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ArribaAbajo- VI -

¿En dónde están los risueños y caprichosos paisajes que desplegaba hace poco a nuestras miradas, enriquecida con la pompa del estío, la fecunda tierra de Nápoles? ¿Qué se han hecho las islas encantadas, que a la claridad de la luna parecían palacios flotantes de las divinidades habitadoras de sus cristalinos golfos?

Henos aquí ausentes del hechicero país que con tanto placer hemos habitado durante las primeras escenas de nuestro drama; obligados por el imprescindible deber de exactos historiadores a trasportar al complaciente lector a una tierra árida y triste, en la que ni la naturaleza ni la mano del hombre han alcanzado a producir un árbol a cuya sombra pueda guarecerse el viajero de los rayos perpendiculares de un sol abrasador.

Esta campiña arenosa y desierta es el trono en que tiene su asiento la antigua madre de los Césares: la ciudad eterna, destinada por el cielo a llevar siempre en su frente la corona del mundo, dominándole   —84→   primero con la fuerza y después con la religión; aquélla que ha sustituido el invencible lábaro con la sagrada tiara, y que cuando perdió la espada que le abría las puertas del universo, recibió las llaves de San Pedro.

Mas, ¡ay!, en la época funesta en que la necesidad nos conduce a sus inmediaciones, ha alcanzado a la suprema cátedra la suerte del Capitolio, y yace abatido el estandarte pontificio como las águilas imperiales.

Pío VII gime en el cautiverio lanzado lejos de la Santa Silla, y Roma vuelve a adornarse con prestados atavíos guerreros. ¿Será que sacudiendo el letargo de tantos siglos la fatigada patria de los Augustos, de los Titos y de los Constantinos, torne a arrojar de su seno, fecundo en prodigios, aquellos hombres cuyas colosales figuras no caben en las inmensas páginas de su historia?

No; el gigante del Sena, levantando un nuevo trono con las ruinas del solio, de la tribuna y de la cátedra, le ha grabado el sello de su naciente dinastía, y la dominadora del mundo no alcanza otro consuelo en su abatimiento que el de ser esclava de un dueño tan grande como los que ella misma impuso en otro tiempo a la tierra.

¡Oh Roma!, ¿fue tal vez efecto de tu venganza la caída de aquellas águilas altaneras, que osaron levantar su vuelo en las regiones en que desplegaron las tuyas sus poderosas alas? ¿El indignado genio de tu gloria empañó el brillo de aquel astro fugaz que aspiraba a eclipsar los inmortales resplandores de tu sol eterno?...

Nuestra pluma se extravía al impulso de involuntarias reflexiones; acaso sintiéndonos pesarosos de detener al lector en el ingrato sitio a que le hemos   —85→   conducido, intentemos llevar su pensamiento a cuadros menos áridos.

¡Si al menos nos fuese permitido vagar un momento por las orillas del Anio, o hacerle admirar las sulfurosas ondas de la Solfatara! ¡Si pudiésemos pasearle por las celebradas grutas de Neptuno y de las Sirenas, o entretenerle con las cascadas de Tívoli y enseñarle la casa de aquel Mecenas, que tanta falta hace a los poetas españoles! Pero el tiempo es precioso, y nuestra narración nos detiene forzosamente en la llanura estéril, a la que con tan poco placer nos hemos trasportado.

Un medio nos queda, sin embargo, de no lastimar los ojos de nuestros lectores con la vista de sus encendidas arenas: vuélvanlos hacia aquel lado, donde entre breñas y matorrales se descubre un camino estrecho, por el cual empero no marcharemos solos. Un hombre montado en un fogoso caballo sigue la misma senda, y a pesar del calor del mediodía, que aunque en el mes de octubre es bastante sensible en aquel país, camina tan deprisa cuanto se lo permite la escabrosidad del terreno. Raro es en verdad ver un individuo solo y en tal montura por una ruta tan peligrosa; pues ningún viajero la emprende sin auxilio de un guía experto, y fiando el peso de su cuerpo a la paciente condición de un asno.

El sujeto a quien vamos a seguir debe ser asaz práctico en aquel país; su brioso alazán, obediente a su voz como un perro, continúa con paso vigoroso e igual por el áspero sendero; y el jinete, que se sostiene con gallardía, va tan descuidado como si se pasease por la plaza de Navona. Su traje, sin apartarse notablemente del que usan para montar los señores romanos, tiene un no sé qué de caprichoso y fantástico; y aunque se note diferencia en un rostro   —86→   que se ha visto de noche y se examina después con la claridad del día, reconoceremos, si nos proponemos observarle, que es el mismo que hemos visto tres meses antes a las orillas del lago Averno. Mirad su tez algo tomada por el sol del mediodía; su pelo y su barba de ébano; sus ojos rasgados y expresivos que a veces lanzan miradas altivas y ardientes, a veces anuncian una tristeza desdeñosa y amarga. Con la luz del sol podremos notar aquellas ligeras arrugas que surcan su frente majestuosa, aunque algo sombría, y cierta contracción de sus labios, y unas cejas compactas y horizontales que con frecuencia se unen, formando un pliegue muy perceptible en el nacimiento de su nariz de águila. La luna suavizaba una fisonomía que ahora presenta un carácter de fiereza que no carece sin embargo de cierto género de melancolía.

Si tan infatigables como él nos atrevemos a seguirle, le veremos atravesar la aldea de Neptuno sin pensar en proporcionarse en ella el más breve reposo; y alejándose poco de la ribera del mar, que se tiende allí como una franja de ópalos, continuar su viaje, que según parece tendrá por término a Porto d’Anzio.

En aquella villa ha entrado en efecto; ¿pero qué busca en tan mezquina población, en la que el forastero no encuentra ni sociedad ni monumento? Pronto lo sabremos si penetramos con él en aquella casa pintorescamente situada en una pequeña altura a uno de los extremos del pueblo. La puerta se ha abierto desde el instante en que se detuvo su caballo, y un mancebo de buena traza se ha presentado inmediatamente a saludar al jinete y a llevar la montura a la caballeriza.

-Pietro, ¿ha ocurrido alguna novedad?

-Ninguna, capitán, sino que Roberto ha venido   —87→   a noticiaros que los viajeros consabidos deben dormir esta noche en...

-¡Basta!, entiendo; ¿en qué lugar debo encontrar a Roberto?

-En las selvas.

-¿A qué hora?

-A las doce.

-¡Bien!

Diciendo estas palabras penetró en la casa y se encaminó en derechura a un aposento alto, cuya puerta empujó suavemente.

Era una habitación pequeña, pero bonita, con dos grandes ventanas exteriores, en una de las cuales estaba de pie apoyada lánguidamente en el respaldo de un sillón una mujer pálida y triste, en la que apenas podrían reconocer los lectores a la preciosa Anunziata. Su frescura juvenil estaba marchita; su talle mórbido y gracioso se doblaba como una caña tronchada por el viento, y sus miradas pensativas se fijaban con poco interés en la magnífica perspectiva que ofrecían a lo lejos las románticas selvas hacia las cuales llamamos la atención de nuestros lectores desde el primer capítulo de esta obra.

Un sol de otoño doraba la cima de aquel paisaje sombrío con los reflejos de sus últimos rayos, que en vano hubieran querido penetrar al través de los centenarios árboles que le oponían constantemente sus espesos y entrelazados ramajes. Ningún pájaro dirigía su vuelo hacia el bosque que parecía brindarle delicioso asilo; pudiendo decirse que hasta las aves respetaban el silencio solemne de aquella naturaleza agreste y melancólica, adormecida al sordo murmullo de las olas del mar que se estrellaban en la distante playa.

El recién llegado se detuvo a espaldas de la joven   —88→   y la observó un instante con rostro descontento.

-¡Siempre triste, Anunziata! -fue su salutación.

Ella se volvió a mirarle con una sonrisa afectuosa.

-Espatolino -respondió-, ¿cómo es que no te he visto llegar?, ¿que no te he sentido?

-Tus ojos y tu oído -repuso él con acento amargo- están, como tu corazón, cerrados para mí.

Ella se dejó caer en el sillón con aire de fatiga.

-¡Otra vez! -exclamó-, ¡siempre la misma queja!

-¡Siempre la misma causa! -repuso Espatolino.

-Estoy enferma, en eso consiste.

-No tu cuerpo; tu espíritu. El aire que respiras a mi lado es mortífero para tu corazón.

-Padezco, es verdad; ¿pero a quién perjudican mis secretos pesares?

-¡A quién! -repitió el bandido, cerrando las manos con tan violenta crispatura que las uñas ensangrentaron sus palmas-. ¡Anunziata! -añadió con acento trémulo y sombrío-, una gota más en el vaso que está lleno basta para hacerle rebosar; ¡teme desborde del mismo modo tanta amargura como tiene encerrada mi corazón!, teme ese derrame violento que pudiera alcanzarte a pesar mío, y que arrasaría en un instante todas aquellas flores de tu vida, que no han sido todavía marchitas por el infortunio.

-¡Ay de mí! -respondió ella-, no nacen flores en el sendero de sangre por donde me conduces, ni hay infortunio mayor que esta vida de vergüenza.

La fisonomía de Espatolino pareció oscurecerse con una nube tempestuosa; había en su expresión alguna cosa más terrible que la ira y más lastimosa que el dolor. El gemido sordo y prolongado que salió de su seno se asemejaba al bramido con que saluda el toro los huracanes de los trópicos, y sus   —89→   brazos, que se cruzaron sobre el pecho, no bastaban a sofocar las violentas palpitaciones de su corazón, que le levantaban con rápido movimiento a manera de aquellas aguas que hierven al impulso de un fuego subterráneo.

Anunziata le miró sobresaltada.

-¿Me tienes miedo? -le preguntó él con sardónica sonrisa.

-Te tengo lástima -respondió la joven tendiéndole una mano.

Aquella palabra, pronunciada con la más perfecta sencillez, fue cual el conjuro de la maga que evoca las tempestades. Frenético furor se apoderó del bandido, que agarró a la frágil criatura como si quisiera pulverizarla. Ella no hizo un gesto; pero le miró con profundo y resignado dolor: aquella mirada tuvo un poder indecible.

Alejose el bandido, y volviendo sus manos contra su propio seno, desgarró su vestido cual si fuese de papel.

-¡Mátame! -le dijo Anunziata con desfallecida voz-; ¿por qué te arrepientes de tu primera intención? Mátame, y te bendeciré muriendo.

Él entretanto recorría agitado toda la longitud del aposento, atusando maquinalmente sus profusos cabellos; de repente se para, y dejando ver un semblante en el que la más sombría tristeza ha sucedido al más encendido furor, dice:

-¡Anunziata!, de una sola falta tengo que acusarme con respecto a ti, y es la de haberte ocultado mi nombre; pero tú sabes que no llevé mi engaño hasta arrancarte un juramento, y que antes de unirte a mi destino te fue revelada mi condición. ¿Por qué entonces no te volviste a la casa de Rotoli?   —90→   Te juré restituirte a ella si no te hallabas con valor para seguir la suerte del proscrito.

-También juraste que te entregarías a la justicia si yo te abandonaba.

-¿Y qué es para ti mi vida o mi muerte?

-¡Pues qué!, ¿no te amaba?, ¿no me eras cien veces más querido que la felicidad y el honor?

-¡Me amas! -exclamó él, y su rostro se despejó gradualmente, como con la salida del sol van huyendo las sombras.

-Ojalá no fuese invencible el sentimiento que ha hecho tan deplorable mi vida -repuso Anunziata-. ¿Por qué padecería tanto si no te amase? Pero, ¿no te veo continuar, sin ceder un momento a mis súplicas, por ese camino de crímenes, a cuyo término se encuentra el patíbulo? Siempre, en todas partes llevo conmigo la terrible cohorte aneja a tu nombre: el deshonor al lado, delante el suplicio, detrás la sangre inocente, y en el fondo del corazón clavado el remordimiento. Escucha: en la noche callada, mientras la esposa feliz duerme su casto sueño junto al protector de su vida, yo velo toda trémula en mi lecho solitario, y los vagos rumores de la noche hielan de miedo mi corazón. Entonces pienso sin cesar en tus funestas empresas; en los peligros que te rodean; en el castigo que te amenaza... y para colmo de dolor no puedo implorar al cielo para que te proteja; porque ¿cómo articular tan atroz blasfemia? ¡Mi agonía excede a toda expresión, Espatolino! Si interrumpe mi abrasado insomnio el ruido de tus pisadas, en aquel momento en que quisiera volar a recibirte y descansar en tu seno de tantas agitaciones; en aquel momento que debiera ser tan dulce, veo figuras cadavéricas que se interponen entre los dos, y que señalándote con su trasparente   —91→   mano, dicen con inarticuladas voces: «¡Asesino! ¡Asesino!», repiten mil ecos que se levantan de súbito en torno de mi lecho, y si entonces llegas a mis brazos, me da frío, porque creo sentir en tu cuerpo la humedad de la sangre de tus víctimas. ¡Ésta es mi vida!, no luce un sol que no me parezca sangriento, no llega una noche cuyas tinieblas no estén pobladas de fantasmas vengadores. Rechazados por Dios y por los hombres, llevamos la reprobación atada a nuestra sombra, y me parece alguna vez que fatigada la tierra de sostenernos, va a abrirse y a devorarnos.

La figura humana no tuvo jamás un carácter tan extraño como el que presentó entonces la del bandido. Su mirada y su sonrisa tenían un no sé qué, tan terrible y tan contagioso, que Anunziata comenzó a temblar.

-La tierra -dijo él con pausado acento- recibe del mismo modo la planta del inocente que la del criminal, y una misma tumba les prepara. El cielo, tan impasible como ella, tiene sol y tempestades para todos los hombres, y sus rayos no buscan con preferencia la cabeza del asesino ni respetan la del justo. ¡En cuanto a los hombres, yo les hago la guerra a todos ellos; a ellos constituidos en sociedad; a ellos erigidos en tribunales; a ellos en nación; a ellos como dioses dispensadores de vida o de muerte! Yo les hago la guerra como se la hacen entre sí, para destrozarse unos a otros; una es la diferencia esencial: ellos matan con las calumnias, con las perfidias, con las injusticias, y yo mato con el puñal, que hace menos larga la agonía. Ellos roban con disfraces y yo presento la cara del bandido. Esos hombres que me juzgan y me infaman, deifican a los grandes bandoleros, que son para el mundo lo   —92→   que yo soy para una provincia; ellos levantan ejércitos para llevar la muerte a una porción de sus semejantes, y aplauden el robo cuando es bastante cuantioso para que pueda bautizarse con el nombre de conquista.

¡He aquí su justicia!, ¡miserables hipócritas, que fingen castigar cuando se vengan!, ¡miserables cobardes, que para robar y asesinar necesitan el escudo de monstruosas convenciones que les aseguren la impunidad!

¿Qué significan aquellas altisonantes palabras, honor, verdad, virtud? Los mismos que las han inventado no están acordes al difinirlas. Todo es problema: la humanidad marcha a oscuras envuelta en el polvo de la perpetua lucha, derribando hoy lo que levantó ayer, al compás eterno del tiempo que corre sin cesar. ¡Las leyes!, ¿qué son las leyes? Una conozco: la de la necesidad. Esta ley de la naturaleza es la única verdadera; las que dictan los hombres son, como ellos, frágiles e imperfectas, injustas y limitas. Los fuertes las hacen y las huellan, y su yugo sólo pesa sobre el cuello de los débiles. ¡Veamos todas las grandes obras de los hombres! ¡Busquemos una que merezca ser respetada!... ¡En vano! Cultos, instituciones, sistemas, todos se gastan, y como viles harapos de un siglo pasan al otro para servirle de befa, hasta que ruedan por fin al abismo del olvido. ¡Oh, si se abriese ese inmenso sepulcro de los delirios humanos! ¡Cuán asquerosos despojos hallaría cada generación de la generación que la había precedido!

¡Anunziata!, ¿qué ves en el hombre? La corona del rey, la tiara del pontífice, la espada del conquistador, el puñal del bandido, todo es igual: no hay más que instrumentos de diferentes formas, destinados   —93→   al mismo fin; no hay más que armas para la lucha perpetua en que se agita la humanidad; armas para la guerra terrible en que cada hombre aspira a la opresión de su semejante; en que cada egoísmo combate para entronizarse. Como en los tiempos, llamados bárbaros, rige hoy la ley del más fuerte, con la diferencia de que se ha desenvuelto mucho más la astucia, que en las naciones enervadas es el equivalente de la fuerza.

Las sociedades humanas son un conjunto de partículas heterogéneas que recíprocamente se combaten, y el triunfo constituye el derecho.

Nada obtiene el que pide; es preciso arrancar lo que se desea, por fuerza o por astucia; y como la fuerza es más rara que la astucia, porque ésta cabe en los cobardes y en los flojos, y aquélla necesita cierta grandeza de organización, resulta que existe mayor número de ladrones y asesinos con máscara que sin ella, y más pigmeos sobre elevados coturnos que gigantes en su verdadera estatura.

¡El cielo!, ¡los hombres!... ¿Qué quieres decir al articular con respetuoso miedo esos nombres que suenan a mi oído como el zumbido que en la noche producen los mosquitos?

¡El cielo!... Nada veo más allá de esa gran cortina de vapores.

¡Los hombres!, mira a esta Italia que clama pidiendo en nombre de la justicia la sangre de algunos de sus hijos, y besa las huellas de las legiones extranjeras que vienen a repartirse sus de[s]pojos.

¿Cuál es la diferencia real que existe entre Napoleón y Espatolino? Aquel gran bandido de la Europa, que ha levantado un trono sobre montañas de cadáveres, y que se ha lanzado de él sobre las naciones aterradas como el buitre encima de su presa; ¿tiene   —94→   algún derecho que me esté negado? Las huestes rapaces que se abalanzan a los tronos al movimiento de su diestra, ¿podrán infamar a los valientes que obedecen dóciles a una señal de la mía? ¿Habrá imparcialidad en la generación que escriba el nombre de Bonaparte en páginas de gloria, y que al consignar el mío en la lista de los asesinos, concluya diciendo: «Acabó su infame vida a manos de la justicia»?

¡La justicia!, ¡palabra risible!, ¡sarcasmo repugnante! La justicia es la fuerza; el triunfo es el derecho: no reconozco otro. Este derecho le asiste a Napoleón y se lo envidio. Más afortunado que yo, no más digno, quiere destruirme y puede hacerlo; pero que no me juzgue. Amenáceme con el poder, pero no con la justicia. Como él tengo también miras grandiosas, aunque trabaje en una escala inferior; yo ataco los abusos en su origen y con sus mismas armas. Yo arranco el oro a los poderosos antiguos para crear nuevos ricos; de la misma manera que él despoja de la corona a las viejas dinastías para dar nacimiento a nuevas, y hunde una nobleza para sacar otra del polvo.

Acaso mis pensamientos son más generosos que los suyos; acaso en su lugar yo hubiera aspirado a amasar con las ruinas, que sólo le han servido de escalones para el solio, un edificio para la generación futura. ¿Pudo él hacerlo?, ¿debió intentarlo? No lo sé; hay delirios hermosos, pero que no dejan de ser productos de un cerebro calenturiento. Los mártires de la humanidad siempre me han parecido unos sublimes ignorantes o unos sabios imbéciles.

Cesó de hablar Espatolino, y Anunziata parecía escucharle todavía. Aquellas ideas extrañas, desordenadas, amargas e incisivas, expresadas con una mezcla de frialdad y exaltación, de dolor y de ironía,   —95→   habían aturdido su entendimiento y lastimado su corazón. Afligida, indignada, llena de asombro y de terror, quiso hablar y sus labios se agitaron levemente, como si procurasen articular alguna palabra, que sin embargo no acertaba a escoger entre las muchas que se le ocurrían. Había cierta contrariedad entre sus pensamientos y sus sensaciones, y las palabras extrañas que aún resonaban en sus oídos no la permitían entender las voces de su propia conciencia.

Pareciola que se hallaba bajo la influencia de un pernicioso magnetismo, y arrancándose con esfuerzo de aquella especie de fascinación, levantó los ojos al cielo con aspecto de súplica, cual si demandase auxilio contra la impresión que la dominaba. Pero el cielo estaba lúgubre y amenazante como su destino: las ligeras nubes que una hora antes vagaban por la esfera, se habían ido agrupando hacia el ocaso, cubriendo completamente las últimas huellas del sol; y el mar, tranquilo hasta entonces, comenzaba a levantar su voz solemne, respondiendo con tonos graves a los silbidos agudos del viento.

Absorta Anunziata en escuchar a su amante, no había notado la progresiva mutación del tiempo, y al encontrarla de súbito, un terror pánico se apoderó de su espíritu. Desvió del cielo los ojos y volviolos maquinalmente hacia Espatolino. El relámpago iluminó en aquel momento la reducida estancia y rodeó con una aureola fugaz la austera figura del bandido. La joven arrojó un grito, sofocado por el estampido del trueno, que devolvieron dilatadamente los ecos de la selva, y se cubrió el rostro con las manos.

-¡Anunziata! -dijo entonces Espatolino con una voz que se hizo oír por entre el ruido del trueno,   —96→   del viento y del mar-, ¡Anunziata!, vas a saber una historia muy triste, aunque nada tiene de extraordinaria; una historia que te tengo anunciada hace tres meses, y que no he tenido fuerzas para contarte hasta ahora.

Sentose junto a ella, pasó la mano por su frente como para despejar sus ideas, y habló así.



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ArribaAbajo- VII -

Pronto cumplirán treinta y nueve años que vine al mundo: mi padre era un hombre de bien y acomodado; mi madre una santa.

Cuando tenía yo diez y seis años mi alma era estrecha para los cultos que en ella se abrigaban. Creía en todo y de todo me formaba una religión, porque era de naturaleza ardiente y propenso al fanatismo: en mi alma no nacieron jamás sentimientos débiles; se asemejaba a aquellas tierras en que no brotan las flores, sino árboles colosales.

Tenía una fe profunda en la justicia de Dios, en la virtud de mi madre, en la amistad de Carlos y en el amor de mi querida.

Carlos era un noble dos años mayor que yo, pero que gozaba ya de una absoluta independencia y de considerables riquezas. Mi madre había sido su nodriza y mi hermana Giulietta era su hermana de leche. En cuanto a mi querida, era una huérfana prohijada por mi familia, y que criada conmigo desde   —98→   los años más tiernos, me amaba con pasión, antes de saber que el amor existía. Aquel cariño, comenzado casi con la vida, parecía inseparable de ella, y yo le pagaba con tanta vehemencia, que nunca pensé en que pudiera haber en el mundo mujer más hermosa que Luigia. Era ella la poesía de mi imaginación y el encanto de mis ojos: su vivacidad, sus caprichos, sus inocentes coqueterías, todo en ella me hechizaba, si bien a veces me afligían los extravagantes celos que le daba mi amistad con el joven conde. «Ese Carlos -decía- me usurpa tu corazón: si fuese mujer le preferirías a mí».

Afligíame al observar su pena, pero no pensé en disminuir las demostraciones de afecto hacia mi amigo. De día en día se aumentaba el entusiasmo que había sabido inspirarme: veíale como el tipo más perfecto del honor y de la caballería. Indignábase al solo nombre de perfidia; no podía tolerar la injusticia, y se encendía de rubor como una niña cuando se relataba en su presencia algún hecho torpe o indecente. Parecíame imposible conocer a Carlos y no amarle, y sin embargo mi hermana, que tenía doble motivo para quererle, le trataba por lo común con reserva y frialdad. Aquel carácter tan dulce, tan insinuante11, que poseía mi amigo, y con el cual dominaba completamente el mío borrascoso y violento, no hacía impresión ninguna, al parecer, en una persona como Giulietta, que en tantos puntos se le asemejaba. Reñíala con frecuencia por su indiferencia hacia el conde; pero nada contestaba, y aun medió alguna vez que se echase a llorar, lo cual fue siempre un medio eficaz de disipar mi enfado.

Otra persona tan cara a mi familia como el mismo Carlos, y a la que yo colocaba en la esfera más alta de mi estimación, era un comerciante que frecuentaba   —99→   nuestra casa con la misma confianza que si fuese la suya. Era el oráculo de mi padre; mi madre le llamaba por antonomasia el buen amigo; y mi hermana y yo le respetábamos tanto como a los primeros.

El señor Sarti era circunspecto, grave, intachable en su conducta y severo en sus principios. Su delicadeza rayaba en nimiedad, su religión en fanatismo, y su extremada probidad era proverbial entre nuestros vecinos. A fuerza de industria y eficacia se había creado un mediano caudal, que tenía el talento de hacer muy productivo en ciertos ramos de comercio, y aconsejado por él vendió mi padre las tierras que poseía y que habían bastado hasta entonces al decente sostenimiento de su familia, para entregarle todo el numerario, asociándosele en sus especulaciones.

Perdona, Anunziata, que te detenga en tales pormenores, pues son necesarios para que comprendas las circunstancias que motivaron mi primer desengaño. Debíselo a aquél en cuyas manos se puso mi padre con la más cándida confianza. Su buena fe tuvo el pago que tiene siempre en el mundo. Sarti aparentó una quiebra súbita y se retiró del comercio, dejando arruinada a mi familia. No hubo nadie que fuese engañado por aquel mezquino fraude: la falsedad era notoria a todos los que conocían a Sarti, pero mi padre no tuvo medios de justificarla y quedó reducido a la indigencia.

La impresión que hizo en mi ánimo aquella desgracia fue menos viva por la situación en que nos constituía, que por el asombro doloroso de encontrar un malvado en el hombre a quien desde niño me enseñaron a respetar. Hasta entonces no había concebido la infancia sino bajo los harapos de la miseria y   —100→   del vicio, y no sospechaba siquiera de la existencia de la hipocresía.

De las tres mujeres que componían mi familia la más sensible a nuestra ruina fue Luigia. Me acuerdo de un día en que lloraba amargamente, y preguntándole la causa me pintó con los más sombríos colores nuestro común porvenir. «Ambos somos tan pobres -me dijo- que creo imposible nuestro casamiento. ¿Para qué habíamos de unirnos?... ¿para dar existencia a otros seres tan infelices como nosotros, que acaso no tendrían para conservarla sino el pan mendigado con lágrimas a las puertas de los ricos? No, Espatolino, jamás seremos ya el uno para el otro, porque ni tú ni yo poseemos ni un pedazo de tierra que cultivar con el sudor de nuestra frente, para dar de comer a nuestros hijos».

Aquellas tristes reflexiones a un mismo tiempo me traspasaron de dolor y me encendieron en ira: juzguelas un ultraje, y levantádome trémulo y palpitante en presencia de Luigia, no sé qué instinto me reveló una fuerza de voluntad que hasta entonces no había tenido ocasión de conocer. Llevé una mano al corazón y la otra a la frente, y dije a mi querida:

-Mientras estos tesoros no se agoten, no faltará el pan a los hijos de Espatolino. ¿Para qué -proseguí radiante de fe y de esperanza-, para qué concedió Dios al hombre estas dos facultades poderosas, de las cuales la una dicta y la otra ejecuta? Yo oigo resonar en mi cabeza una voz incesante que me dice: «El mundo es patrimonio de la inteligencia que le comprende, y de la voluntad que le domina».

Luigia me miraba con aire incrédulo; pero yo me aparté de su lado lleno de confianza en mí mismo, y resuelto a abrir para ella un porvenir dichoso: ¡para   —101→   ella que sería la madre de mis hijos! «¡Mis hijos!», esta palabra mágica desenvolvía, al mismo tiempo que mi ambición, un horizonte sin límites de esperanzas y venturas. «¡Mis hijos!», yo articulaba palpitando de orgullo estas sílabas poderosas, que me abrían un campo desconocido de deberes, de afectos y de alegrías.

Desde aquel día me dediqué a los más asiduos y variados estudios, sin dejar por ello de desempeñar los más fatigosos trabajos. Mi joven amigo el conde *** me empleó en la secretaría de un personaje pariente suyo, en cuyo despacho pasaba la mayor parte de las horas del día escribiendo sin treguas, y al salir de allí, en vez de ir a solazarme con mi familia, me dedicaba al estudio, que continuaba sin interrupción casi toda la noche.

Frecuentaba la propaganda, donde me instruía en las lenguas orientales; acompañaba a Carlos a la escuela de esgrima y al gimnasio, y aquel año me llevé el segundo premio de escultura en la academia de San Lucas.

Mi aplicación y las felices disposiciones que manifestaba servían de estímulo a los profesores, que se complacían en enseñarme gratuitamente, deduciendo de mis progresos exageradas esperanzas. Mi ambición por saber no conocía límites: quería emprender todas las carreras y conocer todas las ciencias y las artes, fomentando tan loca avaricia los elogios que oía prodigar a mi capacidad.

-Será otro Miguel Ángel -decían algunos escultores.

-Será algo más -añadía un profesor de quí[mi]ca-, es mi discípulo más aventajado.

Tiene ad[mira]ble disposición para la retórica -exclamaba [...]me con complacencia un célebre catedrát[ico].

-Sí -decía yo por lo bajo-, ¡sí!, me [...]   —102→   de todo; me abriré tantas sendas, que alguna de ellas me conduzca a la gloria y a la fortuna.

La gloria y la fortuna no eran empero los únicos bienes que yo veía al término de aquellas sendas a que anhelaba lanzarme; veía también a Luigia, y a ella consagraba de antemano los preciosos favores que esperaba arrancar al destino.

Mientras yo soportaba alegre aquella vida laboriosa y fatigante, sostenido por las más halagüeñas ilusiones, un cambio incomprensible se iba verificando en la mujer para quien hubiera querido conquistar la corona del mundo. Ya no me buscaba, no me escribía; en los cortos momentos de libertad que podía pasar con ella jamás sus ojos, antes tan solícitos en buscar los míos, me fijaban aquella mirada de amor tan silenciosa y tan elocuente... aquella mirada que dicta tantos sacrificios y promete tantas compensaciones. No me hablaba Luigia de nuestro porvenir y ni aun parecía notar los esfuerzos que hacía para asegurárselo dichoso. Verdad es que viéndome enflaquecer de día en día, me preguntaba alguna vez en tono festivo, si no me lisonjeaba de alcanzar una vejez precoz por primer resultado de mis estudios. ¡Cuánta frivolidad había en sus acciones! ¡Cuán[ta] indiferencia en sus palabras! Siempre que yo es[taba co]n ella me parecía que se encontraba violenta, [cuando m]is miradas eran más tiernas tomaba su [rostro una expr]esión más fría.

[Sin embargo, nin]12guna duda concebí de su ternu[ra]; [...] [el que ama, encuentra]13 mil recursos para disfrazar[se] [...] sobre todo, tan [...], casi nunca conocen los [...] que anticipadamente les [...] [en]cuentran desapercibidos. 14e Luigia provenía del enojo   —103→   que le causaban mis continuas ausencias, y casi acepté su desvío como un nuevo testimonio de desinterés y ternura.

Una tarde, empero, al entrar en mi casa después de doce horas de ausencia, noté que mi madre y mi hermana estaban conmovidas y con los ojos hinchados, mientras Luigia que se entretenía en bordar, se puso encendida como la grama al escuchar mi saludo.

Senteme junto a ella: el corazón me latía de manera que me ahogaba; mi sangre circulaba con rapidez, y sin embargo sentía frío. Un cruel presentimiento me revelaba que aquel instante sería uno de los más solemnes y terribles de mi existencia. Temblaba como un cobarde; pero la fatalidad parecía impulsarme hacia una vaga y confusa desventura, experimentando cierta especie de impaciencia por apurarla toda y de un golpe.

Mi madre comprendió aquella extraña situación, y me dijo con voz alterada:

-Hijo mío, ésta será la última noche que pasará con nosotros Luigia; mañana se casa con el señor Sarti, que la ama y la hará feliz.

Ningún acento articuló mi boca; no hice un gesto siquiera. Mi madre aseguraba después que la había sorprendido agradablemente mi serenidad, y cuando la pérfida Luigia se esforzaba en justificar su mudanza, dicen que aseguraba que sólo había imitado la mía, dando por testimonio de ella la indiferencia con que supe su casamiento.

En efecto, Anunziata, la felicité con calma, sonriendo; la dije que a pesar de la aparente quiebra del comerciante, podía estar segura de que era rico, y aun tuve la paciencia de escucharla cuando quiso darme una explicación de los motivos que la habían   —104→   decidido a aceptar la mano de aquel infame, y a recatarnos con tanto misterio sus relaciones con él.

Alabé su prudencia, abracé a mi madre y a mi hermana deseándolas una noche tranquila, y me retiré a mi aposento tan sosegado como de costumbre.

No era una resolución la que yo llevaba conmigo, era una necesidad a la cual veía imposible resistir. Tenía el corazón hecho pedazos; pero estaba sereno, porque conocí que no se encontraba remedio para heridas de muerte como las mías.

Era la medianoche, y todos a mi entender dormían ya; salí entonces sin hacer ruido y me encaminé al Tíber, que distaba poco de mi casa. La oscuridad era profunda, y yo iba tan preocupado, que no eché de ver que me siguiese nadie; pero en el instante en que encomendando mi alma al Criador iba a arrojarme al río, un brazo varonil me asió por la cintura, y una voz querida dejó oír estas palabras:

-¡Ingrato! ¿Nada soy en el mundo, que así quieres dejarle?

Caí en los brazos de Carlos, y un mar de lágrimas brotó de mis ojos, secos hasta entonces. Aquél fue el momento de una crisis dolorosa, pero favorable: el conde supo aprovecharlo y me volvió a mi casa, donde nos recibió mi hermana, que por una coincidencia que entonces creí casual, aún no se había acostado.

No intentaré pintarte los amargos días que siguieron al de mi triste desengaño: el tiempo consiguió templar la violencia de mi dolor; pero no me fue dado sentir por mujer ninguna lo que me había inspirado Luigia, y perdí con la fe en el amor el entusiasmo por la hermosura. Volvime triste y desconfiado: mi carácter adquirió cierta rudeza que no le era natural, y hubiera caído en profunda apatía, si   —105→   el continuo espectáculo de una familia reducida a sostenerse con el trabajo personal de mi padre, ya viejo y achacoso, no me hubiese hecho comprender la necesidad de sacar algún fruto de mi juventud y buenas disposiciones.

Con el favor del conde, ascendí al empleo de secretario privado de aquel personaje en cuya casa había tenido hasta entonces el humilde cargo de copiante subalterno, y obtuve en poco tiempo la confianza de mi señor, que ocupaba un puesto elevado. ¡Oh!, ¡cuán densa sentí entonces aquella atmósfera brillante de la grandeza! ¡Cuántos mezquinos secretos, cuántos enigmas de corrupción me fueron revelados! ¡Anunziata!, no permitiré que detengas ni un momento tus ojos en los cuadros de intrigas y de injusticias, que se encuentran cada día y a todas horas, en las mudas paredes de los palacios.

Concebí escrúpulos, y por ventajoso que me fuese mi nuevo destino resolví renunciarle, y aun hubiera querido abandonar para siempre aquella capital del mundo cristiano, que había considerado largo tiempo como el santo modelo de las naciones católicas.

El conde *** me hizo comprender los peligros de semejante tentativa, y desistí con pena. El conocimiento de ciertos secretos me ataban a aquel puesto detestable, y suspiraba en vano por la obscuridad de mi pasada vida.

Un consuelo tenía y era de poder ser útil a mi desgraciada familia, a la que destinaba todo mi sueldo. Carlos celebraba mi desprendimiento llamándome dechado de ternura filial, y yo lloraba de alegría cuando estrechándome entre sus brazos, en presencia de muchos de sus nobles parientes, me daba con una especie de orgullo el dulce nombre de amigo. ¿Y cómo no había de lisonjearme aquella distinción?   —106→   Carlos era el más cumplido caballero de Roma: era el modelo de la juventud, y para mí el fénix de la amistad. Colmábame de favores, y tuve la dicha de corresponderle, exponiendo dos veces mi vida por la suya. Salvele una noche del puñal de dos asesinos asalariados por un enemigo poderoso de su ilustre familia; y algunos meses después tuve ocasión de prestarle otro servicio no menos importante. La peste invadió a Roma y mi amigo fue una de sus primeras víctimas. El terror del contagio era tan profundo, que sus parientes y sus propios criados le abandonaron; entonces velé a su cabecera de día y de noche, y cuando le arranqué de los brazos de la muerte, sucumbí al terrible mal de que le había libertado.

¿Por qué el destino me ha separado tantas veces del borde de la tumba? ¿Por qué no dejé de existir entonces que aún hubiera llevado del mundo algunos aromas de ilusión?

Estaba apenas convaleciente de mi larga enfermedad cuando... déjame respirar, Anunziata, porque después de veinte años que han trascurrido desde el hecho que voy a referir, todavía está reciente y fresco en mi memoria, y siento encenderse mi sangre y rasgarse mi corazón, al fiar a mis labios tan doloroso relato.

Guardó silencio Espatolino, y rompiéndole de súbito bruscamente, dijo con voz rápida y con acento sordo:

-Mi hermana desapareció de la casa paterna, y por una carta suya supimos que seguía a un hombre con quien mantenía hacía más de un año criminal correspondencia. Declaraba haber sido seducida por falaces promesas; acusaba a su amante de ingrato y desleal; pero confesaba que le amaba todavía, y que una circunstancia desgraciada, resultado   —107→   de su debilidad, la ponía en la precisión de abandonarse completamente a él.

-¡Ay! -dijo Anunziata con trémula voz y ruboroso semblante-, tienes razón en recordar ésa como la más cruel de tus desventuras, puesto que aquella desgraciada víctima te era querida. ¿Qué le queda a la mujer que todo lo sacrifica al amor?... ¡Una vida de infamia y de remordimiento!

-¡Infamia!, ¡remordimiento! -repitió con atronador acento el bandido-. Mientes, ¡mujer!, ¡mientes! La infamia y el remordimiento no pueden ser para la víctima. ¿Quiénes son los imbéciles, los malvados que se atrevieron a inventar oprobios para arrojarlos sobre el ser desvalido que sucumbe al doble poder con que revisten al hombre la naturaleza y sus propias leyes? ¿Qué principio de justicia existía en los cobardes que dieron armas a la fuerza y dijeron a la debilidad inerme, vence o serás castigada? ¡No!, en vano el egoísmo de una mitad del género humano dicta leyes inicuas para oprimir a la otra; porque la voz íntima de la conciencia protesta contra ellas, en el fondo de toda alma que no está corrompida, y dice: «La infamia y el remordimiento a la fuerza que abusa, y no a la flaqueza que sucumbe».

Interrumpiose el bandido por una carcajada, y añadió con amarga ironía:

-¡Admirables convenciones las de los hombres cultos! ¡Sería una lástima que caducasen! ¿No es cierto que sería imposible encontrar bases más sólidas para apoyar el edificio de la moral pública? ¿Quieres admirar conmigo las bellas proporciones de la máquina social? ¿Quieres que examinemos una a una todas las grandes instituciones que aspiran a eternizarse?... ¡Bien! Arranquemos sus ropajes de oropel a aquellos esqueletos carcomidos, que no esperan sino un nuevo soplo del   —108→   tiempo para rodar deshechos de sus vacilantes pedestales...

-¡Calla! -interrumpió Anunziata con angustia-, calla, profeta del infierno, que anhelas cantar la ruina de cuanto acata el mundo en el centro de tu guarida de tigre. Calla, porque tu voz impía es como el huracán, y arranca de raíz todos los cultos del alma.

Espatolino no la escuchaba; había inclinado su cabeza sobre las rodillas de la joven, como si le abrumase algún grave pensamiento, y murmuraba palabras incomprensibles.

-Todo caerá -decía-, pero ¿para qué?... ¡Habrá muchos que derriben!... ¿Aparecerá en alas del tiempo algún gran arquitecto que reúna los escombros y levante?... ¿Será obra de los siglos o de un Mesías verdadero? ¡La duda!, ¡siempre la duda! El supremo bien del hombre es la esperanza... pero la esperanza no es más que eso: ¡la duda!

-¡Y bien! -dijo Anunziata con tímida voz-, ¿cuál fue la suerte de la infeliz Giulietta?, ¿cómo recibió tu corazón el deshonor de tu hermana?

El bandido se estremeció como si despertase de un penoso sueño, y respondió con acento tan hondo como si saliera de un sepulcro.

-El deshonor de mi hermana ha sido lavado con sangre; pero la herida del corazón de Espatolino está abierta todavía... porque el asesino de Giulietta... ¡era Carlos!

-¿Y qué hicisteis? -preguntó la joven.

-Te he dicho que estaba apenas convaleciente; ¡y bien!, recaí, estuve moribundo... peor todavía: ¡estuve loco!

Durante mi enfermedad mi familia imploró de las leyes la reparación de su inmerecido ultraje, y la justicia de los hombres decretó...

  —109→  

-¿Que se casase el conde con Giulietta? -dijo con viveza la sobrina de Rotoli.

-Que la diese oro en resarcimiento de su inocencia y de su felicidad perdidas -respondió con una risa espantosa el bandolero-. Aquella equitativa sentencia fue cumplida, pues el conde, cansado de una mujer cuya hermosura se había marchitado al hacerle padre de una criatura que vivió pocas horas, no tuvo inconveniente en someterse al fallo judicial, y la víctima volvió a entrar moribunda en el hogar paterno de que había sido arrancada. ¡Pero llevaba oro!

-¡Y le recibisteis! -exclamó Anunziata con noble indignación.

-Sí -respondió el bandido con voz terrible-, le recibí yo mismo; porque era preciso que viese con mis ojos aquella dádiva del vicio, aquel precio de la vergüenza; era preciso que sintiese arder en mi mano calenturienta el vil metal que pagaba la honra. Sobre él juré pagar la venganza a cualquier precio.

Todavía no había aprendido a asesinar y reté al conde; pero me contestó que sólo entre iguales era permitido el duelo.

¡Iguales!, no lo éramos a fe, pues yo era un hombre honrado y él un pícaro. Díjeselo y me dio un bofetón. ¡No convenía a su dignidad batirse conmigo, pero le estaba permitido deshonrarme dos veces! Me puse frenético: los oídos me zumbaban y todo lo veía al través de una nube de sangre. Mi aspecto debía ser terrible, pues vi palidecer al malvado. Su cobardía aumentó mi furor. Tres veces le mandé defenderse; pero volviéndome la espalda quiso huir... se lo impedí asiéndole por los cabellos, y sepulté mi acero en su pecho. Mi mano, no avezada   —110→   al crimen, dejó incompleta su obra. Algunas semanas después del día de mi venganza, el conde se paseaba por las calles de Roma y yo salía para el presidio por diez años.

-¡Por diez años!

-No te asustes, joven -repuso con sardónica sonrisa el bandolero-, pues el conde fue tan magnánimo que consiguió mi indulto al cabo de veinte meses, granjeándose con este rasgo de generosidad tanta admiración como aborrecimiento recayó sobre mí, cuyo negro crimen no había sido suficientemente expiado.

¿Sabes lo que es el presidio, Anunziata? Es un receptáculo de seres envilecidos, entre los cuales se confunden heroicos criminales. Junto a mí estaban el incestuoso y el falsario: el vicio y la desgracia se amalgaman allí, y si ésta no se contagia con aquél, se corrompe exacerbada por la injusticia. Por eso muchos entran en aquel sitio con sentimientos de hombre; pero ninguno sale sin instintos de fiera.

Yo había visto en el mundo al crimen vestido y embarnizado, y le contemplé en el presidio desnudo y sucio; ¡pero era el mismo! Hice tristes reflexiones respecto a la humanidad: me acordaba sin cesar de mi padre arruinado por un perverso, que prosperaba mientras él conquistaba trabajosamente su sustento; de Luigia vendiendo la fe sagrada de su primer amor, mientras yo la sacrificaba mi juventud; del conde gozando todas las consideraciones del mundo, mientras su víctima expiraba en el oprobio.

Comencé a considerar como una desgraciada excepción al hombre inepto para el mal, y en medio de criminales mezquinos y repugnantes concebí grandeza y poesía en el crimen. Pareciome grande como terrible la misión de vengador, y que ningún   —111→   arma debía ser prohibida al que combatiese la injusticia.

Ideas raras y atrevidas pasaban y repasaban por mi cerebro; pero aún no las acogía mi voluntad, porque todavía creía en Dios, y me contentaba con implorarle a favor de la corta porción de los buenos y de la grande de los desvalidos.

Recibí mi indulto y salí del presidio: nada había sabido de mi familia durante los veinte meses de mi castigo, y me dirigí lleno de alegría al hogar querido de mi infancia. «¡Dios mío! -exclamé muchas veces mientras caminaba-, el corazón me dice que habréis mirado con ojos de piedad a una familia tan virtuosa como desgraciada, porque Vos no abandonáis al bueno aunque le enviéis dolorosas pruebas».

Lleno de fe en la justicia divina, llegué palpitando de gozo a los umbrales de la casa paterna. Era una tarde fría y nublada del mes de noviembre... aún pienso ver aquel crepúsculo lívido, aquella neblina húmeda y pegajosa. La tristeza del cielo no había tenido, sin embargo, la menor influencia en mi espíritu, hasta el momento en que me encontré bajo el dintel de aquella puerta que en otros tiempos jamás estuvo cerrada para el infeliz sin asilo. Entonces se me oprimió el corazón y un súbito temblor recorrió todos mis miembros. Me detengo, respiro, hago un esfuerzo y entro. ¡Anunziata!, un cuerpo macilento y frío estaba tendido sobre unas pajas: ¡era mi hermana! Una vieja pálida, flaca, medio desnuda, yacía de rodillas a su cabecera y pronunciaba bebiéndose las lágrimas las preces de los moribundos: ¡era mi madre!

Detúvose nuevamente Espatolino; gruesas gotas de sudor resbalaban por su frente y sus labios se agitaban convulsos.

  —112→  

-¡Acaba! -le dijo Anunziata.

-¿Qué quieres que te diga, mujer, que crees en Dios y respetas a los hombres? -contestó el bandido-. Mi padre estaba preso, porque cuando yo falté de su lado no tuvo qué comer y contrajo deudas: sus acreedores le oprimían, y como no tuvo con qué pagarles, ¡robó!... Robó algunos paoli15a un rico que perdía cada noche al juego millares de luises de oro.

El mismo día en que llegué a mi casa, mi madre fue echada de ella porque debía los alquileres, y el dueño se había cansado de ser generoso. La pobre vieja suplicaba que la permitiesen estar algunas horas más... ¡hasta que muriese su hija! Sus ruegos fueron brutalmente desechados, y en aquel instante la moribunda se incorporó lentamente, abriendo sus grandes ojos que parecían de vidrio, y gritó: «¡Vamos pues!». Aquélla fue su última palabra; volvió a caer y ya no existía.

Mi madre y yo la acompañamos al cementerio, en donde fue enterrada de limosna. Cuando salíamos de la parroquia con el cadáver, un gran número de coches y lacayos paraba delante de sus puertas. Tuvimos que huir para no ser atropellados, y un religioso que nos acompañaba dijo:

-Es el bautizo del hijo primogénito del conde de ***, cuya felicidad conyugal acaba de completarse con el nacimiento de su heredero.

Mi madre levantó los ojos al cielo y murmuró una bendición al recién nacido. Yo también, como ella, miré al cielo y le dirigí la voz; pero fue para preguntarle:

-¿Dónde está tu justicia?

  —113→  

Mi madre, sin albergue en el mundo, se presentó en algunas casas en las que en otro tiempo era bien recibida: en ninguna encontró entonces asilo. Yo que la acompañaba advertía que a mi aspecto todos parecían horrorizados, y escuchaba, apenas volvía la espalda, repetir con desprecio: «Es el presidiario».

Busqué por todas partes acomodo, pero en ninguna lo hallé. Aquella denominación odiosa me era aplicada sin cesar, y parecía llevar conmigo un signo de reprobación eterna. «¡El presidiario!», decían mis antiguos amigos, y me volvían la espalda. «¡El presidiario!», exclamaban los que habían sido mis maestros, y se alejaban de mí con espanto.

Por espacio de tres meses mi pobre madre mendigó el pan de puerta en puerta, y en las crudas noches de diciembre y enero dormía la infeliz en los pórticos de los templos o en las ruinas de los teatros. Sufría tantas penalidades con imponderable resignación, pero muchas veces, en mitad de la noche, cuando se adormecía a fuerza de fatiga, la oía articular débilmente:

-¡Tengo hambre; tengo frío!

Apretábala frenético entre mis brazos, y si entonces se despertaba:

-¡Bendito sea Dios! -decía-, ¡qué feliz soy en tenerte a mi lado!, ¡duermo tan tranquila en tu seno! Descansa tú también, hijo mío; la noche está fresca, pero mañana tendremos un buen día.

«¡Un buen día!», todos eran iguales para ella; ¡pobre madre, que no tenía un rincón donde morirse en paz llorando a su hija! Su dolor como su miseria era un espectáculo público: los muchachos se paraban muchas veces para verla llorar, y el pudor de la desventura la obligaba a sofocar sus sollozos diciéndome:

-Es cosa triste padecer en las calles.

Al cabo de tres meses, hallándose ya muy enferma, conseguí que la admitiesen en el hospital de   —114→   San Juan, y quince días después terminó la muerte sus padecimientos. Por una extraña coincidencia mi padre falleció el mismo día en su prisión, y vi enterrar su cadáver; ¡pero no el de mi madre! Aquel casto cuerpo fue entregado a los cursantes en cirugía, que hacen sus estudios en los muertos de los hospitales, y sólo conseguí ver sus miembros despedazados y su corazón exprimido. ¡Mi padre al menos descansó entero en su sepultura! Allí, sobre aquella tierra sagrada; allí, pisando los restos del autor de mi vida, juzgué al cielo y a los hombres y dije al uno: «¡No te conozco!», y a los otros: «¡Os detesto!».

Algunos desesperados se habían reunido y ejercían la profesión de ladrones en las cercanías de Roma. Supe dónde se hallaban, los busqué, los vi, y me asocié a su suerte.

¿Ves esa sombra negra sobre la cual se pasean los relámpagos? Es la selva de Nettuno, trozo de naturaleza agreste y semisalvaje, amada del rayo y favorecida por los huracanes. Allí les vi por la vez primera; así como ahora, la tempestad bramaba agitando el Océano, cuya tronante voz ensordecía a la selva; las encinas seculares doblaban sus ramas bajo las alas del viento, y el rayo que hería sus altivas cabezas reverberaba su fatídica luz en las lucientes hojas de veinte puñales húmedos todavía de sangre. Allí, en aquella noche solemne y terrible consagré mi existencia al genio de la venganza, y juré por los manes de mi familia guerra eterna a la humanidad.

Jamás me he arrepentido de aquel juramento; jamás lo he quebrantado. Desde entonces soy el bandido, y mi nombre hace temblar al magnate dentro de los marmóreos muros de su palacio. Soy el   —115→   bandido, pero mi mano no ha vertido nunca la sangre del pobre ni la del inocente. El oro arrancado al poderoso ha apagado más de una vez la sed y el hambre del indigente, y los delitos que dejó impunes la venal justicia de los tribunales han sido castigados por la mía inexorable.

He hecho la guerra noble y osadamente. De algunos hombres groseros e ignorantes he formado soldados aguerridos. He sacado batallones disciplinados de la que era una desordenada cuadrilla de salteadores comunes. Nuestra escrupulosa ordenanza está fundada en la más severa justicia, y garantiza su observancia el respeto que inspira mi nombre. Nuestra fuerza se ha ido aumentando rápida y considerablemente, a despecho de la Santa Sede y de sus asalariados suizos.

No hemos sido nunca del número de aquellos malhechores cobardes que huyen la luz del día en sus inmundas guaridas. Nosotros hemos tremolado con arrogancia el estandarte de la rebelión, y nuestro grito de guerra ha saludado al sol a las puertas de las poblaciones.

Nápoles y Roma reunieron en balde sus esbirros y sus soldados: la astucia de los unos fue siempre burlada por la nuestra, y las armas de los otros se quebrantaron constantemente en nuestro valor indómito. Con fuerzas muy inferiores hemos sostenido la campaña repetidas veces, y la hemos visto terminar con gloria. Mis hazañas han sido admiradas por los mismos a quienes he derrotado; mi justicia es el espanto de los poderosos y la esperanza de los desvalidos; mi autoridad, largo tiempo acatada por las mismas de los pueblos (con quienes entró en racionales convenios cuando necesitó víveres o dinero), existe sin mengua entre mis súbditos, aun ahora,   —116→   que oprimen la tierra de Italia innumerables huestes del capitán invencible. Sí; aún ahora conservo mi cetro de rey de las selvas, y, segundo Marco Sciara16, entono el himno de la independencia delante de los opresores de mi patria.

¡Me llaman feroz!, es verdad. En cierto día oí un hombre a mis pies pidiéndome la vida; ofrecía por rescate enormes cantidades de oro, y mis compañeros juzgaron ventajosas sus proposiciones. «¡Atrás! -les dije-, ¡desgraciado de aquél que se atreva a pronunciar que este hombre debe vivir!». No quería yo su oro; el poco que tenía en el bolsillo me bastaba. Aquel oro derretido, hirviente, debía ser un néctar delicioso para aquel monstruo de codicia, y se lo hice tragar lentamente. Su agonía fue larga y dolorosa... ¡pero no tanto como la de mis padres! Aquel hombre era el ladrón de mi familia y de mi felicidad: era Sarti, esposo de Luigia.

En otra ocasión cayó en nuestras manos una pareja interesante: una mujer hermosa que viajaba con su marido.

  —117→  

Hice atar a éste al tronco de un árbol, de espaldas, para no robarle la vista de su adorada compañera.

-¡Amigos! -dije después a mis alegres camaradas-, la mujer que tenéis delante es una gran señora, bella y honesta, esposa querida de un marido celoso. Hoy está libre y os la entrego.

Ella era una Lucrecia, pero se las había con hombres que no eran más escrupulosos que Tarquino. El marido, bramando de cólera, cerraba los ojos; pero no podía cerrar los oídos, y cerca de ellos estaba mi voz, que le iba dando cuenta de lo que pasaba allí.

Cuando le devolví su mujer estaba la infeliz tan pálida y moribunda como Giulietta el día en que volvió deshonrada a la casa paterna.

-Id con Dios, ilustre Carlos, poderoso conde *** -le dije entonces-, os deseo un heredero de la sangre de mis valientes, en pago del honor que me dispensasteis dándome un sobrino de la vuestra.

-¡Monstruo! -gritó Anunziata.

-La venganza es justicia -respondió con aterradora calma Espatolino-. Escucha, mujer: en esta vida de terribles emociones, entre hombres feroces y supersticiosos, que no hubiera logrado dominar con toda la superioridad de mi alma si no hubiese cuidado de inspirarles una elevada idea de mi devoción, separando para el altar de la Madonna lo más precioso del botín; entre aquellos desalmados imbéciles, que son valientes por fanatismo, y que no salen a robar sin colgarse al cuello un relicario bendito... entre ellos, repito, he alcanzado yo también una fe, una creencia que reemplace a todas las pérdidas. ¡Creo en ellos!, creo en esos bandidos que se han consagrado al crimen sin comprenderle siquiera, soportando   —118→   con indiferencia la infamia y esperando con calma el patíbulo.

Proscritos del mundo, son mi familia y mi pueblo: emancipados de todas las leyes, no reconocen otra que la de mi voluntad. Cuento siempre con ellos y tengo confianza en su lealtad; porque pueden aflojarse los más estrechos lazos de la naturaleza y del corazón; pero cada día se hace más fuerte el que une a los hombres ligados por el delito.

Calló Espatolino; Anunziata se había desmayado. Bañaba frío sudor sus desencajadas facciones, y su cabeza, inclinada hacia la espalda, dejaba ver un rostro tan blanco y tan inmóvil como si fuese de mármol.

De repente se estremeció toda, y lanzando un grito profundo, penetrante e histérico, se incorporó con violencia repitiendo:

-¡La muerte!, ¡la muerte para mí y para el hijo infortunado que llevo en mi seno!

A estas palabras, a esta revelación inesperada, un incomprensible trastorno se verificó sin duda en el alma del réprobo.

Iluminose su fisonomía con la luz de sus grandes ojos, que adquirieron súbitamente una expresión sublime; estuvo algunos momentos mudo y estático bajo la impresión de un sentimiento nuevo y poderoso, y cayó por último a los pies de su esposa, inclinando con respeto su altiva frente.

-¡Soy madre! -le dijo ella con patético ademán-, no condenes a un infeliz que aún no ha nacido a la suerte cruel que me agobia. No abra jamás los ojos para ver un mundo que le desecharía, y donde por primer espectáculo habría de contemplar el suplicio de su padre. Tú has declarado la guerra a la sociedad y la sociedad te ha maldecido. Has blasfemado   —119→   de Dios y Dios te ha abandonado. ¿Qué le darás a tu hijo si no tienes para él ni una religión ni una patria? ¡Mátame Espatolino, mátame por piedad!

-¡Matarte! -respondió con voz trémula-, ¡a ti, que haces renacer la felicidad en un corazón aridecido por el crimen y la desventura! ¡A ti, cuya voz es omnipotente en mi alma; cuya hermosura me haría creer en la existencia de los ángeles!... ¡Levántate, mujer! -prosiguió bajando hasta las plantas de la joven su soberbia cabeza-, levántate y dispón de tu esclavo. Díctame tus leyes con ese acento augusto con que me has dicho: «¡Soy madre!».

-Abandona la vida horrible que llevas hace tantos años. ¡Aún es tiempo! ¡Dios te habla por mi boca! Su misericordia es sin límites... Él te llama y te espera... para perdonarte.

-¿Y los hombres?, ¡los hombres! -dijo con sorda voz el bandolero.

-¡Perdonarán también! -respondió con exaltación su esposa-. Yo alcanzaré el perdón; ¡sí!, le alcanzaré porque me siento elocuente para pedir por el padre de mi hijo. ¡Di una palabra, una sola palabra! Dime que estás arrepentido, que quieres reconciliarte con el cielo y con tus semejantes... ¡Dilo y soy feliz!

-Selo, pues -exclamó él levantándose y tirando lejos de sí el primoroso puñal que nunca le abandonaba-. El cielo o el infierno, el crimen o la virtud... dame lo que quieras; ¡pero sé tú dichosa!

Anunziata se puso de rodillas e iba a dar gracias al Altísimo, cuando el sonido vibrante de una campana dio distintamente las doce. Estremeciose Espatolino y su varonil semblante trasparentó, por decirlo así, una agonía inexplicable.

-¡Me esperan! -murmuró por último con ahogado   —120→   acento.

La joven se asió de sus rodillas gritando:

-¡Yo te imploro!

-¡Confían en mí! -repuso el bandido arrancándose los cabellos con una mano convulsa.

-¡Yo no tengo en el mundo otro apoyo ni otra esperanza! -añadió ella.

-¡Volveré!

-¡Hallarás mi cadáver!

Gruesas gotas de sudor resbalaban por las lívidas mejillas del bandolero, y la lucha atroz que entonces pasaba en su interior se retrataba con energía en sus miradas.

Anunziata no cesaba de exclamar:

-Yo te imploro a nombre de tu hijo.

-¡Bien! -dijo por fin Espatolino-, por él te juro abandonar esta carrera de sangre. Tengo oro, mucho oro... ¡Si él bastase a comprar mi perdón!... Los hombres no me le darían, estoy cierto; pero acaso le vendiesen. Yo le compraría a cualquier precio... ¿Pero cómo?, ¿cuándo?, ¡aún no!... Tengo otros deberes. Mis compañeros me esperan y les pertenezco todavía.

-¡Y a mí, y a mí!... -gritó la joven; pero no la escuchaba ya su amante. Habíase lanzado con violencia fuera del aposento, y la infeliz al verse sola y nuevamente abandonada, prorrumpió en amarguísimo llanto.

Su flaqueza sin embargo no fue larga: una súbita inspiración pareció iluminar sus abatidos ojos. Dio algunos pasos con agitación; arrodillose después y oró en silencio por algunos minutos... luego se levantó con ademán resuelto y su rostro apareció tranquilo.

-¡Lo haré! -dijo-, Dios me inspira y la Santa Madonna me protege.



  —121→  

ArribaAbajo- VIII -

Los agentes y espías que mantenía Espatolino en la mayor parte de las principales ciudades del territorio de Nápoles y Roma, eran tan numerosos como exactos. Sus frecuentes avisos nada dejaban ignorar al bandolero de cuanto pudiera convenirle, y por aquel medio estaba al corriente, no solamente de todas las operaciones del Gobierno, y de las salidas e itinerarios de aquellos viajeros de los cuales podía sacarse un abundante botín o un cuantioso rescate, sino que también estaba informado con exactitud escrupulosa de la vida y situación de las personas particulares que por cualquier motivo le interesaban.

Así había sabido que poco tiempo después de la peligrosa estratagema con que salvó la vida del hijo de Giuseppe, había terminado dicho anciano su larga y amarguísima carrera, y que la joven María, a quien por medios tan astutos como delicados había proporcionado aquel malhechor extraordinario una dote proporcionada a su clase, debía casarse muy en breve con un artesano a quien amaba. También fue   —122→   instruido de que Angelo Rotoli, torvo y sombrío desde que aconteció la pérdida de su perla y el malogro de su venganza, había dejado a Nápoles con el coronel Dainville, trasladándose a Roma, donde permanecían ambos, viviendo el uno en una magnífica habitación en la plaza de España, y el otro en un modesto cuarto cerca de la puerta de San Lorenzo.

Las relaciones entre el oficial francés y el esbirro italiano parecían muy frías; pero aún no totalmente cortadas, bien fuese porque conservase todavía el extranjero reliquias de su desgraciada pasión, y con ellas la esperanza de recobrar a Anunziata, bien que algún otro interés le obligase a no romper abiertamente con aquel agente tan astuto como vengativo.

Lo cierto es que Arturo de Dainville y Angelo Rotoli estaban en Roma, y que habían sido informados de esta circunstancia Espatolino y su esposa.

-¡Pietro! -dijo ésta al hijo del difunto Giuseppe en aquella noche memorable que ha dado argumento al anterior capítulo de nuestra verídica historia-. ¡Pietro!, solos estamos; ¿no es cierto?

-¡Solos! -respondió el mancebo con semblante triste-. El capitán se ha marchado a la selva, donde debe repartirse entre los compañeros no sé qué botín, que al anochecer habrá recogido Roberto de unos extranjeros que han tenido el singular capricho de atravesar las lagunas Pontinas desde Sermoneta, para visitar la torre de Astura. ¡Pobrecillos!, contaban con dormir tranquilamente en Nettuno, pues se dice que todos nos creen muy lejos de estos lugares, merced al cuidado que ha tenido el capitán de llamar la atención de las gentes por otro lado...

-¡Cómo!, explícate -dijo la joven.

-¡Pues qué!, ¿no sabéis que una partida de los nuestros ha hecho algunas escaramuzas en las inmediaciones   —123→   de Civita Vecchia y Corneto, mientras otra más numerosa forma su nido en la Somma17, de donde baja a inquietar, ora a los pacíficos habitantes de las orillas del Nera, ora a los orgullosos moradores de Spoleti? De este modo consigue el capitán apartar a los gendarmes del verdadero sitio en que tiene su cuartel general, y ha podido el teniente Roberto dar a mansalva un buen golpe en los pobres viajeros, a quienes habrá aligerado esta tarde, y que según tengo entendido son gentes de pro, que llevan buenos equipajes.

-¡Siempre robos! -exclamó Anunziata cubriéndose los ojos llenos de lágrimas.

-En fin -dijo Pietro-, no tan mal cuando son extranjeros; ¡pero aquel desdichado príncipe Lancelotti que fue tan maltratado a la puerta misma de su palacio Ginnetti, como quien dice!...

-Pietro, tus manos al menos no se han manchado todavía con la sangre o el oro de las desventuradas víctimas que aquellos feroces bandidos sacrifican a su insaciable codicia. ¡Oh!, ¡sí!, gracias al cielo, aún existe cerca de mí un hombre cuya frente pueda levantarse al cielo sin la mancha del asesinato.

-Tenéis razón, no es acción muy buena que digamos, el cogerse lo ajeno contra la voluntad de su dueño; y por lo tocante al asesinato... ¡Dios y la Santa Madonna me preserven de semejante tentación! Pero también es cosa desagradable estarse aquí mano sobre mano cuando los demás arriesgan su vida y se enriquecen, y... ¡vamos!, todos tenemos nuestro poquito de codicia, y aparte de esto, debo tantos   —124→  

favores al señor Espatolino, que quisiera de buena gana estar a su lado en los momentos del peligro para defenderle como lo hace un perro fiel con el amo de cuya mano recibe el pan.

-Acaso puedas hacerle mayor servicio que el que deseas -respondió Anunziata-. Escucha, Pietro: aquél que te salvó del patíbulo; aquél que ha sacado de la miseria a tu hermana; aquél que en medio de sus execrables crímenes ha sembrado beneficios que prueban que su alma extraviada no nació destituida de nobles y... generosos impulsos... Espatolino en fin, puede deberte más que la vida... ¡la felicidad!

-¡A mí! -dijo el mozo abriendo cuanto le fue posible sus ojos negros y expresivos-. Si así fuera... Pero no concibo... ¡Esperad!, algunas veces, cuando me ve triste por la vida holgazana a que me ha destinado, me dice pegándome un golpecito en el hombro: «Pietro, no te impacientes por entrar en esta senda a cuyo término me hallo; acuérdate de que una vez lanzado en ella se hace imposible el retroceder. Si lo que anhelas es darme una prueba de tu gratitud y afecto, sabe que ninguna reputaría mayor que la que ahora recibo de ti. Tú eres el fiel custodio de mi felicidad; el consolador de mi esposa. Guárdame bien ese tesoro y te deberé mucho más de cuanto te he dado». Éstas poco más o menos son las palabras que me dice el buen capitán, y bien sabéis que no las echa en saco roto; no por cierto. Desde que estáis bajo mi custodia no hay alma viviente a quien permita traspasar estos umbrales; y para que llegasen a vos preciso sería que pasasen por encima de mi cadáver. Harto me costó negarme a vuestros deseos cuando queríais hace tres días salir a pasearos por la ribera; pero el capitán me tiene dicho: «Haz todo cuanto ella te mande, menos   —125→   el permitirla que se exponga a ser vista de nadie, ni el abandonarla un momento».

-Y sin embargo -repuso la joven tendiendo su delicada mano al hijo de Giuseppe-, en la infracción de esas órdenes estriba la salvación de Espatolino, y la desobediencia será en esta ocasión el servicio más importante que puedas prestarle. Pietro, acuérdate de tu buena madre, de tu honrado padre, de tu inocente hermana; trae a la memoria tantos ejemplos de virtud como has encontrado en tu familia, y no olvides tampoco aquel suplicio afrentoso que viste tan de cerca.

Pietro se estremeció.

-Aquel suplicio -prosiguió la joven- que es el término inevitable de la funesta carrera de Espatolino y sus abominables cómplices: ¡el inexorable fantasma que ve delante de sus ojos siempre, en todas partes! El patíbulo cierra el horizonte de la vida sangrienta del bandido, y más allá... ¡oh Pietro!, más allá del patíbulo otro suplicio eterno le está aguardando.

-¡Eterno! -exclamó con un gesto de horror el hijo de Giuseppe-. Eso es demasiado: ¡pues qué!, ¿no es bastante castigo la muerte?

-¡No! -respondió con severo tono la esposa del bandolero-. La sociedad se habrá vengado de un insensato que pretendía desafiarla; la tierra se habrá purgado de una fiera que la regaba con sangre; pero la justicia divina no quedará satisfecha. ¡Y qué!, ¿pudiera expiar el dolor de un momento una vida entera de delitos?, ¿pudiera lavar la sangre de un culpable la de tantos inocentes, víctimas de su ferocidad? ¿Dónde estaría entonces la justicia?, ¿cómo desoiría Dios los clamores de tantas almas arrancadas del mundo súbitamente por una mano homicida,   —126→   y lanzadas a la eternidad sin darles tiempo para prepararse a comparecer ante el Juez supremo? Si aquellas almas desventuradas estaban en pecado y sufren los tormentos perdurables, ¿consentiría el Altísimo que el bárbaro que las arrojó al abismo entrase inmaculado por las estrechas puertas de la gloria, sin otra expiación que un minuto de agonía?

-¡Pues qué! -dijo Pietro con el cabello erizado y los labios trémulos-. ¿No vale para nada el arrepentimiento? ¿No hay esperanza para el asesino?

-Sí, porque Dios es misericordioso a la par que justo. Pero el arrepentimiento de un ajusticiado rara vez es contrición verdadera y profunda: lo que parece arrepentimiento no es más que miedo, porque en aquellas horas terribles el aspecto de la muerte enflaquece el espíritu; y si se siente pesar de haber cometido el crimen es solamente por el horror del castigo. La verdadera expiación de una vida de delitos no es la muerte; es la penitencia. La justicia divina no pide sangre, sino lágrimas; no pide un momento de tormento, sino largos días de reparación y de virtud. Quiere que no se prive al pecador del castigo del remordimiento; quiere que viva y padezca, y que no salga del mundo, donde derramó tantos males, sin haber tenido tiempo para sembrar algún bien.

-Pero eso es imposible -observó Pietro moviendo la cabeza-, cuando la justicia echa el guante a un facineroso lo despacha muy pronto al otro mundo; y si Dios por su infinita misericordia no le deja volver para que haga en éste algunas buenas obras, no alcanzo de qué modo pueda complacer a su Divina Majestad el pobre diablo a quien le acaricia la garganta la mano del verdugo.

-¡Eso es cruel! -dijo con melancólico acento   —127→   Anunziata-. ¡Es cruel a la verdad arrancar a un infeliz con la existencia la posibilidad del arrepentimiento! Pero escucha, Pietro: yo no quiero que muera Espatolino de ese modo; quiero que su alma grande, aunque criminal, conozca a Dios y desarme su ira; quiero que los últimos años de su vida sean consagrados a la expiación, y que practicando las virtudes repare, en cuanto sea posible, sus crímenes pasados. El odio le precipitó al abismo; el amor debe sacarle de él. Sí, yo haré que sea tan bueno como malo ha sido hasta hoy.

-Eso no me parece fácil; y no lo digo porque crea muy malo al capitán, no por cierto. Bien sé que no le faltan buenas cualidades: mirad; me ha contado Roberto (y no por celebrarlo lo decía el grandísimo bribón) que jamás permite que se haga daño a los que no tratan de hacerlo; que es piadoso con las mujeres, y... os referiré algunos rasgos suyos que os harán conocer lo bueno que es algunas veces el señor Espatolino, a quien Dios y la divina Madonna libren de todo mal. Muchos años hace que pasó lo que vais a oír; pero no importa la fecha: cuando Roberto me contaba estas cosas la semana última, casi casi me parecía que las estaba mirando. ¡Verdad es que las escuchaba con tanto gusto!, porque por más que diga el teniente que son rarezas y extravagancias del capitán, siempre sostendré que tales extravagancias le hacen honor. Figuraos, señora Anunziata, que era en aquel tiempo en que comenzaba a extenderse por esos mundos la fama de nuestro jefe; y aunque era muy muchacho por entonces, ya había dado una buena lección a los soldados del Santo Padre. La banda se hallaba entonces diseminada por las cercanías de Monti Tifati, pues a pesar del cuerpo de guardia que custodiaba la entrada   —128→   del territorio de Nápoles, el capitán y su gente siempre han tenido maña para pasearse por todas partes sin que nadie se lo estorbe. Creo que por entonces se preparaba la cuadrilla a caer sobre la Calabria; pero se entretenía mientras tanto en aliviar del peso de su equipaje a los viajeros de aquel camino. Era a la caída de una tarde bastante nebulosa, cuando fueron apresados por algunos de la cuadrilla tres hombres, de los cuales sólo el uno tenía alguna apariencia de utilidad. Dos viajaban juntos y a pie, y el otro iba a caballo con sólo un criado que había escapado con su mula burlando la ligereza de los bandidos. Cuando vieron éstos lo poco que había que esperar de sus prisioneros, se enfadaron tan de veras, que querían colgarlos por los pies de las ramas de un árbol.

-¡Bárbaros! -exclamó Anunziata.

-No hay por qué asustarse, mi capitana -dijo el mozo-, el jefe no permitió aquella chanza pesada, y llamando al uno de los viajeros pedestres le preguntó quién era y adónde iba. El muchacho, que tenía una fisonomía la más traviesa y desvergonzada del mundo, respondió sin turbarse: «Quién soy, no lo sé; por ahora creo que soy poco menos que un cadáver, y nunca he sido otra cosa que un nadie».

-Explícate -le dijo el capitán-, pues no estoy de humor de descifrar enigmas.

-¡Por vida de Baco! -respondió el perillán-, que aquí no hay otro enigma que vos, señor facineroso, que presentáis la anomalía de una figura de ángel con un alma de demonio. En cuanto a mí os he dicho la verdad pura y neta. Soy un nadie; un quídam, un expósito que no sabe a quién debe el don de esta mísera existencia, que maldito para lo que me sirve.

  —129→  

-¿Qué oficio tienes, bribón? -preguntó Espatolino.

-Todos y ninguno. Sirvo a cuantos me ocupan, salgo en las comparsas de los teatros de segundo y tercer orden; muelo los colores de los pintores; llevo las pruebas de sus obras a los escritores que las tienen en prensa; auxilio a los peluqueros, ayudo a los pescadores, sirvo a las damas que tienen amantes tiernos y maridos celosos, en fin, soy el factótum de Nápoles, y ahora iba a Castellone encargado de cierta comisión galante, en la que esperaba ganar algunos carlinos18.

-¿Y pensabas ir a pie hasta Castellone?

-¡Toma!, hasta el paraíso terrenal iría tan fresco, si es que el paraíso terrenal es otra cosa que el reino de Nápoles.

-No siempre te sobrará el pan, si no cuentas con otros medios para procurártelo que las eventualidades de tus numerosos empleos.

-Así, así -respondió el mozalbete-, cuando otra cosa mejor no se me proporciona, hago versos muy bonitos, y las gentes del pueblo me dan dos cavalli19 por cada veinte coplas.

-¿Tan buenas son?

-No lo sé; pero yo consagro por lo común mi musa a las gentes de vuestro oficio, y refiero vuestras picardías con tanta verdad, que todos los que las oyen dicen que no hay más que pedir. No se crea, sin embargo, que yo posea, como aquel mancebo que iba en mi compañía, un genio improvisador y estupendo, eso no; soy un ignorante que lo hago por pura afición, o mejor diré por pura necesidad,   —130→   y mi compañero ha leído libros y tiene acogida entre personas de alta clase que gustan mucho de oírle cuando está inspirado. Yo nada compongo de súbito: pienso mucho mis coplas y las escribo despacio.

-Preciso es, pues -dijo el capitán-, que parecía complacido con la charla de aquel tunantuelo, que medites ahora mismo alguna de tus lentas creaciones y te concedo dos horas para presentármela concluida. Tengo curiosidad de conocer tu musa, y no la pagaré con menos generosidad que los paisanos que te cambian dos cavalli por veinte coplas.

-En ese caso no hay más que hablar -respondió alegremente el muchacho-, precisamente traigo en el bolsillo una historia en verso que está próxima a la conclusión, y que debe interesaros tanto más cuanto que es la vuestra.

-¡La mía!

-Sin duda -repuso el poeta, sacando del bolsillo algunos pliegos manuscritos-, es verdad que al pintaros, físicamente se entiende, no anduve muy exacto. ¿Quién diablos había de pensar que fuerais tan guapo mozo? Tampoco se me ocurrió la idea de que vuestros súbditos podían ser unos chicos de mediana traza: ¡ya se ve!, todo el mundo imagina feos y sucios a aquellos hombres que siempre andan revueltos con la sangre.

Una sonrisa imperceptible pasó fugaz sobre los labios del capitán; pero los otros bandidos dejaron oír un murmullo de desaprobación. El viajero, sin desconcertarse, desenrolló sus manuscritos, y con voz campanuda y acento declamatorio comenzó su lectura:

«Vida y hazañas del feroz Espatolino, jefe de la homicida banda que infesta el camino de Roma a   —131→   Nápoles, extendiendo sus correrías hasta el Abruzzo y las Calabrias».

-¡Bien! -dijo Espatolino sentándose tranquilamente-, veamos cómo nos tratas.

El pilluelo comenzó a declamar con énfasis sus mal medidas estrofas; pero ¡qué cosas, Santísima Madonna!, ¡qué cosas había aglomerado allí! En primer lugar estaba el retrato del capitán, que, según el poeta, era tuerto, jorobado, con más cicatrices que cabellos, y más deformidades que años. Luego iba la descripción de su tropa: todos los bandidos eran unos semigigantes medio desnudos, sucios, repugnantes, con uñas tan largas como el gavilán, y pelos tan ásperos como los del erizo.

Al escuchar tan pícara pintura se pusieron furiosos los bandoleros, y como perros picados de hidrofobia se abalanzaron sobre el infeliz. El capitán les gritó con voz de trueno: «Atrás», y el lector continuó impávido su tarea, después de dar gracias a Espatolino con un movimiento de cabeza.

Lo que seguía a la pintura de los bandoleros no era menos lisonjero para aquéllos que lo que ya habían oído. Allí había banquetes en que los antropófagos ladrones se comían a medio asar la carne de sus víctimas, y bebían en sus calaveras. Allí danzas de mujeres desnudas que llevaban por arracadas narices humanas, y por collares numerosas sartas de dientes arrancados a los cautivos que esperaban rescate. El capitán ahorcaba a cada paso ocho o diez de los suyos, cuyo número no se disminuía, sin embargo, y era una risa oír con cuánta profusión le regalaba los halagüeños epítetos de salvaje, tigre, monstruo y otras lindezas del mismo género.

Los camaradas de cólera, y le miraban con ojos de basilisco; pero el capitán les imponía silencio   —132→   con un gesto, y el poeta concluyó sin contratiempo su lectura.

-¡Bien! -le dijo Espatolino-, esa narración es muy bella, y yo me encargo de que sea verídica. Para justificar la pintura que haces de nosotros, es preciso que correspondamos a la idea que te has formado de nuestras costumbres, y en ese supuesto determino celebrar uno de esos festines que con tanta elocuencia describes, y en el cual nos regalaremos con tu cuerpo. Te permito concluir tu poema mientras preparamos la función, y te empeño mi palabra de que tu obra llegará a Nápoles sin alteración ninguna.

-Hágase la voluntad de Dios -respondió el mancebo-. A decir verdad no esperaba este desenlace, pues al veros me persuadí que había andado desacertado en mi pintura. No me gusta mucho, por cierto, el morir a los diez y ocho años, y ser devorado por vosotros; pero en fin, algún consuelo es haber tenido el talento de adivinar con tanta exactitud los extremos de vuestra barbarie, y mi obra, que no era más que un juguete de fantasía, será desde hoy una historia exacta y lastimosa, que me conquistará nombradía. ¡Vamos allá!, ¿cuántas horas me concedéis para concluir mi relación?

-Diez minutos -respondió Espatolino- pasados que sean serás entregado a mis amigos, que ansían ya conocer el sabor que tiene la carne de un hijo de Apolo.

-¡Bien! ¡Bravo! -gritaron los bandoleros batiendo las manos-. ¡Viva el capitán!

-Lo asaremos a fuego lento -dijo uno.

-No, cocido con vino -exclamó otro.

-Mejor es freírle con su propia grasa -observó un tercero.

  —133→  

El capitán miraba fijamente al mancebo mientras aquellas bárbaras bufonadas eran pronunciadas por los bandidos en medio de horribles carcajadas; pero ¡cosa extraña!, aunque un poco pálido, el poeta estaba sereno y cortaba una pluma y pedía por favor un poco de tinta para concluir su obra.

-Con tu sangre -le dijo Espatolino-; eso aumentará el mérito de la historia.

El joven sin vacilar se pinchó con su cuchilla; mojó la pluma en su sangre, y comenzó a escribir.

-¡Basta! -gritó de súbito el jefe-. ¡Joven!, ¡eres valiente!, ¿quieres vivir y quedarte con nosotros?

-Vivir no me pesaría -respondió limpiando su pluma-; pero quedarme con vosotros... ni se diga. No me gusta vuestra profesión, señores bandoleros, y además, caso de deberos la vida, tengo la obligación de consagrársela a un viejo puzzaro20 que me ha servido de padre, y que se moriría de hambre a no ser por mí.

-¿Y si te diese oro para sacarle de la miseria a ese anciano?

El muchacho meneó la cabeza, y dijo con expresivo movimiento:

-¡Uf!... vuestro oro no da ventura: es mal ganado. Vale más vender veinte coplas por dos cavalli, y ayudar a los pescadores por un par de truchas, y moler los colores por tal cual plato de macarrones que recibo de los pintores... En fin, vale más cualquier cosa que ser rico con vuestra riqueza.

-¿Y si no tienes otra alternativa que nuestro oficio o la muerte?

  —134→  

-Todos hemos de morir, y así como así vale más ser comido por hombres que por gusanos. ¡Ea!, estoy pronto.

-¿Qué os parece que hizo entonces el capitán, señora Anunziata?... ¡Vaya un hombre guapo! «Dame ese poema -dijo al poetastro-, merezco la preferencia, puesto que te he proporcionado un sublime momento de inspiración con el horror de la muerte. Se dice que el poeta es como el cisne, que guarda su cántico más hermoso para celebrar la agonía. Toma el precio de tu obra, y sigue tu camino».

Diciendo y haciendo, le puso en la mano una bolsa muy linda, que según la aseveración de Roberto contenía doscientos luises de oro por lo menos, y le dijo:

-Puedes tomarlos sin escrúpulo, pues no son robados. Me los regaló una dama, a la que tuve ocasión de prestar ayer un ligero servicio.

-Los tomo en ese concepto -dijo el mozo-; pero como me habéis ocasionado un sustillo mediano, os quiero deber además un buen vaso de vino.

Diéronselo los bandidos refunfuñando, y lo vació de un golpe, brindando por el capitán. Luego lo entregó sus manuscritos, le dio un cordial abrazo, y se marchó más alegre que unas pascuas.

Enseguida hizo venir el jefe al otro poeta, a quien habían tenido a una distancia suficiente para que no oyese nada de cuanto se decía a su compañero. Estaba aquel infeliz más muerto que vivo, y temblaba como un azogado.

-¡Voto a Baco! -exclamó Espatolino-, ¿qué significa ese temblor?

-¡Perdón!, ¡piedad!, ¡piedad, señor excelentísimo! -contestó con trémula y ahogada voz el prisionero.

-Sabemos que eres poeta improvisador -dijo el   —135→   jefe-; serénate, pues, y danos una muestra de tu talento.

-Soy un ignorante, un bruto, señor eminentísimo -decía tartamudeando el pobre mozo-, dejadme besar vuestras plantas y no exijáis... El placer... el honor que recibo con verme en vuestra presencia me embarga los sentidos de tal modo, que no puedo... ya veis, ilustre señor, tened piedad de este desventurado.

Empezaba el capitán a hinchar las narices, y dijo con voz de trueno:

-¡Ea!, improvisa, o te mando ahorcar ahora mismo.

-Voy, voy al instante... ya comienzo... no se altere vuestra benignidad -murmuraba el pobre diablo pálido como un cadáver y dando traspiés como un borracho.

-Un vaso de vino a este miserable -dijo el jefe.

Presentáronselo al instante; pero era tan violenta la convulsión de sus nervios, que el cristal se quebró entre sus dientes.

-¡Cobarde! -dijo Espatolino encogiéndose de hombros con ademán de desprecio.

-¡Que improvise!, ¡que improvise! -exclamaron los bandoleros.

El infeliz comenzó a versificar malamente, llamando a los ladrones héroes magnánimos, guerreros invencibles y otras mil adulaciones.

-Éste sí que es buen poeta -decían aplaudiendo los bandoleros-, ¡para que se vea que no hay hombre que no sea sensible al elogio! Éste sí que merece un regalo, no aquel bribón que decía tan odiosas mentiras.

El improvisador, alentado con aquellas muestras de aprobación, multiplicaba las adulaciones hasta el extremo más ridículo de exageración.

-Vuestra noble   —136→   independencia -decía-, vuestra heroica constancia será loada por la más remota posteridad. La envidia se ensaña vanamente por deslumbrar vuestra gloria: la fama divulgará vuestros invictos hechos del uno al otro polo.

-¡Viva! -gritaban entusiasmados los bandidos-, ¡bravo! ¡Esto se llama talento! ¡Éstos sí que son versos!

-¡Basta! -dijo frunciendo el entrecejo Espatolino-, coged a ese miserable y dadle en mi presencia veinticinco palos.

Esta orden inesperada dejó estáticos a los bandoleros, mas no así al poeta, que comenzó a gritar desaforadamente, haciendo contorsiones como un endemoniado.

-¿No habéis oído? -añadió Espatolino con gesto de impaciencia-, veinticinco palos al instante.

El tono con que repitió la orden no permitía réplica. Fue obedecido.

Luego que el apaleado volvió en su acuerdo el capitán le dijo con severo semblante:

-Las bajezas en que has incurrido te hacen tan indigno de la condición de hombre, que deberíamos degradarte de ella. En consideración a tu talento, por mal que lo hayas empleado, me limito a la ligera pena que acabas de sufrir; pero que no te acontezca segunda vez prostituir tan torpemente como hoy lo has hecho la noble misión de la poesía.

-¡Digo, señora Anunziata!, ¿no es verdad que fue muy bien dicho todo aquello?, porque al fin, un bandolero, por bueno que sea, no es un héroe glorioso, ni merece que se le llame señor eminentísimo y otras tonterías por el mismo estilo.

Pues hete aquí que no quedaba ya más que el tercer preso, que era el que iba a caballo, y parecía   —137→   ser un hombre en la flor de su vida, y de no despreciable calidad.

-¡Acércate! -le dijo el capitán.

Hízolo, y todos admiraron la nobleza de su porte: tenía, dice Roberto, una mirada que se iba derecha al corazón, y una frente que parecía iluminada.

-¿De dónde venías? -preguntó el jefe.

-De Sessa.

-¿Adónde te dirigías?

-A Nápoles, donde resido.

-¿En qué te ocupas en aquella ciudad?

-Unas veces pienso y otras escribo.

-¡Hola!, ¿por ventura eres también poeta?

-No hago versos.

-¿De qué clase son, pues, tus escritos?

-Estudio la ciencia de la legislación, y escribo mis observaciones.

-¿Cómo es que viajas tan a la ligera?

-Porque así me agrada: soy enemigo del fausto, y en un viaje prefiero la ligereza a la comodidad.

-¿Eso quiere decir que si ahora te vemos con un equipaje poco brillante es por elección y no por necesidad?

-Así es.

-¿Y que reteniéndote entre nosotros podremos esperar un buen rescate?

-Seguramente que mi familia no me dejaría morir por poseer algunos miles de escudos más o menos.

-¡Bravo!, eres un hombre franco; así me agrada. ¡Y bien!, ¿querrás comunicarnos algunas de aquellas observaciones que has hecho en el estudio de la legislación?

El prisionero sacó un libro en octavo, y dijo presentándolo al jefe:

-Éste es el último volumen que he publicado de una obra en que las consigno todas.

-¡Veamos!

Espatolino abrió aquel libro, y miró rápidamente su portada. Pero, ¡extraño caso!, al punto suelta una exclamación, mira absorto al prisionero, se acerca, dobla la rodilla, y le besa la mano con tanto respeto como un chicuelo a su maestro.

Los camaradas abrían tanto ojo y se miraban estupefactos, sin saber qué significaba aquello; pero el   —138→   capitán se levanta, y ordena que toda la cuadrilla llegue a tributar sus respetos al prisionero. Vacilan los bandidos, que empiezan a sospechar que el capitán se ha vuelto loco; pero indignado éste al notar la poca prisa que se dan en obedecerle, grita con acento y ademán imperioso:

-¡Pronto, voto a Baco!, ¡pronto de rodillas delante del ilustre Filangieri!

Cuenta Roberto que el célebre legislador permaneció algunas horas con el capitán, que lo colmó de atenciones, y que a todos pareció tan amable, que le vieron partir con pesar. Espatolino le dio escolta hasta las cercanías de Nápoles, y siempre se mantuvo descubierto delante de él. Cuando le hablaba lo hacía con el mayor respeto, y repetidas veces le besó la mano, gritando enseguida: «¡Viva el caballero Gaetano Filangieri! ¡Viva el talento!». Los camaradas no se descuidaban en repetir: «¡Viva!».

En fin, cuando algunas semanas después se supo la muerte de aquel grande hombre, asegura Roberto que vio llorar a Espatolino, y que se le oyó exclamar: «Tu libro, genio divino, será inmortal; sobre tu glorioso polvo pasarán las generaciones acatándole, y llegará el día en que esas páginas que legas al porvenir sirvan de base al gran código de la nueva redención».

-¡Y bien!, ¿qué pensáis de todo esto, señora capitana?

-¡Pienso que aquella alma noble, aquella grande alma de mi esposo, no había sido formada para el crimen; que yo debo redimirla, y que lo haré! ¡Pietro!, pronto rasgará el sol las tinieblas de la noche. La tempestad ha pasado: el tiempo se serena, y es preciso partir.

¡Partir!, ¿estáis loca?, ¿y adónde?

-A Roma.

  —139→  

-¡Glorioso San Estéfano! ¿A Roma decía?

-A Roma; allí está Rotoli, y es preciso que le hable.

-¿A vuestro tío, señora?, ¿queréis que os eche el guante?

-¿Y qué haría con una pobre muchacha deshonrada, perdida?

-Vengarse.

-No, Pietro; le conozco; soy poca cosa para satisfacerle.

-¿Pero qué esperáis de él?

-Es codicioso, y le ofreceré diez mil escudos si se encarga de una proposición que quiero hacer al Gobierno.

-¡Vos!, ¡una proposición al Gobierno!

-Espatolino es muy rico. Tres grandes talegos llenos de luises de oro recibirá el Gobierno si consiente en firmar su indulto. No importa que le destierren de Roma, y aun de toda Italia. Nos iremos a Suiza, y en medio de sus montañas pintorescas viviremos tranquilos y dichosos.

-Eso me parece muy bueno; ¿pero ir vos a Roma?

-Es preciso; la vieja Lucía, única persona que tenemos en este instante bajo el techo que nos cubre, duerme sin duda.

-Como un leño.

-Pues bien, es menester aprovechar su sueño; Espatolino vendrá apenas amanezca: que no nos halle aquí.

-¡Estáis delirando! Nos alcanzaría, y... ¡pobres de mis huesos!

-Tenemos en casa buenos caballos; no nos alcanzará.

-Pero si es fuerza que alguien hable al señor Angelo,   —140→   ¿no vale más que yo me encargue de la comisión, y vos quedéis con vuestro marido?

-¿Olvidas que si cayeses en manos de Rotoli irías de seguro al patíbulo?

- ¡Madre di Dio!, eso es tan cierto como la existencia del sol.

-Pronto aparecerá en el oriente ese astro divino, Pietro, ¡marchemos!

-Pero yendo con vos, por fuerza habrá de verme Rotoli.

-No, yo sabré evitarlo. Escucha: no iremos desde luego a Roma; mas acaso no haya necesidad de ir nunca. Mi tío puede hablarme en algún lugar de las inmediaciones, y espero que todo se arreglará a satisfacción.

-Siendo así... pero...

-¡Pietro!, ¡un cruel presentimiento me advierte que si no hago lo que el cielo me ordena, Espatolino perecerá muy presto en el patíbulo!

-¡Dios mío! -dijo Pietro temblando.

-Y sobre tu conciencia caerá la responsabilidad de tan enorme desgracia. ¡Tú serás quien le habrás cerrado las puertas del arrepentimiento y la expiación!... Tú quien...

-¡Basta, mi capitana, basta! Estoy pronto a obedeceros.

-Los caballos.

-Pensad en que es endemoniado ese camino, y con la oscuridad de la noche...

-¡Dios nos guiará!

-¡Sea!

La joven escribe estas líneas en un pliego de papel, mientras Pietro dispone la marcha.

«Me has jurado abandonar la carrera del crimen y quiero alcanzar tu perdón; sin embargo, para no   —141→   descubrir el lugar de tu retiro antes de obtenerlo, me alejo de ti por algunos días. Entablaré mis negociaciones con el Gobierno desde Gensano, la Riccia, Albano o cualquiera otra población de las cercanías de Roma; y si fuese preciso iré a la misma Roma. Nada temas, pues suceda lo que sucediere no correrás el menor peligro por mi imprudencia».

Cinco minutos después los aullidos de Rotolini, a quien dejaron encerrado los fugitivos, hicieron despertar a la vieja Lucía. Oyó el galope de los caballos y dijo:

-Ya vuelve el capitán; ese holgazán de Pietro le abrirá, pues para nada más puede servir.

Dio una media vuelta en su jergón y volvió a dormirse profundamente.

  —142→  


ArribaAbajo- IX -

Dejando a nuestra heroína continuar su viaje en compañía del complaciente Pietro, nos trasportaremos por algunos minutos a las selvas majestuosas, que hemos descubierto a vista de águila, desde uno de los extremos de la mezquina población de Porto d’Anzio.

El cielo después de descargar una escasa lluvia entre estrepitosas centellas y multiplicados relámpagos, se iba despejando gradualmente. Las negras nubes impulsadas por el viento, se alejaban con lentitud, tendiéndose, a manera del luctuoso dosel de un inmenso catafalco, sobre las espumosas olas del turbulento mar, y algunas estrellas comenzaban a aparecer diseminadas por aquella parte del firmamento que cubría con su manto azul oscuro el verde amarillento de las seculares encinas de Nettuno, sensible ya a la triste influencia del otoño.

El rayo acababa de abatir algunos de aquellos gigantes de la vegetación, y sus míseras ruinas servían   —143→   de alimento a una grande hoguera, al rededor de la cual formaban círculo veinte o veinticinco hombres, que alteraban con sus discordantes voces el grave silencio de aquel lugar solitario.

Sus caballos atados a los troncos de los vecinos árboles acompañaban con agudos y prolongados relinchos la viva conversación que sostenían sus amos; pero sobre todos aquellos sonidos, más o menos ingratos, dominaba la solemne voz del Océano, digna únicamente de hacerse oír en el seno de aquella agreste soledad.

La luz rojiza de la hoguera, reverberando en el verde lustroso de los árboles, esparcía una claridad tornasolada sobre aquellas figuras humanas, que presentaban entonces un no sé qué de fantástico; y cuando, vigorizada la llama por los soplos del viento que se abría camino al través del ramaje, se elevaba súbitamente en oscilante columna, sus reflejos de un dorado sanguíneo rodeaban aquellas cabezas características con una aureola singular, a la vez brillante y fúnebre.

Una gran bota de exquisito vino de Gensano circulaba de mano en mano, pero las frecuentes libaciones no interrumpían el animado diálogo.

-Repito, camaradas -decía uno que parecía de más edad que los otros-, repito, que aquel hombre se ha vuelto distinto de lo que era. ¿Cuándo, hasta el presente, se le había visto mandarnos a una expedición arriesgada y quedarse muy seguro entre cuatro paredes?

-Y luego -observó moviendo la cabeza un mozo de fisonomía atrevida-, vendrá muy satisfecho a reclamar la mejor parte del botín. Ésa es una injusticia, teniente Roberto, y no debes consentirla.

  —144→  

-¡Silencio, Baleno21! -dijo el teniente, que era el mismo que había hablado primero-. Él suele aparecerse cuando menos se le espera, y además tiene unas orejas que recogen los sonidos a dos leguas de distancia.

-¡Bah! -repuso con osadía Baleno-, ahora estará muy calentito bajo las sábanas, haciendo arrumacos a aquella muñequilla de alfeñique que ha encontrado no sé en dónde. Por mi parte no tengo aprensión del privilegio de sus oídos, y repito que no debemos darle ni la menor parte en el botín de esta noche. El provecho pertenece exclusivamente a los que arrostraron el peligro.

-Baleno habla como un Salomón -dijo otro-; aquel pícaro a quien le apagué el resuello para siempre de un solo golpe en la cabeza, me disparó un pistoletazo a quema ropa: aquí está éste que no me dejará mentir -añadió extendiendo su brazo izquierdo, herido y ensangrentado-. Todos hemos padecido, cual más cual menos, lo bastante para merecer el botín sin que nadie nos lo cercene.

-¡Sangue della Madonna! Si Braccio di ferro22 ha recibido un rasguño, mirad mi frente partida como una calabaza.

-A mí me mataron mi caballo; ¡mi pobre caballo piè di cervo23!, aquellos malditos gigantes que hablaban una lengua que jamás había oído yo sino a las aves nocturnas.

-¡Voto a brios!, ¿qué tenéis que decirme de los contratiempos de esta empresa a mí que más que ninguno he trabajado por su éxito? Amigos, conozco   —145→   que es muy justo que no cedamos a criatura humana ni la menor parte de nuestros derechos; pero ¿cómo impedir que él atienda a su conveniencia antes que a la justicia?

Tú, Roberto il Fulmine24, tú eres quien debes decirle que no consentimos en ser despojados de lo que nos corresponde.

-¡Bonito es el capitán para recibir la ley de vosotros!, ahorcaría del árbol más alto al primero que le dijese: «Negros ojos tienes». ¡Voto a Júpiter!, es un gusto oír como charláis cuando él está ausente, y apenas le veis hinchar las narices os volvéis mudos como el mismo silencio.

-Calla tú, Occhio linceo25, que siempre haces el papel de observador. Le respetábamos, es verdad, porque era valiente de los pocos; pero ya todo se ha cambiado. ¿Por qué no ha ido con nosotros a la expedición de esta noche? Hace muchas semanas que no le gusta otra ocupación que la de ver las muecas y los melindres de esa mozuela a quien llama su esposa.

-Braccio di ferro tiene razón: el buen capitán está embrujado por esa chica, y hombres como nosotros no obedecen a quien ya no sabe mandar ni aun en sí mismo.

-¡Calla, Baleno!, he oído ruido.

-¡Quia!, es el viento que retoza con las hojas.

-¡Hablemos más bajo, camaradas!... Por más que digáis, el diablo me lleve si no es cierto que oigo galopar un caballo.

-Yo nada percibo, teniente.

-Ni yo.

-Ni yo.

  —146→  

-¡Vamos!, será aprensión. Os digo pues, compañeros, que yo mismo, que conozco a Espatolino hace diez y seis años; que he hecho mi carrera a sus órdenes y que le quiero como... ¡vamos!, ¡más que a nadie en el mundo!, ésta es la verdad; pues bien, yo mismo, enojado con él al ver su conducta insensata, y por el alma de mi abuela, que si hubiese previsto los males que nos habían de venir con esa mozuela de los ojos de paloma, la hubiera hecho, mal su grado, tomar un baño en las aguas del Averno la noche en que a sus orillas fue entregada a mi custodia.

-¡Bien dicho, teniente Fulmine!, nosotros no necesitamos hembras.

-Y si alguna viene ha de ser patrimonio común.

¡Mala peste me mate si consiento en que tenga para sí solo el capitán esa linda calandria de la voz tan dulce! ¡Pues qué!, ¿no somos todos hijos de Eva?

-Eres un mentecato, Irta chioma26; siempre estás delirando por las mujeres.

-¡Toma!, como que saben asaltarnos con más habilidad que nosotros a los pasajeros. Para ellas robar veinte corazones es lo mismo que nada. ¡Por vida de Baco! La capitana sobre todo tiene un no sé qué... ¡vamos!, me ablanda el corazón como una breva cuando me flecha por casualidad aquellos ojos que, no sé por qué, me hacen acordar siempre de los sueños que yo tenía cuando era niño y me dormía en los brazos de mi madre.

-¡Ja!, ¡ja!, ¡qué risa, camaradas! Este pobre Ista chioma da en lo sentimental como Occhio linceo en lo heroico. Vamos, hijos míos, ¿queréis improvisar un idilio y un poema?

  —147→  

-Yo no entiendo esas ciencias; digo solamente que la capitana es una linda criatura.

-¡Ca!, tengo yo una pastora en Capranica que vale por diez capitanas.

-Y yo pasaré este invierno en Monteleone con una moza calabresa que no tiene igual en todo el mundo conocido.

-Pues yo opino como Isla chiona, que no se debe permitir que haya entre nosotros ninguna hembra como propiedad de uno solo.

-Opina como mejor te parezca; lo que es yo renuncio mis derechos. ¿Para qué diablos sirve una mujercilla como una caña? Me atengo a la posadera del Águila en Fiumesino; aquélla sí que merece que un hombre se deje embrujar por ella y haga tantas locuras como Orlando.

-Pero en fin, camaradas, ¿qué diremos al capitán respecto al botín?

-Está dicho, teniente; que no queremos darle ni un paolo, porque «quien no trabaja no come», como dijo Moisés.

-¡Calla, animal!, no lo dijo Moisés, que fue San Pablo.

-San Pablo o Moisés, poco importa; así lo dijese Júpiter; el caso es que antes me dejaré sacar los ojos que un solo paolo de mi parte de botín.

-¡Bravo! ¡Viva Baleno! Sí, compañeros, que se quede el capitán holgando con su paloma, mientras nos repartimos el botín, como se estuvo mientras lo conquistamos.

-Todos estáis más borrachos que el mismo Baco. El capitán no se estuvo holgando ni con palomas ni con buitres. Olvidáis que salió al amanecer del último día para... no sé a punto fijo para dónde; pero claro está que se ocupaba en algún negocio importante.   —148→   El capitán fue y volvió en un día; mas acaso cuando salimos a la expedición todavía no se hallaba en Porto d’Anzio. ¿Había de volverse dos, voto al diablo?

-¡Silencio, maledetto Occhio linceo! Alzas la voz como si tuviese la atmósfera paredes de mármol. Yo he dicho que el capitán no debe tomar nada del botín, y lo sostendré.

-¡Así se habla! ¡Viva Braccio di ferro! La bota, camarada. Bebo por tu salud, valeroso.

-Gracias, teniente.

-¡Yo brindo por Espatolino!

-¿Habéis oído, camaradas? Irta chioma brinda por el capitán.

-Hazle tú la razón, Occhio linceo.

-Con mil amores. ¡Bebo por el invencible Espatolino!

-¡Mentecato!

-¡Calla!, yo voy a proponer otro brindis.

-¡Camaradas!, bebo por el exterminio de todos los cobardes que deshonran nuestra ilustre banda.

-¡Y de los traidores!

-En nuestra cuadrilla no hay traidores.

-Tampoco hay cobardes.

Una voz que no se supo de qué boca había partido, dejó oír estas palabras:

-¡Lo es Espatolino!

Todos los bandidos se estremecieron, y por un movimiento maquinal tendieron al rededor miradas temerosas. Un ligero ruido se hizo oír en el silencio que siguió a la atrevida declaración de aquella voz incógnita, y una figura alta y majestuosa apareció entre las ramas.

-¡Es él! -dijeron veinte ecos que formaron uno.

  —149→  

-¡Viva el valiente Espatolino! -exclamó su defensor Occhio linceo.

-¡Viva! -repitió Irta chioma.

Los otros bandidos se miraron dudosos, pero al ver junto a sí el formidable jefe, todos se pusieron en pie diciendo con trémulo acento:

-¡Viva!

-¡Y bien compañeros! ¿Cómo se ha salido de la empresa?

-Perfectamente, capitán -respondió Roberto tartamudeando-. Algunas heridas se han recibido, porque los malditos extranjeros iban bien armados y se defendieron como leones.

-¿Y qué tal el botín?

-Es considerable; os esperábamos para... para repartirlo. Nadie le ha tocado todavía.

-Ya conozco vuestra disciplina, amigos míos; pero te autorizo a ti, Roberto, para que presidas el repartimiento, apenas aparezca el sol que ya se viene a más andar detrás de las cortinas del oriente. Dividid como buenos hermanos los despojos de los extranjeros...

-A quienes el Padre Eterno tenga en su gracia, capitán.

-Así sea, Roberto. Decía, pues, que repartieseis con equidad esas riquezas, y que os dispongáis todos para una expedición importante y próxima.

-Y vos capitán... ¿qué queréis del botín?...

-Nada; todo lo que habéis conquistado os pertenece.

Entonces el víctor que resonó, y que los ecos de la selva devolvieron dilatadamente, fue tan espontáneo como sincero.

-¿No os decía yo -murmuraba en voz baja Occhio linceo frotándose las manos en señal de alegría- que   —150→   el capitán era todo un hombre? ¡Ya veis lo que hace, mentecatos, codiciosos!

-Calla, parlanchín, yo nunca he dicho nada contra él: bien sabía que era la generosidad en persona.

-¡Viva Espatolino!, ¡viva el rey de las selvas! -repetían los bandidos tirando al aire sus sombreros.

-Gracias, compañeros, gracias -respondía Espatolino-; pero prestadme atención, porque se trata de una grande empresa. He estado en un lugar en donde he conferenciado con el teniente Stefano, que manda aquella fracción de nuestra banda que ha vagado algunos días por las inmediaciones de Civita Vecchia, y que ahora se dirige con tanta prisa como precaución hacia un sitio más conveniente. Escuchad, amigos míos: se trata de reunir toda nuestra fuerza en la Somma, pues sabemos por Lappo, jefe de la compañía posesionada de dicha montaña, que los poderosos condes de Spada deben salir de Termi para Spoleti, y que con ellos van algunos individuos de la casa de Benedetti. Como se juzgarán seguros en atención al gran número de criados que debe formar su escolta, es de suponer que no llevarán un equipaje despreciable; pero el botín en tales casos es lo de menos. Se trata de hacer prisioneros a señores de la más alta categoría, cuyo rescate será proporcionado a su importancia. He dispuesto para ellos un retiro seguro, desde el cual podrán comunicarse con sus deudos para tratar de su redención, sirviéndoles de emisarios los labradores de las cercanías, que ignorarán sin embargo el lugar de su residencia. Todo lo he previsto, y tengo tomadas las más sabias disposiciones para burlar las que acaso adoptará el Gobierno, estimulado por las familias de los cautivos, a las que no le quedará otro remedio que enviarnos,   —151→   con voluntad o sin ella, algunos talegos de oro, o preparar los honores fúnebres a sus ilustres parientes.

Sí, amigos míos; todo está ya prevenido como mejor conviene al buen éxito de tan ventajosa empresa, y antes que termine el día, que ya comienza a enrojecer las nubes por el lado del Este, debemos dejar a Porto d’Anzio. ¿Quién sabe -añadió con una emoción que quiso vanamente disimular-, quién sabe si no es ésta la última expedición que emprenderemos juntos? ¿Quién me asegura que seré siempre vuestro jefe? Por si el destino tiene decretada nuestra separación, quiero que algunos hechos atrevidos graben en vuestro corazón mi memoria, y tan firme me hallo en este empeño, que después que demos dichosa cima a la presente empresa, pienso proponeros otra de las más atrevidas que jamás hayan figurado en la vida de los hombres célebres de nuestra profesión.

Estos ejemplos dejará Espatolino al que después tenga la satisfacción de mandaros

Los bandoleros, que no podían comprender lo que acababa de decir su jefe sobre la posibilidad de una separación entre él y ellos, sino con referencia al descontento que imprudentemente habían manifestado respecto a su conducta, se miraron unos a otros confusos y casi conmovidos.

-¿No te decía yo que todo lo oiría aunque estuviese a dos leguas de distancia? -dijo en voz baja Roberto.

-Teniente -respondió Baleno, a quien habían sido dirigidas aquellas palabras-, hemos hecho mal en hablar de ligero, y yo estoy tan arrepentido, que de buena gana me dejaría cortar la lengua antes que   —152→   volver a injuriar a nuestro buen capitán. ¡Viva Espatolino!

-¡Viva! -respondieron con verdadero entusiasmo los bandidos.

Espatolino apretó la mano a todos uno por uno, dirigiéndoles palabras lisonjeras; mas recobrando seguidamente su gravedad:

-¡Camaradas! -añadió-, proceded sin demora al repartimiento del botín, y luego vuélvase cada cual a su respectivo albergue. Apenas las sombras comiencen a enlutar nuevamente la tierra, nos reuniremos todos en la aldea de Nettuno, en la hostería que conocéis.

Alejose apenas concluyó estas palabras, y los bandidos le victorearon mientras pudo escucharlos.

Luego comenzaron a reconvenirse recíprocamente, queriendo cada cual quedar exento del delito común.

-Tú fuiste el primero que hablaste mal de nuestro incomparable capitán; tú, Baleno, que tienes la lengua más ligera que una mujer.

-¡Voto al diablo!, tú dijiste que no se ocupaba más que en hacer muecas a su monuela.

-No fui yo, sino Braccio di ferro.

-Mientes, que fue el teniente.

-¿Quién dice tal? ¿Quién se atreve a calumniarme? -gritó el atlético calabrés, remangándose las mangas de la chaqueta y haciendo patente la vigorosa musculatura de sus brazos.

-Todos estábamos borrachos, como dijo con razón Occhio linceo. Ea, camaradas, no hay que hablar más de eso. El capitán Espatolino es todo un hombre, y le estimamos por lo que vale. La Santa Madonna nos le conserve, y vamos a repartir el botín.

-A ello, camaradas. Con justicia, como buenos hermanos, según nos mandó el jefe.

  —153→  

Procediose en efecto a la repartición, que se verificó sin desorden ni disputa, y el día brillaba ya con todo su esplendor cuando concluyeron aquella operación.

Disipados los vapores del vino con la frescura de la mañana, y los cuidados de la codicia con la generosa renuncia que el jefe había hecho de sus derechos a una parte del botín, paseábanse satisfechos los bandidos por las umbrosas alamedas de la selva. Cualquiera que los hubiese visto entonces difícilmente adivinaría su odiosa profesión; y al oírles hablar alegremente de sus amorosas aventuras, se les podría tomar por jóvenes y ricos labradores que iban o volvían de alguna fiesta campestre. Solamente su traje podría desmentir aquella inducción, inspirando sospechas de su verdadero destino.

Y sin embargo, como la mayor parte de ellos se hallaban en la flor de la juventud y eran de buena presencia, aquel traje semimilitar, con sus puntas de caprichoso, estaba muy ajeno de prestarles un aspecto feroz o repugnante. Llevaban todos pantalones de paño verde oscuro, chalecos encarnados con botones de plata, y chaquetas del mismo color que los pantalones, adornadas en las costuras con trencillas de seda. Ceñíales la cintura una canana de cuero bien abastecida de cartuchos, cerrada por delante con una plancha de plata; al lado izquierdo veíase brillar el mango de ébano de un gran cuchillo de monte, y les colgaba a la espalda una ligera mochila con las cosas más indispensables a la vida nómada que profesaban.

Sus sombreros altos y cónicos, tenían por adorno un galoncito de plata, y algunos llevaban además una medalla de la Virgen, del mismo metal. Notábase también que todos seguían la moda que existe aún   —154→   entre nuestros andaluces, de ostentar en los bolsillos de sus chaquetas ricos pañuelos de seda de la India, con las puntas descubiertas, y asimismo asomaban por las faldriqueras del chaleco primorosas tabaqueras, de oro puro algunas, otras de concha artísticamente trabajadas, y muchas de plata cincelada. Completaba aquel arreo pintoresco una gruesa cadena de oro que les cruzaba el pecho, sosteniendo un silbato igualmente de oro; algunos llevaban también magníficos relojes, y ninguno armas de fuego, pues eran éstas parte integrante del arreo de los caballos, que pertenecían sin excepción a la mejor raza napolitana.

Tan solitarias eran las selvas de Nettuno, que podían permanecer en ellas sin ningún temor aun en mitad del día: así fue que, lejos de apresurarse a ganar sus guaridas, quedáronse muy tranquilamente a la sombra de la verde bóveda, disponiendo un almuerzo refrigerante con sus respectivas provisiones. Cada cual sacó de la mochila la parte comestible que encerraba; abriose la bota de vino que quedaba en un caballo que al parecer no había servido sino para llevar aquella carga, y en medio de la más expansiva alegría celebraron su banquete rústico, brindando repetidas veces por el capitán y por el éxito feliz de la expedición propuesta.

Acalorados todos por el vino, pero ninguno en estado de embriaguez, se despidieron muy avanzado el día, para encaminarse a sus respectivas habitaciones, que todas estaban por aquellas cercanías; mas en el momento de salir de la selva, dejose oír desde considerable distancia el agudo sonido de un silbato.

-¡Silencio! -dijo Roberto-, alguno de los nuestros   —155→   viene hacia este sitio y desea saber si hay amigos en él.

El mismo sonido se repitió, y entonces Roberto respondió con otro igual: quedándose inmóviles los bandidos, percibieron primero confusa y después distintamente el ruido de un caballo, que según podía inferirse se acercaba a carrera tendida.

-Alguna novedad ocurre -dijo Braccio di ferro.

-Guardad todos silencio, camaradas: ¿no escucháis qué bien bate el suelo ese caballo? No puede ser otro que Vento rapido.

-¿El alazán de Espatolino?

-El mismo, yo apostaría cien escudos contra uno.

Roberto no se engañaba. Espatolino se halló muy pronto al frente de sus camaradas. Iba vestido como ellos, con la sola diferencia de que en vez del sombrero llevaba una gorra de piel de búfalo con ancho galón de plata, y que ocupaba el lugar del cuchillo de monte un magnífico puñal con empuñadura de oro. Su rostro estaba ligeramente encendido por la violencia de la carrera, pero notábasele en las facciones una excesiva alteración, y su voz cuando se dejó oír pareció a los bandidos ronca y trémula:

-Es preciso partir al instante.

-¡Cómo!, ¡adónde! -preguntó Roberto sorprendido.

-A Roma.

-¡A Roma! ¡Corpo della Santissima Madonna! ¡A Roma decís!

-¡A Roma!

-¿En mitad del día?

-¡Por San Paolo!, ¿qué me importa el día?

-¿Pero lo decís de veras capitán?

  —156→  

-Sí, voto al diablo; iré a Roma, iré al mismo infierno si es preciso.

-¡Dios nos libre, capitán!, pero en fin, entiendo que queréis decir que nos conviene cambiar de lugar sin alejarnos de Roma.

-En Gensano... en Riccia... acaso en Frascati o en Tívoli... -respondió trastornado el jefe- ¡qué sé yo dónde la encontraré!, pero la buscaría aun cuando fuese preciso penetrar hasta la misma Roma por entre los ejércitos del imperio.

-No os entiendo, capitán. ¿Será que esas malditas familias de los Spadas y los Benedetti, en vez de ir a Spoleti, se hayan dirigido hacia la capital?...

-¡Que carguen mil demonios con los Spadas y los Benedetti! -gritó con tremenda voz Espatolino-. ¡Es ella!, ella que acaso será víctima de su imprudencia y de aquellos feroces magistrados, ante los cuales la harán comparecer como reo; ¡a ella, más pura que la luz! Todos moriremos, pero moriremos matando; ¡opóngansenos las huestes dominadoras de la tierra!, ¡venga el mismo Napoleón en persona! Yo sabré arrancarle mi querida, aun cuando la escondiese dentro de su corazón.

Un sordo murmullo, semejante al de las olas cuando empiezan a sentir los soplos de la tempestad, se levantó de entre los bandoleros; pero equivocándose Espatolino sobre el origen de aquella agitación, creyó que sus súbditos participaban de sus sentimientos.

-Marchemos, amigos míos -les dijo-. Ella salió hace algunas horas, pero tengo esperanzas de que podremos alcanzarla: es imposible que pueda sostener una marcha continua y precipitada; antes que nuestros caballos se rindan a la violencia del galope, no faltarán otros con que reemplazarlos en el camino.

  —157→  

El murmullo se iba acrecentando rápidamente; pero Espatolino se hallaba demasiado preocupado para poder comprenderle.

-Este traje no nos conviene para poder viajar con la luz del día -les dijo-; dejad las escopetas: no nos faltarán en ninguna parte; vestíos todos de labradores, llevando ocultamente cada uno un par de pistolas y un buen cuchillo de monte. ¡Enseguida a caballo todos! Tú, Braccio di ferro, dirígete a Tívoli con seis de los nuestros; búscala en todas las hosterías, y si la encuentras, condúcela al momento a Porto d’Anzio. Otros diez o doce que salgan, sin ir juntos, para Gensano: allí me encontrarán en la casa que conocéis; y desde allí, si no la encontramos, marcharemos a Frascati, a Albano... a todos los pueblos de las inmediaciones de Roma, y a Roma misma si nuestras pesquisas son infructuosas. ¡Ea, camaradas!, andar ligeros; ¡desdichado de aquél que sea tardo en obedecerme!

Dijo, y veloz como un relámpago, desapareció entre los remolinos de polvo que levantaba su brioso corcel, cuyos resoplidos se oían distintamente a pesar del ruido de su carrera.

Entonces comenzó entre los bandidos un bullicioso debate.

-¡Esto es demasiado, camaradas! -dijo el incorregible Baleno-; el capitán está loco de remate, y más locos que él seremos nosotros si nos prestamos a tan inauditas extravagancias.

-¡He aquí en lo que han venido a parar las grandes empresas con que nos lisonjeaba hace poco! -exclamó Roberto-. ¡En enviarnos a correr tras una mujer, que se le ha escapado, según parece, para darle una prueba de lo mucho que te ama!

-¡Qué malvadas y qué pérfidas son todas las hijas   —158→   de Eva! -añadió con plañidero acento Irta chioma-. ¿Quién había de creer tanta ingratitud en aquella criatura que parecía un cordero? ¡Huir de un hombre que la idolatra!

-¡Maldita sea tal idolatría! -dijo otro-, por ella hemos de exponernos a un riesgo inminente y sin utilidad de ningún género.

-No seré yo por cierto; que se me sequen las piernas si doy un paso en busca de esa bruja maldita.

-¡Bien dicho, camarada! Váyase al infierno la fugitiva y buen viaje. ¡Atreverse aquel bribón a decirnos que moriríamos todos, si era preciso, por salvarla o vengarla! ¡Que muera él con su locura endemoniada, y que dé gracias de que no le volviese a entrar en el cuerpo, con una bala, la indigna proposición que ha tenido la insolencia de dirigirnos; pues no faltaba más sino que hombres como nosotros nos convirtiésemos en perros para seguir la pista a una liebre! ¡Voto a brios!, ¡que no sé cómo he podido escucharle!

-Te desbocas mucho, Bracio di ferro; pon más cuidado en lo que dices.

-Ve a dar consejos a quien te los pida, Occhio linceo; yo digo y hago cuanto me viene al magín, y por vida de Júpiter que estoy cansado de obedecer, y de hoy mas ni por el mismo San Paolo doblaré la rodilla.

-¡Compañeros!, para pasar la vida acatando caprichos de un cualquiera, más valía acatar los del rey.

-Por supuesto, ¿para qué seguir esta vida por más tiempo? Ricos estamos todos, camaradas, y menos malo me parece hacernos hombres de bien   —159→   que continuar siendo bandidos con tan poco provecho y tantas humillaciones.

-Nadie está más cansado que yo de mi oficio; pero ahora no es tiempo de hablar de eso, sino de obedecer al que todavía es nuestro jefe.

-Obedécelo tú en buen hora, corazón de gallina; yo me emancipo, y hoy mismo marcho a reunirme con Lappo en la montaña.

-Pues bien yo iré contigo a donde nos espera el capitán, Occhio linceo.

-Y yo también; antes de desobedecerle debemos despojarle del mando; mientras esto no se haga, es nuestro jefe y no tenemos facultad de negarnos al cumplimiento de sus órdenes.

-¡Sí tenemos, voto al diablo!, y sólo tú, Irta chioma, tú que siempre has sido un mentecato, pudieras respetar la autoridad de un loco.

-¡Repite lo que has dicho, corpo di Dio!, te probaré si soy o no mentecato.

-¡Ea, camaradas!, ¡orden!, no se trata de echar baladronadas, sino de tomar una resolución.

-Il Fulmine ha dicho la verdad. Pido que se recojan votos.

-El mío es que marchemos todos a reunirnos con Lappo, y que abandonemos a su suerte al insensato Espatolino.

-Soy de la misma opinión.

-¿Y tú, Baleno?

-¿A qué viene preguntarlo? Haré lo que hagan los valientes, y por el ánima de mi madre que lo que más deseo es dejaros a todos, y pasar mi vida tranquilamente con mi Calabresa; a bien que no nos faltaría qué comer.

-¡Toma!, si bastase con desearlo, yo te juro, a fe de Roberto, que hoy mismo tomaba las de Villadiego   —160→   y me iba muy contento a gastar mis escudos con mi pobre mujer, a quien no veo hace diez años, y con mis chiquituelos, que serán ya tan altos como yo.

-¿Y quién te lo impide?

-¿Quién?... ¡Por vida de...!, ¿creéis que la justicia me dejaría tranquilo?

-Compra tu indulto.

-Costaría mucho.

-¡Quia!, un medio conozco yo por el cual todos seríamos indultados, sin gastar un paolo.

-¿Cuál es? Dilo.

-En vez de dar dinero, le recibiríamos.

-¡Cómo!, explícate, Giacomo; tú hablas poco pero bien. Siempre que abres la boca es para decir cosas extraordinarias.

-Gracias por la lisonja, teniente; pero lo que digo ahora es muy sencillo. Para alcanzar el perdón y recibir además una gratificación, ¡hay más que servir al Gobierno!

-¿Servir al Gobierno?... ¿Nosotros?... No te entiendo a fe mía.

-Eres un poco torpe, Baleno. El Gobierno desea mucho ver bailar en el aire a cierta persona.

-A todos nosotros, ¡vive Dios!, si no sabes más que eso, adelantado estás, Giacomo.

-A todos, bien lo creo; pero solamente uno tiene apreciada su cabeza, y pardiez que no puede quejarse de que la estimen poco: aun repartiendo entre nosotros el dinero ofrecido, todavía era buen bocado el de cada uno.

-Yo no sé que se haya puesto precio a otra cabeza que a la de Espatolino.

-Cabalmente; y el Gobierno ofrece además completísimo   —161→   indulto a aquéllos de su cuadrilla que le entreguen.

-Ésa sería una infamia, Giacomo.

-Una infamia muy útil a todos los que desean gozar sin zozobra las riquezas adquiridas, teniente Roberto.

-Es verdad.

-Y nada más fácil por otra parte.

-Calla, Giacomo, que me da vergüenza oírte.

-Eres muy delicado, Irta chioma.

-En fin, camaradas; continuad manifestando vuestra opinión. Dos han votado ya a favor de la propuesta de Braccio di ferro, que opina debemos ir a reunirnos con Lappo.

-Yo soy del mismo dictamen.

-Ya son cuatro por ese partido.

-Y cinco conmigo.

-Yo digo que sólo nos toca obedecer al que es nuestro jefe todavía.

-Occhio linceo está por la obediencia: es un voto. Dos con el mío.

-Tres, porque pienso lo mismo.

-Son tres con Irta chioma.

-Cuatro con el mío.

-Pues yo digo que sólo nos conviene dejar esta vida indultándonos.

-¿De qué modo?

-Del modo que ha indicado Giacomo.

-¡Traidor! ¿Quieres entregar a tu jefe?

-Calla, Occhio linceo; no reconozco por jefe a un loco.

-Opino lo mismo.

-¡Sois unos infames!

-¡Eres un cobarde!

  —162→  

-Señores, al orden, o voto a Júpiter que empiezo a romper cabezas.

-Di tu opinión, teniente, y déjate de amenazas.

-Digo que al veros tan revoltosos e insolentes, conozco que sólo Espatolino puede mandaros.

-Lo que es a mí no tendrá ese gusto. Adiós, amigos, discutid cuanto queráis; yo salgo ahora para la Somma.

-Buen viaje, Braccio di ferro.

-Aguarda, yo te acompaño.

-Y yo también.

-Y yo.

-Ea, ya somos cuatro.

-Cinco conmigo.

-Pues bien, a caballo.

-A caballo; abur los que se quedan.

-Aguardad; lo mando yo.

-Por hoy, teniente, no estamos de humor de obedecer.

-¡Pícaros, traidores!...

-No grites, Roberto il Fulmine, que no te oyen ya.

-¡Quedamos quince solamente!

-¡Y bien!, ¿qué hacemos?

-He dicho ya: ir en busca...

-¡De la capitana, bien dicho, Giacomo!

-De la capitana no, del capitán.

-Pero...

-Yo quiero el indulto.

-Yo también, a cualquier precio.

-Y yo, voto al diablo, y caiga quien caiga.

-Pensad como queráis; pero vivo yo no tendréis el placer de vender la vida de vuestro capitán. Corro a buscarle, y le diré vuestra caritativa y leal intención.

  —163→  

-Voy contigo, Occhio linceo.

-Esperad, yo también iré.

-¡Bravo, teniente!, ¡eres un héroe!

-¡Todos lo somos! Yo voy también.

-¡Viva il Baleno!, ¿qué decís los demás?

-Yo... lo que diga Giacomo.

-¡Giacomo!, acaba de resolver.

-Proponer una cosa no es imponerla por ley; si todos os decidís por la obediencia, os seguiré.

-¡Así!, eso se llama volver por su honor. Dejemos a aquellos locos correr en busca de Lappo. ¡Buena les espera! Lappo es el amigo más fiel de Espatolino, y cuando sepa la mala partida que le han jugado, los pondrá por racimos del árbol más alto que por allí se encuentre. Treinta y siete hombres están en la Somma, y todos a cual más leales.

-¿Conque obedecemos?

-Sí, está dicho; pero soy de parecer que nos expliquemos con el capitán y le hagamos conocer nuestro descontento.

-Eso es muy justo, Baleno.

-¿Quién le hablará?

-El teniente.

-No, sino Baleno, que tiene la lengua más suelta.

-¡Convenido! Ea, pues, a efectuar las órdenes recibidas. De hoy en adelante, o no obedeceremos, o no se nos mandarán cosas indignas.

-Bien dicho; hoy tiene Baleno un talento admirable.

-¡A caballo, señores, a caballo!

-Todos a Gensano, pues Braccio di ferro, que debía ir a Tívoli, ha tomado otro rumbo.

-A Gensano, está entendido, casa del Silenzioso, vestidos de labradores.

  —164→  

-Sin escopetas.

-Con un par de pistolas.

-Y el cuchillo.

-Abur, pues, hasta Gensano.

-Hasta Gensano, camaradas.