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Estilo de Sarmiento y estilo de Martí

Tulio Halperín Donghi





Cuando leemos el elogio que Sarmiento hizo de Martí, de su elocuencia «áspera, capitosa, relampagueadora», de su «estilo de Goya, el pintor español de los grandes borrones que habría descrito el caos», cuando leemos todo eso nos cuesta seguir creyendo del todo en su completa ingenuidad artística. ¿Cómo no advertía que esos términos que retrataban admirativamente un estilo, si eran adecuados para juzgar el de Martí, servían aún mejor para el suyo propio? De haberlo advertido hubiese sido Sarmiento el primero en señalar esa afinidad; no el último. Porque la comparación se ha hecho ya casi obligada, y corre peligro de trocarse en paralelo ritual. Lo que no significa de ningún modo que no haya afinidades muy reales. Tanto Sarmiento como Martí unieron un sentido muy vivo de la tradición idiomática con una extrema modernidad; tanto el uno como el otro adoptaron «la palabra como instrumento oratorio»1, como medio de comunicación antes que de expresión. Y los parecidos podrían seguir buscándose, y no sin algún resultado, y hablar del talento descriptivo de ambos o de otras virtudes que no es inexacto atribuir, a la vez, al cubano y al argentino. Pero ese procedimiento no parece demasiado fructuoso; lo que por él se descubre no es, en efecto, inexacto: es en todo caso bastante vago. Acaso sea posible alcanzar una imagen más ceñida del Sarmiento escritor buscando sus diferencias, más que sus semejanzas, con Martí.

Ante todo: Sarmiento y Martí atribuían, cada uno de ellos, sentido muy distinto a su obra escrita. Sarmiento se atuvo siempre a una justificación utilitaria de su literatura. Martí no. Martí vaciló entre una entrega al arte desinteresado y una renuncia a sus prestadas galas. Sólo que esa renuncia no se hacía en nombre de la pura utilidad, era sacrificio ante una exigencia ética. ¿De veras sacrificio? Acaso habría que decir salvación. Porque a través del enfoque ético no se elimina el menester literario como pura técnica: se le fijan normas nuevas, acordes con un ideal de más depurada sencillez. El criterio ético da lo que no podía dar el de utilidad: un estilo y aun -en los peores momentos- una retórica. Aun en sus renunciamientos sigue siendo Martí un artista muy consciente de sus medios.

Y esa conciencia más alerta distingue también a Martí de Sarmiento en su actitud ante la tradición hispánica en la que ambos han sido formados. Tradición que es en Martí literaria, fruto de una selección en el legado tan complejo de la literatura española: Santa Teresa, Quevedo, Gracián... En Sarmiento todo es menos deliberado: la tradición en que está sumergido la recibió con la lengua viva y con una literatura que no es -y con razón- la que recogen los textos de historia literaria, literatura didáctica y piadosa, vuelta ella también a la práctica, y sólo muy subordinadamente a la búsqueda de un dado tono expresivo.

¿Son éstas las diferencias fundamentales entre Sarmiento y Martí? Acaso no; acaso, al fijar en planos muy distintos la labor de escritor de uno y otro, hacen menos fácil advertir lo que, fundamentalmente, los opone.

Lo que fundamentalmente los opone... Quizá hemos de descubrirlo, mejor que en paralelos más o menos acertados, en un examen de la concreta actitud expresiva de Sarmiento y Martí. He aquí un ejemplo, acaso característico. En 1846 asiste Sarmiento a un discurso de Guizot en la Cámara francesa, y en sus Viajes lo describe:

«Guizot está ya en la tribuna. El silencio profundo de la Cámara deja repercutirse su voz metálica, sonora, vibrante, por todos los ángulos del edificio. Su actitud es naturalmente insolente; tiene, como en sus retratos, la cabeza echada hacia atrás, la frente dominante, el corte de la boca encorvado para abajo. Sus maneras son las de un Lord, su tono el del ministro omnipotente, su acento el del antiguo catedrático de la Universidad. Hablando a la Cámara, justificándose, mintiendo, hace un curso de historia, de moral, de política, de filosofía, y si algo faltara al orador, daríaselo la aprobación escrita, marchamada en la cara de la mayoría, el respeto, la gratitud pintada en los semblantes. En cuanto a los extremos, no existen para él; o bien que tiene a Thiers en el centro izquierdo, para aplastarlo con su lógica fulminante, su desdén matador, su desprecio insoportable.»2



En una noche de octubre de 1888, en una reunión popular de Nueva York, habla Blaine. Martí describe:

«A un amigo da Blaine el sombrero castaño; de un gesto se saca el gabán amarillo; con las dos manos, pálidas y nudosas, ase la baranda; la bandera que la cubre se le pliega y encoge bajo los dedos. Echa el cuerpo hacia fuera, como para mandar que callen. Lo obedecen. Se yergue.

«Y habla lo que trae pensado con poco gesto, con una mano en la baranda, con la cabeza atrás, caída al hombro derecho, con el ojo que no mira, sin dejar caer de alto la mirada. Cuando ataca a un enemigo personal, el cuerpo se le desembaraza, como si eso fuera lo mejor de su oratoria: y se le ve el perfil de lleno, la frente gruesa por lo alto, y redondeada sobre las orejas por el ejercicio de la palabra; la nariz corva y robusta; la boca firme; la barba escurridiza, disimulando lo pobre del hueso por una barbilla blanca. El pelo es lacio de seda natural, y suele, con el calor del argumento, caer sobre la frente, como para ayudarle a combatir. Y el ojo es retador, agresivo, frío, viscoso, y más muro que puerta, hecho para citar al combate y gozarse en él, y en ver postrado al enemigo, no -como otros ojos- para llamar a los hombres, y dejar que entren como en casa propia por el palacio del alma. Es ojo que espera a pie, que no se echa atrás, que no se cierra de noche, que ha vuelto cínico y duro del viaje por las almas; ojo de esmalte; un diamante negro embutido en marfil: ojo de corso.»3



No sé si los ejemplos aducidos son excelentes; son en todo caso comparables. Sarmiento y Martí oyen a políticos a los que admiran y aborrecen (Guizot, el traidor a la causa de la libertad en el Plata; Blaine, el padre del proyecto de unión aduanera en que ven muchos el disfraz de una ambición imperialista); en los que hallan virtudes y defectos comunes: talento inescrupuloso, desprecio por los hombres a los que dominan y corrompen. Y las imágenes que dan de Guizot y Blaine son, sin embargo, muy distintas.

Empecemos por fuera: se advierte en seguida qué largo camino se ha recorrido desde la primera descripción, en que la fluidez y la abundancia no excluyen cierta monotonía (esas triparticiones recurrentes: tres adjetivos para la voz, tres rasgos para el rostro de Guizot, tres determinaciones para su actitud en la tribuna, de nuevo tres instrumentos para aplastar al humillado Thiers) hasta el párrafo de Martí, de marcha tanto más libre y desembarazada, nervioso y cortado al principio, remansado y descriptivo en seguida. Toda simetría demasiado formal ha desaparecido, en toda la descripción se hace patente una conciencia de estilo más madura y libre. Véanse los comienzos de las breves frases iniciales, en que el centro del interés es puesto audazmente en primer término, sea cual fuere su función gramatical: el amigo que recoge el sombrero, el rápido gesto de sacarse el gabán, las manos que aferran la bandera. Se ve cómo entre el párrafo de Sarmiento y el de Martí han pasado cuarenta años, llenos de aventuras y experiencias literarias.

Entre ambos se sitúa una gran revolución en el modo de escribir nuestra lengua, una revolución que -para nosotros que no hemos podido aún absorberla y superarla- es aún más decisiva: la disolución del párrafo abundante y complejo, esa tarea de modernistas y noventayochescos, en que colaboró Martí. De este modo la relación de Sarmiento con la tradición lingüística es, si menos consciente, también menos frágil y aventurada que la de Martí: no debe reconquistarla en una lucha siempre renovada, la posee como don natural y no buscado. El ritmo amplio y un poco oratorio, de lentas y complicadas articulaciones, es como su natural respiración.

Se ve aquí cómo el carácter oratorio del estilo de Sarmiento y el de Martí no establece entre ambos sino una semejanza verbal. La oratoria significa en Sarmiento algo más que el triunfo del momento de la comunicación sobre el de la expresión: es el triunfo de una tradición de estilo. Un triunfo que puede explicarse por la formación de Sarmiento. Con su tío José de Oro vislumbró un ideal de elocuencia «concisa y llena de sensatez», sobriamente ornada; y las posteriores lecturas románticas no lo apartaron de ese rumbo tanto como se pudiera imaginar. Uno de los libros por él más frecuentados, el de Villemain, era de elocuencia en el más literal de los sentidos: era la reproducción de un resonante curso de lecciones. Y publicistas -es decir, oradores por escrito- es la palabra que debió inventarse para caracterizar a autores como los que tomó por modelo. Oratorio, en estilo casi clerical, era Quinet; en estilo más abogadil, de constructor de alegatos bien armados, Tocqueville.

Es decir que Sarmiento era, precisamente, un romántico, y Martí un modernista: he aquí resumidas, a la vez, las semejanzas y las diferencias. Resumidas, no aclaradas. Porque al cambio en el ideal de estilo corresponden otros cambios no menos radicales. Trataremos de buscar también la huella de esos cambios en los ejemplos antes recogidos. Sarmiento daba aún un retrato unido y centrado de su personaje; en Martí el personaje se disuelve en rasgos independientes: tras de las imágenes iniciales, en que desfilan vertiginosamente la nerviosa rapidez de gestos y la tenaz energía de Blaine, sigue un trozo descriptivo muy desmayado, sin selección ni jerarquía. Y Martí sólo se recobra al hablar de los ojos del orador: aquí vuelve de nuevo a un ritmo libre y a la vez seguro. Cuando vuelve a hacer pie se encuentra en un mundo muy distinto del Nueva York de octubre de 1888, un mundo de símbolos elementales, más reales, más corpulentos que la efímera realidad. Del Partido Republicano, del proteccionismo, del creciente predominio de los industriales en la república que había sido de hombres libres e iguales, de todo eso no hay aquí ya nada. A través de los ojos, duros y helados, se alcanza la almendra del alma maligna que tiene ante sí el escritor. Se alcanzan, a la vez, unas capas de realidad frente a las cuales toda caracterización histórica se torna pura anécdota. En que la caracterización se hace, por fuerza, moral. He aquí una de las entradas para ese mundo de profundidades que fue el de Martí, único refugio que quedaba a este héroe a quien tocó vivir en tiempos antiheroicos. Refugio abierto cuando la realidad cotidiana se ha hecho de una complejidad ya inabarcable, se ha disgregado en fragmentos ininteligibles.

Ese mundo elemental y eterno se construye -se dijo ya- con símbolos elementales, a los que confiere una ficticia eternidad su antigüedad extrema.

Martí gusta de darse entero en una palabra, de traerla a plena luz de iluminarla por todas partes y revelar sus secretos tesoros. He aquí un rasgo muy suyo que es, a la vez, un rasgo modernista. Pero las palabras por él preferidas no son, come en los modernistas, ni extrañas ni inusitadas, son las más gastadas, las más comunes: su prosa se llena de leones fieros, de zorras astutas, de sierpes malignas, y de cosas aun más primarias: de luces y tinieblas, de fuegos y hielos, que se agrupan en una complicada e ingenua heráldica del alma. Del mismo modo en el gusto por la brevedad sentenciosa que Martí recoge de sus maestros conceptistas no hay ya ninguna búsqueda de lo nuevo y original. Se diría que busca, precisamente, lo contrario, hallar un ubi consistam en esa sabiduría sin edad y sin origen, resumible en breves sentencias apodícticas. Y esa ingenuidad querida y aceptada no es, como en otros modernistas, espectáculo que el artista se concede a sí mismo, en el que participa medio en serio, medio irónicamente. En la sencillez está la salvación, la salvación para la turbada conciencia ética de Martí, pero también, y por añadidura, para su obra de escritor, que hoy aparece tan viva en medio de los muertos follajes del modernismo.

*  *  *

Para Sarmiento sería preciso un discurso más largo. Fijémonos de nuevo en su retrato de Guizot, que parece compuesto según criterios en exceso mecánicos. Sin duda la impresión primera no es inexacta, y si el estilo de Viajes es más cuidado que el de otras obras, ese cuidado se nota ante todo en una simetría más perfecta, construida con párrafos complejos y sabiamente equilibrados. He aquí una complicada regularidad que no es tan sólo ornato retórico, que está muy de acuerdo con lo que Sarmiento quiere decir a través de ella... Frente a Guizot no quiere Sarmiento desdeñar la anécdota y llegar al alma: quiere darnos la una y la otra, integradas en articulada unidad. Quiere representar a Guizot como lo que es: un corruptor orgulloso y desdeñoso. Pero ese orgullo y ese desdén no se dan por separados del hombre Guizot, que es sin duda juzgable por sus virtudes o sus pecados, pero es también el fruto de una formación y una educación, es un profesor metido a parlamentario, un político cuya admiración por los modos británicos ha pasado ya del plano de los sistemas de gobierno al de los modales (y por eso parte de su desdén no es sino afectación y pedantería). He aquí lo que quería dar ante todo Sarmiento: no un mundo recóndito, puro y primitivo, no una naturaleza inmutable, refugio contra la historia definitivamente incomprensible; sí, en cambio, el mundo hecho de naturaleza e historia, el complejo mundo que a sus ojos se presenta y que él cree posible captar en toda su riqueza de matices, y a la vez reducir a unidad estricta. Esa articulada complejidad es la que quiere reflejar Sarmiento, utilizando toda una tradición de abundancia oratoria. Abundancia que no está ya vacía, sino llena de sentido. Pero ese sentido no podría revelarse ya en una palabra sola; llena párrafos enteros. De este modo la estructura compleja y a la vez una del párrafo sobre Guizot envuelve muy adecuadamente la complicada riqueza de lo que en él quiere decirse.

Así no hay en Sarmiento fugas en profundidad: procede por acumulación, en un discurso cuyo hilo no quiere romper. Y ese flujo está ordenado, está organizado en una estructura precisa, lógicamente muy sólida. También en esto Sarmiento se sitúa antes de una liberación de los medios expresivos: basta examinar sus intentos de evocar sentimientos y sensaciones en su caótica multiplicidad aún no elaborada ni racionalizada. Estos esbozos de prosa impresionista sorprenden sobre todo por su timidez. He aquí uno de los pasos más audaces: en la biografía de su tío el obispo de Cuyo, Sarmiento evoca a su ciudad nativa, cuando, luego de una derrota, espera la llegada del enemigo vencedor.

«...en aquellas tristes horas en que la luz del sol parece opaca, y se aguza instintivamente el oído para escuchar rumores que se espera oír a cada momento, como ruido de armas, como tropeles de caballos, como puertas que despedazan, como alaridos de madres que ven matar a sus hijos.»



La audacia, ya se ve, no es excesiva. Imagen tan modesta como la de la luz opaca de esas horas angustiadas es denunciada muy honradamente con un parece. La enumeración de los ruidos esperados y temidos, a primera vista caótico sucederse de impresiones, está regida por esa previa mención de aquel que aguza el oído en espera de ellas. Una vez más Sarmiento no nos da una impresión directa: nos la da subordinada a un conjunto más vasto y complejo, que la explica, pero le quita algo de su inmediatez.

¿Es éste un fracaso del artista? ¿Y por qué había de serlo? Dar la imagen de una unidad compleja y articulada, de un mundo infinitamente rico en cambiantes apariencias, y a la vez unificado por un orden y una estructura: he aquí lo que quiso Sarmiento. Lo que quiso y -en sus mejores momentos- logró.

*  *  *

Lo que antecede no quiere -ni podría- ser mucho más que una alusión casi marginal a ese tema enorme: el de Sarmiento escritor. No habrá sido, sin embargo, del todo inútil si nos ha llevado al núcleo de la actitud de Sarmiento ante el mundo, visto como variedad todavía susceptible de un orden. Actitud que es, en el más preciso sentido, romántica: el romanticismo de Sarmiento escritor significa entonces algo más que un problema de gusto o de influjos y tradiciones; se integra con el romanticismo del pensador. La magnificencia de su prosa rica y compleja nace también ella de la fe más honda de Sarmiento: su fe romántica en una razón sumergida en la varia corriente de la historia, partícipe de su abigarrada riqueza a la vez que de todas sus ambigüedades, y, sin embargo, señora de ese flujo que la arrastra a más altos triunfos.





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