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Número 15

Contradicciones que tuvo que sufrir la Inquisición en Barcelona, valor y celo de los magistrados populares en resistir a la invasión del poder del Santo Tribunal, y defender las prerrogativas al poder civil. =ARCHIVO MUNICIPAL DE BARCELONA, dietarios y Libre de coses assenyalades; -Otros dietarios particulares de la época.

     Los barceloneses se habían señalado desde el siglo XIII por el celo con que atendían a la conservación de sus libertades; y aunque la manera de constituir cada año su gobierno municipal había cambiado en el siglo XV, todavía la constitución estaba en todo su vigor cuando la Inquisición vino a sentarse en el palacio antiguo de los Condes. Los Concelleres y Jurados, que ni a los mismos ministros del Rey cedían un punto de cuánto tocaba a sus leyes, privilegios y costumbres, mal podían recibir con alegre confianza el establecimiento de un Tribunal que entrañaba un poder casi independiente en medio de los demás poderes del Estado, y que por lo mismo traía consigo la contingencia de hollar los fueros populares a tanta costa adquiridos y sustentados. Los hábitos creados por cuatro siglos de continuo comercio con todas las naciones civilizadas por una libertad y una seguridad personal nunca violadas impunemente, repugnaban aquel poder suspicaz, que cual una sombra de terror venía a mover sus ocultos brazos entre ciudadanos celosos de su independencia, artesanos orgullosos de su profesión, en una ciudad mercantil e industrial, y como tal amiga de tratar con partes diversas y poblada de tratantes de diversas partes. D. Fernando el Católico, que ni en esto ni en otros de sus actos más importantes manifestó conocer la índole de sus pueblos, y en especial de Cataluña, trajo a Barcelona esta institución, ya en otro tiempo proyectada en Cataluña cuando las conquistas contra los moros fronterizos, y la comunicación diaria con los moriscos parecían justificarla; mas ahora, si en las conquistas recientes de la corona de Castilla esos mismos motivos parecían hacerla necesaria, ella no se presentaba a los catalanes sino difundiendo el temor y el recelo. Un jueves, 5 de julio de 1487, entró en la Ciudad el primer Inquisidor, que lo fue fray Alfonso Spina, Prior de Santo Domingo de Huesca. Precedíanle cruz y pendón, en el cual iba pintada la imagen de San Pedro: a instancias, según se decía (Libre de coses assenyalades), del Infante Lugarteniente del Rey, salieron a recibirle los Obispos de Urgel, Tortosa y Gerona y algunos caballeros.

     El siguiente lunes, 9 de julio, el Infante echó pregón de que ningún concurso ni procesado por crimen de herejía osase partirse sin licencia del Inquisidor. El día 15, domingo, éste subió al púlpito de la catedral, y, concluido el sermón, pasó al presbiterio a sentarse en la silla que le habían preparado, consintiéndolo el mismo Infante que allí asistía a los divinos oficios. Entonces fray Alonso Spina, con un misal abierto sobre sus rodillas, requirió al Canciller del Rey, al Regente de la Cancillería, al Veguer de Barcelona y al Asesor del Gobernador, que prestasen el juramento que en seguida se les leyó y ellos prestaron. Requeridos también los Concelleres, negáronse a verificarlo bajo la misma forma que los demás, y suplicaron al Inquisidor prorrogase su juramento para que después de consultado el negocio pudiesen otro día prestarlo cual debían. No accedió el maestro Spina, y los Concelleres sin jurar presentaron por escrito lo mismo que habían dicho. Aquel mismo día convocaron el Consejo de Cien Jurados, en el cual se deliberó que se prestase juramento, pero con una fórmula extendida por el mismo Consejo, y que en sustancia juraba favorecer al Inquisidor para la defensa de la Santa Fe Católica y extirpación de la herejía. Los mismos que tan recelosos cuidaban en reconocer el poder de la Inquisición eran aquellos tan católicos barceloneses que fundaban parroquias, ayudaban a plantear conventos, aquellos en quienes buscaban amparo las órdenes religiosas en los momentos de conflicto. En aquellos tiempos duraba todavía la fe sencilla de la Edad media; y el clero, participando de la representación del Estado por sus prelados y dignidades, estaba acostumbrado a amar las leyes y usos de su país natal que sabía deslindar de sus deberes religiosos. Estas leyes y usos se habían ido formando precisamente al tiempo que las armas catalanas restauraban la religión y reconquistaban el suelo patrio: así se explica cómo en los hechos que iremos apuntando, jamás el clero se puso de parte del Santo Tribunal. -En 1503 éste prendió a maese Juan Grau, cristiano de naturaleza, ciudadano de Barcelona y artesano, por una disputa que había sostenido con uno de la servidumbre de los Inquisidores. Mandaron pasearlo por la ciudad montado en un asno con mitra amarilla en la cabeza, cual si fuese hereje, y darle de azotes, con gran vergüenza y escándalo de la Ciudad y quebrantamiento de sus huesos. El cuerpo municipal acordó enviar al Rey dos Embajadores que reclamasen contra aquel acto del Santo Oficio; y pues en los dietarios no leemos ninguna resolución ulterior, es mayor la gloria del Consejo, que no dejó de obrar sino impedido por el soberano, tan aficionado a la Inquisición, cuan poco amigo de las instituciones públicas de Cataluña. Miguel Jener, uno de los patrones de las cuatro galeras que el Rey mandó fabricar en la Atarazana el año 1510 y 11, indujo a maese Pedro Matalí, mercader y ciudadano de Barcelona, a que como experto en los armamentos navales, pasase a ver su galera, y aconsejarle sobre la colocación de los cañones. Consintió el barcelonés, y a 26 de enero lo puso por obra; mas apenas estuvo dentro Atarazanas, el patrón Matalí mandó prenderte y meterlo en su galera. Irritó esta traición a los Concelleres, los cuales resolvieron que el Regente de Veguer fuese al buque a recobrar la persona de Matalí y prender al Capitán. La infracción de fuero no podía ser más clara: sin embargo, Jener negó la entrada al ministro de la Justicia si no dejaba antes su bastón de mando, y ni aun así tuvo ningún resultado su entrada. Entonces el Lugarteniente General o Virey envió un Alguacil suyo, el noble Pedro Salvá, quien desde una barra llamó a Jener en nombre de aquella autoridad para tratar de componer este suceso. El Capitán, puesto en la escala de la galera, le contestó: Idos enhorabuena, que no quiero que entréis en la galera, pero si su Señoría (el Virey) me da salvo conducto, yo iré a darle cuenta de que queda satisfecho. Y como el Alguacil le replicase que extrañaba mucho que siendo él oficial del Rey obrase de esta manera, díjole Jener: Idos enhorabuena, que yo hice lo que debía, y haceos atrás. Instó el Alguacil diciéndole mirase bien lo que hacía, tras lo cual le impuso la pena de mil florines de oro si salía del puerto sin licencia del Lugarteniente.

     Los dietarios no dicen si la galera se hizo a la mar con el preso; pero de los hechos posteriores se deduce claramente esto y los motivos por que así obraba el patrón. �Cómo se atrevía éste a desobedecer las órdenes del Veguer y del mismo delegado del Rey? Los dietarios señalan la única contestación probable: decíase que lo hizo de orden del Señor Rey, porque maese Matalí tenía cierta contienda con los Inquisidores. Ello es cierto que la ciudad nombró en Consejo pleno dos Embajadores que pidiesen al Rey el castigo del patrón y la reparación de aquel insulto a las libertades públicas; y el suceso causó tal sensación de disgusto o ira, que los dietarios además de calificarlo de violación infame de todas las leyes al referir quién era el patrón Jener, le llaman bastardo, y por consiguiente hijo de criminal coito (per consequent de damnat coyt). Los Embajadores partieron a 5 de julio, y aunque permanecieron instando cerca del Rey hasta mediados de enero de 1512, nada recabaron sobre este negocio (empero no acabaren res de la feyna de dit Matalí). Tan poco podían con D. Fernando las Constituciones de todo un pueblo y la seguridad de los ciudadanos, ya que así las posponía a los manejos de un Tribunal arbitrario.

     No nos admiramos pues de que tantos bríos manifestara entonces el Santo Tribunal que buscase sus víctimas en los funcionarios principales de la corona. Mossén Dalmao Tolosa, Canónigo y Paborde de la catedral de Lérida, y Jaime Casafranca, ex-Tesorero real, fueron procesados y quemados por decreto de la Inquisición de Barcelona un viernes 17 de enero de 1505. La causa de Jaime Casafranca sin duda antes se había visto en la Cancillería o Real Audiencia, puesto que leemos que a 3 del mismo mes la Inquisición prendió al Regente de dicha Cancillería el Dr. Francisco Franch. Tal vez su crimen no consistía sino en haber interpuesto su influjo a favor de Casafranca: de todos modos el documento consigna la opinión pública que atribuía su prisión a los favors que havíe fetes en la advocació den Jaume de Casafrancha qui estaba pres per dita Santa Inquisició. En verdad que a 8 de marzo le pusieron en libertad; mas no sin pasar antes por una penitencia pública, que consistió en oír misa en el convento de Jesús, sin capa ni sombrero, y con los zapatos enchancletados o descalzados del talón. En este suceso la Ciudad no podía intervenir; mas pronto vinieron otros a ofrecerle ocasión de mostrar su ánimo de no conceder a la Inquisición ningún predominio.

     A 15 de noviembre de 1532 los Inquisidores mandaron a los Concelleres que pasasen a palacio a prestarles juramento, que sin duda se renovaba al mudarse los individuos del Tribunal: el Consejo de Cien Jurados resolvió no obedecerle, y que jurasen dentro de las mismas casas consistoriales en poder del oficial del Sr. Obispo, notificándoles esta resolución por los Síndicos y los Vergueros (maceros). Tampoco quisieron obedecer los diputados de Cataluña, a quienes se mandó lo mismo; sino que en el altar mayor de la catedral juraron valer a la Inquisición contra los enemigos de la Sta. Fe Católica.

     En la festividad de la Virgen de setiembre de 1555 el Obispo de Astorga don Diego Sarmiento, uno de los Inquisidores, quiso tener su silla en el presbiterio de la capilla de la Lonja, cosa reservada al Rey o su Lugarteniente. Los Concelleres, que asistían a la función, mandaron inmediatamente quitar la silla que como Inquisidor había puesto el prelado, sin tocar el asiento que como a celebrante en el oficio divino le correspondía. El Inquisidor se vengó de esta afrenta, prendiendo al día siguiente al ciudadano Francisco Garau, por suponerle autor de tal Consejo. Inmediatamente la Ciudad representó su agravio a la Infanta Princesa, a la sazón Lugarteniente por el Rey D. Carlos V; y mientras aguardaba la respuesta proveyó a la manutención del preso de una manera tan autorizada, que además de llevarle públicamente la comida los oficiales del Consejo a las cárceles inquisitoriales, dos hachas encendidas alumbraban a los encargados de conducir la cena. La contestación de la Princesa Regente llegó por octubre; y para que se vea cuán satisfactoria fue, preferimos copiar la carta que sobre este negocio envió la Regente al Inquisidor, y participó también a los Concelleres:

     �Reverendo en Christo Padre Obispo, amado de Su Magestad: los Concelleres de esta Ciudad nos han escrito agraviándose de lo que sucedió en la Lonja dessa Ciudad, celebrando vos allí el día de nuestra Señora el officio divino, y de los procedimientos que después vos provehístes, y que si no consintieron que tuviesedes silla demás de la que os convenía para vuestro descanso celebrando, fue que no es costumbre ni se permite a su mesmo prelado tenerla en el lugar que está dedicado para la persona Real o de su Lugarteniente General allándose los dichos Concelleres presentes, y que así no podistes con justicia proceder contra Francisco, gran ciudadano, suplicándonos que pues en ello se atendía solamente a la conservatión de la Real preheminencia de Su Majestad, que este Cirimonial todo está a cargo de los dichos Concelleres, y siempre se les a guardado este especial cuidado que an de tener en todo lo que ellos suelen personalmente assistir, mandasemos proveherlo de manera que no se les haga agravio. Y háse visto y platicado sobre ello lo que convenía, y que si no ay más de haber ellos dicho que no podíades tener en aquel lugar vuestra silla, en esto y en que no quedase allí no exedieron, ni quien lo justo y por su parte (léase sin duda: no exedieron lo justo por su parte, ni quien) a entendido en ello tiene culpa alguna, ni con vos se hizo novedad. Y así os decimos y encargamos que miréys de aquí adelante en que las Cirimonias y preminencias de la Ciudad sean guardadas y no se les aga perjuizio alguno, y tengáis en ello el miramiento que conviene: que Su Magestad será servido también que se las guarden también (quizás tan bien) sus preminencias Reales. Y olgaremos entender por vuestra letra que quedó así provehído. Dada en Valladolid a XIIII de octubre de MDLV.=J. (Juana) Princesa.�

     Los Inquisidores, que los más venían de Castilla, mal podían avenirse a esa independencia de la autoridad civil; por lo cual insistieron en su empeño. Era el domingo 23 de marzo 1561: en el oficio solemne y demás ceremonias que aquel día habían de celebrarse en la catedral, como en la Dominica in passione, acostumbraba el Padre Inquisidor leer un edicto contra la herética pravedad, función anual muy señalada, en que por lo mismo el Santo Oficio había de procurar resaltase su autoridad. Al tiempo de acompañar tres de los Concelleres la procesión que muy de mañana se verificaba por las naves de la iglesia, supieron que los PP. Inquisidores todavía ausentes, habían mandado poner primero en el lado del Evangelio, y luego mudar al de la Epístola, dos sillones y una alfombra, cosa sólo propia del Rey, del primogénito o de su representante. Ya el Cabildo, conocedor de las prerrogativas reales, NI deseoso de evitar un escándalo, antes había enviado al palacio del Santo Oficio dos Canónigos que les informasen de esa prerrogativa real, y de que su mantenimiento corría a cargo de los Concelleres, con quienes no qui. si. eran trabar contienda. El Santo Tribunal despachó a los dos Canónigos junto con el Receptor y otros oficiales de la Inquisición; y estos viniendo a la presencia del Obispo de Barcelona, expusieron ciertas pretensiones que al parecer no hacían al caso (palabras textuales). �Decid a los Inquisidores, contestóles el Obispo, que quiten esas sillas y esa alfombra del altar mayor, porque no pueden estar ahí, sino que su sitio está en el coro a mi lado; y que no quieran trabar contienda con los Concelleres, que estos no pueden menos de defender las preeminencias reales que tienen encomendadas por el mismo Rey.� Y añadió: �Yo soy prelado, y cuando quiero sentarme en la iglesia junto al altar mayor, me siento no en silla, sino al lado de los Concelleres en los escaños que allí hay.� Poco después vinieron los Inquisidores con todos los familiares, y fueron a sentarse en las sillas y estrado del presbiterio. Los Concelleres, ya enterados del mensaje del Obispo y Cabildo, mandaron a Miguel Boera, Notario y Sub-síndico de la Ciudad, y a Pablo Gomar que desempeñaba las veces de Escribano del Racional, que fuesen en su nombre a notificar a los Inquisidores debían quitar las sillas y estrado del presbiterio por las razones susodichas, o del contrario la Ciudad no podría dejar de proveer lo conveniente. A este nuevo mensaje respondieron los PP. Inquisidores en su lengua castellana: ��Quién soys vosotros?� Y los mensajeros contestaron en catalán: �Oficiales somos de la Ciudad;� a lo cual repusieron los PP.: �Dezid a los Consejeros que nosotros representamos Su Santidad, y esto es servicio de Dios, de Su Santidad y de Su Magestad, y que desta manera avemos de estar.� Entonces insistieron Boera y Gomar en catalán: �El lugar de los Inquisidores para semejantes casos y otras funciones está en el coro, al lado del Reverendísimo Obispo, añadiendo que ellos no podían de ningún modo sentarse junto al altar mayor.� A esto los Inquisidores, con gran veneración y con una cierta manera de cólera (el que esto escribía era un Notario encargado del ceremonial) les respondieron: Anda, anda; y los dos oficiales regresaron a dar cuenta a los Concelleres. Inmediatamente estos pusieron en práctica una consuetud, que es uno de los más insignes testimonios de la firmeza de aquella constitución no escrita, y sobre cuán anchas bases estaba asentada la libertad que formaba parte de las tradiciones y de los sentimientos de familia y de profesión. Mandaron que sus porteros o maceros buscasen por el recinto de la iglesia cuántos caballeros y ciudadanos encontrasen hábiles para entrar en Consejo de Ciento, los cuales reunidos dentro de la misma iglesia representasen esa grande asamblea y deliberasen qué resolución convenía adoptar. De un gran número de actos de los Concelleres se desprende con cabal certeza que en todo suceso arduo e imprevisto, principalmente en toda infracción de fuero, que exigiese remedio pronto, los Concelleres juntos o cada uno de por si podían improvisar en cualquier sitio una representación del Gran Consejo, deliberar con los ciudadanos que encontrasen, y dar fuerza de acuerdo legal a lo que así resolviesen: el lector comprenderá fácilmente qué sentimientos, qué hábitos, qué organización social, qué fe religiosa y política supone esa costumbre rara aun en los estados más democráticos. Por ser aún muy temprano, no pudieron encontrar en la catedral sino a los ciudadanos (la clase de ciudadanos era distinta de las de mercaderes y menestrales) mossén Fadrique Lull y mossén Valentín de Ferrera; y consultado con ellos el negocio, resolvióse que ambos fuesen a los PP. Inquisidores con igual mensaje que los oficiales. Los Inquisidores no sólo contestaron lo mismo que antes, sino que añadieron en su lengua castellana: �Que no quitarían las sillas y alfombra, porque ellos por su oficio y el aucto que representavan, estaban donde les pertenecía, y que así se acostumbrava en Castilla.� Temiendo los Concelleres en vista de tal obstinación, y de que ya se comenzaba el oficio divino, no quedase frustrado su intento, mandaron al Sub-síndico que pasase prontamente a la parroquial de Sta. María a participarlo a los dos restantes Concelleres que allí asistían a la festividad, y encargándoles que al punto se dirigiesen a las casas consistoriales para celebrar Consejo de Prohombres, según el dictamen de los ciudadanos que ya se hallaban en gran número en la catedral. Al saberlo los dos Concelleres de Sta. María, aconsejándose también con los ciudadanos que había en aquella iglesia, enviaron al Sub-síndico a dar parte de lo ocurrido al Virey o Lugarteniente de Su Majestad, mientras ellos se dirigían a las casas consistoriales. Aquí estaban ya los otros Concelleres, seguidos de todos los ciudadanos y nobles que dejaron de oír los divinos oficios al ver que la autoridad municipal se retiraba, y entre tanto iban acudiendo los que los maceros y otros oficiales avisaban. Volvió a poco el Subsíndico con la respuesta del Lugarteniente, reducida a que le parecía bien el acto de los Concelleres, y que como era poco versado en estos asuntos enviaría al Real Tesorero a consultarlo con el Canciller. No desaprovecharon el tiempo los Concelleres; sino que también enviaron el mismo Sub-síndico acompañado de algunas personas a enterar al Canciller y asistir a la consulta. El éxito probó cuán acertado fue este mensaje. El Canciller, fuese temor al Santo Oficio, o cualquier otro motivo, contestó al Tesorero que no, que no quería contestar ni aconsejar sobre aquel asunto sino con los de la Cancillería o Audiencia; mas replicando los mensajeros de la Ciudad que ésta ya en otras ocasiones había quitado sillas y dictado otras providencias por la conservación de las prerrogativas reales, entonces el Canciller hubo de responder que la Ciudad hiciese lo que era de costumbre. Inmediatamente el Tesorero, conforme el Lugarteniente se lo había mandado, pasó a la Seo a decir a los Inquisidores no quisiesen contender con la Ciudad, pues su Señoría (el Lugarteniente) le había mandado decirles que la razón estaba de parte de los Concelleres. El Santo Oficio dio la misma respuesta que los mensajes anteriores.

     Entre tanto reuníase formalmente el Consejo de Ciento: llamóse al Veguer de Barcelona, ejecutor de las decisiones de aquel cuerpo; y cerciorada la asamblea de cuánto había ocurrido, resolvieron dar escrito su acuerdo al Veguer, sin duda para mayor formalidad y compromiso, así como en semejante cuestión ya se había practicado con el Inquisidor D. Diego Sarmiento en la Iglesia de PP. Predicadores. Este acuerdo era que los Concelleres, como en el caso precitado de Sarmiento, fuesen a la catedral junto con el Veguer a quitar las sillas y alfombra, participándolo antes al Sr. Lugarteniente. El Escribano de los Concelleres libró al Veguer por escrito el acuerdo tomado, mientras esperaban la resolución de su Señoría, que fue pasasen a la catedral, adonde él iba inmediatamente. Dirigiéronse pues a la iglesia con el Veguer y todos los que habían asistido al Consejo, y entrando por la puerta que da al claustro se encaminaron al presbiterio, a tiempo que el sacerdote rezaba las preces que se acostumbran antes de sumir. Ya el Lugarteniente había hecho poner su silla; por lo cual el Veguer, creyendo que debía esperarse su venida, no subió al presbiterio. Pero los Concelleres, resueltos a poner en ejecución su acuerdo, le llamaron, cuando llegó el Lugarteniente y hubieron de bajar a su encuentro. Apenas puso el pie en el presbiterio, dijo al pasar a los Inquisidores en castellano: Padres, quitad de hay essas sillas; pero como el sacerdote iba a sumir el cuerpo de J. C., hubo de arrodillarse como los Concelleres y hacer las ceremonias subsiguientes. Luego pasó a sentarse en su sillón, siempre acompañado del cuerpo municipal, a quien entonces dijo: �Pasadoos a vuestro lugar;� y volviéndose al Veguer: �Andad, le dijo, dezildes que quiten las sillas, y si no quieren quitaldas.� Al punto los Concelleres y Prohombres pasaron a la parte de la Epístola, que era donde estaban los Inquisidores sentados en las sillas, y sus familiares a su lado en un escaño. A estos últimos mandaron los Concelleres que les cediesen el puesto, como lo hicieron; al paso que el Veguer intimó a los Inquisidores la orden que llevaba. Opusiéronse ellos, y replicaron que querían consultarlo con el Lugarteniente; el cual no quiso oír al Fiscal que le enviaron. Entonces los oficiales del Veguer comenzaron a ejecutar la orden del Consejo, agarrando las sillas de manos de los Inquisidores; y tanta era la resistencia que uno de éstos, disputando con el Cap de guayte (Jefe de ronda), dijo en castellano: Yo os mando so pena de excomunión y de mil ducados dexeys las silas; catad lo que haceys, yo os lo mando. El otro Inquisidor dirigía sus amenazas a los mismos Concelleres; pero los oficiales del Veguer porfiaban por apoderarse de las sillas contra los Alguaciles y demás familiares del Santo Oficio. El negocio pasaba a tumulto; la iglesia se había llenado de gente; por lo cual, levantándose de pronto el Lugarteniente, atravesó el presbiterio, y dijo con vehemencia a los oficiales reales: �Vayan fuera essas sillas y quebraldas; �no lo había yo mandado? Y al punto el Cap de guayte y los demás ministros asieron de ellas, y las sacaron con ímpetu fuera del presbiterio, y rollaron la alfombra, tras lo cual el Lugarteniente se volvió a su puesto. Los Inquisidores permanecieron arrodillados; y no consintiéndolo los Concelleres, les invitaron a tomar asiento en su escaño. Desecharon ellos la oferta, y acabado el oficio, sin saludar ni al Lugarteniente, se marcharon. Los Concelleres y Prohombres acompañaron a su Señoría hasta la puerta mayor, y volvieron a oír misa en la capilla de Sta. Eulalia.

     No creemos que la Inquisición dejase impune este acto de independencia; mas faltando datos que prueben nuestra opinión, sólo podemos afirmar que se sorprendió el ánimo del Rey D. Felipe II con una acusación de herejía, no sabemos de parte de quién, contra la Ciudad, y que el negocio hasta fue llevado al Papa: semejante cargo no incumbía ni traía cuenta hacerlo sino al Santo Oficio; y acaba de probarlo la misma importancia que a este asunto dio el cuerpo municipal. La Ciudad envió a la Corte un Embajador, que fue mossén Francisco Benet Codina, y muchos serían los obstáculos que preveía ya que no se fió de las solas gestiones de su enviado, sino que buscó el apoyo del Obispo de Cuenca, uno de los que más podían en el Rey. El 1.� de abril de 1570 regresó Codina, portador de dos cartas que, por compendiarse en ellas y aclarar este suceso, trasladamos aquí:

     �A los amados y fieles nuestros los Concelleres, Consejo y Ombres buenos de nuestro Ciudad de Barcelona. -El Rey: -Amados y fieles nuestros: por la carta que nos dio Francisco Benet Codina y lo demás que nos presentó de vuestra parte, entendemos el sentimiento que os queda de lo que de essa Ciudad se ha dicho en Roma, y crehemos bien que será tanto mayor quanto más appartados estáys de semejantes cosas; y assí como conocemos quan descanssados podemos estar en esta parte, assí lo podréys estar vosotros también de que ninguna cosa de lo que se ha dicho ha echo en nos mella ni mudanza para que dexemos de tener a esse nuestro Principado y Ciudad en la opinión que antes, y por tan buenos y fieles vasallos como siempre havéys sido y meresce el renombre de que os preciays; y éste os debe bastar para que os aquiteys y os persuadáis que en todo lo que os tocare ternemos la quenta que es razón para hazeros la merced que vuestra fidelidad y buenos servicios merecen. Dada en Córdoba a V de marzo de MDLXX. -Yo el Rey etc. =�2.� -A los muy Ilustres Señores los Señores Consejeros de la insigne Ciudad de Barcelona. -Muy Ilustres Señores. -El Señor Francisco Benet Codina me dio la carta de esse Ilustre Consejo, y luego con el dicho Codina me fuy a Su Magestad, y le supliqué fuese servido de querer entender quan engañado havía estado en este negocio por no haber sido servido desde el principio y entender las razones de ese Consejo y Ciudad quando por su parte también procuraron fuese informado de la verdad: y con esto, y con el deseo que yo tengo de servir ese Real Consejo y a todo esse Principado, le propuse las demás razones que me parecieron más a propósito para la buena expedición de este negocio. Suplíquele mandase despachar con brevedad; y vuestras mercedes verán y entenderán por relación de mossen Francisco Benet Codina que a solicitado como buen Embajador esse negocio. Y si para lo que se ofreciere de aquí adelante en general o particular a vuestras mercedes, a esse Principado y do fuere bueno, vuestras mercedes sean ciertos que mi voluntad será siempre pronta a servir en lo que pudiere, como lo deseo que lo hiziesen todos y ciertos Señores; (tal vez; y cierto, Señores,) que siendo a todo el orbe tan notorio la fidelidad a Dios y a su Rey dessa Nación y Principado, me paresce (y así lo dixe a Su Magestad) que la mayor venganza que se podía tomar de la malicia, si la huvo en quien presentó tal escriptura a Su Santidad, fuera reyrse mucho de della, que así lo hize yo quando lo hoy la primera vez; Dios perdone a quien siembra sacina (quizás cizaña) entre súbditos y sus Príncipes; que cierto haze muy mala ganancia para su alma. Guarde nuestro Señor las muy Ilustres personas de vuestras mercedes, como desean. De Córdoba, a VII de marzo de MDLXX. -Servidor de Vuestras Señorías -Bernardus Episcopus Conquensis.�

     El Veguer de Barcelona por 8 de agosto de 1611 desarmó a un cochero de la inquisición por sorprenderle con armas vedadas (deshonestas); y no constándole que aquel hombre fuese familiar del Santo oficio, no trató de restituir las armas si los mismos Inquisidores no las pedían. Estos al punto pusieron preso a un criado del Veguer, quien acudiendo al cuerpo municipal, fue aconsejado que prendiese y metiese en las cárceles reales al Alguacil y otros dos familiares del Santo Oficio. Hecho esto, los Concelleres pusieron en conocimiento del Rey éste y otros abusos que cometían los Inquisidores; los cuales al punto procedieron contra la Ciudad con censuras de excomunión.

     Viendo el Consejo que no desistían de sus procedimientos, apeló de ellos, y por setiembre evocó la causa formal en la Real Audiencia, al mismo tiempo que sorteaban solemnemente un Embajador que negociase este asunto en la Corte. Cúpoles la suerte a varios que por impedimento no pudieron encargarse de la embajada; hasta que salió el nombre de Gualbes de Corbera, el cual aceptó, y con suficientes instrucciones partió a Madrid en posta a 26 de diciembre. La Inquisición puso entredicho a la Ciudad; por lo cual los diputados de Cataluña, como jefes de la Audiencia Real, creyeron debían tomar parte activa en el asunto, y despacharon un Embajador suyo a la Corte. También mandaron un mensajero a Castilla los Inquisidores, y las noticias que les trajo no deberían de ser muy satisfactorias, supuesto que a 6 de octubre pusieron en libertad al criado del Veguer, quien por medio del Virey hizo lo mismo con los familiares del Santo Oficio. Mas no levantando el entredicho, el cuerpo municipal resolvió pasar en plena asamblea a suplicar al Virey se sirviese declarar en justicia.

     Por fin a 20 de aquel mismo mes el Real Consejo o Audiencia, por voto de todas las tres Salas, atendiendo a que los Inquisidores ocupaban la jurisdicción Real, y citados se habían negado a comparecer in banco regio, declaró quedaban desterrados de todo el Principado de Cataluña dentro el término de tres días contaderos desde el de la intimación de esta sentencia, que lo fue aquella misma tarde. No se curaron de obedecer el Santo Oficio; y fue menester que el 8 de noviembre el Consejo por medio de pregón público verificado en los sitios acostumbrados de Barcelona les mandase desembarazar de sus personas el Principado de Cataluña como usurpadores de la jurisdicción real. Entonces quizás comenzaron ellos a temer, y todo les prometía que el Veguer forzaría la entrada en su palacio para cumplimentar la orden del Consejo. Ello es que al día siguiente sacaron en los corredores que miraban a la plaza del Rey un tapiz con las armas del Santo Oficio y un pendón de tafetán carmesí con una cruz verde, y cerrando la puerta dejaron afuera delante de ella un paño negro que la cubriese toda y un Crucifijo envuelto en un velo negro. La Ciudad, los diputados y la nobleza, convocándose a deliberar sobre este hecho, resolvieron participarlo al Virey y al Consejo Real o Audiencia, mientras acudían al Obispo, a quien ya tocaba remediar el escándalo. A consejo de las personas que convocó el prelado, envió su Secretario a notificar a los Inquisidores que su acción no era decorosa, que la enmendasen para evitar el escándalo que tan voluntariamente procuraban, de lo contrario él proveería lo que le pareciese conveniente.

     Entre tanto la Ciudad, la diputación y el brazo de la nobleza se ofrecieron a velar junto al Crucifijo abandonado por los inquisidores a su puerta para que algún bellaco enemigo de la Fe no cometiese alguna acción en daño de la Cristiandad y de la fidelidad de los Catalanes. Al anochecer de aquel día el Obispo, que era D. Juan de Moncada, envió cuatro pajes con sendas antorchas de cera y cuatro sacerdotes que asistiesen junto al Crucifijo, delante del cual mandó poner una mesa cubierta con tapete de terciopelo negro, y encima de ella cuatro candeleros de plata con sendas velas. Los pajes descaperujados se pusieron a entrambos lados de la mesa, y los sacerdotes ocuparon las sillas que estaban prevenidas, todos con orden de velar allí aquella noche. La expectación pública crecía por momentos: la Diputación y los Concelleres estaban prontos a obrar según exigiesen los hechos posteriores; pero quizás avergonzados los Inquisidores de haber apelado a semejante ardid para cerrar su puerta, por manos de uno de sus familiares quitaron la imagen de Jesucristo y el tapiz negro, con lo cual los pajes y los sacerdotes se volvieron al palacio del Obispo.

     Así pasó el negocio por entonces, no sabemos si por interponerse personas celosas, hasta que a 12 de noviembre llegó un correo del Rey con orden de sobreseer en la causa por espacio de tres meses. Para los Inquisidores era éste el mejor éxito que podían prometerse; los Concelleres empero dudaron de si el Rey podía sobreseer y prorrogar la ejecución de la justicia. Consultáronlo con los letrados más famosos, que todos opinaron no lo podía, por ser contrario a las Constituciones de Cataluña; por lo cual el día 14 se convocó el Consejo de Ciento, se consultó al Consejo Real o Audiencia, y de acuerdo con éste, aquella corporación municipal determinó no aceptar la disposición del Rey, sino escribir a Su Majestad, extender memorias de todo lo acaecido para informar a los respectivos Consejos, y proceder a la comenzada ejecución del destierro de los Inquisidores. Éstos, en virtud de la orden real no aceptada por la Ciudad ni por el país (ni la terra), andaban instando a las autoridades reales de la Ciudad y demás personas interesadas para que recibiesen la absolución del Santo Oficio; pero aquellos funcionarios, los Concelleres, el Canciller real, el Relator de la causa y el Veguer unánimes respondieron que no se tenían o juzgaban por excomulgados, y por consiguiente no habían necesidad de su absolución. Con todo, este negocio no tuvo ulteriores consecuencias; y la victoria no podía menos de ser costosa a los magistrados populares: degenerando cada día el amor de los Reyes para con sus pueblos, hollaban poco a poco las libertades públicas, el favoritismo erigido poco a poco en única ley, creciendo el fanatismo en los más de los reinos de España, y corroyendo más y más la consunción postrera a la gran monarquía de Carlos V, último soberano amigo de las constituciones de sus pueblos, y primero en abrir la puerta a su infracción.

     En el sorteo de 1659 salió para la plaza de conceller sexto José Mateu, tendero; mas por ser Receptor del Santo Oficio, el cuerpo municipal acordó después de muchos debates dar por nulo el sorteo y pasar al nombramiento de otro.

     En el Consejo de Ciento, celebrado el 15 de mayo de 1680, entre otros acuerdos se leyó la sentencia del Consejo Real o Audiencia a favor de la Ciudad sobre la contención promovida entre ésta y los Inquisidores; los Concelleres les habían prohibido abrir ninguna carnicería, panadería y taberna. Estos hechos, expuestos sencillamente como se leen en los dietarios, creemos bastarán para probar cómo hasta sus postreros momentos la Constitución municipal de Barcelona rechazó la institución del Santo Oficio, celó sus actos, y no consintió que invadiese las regalías ni las libertades públicas. Mas de ningún modo juzgamos haber agotado este asunto; antes estamos ciertos de que en los archivos existen datos más abundantes que pueden dar materia a una historia completa de esa lucha: nuestro intento sólo se cifraba en justificar la aserción del texto y en llamar la atención pública sobre este punto de nuestra historia civil. Y es notable que la Inquisición robusteciese aquí su poder, al paso que la Constitución municipal era infringida, o por desprecio o por olvido del monarca; y no pocas reflexiones surgen de esta materia que contribuyen a explicar cómo se encendió la llamarada del tiempo de Felipe IV, de cuyas mal apagadas cenizas había de estallar el incendio contra Felipe V.

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