Selecciona una palabra y presiona la tecla d para obtener su definición.
ArribaAbajo

ArribaAbajo

Capítulo III

Parroquias y conventos

     Al empezar el siglo XII representaba el removido suelo de Salamanca un vasto aduar de diversas tribus, un campamento distribuido por naciones y provincias, entre cuyas improvisadas viviendas descollaban como enseña y distintivo de cada cuerpo las torres o espadañas de sus parroquias. Por la naturaleza de sus feligreses, que nos ha transmitido la historia, venimos en conocimiento de la extensión y límites de los cuarteles en que repartieron la ciudad los pobladores según su respectiva procedencia (96): ocho eran éstos, y poco menos de cincuenta las iglesias que contenían, erigidas casi todas simultáneamente y no en distintos tiempos al compás del incremento de la población. Unas más adelante se transformaron en conventos, otras perecieron arruinadas y algunas en los últimos años; pero más de la mitad conserva todavía su jurisdicción, harto en número para ser grandes y suntuosas, harto decrépitas para no haber sufrido mudanzas y reparos, sin guardar intacta por lo general su primitiva forma y sin haberla perdido tampoco completamente.

     Dentro del Barrio de los franceses, que obtuvo la preferencia de tener en su recinto la catedral por inclinación tal vez del conde Raimundo y del obispo Jerónimo hacia sus paisanos, se levantaron al rededor de aquélla San Bartolomé, San Sebastián, San Cipriano y San Isidoro. Del primero, apellidado el viejo o del oriente para distinguirlo del otro de su nombre, hizo donación el prelado en 1103, apenas construido, al monasterio de San Pedro de Cardeña (97), quien convirtiéndolo en casas las enajenó al cabildo de Salamanca, del cual las compró en 1413 el obispo Anaya para fundar su célebre colegio. A este fue incorporado en 1437 San Sebastián por bula pontificia y por otra de 1443 incluido en su clausura, reteniendo sin embargo las funciones parroquiales: el viejo templo fue demolido y sustituido modernamente por la barroca capilla que avanza a un lado del edificio con su enorme cúpula y su enredosa portada. En el solar del seminario Carvajal, antes del siglo XVII existía San Cipriano, del cual no ha quedado más recuerdo que el de la misteriosa cueva o sacristía subterránea, donde se supone que don Enrique de Villena, rector y todo de la universidad, venía con otros a estudiar magia, saliendo en breve más aprovechado que el sacristán su maestro (98).

     El único de los cuatro que permanece es San Isidoro, y aunque por el título se gloríe de haber sido fundado en el sitio donde descansó el cuerpo del santo al ser trasladado a León en el siglo XI, nada presenta de bizantino. Los arcos prolongados, que sostienen su techo de madera dividiéndolo en tres naves, se reedificaron a mediados del XV en el reinado de Juan II y en el episcopado de Gonzalo de Vivero (99); y aun datan del renacimiento sus portadas con medallones en las enjutas. Al XIV parecen remontarse los dos sepulcros de nicho apuntado, de arquería gótica y de blasones sembrados en su vertiente y delantera, que ocupan los costados de las naves; los de la capilla mayor por su estilo, amén de las inscripciones, acreditan ser del XVI (100).

     En la parroquia de San Isidoro se refundió la de San Pelayo su vecina, bien que perteneciente al distrito de los Serranos, al absorberla en su ámbito inmenso el colosal edificio de la Compañía: pretendía como la otra derivar su origen de la traslación de las reliquias del joven mártir de Córdoba hacia 967 y haber sido ermita antes que parroquia, y se veía en sus paredes una lápida romana (101). Antes que ella desapareciese, ya iban tres suprimidas en el expresado cuartel: San Pedro, consagrada en 1202 (102), había sido cedida en 1377 para iglesia a los religiosos Agustinos San Salvador yacía por el suelo, cuando lo adquirió la universidad a mediados del siglo XVI para construir el colegio Trilingüe; San Juan del Alcázar, reinando Enrique IV, fue envuelta en el derribo de la aborrecida fortaleza, y sus ruinas han subsistido largo tiempo mezclándose con otras más recientes. Las tres feligresías se agregaron a San Bartolomé, que no por esto ha ensanchado sus tres pequeñas naves ni erguido su baja torre, pero tampoco conserva la fisonomía de su remota creación (103). Consagróla en 1174 el obispo Pedro Suárez, y el obispo Gonzalo en 1226 la contigua de San Millán, existente ya, según algunos, desde el principio de la restauración (104): hoy no muestra la última por dentro sino la renovación completa que sufrió en 1765, por fuera una barroca portada y encima de ella y de la torre una galería de antepecho gótico calado a manera de red, obras heterogéneas de diversas épocas y estilos.

     Los gallegos, acudiendo en gran número a la voz del conde y de la infanta sus particulares señores y poblando la parte más occidental, fundaron en 1104 San Benito, en 1124 San Simón, en 1130 San Vicente, en 1150 Santo Domingo de Silos, y por último, San Blas muy entrado ya el siglo XIII como no falta quien afirme, tal vez para reemplazar a San Simón que ya en 1231 pasó al dominio de los Franciscanos. Desde tiempos muy distantes dejan también de sonar San Vicente y Santo Domingo: San Blas ha llegado hasta nosotros, reparada sí, pero manteniendo la planta antigua y el ábside semicircular. Su actual estructura la debe San Benito a la munificencia de los Maldonados que la reedificaron a últimos del siglo XV: adornóse entonces su portada de arcos entrelazados y vestidos de follaje, entre los cuales resaltan la Virgen y San Gabriel y arriba el Padre eterno; la nave y la capilla mayor recibieron en sus bóvedas labores de crucería, y en los costados de esta abriéronse dos nichos decorados al uso de la decadencia gótica para acoger las urnas y excelentes efigies de Arias Pérez Maldonado y de su consorte (105). El retablo es más reciente con buenas estatuas imitadas a mármol. Toda la iglesia, como si no tuviese más objeto que servir de panteón a aquella poderosa familia, está rodeada de hornacinas, vacías unas o convertidas en altares, sólo dos ocupadas por tumbas y bultos tendidos y otras debajo del coro con prolijas inscripciones (106). Acaso por estos caballeros de tanta autoridad tomó el nombre de San Benito uno de los bandos que en aquel siglo se disputaban el gobierno de Salamanca, y fue el que sostuvo la bandera de Isabel la Católica.

     Entre las muchas parroquias que tenían los mozárabes o indígenas del país al sur de la ciudad entre la antigua muralla y el río, en el arrabal del puente y en la vega de Tormes, ninguna hubo más nombrada que San Juan el Blanco, a causa de la tradición más divulgada que auténtica de haber sido su iglesia mayor en los tiempos de servidumbre y de abandono que precedieron a la restauración. Triste debía ser por entonces en Salamanca el estado de la cristiandad, a juzgar de él por la pequeñez y pobreza de dicho edificio, según las noticias que de su fábrica han quedado. Las avenidas del río lo batían periódicamente, poniendo en continua alarma a los Dominicos que lo habitaron al principio durante treinta años y trabajaron en fortalecerlo con un dique (107), hasta que la formidable inundación de 3 de noviembre de 1256 les obligó con sus estragos a establecerse más adentro en San Esteban. La iglesia de San Juan reparada volvió a ser parroquia, y en su claustro se fabricaron angostas celdas ciertas emparedadas, que solían anidar, así mujeres como varones, al lado de muchos templos (108). En 1407 entraron a poseerla por donación del obispo nuevos religiosos de la orden Trinitaria, quienes en 1594 hubieron de abandonar la escarmentados por otras crecidas. Por último, la de 1626 dio el golpe de gracia a su decrépita existencia.

     Formando línea con San Juan el Blanco se sucedían sobre la orilla derecha San Miguel y San Nicolás, fundada la primera por Domingo Pérez de Fornillos, caballero mozárabe, y su mujer hacia 1198 (109), y la segunda hacia 1126 aunque no fue consagrada hasta el 1182 (110). Dióla en 1419 el cabildo a la universidad con su adjunta casa y su cementerio, que se destinó a sepultura de los estudiantes pobres que morían en el hospital, y allí se estableció desde 1568 uno de los primeros teatros anatómicos para los cursantes de medicina: en San Miguel vinieron a hospedarse en 1611 los Trinitarios Descalzos. Tal era la suerte de ambas parroquias suprimidas, cuando en la aciaga noche de san Policarpo en 1626 las invadió el hinchado Tormes hundiéndolas en su corriente. A la misma hora cayeron para no volver a levantarse Santa Cruz y San Lorenzo, que a la salida de la puerta de los Milagros, desde 1160 la una y desde 1170 la otra, conservaban sus cortas feligresías; pero a San Andrés pegado a los muros fuera de la puerta de San Pablo, encontrólo ya la furiosa avenida trocado en suntuoso convento de Carmelitas que habían tomado posesión de él en 1480, y no sin causarle bastantes daños, su violencia fue a estrellarse en la solidez de la nueva construcción.

     San Gil, San Gervasio, San Esteban al otro lado del puente distinto del que está dentro de la ciudad, son títulos de parroquias erigidas como las precedentes por los mozárabes, no antes sino al tiempo de la repoblación de Salamanca, y tan precozmente extinguidas que apenas de sus nombres hay memoria. Para revelarnos el genérico tipo de sus compañeras, parece que Santiago ha salvado providencialmente sus tres pequeños y desnudos ábsides y el enmaderado techo de sus naves que comunican entre sí por un solo arco, resistiendo ella la única desde 1145 así a las embestidas del río como al afán de las mudanzas. Sírvele de ayuda en el arrabal la Trinidad creada hacia 1220, pero destituida de interés artístico en la actualidad.

     A la parte de sudeste dentro de los muros vimos aún no há muchos años levantarse la fachada de San Pablo o San Polo, como se le llamaba un tiempo, con el aspecto casi monumental que daban a su remate treinta estatuas de santos sentadas en hilera sobre repisas góticas, recordando a primera vista por su extraña colocación la época bizantina. Y sin embargo no se pusieron antes de 1529 como declaraba el letrero (111), de orden del arcediano de Alba don Francisco Sánchez de Palencia, cuya divisa Dominus michi adjutor se leía en letras enormes en el medio punto del portal. La iglesia por sus arcos tendidos y techumbre de madera no se apartaba de la humildad y pobreza de las otras, y ceñían por fuera su ábside torneado dos series de arquería de ladrillo. Su pila, antes ya de procederse al arbitrario derribo, fue trasladada a San Esteban, que de antigua parroquia había pasado a ser convento cuando en 1256 la tomaron los Dominicos dejando a San Juan el Blanco, y que ahora, dotada por los religiosos de magnífico edificio, de convento ha vuelto a ser parroquia. Casi a la vez nacieron ambas, San Esteban en 1106, San Pablo en 1108, en el barrio de los Portugaleses, quienes en 1175 dedicaron otra a Santo Tomás Cantuariense cuatro años después de la muerte del santo, cuyo culto tan rápidamente se propagó por España. Alguna ventana románica con columnitas marca en los tres ábsides semicirculares la fecha de su origen; pero imitación gótica fue ya la que boceló la puerta y lumbrera de la fachada sobre que carga la cuadrada torre, y posteriormente el barroquismo vistió de hojarasca el interior de la cúpula asentada en el crucero del pequeño templo renovado. Al lado del evangelio reposa sobre una urna del renacimiento sostenida por leones la efigie de don Diego de Velasco, obispo de Galipoli y electo de Ávila, fundador de un colegio bajo la misma advocación del mártir de Cantorbery (112).

     Para los pobladores procedentes de Braganza no se construyeron menos de cinco parroquias: San Zoles y San Ildefonso acabaron siglos hace uniéndose a las más vecinas; San Justo y San Román, aunque subsistentes, han perdido su primitiva forma, sin poder en cambio mostrar otra cosa que una portada plateresca aquel, y este un entierro del siglo XVI con figura yacente (113). Tan sólo San Adrián mantenía entre repetidos azares su nativa belleza, y esta fue cabalmente la víctima escogida por el moderno vandalismo. En 1852 alcanzamos a verla hundida ya su bóveda y derruida en parte su torre de ladrillo, bien que ostentando aún románicos ajimeces, erigida sobre un arco gentil que abría paso a la calle custodiado al parecer por dos grifos salientes: el ábside polígono guardaba enteros sus canecillos y cornisa de tablero y ventanas más rasgadas de lo que acostumbran ser las bizantinas, flanqueadas por altas columnas: una de puertas laterales desplegaba en los capiteles y en las decretes dobelas de su medio punto las galas del siglo XII, mientras que la otra lucía las de la decadencia gótica con sus crestones y sus copiosos follajes en el vértice de la ojiva. Todavía era fácil restaurarla, pero se prefirió consumar su ruina, difiriéndola r merced algunos días para dar tiempo de sacar su diseño (114).

     Por poco un casual incendio, en competencia con la destructividad de los hombres, no privó a Salamanca en 2 de abril de 1854 de una de sus más notables y, frecuentadas parroquias, la de San Martín, fundada en 1103 por los naturales de Toro. Felizmente el estrago se limitó al interior del templo y al hundimiento de la nave mayor que estaba ya renovada, si bien costó la pérdida del retablo, digno por su arquitectura, estatuas y relieves, de la mano de Gregorio Hernández, a quien se atribuía: aún dejan verse los pilares bizantinos en torno de los cuales se agrupan ocho columnas sobre gran basa redonda, los arcos de comunicación apuntados, los de las bóvedas laterales cruzándose gentilmente, y en las dos capillas del fondo o ábsides menores insignes sepulcros de la familia de Santisteban (115). Las llamas respetaron, y quiera Dios que hagan otro tanto la generación actual y las venideras, aquella portada venerable que presenta dentro de una ojiva hacia la grande plaza su profundo arco de plena cimbra, apoyado sobre seis columnas, guarnecido de florones y de roscas y trepados círculos en su triple arquivolto. La fachada opuesta elogiada por Ponz pertenece al renacimiento, y debajo de la espadaña de su remate figura el famoso reloj, cuyas campanas combinándose musicalmente con las innumerables de todas las iglesias formaban una alegre y estrepitosa sinfonía, reservada ya desde la entrada de Carlos V para festejar los grandes acontecimientos.

     De 1107 y de los mismos pobladores trae su origen San Julián, donde campea un portal análogo con ornato de capiteles (pues faltan las columnas) y menudas labores románicas en el arco: sobre él asoman a modo de ménsulas extraños mascarones y más arriba un fiero vestigio recordando la leyenda del santo titular. Otra cosa no se ha librado de la restauración que a mediados del siglo XVI emprendió don Manuel González Téllez, colegial mayor de Cuenca, recogiendo caudales en Indias para la obra con gran perseverancia, movido especialmente de su devoción a la Virgen de los Remedios, imagen allí muy venerada, a la cual se atribuye un milagroso hallazgo y una fecha anterior a la dominación sarracena. Pocos serán sin embargo los que a vista de la nave invadida por el barroquismo no echen de menos las toscas paredes, como escriben algunos, de la oscura y reducida iglesia primitiva. La capilla mayor es ojival con bóveda de crucería, y cuadrada la torre con ventanas de medio punto (116).

     Las tres parroquias restantes de los Toreses viven todas y con señales de su antigüedad. Santa Eulalia, del 1110, conserva, bien que tapiada, su ancha puerta bizantina con dos columnas por lado, y el maderaje de su techo, a excepción de la capilla mayor que lo tiene de piedra y de entrelazadas aristas. San Cristóbal, del 1145, situada al extremo oriental de la ciudad en lo alto de una colina, como suelen estarlo siempre las iglesias de su advocación, levanta en medio del humilde caserío su ábside semicircular y su crucero, rodeado todo por fuera de cornisa ajedrezada y de canecillos que figuran caras monstruosas y grotescas; por dentro tiende su bóveda de medio cañón, y asienta las ojivas de sus cuatro arcos torales en columnas románicas de curiosos capiteles. Pertenecía en el siglo XIII a la orden militar de San Juan, como a la de Santiago Sancti Spiritus su vecina. Tuvo esta principio hacia 1190, fue dada en 1222 a dichos caballeros con un extenso barrio por poblar y una casa donde recoger limosnas para la redención de cautivos, y desde luego sin dejar de ser parroquia transformóse en convento de comendadoras de la orden, cuyo hábito vistieron nueras e hijas de reyes. Doña María Méndez, portuguesa, tercera mujer de don Martín Alfonso, hijo de Alfonso IX de León habido en Teresa Gil, lo dotó tan generosamente hacia 1270, que como de fundadores se designan en el presbiterio su sepulcro y el de su marido con desgastadas efigies y relieves de funerales y de plañideras en las urnas: más adelante, en 1327, una hija de Sancho el Bravo y de su amiga María de Ucero, doña Violante Sánchez, viuda de Fernán Rodríguez de Castro señor de Lemos y Trastamara, lo escogió para su retiro y lo instituyó heredero de sus bienes. Con el tiempo parecieron pocos aún para las ilustres monjas estos genuinos blasones, y se les forjó un privilegio que supone su origen un siglo anterior a la repoblación de Salamanca, datando del 15 de noviembre de 1030 y atribuyendo a Fernando I con no leve anacronismo la donación de los lugares de Palomero y Atalaya; y para autorizar esta mentira que no pudo engañar sino voluntariamente al perspicaz Felipe II, esculpiósele entero sobre el plateresco portal en una lápida que conserva, al restaurar la iglesia en el siglo XVI (117).

     Entonces Sancti Spiritus adquirió su presente forma, y previa licencia del Emperador emprendió su restauración en 1541 la comendadora doña Leonor de Acevedo, obligándose respecto de los parroquianos a darles concluidas las obras para la navidad de 1543 sin pretensión de aumentar con ellas los derechos de su patronato. Labráronse al estilo gótico reformado su espaciosa y desembarazada nave y su capilla mayor de crucería, coronándolas por fuera de agujas de crestería muy gallardas para su época, y la portada al uso del renacimiento con cuatro pilastras menudamente esculpidas en el primer cuerpo y medallones de san Pedro y san Pablo entre las columnitas pareadas el segundo, rematando en frontón triangular. El coro bajo de las monjas se cubrió de rico artesonado y de magnífica sillería sus paredes; luego en 1659 hízose el excelente retablo que en sus tres órdenes contiene relieves de la vida de Santiago y grandes estatuas de apóstoles: de lo antiguo no queda sino las expresadas tumbas de los fundadores y otra del siglo XIV a la entrada (118). El templo continúa parroquial, las religiosas han ido extinguiéndose, y su moderno y vasto convento se ha convertido en lóbrega cárcel.

     Siete parroquias a la parte del norte construyeron los castellanos, tan afortunadas en su conservación como las cinco de los Toreses, si no tuviéramos que deplorar el flagrante derribo de la más célebre y antigua de ellas, Santo Tomé de los Caballeros. Erigida en 1104 y consagrada en 1136 por el obispo Berengario, todavía encontramos allí al través de sus reformas las ménsulas de mascarones, las molduras de ajedrez, las rudas arcadas, el techo de madera; en los nichos ojivales de su capilla mayor, que abovedó el arte gótico al prolongarla, vimos los entierros y estatuas de los nobles vecinos que en los siglos XV y XVI tomaban aquel nombre por voz de bando en oposición al de san Benito (119); y en su capilla dedicada al Bautista, ante un bulto de mujer que la tradición a falta de letrero aplicaba a la célebre matrona, cruzó por nuestra fantasía la iracunda sombra de doña María la Brava (120). La pila y el título del demolido templo han pasado con poco plausible trasmigración al barroco Carmen Descalzo.

     De los Caballeros se denomina también Santa María para indicar lo ilustre de sus feligreses, de los cuales en la nave del evangelio hay notables sepulturas (121). En el siglo XVI fueron reedificadas sus tres naves con arcos de medio punto, y se colocó sobre su capilla mayor una hermosa techumbre o cúpula de alfargía, poco posterior parece el retablo, digno de elogio por sus pinturas y por su buen gusto arquitectónico. En medio de sus renovaciones sin embargo ha sabido conservar la lápida que recuerda su consagración en 1214, un siglo después de fundada (122).

     La de San Baudilio, vulgarmente San Boal, patrono de Poitiers en Francia, a quien invocó, según dicen, Salamanca en el trance de una peste, lleva el sello del churriguerismo con que la desfiguró la liberalidad inoportuna de don Juan Antonio de Guzmán marqués de Almarza, encomiada en una décima sobre el portal; y a fines del siglo pasado perdió con las nuevas obras su carácter la Magdalena, establecida a, últimos del XII por Esteban, arcipreste de Alba, en su casa propia (123), y cedida por el cabildo hacia 1205 a los caballeros de Alcántara que poblaron su yermo distrito y cuya cruz marca aún su puerta y su capilla mayor. Las otras tres perseveran más fieles a sus antiguos recuerdos: ostenta San Juan de Bárbalos las ventanas y columnas de su ábside bizantino y alrededor de la iglesia variedad de alimañas y caprichos que asoman debajo de la cornisa, evocando no sólo a las emparedadas que habitaban a su sombra a fines del siglo XIV, sino aun a los Templarios a quienes se asegura haber pertenecido: San Mateo cuya pequeña nave se ensanchó con otra a la derecha, muestra en la portada rudos capiteles y desgastadas labores: San Marcos presenta una original rotonda, reuniendo sus arcos ojivales sobre dos gruesos pilares cilíndricos, que combinados con los torales de sus tres ábsides torneados sustentan en el centro una especie de cuadrado cimborio con techumbre artesonada. Con la antigüedad de esta obra disuenan exteriormente el pórtico de columnas jónicas la barroca espadaña colocada sobre la capilla mayor; pero los circulares muros son los mismos que fabricó Alfonso IX al erigirla en 1202 en capilla real (124) con su término y corral, es decir con jurisdicción civil y franquicia completa, para la comunidad de las parroquias de Salamanca, que aun después de trasladada al vasto templo de los jesuitas retiene el nombre de clerecía de San Marcos.

     A estas cuarenta y seis parroquias hay todavía que añadir otra que la historia y la tradición han echado del todo en olvido, pero que hallamos nombrada en el antiguo fuero contemporáneo de Fernando II, y es la de San Facundo, cuya situación ignoramos. Treinta y cuatro cita el expresado documento hablando del juzgado de la ciudad, con omisión de las que no se crearon hasta los últimos años del siglo XII o primeros del siguiente (125); en la actualidad existen veintitrés, es decir, la mitad exacta de las que llegaron a contarse. Si no ha fatigado al lector esta minuciosa visita, prepárese a girar otra poco menos prolija de convento en convento, en la que si bien tropezará más a menudo con ruinas y hasta yermos solares, podrá en cambio detenerse en algún monumento de mayor importancia.

     Precede a todos por orden de antigüedad el de Benedictinos dedicado a san Vicente, cuyo inmemorial origen pretende remontarse más allá de la invasión sarracena, afirmando haber visto renacer la ciudad y contribuido a su restauración; con lo cual se explica el oficio de regidor perpetuo anejo a su prior, su derecho de acudir al consejo armado y a caballo, y su deber de no ausentarse sin licencia del municipio (126). Sometiólo Alfonso VII al gran monasterio de Cluni, y continuo priorato hasta que en 1504 fue erigido en colegio o casa de estudios dependiente de San Benito de Valladolid. Dos incendios sucesivos destruyeron al par que los anales la fábrica primitiva del edificio; la que tuvo últimamente pertenecía al siglo XVI, y gozaba de gran celebridad por su magnificencia. Vimos aún en 1852 los paredones de su iglesia, el anillo de su cúpula, los cinco arcos de su nave, el alto medio punto de sus capillas, las portadas dóricas del crucero y la principal decorada con dos cuerpos de estriadas columnas, obra toda de hermosa sillería y de severo estilo casi desnudo de ornato: vimos también su encarecido claustro de arcos semicirculares, cinco por ala, y sus apuntadas bóvedas de sutiles aristas y labradas claves, que si bien no justificaba ser una de las tres maravillas de Salamanca al tenor del refrán (127), lustraba su regular arquitectura con los recuerdos de Maluenda, del cardenal Aguirre y otros eminentes religiosos. Situado San Vicente al extremo occidental en una altura dentro del muro, convertido por los franceses en padrastro de la ciudad, blanco del fuego de los aliados, teatro de terribles asaltos y de sangrienta carnicería, sólo le faltaba que los mismos naturales a sangre fría y sin objeto acabaran de arrasar más de cuarenta años después sus gloriosos y sagrados restos.

     Junto al río por la parte del sudeste se eleva un grupo de tres torres, una al lado de la iglesia de estilo gótico moderno, dos en la fachada del colegio que poseyeron los canónigos reglares de S. Isidoro de León, ampliando la casa que en 1173 les cedieron sus fundadores Velasco Íñigo, caballero leonés, y madona Dominga su consorte. En Sta. María de la Vega, tal era su título, tuvo lugar desde luego una jura o liga sediciosa contra Fernando II, quizá la suscitada por la puebla de Ciudad Rodrigo (128). La antiquísima imagen, aclamada en 1618 patrona de la ciudad, se venera ahora en el altar mayor de San Esteban, curiosa por su tipo verdaderamente bizantino con cabeza y manos de bronce, y sentada en una silla donde está esculpido el apostolado.

     Las ruinas de San Francisco, es decir, las ojivales bóvedas de su crucero y capilla mayor, todavía aparecen en el desolado campo de su nombre en el barrio del oeste, por detrás de la vasta capilla de su orden tercera, construida churriguerescamente en 1746. Pero en balde hemos buscado ya a los pies del templo la bella portada del renacimiento que contemplamos en nuestro primer viaje, con su arco artesonado en el centro y sus nichos laterales en los entrepaños de las columnas corintias, cuya elegancia deslucían algún tanto las virtudes teologales mal esculpidas en las enjutas y el barroquismo del segundo cuerpo. La iglesia constaba al parecer de tres naves y de seis bóvedas cada una; a la izquierda de su entrada se advertían dos nichos trebolados de la decadencia gótica, a la derecha una larga serie de hornacinas apuntadas, alguna de las cuales tuvo tal vez en depósito el cadáver del infante don Alfonso, señor de Molina y hermano de san Fernando, antes de ser trasladado a Calatrava desde Salamanca, donde acabó sus días en 6 de Enero de 1272 (129). Alguna dio sepulcro por ventura al desgraciado don Fadrique, a quien mandó matar en 1277 su hermano Alfonso el sabio, desmintiendo sobrado su mansedumbre; había el Infante en su juventud acrecentado magníficamente el edificio fundado en 1231 por fray Bernardo Quintaval, discípulo del santo patriarca, uniendo a la ermita de San Hilario la parroquia de San Simón; y asegúrase que su esposa doña María mandó traer de la Trinidad de Burgos sus sangrientos despojos a la agradecida casa que tanto le debía. En el claustro yacía otro infante, don Sancho señor de Ledesma, hijo de don Pedro y sobrino de Sancho IV (130); mas estas regias tumbas no han tenido más valimiento para salvarlo de la destrucción, que los varones insignes en santidad y ciencia que lo ilustraron y los apóstoles y mártires que de él salieron para evangelizar el nuevo mundo.

     Al fin los ojos logran descansar de tanta devastación en una fábrica entera, grandiosa, esmeradamente conservada, en la suntuosa iglesia y convento de los Dominicos, y lo que es más, cuidada la una, habitado el otro por sus legítimos dueños. Antes que sus bellezas artísticas, reclaman la atención sus glorias que son en su mayor parte más antiguas, pues su principio data del siglo XIII y su actual construcción del XVI. San Juan el Blanco dio el primer albergue en 1221 a los hijos del gran Guzmán, que según tradición visitó a Salamanca (131); su segunda morada, exenta ya de inundaciones, fue San Esteban, del cual tomaron posesión en 8 de noviembre de 1256, y comunicó su nombre a la casa perennemente. Durante muchos años la parroquia continuó sirviendo de iglesia a los religiosos, y de este largo período no queda más memoria que la del entierro de don Juan de Portugal, hijo del rey don Pedro y de la malograda doña Inés de Castro, y una lápida funeral de cierto deán de Tortosa sepultado allí en 1314 (132). El convento anterior al que hoy existe presenció las maravillas de san Vicente Ferrer, cuyas predicaciones atestigua una cruz de piedra en el contiguo cercado de Monte Olivete: hospedó en 1484 al gran Colón, oyó con respeto sus esperanzas sublimes tratadas en cualquier otra parte de locura, vio a los sabios maestros de la orden, no extraños ya a las matemáticas, pendientes de los labios del entusiasta genovés. A fray Diego de Deza y al convento de San Esteban debieron los reyes Católicos las Indias, como escribía su descubridor; y este notable testimonio bien merecería ser al menos tan conocido como el desfigurado proceso de Galileo, y servir de contrapeso siquiera a las inexaustas declamaciones contra el oscurantismo clerical (133).

     Llegaba a su apogeo la reputación científica de la más docta de las religiones en la más docta de las ciudades españolas, cuando uno de sus hijos, fray Juan de Toledo, de la ducal estirpe de Alba, obispo de Córdoba y cardenal, quiso elevar al mismo nivel el esplendor material de aquella morada. En 30 de junio de 1524 asentóse el primer cimiento de la soberbia construcción, que trazó y empezó Juan de Álava, compañero de Juan Gil de Hontañón en la fábrica de la catedral (134), y llevó adelante Juan de Rivero Rada, continuador de la misma con Pedro Gutiérrez y Diego de Salcedo.

     Habiendo durado la obra hasta 1610, ocupando, según datos, a cinco arquitectos, nueve pintores, seis escultores, veinte y dos tallistas y ochocientos operarios, sin costar mucho más de un millón de reales, no habría que admirar la diversidad de sus estilos, aun cuando la época no fuese de tan rápida transición. La gótica crestería de los dobles botareles que flanquean la nave y las capillas, harto más pura y gentil que la de la iglesia mayor, se combina sin disonancia con la rica fachada plateresca, y esta con la jónica galería que sirve de atrio al convento: el majestuoso cimborio cuadrado con sus tres aberturas de medio punto en cada cara, los robustos estribos de la capilla mayor, el rojizo color de los sillares, el puente que por cima de una calle conduce a la entrada, costeado como el atrio por el insigne teólogo fray Domingo Soto y marcado con su divisa (135), completan la perspectiva exterior del monumento. Forma la portada una especie de retablo, como son los del renacimiento, plano, minucioso, cuajado de prolijas labores buenas, sí, pero no extremadas en delicadeza, mostrando entre las pilastras del primer cuerpo cuatro estatuas de santos de la orden con sus doseletes y cuatro de los doctores de la iglesia entre las del segundo. Con posterioridad a las demás esculturas, a principios del siglo XVII, labró el milanés Juan Antonio Ceroni el gran relieve del martirio de San Esteban en el fondo del nicho colocado encima de la puerta (136); el centro del tercer cuerpo lo ocupa el Calvario, y otras figuras de santos los intermedios de sus abalaustradas columnas. Por los costados del gigantesco arco semicircular, que abriga y sombrea toda esta linda joya con su bóveda artesonada, corre la misma ornamentación de pilastras, imágenes y guardapolvos, ciñe su arranque el mismo primoroso friso que corona el segundo cuerpo, y en sus ángulos exteriores desde el arranque hasta la cornisa se reproducen en mayor escala las columnas del tercero, campeando en las enjutas los timbres episcopales del fundador. Nada hay allí desnudo y mezquino respecto de tanta magnificencia sino el remate triangular y la espadaña.

     Nave espaciosísima de excelentes proporciones, algo más ancha que la mayor de la catedral y sólo un cuarto menos larga (137), seis bóvedas apuntadas formando vistosos pabellones maltados de grandes claves doradas, pilares bocelados, ventanas compuestas de tres medios puntos iguales con rosetón encima, en las cuales subsisten restos de brillantes vidrios de color, seis capillas de alta y gallarda ojiva a cada lado, y más allá de la reja divisoria el ancho crucero, la cuadrada cúpula asentada sin pechinas, por cuyos triples ajimeces de estriadas columnas desciende copiosa la luz, la cuadrilonga y vasta capilla mayor continuación de la expresada nave, tal es el conjunto que ofrece desde la puerta una de las más espléndidas imitaciones góticas del siglo XVI. Si lo desluce el salomónico retablo de Churriguera, para cuya construcción hizo cortar el duque de Alba cuatro mil pinos mal empleados, engasta aún este en sus nichos dos joyas de gran precio: en el principal la bizantina efigie de nuestra Señora de la Vega, en el de arriba el célebre lienzo de la muerte del protomártir, última obra del insigne Claudio Coello (138). A los pies del templo se levanta sobre tres rebajadas bóvedas el ancho coro, cuya sillería de estriadas columnas labró en 1651 Alfonso Balbas a expensas de fray Francisco de Araujo, obispo de Segovia (139); cubre su testero el celebrado fresco de Antonio Palomino que representa la apoteosis del santo patriarca y las glorias inmortales de su orden (140); y en el brazo izquierdo del crucero sobre el altar de la Virgen del Rosario y en la capilla del Cristo de la Luz aparecen otros frescos pintados por su coetáneo Villamor. Las capillas llevan techo de crucería y ventana gótica en el fondo; la de San Juan contiene una estatua tendida de don Lope Fernández de Paz, defensor de Rodas y bailío de Negroponto; a la de las reliquias han pasado desde la bóveda construida debajo del altar las cenizas del gran duque de Alba don Fernando, terror de Flandes y conquistador de Portugal, aguardando en vano, sea de sus sucesores que tanto ilustró, sea de la monarquía que engrandeció tanto, un túmulo más decente que la mezquina arca que las encierra.

     No se circunscriben al templo las grandes obras con que enriquecieron a San Esteban sus más insignes hijos. La sacristía alta y magnífica, con sus tres bóvedas adornadas de casetones, con sus hornacinas revestidas de frontones y pilastras de orden corintio, con su cornisa un tanto barroca la costeó fray Pedro de Herrera, obispo de Túy, cuya efigie arrodillada se ve en un nicho alto en frente de su urna (141). La vasta sala capitular, flanqueada de pilastras dóricas con un altar corintio en el testero y destinada a servir de enterramiento común, la hizo construir fray Íñigo de Brizuela, obispo de Segovia, y después arzobispo de Cambray en Flandes: ambas piezas las trazó en 1626 Juan Moreno, ayudándole en la escultura Francisco Gallego y Antonio de Paz, mientras que Alfonso Sardiña cubría de medallones y relieves las galerías alta y baja del claustro y parte de la fachada, obteniendo en cambio un descansado retiro en su vejez y una honrada sepultura debajo del púlpito (142). No fue debida a ningún mitrado la suntuosa escalera colgante de arco atrevido, aristada bóveda y balaustrado antepecho, debajo cuyo tramo superior resalta una hermosa Magdalena: un simple religioso la mandó hacer al mismo tiempo que la portería y el puente, aquel religioso que fue lumbrera del concilio Tridentino, aquel fray Domingo Soto de quien se decía en las escuelas qui scit Sotum scit totum, y que sin epitafio quiso humildemente enterrarse al pie del primer peldaño. Sus huellas y las de su hermano Pedro, de Francisco Vitoria y de Melchor Cano, del maestro Gallo y de Diego de Chaves, ennoblecieron el reciente convento en competencia con las glorias del antiguo, y bastarían para recomendar el claustro aun cuando no fuese una de las bellas fábricas del renacimiento. La crucería de sus ánditos es elegantísima; sutiles pilares estriados subdividen sus grandes arcos en cuatro o tres hasta el arranque del medio punto que cierran con poca gracia unos balaústres de piedra, y a cada arco bajo corresponden arriba dos, sostenidos por columnas platerescas, decorados por análogas labores en sus enjutas y barandilla, formando las alas del Museo últimamente instalado en su recinto. Con harta mayor pesadez se eleva en el centro del patio el templete, y a época algo más avanzada que el claustro pertenecen las portadas que desde él comunican a la inmensa estancia del de profundis y a la capilla de San jacinto, propia de los nobles esposos Diego de Ávila y Beatriz de Carvajal. Vasto es el edificio, y alberga hoy día dos comunidades, española la una, francesa la otra, acogida, para acreditarnos una vez siquiera de verdaderamente libres, con generosa hospitalidad.

     Hay entre las plazuelas desiertas e irregulares del barrio del oeste una que lleva el suave nombre de fray Luis de León, desde que se arrancaron de aquel solar los últimos vestigios de su querido convento. �No hubiera sido homenaje mejor que el vano título o la estatua, que se le ha erigido al fin en la cerrada plazuela a espaldas de la universidad, conservar en memoria suya a manera de arco triunfal la exquisita portada del templo donde oró tantos años, y que se mantenía aún poco tiempo hace, vencedora de los estragos de la guerra y de la restauración? Su grande arco encerraba tres gallardos cuerpos del renacimiento, al paso que en sus estribos desplegaban un tardío bien que genuino goticismo las repisas y doseletes de las figuras. Desde que los Agustinos en 1377 recibieron del cabildo la parroquial de San Pedro so pacto de respetar su advocación (143), parece que respetaron su misma estructura, hasta que en 1516 hizo la capilla mayor Juan de Álava, arquitecto de la catedral y de San Esteban (144), y la pared lateral en que caía la fachada se reedificó al estilo gótico moderno. Entrábase a la iglesia por el crucero, cuya linterna califica Ponz de notable; en 1625 dióse al presbiterio más ensanche y un magnífico retablo esculpido por Gregorio Hernández; y a la parte del evangelio cierta capilla, probablemente la de los Zúñigas, contenía un sepulcro estimable por sus labores. junto a ella se leía la lápida de aquel caballero del siglo XV que con poco caudal sostuvo mucha honra (145); y, en otra capilla a los pies del templo veíase convertida en altar la urna de San Juan de Sahagún, después que el cielo confirmó con prodigios la santidad de una vida consagrada a predicar la concordia e inmolada en aras de la virtud (146). No es, sin embargo, el pacificador de los crueles bandos, ni el santo de la caridad y del desprendimiento, Tomás de Villanueva, prior de aquella casa antes que arzobispo de Valencia (147), los que allí dejaron más vivaz recuerdo: la gloria doméstica, el penate tutelar del convento, por decirlo así, fue el cantor de la Profecía del Tajo, el expositor del libro de Job y de los Cantares, el sabio virtuoso acrisolado en las prisiones de la Inquisición, el que en las alamedas umbrías de la Flecha meditaba sobre los nombres de Cristo (148). El incendio que abrasó el claustro en 1744, las devastaciones de los soldados de Napoleón fortificados en San Vicente, no bastaron para desalojar el precioso esqueleto del ángulo meridional donde yacía, y sólo después de consumada en 1854 la ruina principal por los franceses y mal reparada por los religiosos, se pensó en buscarlo debajo de los escombros con desusada solicitud que coronó la fortuna, apareciendo otra vez a la luz al cabo de más de dos siglos y medio para ser decentemente colocado en la capilla de la universidad (149).

     Poco menos de dos centurias vivieron los Trinitarios en San Juan el Blanco, del cual les dio posesorio en 1407 el obispo Anaya, antes que huyendo de la mala vecindad del río se instalaran a fines del XVI en la calle del Concejo, una de las principales de Salamanca. En ocho años se transformó en convento la casa que les dio el deán don Álvaro de Paz, y desde el principio lo ilustró con su elocuencia fray Hortensio Paravicino, como acababa de honrar el otro con sus virtudes el beato Simón de Rojas siendo aún estudiante. La muestra clavada en el barroco portal indica el profano destino de almacén de géneros dado al presente a su iglesia.

     Acompañando a san Vicente Ferrer vino en 1411 fray Juan Gilaberto, religioso Mercenario, y llevada a cabo la conversión de los judíos, estableció en la abandonada sinagoga a los de su orden que tiempo atrás habitaban al otro lado del puente. Es fama que un sábado, penetrando en la infiel asamblea el taumaturgo Valenciano de acuerdo con un neófito oculto, enarboló de improviso la cruz en medio de ella, y mientras que su voz persuasiva e inspirada calmaba el tumulto que se levantó, aparecían milagrosamente unas cruces blancas en las tocas y vestiduras de los oyentes, cuya mayor parte pidió el bautismo: de aquí el título de la Vera Cruz tomado por aquel convento (150)

. Reedificólo con suntuosidad el maestro Zumel, eminente teólogo al espirar el siglo XVI, y sus obras y las churriguerescas y las de fines del XVIII todas se confundieron en un común estrago durante el sitio de 1812, no salvándose sino restos del moderno patio y fuertes paredones, menos interesantes por el concepto artístico que por su posición militar y pintoresca encima del puente.

     Harto menos ha quedado del Carmen, aunque su situación apartada al sudeste fuera de la puerta de san Pablo y el alto crédito de que gozaba su clásica arquitectura parecían deber asegurarle del derribo. Hay quien supone a aquel instituto existente desde 1306 en una huerta, pero hasta 1480 no le fue cedida la parroquia de San Andrés, cuyo nombre conservó el convento, y donde tardó todavía siglo y medio a levantarse la grandiosa construcción greco-romana. Muchos la han atribuido a Herrera, y aun se ha dicho que en ella enmendó los errores del Escorial; pero datos auténticos declaran que no se principió antes de 1628 y que la trazó un Francisco al parecer de la Correa (151). De todas maneras, la fachada de tres órdenes empezando por el dórico y acabando por el compuesto, su gradería, su pórtico de cinco arcos, sus dos torres rematadas en octógonas linternas, recordaban la gravedad de la octava maravilla. Su dórica iglesia formaba una cruz griega de noventa pies en cuadro, con cuatro capillas en los ángulos cuyas cúpulas se combinaban con la principal del centro; los retablos, de buen gusto por lo general, contenían estatuas de la escuela de Gregorio Hernández; y la jónica galería del claustro, el sólido muro de cuatro pisos hacia el río, el edificio todo, si se exceptúa la churrigueresca portada del oratorio de la orden tercera, respiraban la sobriedad y fuerza de su modelo. Hoy pasa por su solar una carretera a cuya rectitud hacía estorbo, señalando algunas piedras el lugar que ocupaba.

     No lejos de allí, a la salida de otra puerta, aparecía el monasterio de Jerónimos, fundado por el noble zamorano Francisco de Valdés en cumplimiento del voto que hizo en la batalla de Toro, y tal vez por esto dedicado a Nuestra Señora de la Victoria. Fabricóse a principios del siglo XVI con la gentileza que se acostumbraba entonces y aun sirviendo de tipo a obras coetáneas (152); la iglesia con bóvedas de crucería, capillas ojivas, ventanas de medio punto, cortada la espaciosa nave por un crucero, y el coro alto a los pies de ella; el claustro con arcos semicirculares tachonados de florones, siete en cada lienzo inferior y doble número arriba, unos con barandilla calada, con antepecho macizo de labor plateresca. Tenía una portada de análogo estilo debajo de un arco, que en 1778 fue reemplazada bajo la influencia todavía del barroquismo con dos cuerpos de pareadas columnas corintias y con una grande espadaña. Tan entero logramos ver a San Jerónimo, tal llegó al 1860, después de haber desaparecido de su lado el adjunto colegio de Guadalupe establecido en 1572 para los estudiantes de la orden, cuya acústica capilla construida en los rígidos tiempos de 1589 había sembrado de talla el arquitecto a pesar de las instancias del P. Sigüenza, y cuyo claustro, según la descripción que de él nos ha llegado, competía en grandeza y hermosura con el del monasterio (153). En pos del pimpollo ha venido a caer por fin el robusto árbol, cuando se creía ya tal vez definitivamente salvado de la segur revolucionaria.

     Desde mediados del siglo XVI multiplicáronse rápidamente los conventos alrededor de Salamanca, porque adentro ya no cabían. Los jesuitas se aproximaron gradualmente a la ciudad, deteniéndose primero junto a Villamayor y luego en la huerta de Villasendín al oeste donde está ahora el cementerio, y allí residieron algunos años en vida de su patriarca. Los mínimos se fijaron en 1555 fuera de la puerta de Zamora protegidos por el almirante don Francisco Brochero; y la fachada de su iglesia, compuesta de un arco escarzano, de columnas dóricas y de varias estatuas, subsistió hasta nuestros días (154). Para los franciscos Recoletos o Descalzos se edificaron dos; uno en 1564 a la salida de la puerta de Sancti-Spiritus titulado San Antonio de afuera, otro en 1586 llamado del Calvario cuya fábrica todavía blanquea en el campanario frente a las ruinas de San Vicente, del primero fueron fundadores el noble Francisco de Parada y Ana Martínez su mujer, del segundo el obispo de Ávila Pedro Fernández Temiño, que lo escogió para su entierro. Hacia 1569 erigieron los Premostratenses más abajo del Carmen, en el sitio de un antiguo hospital, su colegio de Santa Susana, cuya portada plateresca permanece: hasta 1580 no vinieron los Bernardos, pero con el auxilio de dos mil ducados recibidos de Felipe II, su construcción bien que tardía fue suntuosa, levantando frente a la puerta a que dieron nombre un templo de tres naves y de esbeltos arcos, y un vasto convento con tres órdenes de aberturas exteriores y una galería por remate. Aunque el edificio por la lentitud con que se fabricó se resentía de la degeneración del gusto, particularmente en el claustro y en las tres puertas de la fachada metidas entre dos cuadrados pabellones, pocos hay cuya pérdida sea en la ciudad tan deplorada; ponderábase lo atrevido y fuerte de su escalera trazada en 1609 por el famoso analista cisterciense fray Ángel Manrique, obispo de Badajoz; muéstranse los escasos fragmentos salvados y los sillares empleados para otros usos. De todas las fundaciones de aquel período ninguna se conserva excepto la de Carmelitas Descalzos, pero no en el arrabal en el hospital de San Lázaro que primero ocuparon hacia 1581, sino dentro de los muros en la plaza de Santo Tomé adonde se trasladaron más adelante, dedicando su casa a san Elías y logrando ver concluida en 1703 la grande iglesia que ha sustituido últimamente a la antigua parroquia, toda blanca por dentro en sus tres naves, crucero y cúpula, por fuera almohadillada con una espadaña a cada lado.

     Aumentó si cabe el impulso religioso a la entrada de la siguiente centuria: las órdenes en cierto modo se duplicaron con su respectiva reforma. En el sitio del arrabal que habían dejado vacío los Descalzos del Carmen alojáronse en 1604 los Agustinos Recoletos, quienes después de la avenida de 1626 se metieron en la ciudad, labrando frente al hospital general su convento de Santa Rita. Por los mismos días se establecieron fuera de la puerta de Santo Tomás los Mercenarios Descalzos, en cuya iglesia se notaban dos portadas harto discrepantes, modelo de revesado estilo la principal y la otra de elegante sencillez. Una vieja parroquia de la vega, la de San Miguel, recibió en 1611 a los Descalzos de la Trinidad; pero destruida quince años después por el río, se mudaron a la plaza de San Adrián, donde en 1667 fue con gran pompa bendecido el nuevo templo para el cual les habían cedido su palacio don Jorge de Paz y doña Beatriz de Silveira, y que por una rara excepción subsiste con su cimborio y crucero y su decoración de pilastras dóricas. En 1614 llegaron los Capuchinos; su convento situado junto al de Mínimos a la salida de la puerta de Zamora, pobre como todos los de su instituto, nada contenía interesante sino un gran cuadro de Vicente Carducho y los restos de don Diego de Torres, catedrático de aquella universidad, matemático, erudito y humorista a mediados del siglo XVIII (155). Del propio año datan los Clérigos Menores, cuya torre sólo inferior a la de la catedral y a las de la Compañía descollaba junto a dichos Trinitarios; y la morada provisional que tuvieron en el hospital del Rosario cerca de San Esteban, la hicieron suya en 1621 los Basilios, quienes al reedificarla para sí respetaron al parecer la primitiva portada plateresca. Medió en las fundaciones una larga tregua hasta fines de aquel siglo, en que los Teatinos escogieron una altura en el distrito occidental para construir su iglesia de San Cayetano, desatinado alarde de churriguerismo, que convertida en fortaleza por los invasores franceses acarreó gran mortandad a los ciudadanos y a sí propia la ruina. Todavía en 1736 se presentaron unos frailes Franciscos, y a pesar de la contradicción de las casas de su misma regla que ya eran cuatro en Salamanca, con el amparo del conde de las Amayuelas hallaron lugar para la fábrica de San Antonio el Real, cuyo destrozado cascarón asoma en la calle de Herreros junto a un moderno teatro.

     Una por todas vive, compartiendo con San Esteban este afortunado privilegio, aquella soberbia mole que levanta sus pareadas torres y su magnífica cúpula, que compite en grandeza con la catedral y aun desde ciertos puntos la eclipsa. La Compañía no podía confundirse en el suelo privilegiado de las ciencias entre la multitud de las demás religiones: después de mudarse desde la huerta de Villasendín al solar del actual Hospicio (156), después de varias tentativas para obtener otros locales, echó a principios del siglo XVII los cimientos de una obra verdaderamente real, que fuese digna de su protectora Margarita de Austria y capaz para trescientos jesuitas. Salamanca debía en cierto modo esta reparación a san Ignacio, detenido en el convento de Dominicos y preso y aherrojado en la cárcel pública cuando en 1527 estuvo allí de estudiante (157). Dentro del recinto que hubo que despejar quedaron absorbidas dos iglesias, la parroquia de san Pelayo y la ermita de Santa Catalina, dos largas calles y manzanas enteras de casas, y por poco no desapareció para dar vista al edificio el precioso palacio de las Conchas que todavía lo obstruye por fortuna. Levantóse el grito por parte de las corporaciones rivales y aun de toda la ciudad contra la orden prepotente que así se fabricaba soledades (158); pero la reina la sostuvo con empeño, y a pesar de la oposición oficialmente sostenida por la corona, declaróse válido no sin placer del rey el legado que al colegio había hecho su esposa de la mayor porción de sus bienes. En noviembre de 1617 se puso solemnemente la primera piedra bajo la dirección del insigne Juan Gómez de Mora, cuya traza se dice en parte ejecutada por el lego jesuita Juan Matos; y a su magnificencia habría correspondido su pureza si no la hubiesen adulterado los posteriores engendros del mal gusto.

     No carecen de nobleza, aunque de orden compuesto, las seis gigantescas columnas entre las cuales se abren las tres puertas rectangulares del templo, ni las que asentadas sobre la gran cornisa forman el segundo cuerpo con una ventana en el centro y escudos en los entrepaños: debajo de la efigie del fundador una breve inscripción recuerda a los regios bienhechores (159); y lo que niega de desahogo al frontis la estrechez de la calle, se lo da de realce la suntuosa escalinata. En cuanto al ático que asoma entre las dos torres erizado de frontones rotos y follajes y pésimas estatuas, cual pudiera esperarse del año 1758 en que se terminó, nada pierden los ojos en no poderlo contemplar desembarazadamente, ni ganan mucho aquellas, vistas de cerca con sus barrocas ventanas; desde lejos y en la perspectiva general es como lucen entrambas sus airosas proporciones el cuerpo octógono flanqueado de pirámides y figuras y la cupulilla y linterna con que rematan, campeando en el centro el imponente cimborio que a cierta distancia muestra sólo. la gallardía de sus líneas y no lo vicioso de su ornato.

     El interior del templo, regular y espacioso, guarnecido de pilastras dóricas estriadas, se halla exento de la hojarasca, revoque y doraduras que afean a otros de su época e instituto, pero no de los triviales balcones que suplen por tribunas sobre los arcos de las capillas, ni de enormes balumbas de talla en sus retablos, ni de exóticos caprichos desde el anillo de la cúpula hasta la linterna, cuya solidez aseguró en nuestros tiempos otro hábil coadjutor, Ibáñez. De catedral y no pequeña parecen propias su vasta sacristía cubierta de pinturas y su copioso relicario colocado en la capilla que llaman de San Pelayo en memoria de la destruida parroquia: el culto desde la primera supresión de los jesuitas corre a cargo de la clerecía o comunidad de los curas de Salamanca. El colegio fue hecho seminario conciliar en 1779 por el obispo Beltrán, cuyo nombre va unido al de Carlos III encima de su churrigueresca portada; pero confiado últimamente a la dirección de los hijos de Loyola, han vuelto a habitarlo bien que por otro título sus primitivos moradores. Aquel lienzo interminable de dos órdenes de ventanas partidas por pilastras de dos en dos, aquel claustro de tres pisos suntuoso aunque poco esbelto con gruesas columnas, pesados balcones y festoneadas claraboyas (160), aquella dilatada azotea o mirador del ala del norte a la cual correspondía hacia el sur otra igual demolida poco hace sin motivo, caracterizan la mansión más opulenta que tuvo en España la Compañía.

     Una ojeada ahora a los conventos de religiosas. Vimos en Sancti Spiritus instaladas ya desde 1222 las Comendadoras de Santiago (161); en el prado de la Serna unas monjas Benedictinas ocupaban la iglesia parroquial de San Esteban más allá del puente, que maltrató la inundación de 1256; y en 1240, Urraca, piadosa dama, reuniendo algunas compañeras en una ermita contigua a San Román, introdujo la naciente regla de Sta. Clara (162). Hasta el siglo XV no empezaron las Dominicas, dichas vulgarmente las Dueñas y establecidas en 1419 por Juana Rodríguez, mujer de Juan Sánchez Sevillano, contador de Juan II; tres años después las Benedictinas pasaron del arrabal a la ciudad, trocando el título de Sta. María por el de Sta. Ana a quien dedicaron su nuevo templo; las Terciarias Franciscas, llamadas de Galicia, por doña Inés Suárez de Solís que se puso a su frente, dieron principio en 1440 al convento de Sta. Isabel en unas casas que habían pertenecido a los Templarios. Pero durante el siglo inmediato fue cuando por todas partes dentro y fuera brotaron nuevas comunidades; en 1512 la de Franciscas de santa Úrsula fundada por don Alonso de Fonseca, patriarca de Alejandría; en 1534 la de Agustinas de S. Pedro, por el arcediano de Medina don Diego Anaya; en 1538 la de Franciscas de Corpus Cristi, por don Cristóbal Suárez, tesorero del emperador; en 1542 la de Cistercienses de Jesús, por don Francisco de Herrera y doña María Anaya su consorte; en 1544 la de Terciarias de la Madre de Dios, por el catedrático doctor Loarte y su esposa doña María de Castro; en 1548 la de Magdalenas de la Penitencia bajo la regla de S. Agustín, por los caballeros don Alonso de Paz y don Suero Alonso de Solís; y a estas se añadieron en 1570 las Carmelitas Descalzas, traídas por su santa madre (163); las Agustinas Recoletas, alojadas provisionalmente desde 1594 en la ermita de S. Roque ínterin les construía el conde de Fuentes un suntuoso edificio, y las Descalzas Franciscas venidas de Gandía en 1601, que dotó el mariscal don Luis Núñez de Prado. De estos catorce conventos sólo cuatro han dejado de existir, Sta. Ana y la Penitencia en el desastroso sitio de 1812 que asoló el distrito occidental, Sancti Spiritus que ha quedado como parroquia, y San Pedro cuya linda fachada del renacimiento se veía pocos años hace a par de la ancha torre o mirador que todavía permanece.

     Sin embargo, no siempre corresponde la fisonomía de los subsistentes a la época de su origen. Nada tiene de gótico Santa Clara sino la sencilla ojiva del portal y de algunas ventanas; churrigueresca talla ha invadido su iglesia por completo. Las Dueñas no debieron edificar la suya sino un siglo después de fundadas, según la esbelta crucería de sus bóvedas y su rica portada plateresca, que en frente de la de los frailes de la misma orden despliega en menor escala entre dos estribos los primores de sus dos cuerpos. En Santa Isabel se advierte ya el estilo medio o de transición usado a la entrada del 1500: bóveda de arista en la capilla mayor, techo de madera en la nave, artesonado arabesco en el coro bajo, nichos sepulcrales levemente apuntados, urnas con labores gótico-platerescas, y en el arco de una capilla hoy destinada a sacristía la trepada guirnalda hermanándose con las pilastras del renacimiento. Alguno de los nichos lleva orla de colgadizos y en el fondo pinturas del nacimiento de Jesús y de la epifanía; los más pertenecen a los fundadores del apellido de Solís o a familias con ellos enlazadas (164).

     Ninguna, empero, ostenta su arquitectura ojival del tercer período tan cabalmente como la iglesia de las Úrsulas, levantando su ábside polígono guarnecido por fuera de machones y coronado con ancha diadema de encaje que sirve de celosías a su azotea, respirando en su ámbito interior gentileza y desahogo. No se libró con todo del blanqueo ni de los extravagantes retablos de la pasada centuria; y el túmulo del insigne patriarca su fundador, removido del centro que al parecer ocupaba, fue metido en una de las seis hornacinas decoradas de follajes y crestones que hay en los costados de la capilla mayor, destinadas acaso para entierro de su familia. Las facciones de la yacente estatua no pueden apreciarse bien por lo hundido de la cabeza: la urna que le dedicó con una inscripción más elegante que cristiana su hijo llamado también Alonso de Fonseca, arzobispo de Santiago como él y después primado de Toledo (165), presenta el carácter del Renacimiento y dos relieves de evangelistas, a los cuales corresponden otros dos en la de en frente que con varias pirámides, puestas por adorno en los nichos colaterales sobre puertas abiertas más adelante, forman parte tal vez del desbaratado mausoleo. Más abajo un arco de medio punto con abalaustradas columnas y algunos medallones, estucado y dorado, contiene la tendida efigie del mayordomo del arzobispo en traje de caballero, con el casco y un paje a sus pies (166).

     En línea de gótico reformado merece el segundo lugar entre las de monjas la iglesia de Jesús fuera de la puerta de Santo Tomás por su despejada nave y hermosa crucería; y hay quien atribuye al mismo Berruguete su portada, metida en un arco y compuesta de dos órdenes de columnas estriadas y de frontón triangular, distinguiéndose entre sus varias esculturas la de la Virgen y san Bernardo en el segundo cuerpo y las cabezas de san Pedro y san Pablo en las enjutas. Igual estilo con harto menor ornato ofrece la de Corpus Christi en una apartada calle contigua a San Marcos, figurando en sus medallones dos bustos de santas mártires; mas por dentro apenas deja verse la estructura del templo, ahogado por sus tremebundos altares. Alguna gótica reminiscencia muestra todavía la Madre de Dios, inmediata a San Benito, en las labores de su cornisa y en su doble sarta de bolas: con todo su iglesia no aventaja en interés a la de Franciscas Descalzas y a la de Carmelitas, obras del siglo XVII, la última de las cuales, toda de piedra con crucero y media naranja, se recomienda por su sencillez y buen gusto a la salida de la puerta de Villamayor.

     Al mismo tiempo y bajo las mismas reglas que esta construcción humilde se elevó la fábrica monumental de las Agustinas Recoletas, cuya octógona cúpula reflejando la luz del sol en su cubierta de pizarra y cortando los aires con su aguda veleta forma uno de los puntos culminantes de Salamanca. Emprendióla don Manuel de Zúñiga y Fonseca, conde de Monterey y antes de Fuentes, por orden de su padre virrey del Perú, para retiro de su hermana doña Catalina, que con pesar de los suyos anhelaba por el claustro: los planos trazados en Italia por el arquitecto Juan Fontana empezaron a realizarse en 1598, abarcando multitud de casas y un hospital, y aunque no con toda la extensión proyectada ni con los pasadizos que debían unirla al palacio de Monterey, quedaron concluidos en 1636 y pudieron trasladarse a ella las religiosas desde su ermita de San Roque, sita en las afueras de la puerta de San Bernardo. Dícese que el templo se destinó primero para colegiata, y así parece indicarlo el coro levantado sobre un arco a la entrada. Lo cierto es que su grandeza y majestad, el opaco color de la piedra, la gran capilla abierta a cada lado de la nave, las pareadas pilastras corintias que suben desde el suelo hasta la cornisa, la gradería del espacioso presbiterio, renuevan exactamente las impresiones del Escorial. Y para mayor semejanza todo él es un museo, y las columnas de jaspe de su retablo mayor engastan excelentes pinturas o sostienen buenas estatuas, destacándose en el centro rodeada de ángeles aquella celestial Concepción de Ribera que todo lo ilumina, y en el ático del mismo y en los altares del crucero y en los entrepaños de la nave brillan lienzos del sublime Españoleto y de esclarecidos pintores italianos (167).

     Adquirió sus obras el generoso conde hallándose en Nápoles de virrey y en Roma de embajador acerca de la declaración del misterio de la Concepción Inmaculada, y no echó en olvido la disposición de su entierro y del de su esposa doña Leonor de Guzmán, hermana del conde-duque de Olivares, quien a su vez había casado con doña Inés de Zúñiga, hermana del de Monterey. A los lados del presbiterio, dentro de altos nichos de mosaicos coronados de curvo frontón, oran de rodillas las estatuas de los fundadores, dignas por su primor de ser atribuidas a Algardi, aunque algo desviadas ya del buen estilo por su actitud amanerada y teatral (168). El hundimiento del cimborio herido por un rayo en 1680, dio lugar a que en la reparación costeada por el octavo conde don Juan Domingo de Haro y Fonseca se adulterase también la pureza de la arquitectura; las pilastras de los arcos torales no estriadas carecen de la gallardía de las otras, si bien no es poco de agradecer que anduviese tan sobrio de hojarasca como diestro en el cerramiento de la atrevida linterna el modesto restaurador (169). Menos disimulan su barroca procedencia el púlpito de mármol y las cuatro puertas del crucero, y mucho menos la irregular portada, cuyos sillares bruñidos remedan puntas de diamante, sin que alcancen a neutralizar su mal efecto el pórtico de pilastras corintias, macizado en sus arcos laterales ni la regularidad y casi desnudez del resto de la fachada.

     Hasta aquí no consideramos sino en orden a la vida religiosa el espíritu de asociación que produjo en Salamanca unos cuarenta conventos: falta seguirlo ahora en sus aplicaciones a la enseñanza y a la caridad, para comprender a vista de otros tantos colegios y de poco menor número de hospitales el increíble desarrollo que alcanzó, y para asombrarnos de que todavía quedase allí lugar al estado civil y al hogar doméstico y que no fuese la ciudad entera un agregado de establecimientos.

Arriba