Selecciona una palabra y presiona la tecla d para obtener su definición.

ArribaAbajo

Capítulo V

Barcelona a mediados del siglo actual (359)

     Bello es el espectáculo que ofrece Barcelona desde las torres de la Catedral. Sentada a las orillas de una mar calma y sosegada que raras veces llega a azotar con furia sus murallas, ceñida de montes cuyas cumbres desiguales levantan al cielo las copas de sus árboles frondosos, con una magnífica llanura por alfombra, un cielo alegre y puro por techo, fuertes muros por escudo y como por atalaya de su honor un monte en cuya cima hay un castillo de recuerdos algo sombríos, presenta a nuestros ojos un cuadro agradable y pintoresco, cuya belleza aumentan los dos ríos que cruzándola a gran trecho por ambos lados, cubren de flores su llanura y van a trazar en la azulada superficie del mar dos anchas fajas de un color rojizo. Al tender sobre ella por primera vez nuestras miradas, apenas distinguimos más que un inmenso grupo de techos desiguales bajo el cual desaparecen sus estrechas calles y no muy anchas plazas; mas luego los oscuros paredones de antiguos edificios, las torres y las cúpulas de sus templos, las esbeltas torrecillas que desde el fondo de sus fábricas arrojan al aire incesantes columnas de humo y otros mil cuerpos elevados que parecen disputarse a porfía la luz y el espacio, de severas formas unos, gallardos otros, ligeros los más, reflejo todos del gusto y carácter de épocas distintas, llaman sucesivamente nuestra atención, y nos llevan sin sentirlo desde la vista de lo presente a los recuerdos de un pasado lleno de grandeza y de poesía. Desde estas torres, en los restos de los antiguos muros que defendieron la ciudad primitiva, podemos descubrir aún la mano de los cartagineses y la de los romanos; en las escasas ruinas que ha respetado el espíritu de innovación y el furor de las revoluciones, las huellas sangrientas de los godos y de los árabes; en algunos palacios y capillas cuyas primeras formas han sido bastardeadas por el gusto de otros siglos, el poder de los condes soberanos; en los soberbios templos cuyas torres parecen cernerse en las nubes, la piedad y la generosidad de aquellos cristianos reyes de Aragón, tan altivos para sus enemigos como humildes y respetuosos para Dios, por cuya gloria combatían.

     En torno nuestro asoman aún algunas de las torres que coronaron los muros y defendieron las puertas de la ciudad primitiva; torres que, construidas por los cartagineses, levantadas a mayor altura por los romanos, destruidas por Almanzor y reedificadas por Ramón Borrell, permanecen aún en pie sobreviviendo a la ruina de las casas que en ellas se apoyaron. De los monumentos que contuvo esa cerca de torres y murallas romanas (360) �ay! �cuán poco alcanzan ya a ver nuestros ojos! Las columnas del templo de Hércules que dominaron la cumbre del Taber, gimen hoy bajo el peso de techos mezquinos; de las demás obras romanas no existen ya ni ruinas; el palacio de los Condes no es siquiera sombra de lo que fue; desapareció el de los Vizcondes, morada que fue de delincuentes; acaba de ceder al martillo del egoísmo y de la codicia el castillo del Veguer, torre que, al decir de la tradición, sirvió de cárcel a Santa Eulalia y de sepulcro a los desgraciados judíos que perecieron en la jornada de agosto del año 1391 (361); la capilla antigua de Santa Cruz que cayó bajo la espada de los árabes y restauró Berenguer el Viejo, fue devorada por la catedral gótica; la iglesia oscura y misteriosa del Palau, reflejo de tantas vicisitudes y de tantas glorias, hela allí oculta entre los caserones que la circundan; la iglesia de nuestros prohombres, esa pequeña iglesia de San Miguel, que la cándida tradición supone levantada por ángeles del cielo, hela aquí arrinconada en el ángulo de una plaza, donde la ahogan un monumento greco-romano y un alto caserío moderno. Fuera de esas murallas existían, sin embargo, dos monumentos interesantes: al norte el de San Pedro de las Puellas, monasterio bizantino herido bárbaramente por las lanzas de los infieles y teñido con la sangre de cien vírgenes; al mediodía el de San Pablo del Campo, monasterio feudal, coronado de almenas y defendido por la torre del homenaje, monumento casi indefinible, donde están mezcladas las formas árabes con las bizantinas sin perder nada el efecto religioso del conjunto. Hoy aún existen estos monumentos en dos ángulos opuestos de la ciudad; y sus torreones bajos y ennegrecidos llaman aún vivamente nuestra atención al arrojar nuestras miradas al norte y al mediodía, donde sólo levantan paredes lisas y rebocadas esos grandes establecimientos industriales a que da vida y poesía el vapor, potencia casi universal de la maquinaria de nuestro siglo.

     Dentro de la que fue cerca primitiva de Barcelona no hay ya homogeneidad; pero hay sí esa variedad de formas de que tan ávidos están los hombres, hoy en que el movimiento incesante de las ideas y la sucesión no interrumpida de los hechos ha embotado su sensibilidad y engrandecido su alma. A nuestros pies está la catedral gótica: en torno suyo el palacio episcopal ostenta su fría fachada greco-romana; el antiguo palacio de la Diputación los muros tristes y almohadillados que Pedro Blay levantó en el siglo XVI, sin destruir la entrada gótica de San Jorge (362); las casas consistoriales la portada que acaba de darles el siglo XIX sobre las ruinas del templo de Santiago; la capilla de Santa Águeda sus paredones ceñidos de aberturas ojivales; el convento de Santa Clara su alto mirador adornado de un triple ventanaje. No ha mucho contribuía aún a completar el efecto de este cuadro el palacio-cárcel de la Inquisición, cuyo poder tan temido vino a sentar su trono al pie de esta catedral, y abrió en el seno de las murallas romanas sus salas de tormento y sus mazmorras; mas ya ni sus calabozos ni sus salones han podido resistir al furor de nuestro siglo, que ha removido con mano frenética hasta el fondo de sus cimientos, y ha hecho habitaciones modernas de lo que antes fue morada de dolor y teatro de escenas de desolación y muerte. Junto a lo que fue Inquisición levanta por fin sus paredones toscos la casa de la Almoina o Canonja, asiento un día de los canónigos de Santa Cruz, asilo desde el siglo XI para los pobres y los peregrinos.

     La mayor parte de estos monumentos yerguen además al cielo cúpulas y torres cuya reunión caprichosa da a la ciudad algo de poético y de fantástico, sobre todo cuando la vaga luz del crepúsculo las cubre de sombras indefinibles. Al rededor de las de la catedral la de Santa Águeda, esbelta al par que tímida, asoma su corona ducal entre los techos que de algún tiempo acá la rodean; la cúpula moderna del palacio de la Diputación rivaliza con la torre cuadrada que destinó para reloj el artista de la Edad media; el campanario bizantino de San Miguel ostenta con arrogancia sobre su plataforma superior una torrecilla que, aunque del mismo género, templa su gravedad y le da gallardía y aun ligereza.



     Mayor variedad y belleza se ofrecen aún cuando, saliendo de lo que contuvo la cerca primitiva, se extienden las miradas hasta donde el mar besa los muros de la ciudad, y los cubre el campo de verdura y flores. Al norte está San Pedro de las Puellas, arrullado ayer por los cantos de las religiosas de San Benito, y atormentado hoy por el ruido de las cadenas que oprimen al malvado; casi a su pie crecen los árboles ya acribillados del paseo de San Juan (363), sobre cuyas copas asoman los muros de la Ciudadela, esa fortaleza que construyó Felipe V sobre las ruinas de dos mil casas para castigo de la ciudad que resistió por más de un año al hierro y al fuego de sus soldados, fortaleza de tristes recuerdos, cárcel y tumba de muchos desgraciados, destruida por el pueblo en 1841, reedificada en 1843, y en el mismo año azote de la ciudad entera. Dentro de sus murallas, regadas con sangre catalana, vemos campear aún la torre del derruido convento de Santa Clara (364), y la cúpula de azulejos que corona la iglesia moderna; cúpula y torre, que siendo el único símbolo de paz en medio de tantos instrumentos de guerra, la revisten de cierto carácter que obliga a fijar tristemente en ella los ojos. Frente sus robustas puertas ostenta su alfombra de flores un jardín espacioso, creado a principios de nuestro siglo; y algo más allá hacia el oriente, se descubren en la pendiente de su esplanada cuatro piedras informes entre las cuales la mano de la justicia levantó hasta hace pocos años el cadalso. Al fin de esta explanada, junto a un baluarte medio derribado por los fuegos del año 1843, la Aduana, grandioso edificio del siglo, pasado, encubre sus paredones de mampostería bajo un hermoso estuco, algo desgarrado ya por el furor de nuestras discordias intestinas. En frente, el antiguo Palacio Real ostenta la decoración gótica con que han remozado nuevamente el exterior de sus paredes, en que ya no quedaba de su época más que una corona de gárgolas sumamente caprichosas. Árboles, tiernos aún, asoman al mediodía de la Aduana y del Palacio en una plaza espaciosísima, cerrada al oriente por la Puerta del Mar, mezcla informe aunque pintoresca de todos los estilos arquitectónicos; adornada al sud por un caserío de pórticos majestuosos y la grave Lonja del Consulado; prolongada entre estos dos edificios por el paseo de Isabel II y la muralla del mar, cuyo fondo ocupa Montjuich, cubierto de doradas espigas y de tiernas vides; terminada al occidente en caserones, cuya monotonía y fealdad templan las dos torres de Santa María, que vistas a distancia, parecen dos hermosos candelabros góticos. En el extremo meridional de la muralla, al pie del monte Montjuich, adelanta sus baluartes hasta la orilla del mar el edificio de Atarazanas, principal astillero de Aragón desde el reinado de don Jaime I, hoy plaza de armas, seguida de espaciosos cuarteles. Ábrese su puerta en medio del paseo de la Rambla, al cual sirven de atractivo el aroma de sus acacias, el grato ambiente que baja de las montañas del fondo, y sobre todo sus edificios modernos, entre los cuales descuellan la caprichosa fachada del teatro de Santa Cruz, la que en el grandioso Liceo trazó el amor que para el estilo del renacimiento va cundiendo entre nuestros artistas, y las numerosas cúpulas en que terminan las capillas de la iglesia de Belén, tan rica como extravagante. Ese paseo, en cuyo extremo occidental campean aún los torreones de las Canaletas sobre la nueva puerta de Isabel II, y entre los escombros de la muralla que destrozó la revolución en 1843, paseo que fue un tiempo el cauce de la Riera de Malla y muralla desde 1363, es en nuestros tiempos la línea más marcada de separación entre la ciudad antigua y la moderna. Vemos desde aquí los ramajes de sus árboles; y más allá entre los techos confusos de aquella tan poblada parte de la ciudad, apenas descubrimos sino miradores y torres de hierro y de ladrillo que arrojan incesantemente al aire bocanadas de humo. Casi todo data allí de principios del siglo XVIII, de aquella época desgraciada en que el arrabal del norte debió trasladarse al mediodía y al occidente para dejar ancho espacio a la ciudadela de Felipe V. Entonces tomó, sino principio, cuando menos su mayor incremento esta segunda ciudad, aumentada después, ya por el desarrollo de la industria y del comercio, ya por los horrores de la pasada guerra civil que llevó a Barcelona a los vecinos de muchos pueblos pasados por la espada o por la tea de uno u otro combatientes. Así es cómo entre sus miradores y chimeneas sólo llama nuestra atención la torre del homenaje de San Pablo del Campo, el pórtico gótico del Hospital, el campanario cuadrado del convento del Carmen y los muros del monasterio de Valldonsella, donde murió don Martín de Aragón, dejando sin sucesor el reino; al paso que de la Rambla acá los monumentos abundan y dan a la ciudad antigüedad y grandeza; las torres cortan a cada paso el aire, los palacios se confunden entre los templos, los siglos se condensan a nuestros ojos, y brotan de todas partes innumerables recuerdos. Hasta el mismo pie de la Rambla hay monumentos de épocas remotas: no distan de ella el convento gótico de la Trinidad y la torre grave y severa de Nuestra Señora de los Reyes.

     Mas �ah! después de haber recorrido tantas bellezas, queda aún en nosotros cierto sentimiento de inquietud y de tristeza. �Dónde está el convento de Santa Catalina, cuya atrevida aguja de crestería rasgaba, al parecer, las nubes? �Dónde el de San Francisco en que celebraron tantas cortes los monarcas de Aragón? A pesar nuestro debemos recordar una noche de agosto de 1835. -El cielo estaba sereno y puro, y las estrellas brillaban, sin embargo, al través de nubes de fuego. Masas de tinieblas envolvían los edificios más augustos, y de improviso salían de entre ellos llamas que alcanzaban el firmamento y desaparecían. Oíase a trechos un estruendo espantoso, al cual seguían gritos prolongados de odio y de venganza. El humo se confundía con el polvo; el incendio crecía, y en breve ocupaban las llamas lo que un momento antes era una torre, una pared, un monumento. Tras esta noche, el alba salió ensangrentada y anunció a los pueblos la muerte de las órdenes religiosas y la caída de los conventos. -Hoy son estos plazas cuando no teatros; lo que es Liceo fue morada de Trinitarios Descalzos; los mercados de San José y Santa Catalina fueron conventos del mismo nombre; el que anteayer lo fue de Capuchinos, y ayer teatro, es hoy una informe plaza a cuya decoración acaban de consagrar una de sus ideas los arquitectos catalanes. La Universidad ha invadido el convento del Carmen, y ha abierto sus cátedras al pie de su iglesia derruida; vastos depósitos de carbón y de madera oprimen el suelo que sostuvo el grandioso monasterio gótico de San Francisco. Parte de este suelo ha sido cedido a la ciudad para el ensanche de la plaza contigua de Framenors, hoy del Duque de Medinaceli, donde en otros tiempos solía el pueblo recibir de sus reyes el juramento de guardar y hacer guardar sus libertades y sus perdidos fueros.

     Así es cómo la ciudad presenta de algunos años acá, un aspecto tan diverso. Los grandes monumentos de piedra van cediendo su lugar a los caserones de mampostería; el continuo incremento de la población va devorando a porfía los huertos y jardines; esos muros con que ciñó la ciudad un sistema de defensa, ineficaz ya por los adelantos de la ciencia de las armas, obligan a levantar a las nubes lo que en vano pretendería extenderse en la superficie de la tierra. Hace ya tiempo que la ciudad está saltándolos e invadiendo los campos inmediatos: la llanura que desde aquí se descubre está cubierta de casas y de pueblos que aumentan y crecen sin cesar con lo que arroja de sí la corte catalana.

     Esa llanura, esos alrededores pintorescos dan mucha vida y belleza a Barcelona. Al oriente está el mar: sus olas tranquilas tiñen con blanca espuma el musgo de las rocas que cubren las orillas de la ciudad y las de ese muelle dilatado que desde el año 1438 hace retroceder las aguas con la mole espantosa de sus piedras. Buques de todas naciones están anclados ordenadamente en el puerto; sus banderas y sus gallardetes, izados en lo más alto de los mástiles, parecen flotar sobre los mismos muros. A lo lejos cruzan rápidas como el viento cien pequeñas barcas, entre las cuales quizás asoma majestuosamente un buque de alto bordo, desplegadas al aire sus hinchadas velas. Al son del vapor que rechina en grandes calderas de hierro, mueve otra nave sobre el mar sus ruedas, y traspone el horizonte dejando en las aguas un largo surco y en el aire su flotante cabellera de humo. En tanto allá en el muelle vense en confuso movimiento marineros y mercaderes cargando, descargando, pesando y midiendo; la machina cruje, y se levanta donde quiera un sordo rumor, tal vez ahogado a trechos por los cañonazos con que saluda la plaza un recién llegado bergantín de guerra.

     Sobre el muelle se extiende desde la ciudad al mar el monótono barrio de la Barceloneta (365), guarida hoy de ese monstruo que llaman carro de vapor, furia en cuyas alas puede un ejército devorar en veinte minutos el espacio de cuatro leguas. Helo allí pasando como el rayo entre esos pueblos graciosos de la costa, que a la sombra de sus naranjos descienden de montes verdes y frondosos y corren al parecer a bañar sus pies en las aguas de los mares. Badalona siente aún removido el aire por él, cuando hace ya estremecer las entrañas del viejo Mongat, y turba al alegre Masnou con sus gemidos. El mar de Vilasar no puede aún hacer oír el ruido de sus olas, cuando desaparece en el seno de Mataró. Queda en paz, monstruo que creó el ingenio humano; déjanos contemplar en tanto esa costa que se extiende más allá de lo que alcanza nuestra vista, costa poblada de alegres villas a cuyos pies brota una vegetación rica, combatida inútilmente por los torrentes que saltan a su lado. Los montes son su abrigo, el mar su muro, torreones antiguos su defensa y atalaya.

     Hacia el occidente, más acá de donde el Besós precipita al mar sus aguas turbulentas, ostenta el cementerio sus panteones y jardines de mármol, sus millares de tumbas y su triste y severa capilla greco-romana; a la izquierda llama la atención el pueblo de San Andrés, a cuya espalda levanta su cumbre al cielo el Moncada, sepulcro de cien recuerdos de gloria y fuente de tradiciones poéticas y misteriosas. Más acá, después de haber recorrido numerosas quintas y alquerías que rivalizan en esplendor y en lujo, abre a nuestros ojos sus calles muy pobladas el barrio de Gracia, unido a la ciudad por un largo paseo entre cuyos árboles la rosa crece y derrama sus perfumes. Tras él están los montes de Collserola, en una de cuyas faldas podemos descubrir aún el lugar que ocupó el convento de San Jerónimo. �Pobres montañas! El silencio habita hoy en vuestras cumbres, y sólo el murmullo de las aguas turba el de vuestras vertientes. Cayó con el monasterio la animación que os daban las campanas y los cantos religiosos de los monjes, y sobre todo los cantos de algazara de nuestros padres que hacían arder a menudo las ramas secas de vuestros bosques, y danzaban en vuestros repechos al son de alegres instrumentos. Derribado vuestro monasterio, �dónde podríais dar ahora el asilo que disteis en 1834 a los enfermos del cólera morbo, azote que va recorriendo de nuevo la Europa?

     �Adiós, viejas montañas! A vuestro lado descuella la de San Pedro Mártir, más afortunada que vosotras, pero menos animada también de lo que fue algún día. En su falda, encima del pueblo de Sarriá, vemos el monasterio de Pedralbes, en cuyos cristales de colores rompe el sol sus primeros rayos; los fervorosos cantos de las monjas aún se confunden allí con los suspiros de la brisa, los gorjeos de las aves y los murmullos de las fuentes (366). �Salud, salud, poético monte de San Pedro! �si recordarás aún las generosas palabras con que don Juan II, después de diez años de una guerra sangrienta, humilde y lleno de amor a Dios perdonó a la ciudad rebelde (367)?

     Cerca el San Pedro Mártir, hacia el mediodía, corren las aguas del Llobregat tantas veces teñidas con la sangre árabe: �ojalá pudiéramos detener nuestras miradas en la llanura por donde corre, llanura inmensa que desde los montes de occidente va a orlar el mar con las largas líneas de sus álamos! Allí entre árbol y árbol forman un calado caprichoso las hojas de sus vides, entre las cuales asoma la uva hasta fin de enero. Allí crecen lozanos los trigos al pie de la higuera y del albaricoque, o a la sombra de otros árboles frutales. Contén, oh Llobregat, tu curso dentro las cañas que defienden tus orillas; no lleves nunca a tan rico llano la desolación con tus inundaciones. Y tú, viejo Montjuich, a cuya guarda confió Dios la ciudad de Barcelona detén tu cólera y no vuelvas a desgarrar jamás el seno de esa población industriosa, cubierta aún por el pendón de Santa Eulalia. Déjala que crezca en paz y rompiendo sus muros, se extienda del Besós al Llobregat, del mar al monte; déjala su libertad y su porvenir de gloria. No sea la voz de tus cañones sino el eco de sus triunfos, ni tu bandera más que un pabellón de paz para ella, y un estandarte de guerra para sus enemigos.

Arriba