Espíritu de contradicción
Ricardo Gullón
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A lo largo de la ruta zigzagueante desparramada bajo el rojo acariciar del sol que es la obra de André Gide florece la contradicción, la más áspera y la más armoniosa de las contradicciones. Cada libro suyo es un triunfo que obtiene su personalidad, el sí mismo que se acredita en el cambio, en la sorpresa depurada que cumple su destino, acercarnos lo inesperado que es lo que en el fondo debemos atender de este espíritu de contradicción; no dos veces en igual sentido y rodear todo de insistencia y de contención, de tan reservar lo esencial entre belleza de expresión hasta cierto punto buscada y querida difícil para lograr atenciones sostenidas y hondas.
El propio ser de
Gide concilia los contrarios: dos religiones, climas distintos,
tierras del Norte y del Mediodía; todo ello, él nos
lo dice, le impelía hacia la obra de arte, puesto que en
ella y por ella podía conseguir «el
acuerdo de esos elementos demasiado diversos que si no hubieran
continuado combatiéndose o dialogando al menos»
en
su espíritu. Y no se equivoca, el ejemplo suyo favorece la
tesis de que hay que buscar los artistas -como los árbitros-
entre los productos de cruces, entre los que sienten arder en la
sangre ímpetus de origen diverso. En sus libros se reflejan
dualismos, oscilaciones entre el espíritu y los sentidos,
que se siente «hondamente incapaz de
mezclar»
y que un día le llevan a escribir
Numquid et
tu... y que después le obligan a despeñarse,
por reacción, hasta lo último de la vertiente
opuesta.
La inquietud es en
Gide valor primordial, cree que es lo que merece destacarse y vivir
porque responde a la más noble, a la sencillez, a la
sinceridad que se arranca del alma sin darse cuenta exacta y que es
sinceridad «no sólo del acto sino
del motivo»
obtenida limpiamente «con la mirada más clara»
, sin
doloroso esfuerzo de ahondarse en la entraña para instalar
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desenfadadamente despojos íntimos, descarnadura que
se muestra con insolencia en el ademán rebuscado. Sinceridad
del sincero.- Sí, y pudor.
Ya la contradicción se explica mejor; la sinceridad justifica mutaciones puesto que únicamente el cadáver no se mueve, y vivir supone cambio, vientos contrarios e incitaciones de todo aroma, diversidad que es consustancial con su obra, con su ser tal como es bajo el signo del fervor y del ne demeure pas, sin que valga nada la fidelidad, los amarres en aguas muertas con cerrado horizonte; fiel, sí, a la no fidelidad, con la alegría de la hoja que curvan todos los aires; antes una existencia patética -y una suma- que la tranquilidad, deseo de que la muerte le sorprenda completamente desesperado, cubiertas las sendas que se le abrieron en la partida, vividos los crepúsculos como el mediodía, la vida entera agónica contra la muerte y más todavía contra el vivir inmóvil del paralítico.
Una primera marcha
a través de la selva gidiana nos revela este hecho
-sorprendente de haberse enunciado sin las previas notaciones
expuestas-: no hay un André Gide sino varios, dos
especialmente no se limitan como diferentes sino que opuestos,
seres contrarios que se revelan con perfil de trazo
enérgico; alcanza el uno su plenitud en La puerta
estrecha, el otro en la segunda parte de Si le grain ne meurt, en
Corydon. No se trata de dos épocas del artista, de
dos etapas caracterizadas por distinta «manera»
, sino de dos actitudes frente a
los problemas vitales; ninguna de las cuales podía hasta
hace poco asegurarse que vencería -hoy la primera parece
definitivamente alejada-, simultáneas en ocasiones y
respondiendo a esos elementos contrarios que quiso fundir en la
obra de arte y que a pesar de todo siguen dejando oír su voz
de tan apuesto tono.
Lo que es en
La puerta estrecha exaltación del amor virtud, de
la pureza, glosa apasionada de la palabra evangélica que
día tras día revela su angustia en Numquid et tu..., escondida
pasión que se ignora en el atormentado pastor de
Sinfonía pastorial, ha de ser en otras horas
tensión diversa. Aquí Gide es el melancólico
que define la melancolía como fervor, como fervor
caído pero ardiente y viva todavía; quien precisa que
se trata de «contemplar a Dios con la
mirada más clara que sea posible»
sin desear nada
porque el deseo empaña el mirar, hace opacos los objetos
hasta el punto de que incluso el mundo pierde su transparencia al
ser deseado y —48→
Dios «cesa de aparecer sensible a
mi alma»
porque «abandonando el
creador por la criatura cesa mi alma de vivir en la eternidad y
pierde posesión del reino de Dios»
.
Y obsérvese cómo en La puerta estrecha hay dos personas y un solo carácter, el de Alissa que da el tono de renuncia, de sacrificio, sin que Jérôme signifique siquiera el contrapunto de la melodía, algo de lo que luego se intenta en Corydon. Se contrae la acción y el relato de la blanca pasión de Alissa nos llega sin que nada lo enturbie ni lo contradiga.
En los escritos de este lado gidiano es algo más que una personalidad lo que se acaricia: una espiritualidad que surge precisa y limpia como la brisa lavada del mar y que en la otra manera se esforzará en disfrazar su prístino sentido o en suplantarse a sí misma empujada acaso -y aquí la letra se ampara en interrogantes- por lo que Kierkegaard llamaría la desesperación del desesperado que no quiere ser él mismo y que desemboca con la grandiosidad del huracán en las páginas de Si le grain ne meurt, donde es cuestión de Meriem, de Alí, de Mohammed.
¿Empuja a Gide afán de saber lo que va a ocurrir, los eventos que al abrirse ha de ofrecerle la ocasión? Lafcadio al empujar del tren al crédulo Fleurissoire nos depara -aun contando con la teoría del acto gratuito- un comienzo de respuesta. Pero no basta, volvamos por el instante hacia atrás -pensemos que la inquietud es literalmente falta de reposo pero asimismo- y cárguese aquí el acento -deliberado ardor de lo nuevo que la vitalidad desata.
Me parece significativo respecto a esto el caso de Michel en El inmoralista, su cambio de actitud al percibir la vida y la muerte, su transición recogida en este libro que se halla en el cruce de las dos sustanciales maneras gidianas y en el que vemos cómo vida es inquietud, interés por lo diverso cósmico. La victoria es de la vida; en Michel como en su creador puede más la alegría, júbilo de ser y de vivir; contemplado de frente parece creación de aliento nitzscheano, de atracción profunda que no llega a hacernos ignorar que su existencia es posible gracias a que los demás no profesan sus ideas, su doctrina que tan gravemente hace sufrir a Marcelino puesto que construye la felicidad propia sobre el sacrificio ajeno. ¡Qué lejano este Michel de aquel Jérôme que teje sueños con recuerdos de la amada! No se lo reprochemos puesto que no es su voluntad sino los acontecimientos quienes le dirigen, el sensacional descubrimiento que la enfermedad le depara. ¿Cómo podría interesarse de veras en un enfermo quien sólo piensa en la vida?
—49→Michel ante la
enfermedad reacciona de un modo puramente humano, hacia la vida,
sin que la presencia del trance se acerque afanes de misterios, de
uniones extraterrenas, sino por el contrario, palpitante ardor de
la materia, delicia del sol en los senderos, del caminar entre
pinos sobre la pradera humedecida por lágrimas de amanecer.
Algo de lo que vemos en la Eveline de La escuela de las
mujeres. Y en el mismo Gide en su viaje a Argelia con Paul
Laurens; como Michel no se interesa fácilmente a la vida
pero cuando lo hace es con la profundidad que todas las cosas.
Recordemos sus palabras de Los alimentos terrestres:
Grandes fueron sus esfuerzos para interesarse a la vida, pero ahora
que ella le interesa «será como
todas las cosas: apasionadamente»
.
¡Apasionadamente! Es decir, con fría pasión
discursiva, embriagándose a plena luz y reteniéndose
a pesar de todo. Prendidas en el adverbio se advierten sugerencias
que el largo arrastrar de la palabra permite advertir, palabra
sincera, siempre justa de pudor. En el segundo Gide se perfila la
ausencia de la idea de Dios que era vibración escondida en
su obra. La constante presencia es ésta: impulso hacia la
verdad; su lección escrita reside en el embriagarse y seguir
en busca de otra flor, su humana lección no es la misma:
ligazón al ser, al ideal -cambiante siempre, fidelidad a los
modos íntimos, continuidad en lo diverso del temperamento,
puro amor fiel al arte, a la forma de su decir delicadamente
reservado y sencillo.
Podría
preguntarse: ¿en cuál de estas caras buscar a
Oliverio, a Roberto, a Eduardo? Seguramente en ninguna pues Gide
como el propio Eduardo es imposible de encasillar -¡por
fortuna!-, de atrapar, «es Proteo. Toma
la forma de la que ama»
. Y como a su personaje no es
posible comprenderlo sin amarlo.
Es significativo el episodio: Muere el amigo. -Son tus palabras -le dicen a Prometeo que de pie junto al lecho, solloza.- ¡Ah! ¡Si yo lo hubiera sabido! -responde.
-¿Qué habrías dicho de haberlo sabido?
-La même chose -asegura Prometeo.
Éste es André Gide, dirá su verdad a pesar de todo, por dolorosa que sea, y múltiple. En Corydon elogiando la pederastia, en Los cuadernos de Andrés Walter ceñido en el deseo a una Biblia en una celda desnuda. En Si le grain ne meurt primero ofreciendo su frente tras la plegaria al patriarca puritano, más tarde agotando con Mohammed la potencia de voluptuosidad. Belleza de lo diverso y de la desnuda palabra verdadera.
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Para Gide la novela es una aventura, una dilatada peripecia que ha de irse desentrañando con morosidad en tanto que se vive, una enmarañada madeja de la que importa ante todo escoger el hilo con el que iniciar el compacto ovillo que ha de agrupar el confuso material previo. El novelista ha de ir depurando las sugestiones que se le ofrecen, embarcarse en el misterio sin dejar de controlarlo en tensión crítica muy gidiana, con divertido ánimo de sorprender y desorientar al lector mediante la inclusión en la anécdota de los proyectos del novelista, del cómo hacer lo que con firmeza va quedando trazado y hecho.
Una sola de las obras de André Gide se incluye bajo la rúbrica de novela: Los monederos falsos; así consta en la dedicatoria a Roger Martin du Gard. Libro extenso, trozo de vida cortado a lo ancho -para decirlo con una expresión grata a su autor- en el que alientan seres que aun estando en cierta manera observados con la atención que un experimento de laboratorio no carecen de libertad en el juego, libres para actuar conforme a deseo, siéndoles posible escapar, siguiendo la lógica de su destino, a la voluntad del creador que no sería novelista si entorpeciera, haciéndola depender de un capricho, la acción a que vienen fatalmente determinados. Si a ellos les escapa el motivo secreto de sus actos, ya Gide advirtió que lo mismo ocurre a los hombres, pero no al novelista, pues el escritor es un dios omnipotente que debe saber estos motivos y ponerlos de relieve con la oportuna coherencia; a él no cabe disculparle si se le escapan o si no logra manifestar su razón; el fracaso de su intuición es la derrota del novelista, que o desnuda sus creaciones o no ha realizado lo que se proponía hacer. No se trata de evitar dificultades sino de salir en su busca y de sobrepasarlas, acumulándolas por el placer de triunfar de ellas; caminar primero hacia el interés humano, alcanzarlo, y una vez bien sujeto, entonces, sólo entonces, tender la vista hacia el interés literario, apercibirse de si la presa es un documento o ya una obra de arte, y es forzarse en que lo sea. Importa que el edificio sea de bella traza, que el viento pueda acariciarlo por todos los flancos, pero, en particular, que los cimientos sean firmes, que nada conmueva su solidez que debe ser transparente.
¿Es preciso
que al comenzar la novela sepa el autor cuál va a ser el
final? Acaso sea innecesario, en todo caso basta que lo presienta,
que se —51→
conozca y sepa de su ruta, en lo cual Los monederos
falsos nos suministran un ejemplo perfecto por lúcido y
por querido desde el principio hasta el fin; final sin fin, de
acuerdo con el deseo «podría
continuarse»
que enuncia el Diario, puesto que el libro
acaba en una insinuación, en el deseo de Eduardo -el
escritor a quien llamaremos protagonista, dicho para entendernos y
de un modo puramente provisional, pues que en realidad no hay
protagonista o hay demasiados- que con seguridad comparten los
lectores, de conocer al pequeño Caloub que en la obra apenas
si es una liviana sombra entre brumas. De forma que el final
podía ser cualquiera o no ser, mientras exista Eduardo y
jóvenes que como Oliverio mantengan inflamada su llama por
el apasionado fervor del adolescente que vagamente presume deseos o
los conoce y no encuentra la fuerza para cristalizar en ellos,
quizás porque ama demasiado.
Todo es
verosímil en esta novela inverosímil en la que el
acento particular de cada actor no se encuentra en prolijas
descripciones de su figura y de su carácter, sino como
Eduardo desea, con un solo rasgo bien en su punto. Así de
Mr. Profintendieu sabemos enseguida que piensa que «los prejuicios son los cimientos de la
civilización»
, ya es suficiente para que sepamos a
qué atenernos en cuanto a él. Subrayemos la habilidad
con que el autor-crítico se anticipa a dar al lector su
impresión personal sobre algún trazo de sus
personajes que pudiéramos creer arbitrario; Lilian se arroja
a los brazos de Vicente, que acaba de ganar en el juego, baila,
grita. «Lilian me irrita un poco cuando
hace estas chiquilladas»
, pero ¿quién lo
dice? ¿Vicente, Passavant, el propio Gide? Seguramente que
los tres y Gide desde luego, pues nada que repugne tanto a su
temperamento como este ruidoso alboroto extemporáneo.
La técnica
de esta primera novela está madura, en el sentido
clásico, tal como se entiende en Incidences: «Clasicismo es el arte de expresar más
diciendo menos. Es un arte de pudor y de modestia»
,
lejano de todo cinismo, incluso del fastuoso que conoce el
romántico cuando instala frente a nuestra mirada su
más ardiente sentir, dándonos su intimidad en
espectáculo, como el salvaje en ciertas islas del
Pacífico ofrece al huésped su lecho y su mujer.
Distante en no menor grado del sentimentalismo, hasta el extremo
que por evadirse de él, algún episodio, como el del
amor entre Laura y Vicente, se insinúa primero con
algún leve clarinazo, y cuando su eco queda ya lejano y la
sorpresa primera adormecida, es cuando se nos va revelando el
exacto confín de la aventura, recurriendo para ello a un
diálogo entre dos terceras personas que, al no estar
refiriéndose a cosa —52→
propia, le quitan a la escena el patetismo que habría
tenido de llegarnos por otra más directa manera, sin que en
el cambio se pierda la exquisita ponderación del
sentimiento, en todo instante graduada a la atmósfera
justa.
El suicidio de
Boris supone algo excepcional, una intrusión del melodrama,
del episodio folletinesco, en el relato, que no le da consistencia
pero que en la coyuntura sirve para trazar un cambio de frente en
la ruta de algún otro personaje, tal el pequeño
Jorge; conocido es además el gusto de Gide por el «suceso»
que con tan curiosa
atención gusta recoger por más que haga decir a
Eduardo que no quisiera utilizarlo para su novela por cuanto tiene
de perentorio, de brutal -aquí creo que Eduardo está
más en la buena senda que Gide-; fijémonos en lo
suavemente que surge la peripecia de los monederos falsos, en las
conversaciones, haciendo recodos, tal como en el Diario de Eduardo
se deseaba presentarla: indirectamente.
La variación en el tono que proporciona este Diario no hace sino mejorar la posición del lector a quien se permiten cambios de postura, aparte de lo que sirve para la intromisión del Gide espectador de su propia creación, siempre inquieto, como en esas páginas puede verse, de sentir su vida separándose de su obra y pretendiendo ligarlas, prolongar en una la otra, haciendo que el fluir de la letra se acompase al existir. Es curioso el esfuerzo de Gide en la búsqueda del detalle que da categoría definitiva y no sólo en el logro sino en el apretado esfuerzo antecedente, posiblemente porque, como advierte en su autobiografía refiriéndose a su afición de entomólogo, no es la colección lo que le interesa, sino la caza, el placer lo encuentra en el perseguir por cuanto tiene de imprevisto y dinámico, de quimera que requiere saltar fuera de sí, entregado al puro y bello acaso, persecución que es análisis de lo que viene persiguiendo y de sí mismo en la carrera, placer de la sensación más aún -nótese bien- que goce de actuar, porque sobre lo que hace le interesa con mucho el cómo llega a lo entrañable este hacer.
Pues en Gide la
sensación es de primer interés, notemos que Oliverio
y Eduardo desean verse, hablar, y cuando llega la oportunidad una
amorosa timidez les impele a ocultar su auténtico deseo
engañándose respecto a los sentimientos del otro.
Pues de esta entrevista no es sólo un borroso diálogo
de pura exterioridad lo que hasta nosotros llega sino que ante el
lector se delimitan dos limpias almas desnudas. Más tarde,
Eduardo no se conforma con saber que Jorge ha introducido moneda
falsa sino que ante todo le interesa conocer qué
experimentó al delinquir la primera vez. ¿Y
qué decir de las conversaciones de Saas-Fee? Cima de la
novela, depuración —53→
de la palabra que alcanza valor en sí y como miembro
de un conjunto armónico, justificación de la novela y
de su teoría: «¿Por
qué rehacer lo que antes que yo han hecho otros, o lo que ya
hice yo mismo, o lo que otros que yo podrían
hacer?»
. Justamente por eso, porque él solo
podía hacerla queda Los monederos falsos como obra
aparte, singular, para ser releída -en otra parte lo
indicó- pues que lo que pretende es «no ganar su proceso sino en
apelación»
, «despojando
a la novela de todos los elementos que no pertenecen
específicamente a la novela»
para conseguir un
ideal de novela pura que aquí no se logra, en beneficio de
la pura novela y de la obra en sí.
El cruce de los
elementos dispares se resuelve en armonías de clara
resonancia: Armando, en su aparente trágico cinismo,
envuelto en su teoría de la insuficiencia y en una costra
desvergonzada que oculta el fondo de ternura de su alma; Douviers
esforzándose por alcanzar una talla que no es la suya; el
pastor Vedel con los ojos apretadamente oclusos sobando que
así no le verán a él, creyendo, porque como
dice su hijo es un «convencido
profesional»
; Laura y Paulina obligadas a conceder lo que
no pueden negar; y Bernardo: es el hilo, solicitado por lo azaroso
en el umbral de la novela parece que ha de seguir siempre sumergido
en la aventura, pero su salida -lo anota Eduardo- le ha curado,
agotó en ella sus posibilidades de anarquía y desde
entonces actúa en conservador; frente aquel primer paso
tajante, todos los demás significan su reacción;
sobrepasa la fantasía, y quien estuvo a punto de ser un
segundo Lafcadio es nada menos que un lúcido primer
Bernardo. Siguiéndole se desenreda la madeja, nos queda
entre las manos, redondo y apretado, el ovillo, y él, en lo
caliente, que reposa de su aventura de guía. Sobre el ovillo
queda un hilo, sirviéndole de extremo, punta por donde
comenzar de nuevo el juego; este hilo se llama ahora Caloub.
«No creas que tu verdad puede encontrarla otro;
más que de todo, avergüénzate de esto. Si yo
buscara tus alimentos, no tendrías apetito para comerlos; si
te preparase tu lecho, no tendrías sueño para dormir
en él»
. «Arroja mi
libro»
. Dejémosle pues; de nuevo a correr los
caminos, cruzar los bosques escondidos, donde las aguas parecen
soñar, hacia las aves color de tronco y voz de la
mañana, donde los cielos son claros como hechos de
—54→
espuma o de besos, a recoger los frutos rubios de la vid, el
llanto perdido en las horas distantes, la sombra huida de los
cuerpos tostados como alma o mariposa, saltar el fuego, el olvido,
el más acá, hasta que la fatiga tenazmente hermana n
as deje en el campo así, dormidos, como niños, como
bestias, como dioses.