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ArribaAbajoIII. Pedro Ordóñez de Ceballos


ArribaAbajoEspejo de trotamundos

Estaba a la sazón allí, en Ginebra, un fraile de cierta orden, al que habíamos conocido en Indias, y se había casado, y era bodegonero, el cual nos regaló mucho y enseñó toda la ciudad.


Pedro Ordóñez de Ceballos: Viaje del mundo                


Revueltas andaban las ideas sobre el lenguaje de Castilla en la Corte del rey nuestro señor don Felipe III; casi tan revueltas como las relaciones entre los príncipes de Europa o las de cristianos y moriscos, en la Península. Don Francisco de Rojas Sandoval, duque de Lerma y privado del rey, vestía ya la púrpura cardenalicia con que le había agraciado Su Santidad Paulo V al tener conocimiento del estado eclesiástico abrazado por el de Rojas a la muerte de su esposa.

El último correo de Londres traía una misiva del embajador de Su Majestad para el Duque de Uceda, en la que le contaba los sucesos del Parlamento británico, que al fin se había decidido a convocar el rey Jacobo, después de cuatro años de gobernar sin él. La experiencia había terminado encerrando en la Torre de Londres a los jefes de la oposición, por consejo del Conde de Somerset. De las Indias venían informes sobre continuos descubrimientos y poblaciones, así como del número de infieles que los padres de San Francisco, de la Compañía, y los dominicos y mercedarios, lograban convertir   —42→   para mayor gloria de Dios y riqueza de la Corona en sus nuevas y dilatadas tierras de ultramar.

Por la puerta de Nuestra Señora de Atocha, una mañana de junio de 1614, un clérigo alto, enjuto, con la piel requemada como de largas andanzas bajo sol inclemente, y con un envoltorio bien atado con cintas bajo el brazo, atravesaba la calzada en dirección al hospital nuevo que por la bondad del rey don Felipe II había levantado el maestro Herrera. Sigamos a nuestro clérigo hasta que subiendo por la costanilla de las Trinitarias toma la calle de San Agustín y dobla a la izquierda entrando en la de los Francos que iba del palacio de Medinaceli a la del León. Allí se le ve vacilar, busca en la faltriquera unos apuntes, se cerciora y por fin se interna en un portal de una casa de pobre aspecto, con dos plantas y un balcón en la segunda. Sube las pocas escaleras que le llevan al entresuelo sin gran prisa, se detiene ante la puerta de cuarterones que encuentra en el rellano y hace sonar discretamente el picaporte. Mientras salen a abrirle, examinemos con más detenimiento su aspecto. La primera impresión se confirma: la color de su rostro y la piel de sus manos, anchas y nudosas, nos harían creer en presencia de un párroco rural como de unos cincuenta y cinco años de edad; pero el brillo acerado de sus ojos, el fruncimiento de sus cejas pobladas y el movimiento vivo de su noble cabeza hacia atrás como para despejar la pesadez que el calor seco del día le ha podido prender, no hablan mucho de un clérigo adocenado por la vida tranquila de una aldea. La hebilla de plata que asoma bajo la sotana en su pie derecho, algo adelantado, vibra como atacada del baile de San Vito. Nuestro sacerdote muestra impaciencia más de acuerdo con un hombre de armas, que con un pastor de la santa Iglesia católica. Pone atención a lo que pueda oírse tras la puerta y el sonido de la campana de la capilla de Jesús de Medinaceli, le impide darse cuenta de si salen a darle paso, pero su expresión se dulcifica y hace la señal de la cruz con devoción. Apenas lleva la mano derecha a los labios, la mirilla se abre,   —43→   y sin ver quién le observa, inquiere en voz bastante baja si el amo está en casa. El acento con el que habla es algo ronco, se dijera un andaluz de Jaén, pero al mismo tiempo está como suavizado por larga estancia en Indias.

La puerta se abre tras el ruido de un gran cerrojo al despasarse, chirrían los goznes, y siguiendo a una especie de joven maritornes, recorre un pasillo de paredes blancas, en el que todo el ornamento es una rústica percha de madera oscura y un espejo de Venecia con marco de oro viejo. Ante una puerta entornada, la maritornes dice:

-Mi señor amo, aquí un padre desea ver a vuesa merced.

-Siga vuestra reverencia y sea bien venido, que estoy como criado para servirle -dijo un anciano en quien podemos reconocer al Príncipe de los Ingenios, don Miguel de Cervantes Saavedra, en sus sesenta y siete años.

Nuestro buen sacerdote se adelanta rápidamente para impedir que el anciano se incomode en su recibimiento y explica:

-Bien le ruego que me perdone, mi señor don Miguel, por esta mi audacia, pero la gloria de su fama es la causa desta molestia que vengo a traerle. Y sin pasar adelante, sepa vuesa merced que mi nombre es Pedro Ordóñez de Ceballos, que fui ordenado ya va por más de treinta años por el señor arzobispo de Santa Fe de Nueva Granada, después de haber servido en galeras como alguacil contra los turcos; de alférez y capitán de Indias; de veedor de la flota de Su Majestad, gobernador en Popayán y dado más de una vez la vuelta al mundo, conociendo sus cinco partes: la Europa, el Asia, el África, la América y la Malaganía o tierra desconocida; que de todas mis andanzas he hecho relación sucinta para buen espejo de trotamundos, y que en afanes de impresión ando ahora convenciendo para ello a Luis Sánchez, en cuyas prensas pudiera ser que viera la luz la obra de que os hablo y otra intitulada Cuarenta triunfos de la santa cruz de Nuestro Señor, que en su gloria y loor he compuesto y cuya devoción me ha acompañado   —44→   y salvado de tantas guazabaras en las que me tocó andar.

-Y yo habré de holgarme de que se cumplan vuestros legítimos deseos, mas no acabo de comprender en qué puedo ponerme a vuestro servicio -contestó don Miguel.

-Sí vais a comprender cuando os diga que el renombre de la historia de don Quijote de la Mancha ha sido tal y tan grande mi gusto cuando lo conocí, que por ir en mi compañía aventurera hubo de saber dél el grande Emperador de la China y deseoso de que en un colegio que tiene pensado fundar, se lea castellano, encargome muy reiteradamente que a mi regreso hiciera por veros y suplicaros de ir por aquellas tierras, donde pudierais ser rector del dicho colegio con grande honra y provecho para todos. Y por que no creyereis que es esto producto de mi fantasía, diome esta letra en lengua chinesca que yo os he trasladado a la nuestra, en la que explica sus deseos.

Y uniendo la acción a la palabra, el padre Ordóñez alargó a don Miguel dos documentos, quien leyó el uno no sin cierto asombro y dijo:

-Difícil habrá de serme agradecer al grande Emperador de la China el haber pensado en mi persona para trabajo de tanta honra y provecho, que habrá de serlo pues que vos lo decís, pero ni los achaques, ni los años, ni el trabajo en que estoy, dando fin a la segunda parte de la historia de don Quijote de la Mancha, que un clérigo menos andariego que vuestra reverencia y más envidioso, sin duda, lanzó por el mundo para empañar a mi señor don Quijote y el darle remate pronto a esta segunda parte, me impiden aceptarlo. Pero sí os prometo dar cuenta de vuestro generoso paseo hasta la Villa y Corte en las líneas con que habré de dedicar a mi gran protector el señor Conde de Lemos la aparición de estas últimas aventuras. Y ahora, dígame vuestra reverencia: ¿Tiene en su pensamiento volverse pronto para la Corte del gran Emperador de la China?

-En eso ando, y he solicitado de fray Juan de la Piedad, obispo de China y de Macao, el nombramiento   —45→   de provisor, juez y vicario general de los reinos de Cochinchina, Champao, Cicir y los Laos, y Dios mediante espero embarcar para aquellas tierras de infieles y atraer a la verdadera luz de nuestra santa religión a muchos miles, como ya tuve la suerte de hacerlo con la reina de Cochinchina y muchos dignatarios de su Corte. Que con la ayuda de la sancta cruz, no ha de ser obstáculo mi ignorancia y tibieza.

-Y bien que lo lograréis, que me parece que vuestra suerte, mi señor don Pedro, ha sido en eso de andar por el mundo más afortunada que la mía. En Lepanto dejé, con honra pero sin gran provecho, la vida de la mano izquierda, y quiso mi desventura que cuando caí en manos de corsarios argelinos, durase largos años mi cautiverio, y de allá para acá, de poco valen mis pedimentos, dedicándome a construir con mi ingenio las aventuras que la vida hubo de negarme, y a vos, por lo que me contasteis, os las deparó notables y abundantes. También yo tuve curiosidad de ver las Indias, y ya me veía en la poderosa Cartagena o en Santa Marta, pero un lisiado de poco ha de valer en aquellas tierras, o a lo menos así lo entendieron los que tuvieron en su decisión la de mi vida, y si no es ingrata la charla con un viejo, os ruego no ser ésta la postrer visita, que en siendo vos, seréis bien recibido.

-Yo, por mi gusto, mi señor don Miguel, comenzara ya a narraros mis jornadas en corso, aunque nos despacharon a «tomar lengua»; mi cautiverio a manos de turcos que me libertaron y regalaron; los viajes por Flandes, por la Francia, la Dania y la Inglaterra; mi naufragio en la isla de Bermuda; las andanzas por el río Grande de la Magdalena; mis oficios en Indias y las muchas guazabaras de las que salí con bien, unas veces con los negros cimarrones y otras con los pixaos y demás naciones indias, hasta mi cambio de estado, que no lo fue para darme demasiado descanso, pues ya en él recorrí virreinatos y presidencias, pasé, por voluntad de Dios, a la Malaganía y al Asia, y allí espero como os decía tornar pronto, si la salud, que quiere resentirse, no me   —46→   abandona en cuanto acabe con este pelegrinar de imprentas. Pero si mis amigos, que los tengo, y buenos en la Corte, me consiguen la tasa y el privilegio para este Viaje del mundo que aquí traigo, será grande honra para mí que los ocios que pudiera tener vuesa merced, los distrajera con la letura de mi narración, que en ella nada invento, más bien abrevio, por no resultar de tan prolijo, fatigoso al lector.

-Vaya con Dios vuestra reverencia, y, si de ello es contento, sabiendo que habrá de ser para mí placer y grande la letura de vuestros viajes, con la que creo habré de olvidar las dolencias del cuerpo que aquí me tienen prendido a este sillón.

-Él os guarde y os guíe para deleite de cristianos y el glorioso San Gregorio, cuya medalla en una ocasión me quitó un gravísimo dolor de estómago que más de cuatro años, con excesivo sentimiento, me tenía atormentado.

Y así diciendo, estrecha nuestro buen clérigo la mano diestra de don Miguel, y sale de nuevo a la calle. En la esquina de la del León casi tropieza con otro sacerdote. Se saludan corteses. No imaginaba el padre Ordóñez que se ha cruzado con fray Gabriel Téllez de Girón, cuya última comedia había aplaudido la noche anterior en el Corral de la Pacheca. La Corte era entonces pródiga en ingenios, y el cura trotamundos desaparece con sus manuscritos camino de la imprenta de Luis Sánchez, y bien dispuesto para regalarse luego con unos hojaldres de los que habían ganado justa fama en el horno de la calle del Mesón de Paredes.

Al acabar la lectura del Viaje del mundo de Pedro Ordóñez de Ceballos, que el Ministerio de Educación de Colombia volvió a imprimir en 1942 como el volumen primero de Viajes en la Biblioteca Popular de Cultura Colombiana, viví esta escena que ahora cuento. Abrí el Quijote por la dedicatoria de la segunda parte al señor Conde de Lemos y leí con sorpresa: «... porque es mucha la priesa que de infinitas partes me dan a que le envíe, para quitar el ámago y la náusea que ha causado   —47→   otro don Quijote, que con nombre de segunda parte se ha disfrazado y corrido por el orbe; y el que más ha mostrado desearle ha sido el grande Emperador de la China, pues en lengua chinesca habrá un mes que me escribió una carta con un propio, pidiéndome, o, por mejor decir, suplicándome se le enviase, porque quería fundar un colegio donde se leyese la lengua castellana, y quería que el libro que se leyese fuese el de la historia de don Quijote. Juntamente con esto me decía que fuese yo a ser rector del tal colegio. Preguntele al portador si Su Majestad le había dado para mí alguna ayuda de costa. Respondiome que ni por pensamiento. Pues, hermano, le respondí yo, vos os podéis volver a vuestra China a las diez, o a las veinte, o a las que venís despachado; porque yo no estoy con salud para ponerme en tan largo viaje...». Y pensando en la escena que actuando de cojuelo pude ver, me sonreí de cómo el Príncipe de los Ingenios disfrazaba la verdad al decirla a medias. Y sólo me queda pedir al que ha sacado a luz el primer tomo del Viaje del mundo que no deje para muy tarde la publicación de las páginas que aún quedan por publicar, que todos habremos de ir ganando con ello y podremos decir que en la disputa por el lenguaje que allá por los comienzos del siglo XVII se trabara en Madrid, don Pedro Ordóñez de Ceballos se inclinó sabiamente del lado de los que, siguiendo a Valdés, huían de la afectación para regalo de los que hoy podemos deleitarnos con su prosa fluida y sencilla.

Bogotá, abril 1942.





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ArribaAbajoIV. La Condesa de Soissons


ArribaAbajoUna intriga en la Corte del rey Carlos II

El 25 de abril de 1686 las puertas del gabinete regio de Madrid se abrían para conceder audiencia privada a Olimpia Mancini, condesa de Soissons y sobrina del cardenal Mazarino, después de un complicado incidente protocolario, promovido por Olimpia, que se había negado a vestir de negro para la entrevista, como exigían las rigurosas leyes de la etiqueta palaciega, temiendo que su proximidad a los cincuenta años padeciese, al despojarse de sus encajes, terciopelos y brocados, con los que todavía conseguía defender su belleza ya un tanto pasada.

Los reyes mostraron, deliberadamente, toda su frialdad en la breve audiencia. Y mientras la reina María Luisa le hacía las indispensables preguntas de cortesía, pudo Olimpia darse cuenta del cambio operado en aquella princesita espiritual y alegre que bailaba siete años antes en el palacio de Nevers, al despedirse de la Corte de su tío Luis XIV de Borbón para sentarse en el Trono de España. Los grandes y expresivos ojos de la entonces Petite Demoiselle nada tenía de común con la mirada triste y huidiza de la reina de las Españas. Los largos cabellos que en París formaban recogidos bucles, pendían ahora a la moda española, siluetando el rostro marfileño que las penas, los temores y la ansiedad habían alargado y endurecido. El ambiente denso y sórdido de la Corte de Carlos II había impreso profunda huella en las facciones de María Luisa de Borbón y Orleáns.

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Quedaban muy lejos los únicos recuerdos gratos de la reina a su llegada a la capital de las Españas. Su brillante entrada el 13 de enero de 1679, cuando montada en brioso caballo andaluz que llevaba de la brida su caballerizo mayor el Marqués de Villamagna, y tocada con precioso sombrero de plumas blancas en el que destacaba la maravillosa perla «Peregrina», se detuvo a saludar al rey y a su madre que presenciaban el desfile desde los balcones del palacio de Oñate; cuando escuchaba embelesada el tedeum que en la iglesia de Santa María dijera el cardenal Portocarrero y pasaba por debajo de los hermosos arcos triunfales levantados en su honor, y cuando en el salón del trono toda la Corte le había rendido pleitesía y besado su mano. Le parecía un sueño el recuerdo de las fiestas reales de toros celebradas pocos días después en la plaza Mayor, que había sido reconstruida por los cuidados del rey don Felipe III y bajo la dirección del arquitecto Juan Gómez de la Mora, sesenta años antes de su llegada a España. La suntuosa plaza, en la que se habían gastado novecientos mil ducados, sirvió de marco a la más animada fiesta con que el rey su esposo quiso obsequiar a María Luisa.

La presencia de Olimpia Mancini, al recordarle el baile de su despedida, trajo de nuevo a la memoria de la reina los detalles y las incidencias de la fiesta real de toros en la plaza Mayor. Volvía a ver los amplios balcones desde donde presenciaban el espectáculo los cinco Consejos de la Corona, las autoridades de la Corte, las embajadas de toda Europa, los grandes de España y los títulos de Castilla. Recordaba los reposteros y las colgaduras que los decoraban lujosamente y a la multitud aclamándola con entusiasmo. Oía otra vez las músicas y presenciaba el desfile de los caballeros, siguiendo a los seis alguaciles suntuosamente ataviados, que habían atravesado la plaza para ir a buscarlos. Ante ella se aparecían las sonrisas que le dirigían las damas de la Corte cuando recibían los bolsillos de ámbar llenos de monedas de oro con los que de parte de los reyes se les obsequiaba y distinguía, y veía como si los tuviera   —50→   presentes a todos los caballeros en plaza: al elegante Marqués de Camarasa; al Conde de Ribadavia, espléndido jinete; al Duque de Medinasidonia, resplandeciente como un ascua, y al joven Conde de Königsmark, que no queriendo quedar peor que los demás caballeros españoles, a pesar de ser sueco, había presentado la más brillante de las comitivas de doce caballos enjaezados y seis mulas cubiertas de gualdrapas de terciopelo bordado en oro. El espectáculo en verdad le había impresionado. Cada caballero llevaba cuarenta lacayos con vestidos exóticos, y el desfile, antes de retirarse a las barreras, había sido un prodigio de riqueza y de colorido. La reina era la primera vez que presenciaba lances de toros y sus ojos se habían entusiasmado al ver la destreza y habilidad con que clavaban los rejones Ribadavia y Camarasa quebrando el mango y sacando el caballo de la suerte mientras los gritos de entusiasmo de la gente les pagaban de su valentía. Pero la mayor impresión la había recibido al ver aguantar una tremenda embestida del primer toro al Conde de Königsmark que, menos hábil, ya que no menos valeroso, no había querido huir, rodando por los suelos caballero y caballo, siendo aquél gravemente herido y salvando la vida gracias a la pronta intervención de uno de los peones vestido de moro que al ver en peligro al caballero sueco, metió una muleta, atrajo hacia sí al toro y clavándole la espada hizo rodar muerta a la fiera. María Luisa se había cubierto los ojos con las manos. Cuando tímidamente dirigió la vista al lugar del incidente, el diestro que había acabado con el toro, mostraba en la mano una bolsa de doblas de oro que el soberano le acababa de arrojar como premio a su acción. Entretanto el noble sueco había sido retirado de la plaza, y la fiesta continuaba con la salida del toro siguiente.

Pero en el recuerdo vertiginoso de aquellas escenas vino a mezclarse el de otra ocasión -año y medio más tarde- con el mismo escenario. El rey ya no era el mismo para con ella, y a pesar de que le había manifestado a Carlos su deseo de no asistir al auto de fe que iba a   —51→   celebrarse en la plaza Mayor el día 30 de junio de 1680, había tenido que soportar doce mortales horas presenciando el horrible espectáculo. Ya entonces, como ahora, la sonrisa había desaparecido del rostro de la joven reina, a la que examinaba inquisitivamente la Condesa de Soissons.

Olimpia, voluptuosa y amena en su conversación, se retiró, advirtiendo que sería necesario desplegar la máxima habilidad para vencer la desconfianza de la reina hacia su persona. Pero el obstáculo era siempre un incentivo para la intrigante condesa, y el ofrecimiento del Gobierno de Flandes, que el embajador Mansfeld la había insinuado, si salía con bien de la tarea de inclinar a una Borbón del lado del Emperador de Austria, la dispusieron a vencer todas las resistencias. Además el recuerdo de Margarita de Parma que, antes que ella, había gobernado a los flamencos, animaba a la astuta cortesana.

Calma, sangre fría y tesón fueron siempre las principales armas de la Condesa de Soissons en la consecución de sus propósitos. Humilde unas veces y altanera otras, según las circunstancias lo aconsejaban, se fue adueñando del espíritu de la reina María Luisa, a pesar de que ésta, con clara intuición, había presentido en ella a un agente de Mansfeld.

Las rancias damas de la Corte velan con repugnancia la intromisión de la aventurera francesa en la alcoba de la reina. Pero las preocupaciones internacionales de Luis XIV de Francia vinieron a favorecer los planes austriacos. La reina María Luisa acariciaba hacía tiempo la ilusión de una entrevista entre Carlos II su esposo y Luis XIV su tío, convencida de que podrían en ella limarse las asperezas que separaban en aquellos momentos a los dos monarcas. Se había convenido ya, aprovechando el mal estado de salud de Luis XIV, que éste realizaría un viaje al balneario de Barèges y, si Carlos no podía reunirse con él, María Luisa acompañaría por unos días a su tío, para ponerle al corriente de las maniobras austriacas en los recovecos del palacio   —52→   de Madrid, y recibir allí instrucciones que pudieran servir para evitar la guerra entre España y Francia, temida por la pobre reina hacía tiempo. Mas las cosas no pudieron desenvolverse a medida de los deseos de María Luisa, y Olimpia, deshaciendo la labor del embajador de Francia, Feuquières, que trataba de animar a la reina asegurándole que seguía contando con el cariño de Luis XIV, logró llevar al ánimo de la desdichada soberana el convencimiento de que había sido abandonada de los suyos y entregada por ellos a la camarilla de María Ana de Austria y del emperador Leopoldo.

Aprovechó la de Soissons la coyuntura favorable, y cuando vio a la reina suficientemente desilusionada, le hizo creer que su padre, el Príncipe de Orleáns, había recibido el encargo de Luis XIV de venir a Madrid para envenenar a su yerno Carlos II, al que a pesar de todo seguía amando María Luisa. Al mismo tiempo lanzaba por Madrid la profecía de que el rey tendría, de una segunda mujer, al cumplir los veinticinco años (el 6 de noviembre del año que corría) un heredero que vendría a calmar las inquietudes del pueblo y de la Corte que presentían guerras y males para la patria, si moría el monarca sin sucesión directa. La profecía llegó a oídos de la reina y sus temores y sobresaltos aumentaron de tal modo, que no pudo ocultarlos a Feuquières, quien inmediatamente puso a Luis XIV en guardia contra la maniobra que se cernía sobre la reina, ocultamente dirigida por los peones de Mansfeld en ventajosa posición, y del peligro que podía significar para la apetencia sucesoria de Francia, el éxito de la intriga austriaca, llevada a buen puerto por la aviesa habilidad de la sobrina de Mazarino.

Olimpia no perdía su tiempo. En cuanto vio el terreno preparado y la ocasión propicia, destapó sus cartas y pudo convencer a María Luisa del abandono absoluto de su tío, que la había sacrificado siempre a los intereses de su política, abandonándola después, por desesperada que su situación fuese. Le brindó, en cambio, la protección del emperador austriaco, de María Ana, la madre   —53→   de Carlos II, de Mansfeld y de Oropesa, el primer ministro, en contra de todos sus enemigos ocultos, si se decidía a secundar sus planes.

Todo parecía resuelto y sus sueños ambiciosos de mando se acercaban a la realidad cuando de pronto una carta de Luis XIV, presentada personalmente por Feuquières al rey, diciendo que si algo le ocurriese a la reina habría de tomarlo como si le sucediera a una hija, vino a quebrar la jugada de la condesa. La reina, en su reacción, se negó a admitirla más en su intimidad, y Mansfeld, para quien sólo el éxito contaba, se negó asimismo a premiar los servicios de su agente secreto.

* * *

Dos años apenas bastaron para agotar las veinte mil onzas que Olimpia había llevado en letras sobre Madrid. Su tren de vida escandalosa había dado buena cuenta de aquella fortuna. En su palacio era permanente la orgía desde las seis de la tarde hasta las horas de la madrugada en que se retiraban los más indeseables galanteadores de la Corte. Entretanto se decía en Madrid que la condesa se había casado secretamente con el Príncipe de Parma. Feuquières, el viejo y fiel embajador de Luis XIV, moría en la miseria el 5 de marzo del 88 y hasta el 2 de septiembre no llegaba a la Corte el Marqués de Rebenac, designado por el Rey de Francia para sucederle. Durante los seis meses que regentó interinamente la embajada Le Vasseur, la reina, aislada en palacio, cuidaba de la salud precaria de su marido a quien en varias ocasiones se creyó agonizante. El desdichado rey Carlos estaba convencido de que la Condesa de Soissons le tenía embrujado y que a ello se debían sus enfermedades. El Conde de Oropesa, dispuesto a mantener su privanza, decidió utilizar los servicios de Olimpia y cuando el rey quiso alejarla de la Corte y le hizo saber que se le regalaría el castillo de Trevernes y una renta decorosa para que se trasladase a Bélgica en un dorado destierro, la condesa se humilló ante la reina pidiéndole   —54→   que no se la alejase de Madrid. María Luisa aconsejó a la Soissons que acatase la voluntad real, desatando la más horrenda de las furias en la intrigante cortesana, que juró a Oropesa vengarse de María Luisa, de Rebenac -el reciente y joven embajador de Francia- y de Luis XIV, a quien nunca había perdonado por su destierro de París.

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Poco tiempo más tarde la reina fue víctima de un benigno ataque de viruela, que quisieron aprovechar sus enemigos para separarla totalmente de su esposo. La reina madre, María Ana de Austria, llegó a impedir que una vez recobrada la salud de su nuera, Carlos II, que ardía en deseos de verla, pudiera hacerlo diciéndosele para ello que tras la viruela, que ya la había desfigurado bastante, se le habían presentado unas llagas de aspecto repugnante. Cuando los esposos lograron de nuevo reunirse, con sorpresa y con ira comprobó Carlos que María Luisa se había librado de su enfermedad sin una sola señal en su cuerpo y con mejor aspecto que nunca. María Luisa supo utilizar en favor de un mejoramiento de las relaciones entre Francia y España, amenazadas por Austria, el influjo adquirido sobre el débil rey. Pero en su alegría volvió a admitir la presencia en palacio de Olimpia Mancini, que le hizo las mayores protestas de devoción y amistad.

La obsesión sucesoria del rey en su reconciliación con María Luisa le hizo creer que en breve la reina iba a darle descendencia, y el convencimiento, en enero de 1689, de que su pensamiento había sido pura ilusión, fue aprovechado por Oropesa y la reina madre para obligar a la infeliz María Luisa a ingerir toda suerte de drogas en remedio de la esterilidad. La reina se aterra. Comunica al embajador Rebenac los temores cada vez mayores de ser envenenada y le ruega angustiada que pida a París en prevención, el envío de contravenenos. Esto ocurría el 24 de enero del año de gracia de 1689.

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El 8 de febrero siguiente, la reina dio su habitual paseo a caballo por el monte de El Pardo. A su regreso, la Condesa de Soissons le ofrecía un apetecible plato de crema de leche helada. Olimpia estuvo como nunca de cariñosa con la soberana. Hablaron de París con la añoranza de los diez años de ausencia. María Luisa pasó un rato agradable pleno de recuerdos, olvidando por un momento sus temores y sus preocupaciones, y la de Soissons se retiró para recibir en su casa un gran grupo de invitados entre los cuales figuraban varios amigos y consejeros de Oropesa.

Al día siguiente, a tiempo que se conocía en Madrid la fiesta suntuosa de Olimpia donde el champaña había corrido con singular esplendidez, comenzaba a circular de grupo en grupo la noticia de que la reina era víctima de un horroroso ataque de cólera. Rebenac se dirigió a Palacio alarmado por las confidencias que días antes le había hecho María Luisa, y porque desde París no habían llegado los remedios solicitados con premura. Vano intento el de ver a la soberana. So pretexto de que el protocolo impedía ver a la reina en su lecho, el embajador francés tuvo que volverse sin hablar con ella. ¡Dramática correspondencia la de Rebenac con Luis XIV en aquellos días tenebrosos en que la intriga triunfaba después de siete años de lucha solapada!

El viernes 11, la enferma da gritos espantosos por las horribles quemaduras que siente en el estómago. El médico de cabecera, un italiano, no toma medidas de ningún género para combatir el mal, y cuando Rebenac, enérgico en su petición, consigue entrar a la alcoba de la enferma, dice al médico: «Actúe usted como si la reina hubiera sido envenenada. Sé por qué lo digo.» Bassenne, en su estudio sobre la vida de María Luisa, analiza, con auxilio de autoridades en toxicología, los efectos del arsénico y la semejanza de los síntomas con las manifestaciones externas del cólera. Pero en Madrid no había epidemia de cólera en febrero de 1689, y el Marqués de Rebenac, cuando la reina hubo expirado, después de   —56→   perdonar a sus enemigos, solicitó, sin obtenerlo, el permiso de enviar a la autopsia varios médicos de su confianza.

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Por los montes de El Pardo, camino de El Escorial, que había visitado recién llegada al Trono de las Españas, avanzaba un día frío de febrero a lomo de mulas la envoltura carnal de María Luisa de Borbón y Orleáns, seguida por su camarera mayor en traje de dueña, y por el cortejo oficial seco y hierático que la acompañaba al panteón mandado levantar por Felipe II para las reinas españolas.

Quince meses más tarde, la desgracia de Oropesa en su condición de valido lanzaba de nuevo por el mundo a Olimpia Mancini, que imploraba a Vidame d’Esneval, embajador de Su Majestad Cristianísima en Lisboa, la protección del Rey de Francia para que se le permitiese embarcar en la capital portuguesa. D’Esneval comunicó la nueva a Luis XIV y aunque éste se había abstenido por política de reclamar por el asesinato de su sobrina, el silencio y el desprecio fueron -como dice Bassenne- la venganza del Rey Sol contra la víbora venenosa.





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ArribaAbajoV. El capitán Mitrovich


ArribaAbajoHistoria del primer vapor colombiano. 1825

Desde el Alto Perú hasta el oriente de Venezuela, los patriotas sentían el orgullo de la victoria de Ayacucho. El año de 1824 había terminado, marcando el ocaso definitivo del poderío colonial de la Corona de Castilla. Las guerras de independencia habían lanzado a la Gran Colombia a la adquisición de una escuadra con la que oponerse a las fuerzas de mar españolas. El empréstito extranjero acordado por el Congreso Constituyente de 1824 se invertía rápidamente en la compra, en ocasiones desafortunada, de fragatas, goletas y cañoneras que consumieron 1.243.589 pesos. La quiebra de Goldschmidt y Compañía, y las dificultades para pagar el cuarto dividendo del primer empréstito dieron lugar a que numerosos almacenes de Venezuela y Ecuador se llenasen de toda clase de pertrechos marítimos. Cadenas, anclas, cordajes, alquitrán para calafateos, jarcias, etcétera, dormían envejeciendo y perdiendo precio; pero la fiebre por los negocios de mar se extendía por todas las costas atlánticas y pacíficas de la Gran Colombia.

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En los puertos ingleses, algunos enamorados del nuevo método de propulsión para las naves, reñían una de las más oscuras y tenaces batallas para iniciar compañías marítimas de navegación a vapor que permitieran la regularidad de las comunicaciones, sometidas   —58→   hasta entonces a la volubilidad de los vientos, principalmente en la travesía transatlántica hacia la que volvían sus ojos los grandes comerciantes de la vieja Europa. El capitán Mitrovich, rudo y experto marino letón que hacía años venía cruzando las aguas difíciles que separaban el Viejo y el Nuevo Continente, aparejaba su goleta Telica y preparaba su pacotilla en el puerto de Liverpool, dispuesto a hacer pronto rumbo a la América española. En su cabeza terca se forjaba el proyecto de establecer con su pequeño buque una línea de pasaje y carga entre los puertos del Pacífico, y el nuevo método de propulsión del que le había hablado con entusiasmo William Wheelwright, que andando el tiempo tenía que fundar la Steam Pacific Navigation Company, le hacían acariciar la idea de transformar su goleta en un flamante barco de vapor.

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Siete meses después, en febrero de 1825, la goleta Telica sufría una profunda transformación. Mecánicos y herreros, escondidos en las entrañas del barco y bajo la dirección personal del capitán Mitrovich, se ocupaban activamente en dotar al buque de las máquinas necesarias para que las velas reposasen en su incesante trabajo de arrastrar la nave. La escena ocurría en el puerto de Guayaquil, donde las tradiciones marinas no se interrumpieron desde los primeros días de la conquista. El puerto del Callao era ya el único reducto de las fuerzas peninsulares y en él pretendía sostenerse Rodil en un desesperado esfuerzo de energía estéril.

El capitán Mitrovich había conseguido ya en diciembre, a punto de terminar las reformas de su pequeña nave, el abanderamiento colombiano, y las noticias que llegaban del Callao, presagiaban una pronta capitulación de los defensores que desde el mes de mayo conocían los dolores del hambre y del racionamiento y en donde el escorbuto hacía estragos causando más de seis mil bajas. Un viaje al Callao con mercancías de primera necesidad se presentaba como un excelente   —59→   negocio, y además permitía el traslado de unos veinte pasajeros que esperaban la rendición de Rodil para unirse algunos con sus familiares, de los que se hallaban aislados desde hacía más de un año.

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El día 7 de febrero de 1826, las primeras luces del amanecer sorprendieron al puerto de Guayaquil en plena actividad. Sobre el puente del Telica el capitán Mitrovich vigilaba los últimos preparativos. Como quienes fueran a emprender una aventura que no dejaba de ser extraordinaria, los pasajeros, acomodados en la popa del barco, daban grandes voces que ahogaban los escapes estruendosos del vapor, calmando la ansiedad de los parientes que quedaban en tierra con los ojos llorosos y llenos de temor, por los atrevidos deudos que se embarcaban en aquel ruidoso bajel, en el que se aseguraba podrían llegar a Guayaquil en doce días, aunque el viento se negara a rizar las aguas del Pacífico. Casi todos los pasajeros eran comerciantes, impacientes por ver sus mercancías vendidas a buen precio entre los desgraciados habitantes del Callao, hambrientos y necesitados por el prolongado asedio. Sólo cuatro de entre los arriesgados viajeros iban movidos por el deseo de reunirse con su familia. Por la larga y estrecha chimenea del Telica un humo espeso y negro acreditaba el fuego que ardía en las entrañas de la embarcación. Silbidos horrísonos asustaron a los curiosos que presenciaban la salida, cuando el capitán Mitrovich ordenó avante a las máquinas, después de haber recogido el ancla. Alegremente el capitán ordenó a uno de los marineros, llamado Thomas Jump, que le subiera de su cámara al puente un vaso de whisky. El sol recortaba sobre la cubierta de popa de la nave la espesa columna de humo, que al contraste parecía aún más larga. Se había iniciado el primer viaje en barco de vapor partiendo de tierras colombianas y el pabellón tricolor de los libertadores ondeaba con gallardía prendido al asta que asomaba   —60→   por sobre la balconada de la brillante popa recién pintada.

Aún no llevaba el Telica nueve horas de navegación y una neblina espesa obligó al capitán a separarse de la costa para evitar los bajos. Uno de los comerciantes se percató del rumbo y formuló su primera protesta señalando el peligro que sus vidas podrían correr alejándose de la tierra firme. El capitán Mitrovich trató de calmarlo haciéndole comprender que precisamente de aquel modo era como evitaba el principal riesgo del viaje, ya que la mala visibilidad le impedía reconocer las señales de la costa y de no adentrarse en la mar era fácil embarrancar, con el consiguiente daño para todos. Toda la noche hubo de navegar con precaución. La niebla era cada vez más espesa. Las luces de situación apenas se distinguían desde cubierta, y Mitrovich tuvo que reducir el corto andar del buque. A los cinco días de viaje, sin salir de la niebla, el ánimo de los pasajeros se había ido entenebreciendo. Los tripulantes comenzaban ya a poner malas caras. Mitrovich, parte por contrarrestar los efectos de la neblina en sus largas jornadas sobre el puente de mando, cuanto para disipar los efectos de las constantes protestas del pasaje, que no cesaba de refunfuñar y de quejarse, acudía con frecuencia al consuelo de llamar a Jump y hacerse servir la botella de whisky que cada día había que rellenar dos veces del barril que guardaba en su cámara. De las seiscientas ochenta millas que debía recorrer, apenas si había vencido la tercera parte. El combustible se agotaba más de prisa de lo que se calculara y el humor del capitán Mitrovich comenzaba a encontrarse más negro que el denso humo que salía por la chimenea del Telica. Por si era poco todo esto, al séptimo día se les presentó fuerte viento del Sur que al levantar la mar y obligar a forzar el andar, disminuía rápidamente las carboneras. Sin embargo, Mitrovich se había negado sistemáticamente a dar explicaciones sobre lo que faltaba del viaje a las continuas y destempladas quejas de los viajeros que amenazaban con exigirle apenas llegasen al puerto de destino   —61→   la devolución del importe de sus pasajes que habían pagado a más del doble del precio ordinario por la «seguridad» de acortar la travesía en una tercera parte.

Así las cosas, al despuntar el 18 de febrero, y ya con tiempo abierto y despejado el Telica, quemando los últimos residuos de combustible, después de haberse ayudado casi durante dos días con las velas, enfilaba el puertecillo de Huarmey, al que llegaba en las primeras horas de la tarde. A pesar de la prohibición de Mitrovich, los pasajeros, situados todos en la proa del buque, trataban de distinguir las casas del puerto que calculaban no era otro que el del Callao. El mismo comerciante que había formulado la primera protesta y que al acercarse a tierra iba recobrando el valor que le faltaba mientras sólo veía aguas profundas a su alrededor, se dio cuenta de que arribaban a otro puerto. El escándalo fue mayúsculo. Secundado por la mayoría de sus compañeros de aventura, abrumaron al capitán con invectivas y amenazas. El viaje era, en opinión del pasaje, una verdadera estafa. El capitán había jugado con su plata y con sus vidas de una manera innoble. Todo tenían que arreglarlo las autoridades del puerto del Callao, si es que alguna vez lograban llegar a él. Mitrovich hacía gigantescos esfuerzos por conservar la calma que notaba se le estaba agotando por momentos. ¡Y le faltaban aún por cubrir, una vez hubiera hecho provisión de leña para las calderas, más de ciento cincuenta millas! Llamó rápidamente al contramaestre y le ordenó anclar un poco afuera del abrigo, para evitar la desembocadura del río Huarmey, enviando en un chinchorro a Thomas Jump para averiguar si podría encontrar con facilidad el combustible que le era indispensable y preparar la carga para las primeras horas de la mañana siguiente. Apenas hubo dado fondo a las anclas y salido Thomas Jump, la indignación de sus pasajeros no tuvo ya límites y acaudillados por el sempiterno descontento se presentaron en la cámara de Mitrovich, cuyos ojos enrojecidos por el alcohol y por la ira, los miraron amenazadores.

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-Capitán, esto ya es intolerable -dijo con voz campanuda el negociante adoptando una actitud insolente-; hace más de tres días que debíamos de haber llegado al Callao y ahora resulta que este puerto que tenemos a la vista no sabemos cuál es. Usted más que marino es un pirata y exigimos saber a dónde nos lleva en este barco infernal.

-Conque infernal, ¿eh? -barbotó Mitrovich descompuesto-. Pues si es infernal, será al infierno a donde vayan -añadió iracundo. Y uniendo la acción a la palabra, desenfundó un enorme pistolón que llevaba a la cintura y apuntando rápidamente a un barril de pólvora que se encontraba en un ángulo de la cámara, soltó un pistoletazo que al incendiar el contenido produjo una espantosa explosión. El buque dio un salto violento. La cámara saltó hecha pedazos y confundidos con ellos, salieron disparados por el aire capitán y pasajeros. Thomas Jump oyó el estampido, fijó la vista en el barco y apretó fuerte las remadas para llegar cuanto antes a tierra. El Telica envuelto en llamas, ardía como una tea. Aún vio caer el palo de mesana e inclinarse la pobre nave sobre su costado de estribor, para hundirse lentamente hasta la línea de cubierta. Allí el fondo arenoso de la bahía le permitió reposar, asomando su larga chimenea pintada de negro. Cuando saltó a tierra, unos cuantos pescadores le rodearon alarmados. La mar, como si quisiera acompañar los pensamientos últimos del capitán Mitrovich, se encrespó de repente y una fuerte lluvia apagó los restos del Telica que aún emergían de la superficie. El asta requemada se levantaba en popa. Orgullosa de haber hecho ondear sobre las aguas del Pacífico la bandera tricolor de Colombia en un barco de vapor, no se resignó pronto a desaparecer.





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ArribaAbajoVI. Pierre d’Espagnat


ArribaAbajoDon Pedro el francés

Llegar a Bogotá desde el Terminal marítimo de Barranquilla, cómodamente sentado en un Douglas, en una travesía de menos de tres horas, está al alcance de cualquier turista. Salir de Bogotá en un rápido y moderno autoferro, hasta Ibagué, pasar en pocas horas el Quindío, dormitando en un carro, y continuar en ferrocarril hasta Buenaventura para alejarse luego de Colombia y anotar un país más en la lista de los recorridos, no es tampoco proeza de mucha monta. En el viaje de subida a la capital se puede ver una gran mancha verde que es la selva, nubes abundantes como en cualquier atmósfera de cualquier lugar del globo, los meandros del río Magdalena, empequeñecido por la distancia a que se vuela, cadenas de montañas un rato y el bello panorama vertical de la sabana de Bogotá que dice al viajero el final de su vuelo. No es mucho para quien apetezca sensaciones fuertes. Probablemente horas después, el huésped de la capital se encuentre por la calle Real con un muchacho sano, robusto y amable. Pasará por su lado sin saber que es el piloto gracias al cual salvó dificultades y distancias, mientras él, el pasajero, leía una revista, hacía un crucigrama, o rezaba in mente si su viaje era de «bautismo del aire». Y es también posible, que al regreso a su tierra, acosado a preguntas por amigos, incitado a relatar sus aventuras en «el trópico», se decida a publicar unas cuantas fantasías, estrujando de su memoria lo que escuchó contar,   —64→   adulterado por la necesidad de ofrecer emociones a sus lectores.

Y sin embargo el libro de viajes honradamente hecho es la mejor guía para el que quiera conocer a fondo el paisaje y el alma de un pueblo. El año 1913 decía don Antonio Gómez Restrepo en el prólogo al interesante libro del doctor Peña, Del Ávila al Monserrate (Por el Magdalena arriba): «La perla de estos libros es sin disputa, el del malogrado e insigne escritor francés D’Espagnat, Souvernirs de la Nouvelle Grenade, obra de un observador y de un artista, que supo descubrir y apreciar aspectos interesantes y matices muy delicados tanto de la naturaleza física como del carácter, de las costumbres, del espíritu nacional y especialmente de la ciudad de Bogotá. D’Espagnat era, con la pluma, un delicioso paisajista, y si la muerte no hubiera cortado tan pronto su carrera, es de creerse que hubiera aprovechado la rica mina de sus recuerdos y apuntes para otros trabajos análogos, en los cuales hubiera dado prueba de la simpatía que le inspiraba el país. Su muerte prematura fue, pues, una desgracia para Colombia.»

Gracias a la iniciativa de Germán Arciniegas desde el Ministerio de Educación de Colombia, este libro, escrito el año 1898, ha sido traducido al castellano y aparece como el tercer volumen de la serie de Viajes de la Biblioteca de Cultura Popular Colombiana.

Mientras la lluvia caía, como el día de agosto de 1897 en que D’Espagnat divisó por vez primera Bogotá, y teniendo tras los cristales de mi despacho la maravillosa vista del Monserrate y el Guadalupe separados «por el corte colosal del Boquerón», comencé la lectura de los Recuerdos de la Nueva Granada. Medio siglo había corrido desde que el joven viajero francés vino a Colombia con los ojos y el corazón bien abiertos para que otros pudieran gozar las emociones hondamente sentidas y bellamente escritas por él. ¡Cuántos colombianos ilustres de hoy serían sus amigos en sus jornadas santafereñas! Cuántos conversarían con D’Espagnat siendo muchachos, oyendo con cierta envidia sus correrías por   —65→   el África ecuatorial y sus proyectos inmediatos para adentrarse por los Andes, visitar las minas, navegar por los infinitos ríos de esta tierra y andar a pie y a caballo por los caminos y vericuetos de la Nueva Granada que abrieron los conquistadores. Y yo iba degustando las páginas de sus recuerdos, con ese placer casi morboso de oír el repicar del agua en los cristales, confortablemente reclinado en un amplio sillón y viviendo al mismo tiempo las inclemencias, los peligros de la cordillera, los escalofríos de la fiebre y la poesía de una puesta de sol, frente al nevado de Tolima.

Veía a D’Espagnat, como lo describe Carlos Rodríguez Maldonado, que fue su amigo y es hoy el prologuista de la edición castellana, con su bigote de mosquetero, lacio por el temporal de aguas, chapoteando por las llanuras de la Plana del Magdalena, bajo su gran chambergo que logró salvar en los peores pasos, detrás de su admirable y fiel espolique Alejandrino Góngora, el incansable andarín tolimense de Ibagué, sufrido, valiente y modesto, que al cabo de los años contaría a sus hijos sus andanzas con don Pedro el francés, cuando provistos ambos de batea y carriel se lanzaron a los baldíos próximos al río La Miel «al azar de los cateos, como hacen los mazamorreros». Y el instante horrible en que al pasar un rápido con enorme crecida, los bogas se asustaron abandonando la difícil maniobra y comenzando a rezar a la virgen del Carmen, recorrieron un kilómetro aguas abajo en treinta segundos sin que nada les sucediera.

Lo más extraordinario para el lector actual del libro de Pierre d’Espagnat es el salto prodigioso que el país ha dado en los años transcurridos desde que él escribiera aquellas bellas páginas y la Colombia de hoy. El año 1897, desde Honda era preciso subir a lomo de mula por Guaduas, el Campamento del Vergel, Villeta, Los Alpes, Agualarga para llegar a Facatativá donde el tren recorriendo la sabana dejó a D’Espagnat en Bogotá. El año 1913 se subía ya de La Dorada a Beltrán en tren, de Beltrán a Girardot por el Alto Magdalena en   —66→   barco fluvial, y de Girardot a Bogotá de nuevo en ferrocarril. Hoy de La Dorada a Bogotá se sube en unas horas muellemente recostado en un sillón extensible. La mayor parte de los caminos y trechos que hubo de recorrer el autor de Recuerdos de la Nueva Granada, acompañado de la que él llama «la canción del camino», el clás-clás monótono del casco de la cabalgadura al sacar la mano del fango, son hoy carreteras que permiten rápido viaje en automóvil. Las montañas se han acercado; sobre los ríos, puentes de cemento y metálicos unen sus orillas, que entonces durante el invierno, las lluvias mantenían separadas y peligrosas para el vado, y las cambiantes rápidas del paisaje hacen que el turista pierda perspectivas de la que D’Espagnat hizo descripciones maravillosas empapándose paso a paso en lenta andadura de su caballo, de cada piedra, de cada rincón, de cada picacho. Ya en pocos lugares se encuentra una tan bella y pintoresca escena como la que pinta de su arribo al Campamento del Vergel: «A toda prisa se encienden las velas en la posada, oyéndose el ruido de la loza removida y las voces de la patrona que dominan la zarabanda de las cacerolas, se ve salir el humo por el tejado, se ven entrar balando las ovejas en la sombra gris del establo y se oye chirriar su cierre de madera, y a la vez, de todas partes, de los escondrijos de las sombras, salen ruidos impresionantes, inacabados, propios de este silencio sin igual, el augusto sueño de la montaña.»

Y en Bogotá, apenas entonces una tercera parte de lo que es hoy, Pierre d’Espagnat se estacionaba apoyado en el bastón, con chistera y una orquídea en el ojal de la solapa de la levita, en alguna esquina de la calle Real, para ver desfilar a la salida de misa de San Francisco o de la Tercera, a las bellas muchachas santafereñas que tan honda impresión causaron en su espíritu, y recogerse después por la de Florián al Hotel Europa a anotar en su diario las impresiones de la jornada y a leer las crónicas de El Correo Nacional o de El Autonomista. Sus deliciosas observaciones sobre la sociedad bogotana:   —67→   «No quisiera ver perder a las bogotanas, por un espíritu de imitación insuficientemente aquilatado, esa distinción personal y encantadora que tienen»; o sobre el ambiente de la ciudad: «Este antiguo nido de águilas os acapara, os subyuga con una infinidad de detalles insignificantes, de indefinidas percepciones, de matices espirituales, y, un poco también por esa especie de melancolía provinciana de que todo está revestido, por la luz, que es aquí más gris, que está más matizada, por un ambiente de ensimismamiento extendido uniformemente sobre el cielo, sobre las piedras y sobre el fondo conventual de los Andes.» Y así, percibe en las cortas semanas que pasa en la capital, lo mejor de su espíritu, y en los diez meses que duraron sus correrías por Colombia, aprende a conocerla y a amarla en la Plana del Magdalena y en los Andes del Oro y en Santa Marta y en Cartagena. Pero sus recuerdos más fuertes, los que sin necesidad de las notas de viaje se graban en su alma bohemia, son los momentos prodigiosos en que frente a la naturaleza ciclópea de esta tierra cruzada por los tres grandes espinazos de los Andes, recoge en su retina la gama de colores calientes como el canto de los turpiales, o escucha en las quebradas el bullicio de las aguas tumultuosas que unas veces son las del Guali y otras las del Saldaña, el Cucuana, el Samaná, el Mauro, el Manso, el Nemá o el La Miel, en el que estuvo a punto de perecer; o se extasía ante la cumbre del Gigante o del Barragán o de la Muela del Tolima. De aquí que, cuando el barco larga anclas en Cartagena rumbo a Jamaica y a Nueva York al ver alejarse con el contorno de la vieja Cartagena de Indias la silueta alta de La Popa y el campanario de San Francisco, diga en su última página: «Se querría retroceder, se querría no marcharse aún del todo.» Y siente una tristeza dulciamarga, que le revela, al perderla de vista, la ternura que profesaba a esta tierra vislumbrada por vez primera desde aquel mismo mar, tan sólo diez meses atrás.







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ArribaAbajoEspaña, botín eterno

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ArribaAbajoI. Alborada del Corso en Indias


ArribaAbajoEl destino del «Samson». 1527

Aguas abajo avanzaban por el estuario del Támesis, todavía cubierto en la madrugada por la fresca neblina que intentaba desgarrar un indeciso sol de primavera, dos bajeles armados: el Samson, de doscientas cincuenta toneladas, arbolado en bergantín, y el Mary of Guildford, de mayor porte y trapo. Las naves habían sido despachadas a riesgo y cuenta de sus capitanes propietarios, por Su Majestad británica Enrique VIII, «con diversos hombres hábiles y bastimentos, en busca de regiones remotas». Amanecía el día 20 de mayo del año de gracia de 1527. El río despertaba a su vida habitual de tráfico y el sonido húmedo de los remos de pequeñas embarcaciones que lo cruzaban amortiguaba las notas de una canción nostálgica lanzada al aire desde la cubierta de un bricbarca que regresaba de su excursión marina.

La aventura de los descubrimientos en Tierra Firme de Indias Occidentales y las riquezas que las flotas de galeones españoles desembarcaban en el puerto de Sevilla, habían sido el acicate que decidiera a los capitanes del Samson y el Mary a emprender su arriesgada expedición en busca de tesoros, sin saber con demasiada certeza al levar anclas y largar las velas de qué medios habrían de valerse para conseguirlos. La narración, en una taberna de Glasgow, de un piloto portugués al servicio de España, que en menos de tres años había redondeado una considerable pacotilla, a su decir, encendió   —72→   la codicia y avivó el espíritu de largas correrías en dos de sus oyentes. En cuatro meses quedó resuelto el avituallamiento y unos días bastaron para encontrar tripulaciones. La suerte estaba echada, y al dar la voz de partida y encomendarse a Dios para el viaje, las palabras del portugués resonaban con fuerte martilleo en las sienes de los dos aventureros.

Edward Morris, desde el puente de su Samson, y haciendo portavoz con sus manos recias, atendía a salvar los obstáculos que se aparecían por la proa, con órdenes breves que los hombres ejecutaban con precisión de prácticos. La gente de Morris había sido enrolada en contrato a la parte si la suerte deparaba botín, y así, las ilusiones del capitán las compartían piloto, maestre, marineros y marmitón, que ejecutaban sus quehaceres iluminados por el pensamiento del día incierto del retorno, en que el oro liberador habría de permitirles abandonar su azarosa existencia para afincar en sus aldeas y encender la imaginación de sus compadres con las narraciones maravillosas del crucero que apenas estaban emprendiendo.

El capitán Morris había nacido en Gales, de familia marina; era buen navegante y conocía las rutas de Cabo Verde y de las islas Afortunadas. Casi rompiendo el siglo su marcha hacia la Historia, se había hecho a la mar como grumete de su padre. Y a los cuarenta y tres años de su vida, la maravilla de un mundo nuevo le arrastraba a la gran aventura. A pesar de su corta talla, erguido en el puesto de mando, su complexión robusta y sotabarba roja le daban expresión de energía. De cuando en vez quedaba como abstraído, pensando en las cartas geográficas extendidas sobre la mesa de su cámara. Las había comprado en Londres y en ellas vio por vez primera nuevas tierras agregadas al ya famoso mapa del piloto español Juan de la Cosa. Con su colega el capitán James Goondsfield, del Mary of Guildford, había discutido largamente acerca del propósito de la expedición que comenzaba. ¿Descubrimientos, como rezaban sus despachos? ¿Comercio de cabotaje entre diversos   —73→   puertos de las Indias, prohibido por el monarca de Castilla? ¿Piratería? Sus patentes les acreditaban como descubridores; pero los pañoles y la sentina de sus embarcaciones hablaban más de empresas de guerra. Las redondas bocas abiertas de sus cañones parecían avizorar fáciles presas. Las santabárbaras de sus bajeles iban atiborradas de pólvora y de plomo; y el resto lo constituían provisiones de boca para crucero largo. Nada de baratijas ni mercaderías, prestas a los trueques. Nadie, sin embargo, ni ellos mismos, sabían en aquella mañana de mayo, cuál debía ser su auténtico destino.

Como a cincuenta brazas por la popa le seguía el Mary. Goondsfield, su capitán, acodado en la amura de babor, veía deslizarse, entre los últimos restos de la niebla, la desdibujada silueta de Tilbury sobre la margen izquierda del río. Pronto las aguas agitadas del canal darían comienzo a las verdaderas singladuras del viaje. Pintadas de verde, las dos naves se reflejaban con gracioso cabrilleo en la superficie levemente rizada del Támesis, y docenas de gaviotas blancas trenzaban arabescos por entre los mástiles y el cordaje para descender rápidas y voraces sobre algún pececillo o un resto de comida lanzado por el marmitón.

del diario del capitán Morris

10 de julio de 1527

Singladura: 58. Posición: No se ha podido tomar la altura. Rumbo: 75 grados Noroeste. Viento: Segundo cuadrante del Sudeste, fuerte, con tendencia a aumentar. Andar: 9 millas. Seis ante merídiem: Se han recogido la redonda y la gran cacatúa. A las ocho ante merídiem, en la maniobra para rizar, Stephens cayó desde la gavia del trinquete al agua. Cuando he podido ordenar la bordada y arriar la chalupa, era tarde. Tercero de mis hombres que no ha de volver a la tierra. Dios lo tenga en su seno. El Mary se ha alejado y navega   —74→   a una milla por estribor. Dos post merídiem: El viento se ha llevado dos velas. Mantengo sólo los foques del mayor para no desviar el rumbo y andamos más de diez millas, haciendo bastante agua. El Mary parece ir sin gobierno y ha perdido el palo mesana. No es posible hacer nada por él, pero Goondsfield tiene recursos y saldrá adelante. Cinco post merídiem: Hace más de dos horas he dejado de ver al Mary. Dios ayude a Goondsfield y a su gente.

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3 de julio de 1527

Hemos aprovechado la calma para leer unos oficios por nuestros compañeros del Mary... Mis gentes cuchichean y andan inquietas...

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Noviembre

Al abrigo de una pequeña ensenada en la costa meridional de la isla de Mona, entre La Española y Puerto Rico, la carabela Amparo, de setenta toneladas, al mando del capitán don Pedro Fajardo, completaba una carga de casabe para Puerto Rico. Serían las diez de la mañana del día 19 cuando alguien dio la señal de avistarse por barlovento un bajel como de doscientas cincuenta toneladas, bien provisto de cañones. Don Pedro calculó que se trataba de alguna nave procedente de España y ordenó que un bote se acercase para inquirir noticias. Habría el bote mediado el camino, y pudo verse que los del bajel destacaban una pinaza con veinticinco hombres, armados de coseletes y ballestas. Puestos al habla, resultó ser la nave inglesa, y según dijo su patrón, mandados por el Rey de Inglaterra para descubrir la tierra del Gran Kan.

El capitán inglés se llamaba Edward Morris y su nave el Samson. Casi más por medio de la mímica que por palabras, explicó Morris a don Pedro Fajardo la odisea   —75→   de su navegación. Una violenta tempestad hizo perderse en la noche del 1 al 2 de julio a otro bajel que integraba la expedición. Luego su barco había encallado en un banco de hielo, forzándolo a hacer rumbo al Sur, acostando para reponerse a la isla de Bacallao. Allí los indios le mataron al piloto. Logró hacerse otra vez a la mar y navegando cuatrocientas leguas a lo largo de la costa de las tierras nuevas había ido a parar a la presencia de los españoles. Era poco leído don Pedro Fajardo y nada pudo averiguar de los papeles que Morris le presentó para atestar la veracidad de su relato. Un pergamino en latín y en inglés que Morris explicó ser su patente real y que Fajardo aparentó leer con detenimiento, lamentando no haber cursado Humanidades, le dejó tan in albis como si estuviera en jeroglífico.

Dos días pasaron descansando de sus fatigas Morris y sus hombres, tras los cuales, preguntado el rumbo para La Española, se separaron cortésmente de don Pedro, y al tercer día de navegación daban vista a Santo Domingo y anclaban ante el puerto en las horas de la tarde del 25.

Bien dispuesto Morris por el trato que el capitán Fajardo le había dispensado, dispuso arriar un bote y con diez marineros sin armas se adelantó a la ciudad, pidiendo licencia para entrar y negociar algunos artículos que le hacían falta. Le fue ésta concedida y con él regresaron a bordo el alguacil mayor y dos pilotos lemanes para entrarlo en el puerto sin peligros a la mañana siguiente.

El día 26, recogidas las anclas y con escaso trapo colgado de sus dos palos, el Samson inició su maniobra para llegarse al puerto. No había avanzado un tercio de milla cuando desde el castillo que dominaba las aguas se lanzó un cañonazo contra el bajel inglés. Una columna de agua levantada por su proa como a cien brazas dejó a Morris perplejo y a su gente revuelta por el recibimiento. Trató el capitán de convencer a la tripulación de que eran salvas, y eso le dijo uno de los pilotos del puerto; pero aún no había acabado de decírselo   —76→   y ya un segundo proyectil salpicaba su banda de estribor después de partir varias cuerdas.

Rápido y encendido de coraje, Morris ordenó virar en redondo, a riesgo de encallar en los bajos que le rodeaban. Puso proa a la mar abierta y descargó su cañón de popa sobre los que de tal manera lo recibían, llevándose de presa a tres autoridades de aquel puerto. Con viento favorable se llegó a Puerto Rico, adquirió algunas provisiones y después de desembarcar a sus presos en lugar solitario de la costa, con un mensaje para el alcalde de Santo Domingo, don Francisco de Tapia, cuya conducta le valió ser reducido a prisión por los oidores de la Audiencia, decidió cruzar los mares del Caribe y las Antillas para acechar las presas que habrían de pagar la felonía de un funcionario torpe y cobarde.

Otros buques descendieron pronto por las aguas del Támesis para recorrer las del Caribe, pero nunca habían de volver a remontarlas ni el Mary of Guildsford, perdido en una noche de julio del año de gracia de 1527, ni el Samson, cuyas huellas se pierden después de la corta escala de Puerto Rico.