguir la indicación enérgica de esos pilares, flechas, cúpulas y campanarios, cuyo irresistible impulso nos arranca de la tierra, nos levanta a dominar sobre opuestos y vastos horizontes, y satisfaciendo nuestra aspiración nos hace hollar sobre el espacio y volar con dulcísimo y arrobador deleite a perdernos en el mismo cielo donde desaparece a nuestros ojos la sutil línea del remate. La naturaleza humana, alta, libre e inmortal, palpita a este lenguaje clarísimo de los monumentos ojivales, como a la vista de lo que más toca la conciencia de sí misma, y más la enaltece sobre esa morada de miserias. Mas �ay! �por qué esa misma aspiración trae al hombre a menudo a una actividad vaga y sin freno, a una invención y examen desasosegados y sin límites, que se roen a sí propios como también un tiempo desgastaron y adulteraron el monumento? Nuestro ser se siente comprimido delante de las misteriosas fábricas romano-bizantinas, que la línea horizontal limita terminantemente; �no asoma empero luego en nosotros un sentimiento de bienestar, como de quien se mueve libremente por una senda dada, y clava y afirma con seguridad el pie y los ojos adonde quiera que se dirija? �Qué importa que la línea horizontal, cual barrera impenetrable, hiera la vista, si este límite, lejos de abatir su aspiración a lo infinito, no sirve sino de concentrarla en su verdadera esfera de actividad y de dirigirla; si esa barrera, una vez dentro, huye siempre delante de nuestros pasos tranquilos? Contradicción perpetua de nuestro ser, ley terrible de inquietud y corrupción a vueltas de la perfección y armonía, las cuales apenas encontrado el símbolo arquitectónico de nuestro sentimiento, después de una breve detención en aquel período de fe y de libertad, a fuerza de una ornamentación cada día más extensa y complicada desfiguraron el monumento que tan puro y tan entero había nacido y de tal manera llenaba lo más íntimo del alma. Bien es cierto que ese símbolo no pudo pervertirse totalmente en sus partes principales; y la portada, aun en medio de la corrupción, siempre conservó aquel sentimiento y evocó esas ideas de alteza, de libertad imperecedera.

     Por buena dicha la puerta que se abre en medio de los dos contrafuertes piramidales descritos pertenece a aquel punto del arte, en que el tipo ojival, alcanzando la mayor plenitud de su riqueza de ornamentación, no tenía que admitirla con violencia y sólo en algunas de sus líneas generadoras se manifestaba algo alterado. El artífice autor de este diseño inventó una puerta espléndida y airosa, que compitiese con los dos contrafuertes y coronase su impresión con efecto poderoso de armonía. Divídese el profundo alféizar en cinco arcadas concéntricas, comprendiendo el arquivolto exterior y el postrer arco del íntrados: cada arcada viene enriquecida de un grupo de numerosas molduras o boceles unidas por un pequeño capitel común; y la parte anterior de ella, esto es, el trozo que entre sus primeras molduras queda plano, lleva una guarnición de hojas enlazadas y variadas en cada arco, entre las cuales son de ver las del arquivolto exterior. En los cuatro plafondos que se forman dentro del alféizar y entre los grupos de boceles el artista desplegó el lujo de la escultura, que ya para esta parte solía reservarse. Sobre un alto y complicado zócalo levantase en cada plafondo una grande estatua de apóstol con sus atributos peculiares, cobijada por un gran doselete sin pináculo; luego en todo el plafondo corre una línea de pequeñas estatuas sentadas y doseletes de manera, que estos a un tiempo cubren la imagen inferior y sostienen la superior, y aquellas representan alternativamente un ángel y un personaje del Testamento antiguo o nuevo. El primer plafondo, inmediato al arquivolto exterior, contiene veintiséis estatuas, esto es, trece en cada curva o lado de la arcada ojival, y en el centro se reúnen los dos últimos doseletes a los lados de otra estatua sentada sobre la cúspide de la ojiva. Esa misma disposición reina en los demás plafondos o íntrados, que llevan veintidós estatuas el segundo, diez y ocho el tercero, catorce el último, sin contar las centrales de su respectivo vértice. Todos los ángeles, menos los del centro y otros dos o tres, están tocando instrumentos músicos (235). La inseguridad de muchas líneas no consiente gozar de la expresión y ademán ni de los paños bellamente plegados, que el cincel habría impreso vigorosamente en la piedra; mas aunque tosco el dibujo, bien es dado reconocer la gracia con que están tañendo, adivinar la expresión de sus semblantes por la posición apenas indicada del cuerpo, por el contorneo de sus brazos, por la delicadeza con que los dedos de muchos apenas empuñan los instrumentos, y sobre todo por el movimiento de gran parte de las testas que se ladean con amor para corresponder a la suavidad del tañido. Si estas arcadas apareciesen de repente en el frontispicio de la catedral, sí la escultura hubiese animado aquellos rostros con la serenidad dulcísima que atestiguara lo inefable de tal concierto; este coro de Ángeles heriría con profunda ternura el corazón más indiferente, y los sones de su armonía reflejados por su aspecto desahogarían con lágrimas bienhechoras el alma llagada por el desengaño y tal vez por los remordimientos.�Espíritus de luz, ángeles de las tablas y de las portadas góticas! �Retrato de la inocencia eterna! �Dolores grandes circuyen mi vida, pero mis entrañas saltan a vuestro aspecto, y la naturaleza cobra su sonrisa como en los días de mi inocencia para siempre pasados! -No; si por la bondad del plan se puede colegir la ejecución, no cabe cantar mejor la gloria de Cristo, ni anunciar con himno más armonioso el reinado de amor de Cristo, ni atraer al hombre con más blando prestigio a ser miembro de Cristo. Cual centro de estos cánticos, la imagen del Salvador se levanta suave y majestuosamente bella sobre el pedestal del pilar que parte la puerta en dos mitades, el globo del universo en su izquierda, levantada la derecha en ademán de bendecir, o tal vez significando con sus tres dedos abiertos el mayor misterio de la esencia divina. Bien ocupa el centro del ingreso tal imagen, bien sale al paso a todo el que entra: sólo por Cristo se puede entrar en el seno de Dios, en la verdadera patria. Cúbrela un doselete igual a los de los apóstoles; y a sus lados se tiende el dintel horizontal, que correspondiendo a la imposta general de los arcos da a la puerta las proporciones de un cuadrado. De aquel doselete parten las fibras generales de un rico calado, que se tiende como labor de encaje por todo el espacio comprendido entre el dintel y la ojiva del último arco.

     Mas la corona espiritual de esta portada es el agudo frontón, que arrancando del primer cuerpo de los contrafuertes se levanta en línea recta a contratar con la curva de las arcadas ojivales. Como el mismo arquivolto de esta forma su lado inferior, el bello follaje que lo guarnece continua también entre las molduras de los dos lados rectos, con la cual este cuerpo acaba de unirse estrechamente al todo. En lo exterior de estos dos lados rectos erízanse grandes y pomposas hojas o ramos, a manera de garfios (236); alternando una de formas extremadamente angulosas y puntiagudas por todas partes, como de cardo, y otra de lados más prolongados y contornos más suaves. Nada más enérgico que estos garfios, que destacando al aire trepan por los vertientes hacia la cúspide y arrastran irresistiblemente arriba la mirada y el ánimo con ella: así todo el movimiento de las líneas queda patentemente declarado; las hojas parecen encorvarse o doblarse por la misma velocidad con que corren resbalando al punto central que arriba las atrae; y al contemplar el triple penacho o florón en que el ángulo remata, diríase que en aquel gran ramillete han venido a espirar otras hojas y que en su botón extremo vendrán de continuo a cerrarse, enderezarse y fenecer cuantas de ambos arranques angulares del frontón vayan naciendo. De esta suerte, si los dos contrafuertes laterales, cual dedos silenciosos señalan al cielo, el frontón central presenta esa inspiración en actividad, y con decidido impulso se mueve constantemente a confundirse con el espacio. Dentro del tímpano se abre un trabajado rosetón de circunferencia ondulante; otras labores ocupan los tres espacios que median entre esta circunferencia y los ángulos internos

     �Quién delineó este precioso documento del arte cristiano? Su existencia en el archivo capitular atestigua la madurez con que en la edificación de las iglesias procedían los cabildos de la Edad media, la ciencia de los arquitectos que así sujetaban al examen sus trazas geométricas, y la aprobación que hubo de merecer la que hemos descrito. Roqué, Bartolomé Gual y Andrés Escuder fueron los últimos maestros góticos que dirigieron las obras; y puesto que el patriarca de Jerusalén Clemente Sapera impulso la conclusión del interior, es lícito conjeturar que uno de los tres inventó la traza de la portada. Pero Roqué y Gual en particular, siendo contemporáneos a la administración del patriarca, es más probable recibiesen este encargo del mismo prelado que les mandó levantar el cimborio y demás bóvedas primeras de la nave. No es tiempo aún de aclarar de todo punto esta cuestión; cuando podamos asegurar que los documentos no arrojan ningún dato más positivo, entonces atribuiremos esa gloria a uno de aquellos arquitectos. Ahora nos limitamos a decir que el carácter de este dibujo es del siglo XV en sus comienzos; y que el estilo de sus arcadas se asemeja mucho al de la puerta del claustro que se abre en la calle del Obispo (237), obra también o de Gual o de Escuder.

     En efecto, parémonos delante de ella.

     No se puede dar más primor, más elegancia que la que encierran los arcos en degradación de la ojiva. Los mismos romanos adoptarían con gusto aquellos relieves, cuyas hojas frescas y palpitantes parece que compiten con las que se columpian en los arboles del interior; sólo falta un ligero hálito que las agite. Y entonces, si sentimos no sé que alivio y frescura sobre nuestras cabezas, si nuestro corazón late con más fuerza y se ensancha, bajemos aquellos pocos escalones hasta la meseta del primer tramo, y contemplemos el espacioso claustro en toda su magnitud y hermosura. Hasta en aquella pequeña bóveda, en aquella especie de pasadizo derrama el genio gótico una perla de su abundante tesoro, pues es digna de notarse su clave exquisita y primorosamente labrada, al paso que contiene las armas del obispo Sapera, que pagó toda aquella parte del claustro, las cuales también se encuentran en la fachada ya mencionada y en un capitel cerca del sepulcro de Mossén Borra. Allí, si queremos gozar de uno de los mejores conjuntos que ofrece esta parte del edificio; si la vista anhela disfrutar el efecto que siempre produce una fábrica antigua, mayormente gótica, combinada con el verdor de los árboles, con el resplandor del cristal del agua, y con el azul del cielo, adelantémonos hasta los naranjos (238), y miremos. En primer plan se nos ofrece el estanque de las ocas, cuyo alegre surtidor desparramase en el aire como un rico penacho de perlas formando al caer mil tumultuosos y caprichosos círculos en la superficie que lo recibe. Más alla una graciosa fuente o lavadero desaguase por numerosas bocas. Aquel pabellón o glorieta de piedra es de lo mejor que contiene el claustro. Observense con detención los arcos dentellados que sostienen la trabajada clave donde figura un San Jorge: a primera vista aquellos dientes que guarnecen la línea desde el botarel hasta la clave, sólo parecen una escrecencia, un adorno sobrepuesto y caprichoso; pero si le fuese posible al observador encaramarse hasta los capiteles, descubriría en cada uno dos figuritas toscas, mas dotadas de mucha expresión, o reinas, u obispos, o patriarcas, que, tendidas una en la parte superior y otra en la posterior del diente, están leyendo o dadas a la oración. Examínese el primor y hermosura de los adornos que las acompañan, y se confesará que Antonio Clapos y su hijo, (239) que esculpían la clave y demás adornos en mayo de 1449 (240), merecían que se grabasen sus nombres aunque sólo fuese en el más humilde rincón de su obra. Mucho deberían de desear los directores de la Seo la conclusión de la fuente o lavadero, pues en 23 de julio del año arriba citado enviaron a Andrés Escuder, entonces maestro o arquitecto de la obra, a Villafranca de Conflent para proceder al corte de la piedra que debía emplearse en ella, como se lee en uno de los libros de cuentas. Al fondo dibújase confusamente la magnífica puerta de la Iglesia, cuyo esmerado trabajo y pulidez para al menos amante de las bellas artes, y por un lado divísase la fachadita interior de la Piedad. -Y si retrocediendo del centro del patio nos dirigimos hacia el lienzo que corre desde la entrada a la capilla de Santa Lucía hasta la de San Olaguer, las preciosidades que contiene embelesaran de nuevo nuestros ojos, y confesaremos que tal vez algunas de sus esculturas son las mejores de la Catedral. Las pulidas labores de la entrada a la capilla de dicho santo, los ricos follajes de la puerta de la sala capitular y de la que sigue, son por cierto de lo más delicado y bello que salió de las manos de los artistas del siglo XIV y XV. Y �quien no alaba el sepulcro vecino a la puerta de San Olaguer? Digno es de admiración por lo acabado del ropaje de la figura que yace sobre la urna, por el primor de los escudos o blasones y por la gracia de la lápida que contiene la inscripción (241).



     Al lado de la puerta que conduce a la capilla de Santa Lucía, llama la atención otro sepulcro de bronce. Vese echada en él una figurita con adorno de cascabeles pendientes de una cadenilla en la orla de su vestido, y se lee en latín esta inscripción: Aquí reposa Mossén Borra, caballero glorioso. Hízose esta sepultura en el año del Señor de 1433. La singularidad del traje, la pública fama que la pregona tumba de un bufón nos mueven a detenernos en un objeto quizás no el principal de nuestro propósito, y a dar algunas sucintas noticias del que allí yace (242). Era su verdadero nombre Antonio Tallander, por sobrenombre Borra, persona distinguida en Barcelona y en la corte, como lo prueba, además de muchas cartas honoríficas y otras circunstancias contenidas en los documentos de aquella época, el dictado de Mossén, síncope de Mossenyer o Monsenyor, que, sin contar a los eclesiásticos, sólo se daba a los caballeros o a los que gozaban de algún honor militar. Fue doméstico o de la corte de D. Martín y después de la de Alfonso el Sabio IV en Cataluña y V en Aragón. Algunos escritos de sus contemporáneos le llaman buen gramático, varón sutilísimo en todo linaje de chistes y agudezas para burlar la vanidad y orgullo de los que ostentan sabiduría más por amor a la lisonja que a la filosofía y a la virtud; de modo que, al paso que cuentan hechos y ocurrencias alegres y sobremanera chistosas, le prodigan el dictado de docto. �Por qué pues se le conoce más bien por un bufón despreciable que por sujeto distinguido como lo describen cartas y documentos contemporáneos? Confesamos que la extraña y casi desproporcionada figurita de su sepulcro y su traje singular no son muy a propósito para desvanecer aquella creencia (243); pero pudiera muy bien conciliarse que fuese Mossén Borra cortesano chistoso y agudo a la par de varón de calidad; pues, a nuestro entender, lo que mayormente contribuyó a desfigurar su carácter fue un documento, de cuya autenticidad se duda (244), inserto en el Diario de Barcelona de 31 de diciembre de 1792.

     Si no estuviese escrito con bastante gracia, no nos detendríamos en reproducirlo, pero lo verificamos en obsequio de algunos de nuestros lectores que acaso nos lo agradecerán por su originalidad y chiste. Dice pues el Diario mencionado:

     �El dicho Mossen Borra Caballero fue Criado y Bufón del Sr. Rey D. Alonso de Aragón, y por éste se le concedió un privilegio jocoso, el cual traducido literalmente del latín es del tenor siguiente:

     D. Alonso, por la gracia de Dios, Rey de Aragón y de Sicilia por una y otra parte del Faro, de Valencia, de Jerusalén, de Hungría, de Mayorcas, de Cerdeña, de Córcega, Conde de Barcelona, Duque de Athenas y Neopatria, y también Conde de Rosellón y Cerdaña. Por cuanto vuestra virtud de vos el magnífico, noble y amado nuestro Mossen Borra Caballero, y la jocosa sabiduría que tanto agrada a los Príncipes, Pueblos y hombres, como que es la delicia del género humano, pide que nuestra Magestad, de quien sois tan estimado, provea de modo que vuestra salud, esto es, la alegría de los hombres se conserve cuanto sea posible; y principalmente habiendo prometido bajo juramento a la ciudad de Barcelona que ni aquí ni en el camino moriríais, sí que regresaríais a ella vivo, queriendo Dios; y aunque es verdad que la vida del hombre se sostiene con la comida y bebida, viendo que os halláis privado casi del todo del auxilio de la primera de estas cosas, porque os faltan los dientes de suerte que apenas podéis comer, y habéis vuelto a la niñez en que se carece de ellos, hemos juzgado con afecto maternal, que como niño debéis ser mantenido con bebida solamente. Así pues, no pudiendo alimentaros de otra leche, es preciso uséis del vino, que siendo bueno, se llama leche de viejos, a causa de que les alarga mucho la vida. En esta atención por el tenor de las presentes concedemos licencia y plena facultad a vos el dicho noble Mossen Borra, en esta nuestra carta, para que por todo el tiempo que viváis podáis libre y seguramente, y sin incurrir en pena alguna, beber y echar tragos, una, muchas, muchísimas y repetidas veces, y aun más de lo que conviene, de día y de noche, en cualquier lugar y a todas horas en que os diere la gana y fuere de vuestro gusto, aunque no tengáis sed, de toda especie de vinos, ya sea vino dulce Griego y latino, Malvasía, Tirotónica, Montanasí, Bonacía, Guarnatsía, vino especial de Calabria, y de Santo Nocheto, Resas, Marnano, Noseja, Afasitea, Moscatel, del Fanello de Terracina, del Pilo, Falso amico amabile, Manjacentobono, vino de Eli, y de Fiano, Moscato de Clayrana, y de Madramaña, vino de Madrigal, de Coca, de Yepes, de Ocaña, de S. Martín de Val de Iglesias, de Toro, de las Lomas de Madrid, y también de Cariñena; o ya sea lo que se llama Clareya y Procás, y otras cualesquiera especies de vinos, con tal que no sea agrio ni mezclado con agua, sino puro y de aquellos que tienen por excelentes nuestros Aforadores, y cuyos nombres os son ya bien conocidos. Y para que el dicho noble Mossen Borra podáis abusar más libremente de nuestra gracia, os conferimos y damos facultad absoluta para que podáis crear o constituir uno o más Procuradores o substitutos, que en vuestro nombre y por vos, cuando estaréis ya harto de beber, que creemos sucederá rara vez, traguen, apuren y beban en la mejor forma de los vinos expresados y mejores. Mandando por esta nuestra Carta a nuestro Bodeguero mayor y a los demás de nuestra bodega, a los Vinateros, Cocineros, Ayudantes y otros cualesquiera que tengan jurisdicción en los vinos, o sean sus dependientes, a todos y a cada uno en particular bajo la pena de dos mil florines, de que sólo podáis perdonar los mil, y de privación de oficio y del vino, que vistas las presentes, y por sólo su simple manifestación os den por fuerza a gustar, y si conviniere a beber todos los vinos que queráis y fuere vuestra voluntad: y sepan que no han de hacer lo contrario; si quieren evitar estas penas, antes bien os asistan con obra, consejo y auxilios oportunos. En testimonio de lo cual, mandamos expedir las presentes, autorizadas con todos los sellos de nuestra curia: Dadas en Castelnovo de Nápoles a 31 de diciembre del año del nacimiento de nuestro señor Jesucristo 1446. Yo el Rey D. Alonso. Vista por el Bodeguero mayor. Nuestro Señor el Rey mandó que lo escribiese a mí Francisco Martorell.�

     Éste es el tan decantado privilegio por el cual Tallander ha pasado por un vil y despreciable juglar en estos últimos tiempos. Pero dejando a un lado su autenticidad, que por cierto no deja: de ser sospechosa, pues no se dice de donde se sacó y la fecha no concuerda con la de su muerte (245), �no es muy verosímil que, siendo el regocijo de la Corte con sus sutiles agudezas, quisiese ésta una vez tomar su desquite? En efecto, creemos que debe mirarse como un capricho, un pasatiempo cortesano del rey D. Alonso, porque si lo contrario fuese, se encontraría en los archivos, en los armarios y pergaminos concernientes a aquel monarca. Mas suponiéndolo sólo una chanza cortesana, �débese deducir de aquí que Tallander era un mero bufón? �Acaso Quevedo no era también el regocijo de la corte de Felipe IV? �Y quien se atreverá a sostener que el profundo Quevedo fuese un bufón? Cuando no existiesen documentos a él concernientes, queda siempre la inscripción de su sepulcro, cuya calificación de caballero glorioso y los escudos que a uno y otro lado ostentan los blasones de su nobleza, luchan abiertamente con la extravagancia del traje y con el concepto y prevenciones de los que lo contemplan. Murió finalmente el 16 de julio de 1446, en Nápoles (246), adonde habría pasado en compañía de la corte, y sus restos aún permanecen tranquilos en el silencio del claustro, interrumpido únicamente por el murmullo del agua y el susurrar de los árboles, que deliciosamente sombrean su morada de reposo (247).

     Otro de los primores de esta parte del edificio es la historia sagrada que corona los capiteles, cuyas figuras aunque toscamente trabajadas, no dejan de tener su mérito por su minuciosidad y a veces expresión. Tan pequeñas son, que desde el piso no se pueden percibir distintamente con la sola vista natural; y sino �quién ha reparado jamás, en uno de los ángulos del lavadero, en aquel demonio socarrón y maligno que procura tentar a Jesús en el desierto? �Quién notó el modesto ademán con que el Salvador le aparta de sí? Y al volver los ojos de los capiteles a los estribos �cuán agradable sensación producen aquellas formas graciosas, armoniosamente pintadas por la mano de los siglos, y cuyos tonos con tanta perfección se adaptan a los árboles que las sombrean o las ciñen! Tanta magnificencia, tanta antigüedad, contempladas entre la profusión de luz del mediodía bajo un cielo azul, resplandeciente, en medio de las brillantes líneas del sol que hacen en ellas doradas cortaduras, embelesan el espíritu de un modo sublime, y nos fuerzan a confesar que hay allí algo más que mero artificio.

     Pero hora es de que con planta reverente entremos en el santuario.

     El primer efecto que el interior de esta catedral causa a quien entra por la puerta mayor, es cierto misterio, un temor, un pasmo religioso que impone silencio y derrama gravedad en el semblante más apacible. Por entre una luz escasa divisamos tendidas delante de nosotros tres largas y altas naves; las sombras doblan sus proporciones reales; en el fondo las claraboyas de junto a la bóveda hacen resaltar más fuertemente las masas que detrás y a los lados quedan medio hundidas en un crepúsculo dudoso: así la iglesia aparece como extraordinariamente extensa, y su aspecto de grandeza enciende una conmoción sublime. Mas esta grandeza no existe en el mismo edificio; y gran loa del Arte cristiano es que nazca toda de sus proporciones, mucha mayor loa que al revelarsenos esto, a la ilusión primera suceda mayor y más fundado entusiasmo. La lucha y los efectos de las sombras y la luz que comparten el imperio, nos predispuso para aquella impresión; la longitud de las naves sobre su poca anchura, acrecentó el aspecto de grandeza: ahora el arrojo, la altura verdaderamente extraordinaria de sus líneas verticales expande el corazón y nos arrebata al suelo. Esa es su calidad dominante; alta sobre todo, concentra el sentimiento de quien la contempla: el espacio verdadero del cristiano es de la tierra al cielo. Así aparece a un tiempo grande y ligera, misteriosa y atractiva, como la religión que simboliza; y cuanto más se adelanta el examen, tanto más se ve que su grandeza, su fuerza y su misterio se suavizan en la belleza más cumplida. Domina en su conjunto un sentimiento exquisito de armonía, que la presenta cual modelo de proporción y gracia; por lo cual, todavía no dueños de nosotros mismos ni dominando su plan, a un tiempo nos sentimos embargados por su severidad y saboreamos su elegancia. Al fin los ojos se habitúan a deslindar sus perfiles limpios, pronunciados, enérgicos; las líneas se van revelando más y más; y cuando se las conoce como son, claras, proporcionadas y estrechamente unidas entre sí, entonces las formas generales se dibujan bien y distintamente. Su forma intrínseca se deja gozar una y entera; tipo de la pureza gótica, existe, se desarrolla y se ornamenta por medio de grandes líneas, hijas todas de un plan, o mejor de una idea madre. Rectas la mayor parte o con fuerte tendencia a la recta, comunican a la obra entereza y sencillez; las molduras que las subdividen o guarnecen no pueden ser más simples y espontáneas, ajenas a toda complicación de artificiosos contrastes; faltan totalmente las formas ondulantes, que corrumpiendo la recta señalan casi siempre la decadencia artística; y si las ojivas encorvan líneas muy extendidas y visibles, parece que estas huyen de la curva cuanto pueden, y altas e impetuosas suben con ansia a reunirse en ángulo agudísimo. Todo atestigua el mejor período de la arquitectura ojival, aquel en que, desde principios del siglo XIII hasta fines del XIV, la planta gótica brotó completa y original en todas partes, y ostentando rigurosa pureza en sus formas reclamó un lugar espléndido entre las creaciones típicas del espíritu. Por esto la escultura no la ahoga ni esclaviza, cual desde fines del siglo XIV y mayormente en el XV comenzó a señorear en los muros de las fábricas: como ornamentación de lujo apenas tiene aquí cabida; la idea matriz ya le destinó las superficies que su cincel debía suavizar con boceles, repartir en calados, rellenar de relieves; que es decir, el ornato nace directamente de las entrañas de la obra, es parte constitutiva de ella como las flores lo son de la planta (248). Ni hablando en rigor este templo necesita de la escultura, pues el existe en virtud de su propia ornamentación, que en aquel período era la única realización de la idea, o mejor dicho, la concepción artística. Si algunas de las puertas hacen alarde de los trabajos de aquel ramo del Arte, atribúyase a los tiempos posteriores en que éste tendía a separarse de su tronco, tapándolo más de cada día con su frondosidad, reclamando para sí toda la atención, y posponiendo la dirección y la firmeza y unidad del todo a la abundancia y menudeo de sus hojas. Pero no porque falte aquí la escultura de ornamentación puede a este interior notarsele de pobreza, al contrario: no hay una sola de sus partes constitutivas que no se ofrezca cuajada de largas molduras, no hay una de sus grandes masas que no se disminuya a la vista dividiendose por medio de calados o boceles; las aristas cruzan en todas sus direcciones principales, con lo cual su forma resaltando limpísima y segura, debe su magnífica riqueza a lo mismo que la constituye.

     La nave central remata en semicírculo prolongado o ábside, donde está el altar; las laterales, más estrechas y no muy inferiores en altura, detrás del ábside o presbiterio se reúnen también en semicírculo, fuera de ellas corre a entrambos lados una línea de capillas que asimismo da vuelta al presbiterio. Antes de llegar a éste, a una y otra parte se interrumpen las capillas, y en el espacio que ocuparían dos de ellas se tiende una arcada profunda y de anchura igual a las principales de la nave mayor, y al fondo de ella se abre una de las dos puertas laterales: con esto, resaltando esta gran línea transversal que rompe las de las capillas, marca en la planta general una especie de crucero. Al menos si se considera como parte la más constitutiva de la iglesia la nave mayor, la línea que va de puerta a puerta lateral casi igualándola en anchura tiene apariencia de cortarla transversalmente.

     Veinte pilares separan en todo el circuito del templo estas tres naves, los diez correspondientes al ábside del presbiterio, los otros diez al resto de la fábrica. De cada pilar parten cuatro arcadas principales: la que corta transversal mente la nave mayor, las dos que a uno y otro lado del pilar lo enlazan con los demás y sirven de comunicación entre las naves, y la que también corta transversalmente la nave lateral contigua. La primera y la última son ojivales y elegantes, y en particular aquella arranca a reunir sus dos curvas con una esbeltez y osadía que encierran todo el espíritu de la arquitectura que las engendró. Los ojos, apenas hemos medido rápidamente la extensión del templo, se sienten fascinados por ese arranque de la nave central, y el vértice de sus agudas ojivas los trae de continuo levantados cual centro y fin de toda la obra. Place olvidarse de la tierra sobre que afirmamos la planta, place elevarse en espíritu y seguir el vuelo de las líneas, mientras el corazón palpita apresurado y la frente se colora con el fuego del entusiasmo. �Cuán altas, cuán ligeras, cuán bellamente místicas! �Por qué contrastan tanto con ellas las arcadas de comunicación que van de pilar a pilar en toda la longitud del templo? El semicírculo se despliega en ellas con la plenitud de su majestad, y robusto como los mismos pilares señala enérgicamente su oficio de sostener el muro del remate de la nave mayor y de dividirla de las laterales. En su curva tan completa hay cierta pompa y nobleza, que si ciertamente no atraen desde el principio con mágico embeleso cual las arcadas ojivales susodichas, satisfacen el ánimo por su magnífica proporción, apacientan agradablemente los ojos, y quizás templan la impresión delicada de aquellas. Es en verdad muy para admirado como su trabajada curva presenta aunadas la gallardía y la majestad, la riqueza y la fuerza en la proporción más acabada: ello es que una vez contemplados, esos arcos ya de continuo se vienen a los ojos a la par de aquellas ojivas, y en todas partes destacan cual una de las ideas culminantes del concepto general. Entonces un recuerdo de la fenecida arquitectura romano-bizantina cruza por la imaginación: �duraba su memoria o su tradición cuando se comenzó esa fábrica? �o el concepto general reclamó esa forma semicircular? Pronto satisfaremos a estas dudas cuando lleguemos al punto generador de la concepción, mas el efecto inmediato de esos semicírculos empareja en el ánimo la idea del gótico y del romano-bizantino. No cual en los monumentos de la transición el semicírculo señorea y la ojiva asoma tímida y gruesa en las arcadas de comunicación: aquí la ojiva reina espléndida y levantada en todas las bóvedas; coronación de la obra, centro de la idea, manifestación de la tendencia del nuevo género, su espíritu y carácter, ella sube a dominar excelsa y airosa con líneas atrevidas y delicadas; el semicírculo, robusto y macizo, es oprimido por el peso de las paredes, excluido del lugar culminante, y postergado a aquella que lo mira desde su elevada cúspide. Pero ningún choque se engendra del amalgama de ambas formas: las proporciones armoniosas del semicírculo lo hermanan suavemente con el arrojo de las ojivas, y su misma robustez se disfraza y atempera por medio de los numerosos boceles que subdividen sus íntrados. Las ideas brotan con fuerza al contacto de esa armonía: la alianza de la religión y de la libertad, vida de los pueblos nuevos de Europa, centellea a través de esas formas; la iglesia, hasta entonces dique de la barbarie y centro de reorganización, apeando el edificio social; la ciudadanía estribando en la iglesia con unión tan íntima, que sin abandonar ni falsear su base se fuese emancipando de toda servidumbre, y a la sombra de los santos tutelares se constituyesen los comunes y se rigiesen a sí propios; en fin, la nueva era en que el genio de los pueblos modernos adquiría concentración, forma y actividad. -Sobre las arcadas semicirculares se levanta un lienzo solido de muro en toda la nave central; en su parte superior corre una ligera galería de delgadas columnitas y ojivas apeada por una faja o cornisa de arquitos semicirculares resaltados de la pared como en las fábricas romano-bizantinas. Sobre esta galería y perpendicular al centro de la arcada y por lo mismo correspondiente al centro de cada bóveda se abre una ventana circular o rosetón con algunos calados.

     De repente, al llegar a los pies de la iglesia, la nave central queda interrumpida: los dos primeros pilares al entrar son mucho más gruesos que los demás, y ciertamente comparecerían pesados, si las arcadas semicirculares que los enlazan con los contrafuertes de la pared del frontis no excediesen a las otras en anchura, y si encima de ellas en vez de bóveda no subiese a mayor altura una construcción octágona a manera de cimborio o linterna. Siendo pues semicirculares los dos arcos de los lados, también ha de verse esta configuración en los otros dos que cruzando sobre la nave central han de recibir este cimborio y junto con aquellos componer los cuatro torales; por lo cual, desde cualquier punto de la nave, resalta aquel semicírculo que al fondo la atraviesa por el centro e interrumpe la vista que iba siguiendo la serie de las ojivas de la bóveda. El arquitecto, ya que conoció que en cierto modo rompía en este remate la unidad del plan, no alteró el primer pensamiento del edificio concebido en el ábside y desde ella desarrollado, sino que lo cerró y redondeó en esta misma arcada semicircular como continuación y enlace mutuo de las de entrambos lados de toda la iglesia, y sobre ella asimismo hizo correr por el centro la galería que guarnece lo alto de las paredes de la nave. Esta arcada y esta galería transversales, que hieren en el extremo los ojos de quien los contempla desde el presbiterio, dicen terminantemente que la nave remata allí, y que el espacio restante hasta la puerta es otra construcción de distinto carácter por el oficio distinto a que fue destinada: un cuerpo grandioso, independiente en parte, bien que estrechamente unido al todo, el cual a guisa de vestíbulo impone con su pompa y robustez a cuantos entran. Y tan atinado anduvo el artífice al concebir esta conclusión de la fábrica, que su efecto se hermana con el que el ábside produjo. Naturalmente desde el semicírculo que atraviesa sobre la nave central hasta el vértice de la elegante ojiva, que como las demás sube desde los mismos dos pilares a recibir el techo, queda un grande espacio; y parte de él lo ocupa la galería, y en el resto se despliega un calado sencillo y grandioso. Y como en la parte opuesta, esto es, en todo el interior del cimborio, corre a una altura un tanto mayor otra galería, todo este espacio queda perforado e inundado de luz (249); y sosteniendose al parecer colgado en el aire, los ojos apenas reparan que la serie de las ojivas centrales ha sido cortada, como sin duda lo notarían con ofensa suya si este espacio quedase macizo. Aquí se patentiza el triunfo de la ojiva simbolizado en todo el plan del templo: el semicírculo no sirve ya de separar las naves en su extensión longitudinal, sino que se encorva magnífico y más alto transversalmente de pilar a pilar por el centro de la mayor; más cuánto él es más visible, tanto más espiritual y espléndida aparece en lo alto la ojiva, graciosamente reclinada sobre el gran calado que se dibuja en fondo luminoso y el cual a su turno carga sobre la elegante galería abierta encima del semicírculo. Es este arco un noble sostén de aquella, y con su mayor anchura y elevación, con su majestad, con los grandes relieves de sus enjutas justifica el lugar preferente que ocupa; postrer esplendor de la pureza del género ojival, que detrás de él ya comienza a manifestarse más repartida en detalles; testimonio del sentimiento acrisolado del maestro último de esa fábrica, quien no osando amalgamar su obra ya algo distinta al plan anterior, prefirió dejarlo cerrado y completo y establecer entre uno y otra una separación que al mismo tiempo los enlazase. Los ocho lados del interior del cimborio se forman por medio de cuatro arcos rebajados o grandes curvas, que se tienden delante de cada ángulo donde se reúnen dos arcos torales: el hueco que debajo de aquellos queda, está labrado cual una pequeña y fuerte bóveda y equivale a la pechina. Luego, sobre una hermosa faja de relieves ábrese una alta y airosa galería, que, si es cierto se destinó para recibir la luz de anchas ventanas abiertas en cada lado, hubiera valido a este ingreso un efecto magnífico compareciendo aérea cual brillante corona. Contemplada desde la nave central, la impresión hubiera sido colmada, como se le hubieran unido los calados de la ventana de encima la puerta y los de la baranda preciosa que allí guarnece el ándito de encima las capillas.

     En las naves laterales, el espacio comprendido entre los contrafuertes que corresponden a los pilares encierra dos capillas de elegante bóveda interior y alta ojiva en su ingreso: esa línea de arcos apuntados que circuye todo el templo hasta un tercio de su altura, disminuye a la vista la parte sólida de las paredes, y hermanándose con las restantes ojivas apóyalas en los lados para preparar y completar su efecto. Al fondo de cada capilla se abre una ventana estrecha y alta, hoy tapiada en casi todas u oculta detrás de los altares churriguerescos o del insípido gusto académico: delirio inconcebible de los que no supieron ver que la primorosa ábside poligonal formada por la bóveda de cada capilla, no reclamaba sino el ara y un retablo modesto y muy bajo (250). Encima de las capillas corre un ándito por medio de una abertura o puerta practicada en lo sólido del estribo que corresponde a los pilares y resiste el empuje de las arcadas transversales. Esto da lugar a que arriba se forme otra bóveda aunque pequeña; y compareciendo retirado el muro exterior que cierra los lados de la iglesia entre cada dos estribos, resalta más brillante la alta y rasgada ventana ojival que aligera el centro de aquella masa. Pero este ándito no llega sino hasta las dos puertas laterales: en la curva del presbiterio el muro exterior se levanta inmediatamente sobre la ojiva de las capillas. El efecto de esto es doble: primeramente las naves o el cuerpo de la iglesia aparecen en el plan más anchas; después las capillas del ábside resaltando afuera, ocasionan una combinación bella, característica de esa arquitectura y de esa parte de las fábricas. Parecen trazar una corona en torno del presbiterio, o son como los rayos que del centro de esa corona se difunden a todas partes.

     Así se forma aquel exterior del ábside que es un modelo perfecto de principios del siglo XIII y describiremos en su lugar: el examen del interior demuestra con claridad cuál haya de ser la construcción de afuera; y puesto que de la forma general venimos a explanar nuestras observaciones sobre las partes dominantes, también podemos pedir al mismo interior del presbiterio la demostración de la idea de toda la fábrica y su efecto más poderoso. El semicírculo formado por los diez pilares prolóngase en recta a entrambos lados. Los dos pilares primeros son un tanto menos gruesos que los de las naves, y ya tienen base distinta y más alta y mucho menos intercolumnio; bien que lo mismo que ellos apean transversal mente una arcada ojival que parte término entre la nave mayor y el presbiterio. Los ocho restantes, los cuales trazan el semicírculo entero, son más delgados, y aun estrechan más el intercolumnio que es allí de escasa abertura; y como el suelo del presbiterio está levantado de algunos palmos, asimismo sus bases se apoyan sobre un alto zócalo corrido al nivel de aquel piso. �Con qué airosidad cargan sobre él aquellos delgados fustes que componen un templete suntuoso! �Qué efecto el de tantas columnas elevadas y ligeras, agrupadas en tan corto espacio y trazando aquella magnífica curva! �Y cómo este efecto crece cuando estas masas, ya ligeras de suyo, acaban de perder todo aspecto de solidez por medio de los boceles y profundas estrías que las sulcan y las presentan cual obras cinceladas! Los ojos siguen la dirección resuelta de esas bien perfiladas molduras cilíndricas y angulosas; y arriba, donde correspondería el arranque del arco semicircular, sobre el capitel continúan las líneas rectas, y la curva no se tiende hasta que se halla su exacta proporción sobre tan estrecho intercolumnio.

     Así también las fábricas árabes solieron prolongar en línea vertical sobre los capiteles los arranques de las arcadas, que a favor de esta combinación tomaron un vuelo ligerísimo y osado. Parece que el arquitecto trazó en su mente el semicírculo completo, y cual si manejase un cuerpo flexible, no alteró el segmento central, sino que con entrambas manos doblegó los lados restantes y los forzó a aproximarse en líneas rectas paralelas. Ello es que la curva que trazan estas arcadas no forma sino un segmento del semicírculo; y con tales proporciones cruza del uno al otro pilar, que la imaginación adivina su dirección y se figura el semicírculo completo que le correspondería. Esta combinación está ejecutada con tacto tan exquisito, que el vuelo del espíritu se remonta con placer a esas estrechas y raras arcadas, cuyo sólido se disfraza igualmente con boceles numerosos. Ese grupo de arcos es sin disputa la parte del templo que más cautiva la atención. Bien es verdad que la disposición del resto del ábside es la más propia para secundar su efecto: de los capiteles arrancan hacia el interior del presbiterio mitades de ojiva o grandes curvas, muy salientes y cubiertas de molduras como las de la nave mayor; ascienden espesas y apiñadas a reunirse en una clave común, y presentan a la vista un espléndido grupo de lineamientos que con indecible gracia y pompa desde un mismo centro alrededor se desparraman. El cuarto de esfera o la concha bizantina jamás produjo el efecto aéreo de semejante agrupamiento: dijérase que una mano concentra en la clave todos los hilos de aquella magnífica obra y los envía a irradiar en torno, a entretejerse en formas riquísimas, y a engendrar cada cual una parte muy destacada e independiente de la construcción general. El sólido de la bóveda, siguiendo la dirección de esas curvas o grandes aristas, forma sobre cada una de ellas dos lados en declive, los cuales en cada luneto o compartición se reúnen en ángulo. Así desde encima de los arcos que unen los pilares hasta aquel sólido de la bóveda, queda un lienzo de muro, que el artífice disminuyó primero con la galería que dijimos corre al rededor de toda la nave central, y luego con los rosetones que también en el resto de ella continúan. Pero una y otros cobran aquí cierto encanto que en vano se busca en las demás partes: la galería, interrumpida a trechos tan cortos por las curvas de la bóveda, tiene semejanza de airosas ventanas y acaba de introducir variedad en tanta riqueza de líneas; los rosetones, que en la nave se abren cada uno en el ancho lienzo de pared comprendido dentro de cada arcada longitudinal, aquí vienen apiñados, armonizados con las curvas que a sus lados se tienden, marcando con claridad el remate de cada compartición o luneto de bóveda de la cual parecen nacer, semejantes a otras tantas encendidas rosas que ensanchan sus pintados cálices en el extremo de los ramos que las engendran. El segundo semicírculo o ábside donde las naves laterales se reúnen detrás del presbiterio, completa este efecto: las capillas vacían lo macizo del muro exterior; las altas y esbeltísimas ventanas quitan toda pesadez al resto de la pared que carga inmediatamente sobre las capillas; y arriba las arcadas ojivales, correspondiendo a las curvas que en el ábside del presbiterio parten de la clave central, suben agudas y espesas a marcar y continuar aquella bellísima irradiación. Es ésta la porción más completa del templo, como edificada durante el mejor período de la arquitectura cristiana y el mayor vigor de la fe. En medio de las delgadísimas columnitas y calados que dividen su abertura, todas sus ventanas hacen ostentación de vidrieras pintadas brillantísimas, y de un color el más armonioso cual pueda haberlas creado el arte gótico. Parece que los estribos, que desde el pavimento suben a separar a ellas y a las capillas, no son sino el marco de esas ricas vidrieras que trepan toda la pared y la convierten en un gran cuerpo vaciado en todo aquel ábside. La luz, que sin las vidrieras inundaría clarísima el interior, entra ahora templada y con mil visos y reflejos, bastante a que se distinga bien cuánto en el presbiterio se practica, mas sin que ni un solo rayo del sol pueda robar al edificio el misterio de sus formas (251). Mientras esa línea de ventanas resplandecientes chispea con tantos matices encima de las capillas, éstas quedan abajo un tanto sombreadas; y la luz bajando a iluminar el presbiterio, tiene que atravesar los intercolumnios de aquel denso semicírculo de pilares a los cuales circunda como una gasa inmensa. De este modo los pilares destacan más perfilados y enérgicos desde la nave central, y el conjunto del ábside álzase en el testero de la iglesia como un gran dosel aéreo, abierto e iluminado por todas partes, digno de cobijar el ara donde se ofrece el sacrificio divino (252) Hasta los rosetones contribuyen a este efecto sublime; colocados en lo alto y debajo de la ojiva que cada compartición de la bóveda forma, su luz baja oblicuamente a herir los ojos del que está en la nave; y cuánto más vivo es su reflejo, que a veces se dibuja en el pavimento pisado por los fieles, tanto más suave y místico es el velo vaporoso en que envuelven las formas que no iluminan de lleno por tenerlas inmediatamente debajo, esto es, los pilares, las arcadas y la galería. Otras catedrales vencen a ésta en la riqueza de los detalles; sus bóvedas y sus ábsides se atavían con toda la magnificencia de los colgadizos; sus galerías se multiplican; las estatuas realzan los pilares, y los doseletes con pináculo se sostienen como en el aire; más dudamos que ninguna venza a la de Barcelona en la combinación de su ábside, en esa pureza, magnificencia y unidad de lineamientos, en esas proporciones tan delicadas y armoniosas, en ese efecto de luz y sombra que añade no se qué prestigio y como una aureola dorada al lugar donde se inmola el cordero sin mancilla. Este recinto no sólo es la porción más completa del edificio; además contiene el germen de toda su idea, el principio en que ha de estribar el pensamiento general de la obra.

     Tres hermosas y complicadísimas arañas de cobre elévanse en línea recta hasta el altar: al verlas, dijérase que son obra del siglo XV, de lo mejor que cincelaron aquellos artífices; tanta es la profusión de sus adornos y prolijidad y minuciosidad de sus labores, que no se puede juzgar de su mérito y efecto sino subiendo hasta su altura para gozarlos de cerca. Y no obstante hízolas en 1784 y 85 Francisco Durán, vecino de Barcelona (253). Extraño es por cierto y digno de alabanza que en nuestros tiempos se haya construido para un edificio gótico un adorno gótico también; y ojalá que en otras ocasiones y circunstancias otros cabildos y otros artistas hubiesen procedido de la misma manera.

     Las dos lindas rejas del presbiterio levántanse góticas y esbeltas, y en medio de ellas vese la parte superior de la entrada a la capilla subterránea de Santa Eulalia. Bosquéjase detrás el altar mayor, y a la izquierda, por el lado del órgano divísanse algunas de las capillas que guarnecen la curva donde se reúnen las dos naves laterales detrás del presbiterio.

     Y si descendiendo de nuestro punto de observación, -de cerca la silla del obispo,-nos encaminamos hacia la capilla de Santa Eulalia; al levantar la vista, se nos aparecen siete caladas cúspides, digno remate del magnífico y acabado altar mayor. �Cuánta delicadeza, cuánto primor en sus labores! Aquellas esbeltas puntas parece que se sostienen en el aire, como si fuesen una misteriosa y espiritual corona del tabernáculo. �Quién construyó este altar? -He aquí otra de las muchas dificultades que el descuido o quizá la modestia y buena fe de nuestros antepasados no nos permiten orillar. Los antiguos dietarios y memorias sólo conservan la época en que se hizo y el nombre del Obispo D. Juan Dimas Loris que lo pagó, cuyas armas vense a uno y otro de sus lados. Empezóse por agosto de 1593, descubrióse a 3 de mayo de 1596, concluido ya y dorado, y consagróse a 5 de setiembre de 1599.

     Dijimos que la modestia o buena fe de nuestros antepasados tal vez era uno de los motivos por que ignoramos hoy día los nombres de los eminentes autores de muchas obras de aquellos tiempos. Y efectivamente confirmase esta suposición al observar que, desde el Renacimiento hasta nuestros días, toda obra, todo cuadro, toda imagen, ora sea original, ora copia, confusa imitación, ya griega, ya romana, ya romano-griega, pura o barroca, contiene el nombre de su autor, si es que no se halla celebrado en cartas, juicios críticos y producciones literarias de su época. No se crea que no aprobemos esta costumbre, a la cual debemos la aclaración de muchas cuestiones o dudas artísticas; pero �por qué ha de constar, por ejemplo, que a principios del siglo XVII Gaspar Bruell hizo las dos columnas que sostienen dos ángeles, delante del altar mayor (254)  (255), y quedar quizás para siempre sepultado en olvido el distinguido artífice que hizo éste, que dio a la palma aquella forma sagrada y primorosa? Creemos que todo el que sepa concebir y disfrutar el efecto, lo aéreo, la religiosidad de tan bella obra, sentirá con nosotros no poder llamar por su nombre al bueno y piadoso artista que la esculpió.

     Es tanta la ligereza de aquellas puntas, tanta la limpieza con que brillan entre las columnas del ábside, que parece que apenas impiden distinguir los objetos colocados detrás, al extremo de ésta. Sus sutiles calados déjanse fácil y amorosamente atravesar por la luz que suave y debilitada baja de las tres redondas y elevadas ventanas que, colocadas en el remate de la iglesia, están espiando el ancho portal situado a su frente al otro extremo.

     Debajo del presbiterio numerosas y ricas lámparas arden continuamente delante del sepulcro de Santa Eulalia. Bájase a su capilla por veinte gradas hasta el frontis, donde está la reja, y pasada ésta encuéntranse otras cinco. Íbase edificando en 1334 por Jaime Fabré, entonces arquitecto de la Iglesia, y el autor de la de Dominicos de Palma de Mallorca dejó en ella huellas duraderas de su gusto e ingenio. Algo más elevado que el piso vese a uno y otro lado una especie de coro, al paso que sigue toda la pared una especie de tribuna labrada en el grueso de los muros. Los restos de la Virgen y Mártir Barcelonesa yacen en una urna o arca de alabastro, por todas partes trabajada en medios relieves (256). En su extremo que mira hacia la epístola figuran estos la Santa espirando en la cruz; y en el otro de la parte del evangelio vésela cuando sola, guiada por su virtud y animada por la pura llama que siente en su corazón, parte en busca del martirio. Tres particiones dividen el lado que sirve de frontis: en la primera la animosa doncella cristiana reprehende al orgulloso Prefecto, en la segunda sufre resignada los azotes, y en la tercera, colgada en la cruz, los verdugos rasgan sus virginales carnes. Asimismo el lado que forma la espalda está repartido en tres cuadros: en el primero Frodoino, el clero y el pueblo buscan el cuerpo de la Santa, en el segundo lo llevan en procesión, y en el tercero lo colocan en el templo. La cubierta consta de cuatro planos inclinados; en el de delante figúrase la segunda traslación del santo cuerpo, en el de la espalda los ángeles elevan su alma al cielo, y una inscripción sepulcral, demasiado larga para este lugar y que contiene circunstancias que explicaremos después, corre los cuatro ángulos de la cubierta y de la base (257).

     Sostienen el arca ocho columnas de hermoso mármol jaspeado, con capiteles en apariencia corintios; pero casi todas son desiguales en altura, sin base, y salomónicas. Sólo dos tienen por zócalo o pedestal algunos fragmentos muy antiguos; de modo que, al ver la desproporción de las demás, cualquiera conocerá que no se hicieron a propósito para aquel lugar, sino que, habiendo pertenecido a algún edificio antiguo, tuvieron que cortarlas después para acomodarlas a la altura que les convenía. La variedad de sus detalles, su forma y su trabajo los califican de bizantinos, quizás ruinas de la catedral antigua.

     Al salir de esta capilla subterránea, al sentar el pie en el último escalón, la iglesia despliega ante nosotros tal vez uno de sus cuadros más ricos. �Bella propiedad y naturaleza de las fábricas de aquellos tiempos, la de revelar sus formas internas con lentitud y misterio, dejándose gozar por partes y ofreciendo en cada goce nuevos y ocultos atractivos! Después de visto una vez un blanqueado y peripuesto edificio de nuestros días, �quién recibe otras sensaciones diferentes, quién encuentra variedad de objetos, de ideas si se quiere, al volverlo a visitar? �Pero cuál es el hombre que saboreó de una vez sola todas las delicadezas de una grandiosa catedral gótica? Aunque esté patente a todos, sin embargo no todos la saben gozar, pues oculta sus más deliciosos encantos con un velo que sólo pueden penetrar los ojos del espíritu. Misteriosa, profunda, al principio sólo nos manifiesta su conjunto, su todo; luego va compartiendo éste todo en conjuntos particulares, los cruza con efectos de luz, anímalos con pintadas ventanas, sombréalos con hondas bóvedas; y cuando el alma deliciosamente se ha refrigerado con ese manjar espiritual, si así puede decirse, cuando la hemos contemplado en todos sus lados, en todos sus aspectos, sorpréndenos con la infinita variedad de sus detalles, hácenos parar delante de cada fachada, nos sonríe con sus arabescos, nos entristece con sus sepulcros, llama al órgano o a la orquesta en su auxilio, hínchese de armonía, recógela en sus altas galerías, y con estrepitosos alaridos, ya de placer, ya de indignación, ya de humildad, ya de ternura, según es el tono de la música, derrámala sobre nuestras cabezas y nos inunda con ella, hasta que finalmente nos vence en esa lucha desigual; y al cantar su victoria ostenta la última y no menor de sus riquezas, sacude sus campanarios cuyos alegres o majestuosos sones estallan armónicamente en el aire y parece que con su trémula vibración anima las gárgolas, perros, serpientes, grifos y tarascas que abren sus fauces en lo alto.

     Volviendo, pues, a anudar el roto hilo de nuestra relación, al dejar atrás la capilla de Santa Eulalia, sorpréndenos la Catedral con un conjunto particular quizás no el menos bello de cuántos pueda ofrecer. Ante nosotros tiéndense en toda su majestad y pompa las tres anchas naves. La principal o la del centro muéstranos su espacioso y magnífico coro, cuyos adornos en su mayor parte son ciertamente dignos de que los estudien y contemplen los artistas de nuestra época. A su derecha, en primer plan, adelántase su rico y bien trabajado púlpito, cuya escalera, colocada a la otra parte, en nada le cede, si no le aventaja, en primor y delicadeza. Pero lo que mayormente constituye la belleza de esta parte de la nave es aquella especie de doseles de madera, aquellas cúspides minuciosa y delicadamente labradas, que cobijan las sillas de la grada superior, y que esculpió en 1483 Miguel Loquer, ayudado de su discípulo, Juan Frederic (258). Aquellos buenos artífices alemanes dejaron con olas en Barcelona un monumento que recordará sus nombres mientras arda un corazón amante de lo que es bello. Aunque de ningún modo pueden ponerse en cotejo con aquellas las sillas, sin embargo, por su solidez y magnificencia a la par que elegancia, debemos mencionar el nombre de Matías Bonafé, que las construía en 1457 (259).

     Y luego, si queremos animar aquel cuadro, trasladémonos a 5 de marzo de 1519, época en que el emperador Carlos V, entonces solamente Rey de España, celebró en nuestra Catedral capítulo general de la orden del toisón de oro. Figurémonos aquella escena, cuyos vivos y variados colores con tanta belleza resaltarían sobre las cenicientas paredes de la Iglesia: llenémosla de un inquieto mar de plumas; pongamos los trajes más exquisitos y variados, derramemos en su superficie el oro, la púrpura, el brocado, el terciopelo, los diamantes. -Resplandecen allí, sentados en las sillas del coro ricamente adornado de terciopelo carmesí Reyes, Príncipes y Barones, que acudieron de todos los países de la Europa a la voz del Sol de España, del después vencedor en la batalla de Pavía. Al lado de la gravedad alemana luce la gala y cortesanía meridional, mientras los blondos rizos y blanca y matizada faz del hijo del norte contrastan admirablemente con la severa, morena y bien vaciada testa del caballero español de aquellos siglos. A un lado un trono cubierto de terciopelo negro con dosel de lo mismo representa al difunto emperador Maximiliano I. Y sobre todo aquel esplendor, sobre tantas riquezas, tantas coronas, tantos nobles blasones, brilla el León de España en su rico solio de brocado, como brilla el Sol naciente entre bermejas o doradas nubes y encendidas ráfagas de lumbre. La Iglesia osténtase también adornada en obsequio de su rey, y las venerables paredes desaparecen bajo los ricos paños y preciosas colgaduras que las visten. Las naves laterales murmullan con el inmenso gentío que las llena, si es que desde los ánditos numerosas damas y caballeros no están mirando la regia ceremonia. Continúa en tanto la fiesta, y adelántanse a recibir el augusto collar de la orden Cristerno, rey de Dinamarca, y Sagismundo, rey de Polonia. Tras ellos vienen a ser inscritos en las listas de aquella caballería la flor de los guerreros de España, y lo más distinguido que en armas o blasones contienen las cortes extranjeras. Don Fadrique de Toledo, Duque de Alba, don Diego Pacheco, Duque de Escalona, don Diego Hurtado de Mendoza, Duque del Infantazgo, don Íñigo Fernández de Velasco, Duque de Frías y Condestable de Castilla, don Álvaro de Zúñiga, Duque de Béjar, don Antonio Manrique, Duque de Nájara, don Fadrique Henríquez, Almirante de Castilla, don Fernando Folch, Duque de Cardona, el príncipe de Visiñano, del reino de Nápoles, don Esteban Álvarez Osorio, marqués de Astorga, Pedro Antonio, Duque de Saint-Mayr, Adriano Croy, Señor de Beauraing, Jacobo de Luzimburgo, Conde de Gaure, Filiberto de Chalón, Príncipe de Orange (260), desde aquel día añadirán a sus timbres el dorado collar de tan augusta orden. -Y entonces al estampido de la artillería que estalla en los baluartes, al armónico fragor de las músicas del interior y redoble de los parches del exterior del santuario, a aquella mezcla de lujo y resplandor, movimiento y majestad añadamos la faja exterior, el zumbido del pueblo, cien mil trajes no menos variados y tan ricos en conjunto como los de los magnates; escuchemos aquellos cien mil ecos que retumban en las bóvedas de la nave, aquellos cien mil vivas que se levantan al aparecer el hombre que presidía a nuestra época más gloriosa, y que se pierden a lo lejos con el objeto que los excitaba.

     Pero aquellos nobles y esforzados caballeros, que en todas partes sembraron recuerdos del arrojo español, ya no existen; pasó su época, y las afiligranadas cúpulas del coro sólo cobijan sus escudos que largos siglos aún resplandecerán pintados encima del respaldo de las sillas.

     Ábrense en las naves laterales numerosas capillas, pero oscuras y embrolladas en sus adornos la mayor parte. �Por qué se cerraron las ventanas que les daban luz? �por qué desaparecieron los pintados vidrios? �Cuál fue el escultor que las atestó de aquellas extravagancias y ridiculeces en forma de altares (261)? Quizás tengan su mérito particular, porque todo puede tenerlo si sólo se mide con el compás de los fríos preceptos, mas �a quién no choca aquel borrón en medio de la tersura de lo demás? �aquellas punzadas curvas, aquellos pesados y rechonchos juegos de rollos al lado de los ligeros ángulos y de la gracia de los arcos? Las revoluciones han atacado los edificios antiguos en su total, imparcialmente; llevados los hombres de su espantoso delirio, han derribado por derribar, delito enorme que sólo puede excusar en común la ceguedad y fiebre que a todos comunican las luchas de partidos; pero algunos artífices de nuestros días los han embestido con gravedad y sangre fría, su diploma y condecoraciones a un lado y sus libros y dibujos al otro. Han derribado para corregir lo antiguo, lo venerable con la frialdad, extravagancia y contraste de carácter de sus obras: han mandado y dirigido frecuentes amputaciones en las pobres catedrales, sin respeto a aquellos buenos Prelados que en ellas yacen, que dieron sus rentas para construirlas, sin respeto a los Reyes y magnates que las fundaron, sin respeto a aquellos oscuros y para siempre olvidados Arquitectos góticos, que nunca tuvieron diploma ni decoraciones, y sin embargo, con el entusiasmo en su cabeza y la fe en su corazón, levantaron sobre el suelo del orbe cristiano profundas inspiraciones, monumentos que son las más bellas páginas del cristianismo (262). No que no respetemos como el que más la pureza y elegancia del renacimiento en su primera época, -pero una puerta moderna, un cuerpo cualquiera pegado recientemente a otro antiguo, aunque sea de orden corintio, aunque sus elegantes columnas de mármol se parezcan a airosas y bien contorneadas palmas, aunque las hojas de acanto de sus capiteles palpiten tan tiernamente entalladas que dude la vista si se mueven o no al impulso del aire, siempre afea el total del edificio, porque ataca su lógica, porque es ajeno de su carácter, destruye el símbolo, trunca la inspiración expresada en el todo y en cada parte de la fábrica: es un dorado y descubierto capacete griego o, romano en la cabeza de un ataviado y gracioso doncel del siglo XV. Y gracias aun si en sus detalles no figuran asuntos mitológicos, si hombres que se titulan cristianos no simbolizan su religión con misterios de los gentiles; gracias en fin si no reina desnudez en sus figuras si no se ven niños regordetes, sátiros deshonestos, lascivas sirenas, desnudo y levantado su seno, ultima vergüenza del arte reducido a materia, que se desvió ya de su objeto primitivo, -la dignidad del género humano, la elevación del alma a la perfección posible, -adelanto en la forma, pero decadencia en el concepto, obra convertida en tipo material, dirigida únicamente a los sentidos, desterrado de ella en todas sus partes el espíritu. Mas como por desgracia nuestra Catedral no es la única que pueda lamentarse de las correcciones que el buen gusto hizo en su recinto, dejamos muchas de nuestras reflexiones para otro lugar, donde podamos extenderlas sin temor de incurrir en la nota de pesados e incongruentes.

     Construíase la parte del trascoro en 1420, a expensas del Obispo Sapera (263); y en verdad, al contemplar la magnificencia de aquella entrada del edificio, desde la puerta hasta el frontis del coro, la gracia, aire y majestad del arco toral que carga sobre los dos primeros pilares, la hermosa balaustrada de encaje que orla el corredor de encima del portal y capillas de sus lados, dudamos si debemos agradecerlo con preferencia al maestro u arquitecto de la Iglesia, o al piadoso Prelado que con el sacrificio de sus rentas acabó el interior de una de las no menos bellas páginas del arte cristiano en España. Sus armas vense a la derecha del que entra, al lado de la puerta principal, cuyo arco en el centro sostiene una cabeza con mitra que, según es fama, representa aquel digno Patriarca. Pero �dónde han ido a parar sus restos mortales? Después de haber estado en varios puestos del edificio, descansan por fin en un rincón de un aposento del corredor o ándito que hay sobre las capillas de la nave lateral izquierda. �Cómo en el decurso de tantos siglos no se ha levantado una voz generosa y justa para depositarlos en una tumba cual corresponde a su bienhechor y a uno de sus fundadores? Y si no se quiso o no se pudo erigirle un sepulcro, �por qué al menos no se encerraron sus despojos en una miserable huesa, esculpiendo su nombre y virtudes en una lápida mezquina que los cubriese?-

     El frontis del trascoro es un pequeño cuerpo de arquitectura dórica, en cuyos intercolumnios figuran en bien ejecutados bajo relieves de mármol blanco varios lances de la vida y martirio de Santa Eulalia, y algunas estatuas. Dos columnas corintias guarnecen la puerta que está en el centro, y en los adornos, caprichos, follajes y detalles sembrados por toda la obra campea ingenio a la par que gusto fino y delicado. Es de lo más puro de la época del renacimiento, cuyos principios bebió sin duda con notable ventaja Pedro Vilar natural de Zaragoza, que lo esculpía en 1564 (264) -según la traza y plan que ideó primero Barlolomé Ordoño; pero lo afean cuatro pesados nichos, cuyas estatuas no parece se hicieron a propósito para aquel lugar.

     Al empezar a hablar de los varios y bien labrados sepulcros que contienen algunas capillas, otra vez nos dolemos del descuido de aquellos tiempos que nos precisa a callar los nombres de los artistas que los construyeron. Uno de los más bellos es el de doña Sancha Jiménez de Cabrera, Señora de Noalles, con figura tendida encima, que está en la capilla inmediata a la de San Olaguer. Siguiendo las demás de aquella nave, en el lienzo de pared que media entre la puerta que conduce al claustro y la sacristía, a algunos palmos del suelo, vense dos urnas enteramente iguales de madera cubierta de terciopelo carmesí con el escudo de las barras o armas de Cataluña. La de la derecha contiene los restos del Conde don Ramón Berenguer I el Viejo, y la de la izquierda los de su esposa doña Almodis, ambos bienhechores y fundadores de la antigua Iglesia. En la de San Miguel, hállase otro de pequeñas dimensiones y con figura de obispo echada. Al ver su sencillez, �quién dijera que yace allí el Obispo don Berenguer de Palaciolo o de Palou, caritativo prelado, que durante la cuaresma alimentaba cada día en su palacio ciento veinte y dos pobres, al paso que lo verificaba perpetuamente con doce en el refectorio de la Catedral? �Quién dijera que a aquella mitra más de una vez reemplazó el ferrado casco, que aquellas manos, que ahora empuñan el pacifico báculo, blandieron la poderosa lanza, y bajo aquella capa pontifical latía un corazón guerrero? Hallóse efectivamente en el sitio de Peñíscola, con sesenta caballeros y mucha gente de a pie, en la toma de Mallorca con ciento treinta, en la de Valencia con número igual, adquiriendo en todos grandes riquezas, honores y posesiones (265), y honrado con los laureles que le procuraran su fe y sus victorias, murió por setiembre de 1241. Yace en la capilla del Patrocinio, que antiguamente se llamaba de San Nicolás. El Obispo don Ponce de Gualba, que murió en 1334, y cuyo sepulcro, sencillo y modesto, no ofrece detalle alguno que no sea muy común y regular en las sepulturas góticas.

     Pero la mejor tumba que contiene el recinto de esta iglesia, y que tal vez sólo reconoce rival en la de doña Sancha Jiménez de Cabrera, es la del Obispo D. Ramón Escalas (266) en la capilla de los Inocentes, al lado de la puerta de la Inquisición (267), extremidad del crucero. La figura de grandor algo mayor que el natural, que yace sobre la urna, viste un ropaje tan primorosamente trabajado, que sólo el tacto, por decirlo así, puede discernir si es mármol o si es bordado efectivamente. Alábase en algunos bellos sepulcros modernos el carácter triste y lúgubre de toda la obra, que no se ve desmentido en el más leve de sus detalles, los cuales por todas partes contienen alegorías adecuadas al asunto, o fúnebres guirnaldas de adormideras y mortíferas adelfas. Pero �acaso no valen tanto como todas las alegorías aquellas figuritas que guarnecen las tumbas góticas, aquellas caras contraídas por el dolor, aquellos graves ancianos abismados en la meditación, finalmente aquella expresión de tristura, majestad y reflexión sellada en ellas? El sepulcro de que hablamos es admirable en este particular. Casi en el centro, vese una figura que entristece y da temor, y que a primera vista no se puede calificar de hombre o mujer, de joven o anciano, de espectro o realidad: los anchos pliegues de su vestido, ocultando sus pies y sus manos, sólo presentan una masa grave y severa; únicamente la extremidad de su barba asomando debajo del sombrío capucho que oculta lo demás de su rostro, indica ser un hombre. Otros esconden con su ancha manga toda su cara, y dejan ver sólo dos fruncidas cejas que sombrean sus tristísimos ojos. Nada de desnudez; -toda su belleza consiste en la magnificencia y anchura del ropaje, y en el majestuoso juego de los pliegues.

     Inmediato a esta capilla, encima el portal de la Inquisición hace resonar sus cien trompetas el órgano, que si tuviese que cifrar todo su mérito en la sola forma y no en el sonido, ciertamente ningún lugar ocuparía en el elogio del santuario. Al contemplar aquellas sonoras flautas, al escuchar aquellos dulces y pianos acentos, de cuando en cuando interrumpidos por algún grave bajo, que llenan el silencio y majestad de los actos religiosos, mientras tal vez de repente braman fortísimo todas las trompetas, rodando sus sones con estrépito y algazara, cual si fueran el pueblo que responde; cuando vemos como se estremecen, juegan y crúzanse las consonancias bajo las hábiles manos que ahora pulsan sus teclas; pensamos en tantos pobres organistas que por ellas habrán pasado las suyas, en tantas almas religiosas que, al acompañar los cantos de la Iglesia, se embelesaron quizás a sí mismas con la monotonía armonía que arrancaban al instrumento, y que ahora se encenderían en placer y entusiasmo si pudiesen oír por un instante algunas consonancias, un leve trozo de algún oratorio del príncipe de la armonía, del divino Haydn! Y entre tantos, uno encontrarnos famoso por la tradición y testimonio de sus contemporáneos, que le apellidan gran músico, diciendo en su idioma catalán que:

     �...mols musichs venien de Italia, de Fransa, de tota Spanya y finalment de tot lo rnon abont y havie homens habils de música sols per veurer y provar si los fets del dit canonge Pere Alberth Vila era tant com la fama n' era divulgada per tota la christiandad, y apres com sen anaven deyen que en tot lo mon no hi havie musich que se li pogues igualar y que lo que ell feya en la música era imposible creurerho que no ho vessen, que perventura havie doscents anys que tal habilitat de home no era estada en lo mon, lo qual no sols era habil en la música de tecla, mes encara de tota quanta música se fos inventada fins lo dia present ne sabia la prima y era lo mes habil...

     El buen Pedro Juan Comes, que esto escribía en su Libre de coses assenyalades (268), así lo creería sin duda, llevado de su celo y amor a todo lo que era glorioso para su patria: pero además de sus buenas cualidades como músico, además del mucho amor a su arte que supone el honrarse con la profesión y título de organista, cuando podía envanecerse con el de Reverendo Canónigo; atribúyele Comes algunas otras prendas y condiciones, que son las que más a su favor nos mueven y de que no pueden vanagloriarse quizás muchos artistas de nuestros tiempos. Oigamos lo que con su sencillez acostumbrada dice después el escritor catalán:

     �...y era tanta la sua humilitat per esser lo unich de la música que quis vulla que volgues apendre dell non volia ninguna cosa, lo qual fonch causa que en estas temporadas y ha de molts bons musichs que per sa pobresa no ho foren poguts esser...

     En su vejez, a pesar de sus achaques, a pesar de la dolencia que casi le impedía andar, siempre le vieron solícito y diligente subir al órgano, cuya escalera por cierto no deja de ser pesada y difícil para los que no llevan consigo el peso y enfermedades de los años. Pero la muerte, envidiosa, como dice Juan Comes, de que estuviese entre los hombres sujeto tan hábil, llevósele a mejor vida a 16 de noviembre de 1582, cuando contaba sesenta y cinco años de edad.

     La fachada de la puerta lateral de la Inquisición, no presenta aquella abundancia y delicadeza en los detalles que es el realce de otras partes del edificio; pero su total, su conjunto compensa espléndidamente la falta de aquellos con la majestad que despliega. Al lado y sobre los arcos de la ojiva levántanse tres cuerpecitos de arquitectura, de los cuales el segundo o el de en medio consiste en una galería, si así puede decirse, de estrechos y altos nichos sin las estatuas que regularmente adornan construcciones del mismo estilo. A uno y a otro lado de la puerta, a algunos palmos del suelo, hay dos lápidas que contienen una misma inscripción latina, por la cual aparece la fecha en que se empezó la obra de tan suntuosa fábrica (269). Encima de ellas unos groseros relieves mueven la curiosidad general hace muchos siglos, y la niñez todavía escucha ahora la tradición que representan, �cómo en nuestros primeros años la escuchamos nosotros de la boca de nuestros abuelos que sinceramente la creían! Figuran los de que hablamos una lucha entre un guerrero y un horrible dragón, cuya explicación sufre varias modificaciones según la imaginación o capricho del que la cuenta. Pero cotejadas éstas, parece la más general la siguiente, al paso que es la que más se conforma con lo que representan los relieves: -Al ceder los hijos de Mahoma sus castillos y sus ciudades a la victoriosa espada cristiana, soltaron un enorme y feroz dragón que en un castillo del Vallés, vecino a Barcelona, hasta entonces tuvieran encerrado. Fue general el espanto de los habitantes de aquella comarca, pues el monstruo así arrebataba las reses como cebaba su ferocidad en los infelices pastores. Tanto era su grandor y fuerza que, según es fama, echaba a volar con un buey entre uñas como vuela la más pequeña avecilla cargada con la paja que recogió para construir su nido. Muchos fueron los que, llevados de su amor a sus semejantes y cebados con el aliciente del peligro, tan buscado en aquellos tiempos de gloriosas empresas y aventuras, salieron a combatir con el terrible vestiglo, pero pocos los que regresaron de la lucha. Un día, dice en catalán el buen Menescal (270), al salir de su casa un tal Soler de Vilardell, presentósele de repente un mendigo que por amor de Dios le pidió limosna: dejó Soler en la puerta la espada que entonces empuñaba y subió a su aposento para favorecerle; pero cuando bajó, con gran admiración suya ni encontró al pobre ni su espada, y en su lugar vio otra de grande hermosura. Desenvainóla y parecióle excelente, y para probar si sus buenas calidades eran tantas como prometía su aspecto, dio un corte a un árbol y partió el tronco por en medio. Espantado Vilardell, coligió de este suceso que era aquello cosa milagrosa, y revolviendo en su memoria los graves daños que el terrible dragón causaba en la comarca, pensó que tal vez el Señor le enviaba aquella espada para que librase a su patria de tamaña calamidad. Consultó pues el caso con personas religiosas y discretas, dice Menescal, que todas le aconsejaron era muy razonable acometiese tal empresa de que tanta utilidad redundaría a su país y tanta honra para sí y sus descendientes. Encomendóse de veras a Dios, armóse de todas armas, y acompañándole innumerable gentío salió animoso en busca del dragón. Mas antes de despedirse de sus amigos, quiso probar delante de todos la espada, y descargando un tremendo golpe sobre una peña, partióla en dos con gran contento y piadosa expansión de los que lo presenciaron, que por ende entendieron le daría Dios clara victoria: con cuyo terrible corte todavía halagan la imaginación de sus pequeños nietos los viejos abuelos de S. Celoni, donde pasó esta famosa historia. Acudió Soler a la guarida del dragón, embistiéronse ambos adversarios, y tiróle Vilardell tan recio altibajo, que allí quedó la fiera partida y muerta. Ufano y algo orgulloso con tan singular victoria volvióse para la dividida peña donde le guardaban sus amigos, y al llegar, levantando el brazo y con voz engreída, exclamó: �oh fuerte espada y valeroso brazo de Vilardell! Pero como en la hoja hubiese todavía venenosa sangre del monstruo, permitió Dios que, al levantarla, cayesen algunas gotas e hinchasen su brazo, quedando muerto en el acto (271).-



     Mas nos olvidábamos de que la ilustración de nuestros días oye con la irónica sonrisa de la incredulidad esas consejas, y se compadece de aquellos honrados antiguos que con tan buena fe las propalaban. Si aquellas buenas leyendas, pues, nada dicen a nuestro corazón, si sólo encontramos placer en lo que directamente afecta uno de nuestros sentidos; levantemos la vista y asombrémonos al contemplar el atrevimiento del campanario que, perpendicular a la fachada, parece la prolonga hasta las nubes. Y si queremos disfrutarlo en todo su efecto, atravesemos segunda vez el crucero, y subamos al tejado, sobre las bóvedas de la nave central. Elévanse allí en toda su pompa y majestad aquellas dos macizas y elegantes torres, aquellas dos hermanas de cuyas altísimas ventanas tantos siglos ha salen el tañido de alarma, el regocijado campaneo de las festividades, el clamor del triunfo, los sonidos de entierro y los agudos diapasones del bautizo (272). Y todavía, cuando bermejea el sol sobre las trémulas ondas, y en abundancia y riqueza esparce tesoros de lumbre sobre las vecinas eminencias; en aquella hora en que

     �...la ola que despierta y los vientos que van a descansar dicen el nombre del Señor... (273)

desde lo alto de sus enrojecidas frentes, con las bronceadas lenguas de sus verdes bocas, anuncian a la lejana vela que María es la estrella de la mañana: -o cuando débilmente las ilumina entre las sombras el blanquecino vislumbre del crepúsculo de la noche, cuando el cielo enciende sus luceros, cantan que María es la estrella de la noche, saltando alegres sus tonos que describen en el aire una como visión de plateados círculos. Aun cuando al soplar recio el viento apiña a su alrededor negras masas de nubes, o se envuelven en el seno de la niebla, son de ver la delicadeza del último cuerpo, la limpieza con que se destaca bajo el sombrío fondo del cielo y la gracia con que lo ciñe una calada baranda.

     Aquí es donde mayormente se nota lo incompleto del exterior del edificio, pues, excepto un trozo del extremo de la iglesia, nada se encuentra acabado. Nada en el frontis convida a entrar en el santuario; ni una sencilla fachada, ni una sola esculpida puerta realzan aquella parte, y en su lugar una sencilla y desigual pared ostenta su fea desnudez para mengua de una ciudad que se titula amante y protectora de las bellas artes. �No haber en el espacio de tantos siglos pensado en concluir el frontispicio de tan bella fábrica, no haber puesto en ejecución los planes que ya dejó trazados el Arquitecto gótico, mientras por todas partes cubrían el suelo de las capitales palacios a lo Luis XIV, fachadas parecidas a largos cuarteles, sino retortijadas con todos los delirios del barroquismo! Pero, a la verdad, tal vez debemos preferir no la hayan concluido, porque �quién sabe si a la pobre Iglesia antigua le habrían encajado un frontis moderno, muy bello en su género, pero muy inoportuno para el edificio de que hablamos? Con todo sería de desear que, al recorrer su exterior, sus tejados, no hiriese nuestros ojos tanta desnudez, tanto antepecho truncado, tantas partes sin concluir. Figurémonos el efecto que produciría el cimborio, si de repente al amanecer de un claro día, lanzándose a la altura que le trazó el arquitecto, agudo, calado y colocado casi sobre la portada, rivalizase en gracia y, ligereza con las dos gigantes gemelas que cargan sobre las dos extremidades del crucero (274). Entretanto, sólo se levanta a algunos palmos del techo, formando como su primer cuerpo. Si no llamasen la atención sus follajes y relieves grotescos, nadie sabría que hay un cimborio por concluir. En efecto, en cuanto a escultura es lo mejor de la Catedral: no hay en ninguna otra parte de ésta hojas tan suaves y delicadas; ni las mismas citadas labores del claustro las exceden en primor y gracia, y se hace todavía mayor su mérito si se reflexiona que están esculpidas en grosera piedra de Montjuich. A veces entre algunas aparecen figuras humanas no muy decentes en sus ademanes. �Extraña libertad por cierto la que se tomaba el artífice con la Iglesia! Al pasar la arquitectura de bizantina, sajona o lombarda a gótica o tudesca, acudieron multitud de operarios que desarrollaban la idea general del Maestro o Arquitecto, construían para el sacerdote el interior, pero invadían todo su recinto exterior, atestándolo de todos los caprichos que les sugería su fantasía o su genio ya satírico, ya religioso. Nunca sus licencias se extendieron hasta dentro del santuario. �Cuántas catedrales contienen en su interior adornos contrarios al culto? Si algunas realmente existen, serán en tan corto número, que deba despreciarse en la comparación general. La libertad sólo reina afuera, porque �quien impide al escultor de capiteles que en vez de hojas entalle lo que su imaginación le dicte? Si es vasallo oprimido, si recibió alguna afrenta, si fue víctima de una arbitrariedad de su señor secular o eclesiástico, �quién impide que le ridiculice y en formas simuladas y extravagantes le exponga al escarnio público? Así un gordo fraile sostiene con su cabeza un capitel; así un caballero, fantásticamente equipado, está condenado a aguantar todas las lluvias, que por espacio de muchos siglos chorrean por la boca de su ridícula cabalgadura. Pero sin recurrir a razones de esta naturaleza, las antiguas catedrales contienen detalles extraños y grotescos, porque eso está en su esencia, porque expresan la época y ésta los reclama. Hojéensen los antiguos trobadores, medítese sobre las viejas historias y leyendas, y al lado de una canción mística encontraremos un himno bacanal; los ángeles prestan su ideal hermosura a una troba, y en una balada el demonio juega el principal papel en lances no muy serios y con propósitos ciertamente no los más ortodoxos; al paso que los más sagrados personajes de nuestra religión, groseramente llamados don Jesucristo, el buen San don Pedro, etc., entretienen piadosamente en informes farsas a las cortes y a los pueblos. �Admirable candidez e inocencia de nuestros mayores! Pero su tema principal, eterno, el objeto de todos sus caprichos es el diablo, que por todas partes se ve reproducido en mil formas a cual más estrambóticas. No sé si será preocupación, pero parécenos que la mayor parte de esas gárgolas, todos esos monstruos y vestiglos que vomitan el agua en los antiguos edificios, representan en general al maligno espíritu; y si es cierta esa idea, cándido era verdaderamente el pensamiento del artífice que apuraba su imaginación para dar al opresor, al enemigo del género humano la figura más espantable y que más le acarrease el odio de todos, condenándole a sufrir todas las intemperies, las befas y ultrajes de los hombres.

     El espíritu, la poesía de la Edad media presenta dos fases: -una religiosa, melancólica, dominada en todas sus partes por el sentimiento; -otra grotesca, fantástica en acontecimientos, y no menos profunda que la primera. Si en los cuadros de aquella se destacan principalmente un ángel que protege, una virgen que suspira, un caballero entusiasta por su Dios y por su dama, una escena de amor tierna y bella; en los de ésta resalta la muchedumbre, crúzanse por todas partes pinceladas valientes, mil combinaciones de aire y luz, grupos soldadescos, tradiciones espantables, sucesos infernales, francachelas de barones. Píntese un castillo gótico, pero píntese completo: mientras en retirados aposentos las nobles hijas del barón y sus doncellas, bordan la sobrevesta del joven heredero para el cercano torneo, o se dedican a otros quehaceres, al paso que alguna de ellas tal vez tiembla de antemano pensando en los botes y peligrosos tajos que se repartirán en la justa, si es que amorosamente no suspira y enrojece al representarse en su imaginación a su bello paladín vencedor en el palenque; entretanto en otra parte los nobles caballeros entretiénense en sabrosa plática alrededor de sendas botellas, cuyo benéfico influjo aumenta sobremanera el ardor de sus propósitos y anima los atrevidos chistes de desvergonzado bufón; y abajo las canciones, los brindis, los juramentos, los cuentos de aparecidos regocijan o tienen suspensos a los vasallos, hombres de armas, vagabundos, peregrinos, trovadores, formando el todo un cuadro sublime, donde con toda franqueza dibújanse tintas vigorosas y expresivas, robustas y variadas fisonomías.

     �Atajemos, empero, el curso de estas reflexiones en gracia de la magnificencia del golpe de vista que desde esta altura se presenta! Colocados casi en el punto más elevado de la colina que contiene la ciudad antigua, al rededor de este edificio desparrámanse en caprichosas líneas y en mil direcciones millares de casas, cruzándose por todas partes las revueltas sendas de este laberinto. A la derecha, prolóngase la curva de esa rica y preciosa costa, vergel perpetuo, salpicada de lindas y limpias poblaciones y caseríos, eternamente acariciada por las olas de un mar no menos bello y apacible. �Contémplese por un suave y despejado día, y dígase si puede encontrarse paisaje más encantador que la vista que se presenta desde la antigua Betulo, que se despliega con gracia a la otra parte del Besós, hasta la graciosa Arenys! Después de haber aspirado la dulce brisa que, pasando por las verdes pendientes de aquel país, viene hasta nosotros cargadas sus alas con el perfume de los naranjos; sigamos con la vista la línea del Besós, saludemos de paso la cresta del viejo Montseny que nos envía soplos empapados en la fría humedad de sus hielos, y parémonos delante de la entrada del Vallés, de aquella abertura que nos deja ver su llanura vasta y riquísima serpenteada por corrientes de agua, sembrada de poblaciones y granjas, y ceñida por todas partes por la cadena de montañas que confusamente percíbense azuladas en el lejano horizonte. En la parte céntrica, por decirlo así, de nuestra vista, en el llano que media entre la ciudad y la cadena de colinas que desde S. Andrés corre hasta S. Pedro Mártir, el suelo apenas puede contener el sin número de caseríos que más o menos suntuosos o bellos do quiera se levantan, mientras numerosas a la par que espléndidas quintas, sobras de las riquezas que la economía, la industria y la aplicación han amontonado en Barcelona, anuncian de lejos una ciudad rica, populosa y comerciante (275). A la izquierda desarrollase la llanura que riega el apacible Llobregat, cuyas fértiles márgenes sombrean innumerables frutales y guarnecen limpias y vistosas poblaciones. Por esta parte, en suave declive, elévase la montaña de Montjuich con su cima coronada de baluartes, y por el lado del mar falta de repente el terreno, cual si cortado lo hubiesen de propósito, presentando desde la alta fortaleza sólo el aspecto de un inmenso y horrible precipicio casi perpendicular sobre el agua. Y luego, desde Arenys hasta Montjuich, extremos de este cuadro, corre la faja azul del Mediterráneo, antiguo teatro de nuestras glorias, vista uniforme pero que nunca cansa, porque es inmensa como el pensamiento y una de las más bellas porciones de todo lo creado.

     Entretanto avanzan las sombras desde el oriente y en negras masas circuyen las altas torres, de cuyo seno salen lentos y majestuosos los tañidos de la campana; debajo de nuestros pies resuena confusa y hondamente el órgano, y de las aberturas que comunican con el santuario, como de un místico depósito de perfumes, exhálase un olor suavísimo. Bajemos por ultima vez a la iglesia para contemplar la augusta ceremonia. Brillan los cirios de la procesión al pie del altar donde está patente el mayor de los misterios; elevase el cántico sagrado de la Eucaristía envuelto en purísima nube de incienso, mientras las sombrías bóvedas parece que a su modo toman parte en la ceremonia repitiendo y prolongando los sonidos y recibiendo masas rojizas de luz en sus oscuros y negruzcos senos. Resplandece el altar mayor entre el fulgor de las luces y de los sagrados ornamentos; hasta que al dar la hora señalada, vélase el tabernáculo, cesa el canto de los sacerdotes, apágase el resplandor de los cirios, y las ligeras y primorosas puntas del altar se pierden en las oscilaciones de la sombra y de la luz; �diríase que desaparecieron con la última nubecilla del incienso!

     Tres son las épocas que nos presenta la historia de este edificio, y de cada una hablaremos con la extensión que exigiere su importancia.

     Sin remontarnos hasta su primitiva fundación de los primeros siglos de la Iglesia, como afirman algunos, sólo indicaremos una fecha más moderna por ser la que a nuestra intención conviene. El título de Santa Cruz parece ser el primero que de tiempos antiguos tuvo esta sede; y en ella, en tiempo de los Godos, año 599, se celebró un concilio (276), donde concurrieron once obispos además del Metropolitano llamado Asiático que lo presidió. Después de rendida Barcelona a las armas de Ludovico Pío, en sábado año de 801, no quiso hacer éste su entrada hasta el siguiente día, y para dar gracias a Dios por tan singular merced, mandó purificar la Iglesia, que, según esto, puede colegirse sirvió de mezquita todo el tiempo que los moros señorearon Barcelona (277). El domingo, pues, restituidas las cosas sagradas a su estado primitivo, entró Ludovico en la ciudad, precediéndole los sacerdotes y el clero con gran pompa, y se dirigió a la iglesia de Santa Cruz para celebrar su triunfo (278). Pero todo induce a creer que aquel primer edificio se arruinó en su mayor parte cuando en 854 entraron los moros en la ciudad y la destruyeron, quitando la vida a muchísimos cristianos. Frodoino, que era ya obispo en 877, acudió a la generosidad de Carlos Calvo, quien en postdata de una carta muy honorífica para Barcelona dice: que por medio de su fiel judas remite al obispo Frodoino diez libras de plata para reparar su Iglesia, que aquel Emperador tomó bajo su especial protección. Desde entonces, pues, juzgamos debe datar la catedral de la primera época, pudiendo considerarse fundador suyo el citado monarca.

     Por este tiempo recibió el título de iglesia de Santa Eulalia, que añadió al antiguo de Santa Cruz, después que hallado el cuerpo de la Santa Barcelonesa, se puso en la Catedral, como también lo confirma el tan citado privilegio en latín del año 878, del cual extractamos lo siguiente: Pidió también el mismo venerable obispo Frodoino por amor de Dios y reverencia de Santa Cruz, a cuya honra está dedicada la mencionada iglesia de Barcelona y de Santa Eulalia, cuyo cuerpo descansa en ella, que le auxiliásemos para restablecer su templo, casi del todo arruinado... (279) Pero esta fábrica vino al suelo con los demás edificios de la ciudad en la toma, saqueo e incendio de Barcelona por las tropas de Almanzor, en tiempo del conde D. Borrell II, siendo obispo Vivas, a 6 de julio de 986 de la Encarnación. Tan terrible fue aquella asolación que, como dice el Sr. de Bofarull (280), no quedó escritura, libro ni monumento alguno que recuerde la dominación romana, la goda, ni finalmente la misma de los árabes que en esta ocasión echaron sobre sus glorias el denso velo que ofusca también los hazañosos hechos de nuestros primitivos Condes. No podemos asegurar cuál fuese el sitio de aquella antigua Iglesia; pero es la opinión más probable que estuvo en el llano o plazuela de la Catedral, frente su actual puerta (281).

     Resintiéndose aquella fábrica de su vejez, y en particular de los daños que le acarrearan las hostilidades de los Sarracenos, el conde don Ramón Berenguer el Viejo, en vida de su primera esposa doña Isabel, año 1046 (282), fundó el segundo templo, como lo prueba una cláusula del acta de la consagración y dedicación en latín, que se conserva en el primer libro de las antigüedades de la Catedral y que Diago tradujo al castellano. Dice así: �Por donde, viendo que en el principal trono de su honor, dentro de los muros de Barcelona, iba ya faltando de vejez de la obra el Aula de la sede episcopal, y que en parte estaba destruida por dos bárbaros, dolióse de ella por divino amor, y hízola renovar y restaurar desde los fundamentos.� Concluida ya por el año 1058, los condes don Ramón y su esposa doña Almodis, ayudados del piadoso celo del obispo Guislaberto, resolvieron hacer la fiesta de la consagración y dedicación, que se efectuó a 18 de noviembre de aquel año, con asistencia de toda la corte, y de los siguientes prelados: Wifredo, arzobispo de Narbona, Reamballo, arzobispo de Arles, y los obispos Guillelmo, de Urgel, Guillelmo de Vich, Berenguer, de Gerona, Arnaldo, de Elna, y Paterno, de Tortosa.

     Poco duró aquel segundo templo, situado en el lugar que hoy ocupa el espacioso coro: además, la población habíase considerablemente aumentado, y el ensanche del territorio barcelonés, sus triunfos marítimos, su dilatado comercio favorecían los progresos de la cultura, al paso que con la abundancia iba creciendo el Estado en moradores y en poder. Era de consiguiente demasiado reducido para Barcelona de 1298, residencia entonces de la Corte, y el rey D. Jaime II puso a últimos de aquel año la primera piedra del actual empezado por las capillas de detrás del Altar mayor. Ignórase quién fuese el arquitecto que dio la primera traza de tan hermosa fábrica; y si es cierto que debió de existir un plan general que después siguieron los demás artífices que trabajaron en esta Iglesia, como lo demuestra su orden y unidad, saludamos la buena memoria de aquel desconocido maestro a quien debe Barcelona su mejor monumento. Pero en 1317 suena ya el nombre glorioso de Jaime Fabre, que construyó la mayor parte del edificio. Alguno ha atribuido a este célebre mallorquín el mérito de la invención de la traza del templo; pero mientras no salga a luz algún documento que lo justifique y que no ha podido encontrar todavía el celo y actividad de nuestros más distinguidos anticuarios, aquella aserción carecerá de todo fundamento y no pasará de conjetura. Si la catedral se empezó en mayo de 1298, y Fabre no vino a Barcelona hasta junio o julio de 1317, �cómo pudo asistir a sus principios? Sin embargo, atendida la duración de la construcción del templo, los pocos años que mediaron entre su primera fecha y la en que aquel artífice se encargó de la dirección de los trabajos, puede sí decirse que, si no dio la planta general, fue el que más trabajó en un edificio que apenas estaría empezado cuando vino de Mallorca a Barcelona. Efectivamente, fácil será formarse una idea de la lentitud con que se proseguía aquella obra, si se considera que se le dio principio en mayo de 1298 y que en 1329 sólo se había edificado hasta algunos palmos pasadas las puertas colaterales.

     Por este tiempo se empezó a derribar la antigua Catedral del Conde don Ramón Berenguer I, situada, como ya dijimos, en el lugar que hoy ocupa el coro, y proseguíase este derribo en setiembre de 1379. De esto sin duda tomó su origen la tan sabida tradición de que cuando iban construyendo el actual templo, lo llenaban de tierra para poder edificar con más comodidad, sembrando en ella algunas monedas; de modo que cuando se quiso vaciar, acudiendo algunos a la invitación general que se hizo, propagaron la noticia del hallazgo de aquellos dineros, a cuya fama fue tanto el gentío que se puso a la obra, que el templo estuvo limpio en muy pocos días. No se nos oculta lo absurdo de esta tradición, pero deber es del que escribe asuntos de esta naturaleza, buscar el origen de cuántas creencias populares se le presenten, que en esto y no en despreciarlas redondamente consiste la verdadera filosofía.

     En 1338 habíase concluido ya la preciosa capilla subterránea de Santa Eulalia que dejamos descrita; y así pudo el cabildo tratar de trasladar al nuevo altar el cuerpo de la Santa, que estaba en la Tesorería mientras aquel se le edificaba. Fijóse la fiesta para julio de 1339; y su solemnidad fue tal, que merece le consagremos algunas líneas.

     Después de celebradas las ceremonias que la Iglesia acostumbra, sacóse del templo el santo cuerpo, y cobijado por rico tálamo de oro fue devota y humildemente llevado en procesión por la ciudad. Abríanla a caballo el venerable Bernardo de Tous, Veguer de Barcelona y del Vallés, Pedro de Tous, su hermano, Pedro Fivaller, Subveguer de Barcelona, Pedro de San Climent y Pedro Bussot, obreros de la ciudad en aquel año, nombres gratos a nuestra antigua gloria. Estos pocos honorables ciudadanos bastaban para poner orden en aquel innumerable gentío que de todas las partes de Cataluña, Mallorca, Valencia y Aragón acudiera. Seguían todas las comunidades religiosas, y hasta las vírgenes del claustro abandonaban aquel día el silencio y paz de su retiro y asomaban tímidos y en parte cubiertos sus atormentados rostros entre el bullicio y regocijo de la muchedumbre. Iban a dos manos la venerable señora Comendadora Guillerma de la Torre y el convento de Santa María de Junqueras: el mismo orden guardaban la venerable señora Ricarda, por la gracia de Dios Abadesa, y el convento de San Pedro de las Puellas. Las abadías ostentaban su riqueza y gravedad; y al paso que los priores de San Cucufate del Vallés, de San Pablo del Campo, de Santa María de Fonroch, y de Santa María de Caserres arrastraban luengas y sendas capas de púrpura, relucían las mitras y demás insignias pontificales en los prelados don Bernardo de Albi, Cardenal legado del Papa, don Arnaldo, arzobispo de Tarragona, don Fray Guidón, obispo de Elna, Otón, de Cuenca, don Fray Ferrer de Abella, de Barcelona, don Galcerán, de Vich, don Arnaldo, de Urgel, y en los abades mitrados de Poblet, de Santas Creus, de San Lorenzo del Munt, de Santa María de Camprodón, de Santa María del Estany, y de San Feliu de Gerona. En pos de ellos venían los Concelleres de Barcelona, que a la sazón eran Guillén de Najera, Jaime de San Climent, Simón de Oltzet, Bernardo de Rovira, menos el quinto Arnaldo Gombal, que estaba ausente, y luego seguía la flor de la nobleza y caballería de entonces, en la cual descollaban don Bernardo, vizconde de Cabrera, don Jofre de Rocaberti, vizconde de Rocaberti, don Bernardo Ugo de Rocaberti, vizconde de Cabrenys, don Pedro de Fenollet, vizconde de Illa, don Juan de So, vizconde de Evol, don Ramón de Canet, vizconde de Canet, don Bernardo de Boxadós, procurador real en Cataluña, don Otón de Moncada, señor de Aytona, y don Ramón de Cardona, señor de Torá. Brillaba detrás todo el esplendor de la corte, el Rey de Aragón don Pedro III el Ceremonioso, el de Mallorca don Jaime, el Infante don Pedro, conde de Ribagorza y de Ampurias, y el Infante don Ramón Berenguer, hijos ambos del difunto Rey don Jaime II; el Infante don Jaime, conde de Urgel y vizconde de Ager, hijo del difunto Rey don Alonso IV; el Infante don Fernando, hermano del Rey de Mallorca; y allende de esto, dice Diago, diez y seis hombres vestidos de paño nuevo colorado de Cadins, llevaban ocho cirios encendidos, de dos quintales de peso cada uno. Pasó la procesión por la calle de la Frenería, Plaza del Blat, en cuyo centro colocaron por un rato el cuerpo de la Santa encima de una mesa cubierta de un paño de grana, calle de la Pellería, Boria, Moncada, Born, entrando en Santa María del Mar, Plaza de ésta, Plaza del Blat, Frenería, y regreso a la Catedral. Allí los más ilustres personajes metieron las sagradas reliquias en un pequeño vaso de mármol que colocaron dentro de la grande urna arriba explicada, la cual cerraron Jaime Fabre, maestro de la obra, Juan Burguera, Juan de Puigmoltó, Bonanato Peregrí, Guillén Ballester y Salvador Bertrán, obreros de la fábrica del templo. Asistieron también a la ceremonia la Reina doña Elisenda, viuda de don Jaime II: doña María de Aragón, esposa del Rey don Pedro III: doña Constanza, esposa del Rey de Mallorca: doña Violante, viuda del Déspota de Romanía:.doña María Álvarez, mujer del Infante Conde de Prades; y entre las damas las nobles señoras doña Beatriz, vizcondesa viuda de Cardona; doña María, vizcondesa de Narbona, esposa de Amalrico de Narbona; doña Marquesa, vizcondesa de Illa; doña María, vizcondesa de Canet; y doña Isabel, vizcondesa de Evol; además de un inmenso concurso de todos los reinos de Aragón que acudieron a presenciar aquella festividad, que quizás no dejaría de producir efecto en nuestros días, y que tan grande lo produciría en los españoles de aquel siglo, pues en ella veían a los objetos más sagrados entonces, el Rey, la Iglesia, la Caballería y la Municipalidad, desplegar toda su pompa y fascinar sus ojos rivalizando en la magnificencia de sus arreos.

     Tal vez a alguien parecerá inoportuna esa sucinta relación de aquella solemnidad; pero el documento y testimonio original en latín de Marcos Mayol, notario de la Ciudad (283), traducido por Diago, del cual sacamos nuestros breves apuntes, sera siempre uno de los más interesantes, pues en pocas palabras contiene lo más notable e ilustre de aquella época, tanto en personas reales y magnates, como en nobles damas y dignidades eclesiásticas y civiles.

     En 1388 ya estaban en pie, los dos primeros pilares del templo, junto al trascoro, y en aquella época desapareciera el nombre de Jaime Fabre, cabiendo al maestro arquitecto Roqué la gloria de edificar el resto del santuario. Finalmente, siendo Administrador de esta Iglesia el ya mencionado Patriarca de Jerusalén desde 1420 hasta 1430, se concluyó el interior desde el trascoro hasta la puerta principal.

     El claustro es de fines del siglo XIV hasta casi mediados del XV. Empezólo el arquitecto Roqué, lo continuaba en 1432 Barlolomé Gual, y a 26 de setiembre de 1448 cerró su última bóveda Andrés Escuder, mientras algunos años después todavía se trabajaba en los detalles y en completar el exterior, que parece quedará para siempre en el indecoroso estado en que lo dejó el descuido de estos últimos siglos.

     Hemos mencionado con más o menos extensión todos los que tuvieron parte en la fundación de tan suntuoso edificio; hemos trazado breves rasgos históricos acerca de algunos de ellos; permítasenos, pues, que presentemos resumidos bajo un golpe de vista los pocos arquitectos y escultores que han podido llegar a nuestra noticia, sacados casi todos de los libros de cuentas de la obra de aquella fábrica.

     Dejando a un lado la primera fecha de la fundación de esta Iglesia, pues no se sabe cuál fue su primer arquitecto, en 1317 hállanse noticias del maestro Jaime Fabre. Fue natural de Mallorca y autor de la iglesia y convento que fue de Dominicos de Palma, templo el más grandioso y bello de cuántos poseía aquella orden. Empezólo a últimos del siglo XIII y lo concluyó en 63 años, pero interrumpió sus trabajos para venir a Barcelona en 1317, a instancia del Rey de Aragón y del Obispo de esta Ciudad, a encargarse de la dirección de la obra de la Catedral. Los señores obreros del nuevo templo, dice el señor Furió (284), �prometieron dar al arquitecto el maestro Jaime diez y ocho sueldos semanalmente por todo el tiempo de su vida, tanto si estaba sano como enfermo; y durante la obra, en el caso de que quisiese pasar por asuntos de su dependencia a Mallorca su patria, se obligaba el cabildo a pagarle los fletes y el importe de su manutención tanto de ida como en su regreso... Prometieron igualmente darle casa franca para él y su familia, como también doscientos sueldos anuales para vestirse a él y a sus hijos�...

     Desde 1375 hasta cerca principios de 1400, era maestro mayor Roqué, auxiliado de un substituto, Pedro Viader. Cobraba el arquitecto 3 sueldos y 4 dineros diarios, recibiendo además cada año 100 sueldos para vestirse, y en 1387 acordaron los señores obreros de la Iglesia aumentarle su honorario hasta 2 florines o 22 sueldos por semana. Viader recibía 50 sueldos anuales para vestidos, además de su estipendio diario de 3 sueldos y 6 dineros, por su doble clase de substituto del arquitecto principal y trabajador.

     En este período se encuentran los escultores siguientes: 1382, Francisco Fransoy construye capiteles de ventanas, a 3 sueldos y 6 dineros diarios, y Jaime Filela trabaja en los adornos de los portales.

     1387, Bartolomé Despuix, escultor, 4 sueldos diarios. -Francisco Muler esculpe los adornos de las torres, y es el autor de la mayor parte de los preciosos y delicados follajes de las ventanas y capiteles; 4 sueldos diarios.

     1388, Francisco Muler esculpe algunas claves.

     1389, N. Alamany construye capiteles y bases.

     Desde 1432 hasta diez años después desempeñó el cargo de maestro mayor Bartolomé Gual, y en 1442 le reemplazó Andrés Escuder, de quien se halla noticia hasta el 1451, cobrando 4 sueldos diarios y 100 de gracia en la fiesta de Navidad. Éste es el último verdadero maestro de la fábrica de la Catedral, y como los trabajos que después se continuaron atañen principalmente a la escultura, omitiremos los nombres de los demás arquitectos y concluiremos el resumen de los escultores y demás que trabajaron en el adorno del edificio.

     1442, Pedro Oller, escultor, 4 sueldos y 6 dineros diarios. -Antonio Clapos, estatuario o escultor (esmaginayre).

     1449, Clapos, padre e hijo trabajan en la clave y demás adornos del lavadero del claustro.

     1450, Clapos, esculpe muchas gárgolas o canales, recibiendo por algunas 4 florines por canal.

     1457, Macías o Matías Bonafé, construye las sillas inferiores del coro, cobrando 15 florines por sólo el trabajo de cada una. Entre las varias cláusulas que contiene la capitulación celebrada entre aquel escultor y el Cabildo, se nota una en que éste le impone la condición de labrar en todos los asientos de las sillas adornos de hojas, pero de ninguna manera imágenes o bestias.

     1483, Miguel Loquer, natural de Alemania, auxiliado de su discípulo Juan Frederic, construye los delicados pináculos de las sillas superiores del coro. Muerto ya aquel digno artífice, la rivalidad o el espíritu nacional y odio a los extranjeros, tan marcado en aquellos tiempos, quiso empañar el lustre de su obra. Pretendióse que sus para siempre célebres pináculos contenían graves defectos; el Cabildo nombró árbitros, que, después de examinarlos, los declararon defectuosos y rebajaron al buen alemán buena parte del precio concertado; de modo que en 1493 su viuda cobraba del Cabildo por medio de los marmesores de sil esposo, Fray Erasmo, de la orden de S. Agustín, y el honorable mercader Juan Conrad, la corta recompensa que el artífice no acabó de percibir.

     1494, Gil Fontanet, pintor de vidrieras, entre otras cosas construye y pinta la de la capilla de la pila bautismal, según el diseño del pintor Bermeio. La fecha y el nombre del último casi prueban hasta la evidencia que era Bartolomé Bermeio a Bermeo, natural de Córdoba, de quien poseemos en Barcelona una obra arrinconada, desconocida de todos y que si no se procura poner en paraje más decoroso y conveniente, tal vez seguirá el destino miserable de tantas preciosidades de nuestra infeliz patria. En la bella casa gótica del Arcedianato de la Catedral, casi frente de Santa Lucía, en aquel edificio donde sólo se respira el ambiente de la venerable antigüedad, existe un cuadro o tabla de una Mater dolorosa con el cadáver de su divino Hijo sobre su regazo. La profunda expresión de amargura y dolor estampada en las pálidas y contraídas facciones de la Madre, la lívida y caída a la par que hermosa cabeza del Hijo son dignas del mejor pincel. A uno y otro lado de este grupo se ven San Jerónimo con anteojos, leyendo o rezando, y una devota figura. Parte del paisaje es bastante gracioso; en lontananza divísanse las torres y cúpulas de Jerusalén, y por una cuesta baja un bello anciano Israelita montado en un caballo blanco. Pero el polvo que los años y el descuido han amontonado sobre los colores, apenas deja ver lo que acabamos de indicar, de modo que se requiere toda la paciencia de un aficionado o artista para limpiar y encontrar entre aquella fea capa los trozos más sobresalientes. En la parte inferior del marco se lee en latín la siguiente inscripción: Obra de Barlolomé Bermeio costeada por Ludovico de Spla, Arcediano de Barcelona, 23 de abril, de 1490. Hemos aprovechado esta ocasión para dar a conocer una obra seguramente de la escuela purista; pues si es de todos conocido lo bueno, difícilmente correrá los riesgos a que le expondría la ignorancia, y quizás no tendrá que temer los efectos de una demolición (285).

     1562, 63 y 64, Bartolomé Ordoño, y Pedro Vilar, escultores, naturales de Zaragoza, construyen el frontis del coro. Ordoño hizo por encargo del Cabildo dos relieves del martirio de Santa Eulalia e invención de la Cruz; pero, ya porque se juzgase defectuosa su obra, ya porque no estuviesen acordes los Canónigos y el artífice, en junio de 1562 encomendaron estos a Vilar la construcción de un relieve del martirio de la Santa Barcelonesa, con las precisas condiciones de que debía estar concluido dentro seis meses, ser conforme a los de Ordoño, prometiéndole el estipendio de seis libras mensuales, y añadiendo estas cláusulas: que si, a juicio de personas expertas, su obra igualase la de Ordoño, tratarían con él de la construcción del resto; y que si resultase lo contrario, debiese el escultor restituir lo que ya hubiese cobrado y pagar el valor del mármol que para su obra se le hubiese dado. Pero esta prevención no tuvo efecto, pues en setiembre de 1563 el Cabildo le cometió el encargo de esculpir el resto de aquel frontis, mucha parte de él según la traza de Ordoño, exigiendo que regresase de Italia, adonde partía, dentro el preciso término de seis meses, y el escultor por su parte prometió dejar perfecta aquella obra en ocho años. Prestóle el Cabildo cincuenta libras para los gastos de su viaje, le asignó para cuando volviese cuarenta mensuales, y le exigió fianza por si los relieves no fuesen mejores que los de Ordoño.

     Estos son los dignos artífices no vengados hasta hoy día, estos son los humildes cristianos que ni siquiera entallaban sus nombres en sus obras, como si al construirlas llenasen un deber piadoso y sagrado. �Escultores y arquitectos de los siglos XIII, XIV, y XV, vosotros sentisteis el verdadero fuego de la inspiración, comprendisteis la santa misión del arte; hablasteis a los siglos un lenguaje claro e inteligible, el lenguaje del sentimiento; por esto las generaciones han venido y vienen a pagar su tributo de admiración a vuestras Catedrales, por esto el pueblo se pierde en sus largos corredores, se humilla en la sombra de sus profundas naves, se familiariza con sus relieves, porque aquellos edificios hablan un idioma universal para el cristianismo, son grandes como la idea y religión que representan! Vosotros no conocisteis esa parte analítica que arredra y hace desconfiar al menos débil, vosotros sólo seguíais lo que os decían vuestro corazón y vuestra conciencia (286).

     Sus oscuros restos yacen revueltos con los de todos sus contemporáneos: justo es que paguemos un corto tributo de admiración y veneración a aquellos dignos artistas que embellecieron el centro de Barcelona con una catedral, que merece contarse entre las más sublimes y armoniosas de Europa.

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