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Españoles en la Argentina

El exilio literario de 1936


Emilia de Zuleta



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A la memoria de mi padre,
emigrado, no exiliado.
A Enrique, siempre.



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ArribaAbajoBreve introducción

Este libro es el desprendimiento inevitable de una larga frecuentación del tema del exilio español que comienza en 1936 con la guerra civil española.

He reunido en él varios enfoques unificados en torno de algunas hipótesis. La primera afirma que, a esta altura de los estudios sobre el tema, es necesario apartarse de las generalizaciones para profundizar en cada exilio particular dado que todos ellos tienen rasgos propios, más allá de sus notas comunes. La segunda concierne al fenómeno del exilio argentino visto como un episodio singular dentro del proceso de unas interrelaciones entre España y nuestro país, que llevaban cuatro siglos y eran, hacia 1936, muy ricas y complejas. La tercera se refiere a que, tan importante como la caracterización del grupo exiliado, es la descripción del medio receptor: instituciones culturales, personalidades individuales, mediadores, público lector, etcétera. La cuarta supone incluir, como necesaria referencia retrospectiva y prospectiva, la dimensión de los retornos como horizonte real o imaginario de todos los exilios.

Una primera tarea en la elaboración de esta obra consistió en establecer quiénes eran los exiliados en la Argentina, tanto los de primera fila como los secundarios, y cuáles habían sido sus posiciones relativas. Hubo que determinar quiénes fueron verdaderamente exiliados, y no emigrados, antes, durante y después de la contienda. Deslindarlos de quienes fueron asimilados al nuevo grupo por su adhesión, actividades comunes, apoyo o mecenazgo, fue otro de los esfuerzos inexcusables. Existió un   —10→   núcleo central, que corresponde a quienes eran y se sentían exiliados y, situados en círculos concéntricos, quienes sin serlo, conformaban constelaciones articuladas por vínculos ideológicos, políticos o personales. Un núcleo aparte estaba conformado por los autoexiliados, que habían salido por propia voluntad, y que mantenían con los exiliados vínculos más o menos fuertes, o bien no los tenían.

Comencé esta tarea durante la preparación de mi libro Relaciones literarias entre España y la Argentina (1983), al cual siguieron algunos artículos.

Pero, sin duda, este esfuerzo mío por establecer una lista y esbozar algunos temas progresó notablemente desde el momento en que emprendimos, junto con la doctora María Teresa Pochat de la Universidad de Buenos Aires, un primer proyecto de investigación en el cual intervinieron grupos de esta Universidad y de la de Cuyo, que tenía por objeto relevar la producción publicada en la Argentina por los exiliados españoles. De esta investigación resultó una bibliografía que reúne los títulos existentes en veinticinco bibliotecas argentinas.

Posteriormente, la doctora Pochat y yo emprendimos la elaboración de un índice biobibliográfico, integrado por más de trescientos españoles protagonistas de este exilio literario. Este trabajo en cuya etapa final colaboró la bibliógrafa mendocina Elena Baeza, ya está terminado aunque aún no ha sido publicado.

Paralelamente, y sobre todo a partir de 1986, la aproximación a los métodos comparatistas, ensanchó mi modo de mirar y de ello resultó el trabajo El exilio español de 1939 en la Argentina, que bien puede ser considerado la matriz de este libro.





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ArribaAbajoCapítulo primero

Un marco de interrelaciones1


Han transcurrido seis décadas desde el comienzo de la Guerra Civil Española y, por ende, del exilio que fue su inmediata consecuencia. Los estudios sobre el tema son innumerables y evidencian constantes progresos en la localización y verificación de datos y, en algunos casos, en las interpretaciones2.

En el caso del exilio en la Argentina cabe, sin embargo señalar que una correcta descripción y explicación de este fenómeno requiere que se preste una mayor atención a dos perspectivas que lo distinguen especialmente.

La primera concierne a la integración de este fenómeno particular dentro del campo más amplio de los numerosos exilios del siglo XX, lo cual supone, sobre todo, una superación de los esquemas reductivos o nacionalistas. Pero, además, la percepción de la efectiva coexistencia en nuestro país de exiliados procedentes de muy diversas regiones, expulsados por causas diferentes y en momentos distintos: armenios que venían del genocidio de 1914, rusos expulsados por la revolución bolchevique, italianos y alemanes perseguidos por el fascismo y el nazismo   —12→   y, años más tarde, derrotados de la Segunda Guerra Mundial. Todo ello acentuó el preexistente universalismo y cosmopolitismo argentino y convirtió a nuestro país en un escenario singularmente apropiado para la actividad intelectual de los exiliados.

Desde una segunda perspectiva, que podríamos denominar diacrónica, es evidente que el proceso de inserción de los exiliados se produce dentro del marco de unas interrelaciones que, si bien duraban desde hacía más de cuatro siglos, se habían ido reestructurando en profundidad a partir de la emancipación argentina. Este enfoque es el que prevalecerá en mi trabajo, sin perder de vista la primera perspectiva.


ArribaAbajo1. Medio siglo de rupturas y continuidades (1810-1860)

El estudio de las interrelaciones literarias entre España y la Argentina durante las cinco primeras décadas posteriores a la emancipación presenta, sin duda, muchos problemas3. Por de pronto, de las investigaciones realizadas hasta la actualidad, surge la existencia de fenómenos que requieren un abordaje sistemático y comparativo, atento a las coincidencias temáticas y estilísticas, al juego entre tradición y renovación, entre lo culto y lo popular, a las resonancias y refracciones de todo tipo, de lo cual resultaría un genuino avance del conocimiento.

Anotamos, a continuación, algunos ejemplos. El primero es el de la ya señalada, pero poco explorada, relación entre la lírica peninsular de la etapa de la guerra de la Independencia contra los franceses, y la poesía patriótica argentina de la Revolución de Mayo la cual, pese a su intención de ruptura en el nivel semántico, coincide con aquélla en su poética y su técnica, predominantemente neoclásicas.

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En un segundo ciclo, el que corresponde a la segunda generación romántica, se ahonda este fenómeno de atracción/rechazo frente a la literatura española, lo cual es particularmente notorio en el caso de autores como Esteban Echeverría. Es evidente que, a pesar de las proclamadas intenciones de independencia literaria, persiste en los criollos el repertorio de lecturas españolas, comprobable a través de muchos indicios surgidos de indagaciones todavía incompletas. (Rafael Alberto Arrieta menciona el catálogo de la librería porteña de Marcos Sastre4, pero queda mucho por rastrear en el proceso de recepción durante ese ciclo: catálogos de bibliotecas, enseñanza de la literatura, acción de intermediarios, etcétera).

Otro hito decisivo en el proceso de paulatina emancipación intelectual de los americanos fue, sin duda, la polémica entre Domingo Faustino Sarmiento y Andrés Bello, centrada especialmente en cuestiones lingüísticas. Sin embargo, el mismo Sarmiento recibió la influencia de Larra cuya impronta ideológica, estética y estilística ha marcado fuertemente su obra. Había habido muy pronto ediciones americanas del español (Montevideo, 1837; Valparaíso, 1842), el cual -lo mismo ocurrió con Espronceda-, fue difundido, además, en publicaciones periódicas. En suma, los románticos argentinos, Sarmiento, Gutiérrez, Mármol, superficialmente caracterizados durante mucho tiempo por su afrancesamiento estuvieron muy próximos a ambos románticos españoles como lo han demostrado investigadores como Arrieta, Paul Verdevoye, Lorenzo Rivero y Emilio Carilla, entre otros. Este último ha insistido en un importante aspecto: «Es evidente que la ideología de Larra y Espronceda, su pensamiento   —14→   liberal, ayudaba y era la base de tal admiración»5. Posteriormente se registra la influencia de Bécquer la cual ya ha sido estudiada por varios autores, especialmente por el mismo Carilla. Sin embargo, cabe profundizar en los fenómenos de recepción pasiva y productiva sobre los cuales existe mucho material ubicable y poco analizado.

Pero sólo un método global, integrador de datos filosóficos, históricos, de historia de las ideas y de la literatura cuyo modelo no superado diseñara Pedro Henríquez Ureña en Las corrientes literarias en la América Hispánica (1945), podría establecer cuál fue la presencia efectiva de España durante aquella etapa. No hay duda de que estuvo allí, pero para avanzar más allá de las generalizaciones, habría que examinar otros aspectos: la educación literaria (instituciones educativas, influencia eclesiástica, retóricas y poéticas), lecturas (ediciones y traducciones españolas, folklore y literatura popular, etc.). Se trata, en suma, de un proyecto de investigación apenas esbozado, pero factible e indispensable.




ArribaAbajo2. El gran viraje (1860-1916)

Durante la etapa que abarca desde 1870 hasta la segunda década del siglo XX, se va produciendo un gran viraje en el cual coexisten fuerzas contrarias. Por un lado, crece una tendencia afrancesada y aun antiespañola en gran parte de las elites argentinas, pero a la vez, se potencia la relación con España de diversas maneras.

Un primer fenómeno corresponde a la llegada de la inmigración masiva que comienza a crecer a partir de 1860, en un flujo constante que alcanza sus picos máximos   —15→   durante las dos últimas décadas del siglo XIX y las dos primeras del XX. (En 1912 esa corriente llega a su altura máxima con la llegada de ciento veinticinco mil personas6.)

Según Mark Falcoff, en la Argentina tuvo España su principal expresión en el exterior -salvo en Cuba-, por el número de emigrantes que hacia aquí se dirigieron y cuyas remesas de dinero constituyeron un significativo aporte a la economía peninsular. Aunque en ciertos momentos -precisamente en 1912-, España debió adoptar medidas restrictivas de la emigración, muchos años más tarde fue la Argentina la que revirtió sus disposiciones inmigratorias por razones de tipo político7.

¿Quiénes eran aquellos inmigrantes? En primer lugar, venía el ejército innumerable de las gentes sin oficio, o que se vieron obligados a cambiarlo en la Argentina por razones laborales, con una adaptabilidad que produjo excelentes resultados. Aunque muchos no han dejado huellas en la historia, alimentaron esa intrahistoria de habla, canciones, costumbres, valores, sentimientos, actitudes, que constituye el estrato profundo donde enraíza la más prodigiosa operación de mestizaje de los tiempos modernos.

Pero también llegaron, desde la etapa precursora de la Restauración borbónica de 1874, y avanzando hacia las primeras décadas del siglo XX, núcleos ilustrados como los de los exiliados republicanos, carlistas, socialistas y, más tarde, anarquistas. Entre ellos venían escritores, educadores, periodistas, críticos literarios y teatrales, dibujantes, editores, libreros. Recordemos los nombres de escritores,   —16→   críticos y periodistas como Ricardo Monner Sans, Juan Más y Pí, Justo López de Gomara, Juan José García Velloso, Francisco Grandmontagne, Carlos Malagarriga, Eustaquio Pellicer, José María Cao; libreros como Jesús Menéndez, Martín García o Valerio Abeledo; empresarios con inquietudes sociales y culturales como Rafael Calzada o José Roger Balet, y tantos otros.

Ya en aquel momento hubo reivindicaciones sobre el carácter «ilustrado» de esta inmigración, contra las versiones que desconocían su calidad y presencia. Recordemos el caso de Félix Ortiz y San Pelayo quien, en 1915, publicó una serie de artículos en El Diario Español de Buenos Aires, desmintiendo a aquellos visitantes españoles que habían sido injustos y despectivos frente a la colectividad peninsular8.

Recientemente, Hugo Biagini ha desarrollado un enfoque similar registrando la presencia de intelectuales sobresalientes en aquella inmigración y su acción en las asociaciones culturales y en la prensa. «Para la segunda parte del siglo XIX hemos registrado una cantidad superior al medio centenar de publicaciones periódicas destinadas a la comunidad hispana en la Argentina o regenteadas por españoles»9, afirma.

Durante esa etapa de fin de siglo se produce un acrecentamiento del mutuo interés dentro del marco de lo que se ha llamado un hispanismo práctico, originado en la Península durante los prolegómenos de la celebración del Cuarto Centenario del descubrimiento de América. En 1884 se había fundado en la Universidad de Madrid la Unión Iberoamericana que tuvo como promotores a   —17→   políticos conservadores y liberales -Cánovas, Castelar entre ellos-, y que contó, además, con la participación de escritores como Valera, Menéndez Pelayo y Unamuno.

A partir de aquellas fechas, éste y otros hechos, hacen que no resulte exagerado hablar de un verdadero redescubrimiento de América y, en particular, de la Argentina. América era concebida como una prolongación de España en el pensamiento de Ángel Ganivet. Si ninguna acción podría restaurar la grandeza material de España, sostenía Ganivet en su Idearium español (1897), cabía reconstruir la unión familiar de los pueblos hispánicos en el culto de unos mismos ideales. Este esfuerzo que él concebía como una gran misión histórica y una creación política importante y original está en la base de la teoría de América de Miguel de Unamuno, que culminaría en una labor de crítica de las ideas americanas única por su volumen, variedad y originalidad de enfoques10.

Entre tanto, en el orden de la política seguía avanzando aquel programa de hispanoamericanismo español mediante diferentes tipos de intercambio, como el del Congreso Social y Económico hispanoamericano de 1900 y, algunos años más tarde, con la celebración del Centenario argentino de 1910. (En 1910 fue presentado en Buenos Aires el libro La Argentina y sus grandezas de Vicente Blasco Ibáñez, preparado durante un viaje previo de 1909, una verdadera suma histórico-geográfica de casi ochocientas páginas escritas con el propósito de «desvanecer preocupaciones, falsedades e ignorancias». El novelista valenciano iniciaría por entonces una vasta empresa de colonización de tierras en Río Negro y Corrientes, que terminó desastrosamente, pero que dejó importantes testimonios literarios11).

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Sin embargo, examinadas más detalladamente aquellas iniciativas oficiales, se descubre que sólo comportan lo que Daniel Rivadulla Barrientos ha denominado una «política de gestos» con breves momentos de una «política de acción»12. Lo cierto es que este hispanoamericanismo de los españoles sufrió altibajos y rectificaciones constantes a lo largo del tiempo y, sobre todo, tuvo motivaciones diferentes según fueran liberales o conservadores quienes lo sostenían13.

Mucho más importante era el acercamiento en el orden de la cultura y las letras que venimos esbozando, y que no sólo viene desde España, sino que progresa desde esta orilla hasta constituir un hispanismo argentino. En el contexto de una tendencia que hemos denominado afrancesada, y a veces antiespañola, escritores e intelectuales argentinos se aproximan a España de diversos modos que aún no han sido debidamente estudiados. Anotemos, entre otros, el tema de la superación de su antihispanismo en los casos de Alberdi y Sarmiento y, más adelante, la actitud de figuras como Santiago de Estrada y Miguel Cané, este último amigo de Menéndez Pelayo y Emilio Castelar14. El caso de Castelar se presta singularmente para un estudio de interrelaciones desde diversos ángulos, dada su constante presencia en los periódicos hispanoamericanos y argentinos, sumada a la enorme difusión de sus libros. (Su biblioteca, es sabido, se conserva en el jockey Club de Buenos Aires y aún no ha sido estudiada desde estos ángulos que proponemos.)

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Entre tanto, el espacio cultural común hispanoargentino se iba reforzando a través de múltiples contactos directos e intercambios, y a través de un comercio editorial que, con altibajos, se mantuvo poderoso y activo hasta el punto de que la Argentina llegó a ser el mercado más importante para la industria editorial española, con el apoyo de las librerías que vendían, principalmente, libros del mismo origen.

Paralelamente se había abierto un ancho cauce a la relación con España, su cultura, su literatura, su arte, su realidad social y política, a través de la prensa argentina y, sobre todo de los dos grandes diarios: La Prensa, fundada en 1869, y La Nación, en 1870.

¿Quiénes eran los sujetos de esta operación receptiva? O, dicho de otro modo, ¿quiénes eran los lectores que, junto con la producción cosmopolita que prevalecía en aquellas páginas, recibían aquel material español marcado con signos análogos de calidad y prestigio?

En primer lugar, serían los inmigrantes españoles en cuyos diferentes estratos -como hemos dicho-, había gentes ilustradas, pero también comerciantes o industriales que, habiendo llegado con escasas letras, se lanzaron fervorosamente a perfeccionar su educación. E incluso, los alfabetizados recientes que se convirtieron en asiduos lectores de periódicos.

En segundo término, estarían aquellos argentinos que, por tradición o por gusto, se inclinaban hacia lo hispánico dentro de un ambiente universalista más proclive al disfrute ecléctico de otras culturas.

En tercer término venía el gran elenco de los que llamaríamos «conversos», argentinos y españoles, sobre los cuales se ejercía aquella inmensa labor pedagógica, transformadora del gusto literario y de las ideas, mediante la prensa, y que paulatinamente descubrían los valores intelectuales y estéticos de la producción española. (Es éste otro tema poco estudiado. El análisis de este proceso de recepción y, en consecuencia, de la formación de un público lector de los grandes diarios, permitiría reconstruir   —20→   un mapa intelectual de enorme interés y contribuiría a un conocimiento mejor de aquel escenario americano privilegiado por lo que Guillermo de Torre llamara su porosidad espiritual y su abertura mental15.)

En las páginas de estos grandes diarios los lectores hallaban amplia información literaria y bibliografía española, cuentos, poemas, crítica artística y de la producción teatral estrenada en Madrid y en Buenos Aires. En el caso de La Nación, por ejemplo, José Ortega y Munilla, desde 1885, hizo abundante crítica de todos los géneros, incluido el teatro. (Le pertenece, por ejemplo, la crítica de La Regenta de Clarín, publicada en el diario el 13 de setiembre de 1885.)

Grandes firmas españolas, como las de Palacio Valdés, la Pardo Bazán, Valera, Unamuno, Castelar, alternaban con la de un gran mediador, Rubén Darío, corresponsal en Madrid cuyas crónicas fueron, luego, recogidas en libros. Entre los españoles residentes en Buenos Aires, escribían Francisco Grandmontagne, Martínez Villergas y, sobre todo, Ricardo Monner Sans, crítico de arte, de cuestiones filológicas y de novela. Entre setiembre y noviembre de 1889 publicó una serie de artículos sobre España en Buenos Aires, donde describía el crecimiento de la población española y el de sus instituciones sociales y recreativas. Sus notas sobre la novela española contemporánea alcanzaron tal volumen que ya en 1889 anunciaba la publicación de un folleto de treinta páginas con los artículos aparecidos en La Nación16.

Toda esta producción, difundida a través de la prensa y de revistas como Caras y Caretas -que tampoco ha sido analizada desde este ángulo-, está signada por la estética de la renovación finisecular del realismo y, principalmente, por el modernismo que vuelve a emparentar, de modo profundo y perdurable, la literatura, el pensamiento y las   —21→   artes de las dos orillas17. En esta atmósfera surge, en 1907, la gran revista Nosotros donde colaboraron escritores españoles residentes en la Argentina, protagonistas de este diálogo de culturas y literaturas, como Juan Más y Pí, Emilio Suárez Calimano, Juan Torrendell y José Gabriel18.

Los viajes, en una y otra dirección, también contribuyen por entonces a afianzar estas relaciones literarias. Entre ellos tienen especial significación los de Ricardo Rojas y Manuel Gálvez. El primero viajó a España en 1907 con un proyecto definido: «Yo había partido a Europa con dos propósitos personalísimos: estudiar a España para buscar las claves de nuestro origen; y conocer las naciones europeas que más influyeron en el desenvolvimiento de la Argentina después de su organización como república autónoma»19. De su descubrimiento surgió El alma española: ensayos sobre la moderna literatura castellana (1907), libro que encabeza su vasta producción encaminada a restaurar el espíritu argentino sobre las bases del reconocimiento de lo nacional.

Gálvez estuvo en España entre 1906 y 1910 y allí nació su hispanismo que lo alejaba de su primera orientación izquierdista y europeísta, y que se manifestó en El solar de la raza (1913).

También visitó España a comienzos de siglo Enrique Larreta y allí se documentó para su novela La gloria de Don Ramiro, admirablemente estudiada por Amado Alonso veinticinco años después. En la década siguiente otros argentinos, como Arturo Capdevila, continúan con esta tradición de viajeros hispanistas.

Simultáneamente muchos españoles viajaban en sentido inverso: Jacinto Benavente (1906), Vicente Blasco Ibáñez (1909), Rafael Altamira (1909), José María Salaverría,   —22→   también en ese año anterior al Centenario de 1910. Ya hemos aludido al caso de Blasco Ibáñez, pero también la figura de Salaverría merecería un análisis encaminado a establecer su imagen de la Argentina, a través de varios viajes y en cambiante relación con nuestro medio intelectual, a medida que evolucionaba hacia una postura ideológica conservadora.

Todos estos intercambios se multiplican y perfeccionan dentro de planes coherentes a partir del momento en que se crea la Institución Cultural Española, en 1912. (Toda esta acción ha quedado documentada en sus Anales, publicados entre 1947 y 1953.)




ArribaAbajo3. Tres décadas decisivas (1916-1936)

Esta intensificación de las interrelaciones entre España y la Argentina que venimos describiendo, y que habían alcanzado un punto muy alto en el orden oficial con la celebración del Centenario de la Revolución de Mayo en 1910, culminarán en 1916 en torno de la Declaración de la Independencia. Hubo conferencias, se publicaron libros, ediciones especiales de los periódicos, en los cuales el vínculo con España fue estudiado y exaltado con especial intensidad.

Esta fecha de 1916 corresponde, además, a una visita de grandes consecuencias: la de José Ortega y Gasset, acompañado por su padre José Ortega y Munilla, e invitados por la Institución Cultural Española.

Mucho se ha escrito ya sobre este primer viaje y el apoteósico recibimiento que la Argentina le hizo al joven pensador cuya influencia se instalaría aquí de modo, al parecer, definitivo aunque atravesando diversos, y a veces graves, altibajos20. Llegaba en la «hora precisa», como dijo   —23→   Álvaro Melián Lafinur al ofrecer el agasajo que le hizo la revista Nosotros, aludiendo con ello al clima de renovación filosófica de signo antipositivista que se había instalado en Buenos Aires. Volvió en 1928 y se repitió el tono de admiración y entusiasmo, pero ya se advirtió una atmósfera de disentimiento. La polémica estallaría poco después, a propósito de la publicación de sus ensayos La Pampa... promesas y El hombre a la defensiva. Y a ello se unieron, posteriormente, las críticas de algunos filósofos argentinos, buenos conocedores de la filosofía contemporánea, como Francisco Romero y Miguel Ángel Virasoro.

Pero la consecuencia más importante de estas visitas consiste en la vinculación de Ortega con Victoria Ocampo y el papel que le cupo en la fundación de Sur cuyo nombre sugirió y, sobre todo, su estilo abierto a lo universal pero atento a la propia cultura nacional. Luego, en ocasión de su tercer viaje en 1939, Ortega se distancia de los grupos intelectuales porteños y vive sus tres años de autoexilio en un notable aislamiento.

Poco después del primer viaje de Ortega, en 1921, llega a Buenos Aires Eugenio D'Ors quien realiza una gira de conferencias en las cuales se hizo evidente, como en el caso de Ortega, que su talento filosófico estaba acompañado de excepcionales dotes literarias oratorias. Estas visitas, que coincidían con el clima de renovación filosófica antes apuntado, influyeron en la consolidación de la llamada «Nueva Generación» que había fundado en Buenos Aires, en 1918, el «Colegio Novecentista», cuyo Manifiesto fuera redactado por Coriolano Alberini. Sin embargo, el entusiasmo de la acogida de D'Ors se atemperó con diversas críticas como la que le dirigiera Gregorio Bermann en la revista Nosotros, donde se lo calificaba de «original periodista de la filosofía», de «dilettante de la filosofía»21.

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Durante esa misma década del veinte llegan a Buenos Aires dos intelectuales españoles que se vincularían por largo tiempo con nuestro país. El primero, Guillermo de Torre, uno de los fundadores del movimiento ultraísta, lo hizo en 1927, precedido de abundantes vinculaciones con temas y autores argentinos según ha quedado documentado en sus escritos de la Revista de Occidente y La Gaceta Literaria. En esta última revista había publicado en abril de ese año su famosa nota editorial Madrid meridiano intelectual, de Hispanoamérica que provocó una vasta polémica. Al año siguiente ya era secretario de redacción de La Nación y en 1931 fue el primer secretario de Sur, revista a la cual imprimió, junto con Eduardo Mallea, la peculiar fisonomía que la distingue.

Su personalidad intelectual se perfiló sólidamente en Buenos Aires, y cuando volvió a Madrid en 1932 ya había dejado de ser el abanderado juvenil de las vanguardias para convertirse en una figura de primera fila que colaboraba en los periódicos y revistas más prestigiosas22. Y en este nivel volverá, cinco años más tarde, para iniciar su prolongado autoexilio.

El segundo de los intelectuales españoles que llegan en 1927 es un joven filólogo, Amado Alonso quien, desprendiéndose del Centro de Estudios Históricos de Madrid, dirigido por Ramón Menéndez Pidal, construye un nuevo núcleo de irradiación en el Instituto de Filología de la Universidad de Buenos Aires, continuando la labor de otros españoles que lo habían precedido: Américo Castro (1923), Agustín Millares Carlo (1924), Manuel de Montoliu (1925)23.

Alonso creció en la Argentina como maestro y crítico literario, fundador de una escuela de estilística que influyó en toda América, y colaboró en los principales diarios   —25→   y revistas -La Nación, Nosotros, Síntesis, Sur-, sobre temas lingüísticos, de crítica y de enseñanza de la literatura. Además, en Buenos Aires elaboró su concepción de un orbe hispánico total, basado en la unidad lingüística, que tiene como modelo común, imagen de la unidad posible, al lenguaje literario. Junto con el humanista dominicano Pedro Henríquez Ureña trabajó en muchas empresas comunes: los estudios lingüísticos y literarios, las ediciones y su Gramática Castellana utilizada durante muchos años en las escuelas secundarias argentinas. Pero, sobre todo, formó discípulos que difundieron sus enseñanzas y su estilo, no sólo en la Argentina sino en el resto de América y en los Estados Unidos24.

En 1928 llega a Buenos Aires, como Embajador de España, Ramiro de Maeztu, quien fue objeto de una curiosa influencia de retorno, puesto que su contacto con los grupos fundadores del nacionalismo argentino incidió en su latente evolución ideológica, la cual culminará en su libro Defensa de la Hispanidad. Y en el mismo año arriba Gerardo Diego para pronunciar varias conferencias donde describe el estado de la nueva poesía española.

Entre tanto, nuevos viajes en sentido inverso -desde la Argentina hacia España-, se habían venido produciendo durante estos años. Bien conocido es el caso de Jorge Luis Borges quien, tras su estancia en Suiza durante la Primera Guerra Mundial, se instaló en Madrid, participó de las batallas de la vanguardia española y colaboró en sus revistas. Cuando volvió a Buenos Aires en 1921 ya había superado aquel deslumbramiento y estaba dispuesto a enfrentar polémicamente a sus antiguos camaradas de quienes se distanciaba, en gran parte, debido a sus actitudes divergentes frente a la tradición literaria española.

Bastante se ha escrito sobre el antiespañolismo de Borges. Entre otros, Manuel Durán decía: «En la Argentina, Borges seguía con sus críticas a la tradición española.»   —26→   Amado Alonso lo consideraba un «enemigo profesional de la literatura española», y por ello opinó en contra de su candidatura como profesor en los Estados Unidos25.

Sin embargo, frente al lector queda lo sustancial: Cervantes, Quevedo, Unamuno siguieron siendo sus devociones literarias nunca desmentidas y alimentaron la trama intertextual de sus ficciones.

Otros escritores argentinos hacen por esos años su experiencia de viaje a la Península, entre ellos Fermín Estrella Gutiérrez, Raúl González Tuñón, Francisco Luis Bernárdez, en cuyas obras es posible rastrear imágenes de España, además de resonancias temáticas y estilísticas del mismo origen.

A comienzos de la década de los treinta, el número y la calidad de los colaboradores españoles de La Nación y de La Prensa habían aumentado notoriamente. En el caso de la primera, ya hemos mencionado la presencia de José Ortega y Gasset quien anticipó en aquellas páginas gran parte de su producción. En La Nación aparecieron, en 1930, su serie de cinco artículos sobre Por qué se vuelve a la filosofía, y en 1931 y 1932, otros sobre temas políticos que luego no recogió en libro26. En los años siguientes el número de sus colaboraciones se incrementó con otros anticipos de sus obras sobre temas como el método de las generaciones, ensimismamiento y alteración, ideas y creencias, ciencia y razón histórica, la técnica, la Universidad, etcétera. Un público creciente, no sólo de intelectuales, sino de hombres y mujeres cultos -o que aspiraban a serlo-, políticos, profesionales, profesores, maestros, repetían aquellas fórmulas que, acuñadas desde entonces,   —27→   reflorecen periódicamente en diversos niveles del discurso periodístico y político argentino: «el yo y su circunstancia», «argentinos a las cosas», y tantas otras. Tuvo Ortega, asimismo, una notoria influencia estilística -en el sentido más amplio del término, que va desde la selección de los temas hasta su enfoque y expresión-, en varios ensayistas argentinos.

Pero entre los colaboradores de La Nación figuran por entonces otros escritores españoles como Unamuno, Enrique Díez-Canedo, Rafael Altamira, Gregorio Marañón, Luis Araquistain, José María Salaverría o Salvador de Madariaga quienes se ocupaban, especialmente, del tema de España, de su historia, su presente, su literatura y su arte.

Modalidades diferentes cultivaban Ramón Gómez de la Serna o Jacinto Miquelarena. El primero, bajo diversos cauces genéricos, entregaba el chisporroteo de sus greguerías que tanto gustaban en la Argentina; el segundo, cultivaba con ingenio y gracia originalísima la crónica y el relato. Corpus Barga, por su parte, ha dejado en La Nación el relato de sus viajes por Francia y Alemania cumpliendo una función de mediador cultural que incorporaba la perspectiva española a nuestra visión de la Europa contemporánea. Y, finalmente, las nuevas promociones literarias, que ya eran conocidas en la Argentina a través de los mejores críticos españoles, colaboraban esporádicamente en el diario.

Ya hacia 1935, en los agitados días de la República, los lectores argentinos tuvieron el privilegio de conocer las reflexiones de los intelectuales españoles, que tantas esperanzas habían concebido en el cambio político, y ahora se sentían, no sólo defraudados, sino inquietos y alarmados. Entre aquellos testimonios destaca uno de Salvador de Madariaga, sugerente desde su título mismo, Autocrítica, donde, a propósito de su libro Anarquía o jerarquía, dice: «Pero la unanimidad de entonces duró siglos; la del 31 duró un abril. Ya en mayo, la guerra civil. Este libro es el ideario de un hombre que nació en el   —28→   siglo XIX y quiere vivir en el XX, pero vivir de verdad no de ilusión. Ideario de conciencia intelectual»27.

Otra perspectiva complementaria de esta recepción de lo español se abre a través de la crítica y la información bibliográfica. En La Nación se habían ocupado de ella nada menos que Rafael Altamira y Enrique Díez-Canedo. A partir del 17 de marzo de 1929, lo haría Benjamín Jarnés bajo el título de Carta de Madrid, una página completa, la última del suplemento literario, que contenía varias reseñas breves, sin datos bibliográficos, pero con una descripción sintética y un juicio de valor. En los años siguientes, y bajo el título de Letras españolas, la frecuencia de estas «cartas» se incrementa abarcando el registro de las nuevas tendencias: el auge del género biográfico, la nueva literatura, el movimiento editorial y, en especial, las noticias sobre las traducciones que, como las de la Revista de Occidente, tanto contribuyeron a la formación del pensamiento científico, filosófico e histórico de los españoles y argentinos cultos de aquellos años. Difundió también la producción de otras editoriales como Espasa-Calpe o las de sus compañeros de promoción.

En 1933 Jarnés denuncia lo que llama una «turbia inundación de literatura política, de literatura mesiánica o petrificada»; y al año siguiente reitera su advertencia28. De este modo, y a través de este vehículo menor de la crítica bibliográfica, describe aquellas tensiones existentes en la vida intelectual española y define, con lúcida perspectiva, un compromiso del escritor con su obra, desde su obra, análogo al que expondrán durante su exilio sus coetáneos Pedro Salinas o Guillermo de Torre, entre otros.

Durante esta misma etapa, los lectores del diario La Prensa que, por lo general, no eran lectores de La Nación,   —29→   recibían abundante información sobre la actividad cultural -artes plásticas, literatura y teatro-, que se desarrollaba en la Península: quizá más rica, diversificaría y regular que la que aparecía en el otro diario.

Tenía La Prensa su elenco propio de colaboradores españoles a la cabeza de los cuales se hallaba Azorín desde 1916. Buena parte del material recogido en sus libros fue previamente publicado en aquellas páginas y desde allí formó escuela de estilo entre sus lectores -escritores, profesores, maestros-, que lo seguían asiduamente. Su enfoque impresionista, sinfónico, que procuraba establecer una coincidencia de sensibilidad y de sentimiento con sus lectores, se encaminó en formas muy variadas y atractivas y por los rumbos temáticos más diversos.

Muchas veces comenzaba con el comentario de un libro y éste le daba pie para la descripción de sus propias experiencias. En otros casos, partía de la descripción evocativa de un paisaje o un lugar y, luego, a veces ya mediado el artículo, surgía la clave libresca inspiradora: otras veces, ésta se develaba al final.

Además de sus abundantes descripciones de regiones y lugares de España -que satisfarían la nostalgia de los inmigrantes y la curiosidad de los argentinos-, Azorín se ocupaba de pedagogía, oratoria, crítica literaria, pintura, teatro. Y trazaba lo que ha llamado sus «mapas literarios»: «De cuando en cuando conviene dar un repaso al mapa literario de España; así lo vengo haciendo en La Prensa desde hace años»29.

Pero hay otro aspecto que se debe subrayar en relación con este escritor que fue tan injustamente acusado de indiferencia frente a su momento histórico. Por el contrario, en su estilo mesurado, discreto y elegante, escribió algunos artículos de tema político con abundante apoyo histórico. Y cuando comenzó la violencia, los lectores   —30→   argentinos recibieron su testimonio acongojado sobre aquellos desbordes.

El otro gran colaborador de La Prensa desde 1916 era Ramón Pérez de Ayala, quien también tuvo en la Argentina muchos lectores y admiradores. A comienzos de 1930 escribía sobre temas clásicos del helenismo reconsiderado por Nietzsche y otros pensadores modernos. Se ocupaba también de teatro, de cine, de psicología, de estética, de temas científicos, filosóficos y literarios con una amplitud extraordinaria de enfoques y una gran elegancia de estilo. Tampoco desdeñaba la crónica de actualidad, mientras que otros artículos suyos se ceñían a reflexiones estrictamente literarias como aquellas referidas al humorismo, la ironía, la comicidad, el realismo, anticipando una vertiente teórica que desarrollaría aún más durante su exilio.

También advirtió Pérez de Ayala la complejidad de los tiempos que se acercaban -recordemos que integró con Ortega y Marañón, en 1930, la Agrupación de intelectuales al servicio de la República-, y se ocupó de aquellos temas acuciantes en artículos Sobre los partidos políticos donde analiza el contenido que estos deben tener en lo que concierne a la economía y la cultura30.

Otro asiduo colaborador de La Prensa fue el vasco Francisco Grandmontagne quien residió durante años en la Argentina y que, en la etapa que describimos, trataba temas varios de actualidad, entre ellos la sonada visita del Conde Keyserling a Buenos Aires.

Ramiro de Maeztu, luego de haberse desempeñado como Embajador de España durante la dictadura de Primo de Rivera y ya de vuelta en España, colaboraba en La Prensa sobre temas varios y, en especial, sobre escultura y cultura española, e incluso difundió allí las ideas que habían estructurado su obra Don Quijote, Don Juan y La Celestina   —31→   (1926), entre ellas las referidas a los temas del poder, el saber y el amor. Y reflejó también, en algunos artículos, sus inquietudes políticas desde la posición comprometida que culminaría en su trágico final de 1936.

Esta presencia de España, su cultura, su literatura y sus escritores en los grandes diarios argentinos, se completaba con la difusión, más restringida, en las revistas de ese período. Nosotros, Criterio, Síntesis, Sur, contienen una abundante representación española en las décadas de los veinte y los treinta. He analizado prolijamente este tema en mi libro Relaciones literarias entre España y la Argentina (1983), y no volveré sobre ello en esta ocasión. Pero conviene reafirmar la importancia que tuvo este cauce para el proceso de estructuración de interrelaciones que estoy describiendo. No hubo problema, postura ideológica o política, género literario, grupo o figura importante de la escena española que no fuese conocida por los lectores argentinos -no sólo los que leían libros o viajaban-, durante esta etapa decisiva, previa a la guerra. Muchos españoles colaboraban en aquellas publicaciones, de modo que los contactos personales estaban establecidos con solidez para la expatriación que se avecinaba.

En otro sector, el de la vida académica, la acción del Instituto de Filología se había ido enriqueciendo extraordinariamente, y los discípulos de Amado Alonso y Américo Castro ya comenzaban a publicar sus propias obras y a ocupar posiciones importantes dentro del campo de un hispanismo argentino con rasgos singulares y bien definidos31.





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