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ArribaAbajoVII. Tres estampas de Larra


ArribaAbajoRaya francoespañola, 1813

Redobla el trueno, saltando de peñasco en peñasco por el angosto valle del Bidasoa. El alto de Urruña se encapota en el anochecer entre jirones de nubes que velan los caseríos de la tierra vascofrancesa. Calados por los chubascos persistentes, con su andar cansado de autómatas que van a la muerte gloriosa por un sentido de conquistador profesional, los granaderos de Napoleón regresan a su tierra, esta vez sin brillo ni gloria. Decorados con cabestrillos y vendajes que la sangre y el barro casi ocultan, atraviesan el puente de la raya francoespañola, en el puente fronterizo de Behovia.

La estrella del corso Bonaparte no brillará ya esta noche en el celaje cargado de la barrera de los Pirineos. ¡Qué lejanos los recuerdos de las noches estrelladas de Egipto y de las jornadas de Jena y Austerlitz!

En fila interminable, carros militares de impedimenta avanzan con lento caminar por la carretera en sordo chapoteo de caballos mal herrados. Algún juramento y el eco lúgubre del redoble de los truenos encajonados en la cordillera, sirven de música de fondo al espectáculo de la derrota.

El águila imperial vuelve hecha jirones y sin brillo en las pocas plumas que le quedan de su sueño de España. Un pueblo inerme, sin cultura y sin rey, con su solo coraje, fue el muro infranqueable en el que ciega se estrelló el ave ambiciosa que pensara cobijar bajo sus alas recias y protectoras todo el ámbito humano.



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ArribaAbajoParéntesis retrospectivo

Cinco años antes, en la villa de Castrillo de Duero se alojaba en fácil «paseo militar» una sección de dragones del emperador. El sargento, que a su llegada caracoleaba orgulloso en la plaza del pueblo, trató de maniobrar como en terreno conquistado con una guapa moza, hija de sus huéspedes. El prestigio de sus mostachos le rindió en distintos paralelos la altivez de otras mozas. Pero ésta sabe resistir firme ayudada por la memoria de su galán y el amparo de sus padres. El señor sargento no comprende el rechazo, y en movimiento colérico maltrata de obra a la familia.

La noticia llega al bravo mocetón que corteja a la muchacha. La ira le enciende. Su honradez se revuelve ante el agravio. Apresuradamente se dirige a la pequeña iglesia del lugar, y allí, ante sus amigos que le acompañan, pronuncia estas palabras: «Juro por Cristo y por su Santísima Madre y por todos los santos, luchar contra los sanguinarios invasores, matarlos y deshacerlos por cuantos medios estén en mis manos y no cejar hasta que mi patria quede libre de su presencia, hasta que ni una sola planta francesa pise el suelo español.»

En ciega carrera sale el joven labriego de la iglesia, alcanza al ofensor de la muchacha y le deja en el campo, brillando sus galones al fino sol de Castilla, para pasto de cuervos. Luego organiza una partida y se echa al monte, sorprendiendo patrullas francesas que son, sin piedad, pasadas a cuchillo.

El mozo, llamado apenas Juan Martín, cumplió su juramento, y su apodo popular de El Empecinado, corría en labios orantes de españoles patriotas, haciendo estremecer su evocación a los apuestos oficiales del imperio.

* * *

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... y salían por Behovia los últimos invasores, ensanchando el corazón de los bravos, que como Juan Martín juraron no darse reposo..., pero con los franceses cruzaban la frontera familias españolas que buscaron acomodo junto al rey José.

Sentados en haces de paja húmeda y pestilente, de aspecto repulsivo, bajo la lona sucia de un carro de intendencia militar, pródigo en goteras, un caballero casi cincuentón, una señora joven y un niño de cuatro años se estremecen en tiritones de frío. El chiquillo lloriquea acurrucado junto a su madre. El caballero trata de mantener su empaque -labor difícil en aquel ambiente-, y al asomar por la trasera del carruaje la cabeza de un funcionario que en rápida inspección a la luz vacilante de una antorcha escudriña el triste cuadro, dice con aire enfático:

-Doctor Mariano Antonio de Larra y Langelot, y familia.

El funcionario los contempla durante unos instantes, mientras el niño domina con sus gritos nerviosos las últimas palabras de su padre y el concierto tétrico del exterior, y prosigue su inspección en sucesivos carros.

Lentamente el vehículo gana la orilla francesa del puente. Dos relámpagos, seguidos muy de cerca por horrísonos truenos, hacen persignarse a la joven madre y crisparse a su hijito. Don Mariano Antonio no puede contener un gesto malhumorado de impaciencia y desdén. Ya en ruta hacia Bayona, el pequeñuelo, en brazos de la madre, que lo arrulla, logra cobrar el sueño, cortado todavía de cuando en vez por un hipo nervioso que le hace estremecer.

Hijo de afrancesado, débil físicamente, malcriado, nervioso y sin el calor familiar de un hogar bien avenido, el chiquillo Mariano José de Larra, que pasó la frontera para Francia en 1813, estaba ya predestinado al romanticismo y a un fin trágico.



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ArribaAbajoLa tertulia de «Fígaro», 1835

Sala del Parnasillo en el Café del Príncipe. La luz vacilante del quinqué que cuelga en el centro, trata de llegar, perforando el humo denso de los cigarros, a los raídos damascos rojos de las paredes. En el rincón del fondo -entrando a la derecha- forman círculo a un velador cuatro chisteras negras. De ellas cuelgan sujetando caras de color de cirio, cuatro barbas muy en el ambiente. La del señor marqués de Molins -don Mariano Roca de Togores- destaca por su brillo. Las otras le sirven de resalte y corte de honor. Aún no hace diez minutos los cuatro caballeros aplaudían con gesto entre inteligente y despectivo desde un palco proscenio del Teatro del Príncipe, la primera representación del drama que acaba de estrenar su buen amigo, secretario del Estamento de Próceres, don Ángel de Saavedra, duque de Rivas. Los cuatro contertulios comentan la osadía del autor de este Don Álvaro o la fuerza del sino.

-Por cierto -dice el señor marqués-, quisiera yo conocer el juicio de Fígaro, a quien he visto en una luneta de la cuarta fila, y que me extraña se retrase tanto. Si no es -añade con estudiada pausa- que ande alguna dama de por medio.

Mientras el marqués acaba su parlamento, atraviesa la salita con seguro continente y como al conjuro de la evocación la silueta de Mariano José de Larra. Envuelto el cuello en un plastrón de raso café oscuro, ceñido el cuerpo enjuto por levita del mismo tono, en la mano derecha la bimba reluciente y enmarcado el rostro largo y cetrino por barbita rala y escaso pelo alborotado, el crítico mordaz que se sabe temido, se acerca con sonrisa enigmática a sus contertulios, planea en lento ademán sobre una silla, encarga a Pedro, el viejo camarero, una taza de chocolate con un mojicón tierno, y librando con un gesto que quiere ser mundano, sus dedos afilados   —163→   y nerviosos de la prisión de unos guantes de cabritilla gris, pone su paño al púlpito.

Las palabras salen como arrastradas de entre sus labios incoloros. Recibir la merced de escucharlas es premio de elegidos y el propio orador no puede castigarse a perder el regalo de sus sutiles pensamientos.

-Ya les he visto, señores, aplaudiendo a nuestro duque esta noche. Plausible intento de Saavedra con el Don Álvaro... y algunas cosas muy en su punto. Recuerdo aquellos versos que dice el don Carlos inspirados en mi crónica ¿Entre qué gente estamos? publicada en noviembre. Y suenan bien:


Estoy, ¡vive Dios!, corrido
de verme comprometido
a alternar con esta gente.



Porque la verdad es que aquí nadie sabe ocupar su puesto. No hay jerarquías, ni respeto a la inteligencia. Todos somos unos. Cualquiera se cree con derecho a opinar sobre lo divino y lo humano. Seguro estoy que si le preguntásemos a ese anciano Pedro qué le parecen los admirables versos de don Juan Bautista Alonso, que para mí reputo por lo mejor que hay escrito en castellano y en cualquier lengua, nos diría sin embarazo un ex abrupto como cualquier redactor de El Diario de Avisos o de El Observador.

Ante el gesto interrogante de Roca de Togores, Fígaro, complaciente, se explica:

-No puedo creer, marqués, que aún no los hayáis visto. Ya hace un mes que están a la venta en la librería de la calle de Carretas. Son asombrosos de inspiración y sencillez y en la última carta que le he escrito a De Vigny le he copiado esta primorosa quinteta:


Salgamos, bella Jacinta,
a ver tu hermoso jardín
y el robledal de la quinta,
pues ya canta el colorín
y el sol tus rosales pinta.



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Claro que en el monótono y sepulcral silencio de nuestra existencia española estas poesías caen en el vacío. Pocas inteligencias habrá capaces de apreciarlas. ¡Ah, si fuéramos franceses, qué diferencia! Aquí, con ocuparnos de si Zumalacárregui corre por las montañas de Pamplona y si el Ros y Borjes siguen sus fechorías por Cardona, ya imaginamos cumplida nuestra misión. Por cierto, amigos, que en la redacción de la Gaceta, por la que he pasado esta tarde, me han dicho a estos propósitos que Zumalacárregui había conseguido cortar los puentes que dan paso a la Borunda, ha abierto zanjas y parapetos para impedir su travesía, y ha situado fuerzas en Echarren, cubierto toda la línea con partidas de observación y parece que en Echarri-Aranaz ha quemado varias casas contiguas al puente. Pero ya incido yo en el vulgar trabajo de ocuparme en operaciones como los cien mil estrategas desocupados a los que más valiera callar mejorando con ello el mal gusto reinante que padecemos.

Las palabras de Larra, espesas al principio, van fluyendo luego ante el silencio de sus auditores; ha escurrido la opinión sobre el triunfo del drama de su amigo; ha aprovechado la ocasión para recordar en tintas negras la penuria de España; ha zaherido a sus compañeros de prensa; llenado de elogios desmedidos a un poeta vulgar que nunca le hará sombra, y criticado la preocupación por una guerra civil que ha de llenar el siglo. Todo esto en el tiempo en que su pocillo de chocolate se ha ido vaciando y el azucarillo tostado que le ha puesto Pedro en el vaso de agua se ha disuelto, tiñendo el agua de color caramelo.

Es el final de una jornada de Fígaro. Su acritud se crece ante el silencio ajeno. Pero no le basta el auditorio del Parnasillo; su bilis necesita de una tribuna pública. ¿Por qué, como Saavedra, no ha de ser diputado, aunque para ello se desdiga del credo liberal?



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ArribaAbajoLunes de carnaval, 1837

Grupos de destrozonas en alegres comparsas recorren el salón del Prado con escobas y latas en algarabía goyesca. Nuevas coplas del Chíbiri surgen espontáneas sobre los moderados, el fracaso de Istúriz, el Motín de La Granja y los múltiples sucesos políticos del año 1836. El sol poniente del 13 de febrero no calienta los guijarros, ocultos bajo la nevada, de la Carrera de la Virgen de Atocha, por la que suben perezosamente las carretas con bueyes hacia la plaza de Antón Martín. Las tabernas de la calle del Ave María y del Avapiés no dan abasto a despachar tanta clara con limón como trasiegan las resecas gargantas de los castizos que, solos con su borrachera amorosamente cultivada para que dure los tres días de carnaval, recorren calles, callejas y plazuelas golpeando con la mano del almirez el bombo improvisado o sacando roncos sonidos a la zambomba enjaezada que lucen con orgullo. Todo Madrid bulle alocándose bajo el fugaz imperio del dios Momo. No se siente el frío, ni se teme al carlista.

Embromadas constantemente por las pandillas de destrozonas que las rodean y bailan en remedo de danzas litúrgicas, dos damas logran alcanzar la calle de Santa Clara y ganar un portal de no mal aspecto.

-¡Por fin! -exclama la más joven de las dos-. Creí que no llegábamos, Dolores.

-Era preciso hacerlo, hijita. Perdóname, pero hoy ha de quedar resuelto de una vez lo mío con Mariano.

Van a dar las ocho de la noche cuando del portal salen de nuevo Dolores y su amiga. Apenas en la calle, cuatro máscaras sin reparar en las huellas de sufrimiento impresas en el rostro de Dolores, les hacen coro y acompañan su Chíbiri con grandes saltos. Ellas tratan de escabullirse, pero los del coro, girando con rapidez   —166→   mientras cantan, se lo impiden. Va a terminar la canción:


Ay chíbiri, chíbiri, chíbiri,
ay chíbiri, chíbiri, pum.



Y un eco que viene del primer piso repite dominándolo todo: ¡Pum!

Dolores y su amiga palidecen y salen corriendo; los borrachos se miran un instante y sin explicarse tan rápida huida, se agarran del brazo y siguen su ronda por la Villa y Corte.

Arriba en el despacho de Fígaro, Adelita Larra se abraza al cuerpo exánime de su padre que yace junto a la pistola con la que, mirándose ante el espejo, se ha levantado la tapa de los sesos.

* * *

Miércoles de ceniza. Gacetilla de cuarta plana de El Eco del Comercio: «A las ocho menos cuarto de la noche de anteayer se suicidó de un pistoletazo nuestro distinguido escritor don M. J. de Larra... No nos atrevemos por delicadeza a manifestar la causa que ha motivado esta catástrofe.»

Iglesia de Santiago. Cuatro de la tarde. Nutrido cortejo acompaña por primera vez a Fígaro. Son los amigos que para evitar la sepultura de misericordia han costeado los gastos del entierro.

Todavía, entre dos vasos de clara con limón, algunas máscaras saludan en la Glorieta de Atocha el paso del cadáver. ¡Ay chíbiri, chíbiri, pum!





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ArribaAbajoVIII. La conjura del Puerto de Santa María


ArribaAbajoEl señor Conde de La Bisbal y sus sentimientos liberales, 1819

Olímpico, pomposo y condescendiente, el señor Conde de La Bisbal se dignó dar a entender a los oficiales de la guarnición de Cádiz que acudiría a la entrevista a que se le invitaba para concertar el levantamiento cuyo fin era proclamar la Constitución doceañista y acabar con el servilismo.

El señor Conde de La Bisbal -arrogante prestancia de ex regente de las Cortes generales y extraordinarias de la nación, reunidas en la isla de León- había dejado entrever a los emisarios del Ejército, con palabras entre anodinas y misteriosas, que, a pesar de todo, él, en el fondo, tenía sentimientos liberales. Y no dejaba de ser su afirmación un tanto cierta.

El señor Conde de La Bisbal -o del Abisbal como gustaba firmar don Enrique O’Donnell, capitán general del Ejército- se había adelantado en 1814 hacia el «amado monarca» Fernando VII, al regresar éste de su prisión en Francia, con dos discursos altisonantes. En el uno se cantaban las excelencias de la autoridad absoluta del soberano y los deberes de los españoles de someterse a la «paternal» sabiduría del príncipe; en el otro se hablaba de las ventajas que para la nación habría de significar el desenvolvimiento progresivo de las instituciones populares. Las voces «progreso», «libertad», «democracia», «pueblo» y «nación», tenían un sonido metálico de falsete ampuloso cuando eran pronunciadas   —168→   por la importante caja de resonancia bucal de su excelencia.

Pero en tan señalada ocasión como la del regreso del rey a su pueblo que había combatido heroicamente por él y por la libertad de España, tan hermosos vocablos quedaron en el fondo de uno de los bolsillos de la casaca del señor Conde de La Bisbal. Por eso tenía un poco de verdad lo de que «en el fondo» había en él algo de sentimientos liberales.

Los sentimientos liberales del señor Conde de La Bisbal cabían en unas hojas de papel; las hojas cabían en un bolsillo interior de la casaca, y esa casaca cabía con holgura en el bien nutrido guardarropa del señor Conde de La Bisbal o del Abisbal, que, con no reclamarla de su hierático ordenanza de cámara, podía caer en desuso, quedando allá en el fondo y olvidados los sentimientos liberales de su excelencia.

La expedición preparada para acudir en ayuda del general Morillo y, al reforzar sus efectivos diezmados por los patriotas americanos y por las fiebres, tratar de dominar la guerra de la independencia de los virreinatos de la Nueva Granada y del Perú, de la Audiencia de Quito y de la capitanía general de Venezuela, había congregado en la ciudad de Cádiz un fuerte ejército expedicionario. Los conspiradores de las logias, de los clubs y de las sociedades secretas, entre los que figuraban muchos militares, habían logrado llevar su acción y su influencia a destacados jefes de ese ejército expedicionario.

El «negocio» de los barcos transportes comprados al zar Alejandro II, que resultaron no estar en condiciones de navegabilidad, sirvió, hábilmente explotado por los conspiradores, para minar los cimientos del Absolutismo, al que nada importaba la seguridad y aun la vida de los soldados españoles.

Se tenía la impresión de que la travesía no podía cumplirse en esos buques comidos de broma, y que la expedición estaba abocada a un desastre. Se habían presentado además varias epidemias entre la tropa por las   —169→   insanas condiciones del acuartelamiento, y los agentes liberales, moviéndose con actividad, extendían y ahondaban el descontento.

El señor Conde de La Bisbal -con sentimientos liberales en el fondo- se había dejado insinuar el deseo de algunos jefes de que pusiera su «espada prestigiosa» al servicio de la causa de la libertad, asumiendo el mando del movimiento que de un momento a otro estaba para lanzarse.

Para concretar las proposiciones y coordinar la acción se le había citado a una reunión en el Puerto de Santa María. El señor Conde de La Bisbal preciábase de estratega y de táctico. Su estrategia le aconsejaba asistir; su táctica le hizo adoptar disposiciones previas. Las ambiciones de un general aristócrata que debía al pueblo posición y gloria e incluso el haber sido tratado de alteza durante su regencia, no conocían límite. Le quedaba aún una bella condecoración que añadir a las que en solemnes ocasiones colgaban de su aguerrido pecho: la gran cruz de Carlos III. Se hacía necesario conquistarla y para ello su excelencia no se paraba en barras. Las tenía otorgadas por el pueblo y por el rey absoluto. Rey y pueblo podían subir o descender en la marejada política; el señor Conde de La Bisbal, de cada vaivén, de cada alternativa, lograba en elegante volatín prenderse una nueva presea en su uniforme tachonado de condecoraciones. Un mílite de su prosapia sobrenadaba siempre en las turbulencias de aquella España dolorida y exhausta.

* * *

La carretela del general jefe, señor Conde de La Bisbal, avanzaba desde Cádiz hacia el Puerto de Santa María, dejando tras de sí nubes de polvo cuyas partículas brillaban al sol de aquella tarde de Andalucía del 7 de julio de 1819. Los espléndidos trotones del negro tronco que la arrastraba, marcaban, junto a los arneses, sobre el azabache luciente de su pelo, las manchas blancas del sudor con que les decoraba el ejercicio a pleno sol.

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El cochero hacía restallar al aire el látigo para avivar el trote y el chasquido silenciaba por un instante el monótono canto de las chicharras. Su excelencia quería llegar al cuartel de la brigada con acantonamiento en el Puerto a las seis de la tarde.

Ampliamente repantigado en los asientos posteriores del coche, el señor Conde de La Bisbal comunicaba sus instrucciones al ayudante, que, sentado frente a él, le escuchaba entre respetuoso y bobalicón. De vez en cuando, en alguna curva del camino, los rayos del sol se posaban sobre los esmaltes de las cruces que refulgían en el pecho del ilustre «mílite», y el destello daba insospechadamente en los ojos poco expresivos del ayudante de su excelencia, que, no atreviéndose siquiera a pestañear, aguantaba el relámpago hasta saltársele las lágrimas.

A la entrada del Puerto se detuvo la carretela ante una casa de dos pisos, con tres balcones en el de arriba y dos grandes ventanales con abombadas rejas en el bajo. Sobre la puerta un escudo labrado en piedra sillar, bastante maltratado por el tiempo, hablaba de blasones no demasiado recientes. El ayudante saltó ligero del carruaje, abrió la cancela, que sólo se encontraba entornada, y se internó en ella para salir a los pocos minutos y ocupar de nuevo su asiento frente a su general. Éste, que había mirado con recelo hacia atrás y adelante mientras el joven oficial había permanecido en el interior de la casa, le interrogó con la mirada, y el ayudante sin abrir la boca hizo un gesto solemnemente afirmativo y ordenó al cochero:

-Al cuartel de la brigada.

Arrancó el carruaje en brusca sacudida que hizo bambolearse al señor conde dejando oír el tintineo metálico de sus preseas, y, hasta que divisó la entrada del cuartel del regimiento de la Corona, una sonrisa sibilina fue iluminando la severa faz del ilustre prócer.

* * *

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El cuarto de banderas del regimiento de la Corona albergaba a la mayor parte de los jefes de los diversos acantonamientos del cuerpo expedicionario preparado para embarque hacia América. Un cierto nerviosismo impedía que la conversación se generalizara.

-¿Y prometió estar aquí a las seis? -preguntó impacienté un joven capitán graduado de teniente coronel.

-Sus palabras fueron exactamente, exac-ta-men-te: «Espérenme ustedes.» Y yo le había dicho que hoy a las seis sería para nosotros un gran honor que nuestro general nos acompañase a merendar -respondió un coronel de infantería poseído de la transcendencia de su intervención.

Se preparaba a continuar, sin duda, cuando las cornetas sonaron en el cuerpo de guardia anunciando la llegada del general jefe.

El silencio era eléctrico. Los tres jefes de mayor graduación: un brigadier y dos coroneles, entre ellos el que acababa de hablar, salieron en busca del importante invitado que llegaba.

El resto de los jefes y oficiales se pusieron en pie en posición de firmes. Uno de ellos se atrevió a formular a media voz la duda que le atormentaba:

-¿No pasará como en lo de Alicante?

Si las miradas pulverizasen, el comandante que se había atrevido a romper el silencio, hubiese quedado aniquilado. Pero no hubo tiempo para que nadie contestara.

Se oyeron pasos en el corredor inmediato, por el que habían ido a esperar al general los tres jefes, y al cabo de unos segundos llenos de solemnidad, la silueta del señor Conde de La Bisbal se recortaba majestuosa en el marco de la puerta.

-Buenas tardes, señores -dejó que su saludo impresionase a los allí congregados y agregó-. No creo que les cause sorpresa mi presencia. Correspondo a su confianza y acepté compartir con ustedes la merienda de esta tarde.

Rebotaban las palabras del prócer.

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-Mi general -dijo el coronel que antes había anunciado la aceptación del convite-, como suponemos que el tiempo de vuecencia es precioso, y estamos aquí ya los principalmente interesados, si vuecencia lo desea podemos pasar al comedor que se ha preparado. Allí se encuentran varios amigos a quienes creo vuecencia conoce y que, por no ser oficiales, hemos preferido que no aguardasen en banderas.

-Pasemos, señores; el servicio de la patria así lo aconseja y nunca podrá decirse que he vacilado en él -sentenció el conde. Y seguido del brigadier, de tres coroneles, uno de cada arma, de cuatro tenientes coroneles, cinco comandantes y doce oficiales entre capitanes y tenientes, el excelentísimo señor Conde de La Bisbal, ex regente del reino en las Cortes generales y extraordinarias del año 1810, se internó por los pasillos y corredores del cuartel, con digno continente, como cuadraba a quien «en el fondo» tenía sentimientos liberales.

* * *

El aspecto del comedor de oficiales era inusitado. Un retrato de su majestad el rey don Fernando VII en uniforme de capitán general del Ejército, debido al pincel no demasiado hábil de algún pintor provinciano, ocupaba el centro de una de las paredes, la del fondo según se entraba en la habitación. En la de la izquierda, dos panoplias con sables, y pistoletes se emparejaban equidistantes. En la de la derecha, dos balcones que se abrían sobre el amplio patio del cuartel hubieran permitido la entrada de la luz, si los cuarterones no estuviesen cerrados. En un rincón, un reloj de caja medía el tiempo con su monótono tic-tac. Sobre la mesa tres grandes velones de Lucena iluminaban a los circunstantes con reflejos entre rojizos y amarillentos. La seriedad de lo que allí iba a tratarse se observaba en los rostros de militares y paisanos. Se habían hecho las presentaciones de rigor. Entre los concurrentes se encontraban un enviado de la Logia de Madrid y cuatro representantes   —173→   de los clubs y de la Gran Logia de Cádiz. El señor Conde de La Bisbal presidía la mesa con majestad hierática.

-No sé, en verdad, señores, si mi presencia aquí la hubiera aconsejado una conducta prudente; pero se me insinuó la conveniencia por el bien de España y la invocación del sagrado nombre de la patria no ha sido nunca para mí requerimiento vano. Yo espero que tan ilustres caballeros y patriotas como los aquí reunidos habrán meditado bien su plan, si es que de un plan se trata, y agradecería sus explicaciones sobre el objeto de esta entrevista.

Las palabras solemnes de su excelencia se desgranaban enrareciendo el ambiente.

El enviado de la Gran Logia de Madrid no pudo contenerse:

-Excelencia, sus palabras me causan la impresión de que al llegar aquí desconoce aún nuestros propósitos y planes, y, a lo que tenía yo entendido (ésa es la razón de mi viaje desde la Corte) contábamos ya con la adhesión valiosísima de vuecencia, quedando sólo por fijar los últimos detalles. Pero como ya no es tiempo de vacilaciones, he aquí en pocas palabras de lo que se trata: la audacia y la indignidad de los serviles ha llegado a un punto en los últimos tiempos que exige una pronta reacción nacional. Jefes y oficiales del Ejército, que se han batido por la independencia de la patria, se ven perseguidos, postergados y castigados por expresar su lealtad a la Constitución, como si el amor a la Libertad fuera pecado nefando o traición. No tengo que recordar el nombre del valiente general Porlier, ni de su ayudante Umendía, o el general Lacy, fusilado en el castillo de Bellver, ni el de los oficiales del batallón de Marina, o los del de Santiago, o el de Mondoñedo y el de Lugo y el del Cuadro de Navarra, o los oficiales de artillería Viguri, Ángel Ruiz, Pezuela o mi amigo César Tournelle. En la memoria de todos están las persecuciones de los paisanos de La Coruña que se mostraron partidarios de la Constitución. Entre ellos había eminentes clérigos como don Manuel Pardo, don Joaquín Patiño y don José   —174→   Gayo; el alcalde Larragoiti, el prior del Consulado don Marcial del Adalid; comerciantes, artistas, el director de la Fábrica de Tabacos don Marcelino Calero. Y no era bastante esa persecución implacable. El propósito de la camarilla fernandina de enviar a una muerte cierta a nuestros soldados preparando esta expedición a América para combatir a unos hermanos que pelean por sacudir allá el yugo que aquí nos oprime, ha sido la gota de agua que derrama el vaso de nuestra paciencia. ¿No es así, señores? -preguntó dirigiéndose a los reunidos que afirmaron en silencio con la cabeza-. Y no sólo se trata de combatir a gentes que profesan nuestros mismos principios, sino que para el transporte se han comprado y dispuesto unos buques que no resisten dos días de navegación, cuanto menos la travesía a Indias. Vuecencia debe de conocer, quizá mejor aún que yo mismo, el escándalo de ese negocio vergonzoso: España ha pagado en buen oro una mercancía inservible por averiada y en esos navíos que están casi pasados de punto para el desguace, se pretende embarcar al ejército expedicionario. La ofensa es directa al Ejército y así lo han entendido estos amigos. La hora de la redención de España está marcada y recordando que vuecencia ha combatido también por la independencia nacional, fue regente del reino y ha tenido su vida amenazada en cierta ocasión por los manejos del servil Eguía, hemos creído que el nombre de vuecencia al frente de este movimiento sería la mejor garantía de nuestros nobles propósitos. Y ahora, excelencia, esperamos vuestra decisión para poneros al frente de las tropas que en la noche de mañana, al terminar la revista de fuerzas en el Palmar, proclamarán la gloriosa Constitución de 1812 que tantas ilusiones vio nacer, para morir, desgraciadamente muy pronto, a manos de los serviles.

El señor Conde de La Bisbal encajó sin pestañear el discurso del representante de los masones. Dos o tres veces levantó el arco de la ceja derecha, pero inmediatamente recobraba la impasibilidad. Al terminar las palabras   —175→   precedentes, los reunidos clavaron sus ojos en el señor Conde de La Bisbal.

Éste carraspeó, apartó de delante de sí en la mesa una copa de agua, dirigió una mirada circular a los conspiradores y cuando se disponía a romper el más espectacular de los silencios, dos solemnes campanadas del reloj de cada comedor, marcando los dos cuartos para las siete, hicieron recordar a todos que inexorablemente se iba aproximando el momento para la ejecución de su compromiso.

-Señores -comenzó el general con la mirada como perdida en la lejanía y el acento grave que correspondía a su elevada condición-, no he de negar que el misterio de que se había rodeado la invitación que ustedes me hicieron para acompañarles hoy tenía su justificación. No quisiera yo que mis palabras se interpretasen torcidamente. Si no he comprendido mal, propónenme ustedes lo que pudiera yo llamar un honor y un deshonor: el honor de que su proyecto vaya unido a mi nombre al otorgarme el mando; el deshonor de que traicionando la confianza de su majestad, que Dios guarde, tiene en mí puesta, atente contra las facultades que como nuestro legítimo soberano tiene. ¡Dolorosa encrucijada de honores y deberes, para quien como yo, teniendo, ustedes lo saben y tal creo sea la razón de su confianza, en el fondo sentimientos liberales, ha hecho de la lealtad a su rey el norte y guía de una conducta que ha merecido más de una vez el dictado, acaso excesivo, de intachable!

De uno de los extremos de la mesa interrumpió una voz:

-Perdone vuecencia, pero nadie piensa en atacar a su majestad. El movimiento es exclusivamente contra el servilismo que tiraniza a la nación.

El que así cortaba el hilo de los complejos pensamientos de su excelencia era uno de los civiles, representante de los clubs políticos de Cádiz. Levita café, plastrón azul, guedejas negras rizadas, frente no demasiado amplia y con la tez pálida del conspirador romántico, don   —176→   Tomás Istúriz, miró en su derredor como buscando aprobación a lo dicho.

Su excelencia se había congestionado ante el atrevimiento de Istúriz. Los dedos de su mano izquierda que tamborileaban con las yemas sobre la mesa mientras hablaba el osado interruptor, cesaron en su ejercicio y quedaron crispados, aprisionando una cucharilla de postre. Se oyó el trémolo de un fuerte carraspeo y la voz del señor ex regente del reino se hizo más ronca.

-Mi situación y mis antecedentes, señores míos, creo que me hacen acreedor al máximo respeto. Se me plantea un problema de conciencia y cuando expongo sinceramente lo delicado de mi posición, se cruzan aclaraciones innecesarias, porque si de algo que se dirigiera contra su majestad se tratase, arrestos me sobran para perder la vida en su defensa luchando solo contra sus enemigos.

El tono heroico que por momentos adquirían las palabras en boca del general, tenía intimidado a algunos, pero el representante de la Logia de Madrid, el coronel Arco Agüero y los tenientes coroneles Quiroga y Roten, tras cruzar unas miradas de inteligencia, habían hecho ademán de incorporarse de sus asientos cercanos a la puerta. El señor Conde de La Bisbal captó con prontitud el peligro y cambiando de tono agregó precipitadamente:

-... Pero por fortuna no es ése el caso. Sé que todos ustedes son fieles vasallos de su majestad y acendrados patriotas -los que se incorporaban volvieron a sentarse-. Es muy cierto que de un tiempo a esta parte se han cometido abusos -su voz iba adquiriendo otra vez acentos de epopeya-, y yo he sido el primero, señores, que arrostrándolo todo, he denunciado ante nuestro amado monarca el rey don Fernando, a aquéllos que medran sin consideración y especulan con los dolores nacionales. Lo he denunciado y he clamado justicia..., por eso comprendo muy bien los sentimientos que les animan y que yo no pudiera decir que repudio. Yo sé que su majestad no está contento de algunos que titulándose   —177→   sus más rendidos servidores, lo presentan a él, cuya sola preocupación es hacer la felicidad de España, como a un déspota sin alma, y tengo mis razones, que me permitirán ustedes me reserve por ahora, para creer que un cambio de política está próximo. Comprendo su impaciencia, pero yo quisiera, señores, que ustedes comprendieran también que tan grave decisión, ya que la máxima responsabilidad se echa sobre mis hombros, requiere por lo menos meditar en los detalles del plan elaborado, para que nada quede sin prever. ¿Puedo, pues, señores, demorar mi respuesta hasta las nueve de esta noche?

Al observar el general los cuchicheos de los conspiradores, continuó:

-Mi propuesta es la siguiente: que me acompañe usted, mi coronel -señalaba al que le había transmitido la invitación-. Nosotros permaneceremos en el Puerto en su alojamiento. Ustedes, los demás, nos esperan aquí. A las nueve estaremos de regreso con mi respuesta y así no se levantarán sospechas. Desde las nueve hasta mañana a la hora fijada hay tiempo para circular las órdenes y que cada uno se haga cargo de su mando. -Y terminó sonriente-: ¿De acuerdo, señores?

-De acuerdo -contestaron a una los conspiradores.

Con gran ceremonia y estrechando la mano de cada uno de los presentes, el señor Conde de La Bisbal, ex regente del reino en las Cortes generales y extraordinarias de la nación, salió acompañado del coronel, mientras la reunión se iba animando con el convencimiento de que se había definitivamente adscrito al Liberalismo la prestante figura del general O’Donnell, conde de La Bisbal.

* * *

Bajo el cielo estrellado de la bahía de Cádiz las blancas casas del Puerto de Santa María se recortaban en el azul profundo del firmamento. El rumor de las olas al deshacerse contra la costa daba al cuadro la apacibilidad de una bella estampa marinera. Lentas campanadas   —178→   del reloj de la parroquia marcaron, tras los cuatro cuartos de sonido alegre, nueve golpes espaciados y sonoros cuyas graves vibraciones iban a perderse sobre las aguas o a quebrarse en las callejuelas impregnadas del yodo de la mar. La paz de la noche veraniega parecía no poder turbarse.

En el alojamiento del coronel, el señor Conde de La Bisbal disfrutaba del sereno espectáculo espiando la calle solitaria, tras el balcón de una salita con suelo de mosaico rojo, muebles enfundados de blanco, doradas cornucopias en las paredes y en la que, ante una campana de cristal de la Virgen del Rosario, erguida en panzuda consola de caoba y custodiada por esbeltos búcaros de porcelana donde se desmayaban unas pocas rosas rojas, ardía mortecina lamparilla de aceite.

Un oficial envuelto en larga capa apareció por la esquina de la calle a poniente y avanzó con cautela pegado a las casas de la acera opuesta hasta ocultarse en un gran portalón frente por frente al del alojamiento del coronel. El general O’Donnell siguió todos los pasos del prudente oficial, abrió el balcón procurando no hacer ruido con la falleba, sacó el brazo derecho arrojando un papel, cerró de nuevo el balcón y con aire inocente se sentó sin prisa en una de las enfundadas poltronas. En aquel momento se oyó la voz del coronel.

-¿Da vuecencia permiso?

-Adelante, coronel -respondió el conde, que no pudo evitar su estremecimiento pensando que pudiera haber sido oída su maniobra.

El coronel asomó respetuoso a la puerta. Nada indicaba que tuviera sospechas. Adelantó tres pasos, en tanto se levantaba el señor conde, y dijo:

-Han sonado las nueve hace poco y los compañeros deben de estar ya impacientes. ¿Le parece a vuecencia que vayamos?

-Vamos. Se pasó pronto el tiempo, coronel, y aunque no es mi hábito, llegaremos con algún retraso.

Descendieron hasta la calle y con paso no acelerado, que eso no lo permitía la prosapia de su excelencia, pero   —179→   sí seguido, se encaminaron al cuartel. El señor conde alargaba el oído. Antes de doblar la esquina se oyeron no demasiado lejos los cascos del galope de un caballo. El general O’Donnell respiró profundamente. Su ayudante continuaba desenvolviendo la brillante táctica que tanta fama diera en la guerra y en la paz al avisado don Enrique O’Donnell, conde de La Bisbal.

Cuando llegaron al cuartel y el general jefe accedió a ponerse al frente de los constitucionalistas, tras de haber exigido garantías de que nada se tramaba contra el rey y de que se reunirían aún al día siguiente a las cinco de la tarde, cada uno de los comprometidos se dirigió a su puesto.

La estrellada noche gaditana cobijó diversas galopadas que con órdenes secretas se iban precipitando por los caminos que se dirigían a Cádiz y a los acantonamientos de fuerzas del ejército expedicionario. Al trote largo de su tronco de azabache, la carretela de su excelencia desanduvo el camino hecho por la tarde. Los agitados pensamientos del prócer se apaciguaron con las caricias de la brisa nocturna.

* * *

En la alcoba de su casa en Cádiz, su excelencia dormía con beatitud, no sabemos si soñando con la solemne imposición de la gran cruz de Carlos III, o con la gloria de haber proclamado la Constitución doceañista. Unos golpes discretos dados a la puerta de la alcoba volvieron a la vigilia al insigne guerrero.

-¿Qué pasa? -inquirió con voz somnolienta.

-Excelencia, el general Sarsfield desea hablarle con urgencia -dejó oír a media voz el ordenanza.

-Pero ¿qué hora es? -preguntó el conde.

-Las dos y media, excelencia.

-Tráeme las pantuflas, y un pantalón recto, y dile al general Sarsfield que pase -añadió nervioso el señor conde.

  —180→  

Levantose el prócer, se puso, remetiéndose la larga camisa de dormir, los pantalones que le tendía el servidor, deslizó los pies dentro de las pantuflas en chancleta, se alisó los cabellos con la mano izquierda y sin acordarse de que llevaba puesta una bigotera, se adelantó a la puerta a esperar a Sarsfield, el general de caballería del cuerpo expedicionario.

Anunciado por el sonar de sus espuelas, apareció éste.

-Perdón por la visita intempestiva, excelencia, pero el asunto bien merece, creo yo, interrumpir su sueño -dijo sin excesivas contemplaciones el de caballería.

-Pase y siéntese, general. Le escucho -susurró el conde.

-Acaba de llegar un correo especial de Madrid con este pliego urgente para vuecencia.

Mientras lo decía, sacaba del bolsillo interior del dormán un sobre lacrado y se lo tendía al general jefe. Éste, con la parsimonia que le caracterizaba al actuar delante de sus subordinados, rasgó el sobre y no pudo contener un gesto de desagrado al leer las cortas líneas del mensaje. Dirigiéndose a Sarsfield, preguntó:

-¿Sabe usted de lo que se trata?

-No, mi general, pero imagino que debe de ser importante porque Regato esperaba que llegase hoy algo para vuecencia.

-El asunto es grave, Sarsfield, y sólo a un soldado probado como usted en cien ocasiones se le puede dar a conocer. Claro está que mis palabras son confidenciales y en servicio de su majestad.

-Me alarma vuecencia, señor conde, y las espero impaciente -dijo con el heroico continente del que no vacila en lanzarse a un espantable abismo.

-Gracias, Sarsfield, sabía que podía contar incondicionalmente con usted, y en estos revueltos tiempos en que andamos, la lealtad es una de las más escasas virtudes. En este orden de ideas, general, mi criterio ha sido siempre que a los leales se hace necesario premiarles.

Ante un gesto de su interlocutor, que lo mismo podía expresar agradecimiento por la insinuada promesa de   —181→   recompensa que convencerle de que ésta no se requería para asegurarse su colaboración, continuó el prócer con prosopopeya:

-No, no es que sea preciso para estimular al leal. El leal lo es en cualquier momento y condición; pero sí se me hace que el escatimar las recompensas puede hacer vacilar a quien no esté muy firme en sus convicciones. Sé muy bien, querido Sarsfield, que no es éste su caso -añadió ante otro gesto indefinible del general de caballería-; pero vamos al mensaje que es lo que interesa.

La voz del ex regente del reino perdió su resonancia y adquirió un matiz aterciopelado de confidencia.

-Del Ministerio me dicen que algunos de mis oficiales y los masones preparan para muy pronto un levantamiento constitucionalista.

Clavó el conde los ojos en Sarsfield, y al observar que éste mostraba fiera indignación, cobró ímpetu.

-¡Esto es una vergüenza, mi general! No hay manera de pasar dos meses tranquilo sin descubrir una conspiración. La noticia, debo decírselo, no me ha sorprendido demasiado. El hábito de mando y la obligación de conocer a mis gentes me había hecho olfatear que se estaba preparando alguna cosa.

-La sagacidad de vuecencia es proverbial -comentó el pazguato admirador de su excelencia.

-¡Ah!, pero esta vez van a saber quién es el Conde de La Bisbal. Le aseguro que no va a haber contemplaciones. Como me llamo Enrique O’Donnell.

El conde se había puesto en pie y medía a grandes zancadas la habitación.

-Sin embargo -agregó un poco más calmado-, hay que actuar con prudencia y rapidez.

Hizo una pausa, como meditando, y exclamó:

-Tengo ya el plan, Sarsfield.

-Estaba seguro de ello, excelencia.

-Mañana -dijo O’Donnell sentándose en una silla cerca de Sarsfield-, habrá una revista en el Palmar del Puerto de Santa María. Hay que dar la orden de que   —182→   salgan inmediatamente hacia allí dos brigadas de las de guarnición, y usted mañana a las cuatro de la tarde se pone en camino con toda la caballería. Yo estaré en el Puerto y tomaré el mando de las fuerzas de Cádiz que acordonarán el campamento del Palmar en el instante mismo en que le divise a usted, e intimaré a la rendición a los sediciosos.

-Pero eso puede ser peligroso para vuecencia, mi general.

-¿Y qué? No será ésta la primera, ni espero que la última vez en que ponga la vida en peligro por defender a mi rey -salmodió el ilustre personaje.

Se levantó, dando por terminada la entrevista, trató de atusarse los bigotes tropezando con la bigotera, y dirigiéndose al fiel subordinado realista, le confirmó:

-En usted confío, general, para que mis órdenes se cumplan con exactitud y rapidez. De su actuación diligente y discreta puede depender la felicidad de España y de nuestro rey don Fernando -terminó el general jefe, estrechando la mano de Sarsfield.

Al salir éste de la alcoba de su excelencia, el señor conde se metió de nuevo en la cama, y al acostarse se llevó la mano derecha al lado izquierdo del pecho tanteando el lugar en el que pronto luciría la gran cruz de Carlos III. La mala suerte de los constitucionalistas así lo había dispuesto. La táctica del señor Conde de La Bisbal no podía fallar y no fallaba.

* * *

Campamento militar del Palmar, en el Puerto de Santa María. Los toques de corneta se sucedían para activar los preparativos de la revista. Las unidades iban formando con arreglo a lo dispuesto. El sol levemente inclinado de las cuatro y media de la tarde caía inmisericorde sobre los soldados. Los furrieles habían andado muy activos toda la mañana inspeccionando armas en las compañías. Se había anunciado que su excelencia   —183→   el general jefe, don Enrique O’Donnell, conde de La Bisbal y ex regente del reino, vendría a presidir el desfile.

* * *

La tarde caminaba bajo el sol al filo de las cinco. En el cuartel del regimiento de la Corona los conspiradores constitucionalistas esperaban al señor Conde de La Bisbal. Todo estaba dispuesto. El comandante Quiroga llevaba en un bolsillo la proclama que había de leerse a las tropas, anunciando que el Ejército había decidido acabar con el servilismo y con la expedición a América.

Cuando entró el general con el eco de la última campanada del reloj, un buen observador hubiera visto que trataba de ocultar su nerviosismo jugueteando con la fusta. Se sentaron todos, como en la tarde anterior, alrededor de la gran mesa. El general, sin embargo, continuó de pie, junto a la puerta, acompañado de sus dos ayudantes.

-Señores -dijo de repente, con voz de Júpiter tonante-, se me han ocultado puntos transcendentales del proyecto de ustedes.

Las palabras del señor Conde de La Bisbal cayeron en los reunidos como una ducha de agua helada. Continuó el general:

-Sé; lo sé sin ninguna duda, que se trata no sólo de minar abusivamente la autoridad legítima del rey, sino que, incluso, por parte de algunos, se piensa en destronar a su majestad.

-Mi general, lo han engañado -interrumpió el comandante San Miguel-. Ésa es una calumnia mal urdida contra nosotros.

-No hay calumnias que valgan, comandante. Sé bien lo que me digo. Y mientras esto se pone en claro, me veo en el deber de advertir a ustedes que conmigo no puede contarse para semejante atentado. Son las cinco, señores jefes y oficiales, y les recuerdo que es preciso asistir al desfile ordenado por mi autoridad. Nada ha   —184→   de acontecer esta tarde de lo platicado, y espero de cada uno de ustedes que sepan atemperarse a las circunstancias.

Estallaba el rumor de la indignación. El general, sin dar tiempo para que se respondiera a sus falsas acusaciones, dio media vuelta estirado como un pavo real, y dándose suaves golpes con la fusta de montar sobre las lustrosas botas altas charoladas, salió de allí con la dignidad de un personaje herido y el aire señorial de quien, no en vano, había sido regente del reino en las Cortes generales y extraordinarias de la nación.

Los comandantes Quiroga y San Miguel y don Tomás Istúriz querían alcanzarle para exigir explicaciones. Algunos compañeros lograron disuadirles asegurando que lo peor en aquellas difíciles circunstancias era el escándalo. Los paisanos decidieron desaparecer, aconsejando a los militares hacer lo mismo. Fueron minutos de espantosa confusión. Por fin se acordó que los jefes y oficiales asistirían al desfile y después se vería lo que más conviniese hacer. El acuerdo fue que era preciso, por lo menos, aplazar la ejecución del plan.

* * *

El desfile se desarrollaba, al parecer, normalmente. Los sones marciales de las bandas alegraban el espectáculo. Las unidades iban pasando por delante del excelentísimo señor Conde de La Bisbal, general jefe del ejército expedicionario, quien rodeado de su estado mayor, rutilaba al sol de la tarde. Su excelencia llamó a uno de sus ayudantes, cuchicheó algo a su oído y éste partió rápidamente a caballo.

Cinco minutos más tarde, el campamento del Palmar estaba rodeado por las fuerzas de la guarnición de Cádiz y la caballería al mando del general Sarsfield entraba en el centro del campamento. En rápido golpe de mano los jefes comprometidos eran rodeados por soldados con la bayoneta calada. Desarmados y custodiados se les condujo al cuartel bajo arresto. Uno de los oficiales   —185→   -el que el día anterior se preguntaba si no acabaría aquello como lo de Alicante- al pasar cerca del general jefe, no pudo contenerse:

-¡Miserable! -gritó.

Su excelencia hizo como que no lo oía. Su técnica había triunfado en toda la línea. Podía estar seguro de que junto a las demás condecoraciones, luciría muy pronto en su pecho, que en el fondo albergaba sentimientos liberales, la brillante gran cruz de Carlos III.

El 8 de julio de 1819 marcaba una etapa lograda en las infinitas ambiciones de don Enrique O’Donnell.

* * *

Pocos días después los papeles periódicos de Cádiz y de Madrid daban cuenta de una real orden:

«Por cuanto el excelentísimo señor don Enrique O’Donnell, conde de La Bisbal, capitán general del Ejército, ha acreditado el mayor celo en defensa de la monarquía y de la patria, con ocasión de la abominable conjura del 8 de julio último en el campamento del Palmar del Puerto de Santa María, encaminada a atentar contra los sagrados, legítimos y absolutos derechos del rey nuestro señor que Dios guarde:

Su majestad el rey don Fernando VII (q. D. g.) se ha dignado conceder al señor Conde de La Bisbal la gran cruz de Carlos III, libre da derechos.»





  —186→  

ArribaAbajoIX. Don Rafael del Riego


ArribaLas Cabezas de San Juan

La vida de los oficiales del segundo batallón de Asturias, 26 de línea, resultaba monótona y aburrida en su acantonamiento del pueblecillo sevillano de Las Cabezas de San Juan. Al atardecer no era raro que después de una vuelta por la carretera que iba hacia Lebrija, o hacia Arcos, se reuniesen los capitanes de las cinco compañías en la fonda en que se alojaba el capitán, graduado de teniente coronel, don Fernando Miranda, confinado en el batallón por el señor Conde de La Bisbal a consecuencia de las detenciones del 8 de julio en el Puerto de Santa María. Unas manos de brisca o de dominó si no acudían todos, o la apetecida partida de tresillo si se lograba completar el cónclave, les ayudaban a soportar la tediosa vida de guarnición aldeana. Siempre circulaban algunas copas de amontillado o de manzanilla olorosa, y entre las discusiones a consecuencia de las jugadas, cada cual iba contando a los demás las novedades que, por desgracia para la animación de la tertulia, no eran demasiadas. La mayoría de los oficiales del batallón eran sinceramente liberales. Unos más tibios, otros más ardientes, el caso es que todos convenían en que era una lástima que ninguna de las conspiraciones para restablecer la Constitución hubiese triunfado. El capitán Miranda les había contado cien veces el placer que se permitió de llamar miserable a don Enrique O’Donnell, cuando éste, traicionando a los constitucionalistas, había detenido a los conspiradores -él entre ellos- en la tarde del 8 de julio, y cada vez que   —187→   el ordenanza descorchaba una botella de vino generoso, durante mes y medio se repitió el espectáculo; Miranda se levantaba solemne imitando la voz del señor Conde de La Bisbal y decía:

-Señores, por la destitución del perillán que nos mandó prender teniendo «en el fondo» sentimientos liberales.

Al principio los más templados de los compañeros le habían rogado que no gastase aquella broma, que de llegar a conocerse podía costarle otro disgusto. Luego se fueron acostumbrando todos al brindis y a las palabras de Miranda respondían a una:

-Por la destitución del perillán -y apuraban la copa.

Una noche acababan de terminar la partida de tresillo en la que Miranda había estado totalmente desafortunado, cuando entró, procedente de la calle y con evidente agitación, el capitán de la segunda compañía, Vicente Llen.

Aquel día se había reunido con Miranda, que era capitán ayudante, José Olay Valdés de la tercera, José Rabadán de la quinta y Miguel Pérez de la primera. Los cuatro le miraron interrogándole. Llen se gozaba en la curiosidad de sus amigos. Éstos no pudieron contenerse:

-Desembuche usted, capitán -gritó Miguel Pérez.

-Calma, amigos míos. Las cosas de palacio van despacio -dijo dándose importancia el capitán Llen.

-No hagan ustedes caso -terció Miranda-. Si hubiese sucedido algo importante, ya lo sabríamos. ¡A fe que no circulan pronto las buenas noticias!

-Pues por esta vez tus correos secretos no han andado rápidos. Valcárcel, que acaba de llegar ahora mismo de Cádiz, es el que me lo ha dicho.

-Pero ¿qué es lo que te ha dicho?

-¿Queréis saberlo?

-Naturalmente -dijeron todos un poco exasperados por la calma de Llen.

-Os advierto que la noticia bien vale un vaso de bon vino como diría el Arcipreste. Y si Furseo no sube la mejor botella de manzanilla vieja, no hay noticia -añadió riéndose el capitán de la segunda compañía.

  —188→  

Se oyó un verdadero alarido lanzado por los cuatro oficiales impacientes:

-¡Furseo!...

Se abrió la puerta como al conjuro de la voz. Furseo, el ordenanza palentino del capitán Miranda, apareció cuadrándose y preguntó:

-¿Traigo la que nos regaló doña Paloma?

-Ya que estabas oyendo, podías haberla traído -le increpó Miranda.

El ordenanza adelantó la mano izquierda que había quedado un poco oculta tras el pantalón en medio de una ovación por su diligencia, mostró la famosa botella de manzanilla vieja, que doña Paloma, madre de una linda beldad local a la que hacían currutacos la mayor parte de los oficiales, había ofrecido a Miranda, acaso pensando que era el único graduado de teniente coronel de los militares jóvenes y en estado de merecer, y que a pesar de encontrarse castigado en el batallón, por su intervención en la última conspiración, podía estar elegido para los mejores destinos si sus ideas llegaban a triunfar.

Vicente Llen tomó un vaso de encima de la mesa, lo tendió hacia Furseo, que con la habilidad del experto ya había descorchado la botella, se lo dejó llenar hasta los bordes y poniéndose en pie trató de comenzar un discurso irónicamente altisonante:

-No son estos momentos, señores y amigos míos...

-Al grano, al grano -le interrumpieron.

-Vosotros lo queredes, dijo Agrajes -continuó Llen-, sea... -hizo una pausa, levantó su vaso y ante el silencio de los demás agregó-: El perillán que te mandó prender teniendo en el fondo sentimientos liberales, ha sido destituido del mando del expedicionario por su majestad el rey, que Dios guarde, en un momento de inspiración y ha sido designado como general jefe el Conde de Calderón.

Fernando Miranda dio un estentóreo «¡Bravo!», abrazó a Llen y se bebió seguidas dos copas de la famosa manzanilla. Las preguntas comenzaron a sucederse para   —189→   saber las circunstancias de la destitución. Llen explicó lo que sabía. Parece que su majestad se había enterado de los escarceos liberales del señor Conde de La Bisbal y había decidido separarlo del mando.

* * *

El lunes 7 de noviembre de aquel año de continua intranquilidad política sorprendió a los oficiales del batallón de Asturias alrededor de la mesa de tresillo, como los demás que habían transcurrido desde que supieron la noticia de la destitución del general O’Donnell. En lugar del capitán Rabadán de la quinta compañía, les acompañaba el de la cuarta, Vicente Causá. Rabadán estaba de cuartel y les había prometido que de saber quién iba a ser nombrado comandante del batallón, les informaría. Acababa precisamente Olay Valdés de dar un escandaloso codillo a Miguel Pérez que había alborotado el cotarro, cuando la voz de Furseo el ordenanza anunció la llegada del teniente Pedro Delicado, de la segunda compañía. Saludó a todos y respondiendo a la pregunta de su capitán Vicente Llen de si le enviaba el capitán Rabadán, contestó afirmativamente.

-Entonces -le preguntó Fernando Miranda-, ¿ya se sabe quién viene?

-El teniente coronel don Rafael del Riego. El capitán Rabadán me ha dicho que llegará mañana por la mañana.

-¿Rafael del Riego? ¿No se llamaba así el que estuvo en la Guardia Real? -interrogó el capitán Olay.

-¿En la Guardia Real? No me gusta la presentación -cortó Causá.

El capitán ayudante Miranda sonreía entretanto.

-¿Lo conoce usted, Miranda?

-Sí, sí lo conozco, y por fortuna no es lo que ustedes suponen. Es un buen patriota y sincero liberal. Puede que también este mando sea de castigo. Yo lo conocí en Galicia. Es cierto que sirvió en la Guardia Real, pero eso nos podía haber sucedido también a nosotros; una   —190→   desgracia le ocurre a cualquiera. Es, además, muy buen amigo de Quiroga, y ésa es una buena garantía... aparte de otras.

-Ya, ya me figuro -dijo el capitán Llen con gesto de haber entendido la alusión a la masonería.

-Lo poco que yo sé del teniente coronel Riego lo sabrán ustedes dentro de unos minutos, si son capaces de escuchar unos instantes sin interrumpir -dijo Miranda con una sonrisa condescendiente.

-Sentémonos, señores, y escuchemos a esta gaceta viviente -apuntó Llen, con cierta sana envidilla de no ser él quien pudiera ofrecer la información.

-Si no recuerdo mal, nuestro futuro, casi presente, jefe es de Oviedo, de una familia no mal acomodada. Su padre era administrador de Correos en aquella ciudad y miembro de esas Sociedades Económicas de Amigos del País; fue amigo de don Melchor Gaspar de Jovellanos y progresista empedernido. Don Rafael hizo la Guerra de la Independencia como capitán y por encargo de no recuerdo quién contribuyó a organizar varias partidas que dieron buen quehacer al francés; se batió bravamente en Balmaseda, en San Pedro de Güeñes y en Espinosa de los Monteros. Poco después cayó prisionero de los franceses y no hacía mucho que había vuelto cuando yo lo conocí en Galicia. Tiene, por lo menos a mí así me lo pareció el poco tiempo que lo frecuenté, gran simpatía personal y sabe captarse a las gentes. Es hombre joven, no creo que tenga treinta y tres años, es de buena presencia, afable y enérgico. En resumen, no podían mandarnos mejor jefe que él en estos momentos. Me parece, amigos, que si Furseo se ha dado cuenta y así lo espero si no quiere volver pronto a una compañía, debe tener preparadas unas copas para brindar por el teniente coronel don Rafael del Riego, nuestro nuevo jefe.

-Así se habla, Miranda. Breve pero elocuente ha estado usted, y yo me sumo a lo de las copas y a levantarla por el nuevo jefe -rubricó Miguel Pérez.

Furseo, en efecto, estaba ya escanciando los vasos, cuando el teniente Delicado pidió permiso para retirarse.

  —191→  

-¿Cómo? Pero ¿es que no está usted dispuesto a beber con nosotros por un buen jefe? -indicó Miranda.

-Con todo gusto, mi capitán, pero no hubiera querido parecer intruso entre ustedes.

-Te olvidaste, Fernando -dijo en broma el capitán Llen-, que no en vano mi teniente se llama, además de Pedro, Delicado, y no es capaz, como lo hubieras sido tú, de convidarse por la tácita.

-Mi capitán -replicó el teniente-, ni por la tácita, ni por la tacita de plata de Cádiz, que es mi tierra, me quedaría yo, sin la aquiescencia de mis superiores. Pero ya con ella, permítanme ustedes que me felicite doblemente, primero por el teniente coronel don Rafael del Riego y después por el tute de capitanes liberales que nos ha tocado en suerte.

-¿Tute, y somos cinco? ¿A quién se excluye, mi teniente?

-¿Yo? A nadie; es su diploma de teniente coronel graduado el que me impidió considerarlo como capitán, mi teniente coronel.

-Gracias, teniente Delicado. Si de mí dependiese, con ese cumplido se había usted ganado un ascenso.

-Si usted me lo permite, se lo recordaré en momento oportuno, que ojalá no sea muy tarde.

-¡Caray con el joven teniente! Sin ofenderle quisiera hacerle una pregunta. ¿Cuál es su segundo apellido? ¿No será por acaso Aprovechado?

-Vamos a dejar esas pláticas de familia, amigos, y yo creo que después del codillo que me acababa de dar el capitán Olay cuando ha llegado el teniente con el recado de Rabadán, lo mejor será dejar las puestas para otro día y acercarnos al cuartel para preparar la revista de mañana.

Sin esperar respuesta, el capitán Pérez, de la primera compañía, se levantó, recogió su sable que prendió al tirante del cinturón, se abrochó los botones altos de la guerrera y con su ejemplo comenzaron a arreglarse los demás, para salir poco después hacia el cuartel.

* * *

  —192→  

Las cinco compañías del batallón de Asturias estaban irreprochablemente formadas de a dos en fondo en la explanada de las eras inmediatas a la villa. Serían las once de la mañana del 8 de noviembre. La mañana había amanecido fresca, pero el sol persistente había logrado caldear el día. El capitán ayudante recorría a caballo las filas para cerciorarse del buen aspecto y marcialidad de la tropa, antes de que llegase el nuevo jefe del batallón. En lo alto del campanario había apostado un vigía para que advirtiera la llegada por la carretera de Cádiz. Un punto de toque de clarín le hizo saber que el teniente coronel Riego estaba a la vista. Terminó rápidamente su inspección. Entregó el mando al capitán Causá, como el más antiguo en el empleo y salió al galope a recibir al jefe.

* * *

Por la carretera avanzaba al paso de un hermoso caballo blanco el nuevo jefe interino del batallón de Asturias, teniente coronel don Rafael del Riego. Junto a él, jinete en un tordillo de finos cabos y nervioso andar, iba su oficial de órdenes, el teniente Miguel Gómez. Adelantándose unas veces y metiéndose otras entre las patas de los caballos con la ligereza que le daba el hábito de la vida militar, un perro de aguas, de blanca lana y caprichosas borlas recortadas en las manos y en la cola, andaba y desandaba el camino.

Ya cerca del pueblo divisaron a un oficial que se dirigía hacia ellos al galope.

-Debe de ser el capitán Miranda -dijo Gómez.

-Salgamos al encuentro- contestó el teniente coronel.

Pusieron sus caballos al trote. El oficial de órdenes se situó algo retrasado para dar escolta a su jefe, y el perro, dando alegres ladridos, corría entre los dos jinetes.

Al llegar a la altura de una venta y como a doscientos metros del capitán Miranda, que era, en efecto, quien iba a su encuentro, se detuvieron. Éste avanzó hasta   —193→   el teniente coronel, frenó en seco su cabalgadura y saludó con el sable marcialmente.

-Bienvenido al batallón de Asturias, mi teniente coronel. -Añadió-: Capitán ayudante Fernando Miranda, graduado de teniente coronel.

-Gracias por esa bienvenida y por la presentación, que en este caso era innecesaria. Tengo buena memoria y no se me ha olvidado que nos conocimos hace unos años en Galicia.

Y alargando la mano para estrechar la de Miranda, continuó:

-¿Tanto he cambiado en este tiempo, que ya no reconoce usted a un viejo amigo?

-Yo sí recordaba, mi teniente coronel, pero nada de extraño era que usted hubiese olvidado a un oficial a quien conoció durante unos días y hace varios años.

-¿Qué tal por aquí? -preguntó Riego-. ¡Ah!, perdón, Miranda, le presento a mi oficial de órdenes: el teniente Miguel Gómez. Espero que hagan buenas migas.

Se estrecharon las manos los recién presentados y emprendieron la marcha hacia las eras, donde esperaba formado el batallón.

Delante iba Riego y a su izquierda Miranda, detrás seguía Gómez. El perrito del teniente coronel Riego se entretenía en mordisquear la larga cola del caballo del capitán Miranda como para trabar conocimiento con la nueva montura.

El capitán Causá, al ver llegar al jefe, dio la voz:

-¡Baaa... tallón, firmes!

Se oyó el golpe seco del movimiento uniforme de quinientos hombres al reunir los pies y llevar los fusiles al costado, y Causá se adelantó andando hasta cuatro metros de los que llegaban, hizo el saludo de ordenanza con su espada, y tras las frases rituales, comenzó la revista de las cinco compañías formadas.

Al terminar de examinar la tropa, cerca de la quinta compañía que mandaba José Rabadán, el teniente coronel Riego se alzó sobre los estribos y con voz firme y clara que llegaba perfectamente a todos hubo de decir:

  —194→  

-¡Soldados! Sois jóvenes y os veo con disposición para el manejo de las armas: aplicaos al ejercicio de ellas, tened amor y confianza en vuestros oficiales y os conduciremos a la inmortalidad.

La mayoría de los muchachos a quienes iba dirigida la equívoca arenga no se percataron de su significación. No así los oficiales, que se miraron sorprendidos unos a otros. Tras una breve pausa y del reconocimiento del jefe del batallón, Riego asumió el mando poniéndolo en práctica con la grata orden para los reclutas de «rompan filas».

Desmontaron el jefe, el capitán ayudante y el oficial de órdenes, y en compañía de los demás marcharon al alojamiento destinado a Riego.

La franca mirada del nuevo jefe, su voz bien timbrada y su agradable aspecto habían impresionado favorablemente a la oficialidad. Tenía entonces Riego treinta y un años. Las facciones enérgicas; la frente amplia: llevaba el pelo claro rizado bien peinado, con raya partida al lado izquierdo y patillas finas que le llegaban hasta media oreja; los ojos de azul acerado se perdían en la lejanía y expresaban tan pronto la exaltación más vehemente como serena comprensión. Mientras andaba rodeado de sus oficiales los observaba con atención y estudiaba el tono y las palabras de cada uno de ellos.

El teniente Gómez iba contando a sus compañeros los estragos de la peste en Cádiz y se regocijaba por haber salido al fin de la ciudad. El teniente José Heres de la segunda compañía, en cambio, afirmaba que con peste y todo estaba dispuesto a hacer la caminata a Cádiz, antes que seguir unos meses más de guarnición en Las Cabezas de San Juan. Su novia, una bella muchacha gaditana, hija única de don Toribio Manera, rico comerciante en vinos generosos y hermano durmiente del Taller Sublime, se moría de tedio sin verlo, y el cordón sanitario de la plaza hacía tiempo lo tenía alejado de su amor.

* * *

  —195→  

En el cuarto de la fonda que ya conocemos, charlaban Fernando Miranda, el capitán Rabadán y el teniente Miguel Gómez. El tema de las pláticas era, naturalmente, el nuevo teniente coronel. Gómez calmaba la legítima curiosidad de sus superiores.

Desde la llegada de don Rafael del Riego resultaba casi imposible que se congregasen alrededor de la mesa camilla más de tres contertulios. Hacía quince días que el nuevo jefe tomara el mando y mañana y tarde se efectuaban ejercicios de instrucción, marchas, contramarchas y simulacros de operaciones con despliegues, asaltos de reductos, etc. La actividad dejaba escaso tiempo al tedio del que tanto se plañían antes los oficiales.

Miranda, tras varias conferencias con Riego, había reorganizado la logia del batallón, aunque ahora se prescindía de los ritos para llegar más pronto a los acuerdos. En la última reunión, durante la noche anterior, en la misma habitación en que se encontraban los tres militares, se dio cuenta de los progresos del movimiento constitucionalista, a pesar de la trastada del general O’Donnell. Cierto que éste no denunció las ramificaciones civiles de Cádiz, ni las de Jerez de la Frontera, y que las detenciones y castigos fueron, por primera vez -Miranda era la prueba-, bastante leves. Los principales comprometidos huyeron a Gibraltar, pero el joven diplomático masón Álvaro Alcalá Galiano, que destinado al Brasil se quedó en el puerto de Cádiz para conspirar y derrocar al Gobierno absoluto, no había huido, y se las compuso para reanudar los hilos de la abortada conjura.

En realidad eran tres los personajes centrales del movimiento: el citado Alcalá Galiano, fogoso orador en las logias y clubs; el abogado gaditano don Domingo Antonio de la Vega, de alguna edad y no demasiada energía, y el abastecedor del ejército expedicionario don Juan Álvarez Mendizábal, socio y principal agente de la casa Beltrán de Lis.

Los informes que Rafael del Riego comunicara a unos compañeros y oficiales no podían ser más optimistas.   —196→   Se tenía la impresión de que el mando de la sublevación, cuando estuviera ésta madura, lo asumiría don Juan O’Donojú, cuya lealtad quedó probada al sufrir tortura sin denunciar a los demás implicados en la fracasada intentona de Richard. O’Donojú, que fue ministro de la Guerra en el primer período constitucional y que residía en Cádiz, tenía prestigio y autoridad en el Ejército, y su posible mando hizo excelente impresión en la oficialidad del batallón de Asturias.

Pero volviendo a nuestra escena, oigamos las palabras del teniente Gómez sobre el nuevo jefe:

-... se encontraba prestando servicio hacía poco en los Guardias de Corps, cuando al comenzar la guerra, en 1808, la Junta de Asturias le nombró capitán, y don Rafael solicitó y obtuvo servir a las órdenes del genera don Vicente María de Acebedo.

-Sí -interrumpió el capitán Rabadán dirigiéndose a Miranda-, tú nos contaste que intervino en las acciones de Balmaseda, San Pedro de Güeñes y en la de Espinosa.

-Lo que no sé si sabrán ustedes es lo que le sucedió en la de Espinosa.

-¿A don Rafael?

-Sí. Blake se encontraba con que entre las fuerzas del mariscal Víctor y las de Lefebvre se iban a reunir cincuenta mil hombres y decidió retirarse a Espinosa de los Monteros después de unas acciones locales de retaguardia en Balmaseda. Así eludió las fuerzas de Lefebvre e hizo frente a las de Víctor que todavía le eran superiores en cuatro mil soldados. El 10 de noviembre los nuestros hicieron prodigios de valor, principalmente los de Dinamarca y la división asturiana de Quirós, en la que mandaba una brigada Acebedo.

»Al caer la noche se interrumpió la acción, y Blake, en lugar de retirarse, decidió continuar la lucha al día siguiente, a pesar de la falta de alojamientos y de hospitales para los heridos.

»Nuestra ala izquierda la cubrían los asturianos desde una posición elevada que dominaba bien el terreno.   —197→   Víctor envió contra ellos la brigada De Maison, pero ante la resistencia que encontró mandó apostar tiradores especiales para eliminar a los jefes que se multiplicaban animando a los muchachos. El primero en caer fue el general Quirós, que en un caballo blanco recorría las filas. Poco después eran gravemente heridos los brigadieres Acebedo y Valdés. Al quedar sin jefes los muchachos, con escaso fogueo todavía, comenzaron a flaquear y a ceder terreno. Blake trató de enmendar la situación y envió al general Mendizábal. Cuando llegó, ya los restos de la brigada de Acebedo se retiraban hacia el valle del Pas.

»En la retirada, un destacamento de artillería con el que iba el convoy de heridos fue sorprendido por el regimiento de cazadores franceses que mandaba el coronel Tascher. La artillería logró escapar, creyendo al dejar el convoy que los heridos serían respetados por el enemigo; pero furiosos los franceses al perder una presa que creyeron segura, comenzaron a rematar a los heridos. El general Acebedo casi moribundo iba en el fondo de un carro regimental. Lo acompañaba su ayudante el capitán Riego. Al darse cuenta Acebedo de lo que sucedía, le ordenó a Riego que se salvara y lo dejase. Éste se negó, y cuando vio aparecer a los cazadores franceses ciegos de ira, tiró de sable defendiendo a su general. En la lucha quedó desarmado y todavía entonces trató de cubrirle con su cuerpo y de convencer a los atacantes de lo estúpido e inhumano del crimen que iban a cometer. La gallardía de su conducta llamó la atención de varios oficiales de Tascher, quienes le salvaron la vida cuando después de acabar con el general querían lanzarse contra él los cazadores.

En Francia, mientras estuvo prisionero, aprovechó bien el tiempo y habla con soltura el francés, el italiano y el inglés. De vuelta en España al término de la guerra, esos conocimientos le sirvieron para ingresar en el estado mayor. Por eso estaba en la plana de O’Donnell desde el año pasado. Yo le he tratado allí bastante y tengo la impresión de que es hombre afable, ilustrado,   —198→   modesto y valiente. En julio procuró avisar a los compañeros del Conde de La Bisbal, pero, por desgracia, su advertencia no llegó a tiempo.

-Si es tal como lo pintáis, teniente, el batallón de Asturias está de enhorabuena -concluyó Rabadán.

-Yo os lo había dicho -sentenció Miranda.

* * *

El jueves 8 de diciembre, festividad de la Purísima Concepción, patrona del arma de Infantería, poco después de haber asistido el batallón de Asturias en pleno a una misa de campaña en honor de la Patrona, y hallándose en banderas tomando un tentempié todos los oficiales y Riego, avisaron a éste que acababa de llegar y deseaba verle urgentemente el abastecedor del ejército expedicionario.

Don Rafael dejó a los reunidos y subió a su despacho. En él estaba esperándole un caballero de elevada estatura, corpulento, con la cabeza muy poblada de pelo crespo mal peinado e indómito, mirada abierta y franca, patillas que descendían hasta más abajo de la altura de la boca ocultándole las orejas, nariz prominente pero recta, boca con labios algo abultados y expresión osada y simpática. Era hombre joven. No pasaría, por su aspecto, de los treinta años. Vestía un macferlán mal cortado, color café, con las puntas de la esclavina vueltas por encima de los hombros, pantalón gris claro ceñido, botas altas de montar y espuelas. Jugueteaba con la fusta haciendo dibujos imaginarios en el suelo cuando entró Riego. Se levantó con presteza -más de la que pudiera suponerse en persona de su corpulencia-, dirigiose al encuentro del teniente coronel y estrechando su mano en vigoroso apretón, se presentó a sí mismo:

-Juan Álvarez Mendizábal, abastecedor del expedicionario.

-Mucho honor en conocerle; le esperaba ayer y estoy a su disposición.

  —199→  

Mendizábal sonrió, se acercó a la puerta, la cerró cuidadosamente después de cerciorarse de que no había nadie en las proximidades y dejó caer su humanidad en un sillón de terciopelo rojo cuyos resortes gimieron bajo el peso del señor abastecedor.

-Le escucho, señor Mendizábal.

-No sé si sabrá usted, mi teniente coronel, que O’Donojú no ha aceptado la jefatura de nuestro movimiento.

-Me dijeron que ése era ya asunto resuelto.

-Sí, así parecía, pero a última hora don Juan comenzó a poner obstáculos y hubo que desistir. La verdad, después de lo de julio no se puede confiar el mando a quien no muestre verdadero entusiasmo.

-¿Cree usted que don Juan...?

-No, no es que lo crea capaz de lo que hizo La Bisbal, eso es cierto; mas mi consejo ha sido que cualquier general es bueno para estos casos en los que se les da todo hecho. Es más, yo les propuse a Alcalá Galiano y a don Domingo Antonio hacer yo mismo de general, si era preciso para animar a los menos decididos. Con que en el momento oportuno se vieran unos entorchados bastaba para que siguieran. No me imagino qué tal me sentaría el uniforme, pero me divertía pensar en el disfraz.

Mendizábal hablaba en un tono de confianza que se captaba rápidamente al interlocutor. Riego no pudo contener la risa.

-También usted se ríe -continuó-; veo que nadie me toma en serio como posible príncipe de la milicia... y acaso tengan razón. Por eso acepté el plan de Alcalá Galiano.

-¿Qué era...?

-Ponerse al habla con Quiroga y ofrecerle el mando con el ascenso. Quiroga es entusiasta y, además, a nadie le amarga un dulce. Ya se han entrevistado (ése ha sido el motivo de mi retraso). Ayer he tenido noticias de cómo se ha desarrollado todo en Alcalá de los Gazules. No ha habido dificultades ni tropiezos. Cierto que Quiroga, en vez de un detenido, parece el dueño del lugar.   —200→   Hablaron largamente en la celda, no porque en ella estuviera Quiroga preso. Se encontraron en el salón de billar del pueblo, pero fueron allá para poder platicar sin testigos. La propuesta de don Álvaro fue aceptada, como esperábamos, por el interesado. Luego se trasladaron a la cueva del cerro y Alcalá Galiano arengó a los oficiales. Ya conoce usted su estilo brillante. Se entusiasmaron todos y nuestro amigo se dirigió a Villamartín, donde en una reunión, tras algunas vacilaciones de los eternos tímidos, se impuso la opinión de Alcalá Galiano y quedó aceptado como jefe el coronel Quiroga. Como creí que valía la pena darle la información completa, esperé hasta tenerla. Y ahora quisiera saber cuál es su opinión sobre lo que acabo de decirle.

-La que usted espera, supone y desea. No puede ya detenerse esto por mucho tiempo. Además no es cuestión de personas, ni, a mi entender, de jerarquías. A mí me parece excelente la jefatura de Quiroga, a quien conozco y estimo -agregó volviendo a reír-, como me hubiera parecido admirable el general don Juan Álvarez Mendizábal.

-¡Ja ja ja! Gracias por su intención, mi teniente coronel. Creo, sin embargo, que así todos salimos ganando.

-¿Hay algún plan concreto?

-Hemos convenido tenerlo todo dispuesto para el 11 de enero. Es necesario actuar con rapidez, porque se están activando los preparativos del embarque del expedicionario y cualquier día podemos quedar sorprendidos por la noticia de que se da la orden de salida. Vaya, pues, preparando a su gente, don Rafael.

-No he hecho otra cosa desde que llegué, hoy justamente se cumple el mes; y mentiría si no dijera que estoy satisfecho. Hay alguno un poco tibio todavía, pero la actitud de sus compañeros será el mejor estímulo. Por lo que se refiere al 26 de línea, pueden contar con él.

-Gracias. Estaba seguro de ello por los informes que de usted teníamos. Y ahora, mi teniente coronel, estimo convendría me indicase alguna de las necesidades de su avituallamiento. Ser abastecedor tiene la ventaja de que   —201→   mis viajes no despiertan sospechas ni recelos, pero me conviene y nos conviene justificarlos.

Se puso en pie y siguió diciendo:

-Si no le aviso en contra, dentro de tres semanas, el jueves 29, volveré para puntualizar los detalles de ejecución y dejarle las instrucciones definitivas.

Riego se levantó, buscó en una de las gavetas de la mesa, sacó unos papeles, firmó unas hojas impresas haciendo algunos pedidos de raciones de marcha y después de entregárselas a su visitante, lo acompañó hasta la puerta de la calle con la cortesía y la ceremonia de sus aparentes relaciones oficiales.

Un ordenanza que lo guardaba, entregó el caballo a Mendizábal, que montó con agilidad.

-¡Buen viaje, mi señor don Juan!

-¡Hasta pronto, mi teniente coronel!

Mientras don Juan Álvarez Mendizábal se iba distanciando del cuartel hacia la salida del pueblo, el teniente coronel Riego volvía al cuarto de banderas con los ojos radiantes. La impresión que le causara don Juan no podía ser mejor. Ésa era la gente que se necesitaba. Dispuesta a todo cuanto fuera preciso. Acababa de nacer una amistad. Les unía el espíritu de aventura y el mismo amor a la Libertad.

-Señores, no sé por qué, pero sospecho que la patrona de la Infantería es favorable a la Constitución y a la Libertad.

Los oficiales pensaron por un momento que Riego se había vuelto loco.

* * *

El martes 27 amaneció encapotado el cielo; a las diez un fuerte aguacero decidió a Riego a suspender la instrucción de los reclutas. Apenas regresado el batallón al cuartel, el capitán Fernando Miranda entraba preguntando por el jefe. Subió al despacho, permaneció con él unos instantes y con la misma rapidez con que había entrado se dirigió a su casa. No habían transcurrido diez minutos cuando el teniente coronel salía siguiendo   —202→   el mismo trayecto que Miranda, y poco después se encontraba sentado alrededor de la camilla en compañía de Miranda, de Álvarez Mendizábal y de un cuarto personaje, que ofrecía fuerte contraste con Mendizábal. Todo lo que el aspecto de éste era descuidado tenía de pulcro el de su compañero. Traje impecable del mejor corte inglés, peinado a la moda más reciente de Londres. Rostro perfectamente rasurado y exhalando un leve perfume de agua de lavanda, el caballero que había llegado en compañía de don Juan Álvarez Mendizábal no podía ser por su exterior más que un diplomático o un lechuguino. En realidad, don Álvaro Alcalá Galiano reunía ambas condiciones, sin que ello le impidiera actuar de tribuno en las logias y multiplicarse en sus actividades de conspirador constitucionalista.

Habían llegado a casa del capitán Fernando Miranda en el momento más recio de la turbonada. Entregaron los caballos a Furseo, que filosóficamente contemplaba la caída del agua sentado en el portón de la fonda, y después de acomodar éste a los animales en la cuadra, condujo a los jinetes a presencia de su capitán.

Se hicieron las presentaciones al comparecer el teniente coronel Riego, y en tanto Mendizábal templaba sus manos al calor del brasero que ardía dentro de las faldas de la acogedora camilla, Alcalá Galiano llevaba la voz cantante de la reunión.

-Mi teniente coronel, los dirigentes del movimiento en Cádiz hemos llegado a la conclusión de que para mejor éxito se hace preciso adelantar los acontecimientos, si queremos evitar que se nos anticipe la orden de embarque del expedicionario. Todo está organizado y en realidad la fecha es un accidente que puede variar sin complicaciones si los jefes militares tienen preparado el dispositivo.

-Mi labor está hecha, señores, y, por consiguiente, en cuanto se refiere a este batallón, no creo que haya obstáculo alguno para cambiar el día. El problema puede presentarse con respecto a otras unidades cercanas a las que no ha habido demasiado tiempo para trabajar.   —203→   Pero eso puede sondearse rápidamente. Sobre todo, lo esencial es que las principales fuerzas comprometidas actúen a tiempo.

-Eso está resuelto, don Rafael -continuó el joven diplomático-. Quiroga está en disposición apenas se le advierta. Él debe salir de Alcalá de los Gazules al frente del batallón España y dirigirse a Medina-Sidonia, donde se reunirá el de la Corona, para ir juntos sobre el puente de Suazo, a la entrada de la isla. El coronel López Baños, con la artillería, el batallón Canarias y otras fuerzas de las inmediaciones de su guarnición, marchará hacia la costa donde se concentrarán todas las fuerzas del expedicionario. Si usted cree que los que quedan bajo su mando pueden secundarlo, lo mejor sería no dejar pasar el día primero del año.

-Si a ustedes les parece -exclamó Riego-, se podía llamar al comandante del batallón de Sevilla, para ver qué opina.

-¿Me llego a buscarle, mi teniente coronel? -preguntó Miranda.

-Sí, y tráigaselo. Puede usted almorzar con él en Villamartín y a las cuatro les esperamos aquí mismo.

Salió Miranda a cumplir el encargo, después de ordenar a Furseo que no dejase entrar a nadie en la habitación más que con orden escrita del teniente coronel Riego; se despidió éste de sus amigos, para atender al batallón, y, concertados para las cuatro de la tarde, quedaron solos en el cuarto de la fonda los dos jóvenes dirigentes del golpe.

-¿Qué impresión le ha producido este jefe, ilustre diplomático?

-Excelente, mi querido don Juan. No exageraba usted en los informes que nos dio. Me parece hombre arrojado y al mismo tiempo prudente. A creer a Miranda, su gente lo adora no obstante el poco tiempo que manda al batallón. Entre los compañeros ya había yo comprobado que se le respeta. Ha de ser un buen segundo de Quiroga.

-Si usted no se me ofende, le diré que a mí me gusta bastante más que el general creado por usted. No es   —204→   tan ambicioso, y en cambio siente más profundamente la necesidad de acabar con el servilismo. Claro que mis alcances de comerciante no son comparables a los maquiavelismos de quien maneja los secretos de Estado y la taumaturgia política como vos -dijo Mendizábal sonriente.

Charlaron, comieron, volvieron a charlar conservando siempre Alcalá Galiano un tono dogmático y su interlocutor el matiz ligeramente zumbón que casi nunca abandonaba. A las cuatro regresó Riego. Al poco tiempo se presentaron Miranda y el comandante del batallón de Sevilla.

Riego le saludó cariñosamente. Preguntó a Miranda si le había informado de algo por el camino, y ante la contestación negativa de su subordinado, rogó al comandante del batallón de Sevilla que se sentase para darle cuenta de los planes preparados y recabar su colaboración el día primero.

Habló Alcalá Galiano sobre la necesidad de actuar rápidamente y del gran respaldo que el movimiento tenía en importantes sectores políticos, militares y civiles que «todavía no era hora de dar a conocer, por los altos puestos que algunos de ellos desempeñaban»; a continuación Mendizábal, con palabra llana, se esforzó por convencer al comandante de que quienes como él habían dado una vez la libertad a España, estaban en la obligación de ayudar a recuperarla. Por último, Riego, elocuente y persuasivo, expuso cuál debía ser la intervención del batallón de Sevilla en las operaciones planeadas. Resaltó la importancia que para el triunfo significaba la actuación decidida y puntual de aquel batallón y de la gloria que su comandante alcanzaría.

El comandante escuchaba con aparente atención. No interrumpió una sola vez; no pidió una sola aclaración. No perdía una palabra ni un gesto de quien estaba hablando. Mendizábal lo observaba curiosamente. No acababa de entender el prolongado silencio del comandante. Cuando Riego hubo terminado, se dirigió a su compañero preguntándole:

  —205→  

-¿Está usted conforme y dispuesto, mi comandante?

El interrogado pareció despertar de un sueño, tosió, se atusó las guías del bigote y en medio de la expectación de los cuatro que le escuchaban, respondió:

-Totalmente de acuerdo, mi teniente coronel... siempre que para actuar me dé usted una orden firmada por el general en jefe señor Conde de Calderón.

Miranda, creyendo que se trataba de una broma, no pudo contener una carcajada, pero Riego y Mendizábal se dieron cuenta de que habían dado un paso en falso, y el primero, con cierta indignación y poniéndose en pie para dar más fuerza a sus palabras, increpó duramente al extraordinario comandante.

-Mi comandante, no entiendo su respuesta, tan fuera de lugar, que ya ve usted el efecto en un hombre entusiasta y sincero como el capitán Miranda. Me habían asegurado que su batallón estaba preparado y que usted era persona con quien se podía contar. A estas alturas o se está con nosotros o con la camarilla fernandina, y no me es posible creer que quien conozca la situación del expedicionario y las perspectivas inmediatas de salida, no se preste a cooperar en nuestra patriótica tarea. Espero, por tanto, que no haya sido la respuesta que acabamos de oír su última palabra.

-Pero ¿y si no sale bien el movimiento? ¿Con qué me cubro entonces?

-¿Y con qué me cubro yo atacando al cuartel general? -replicó Riego próximo a estallar ante la pazguatería del jefe del batallón de Sevilla.

-Cuando usted está decidido, sus razones tendrá; yo tengo las mías para no actuar sin orden del general jefe, -dijo, y se puso de pie solemnemente.

-Cuidado, comandante -terció Alcalá Galiano-, nosotros respetamos, aun sin compartirlo, su modo de proceder. No dé usted, si no quiere, el paso adelante; pero conociendo los planes, un paso atrás tiene su calificación y sus consecuencias. No lo olvide.

El comandante de Sevilla, sin añadir palabra, hizo una ligera inclinación de cabeza, a manera de saludo, y   —206→   se retiró sin que nadie hiciera nada, ni por retenerle, ni por acompañarle.

-Pero ¡este hombre es un perfecto imbécil! -exclamó Mendizábal.

-Es usted muy benévolo, don Juan. Más que imbécil, lo considero un miserable -sentenció Riego-. Miranda -agregó-, procure usted ponerse al habla con el segundo jefe del Sevilla, Osorio, que vigile a este traidorzuelo y que, llegado el momento, se haga cargo del mando, después de poner a buen recaudo al comandante. Este incidente, señores -continuó dirigiéndose a Mendizábal y a Alcalá Galiano-, es el argumento máximo para el adelanto de la fecha. Se hace preciso actuar con toda rapidez y sigilo. Como delante de él se ha hablado del 1 de enero y él se ha negado a secundarnos, es casi seguro que crea que habrá cambio de fecha. Mi opinión es, en consecuencia, que persistamos en el plan por ustedes propuesto. ¿No les parece?

-Conforme -contestaron a una los dos conspiradores civiles.

Estrecharon la mano de Riego, que salió hacia el cuartel, se enfundaron en sus redingotes, calzaron los guantes, y en compañía de Fernando Miranda, quien fue con ellos a caballo hasta la salida del pueblo, regresando luego don Juan Álvarez Mendizábal y don Álvaro Alcalá Galiano, acción y verbo de la conjura, comentaban carretera adelante la entereza y la actividad de Rafael del Riego.

* * *

Y así nació el domingo 1 de enero de 1820 en el pueblecillo sevillano de Las Cabezas de San Juan. Riego había pasado la noche en vela ultimando los detalles de su actuación en compañía de varios de sus oficiales. Lo importante era la coordinación de movimientos. Si los demás cumplían como él estaba dispuesto a cumplir, el servilismo iba a encontrar rápido fin. A las ocho de la mañana se retiró a su cuarto para vestirse de manera apropiada a la solemnidad del instante histórico del   —207→   que iba a ser principal protagonista. Pero dejamos a la pluma ingenua de uno de los testigos de los hechos la narración de lo sucedido.

He aquí el texto de la carta dirigida en 1827, desde su destierro de Somers Town, en Inglaterra, por el capitán don José Rabadán al hermano de don Rafael del Riego.

«Vímosle venir hacia la plaza, con un paso marcial y mesurado, conversando con Miranda; y eran las nueve en punto cuando se presentó delante del batallón. Traía puesta una levita gris; un sable corto de vaina de acero pendía de un cinturón, y tirantes blancos acharolados; y el bastón de caña asido de la diestra mano. Los soldados que le aguardaban impacientes al verle llegar no podían contenerse de gozo en la formación, y le miraban de hito en hito, procurando descubrir lo que decían sus ojos. Todos les teníamos fijos en él y hasta procurábamos no resollar para no perder la menor palabra que saliese de sus labios. El caudillo nos miró a todos y a todos nos saludó: colgó después su caña de un botón de la levita; desenvainó el sable, e hizo con él seña al tambor de órdenes para que tocase llamada de oficiales, y todos volamos a nuestros respectivos puestos desnudando las espadas. En seguida hizo salir al piquete en busca de la bandera. Llegó esta sagrada insignia, y después de recibida con los honores de ordenanza, mandó descansar sobre las armas.

»Su vista penetrante y expresiva ya comenzaba a hablarnos y su voz acabó por decir lo que su gesto indicaba en el siguiente discurso que dirigió a la tropa: “Soldados, mi amor hacia vosotros es grande. Por lo mismo, yo no podía consentir, como jefe vuestro, que se os alejase de vuestra patria en unos buques podridos para llevaros a hacer una guerra injusta al Nuevo Mundo; ni que se os compeliese a abandonar a vuestros padres y hermanos, dejándolos sumidos en la miseria y opresión. Vosotros debéis a aquéllos la vida, y por tanto es de vuestra obligación y agradecimiento el prolongársela, sosteniéndolos en la ancianidad; y aun también, si fuese necesario, el sacrificar las vuestras para romperles las   —208→   cadenas que les tienen oprimidos desde el año 14. Un rey absoluto a su antojo y albedrío les impone contribuciones y gabelas que no pueden soportar, los veja, los oprime y por último colmo de sus desgracias, os arrebata a vosotros, sus caros hijos, para sacrificaros a su orgullo y ambición. Sí, a vosotros os arrebatan el paterno seno, para que en lejanos y opuestos climas vayáis a sostener una guerra inútil, que podría fácilmente terminarse con sólo reintegrar en sus derechos a la nación española. La Constitución, ¡sí, sólo la Constitución basta para apaciguar a nuestros hermanos de América!”

»Al concluir estas palabras llenas de fuego y pronunciadas con un entusiasmo que ya no podría expresar, levantó el sable, y vibrando su punta hacia los cielos, prorrumpió en un tono aún más elevado y decidido: “¡Sí, sí, soldados, la Constitución! ¡Viva la Constitución!”

»Este arrojado y generoso grito resonó por entre las filas como el eco entre las montañas, repitiéndose por todas ellas: “¡Viva la Constitución! ¡Viva nuestro comandante y libertador don Rafael del Riego!” Las mejillas del héroe se sonrosaron, y abriendo la proclama que tenía en la otra mano, la leyó en voz alta y sonora; cuya lectura por boca del heroico jefe produjo en el ánimo de la tropa todo lo que en aquel momento pudiera desearse.

»El bando decía: “Don Rafael del Riego, teniente coronel de infantería, comandante del segundo batallón de Asturias y de las armas de esta villa, hago saber a todos sus habitantes, que por convenir imperiosamente al mejor servicio de la nación, ninguna persona de cuantas las componen salgan de ella en todo este día, ni a pie, ni a caballo, bajo la pena de ser pasados por las armas el que la contraviniera, de cualquier estado o condición que fuere; para lo que he mandado establecer un cordón en su circunferencia, cuyo comandante hará ejecutar este castigo, con el que infringiere esta providencia (lo que no espero). A igual pena condeno al que directa e indirectamente se opusiere a las medidas que por superior disposición voy a tomar, y no contribuyere con todos los medios que los alcaldes constitucionales   —209→   don Antonio Zulueta y Beato y don Diego Zulueta, el menor (que he nombrado con amplias facultades que tengo para constituirlos en el paternal encargo que les confiere la sabia Constitución española, la cual desde este momento vuelve a regir en toda su fuerza y vigor en toda la nación española), les puedan exigir o exijan, para el mejor éxito de la empresa, que de concierto con todo el ejército destinado a Ultramar y la mayor parte de los pueblos de esta provincia y demás de la Península, da principio en esta hora. Persuadido de que todos los dignos y pacíficos habitantes de este pueblo conocerán el origen y objeto de estas operaciones, que no deben ser seguidas sino de los mejores resultados, no temo remotamente verme en la necesidad de usar la fuerza que mando, la cual toda está decidida a sostenerme a todo trance; ni tampoco tener que derramar una sangre inocente, quizá víctima de la más detestable y maliciosa ignorancia, que arrancaría de mi sensible corazón las más amargas lágrimas de dolor y desconsuelo. Para que llegue a noticia de todos y ninguno pueda alegar ignorancia, se publicará solemnemente en la forma acostumbrada y se fijará en los mismos términos. Dado en el primer Cantón Constitucional del Ejército nacional y patriótico, a primero de enero de 1820. Rafael del Riego.”

»Terminada la lectura, el inmortal jefe mandó formar pabellones y dio orden para que se comieran los ranchos. Volvió a recomendar que no faltara jamás un oficial del lado de su compañía. También dijo que como a las tres de la tarde íbamos a formar para dejar el pueblo, y que antes de hacerlo se daría a la tropa una ración de pan, queso, vino y aguardiente.

»A las dos y media de la tarde se presentó en la plaza el ayudante don Baltasar Balcárcel, quien por orden del jefe formó el batallón; y a las tres en punto un ¡Viva! general de entusiasmo anunció la llegada del inmortal Riego... Después de tocar llamada de oficiales pronunció un discurso breve y elocuente que acabó de arrebatarnos haciéndonos prorrumpir en nuevos vivas, que salían   —210→   de nuestros labios con la mayor sinceridad y entusiasmo. Luego, mandando formar por mitades en columna a la derecha rompió la marcha con dirección a la ciudad de Arcos. La compañía de cazadores quedó cercando el pueblo, con orden de permanecer así hasta las siete de la noche.

»Luego que dejamos el pueblo nos ordenó silencio, reinando la mayor disciplina entre las tropas. Nuestra marcha exigía toda esta precaución, porque a no más distancia de dos leguas se hallaba acantonada en la villa de Lebrija la segunda división de infantería mandada por el brigadier Michelena.»

Hasta aquí la carta del capitán de la quinta compañía del batallón de Asturias, que mediante la expatriación evitó la pena de muerte en garrote vil a que fuera condenado en 1823. Poco nos queda ya por contar de lo acaecido. Riego con su fuerza avanzó hasta Arcos de la Frontera. Osorio, fiel a su compromiso, había salido de su acantonamiento de Villamartín con el batallón de Sevilla, pero al no encontrarse al de Asturias en las cercanías de Arcos, por un retraso en la marcha de Riego, decidió esperar a que se hiciese de día. No se encontraron, pues, ante la plaza en la que estaba el cuartel general del ejército expedicionario, pero Riego, decidido a seguir adelante, arengó a la tropa y a pesar de saber que tenía enfrente fuerzas mucho más numerosas atacó Arcos por uno de los huecos de sus viejas murallas. La guarnición y el cuartel general fueron de tal manera sorprendidos que el resultado de la jornada fue la captura del general en jefe, señor Conde de Calderón, y de los generales Blanco, Salvador y Fournás. Los gritos de entusiasmo de la gente del batallón de Asturias resonaban por las empinadas callejuelas de la vieja ciudad que preside en lo alto de su roca arenisca la iglesia gótica de Santa María, cuyas campanas se lanzaron al vuelo, estremeciendo las aguas crecidas del Guadalete que casi rodean la estratégica plaza. Riego, a caballo en la plaza, teniendo a sus espaldas los muros de cantería de la iglesia, habló a la guarnición, logrando que se uniera ésta   —211→   rápidamente a su empresa. El golpe principal estaba dado. La noticia circuló por España. Sin embargo, el resto de las guarniciones no actuaban. Un retraso lamentable de Quiroga complicó la situación en el Sur. Riego siguió su marcha llevando junto a él a don Juan Álvarez Mendizábal. La Constitución se proclamó por ellos en Jerez de la Frontera. De allí, a San Fernando y al Puerto de Santa María, donde se les unieron el brigadier O’Daly, el comandante Arco Agüero, los hermanos San Miguel y otros jefes que habían estado prisioneros desde julio en el castillo de San Sebastián. Pero el soplo no prendía y todo amenazaba con hundirse. La columna de Riego era casi una columna fantasma. Las deserciones comenzaban..., y entonces, poco a poco, el fuego de la sublevación fue prendiendo en Galicia, en Cataluña, en Aragón. La Corte se asustaba. Al llegar marzo, Fernando VII dispuso poner al frente del ejército de Extremadura, para combatir a los rebeldes, a don Enrique O’Donnell, conde de La Bisbal y ex regente de las Cortes generales y extraordinarias de la nación. En aquel momento, no sabemos de dónde, renacieron los ocultos y profundos sentimientos liberales del señor conde. Grave, pomposo y mayestático frente al regimiento imperial Alejandro que en Ocaña mandaba su hermano Leopoldo, el prócer abrió la boca para dejar salir el grito de «¡Viva la Constitución!». Alarmado el monarca, firmó el 10 de marzo el «Manifiesto del rey a la nación española». También el rey felón sentía brotar en su alma los sentimientos constitucionales: «He oído vuestros votos y cual tierno padre he condescendido a lo que mis hijos reputan conducente a su felicidad.» Por la vieja y curtida piel del toro brotaba alegremente el ingenuo decir: «¡Viva la Pepa!». Su majestad, después de haber hecho su solemne declaración -«Marchemos francamente, y yo el primero, por la senda constitucional»-, oía el estallido popular en la tonadilla del Trágala. En los ratos de ocio Fernando trenzaba una larga cuerda de esparto con la que contaba años más tarde ahorcar al Liberalismo, en la persona del caudillo que había tenido   —212→   el valor de oponerse a sus reales deseos y a la camarilla de los serviles.

Las blancas y regordetas manos del rey majo trabajaron bien. El 7 de noviembre de 1823 salía de la Cárcel de Corte de Madrid con hopa y birrete de criminal, tirado en un serón que arrastraba un asno, el que fuera comandante del batallón de Asturias. En la plaza de la Cebada se levantaba una horca, de ella pendía la cuerda amorosamente tejida por Fernando VII. Cuando la fúnebre comitiva llegó, el verdugo pasó por el cuello de don Rafael del Riego el lazo corredizo de esparto, dio el empujón, y mientras el cuerpo bailaba con los espasmos lúgubres del ejecutado, manos serviles aplaudían la justicia que había mandado hacer el rey nuestro señor.

Seis días más tarde las mismas manos tiraban del carro triunfal en el que hacía su entrada, sonriente, y satisfecho de su justicia, acompañado de la reina, el tejedor de la corbata que sirviera de horca a Rafael del Riego.

Se había iniciado la «ominosa década».