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Capítulo V

Muros de la ciudad, interior, arrabales

     No es extraño que a las murallas de Ávila anden unidas peregrinas tradiciones, según lo mucho que impresionan su grandiosidad y rara entereza. Si el examen de su fábrica bastante homogénea no confirma que procedan de los escombros sucesivamente amontonados por las razas dominadoras, arábiga, goda, romana, y hasta de las piedras asentadas por el hijo de Hércules, si ningún documento autentica por otra parte su rápida reconstrucción en el espacio de nueve años, los últimos del siglo XI, en el modo y forma que la crónica relata (585), al menos se manifiesta que se hicieron todas de una vez y bajo un solo plan, en tiempos muy cercanos a la restauración de la ciudad, con previsoras miras de fuerte resistencia, en medio de las alarmas y peligros de un país rayano y de una reconquista todavía mal segura. No toda la población a las horas existente se encerró en la robusta valla; dejando fuera extensos barrios y venerables templos como San Vicente, San Pedro, San Andrés, Santiago y otros ya, fundados a la sazón, trazóse un irregular perímetro de cuatro lados ni iguales ni paralelos entre sí, o más bien se siguieron los rastros del que permanecía acaso como recuerdo de anteriores edades. Por base se tomó el lienzo oriental que es el más largo de todos y donde ofrece el terreno menos sensible desnivel por prolongarse en esta dirección la loma: al norte y al sur se tiraron dos líneas un tanto convergentes que dominan su respectivo valle, aquel más estrecho, este espaciosísimo hasta las lejanas sierras, y que hacia la mitad de su longitud bajan una y otra en rápido declive a buscar la orilla del Adaja, cuyo cauce va de mediodía a septentrión formando tangente con la ciudad y besando al oeste su cerca por la parte más corta. Quedó la planta del murado recinto muy semejante a la de un ataúd, con la cabecera desmedidamente ancha vuelta a levante, y al poniente los angostos pies hundidos en la arena del río.

     No hay ejemplo, al menos en España, de una fortificación de la Edad media tan consistente, tan desembarazada, tan completa en sus menores detalles. Parece estar en acción, dispuesta siempre a repeler violentos asaltos no menos que traidoras sorpresas, guardando vigilante el caserío, tranquilamente dormido en su regazo o agrupado por fuera a la sombra de su amparo y bajo el alcance de sus ballestas. De sus ochenta y ocho torres ni una sola falta (586); ninguna construcción parásita se les arrima ni oculta su gentil arranque, ningún quebranto ha sufrido apenas su. diadema de merlones: elípticas más bien que semicirculares, avanzan notablemente del muro a trechos cortos, descollando en altura sobre el remate también almenado de los lienzos. Hermosa perspectiva, ora se la contemple desde abajo cual falange apostada y fija en la altura, diseñando en el azul de los cielos sus picas y cimeras, ora se la siga en su precipitado descenso por ásperas cuestas, cual columna de guerreros no desconcertada un punto en el orden y firmeza de su marcha. Y lo que tiene de harto rudo su aspecto o de sombrío su color, lo templan con su amena frondosidad las piramidales copas de los álamos plantados en su circuito, y el gracioso vaivén de las ramas parece imprimir movimiento y vida a aquel semblante de piedra y desarrugar su inflexible ceño.

     Enclavado entre oriente y sur en la cerca de la plaza, pero sin distinguirse ya de ella exteriormente, subsiste el famoso alcázar, si tal nombre merecen unos patios o corrales que sirven de cuartel y un arco ojival entre dos machones, pintorreado con motivo de la proclamación de Felipe V, que le da entrada por una angosta calle frente al portal del Mercado. Su alcaidía aneja a la guarda del cimborio de la catedral, la confirieron hereditariamente los reyes Católicos a Gonzalo Chacón regidor de la ciudad, cuyo hijo conservándola con prudencia y energía supo desde allí mantener a raya los ímpetus de los comuneros y las exigencias de la santa junta. Ordenó Felipe II hacer obras en el edificio y reparar la torre de la esquina, que avanza sobre matacanes llevando añadido, al parecer, un segundo cuerpo; pero lo que hay de imponente y grande en aquella puerta que es la principal y más concurrida de Ávila, llámese del Mercado, del Alcázar o de San Pedro, no se debe al prudente monarca, ni tampoco a los reales consortes que encima del bajo y tosco medio punto, esculpieron dentro de un marco semicircular sus armas y su divisa del ñudo y manojos de flechas (587): de más remoto origen y tal vez de la erección general de las murallas, datan probablemente los colosales y salientes torreones que la defienden y que al extremo de su avance se enlazan por medio de un aéreo puente de arco atrevidísimo, paralelo al muro y ceñido como él de almenas, formando de lejos y de cerca una extraña y asombrosa visualidad. La puerta tiene rastrillo y en el centro de su bóveda una tronera o hueco por donde podían ser aplastados desde arriba los que intentasen entrar a viva fuerza. Algunas casas edificadas por excepción al pie de aquellos cubos, ponen más de realce en cierto modo su enorme elevación, y los toldos de las tiendas y la animación y abigarrada concurrencia del Mercado, añaden a su aspecto monumental el interés de una escena de costumbres.

     Como la línea del este viene a cortar casi el centro de la población a causa del crecido desarrollo que tomó por aquel lado el arrabal, traza una de las calles más anchas y prolongadas a manera de coso, y se esconde a trechos detrás del caserío, no sin asomar a menudo por cima de los tejados la extremidad de las torres o la orla de sus adarves. Sobresale entre todas por su vasto ruedo y doble almenaje, el nombrado cimborio de la catedral, insigne en carácter, más insigne aún por sus leyendas; y ciertamente que mereciera corresponder a él la fisonomía de la contigua entrada a la ciudad, que aunque simple postigo, es una de las más transitadas. Pero la disimula y cubre un edificio de almohadillados portales, metido entre dos cubos y levantado en tiempos de Felipe II según el letrero, con destino al peso de la harina y después a carnicerías (588). Ocupa el entrepaño siguiente otra casa con portada del renacimiento y acroterías y bichas encima de sus dos columnas, albergue fundado para los pobres por el racionero Rodrigo Manso, el mismo acaso que confeccionó las inscripciones sepulcrales de la catedral (589). De esta suerte ocultándose y reapareciendo, continúa la muralla hasta el ángulo de la vía, frente a la basílica de San Vicente, donde la puerta de su nombre, no menos majestuosa aunque más solitaria que la del Mercado, presenta las mismas formas, el mismo rastrillo, los gigantescos torreones, el suspendido puente que los une.

     Sencillas son las dos abiertas en el flanco septentrional: la del Mariscal, denominada así probablemente del que lo era de Castilla en el reinado de Juan II, Álvaro Dávila yerno del almirante francés y cabeza de los Bracamontes, y la del Carmen situada en el principio del declive, junto a una torre cuadrangular de las pocas que hay de esta forma en todo el recinto. En la parte más baja sale al oeste la puerta del Puente, en la mitad de una cortina reforzada con espesos cubos; y doblando la esquina al sur y remontando la pendiente, se suceden otras tres de construcción si no primitiva, poco reformada de seguro. Tapiada la primera siglos hace, y conocida con el siniestro nombre de Mala Ventura, recuerda el sacrificio de los rehenes que murieron lealmente por el rey niño Alfonso VII o la infausta salida de los seguidores de Nuño Ravia y el desastre de Valmuza, a todo el que acepta tradiciones más o menos probables, a buena cuenta de etimologías (590). De la vecina casa natal de santa Teresa recibe el suyo tan ilustre la segunda que llevó antes el de Montenegro: de la Estrella, de Grajal, y más comúnmente de Gil González, por la pertenencia tal vez del inmediato caserón, llamábase la tercera hoy titulada del Rastro, que comunica con un reciente paseo. Desde esta puerta hasta el ángulo del mismo costado meridional, no había menos de cuatro postigos: el del marqués de las Navas, el de don Enrique Dávila, cuya morada se trocó en colegio de jesuitas y por último en palacio episcopal, el de la barbacana del alcázar, y otro en este frontero al hospital de la Magdalena; los cuatro han desaparecido o permanecen cerrados.

     No sé qué melancólico encanto por su soledad y por sus fachadas de piedra oscura, tienen para el viajero las plazuelas de Ávila que le aguardan a la entrada casi de cada puerta. En la de Sofraga, pasado el portal de San Vicente, se mecen frondosos árboles y murmura una fuente de las que reinando el Emperador se distribuyeron por la ciudad para ornato de ella y abasto de los vecinos (591): una gran casa, hoy titulada de Campomanes y procedente tal vez de los Águilas según el blasón, se hace allí notar más bien que por los tres escudos puestos debajo del arco escarzano y por las jambas platerescas de su ventana, por un informe animal de piedra, toro al parecer y no elefante, que echado en un rincón descansa de las vicisitudes de veinte siglos. La plaza que se forma delante de la catedral, ofrece a la parte de mediodía una portada de arco gótico trebolado con figura de guerrero y en la esquina de enfrente, la espaciosa mansión de los marqueses de Velada, cuyo ascendiente Gómez Dávila mereció hospedar en ella a Carlos V en 1534 y tres años antes a la emperatriz y al príncipe heredero. Álzase en el ángulo una torre ya rebajada, y tres órdenes de galería en el extenso patio dan indicio de su pasada grandeza (592).

     Siguiendo a espaldas del alcázar estrechas calles, que se ensanchan hacia el nuevo Santo Tomé, y frente al palacio de los obispos que antes lo fue de los señores de Navamorcuende, aparecen a lo largo sombreadas por densa arboleda, las denegridas paredes de otro, ceñidas de almenas, sembradas de pequeños ajimeces sin columna. Salientes matacanes defienden sus dos puertas, tapiada la una, y encima de la abierta campea el escudo de trece roeles entre dos vellosos salvajes encadenados y dos heraldos a caballo tañendo sus trompetas. Pertenecen estas armas, ganadas a lo que se dice en el siglo XIII en cierta expedición sobre Ronda, a los Dávilas señores de Villafranca, jefes de la cuadrilla de Esteban Domingo o de San Vicente, creados en el XVI marqueses de las Navas (593); y del primero de este título conserva el recuerdo una monumental ventana con reja en la esquina del piso bajo, decorada con dos graciosas columnas y frontón triangular, en cuyo friso se lee Petrus Davila et Maria Cordubensis uxor MDXLI, y debajo el misterioso mote: donde una puerta se cierra otra se abre. La otra fachada contigua a la puerta del Rastro tiene parecidos ajimeces y un portal de gallarda ojiva encuadrado dentro una moldura: en el patio yacen cuatro elefantes de diversos tamaños, antiguallas del paganismo recogidas o desenterradas no se sabe cuándo ni de dónde (594).

     Próxima cae una triangular plazuela hoy nombrada de Sancho Dávila, el ilustre general de Felipe II, e ignoramos si de su misma casa solariega se levanta a un lado encima de la puerta la majestuosa torre almenada, cuyas cuatro salientes garitas esculpidas de bolas en el pie le comunican una especial gentileza. Sucédense unas a otras las abandonadas viviendas de tanta nobleza extinguida o emigrada, hasta llegar a la plaza de Santa Teresa, donde junto al portal de la ciudad hay una cuyo ingreso de medio punto y numerosas ventanas privadas ya de sus dinteles flanquean altas y delgadas columnas del renacimiento, con la siguiente inscripción: señor Blasco Núñez Vela, doña Brianda de Acuña, año MDXLI años; y de este tipo quizá se apartaría muy poco la vecina fachada de la que habitaron los padres de la santa, antes de convertirse en iglesia de Descalzos. La de los Bracamontes, hundida toda por dentro, muestra aún sus blasones y sus estriadas pilastras de la segunda mitad de la propia centuria cabe la puerta del Mariscal, que al extremo opuesto de la cerca desemboca también en otra plaza no pequeña a espaldas de la suntuosa capilla de mosén Rubín.

     Nada por punto general presenta el caserío de Ávila que suba más allá del tiempo de Carlos V o cuando más del de los reyes Católicos; arcos de la decadencia gótica, franjas y boceles que los encuadran, hileras de bolas o sartas de perlas en abundancia, son los adornos más antiguos de sus portadas, que salpican escudos de armas a centenares. La piedra cárdena empleada por entonces, así en las construcciones privadas como en las públicas, parece añadirles siglos de existencia. Las calles en su mayor parte angostas forman a menudo ensanches y recodos, y aun las más retiradas demuestran con su viejo empedrado de losas cuán temprano empezó a atenderse a su comodidad y despejo (595); pero la moderna policía ha cuidado menos de aliar la mejora de ellas con la conservación de su carácter, que de imponerles los sonoros nombres de pobladores y adalides exhumando y sancionando así las ficciones de la crónica. Las principales afluyen al Mercado Chico, plaza cuadrilonga rodeada de tiendas y de regulares pórticos, donde a un lado se ve la casa de Ayuntamiento que hallamos en reconstrucción a nuestro paso, y al otro la espalda de la parroquia de San Juan que servía de punto de reunión al concejo hasta la entrada del siglo XVI (596).

     De este centro parte en dirección a oeste la Rúa, única vía frecuentada de la mitad de población que se estrecha y desciende hacia el río. Y estos años ha aumentado su movimiento la residencia provisional del consistorio en una de sus casas más notables. No la hay más original de fisonomía: relieves de trofeos y armaduras nada primorosos guarnecen anchamente el arco semicircular y la cuadrada ventana abierta más arriba, mientras que del ático levantado sin objeto y cortado sin arte avanzan labrados matacanes, esforzándose en imprimirle una marcialidad desacorde con su pacífico aspecto. Rodean el patio dos órdenes de columnas que reciben sobre modillones el arquitrabe, y es más copiosa que delicada la ornamentación plateresca de los frisos. Sentiríamos sin embargo que al cesar en su interino empleo hubiese quedado esta mansión entregada al abandono.

     En las travesías a uno y otro lado reina la soledad, muy marcada en las de la izquierda que conducen a la parroquia de Santo Domingo y al derruido hospital de Santa Escolástica, habitadas, según la crónica, por los judíos desde la restauración de la ciudad, mayor todavía en las de la derecha que dirigen al Carmen o más bien a la cárcel establecida en el convento, más allá del cual por el nordoeste a lo largo del muro se han reducido las casas a yermos solares. Conforme se adelanta en línea recta por la cuesta abajo adviértese también patente la despoblación, y junto a la suprimida parroquia de San Esteban ya no se encuentran sino incultos huertos o miserables habitaciones. En el ángulo de sudoeste ha desaparecido con su abyecta vecindad la antigua casa de mancebía (597); el área contenida en la torreada cerca a la salida de la Puerta del Puente semeja ya, más que el interior de una ciudad, la herbosa plaza de un castillo abandonado.

     Con todo no ha mermado tanto de muros adentro la parte occidental, como desde remotos tiempos se ha dilatado por fuera la de levante, cogiendo quizá doble territorio. Siglos de existencia y de nombradía lleva ya el Mercado Grande frente a la puerta del Alcázar; y aunque no disuenan de su posición de arrabal la desigualdad y rudeza de los soportales que le ciñen a trechos, asígnanle sus recuerdos un importante lugar en la historia (598), al paso que su extensión y objeto se lo dan muy principal así en la vida diaria como en solemnes ocasiones. Realzan su vulgar caserío el hospital de la Magdalena hoy convento de la Concepción, el cerrado monasterio benedictino de la Antigua, y sobre todo la venerable parroquia de San Pedro que llena el fondo de la plaza y en cuyo atrio estrenó casi las terribles pompas del santo oficio el auto de fe celebrado en 1491 contra Benito García y sus cómplices (599). A espaldas del magnífico templo por la derecha acaba muy pronto la población, no enlazada con el suntuoso convento de Santo Tomás sino por hondos y descuidados caminos; pero tomando a la izquierda se enfilan una tras otra calles de alguna animación, se pasa. por delante del seminario antes colegio de San Millán, síguense las tapias de las Madres cuyo ingreso se esconde con solicito recato, desembócase en la anchurosa carrera donde asienta el ilustre monasterio de Santa Ana, y que por un lado se extiende hasta la estación del ferrocarril, por otro linda con la elevada cerca de las Clarisas o Gordillas y con los arcos del acueducto, a cuyo abrigo se ha arreglado un paseo bien triste y propio del invierno.

     Si desde el postigo del Peso de la Harina, atravesando la ancha calle de San Segundo, que este es el nombre de la que por bajo de la muralla va del alcázar a la catedral, tiramos por la de enfrente y observamos las inmediatas, apenas reconoceremos habernos trasladado de la ciudad al arrabal, tanto abundan en la de Estrada y en la plazuela de Santo Tomé el viejo las casas solariegas y tan poco discrepa de las del interior el aspecto de sus fachadas. Algunas se han declarado ya en ruina, pero todavía aparece ésta más visible, no sólo en la abandonada parroquia, sino en la ermita de San Miguel, en la iglesia de monjas de Santa Catalina, en la de Jerónimos antes de San Gil, que salen todas al paso sucesivamente. La vía continúa casi paralela con la arriba indicada hasta un ameno parterre de arbustos y flores recién formado detrás de Santa Ana, donde empieza la bajada a la fresca y deliciosa arboleda de San Antonio, que con sus oscuras calles y glorietas, con su famosa fuente del dragón y con el convento que a su extremo se levanta, brotó del árido suelo por una inspiración tan poética como piadosa del noble Rodrigo del Águila a fines del siglo XVI.

     Menos vasto y menos notable en edificios que el arrabal del este, espárcese el del norte al pie de las cuestas que domina la basílica de San Vicente, aproximándose a aquel por la parte del grandioso convento de San Francisco, y agrupándose por la otra alrededor de la parroquia de San Andrés y de la Inclusa que pocos años atrás era claustro de concepcionistas. Si a lo largo de la muralla septentrional se prolongaba en otro tiempo el caserío, ha desaparecido ya por completo, y sólo asoman aisladamente entre el verdor de la cañada las santificadas paredes de la Encarnación, la antigua y pintoresca torre de San Martín y más lejos la capilla del campo santo que antes fue parroquia de San Bartolomé.

     El Adaja con sus avenidas y con su malsana influencia ha puesto un dique por el lado de oeste al ensanche de la población, y no es mucho que haya yermado las afueras cuando aun a los moradores de dentro ha alejado de su vecindad. Del burgo del puente, que la crónica supone en tiempos del conde Raimundo habitado ya de tintoreros y curtidores, apenas hay rastro en la opuesta margen; cayeron posteriormente las ermitas de San Julián, de San Mateo y de la Caridad, pero quedan de pie como un enigma los cuatro postes sobre el camino de Cardeñosa (600). En las aguas no se reflejan sino algunas fábricas y molinos, que aumentan con sus presas el rumor de la corriente, y el vetusto santuario de San Segundo que parece un arca misteriosa venida río abajo y detenida entre los álamos de la ribera.

     A juzgar por las seis parroquias colocadas en las pendientes del sur, populosos debieron ser antiguamente los barrios que las cubrían. San Isidoro agoniza rajada por mortales hendiduras; fenecieron la Trinidad, Santa Cruz y San Román, al par que las ermitas de San Marcos y San Cristóbal; y las dos que permanecen, Santiago en la mitad de la ladera y San Nicolás en lo más bajo, sobran aun para su escasa feligresía. Algunas humildes calles se cruzan además a la inmediación del oratorio de las Vacas, trepando por la cuesta de las monjas de Gracia hasta el pie del alcázar o fortaleza, y estos distintos grupos de casas presididos por su torre desfilan por bajo del lindo paseo recién plantado a la salida de la puerta del Rastro, formando el primer término del extenso valle por el cual se acerca serpeando el río y cuyo horizonte cierran imponentes montañas orladas de nieve casi perpetua.

     Dirijamos a ellas el vuelo; Ávila no tiene ya nuevos tesoros que descubrirnos, aspectos desconocidos bajo que presentársenos. Historia, monumentos, situación, todo lo hemos registrado minuciosamente; desde todos los puntos la hemos contemplado, estudiando la variedad de su siempre majestuoso, siempre interesante perfil. Pero al trasladar sus múltiples formas al papel �habremos acertado igualmente a expresar su fisonomía, el alma por decirlo así reflejada en su semblante? Para lo primero basta la exactitud de líneas, para lo segundo se necesita la intuición del genio. Supla por el genio la profunda simpatía, que tiene también su intuición.

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