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Esteban Echeverría y una cultura nacional

José Isaacson





La oposición entre neoclásicos y románticos excedió, en su momento, el enfrentamiento entre dos escuelas literarias. Se trataba, más bien, de dos visiones de la realidad; una, anclada en un pasado irredimible; la otra, tendiendo hacia el provenir una perspectiva que, por inédita, iniciaba una trayectoria que había que ir construyendo.

Los neoclásicos solo podían repetir fórmulas y formulaciones oxidadas ya por una larga intemperie y que por estar de espaldas a la siempre compleja realidad era neta y detenidamente antihistórica, bien lejos de la visión argentina y americana que rigió la obra del maestro de la generación del 37. No es entonces de extrañar1 que el 28 de setiembre de 1837, un día después de la salida de las Rimas, Marcos Sastre se dirija a Esteban Echeverría, hasta entonces «distinguido contertulio» del Salón Literario, en los siguientes términos: «Yo pienso, señor Echeverría, y me atrevo a asegurar, que usted está llamado a presidir y dirigir el desarrollo de la inteligencia de este país. Usted debe encabezar la marcha de la juventud; usted debe levantar el estandarte de los principios que deben guiarla, y que tanto necesita el completo descarrío intelectual y literario en que hoy se encuentra. A usted le toca, no lo dude: y de aquí nace mi empeño por que usted se ponga a la cabeza de este establecimiento».

Nutrido por las ideas motrices de Mayo, coincidentes en gran parte con las del movimiento romántico del cual había sido impaciente testigo durante su residencia en París (1826-1830), Echeverría ya había iniciado, apenas estuvo de regreso en Buenos Aires, la tarea que se había impuesto como «obrero de la mejora social», según la recordada expresión de su amigo Juan María Gutiérrez. Es que la literatura cuando es expresión de la vida no puede ser indiferente a los fenómenos propios del entorno social: lo que de ningún modo significa que el escritor en particular y el artista en general sean meros descriptores de imágenes exteriores para cuyo registro bastan las cámaras fotográficas.

La obra lírica de Echeverría debe ser juzgada dentro del contexto que la produjo. Sus aciertos pueden estar oscurecidos por esa facilidad acuosa que señalara Menéndez y Pelayo, pero lo que continúa vigente es la actitud que conjugaba al adelantado de la cultura de su siglo en nuestro medio, con el iniciador de una nueva escuela literaria-nueva incluso en el ámbito de nuestro idioma. Asimismo, cabe consignar la casi absoluta soledad espiritual en que sus trabajos fueron engendrados. «Bástenos recordar -señala Rojas en La literatura argentina- que cuando Echeverría apareció en Buenos Aires con su Elvira, en 1832, él era el único poeta de la ciudad». Y agrega: «hasta donde llega la diferencia de su obra con el ambiente argentino y la tradición colonial, hasta ahí llegará su grandeza».

Dejando a un lado los ornamentos verbales propios de la hora y la insistencia en elementos que ahora nos resultan adjetivos, pero que vinculados con la poética romántica, que es su referente artístico y literario, resultan sustantivos, podremos apreciar con adecuada perspectiva la validez de sus enfoques culturales. Por eso, en la oposición entre románticos y neoclásicos se jugaba algo más que un modo literario; de un lado estaban los resabios de la vida colonial; del otro, la posibilidad de elaborar, según palabras de Martínez Estrada, «una doctrina de la nacionalidad».

Si entendemos por cultura la naturaleza construida por el hombre, de muy poco valía aferrarse a las formas del pasado que sobrevivía en la literatura neoclásica. Aludiendo a Juan Cruz Varela, afirma Rojas: «Su ejemplo es concluyente porque es representativo de toda esa última generación colonial. Capaz de sacudir como ciudadano el yugo político, no era capaz de sacudir el yugo literario». La literatura y la historia, aún cuando no siempre marchen con el mismo paso, se hallan íntimamente relacionadas, y de ahí que el pensamiento de Echeverría sea armónico pues conjuga con feliz equilibrio su obra de poeta, pensador y sociólogo: «La poesía -nos dice- sigue la macha de los demás elementos de la civilización y, nutriéndose, como principalmente se nutre, de principios filosóficos, de ideas morales y religiosas, debe ceder al impulso que le dan las doctrinas dominantes de la época, sobre aquellos tres puntos de la humana inteligencia»2. Lejos de toda postura estetizante, el autor del Dogma socialista comprende que la poesía -y el arte, en general- no puede ser ajena ni estar desvinculada de la realidad histórica. Claro está que podemos observar su formulación, señalando que la poesía no solo sigue la marcha de la civilización sino que se le suele adelantar, pero más importante nos parece resumir este aspecto de la lección de Echeverría señalando que a la alienación literaria tanto se puede llegar por la vía de la arqueología como de la futurología. El presente y solo el presente nos fue concedido; perder el presente, por otra parte, no es solo perder la posibilidad de afirmar y de construir, sino que, también, es perder la posibilidad de recordar y de predecir. En última instancia, perder el presente es, simultáneamente, perder el pasado y el futuro.

A raíz de la invitación de Marcos Sastre, Echeverría pronuncia las disertaciones en el Salón Literario. En la primera crítica tanto la imitación de lo literario, como la mera repetición memoriosa de lo científico y, coherentemente, se manifiesta contra toda servidumbre a las ambiciones personales en lo político. Y justamente, para oponerse a la arbitrariedad de las ambiciones personales se dedicará a elaborar una doctrina nacional capaz de conciliar patria y humanidad, destino individual con destino colectivo, temas que desarrollará en su obra fundamental. En la primera disertación, afirma: «El pobre pueblo ha sufrido todas las fatigas y trabajos de la revolución, todos los desastres y miserias de la guerra civil, nada, absolutamente nada, han hecho nuestros gobiernos y nuestros sabios por su bienestar y educación». Insiste asimismo, en la necesidad de reelaborar la cultura europea estampándole «el sello indeleble de nuestra individualidad nacional».

La preocupación por alcanzar la cultura nacional será una de las constantes de la generación del 37. Uno de sus integrantes esenciales, Juan Bautista Alberdi, dirá en su «Fragmento preliminar al estudio del derecho» (1837): «Depuremos nuestro espíritu de todo color postizo, de todo traje prestado, de toda parodia, de todo servilismo. Gobernémonos, pensemos, escribamos, procedamos en todo, no a imitación de pueblo alguno de la tierra, sea cual fuere su rango, sino exclusivamente como lo exige la combinación de las leyes generales del espíritu humano, con las individuales de nuestra condición nacional». Por su parte, Juan María Gutiérrez, en uno de los discursos inaugurales del Salón Literario, expresará que «la importación del pensamiento y de la literatura europeos no debe hacerse ciegamente, ni dejándose engañar por el brillante oropel con que muchas veces se revisten las innovaciones inútiles o perjudiciales».

En un momento tan crítico como el presente, cuando siguen siendo válidas las abrumadoras palabras que emitió Martínez Estrada en Para una revisión de las letras argentinas: «hoy puede afirmarse que casi monopolizan el mercado literario los filibusteros y los mercaderes de brujerías»; «aplastamos a los talentos que se inician con vigor, emasculamos a los espíritus libres y sanos, juntamos en la baraja los nombres respetables y los candomberos de las letras», la generación del 37 adquiere una insospechada actualidad pues nos muestra un grupo coherente de intelectuales al servicio del país. Más allá de sus afirmaciones que, como ya señalamos, se corresponden con su momento histórico, y se encuentran teñidas por la ideología de su obra, y prescindiendo de su elocución impregnada por la retórica romántica, lo que sigue valiendo es el fenómeno cultural de un pensamiento hijo de sus circunstancias, nutrido por savias nacionales y por lo mejor del pensamiento europeo coetáneo, previo paso por la aduana intelectual preconizada por Gutiérrez.

Filón de Alejandría dijo que la Creación es recreada, por cada generación. La nuestra debería replantearse muchas de las premisas sostenidas por los hombres del 37, y despojándonos de fáciles aditamentos decorativos, que más tienen que ver con el disfraz que con el íntimo perfil, ir descubriendo el significado, los contenidos y las posibilidades de una cultura nacional.