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ArribaAbajoEuropa, a lo lejos

Como hemos ido viendo, en la mayor parte de los comentarios de España Peregrina, Europa parece estar formada por tan sólo Francia, Inglaterra, Alemania e Italia, los países más directamente implicados en la guerra civil. El mito de los años anteriores, la URSS, aparece muy esporádicamente; tan sólo en una cita de H.G. Wells -«Rusia intentó prestar a los republicanos españoles cierta asistencia que, desde sus comienzos, se reveló como bastante insuficiente» (3, p. 125)- y en la reseña al general Rojo escrita por el militante comunista Adolfo Sánchez Vázquez. Las razones de esta voluntaria omisión parecían claras para los colaboradores de la revista de la Junta: aunque la URSS hubiera ayudado durante la guerra al ejercito republicano -y hasta ello resultaba un tanto cuestionable-, no se salvaba del proceso de «decadencia» en que había entrado toda Europa, como mostraban de forma preeminente las actitudes políticas soviéticas del último año, contrarias a las expectativas del exilio español243.

Las alusiones a Alemania e Italia -junto a Japón, los «gansters del capitolio»244 (4, p. 164)- se suceden en un amplio abanico que abarca desde los comentarios más críticos a la desnuda reproducción de teletipos o notas de prensa colocados estratégicamente con fin denunciatorio y, las más de las veces, con un título acusador.

De entre estos países, los redactores de España Peregrina se ensañan especialmente con Italia, a causa de la poderosa influencia que ejerce sobre la España franquista -la España que, así se encargan de repetir continuamente los exiliados, no es un país independiente, sino un territorio gobernado por los imperialistas extranjeros. Algunas de las críticas más duras las escribe Larrea. A menudo irónico -«Como en el cuento de la Caperucita roja se huele la presencia del lobo, de la loba, mejor dicho, de la loba romana» (7, p. 32)245-, el director ejecutivo de España Peregrina se ensaña con el imperialismo italiano, utilizando todos los medios que están a su alcance para ridiculizar a Mussolini y sus acólitos. En varias ocasiones, Larrea reproduce alocuciones o textos de estos fascistas, como el del general Ambrosio Barlatti que comentaba, en marzo de 1938: «Ya es hora de que comprenda el mundo que la campaña de España es una prolongación de la de Abisinia. Si no impusiéramos nuestra influencia a los españoles nunca podría el Mediterráneo convertirse en el «lago italiano» de que ha hablado Mussolini» (4, p. 165). Declaraciones estas que se refuerzan con un telex procedente de Roma donde se reseña el cuarto aniversario «de la fundación del Imperio Italiano»: «Por lo demás, la prensa evoca los grandes triunfos logrados por los italianos en Libia, Somalia, Abisinia, España y Albania, y proclama que es el único ejército en Europa, en los últimos veinte años, que ha conseguido siempre la victoria» (4, p. 164).

Las transcripciones alternan con otros textos que, sarcásticamente, persiguen el mismo afán crítico. Sirvan de ejemplo el dibujo de una Europa degradada, donde Larrea describe a sus gobernantes animalizándolos - «grandes reptiles dotados de enormes estómagos, o simulacros membranosos de alas y una cabeza minúscula con la que no ven la realidad o la ven con ojos de fiera. Reptiles que moran junto a cementerios sin fin, junto a cementerios muertos, acribillados de cruces» (5, pp. 224-225)- o Hitler se reconoce por los rasgos diábolicos que le descubre Gallegos Rocafull (5, p. 204).

Los juicios sobre Europa aparecidos en España Peregrina son, pues, fruto del momento en que se formulan y reflejan -aparte de una carencia de información que se manifiesta en su carácter fragmentario- un clima emocional alto, algo confuso, determinado por las actitudes de estos países ante España. De ahí que esta visión vaya evolucionando conforme avanza el conflicto europeo. Es en este momento cuando los exiliados empiezan a expresar su preocupación por el mantenimiento de la democracia en Europa: «Europa quedaba atrás. Iba pronto a ser destrozada por la guerra, pero eso no nos preocupaba demasiado; nos alegraba casi -si bien ese sentimiento fue en verdad cambiando bastante a poco de estallar la guerra, y sobre todo a medida que se fueron viendo las consecuencias ya que frente a la Europa democrática, Francia e Inglaterra especialmente, no sentíamos sino desprecio y rencor; y frente a Alemania, odio y miedo»246 -el subrayado es nuestro.

Poco a poco va perfilándose una distinta actitud personal de los principales colaboradores de España Peregrina: Eugenio Imaz, Juan Larrea, José Bergamín o José Manuel Gallegos Rocafull. Esta nueva posición que, en parte, muestra la respuesta institucional de la Junta al desarrollo de los acontecimientos bélicos europeos. La reproducción de la carta recién enviada a la Embajada francesa en México, aparecida también en el quinto número de la revista, expresa «la adhesión al pueblo francés» y enuncia todos aquellos lugares comunes que, a partir de ese momento, ilustrarán los comentarios en torno a la guerra mundial, no sólo los de la revista, sino de los muchos libros y artículos publicados por los exiliados en México: compromiso obligado de quienes son, a la vez, «hombres dados a tareas del espíritu» y «españoles que vemos destruida y ocupada nuestra patria por las mismas fuerzas de barbarie que hoy ocupan la capital francesa», disponibilidad, esperanza en la derrota del fascismo, etc. (5, p. 198).

En España Peregrina van apareciendo desde comentarios más concretos sobre la gestación y el desarrollo del conflicto europeo hasta reflexiones sobre su sentido y consecuencias -inevitablemente ligadas a la suerte de los exiliados españoles. José Bergamín, en línea con la historiografía más reciente247, se refiere al tratado de Versalles de 1919, señalando cómo las excesivas reparaciones que le fueron impuestas a Alemania al final de la Primera Guerra Mundial sirvieron como detonante de un conflicto continuado en 1936 y todavía no concluido. De este texto ha comentado Gonzalo Penalva: «No se recrea el escritor, como si de un desquite se tratase, en los espantosos males propiciados por aquella cobardía, pero sí destaca, en el artículo que comentamos, las consecuencias del silencio europeo ante el clamor español: 'el silencio de Europa ante nuestro grito a vida o muerte recibe tan lógica, tan brutal respuesta en estos días, que los españoles que generosamente nos sacrificamos por nuestra verdad, que era sencillamente la verdad por una justicia, sentimos ahora tan terrible, tan clara, tan dura, tan tremendamente verificada esta realidad mortal de nuestros augurios, mejor digo, de nuestra dramática advertencia, que sólo un silencio conmovido puede expresárnosla dolorosamente'»248.

Por su parte, José Manuel Gallegos Rocafull o David Lord relacionan directamente la derrota de España, el ascenso de los fascismos, la inminencia de un conflicto generalizado y la pérdida de los valores que sustentaban la civilización occidental (fundamentalmente cristiana, para ambos). Si se acepta -como se reitera en España Peregrina- que la guerra de España había sido un episodio más de un conflicto que continuaba en 1940, no podía dudarse de la implicación de los españoles en la conflagración europea, ni muchos menos de los beneficios que acarrearía una derrota de Alemania e Italia, las naciones que apoyaban a Franco. Afirmaciones de este tipo las encontramos en textos de la redacción (6, p. 269) o de colaboradores como Paulino Masip (6, p. 262).

Muy significativo del talante de España Peregrina son las afirmaciones de Eugenio Imaz, quien -en su fundamental «Discurso in partibus», esbozo de su futuro libro Topía y utopía. En este y otros textos reitera, como portavoz de todo el grupo exiliado, la certeza de que la guerra civil supuso «la primera resistencia armada contra el fascismo» (4, p. 162). Se refuerza así el papel ejemplarizante de una España que infundía fuerza moral, mientras Italia y Alemania iniciaban su plan invasor. Se otorgaba, de igual forma, sentido a las voces proféticas de todos los intelectuales que intuyeron el desastre español como anticipación del actual249.

El propósito de Imaz con su ensayo «Entre dos guerras» no acababa ahí: con el convencimiento de que la razón histórica pertenecía a los exiliados, exhortaba a un firme mantenimiento de los ideales republicanos, aunque ello implicase seguir desgajado moralmente de Europa: «Y no es nombre de una civilización que ha renegado en nosotros de sus clamorosos principios como se nos puede pedir, como se puede pedir al pueblo español que muera definitivamente y que renuncie a su radical voluntad de vida nueva. Como no se nos ha hecho sitio mal podemos movernos del angosto pero profundo, como un surco, en que el destino nos tiene clavados» (4, p. 164). La República estaba muy por encima de sus enemigos, declarados o de facto, en tanto contenía en esencia un proyecto de futuro que se presentaba como solución al conflicto europeo.

Miguel de Unamuno, quien había lanzado tantos improperios contra la «europeización» defendida por sus coetáneos, vuelve a citarse a propósito de la «agonía» de la civilización europea (3, p. 102), en unos términos que más adelante Paulino Masip retomará para titular un artículo donde busca algún sentido a «esta necesidad brutal, bárbara, terrible, que siente el continente de abrasarse -hace veinticinco años por unos motivos, hoy por otros- este desequilibrio funcional que arroja a sus miembros unos contra otros, esta insatisfacción, esta angustia...» (5, p. 199).

De todos modos, y en esto se asemeja a otros de los colaboradores de España Peregrina, el punto de vista que Masip adopta es el de un europeo, «todo lo europeo que puede ser un español» (5, p. 200), que confía en el futuro de Europa y no quiere que su país quede aislado del nuevo orden político occidental. La actitud, que en principio puede resultar contradictoria, no lo resulta tanto si advertimos la necesidad, cada vez más evidente conforme avanza el conflicto, de identificar la suerte de las aspiraciones del regreso con el desenlace de la guerra mundial. Como pretendía José Manuel Gallegos en el mismo número de junio, recién tomada París, la lucha común imponía una solidaridad que exigía «posponer y subordinar a razones y fines superiores nuestra propia y personal suerte» (5, p. 203), aunque ello no implicase -así lo advierte Bergamín- el olvido de los hechos pasados: «Hay algo que pugna por salírsenos de la boca, más triste y amargo, si más humano en estos instantes que un reproche, que no sería piadoso ni generoso; es afirmar de nuevo la entera y verdadera, total justificación viva de cuanto hicimos y dijimos durante cerca de tres años de porfiada lucha; de cuanto hicimos y dijimos por evitar ésta» (5, p. 195).

Algo parecido había defendido César Vallejo, en unos versos que podrían muy bien calificarse de correlato poético de esta identificación de la lucha de España con la del mundo, y que adquieren, desde las páginas de la revista, un anuncio velado de la Guerra Mundial:


«Niños del mundo,
si cae España -digo, es un decir-
si cae
del cielo abajo su antebrazo que asen,
en cabestro, dos láminas terrestres;
niños, ¡qué edad la de las sienes cóncavas!
¡qué temprano en el sol lo que os decía!
¡qué pronto en vuestro pecho el ruido anciano!
¡qué viejo vuestro 2 en el cuaderno!...


(1, pp. 19-20).                





ArribaAbajoEspaña Peregrina como (pre)texto del exilio


ArribaAbajoLas primeras preguntas

Lógicamente, en España Peregrina se aporta información de primera mano para los inicios de esa crónica del exilio que -sus integrantes así lo entendían- se configuraba ya, por derecho propio, como un capítulo fundamental en la historia española contemporánea. Aunque en esta voluntad de conservar la memoria histórica hallemos el motivo generador de muchas de las publicaciones iniciadas por los republicanos españoles, España Peregrina pretende que este testimonio no se entienda como un simple inventario o un exhaustivo repaso de las nuevas actividades, sino más bien como un intento de entender la propia situación del desterrado; mantener el interés por la comunidad exiliada; potenciar sus trabajos, y en última instancia, unir a los desterrados lo más posible para favorecer la instalación en los países de adopción favoreciendo la llegada de otros republicanos españoles: «No pretendemos hacer un recuento o balance de la vida del grupo, tan exiguo, relativamente, que ha podido sustraerse al destino consentido de Europa. Todos nuestros hermanos en Francia hubieran querido venir a las tierras hermanas de América, pues lo que ponían por encima de todo, su dignidad de hombres libres, los desarraigaba violentamente de las más dulces patrias. No pretendemos, no podemos hacer un recuento, pues si éste se salda, a pesar de todos los pesares -y de todos los necrófagos- en favor nuestro, no disponemos de más derecho que el de tener presentes a nuestros hermanos y mostrarnos cada vez un poco más dignos de su mirada. Esta es la única tranquilidad de conciencia que puede permitirnos vacar a nuestras ocupaciones» (5, p. 229).

De camino hacia México -incluso mucho antes, en los campos de concentración250-, los expatriados habían sentido ya la urgencia de explicar(se) el sentido de su destierro. A su llegada a América, este hecho pasó a convertirse en una necesidad expresada, más o menos explícitamente, en la mayoría de escritos del exilio intelectual y, naturalmente, en sus publicaciones periódicas. La especificidad de España Peregrina y, sobre todo, la preparación de sus colaboradores (desde Larrea y Bergamín hasta Imaz o Gallegos Rocafull) propiciaron una reflexión más meditada sobre el estado de los republicanos, aunque ello no significaba, ni mucho menos, que las páginas de la revista se desligasen del apasionamiento propio del momento.

José Manuel Gallegos, en «La razón de una sinrazón» (4, pp. 150-152), parte de esta necesidad de entender el presente para conseguir superar la angustia que, irremediablemente, se adueñaba del español republicano derrotado en la guerra civil y recién huido de una Europa que, a su vez, se estaba preparando para una de las más encarnizadas contiendas de su historia contemporánea. El filósofo español entiende que, sólo desde esta reflexión, el expatriado logrará serenarse y empezar a transitar con paso firme por su nuevo presente.

No resulta nada fácil para Gallegos, como para ninguno de los intelectuales que se atreven por primera vez a abordar una cuestión tan compleja, presentar los argumentos de esta meditación. De entrada -y evitando un discurso obscuro que lo alejaría del lector, haciendo imposible la que era su principal intención: crear un estado de opinión- se cuestiona la supuesta «anomalía» del exilio español, invalidando, de esta forma, los frecuentes ataques realizados contra los republicanos, no sólo los que provenían de la Península, sino también los procedentes de amplios sectores de la comunidad internacional251. Lo extraordinario -apunta Gallegos- no es tanto la experiencia de los republicanos españoles, sino la anómala situación mundial, especialmente europea, que está propiciando masivos destierros: «¿No es esta la prueba, quizá tan convincente como las guerras que de generación en generación asolan a Europa, de que el orden, concierto, legalidad, civilización o como quiera llamarse, que en ella existe, carece de bases sólidas y sólo se sostiene por un milagro de equilibrio?» (4, p. 150).

Partiendo, pues, del mito de la decadencia de Europa e insertando al exilio español dentro de una opción universal que lucha «por la pasión de la verdad y el valor de proclamarla»252, Gallegos Rocafull encuentra un sentido ético a la situación de los desterrados: «No es el despotismo, la tiranía de un régimen, lo que nos arrancó de nuestra patria, sino esta necesidad oculta e inexorable de crear la reserva de hombres necesarios en esta hora de viraje, en que se ve claramente lo que se hunde y aún no se vislumbra lo que de esas ruinas ha de surgir». De esta forma, las especiales circunstancias que conlleva el destierro (mayor perspectiva de los hechos pasados y presentes, libertad de acción y pensamiento) permiten que José Manuel Gallegos considere, a los republicanos, portavoz de España y, al mismo tiempo, su única posibilidad de futuro.

Esta triple identificación verdadera España/exiliados/germen de porvenir la encontramos reiteradamente en España Peregrina desde su texto fundacional y, a pesar de la carga retórica que contiene, se configura como el primer argumento de que se servirán los representantes de la Junta para «infundir la fe» de que hablaba Paulino Masip en sus Cartas a un emigrado español253 y -tal como apuntaba Larrea en términos similares a Gallegos- «proseguir una lucha en que se hallan comprometidos cuantos valores pueden interesarnos, aprovechando la viva fuerza de haber llegado en nuestra batalla hasta el fin, de no haber capitulado ante la muerte, de haber dado entero testimonio de la vida en nosotros de los principios superiores» (4, p. 148).

La identificación se sustenta en la otra historia española, la que ha defendido «esos extraordinarios principios espirituales más cohesivos y resistentes, verdadera soldadura intelectual a prueba de presiones materiales...» (4, 148). Diferenciándolo de la emigración económica de carácter conservador que les ha precedido en América, los republicanos españoles encuentran su identidad en el mantenimiento de unos valores específicos, los cuales les otorgan carta de validez y les convierten en una especie de «reserva espiritual»254: «¿Qué somos? -se pregunta Juan Larrea, respondiendo a continuación- efusión de espíritu, la representación del pueblo español que, realizando su destino, se proyecta más allá de su muerte, la muerte del sistema de que procede. No existen para nosotros, expatriados, problemas económicos de orden colectivo. Nos envuelve, en cambio, colectivamente un problema de orden extramaterial, en el que incorpóreamente somos, el problema de la justicia y de la verdad porque clama el pueblo español, lo mismo hacia el pasado que hacia el futuro y con él todos los pueblos y los individuos libres. Somos un principio, un germen social afirmado más allá de la fuerza y por encima de la economía, una entidad especializada intrumentalmente por la historia...» (7, p. 52)255.

El recuerdo de José Rizal256 que se incluye en el número décimo de España Peregrina sirve para dar a conocer uno de los muchos nombres que les han precedido en idéntica lucha: él es uno de «los espíritus que han luchado y luchan por lo hispánico sin manchas, sin cambiazos y sin frailazos» como muestra el fragmento de una de sus obras principales, El filibusterismo (1891), incluido en el comentario del pseudonímico Donoso Descortés y del cual se desprende una de las lecciones que la revista difunde: es posible luchar por la patria sin echar mano de falsos nacionalismos reductivistas.

Rizal es tan sólo un hito en esa línea histórica que cuenta con dos antecedentes fundamentales: el grupo de heterodoxos españoles que fueron perseguidos, a causa de su ideas de avanzada enfrentadas a una política de aislamiento que incapacitaría a los españoles para participar en la revolución filosófica y científica del mundo moderno257; así como los «liberales» que padecieron el absolutismo de Fernando VII y tuvieron que huir hacia Inglaterra y Francia258.




ArribaAbajoComposición del exilio

Enunciado ya el sentido ético del exilio republicano que parte de la propia necesidad de autoafirmación e incluidos sus integrantes en una larga tradición de «peregrinos», por las páginas de la revista encontramos un apresurado intento de presentar al grupo desterrado. Este se limita, como era de esperar en una revista de las características de España Peregrina, a citar a los integrantes de esa clase media profesional de la cual forman parte los miembros de la Junta. En parte por el interés de ser conocidos (y valorados), pero sobre todo debido a la necesidad de defenderse de quienes califican a los republicanos de «hordas revolucionarias»259, se relacionan varios nombres destacados y se refieren algunas de las actividades realizadas en ese primer momento del exilio.

Ya en el primer número se habla de los «ciento y pico catedráticos de universidad», de los «innumerables catedráticos de instituto y maestros», de los artistas republicanos (Picasso, Casals, Halffter, Rebull, Miró, Macho, Hernández...), del «90 por ciento de los poetas, comenzando por Antonio Machado y Juan Ramón Jiménez» [p. 30] integrantes del exilio republicano y se da, además, una breve relación de algunos de los más destacados miembros de la comunidad expatriada: Cándido Bolívar, José Sánchez Covisa, Manuel Márquez, Pedro Carrasco Garrorena, Pío del Río Hortega, Odón de Buen, Tomás Navarro Tomás, Agustín Millares, Pedro Bosch Gimpera y Augusto Pi y Sunyer, etc. Estos últimos -como puede comprobarse en la breve referencia que acompaña a cada nombre en el artículo que citamos- habían sido rectores o decanos de Universidad, directores de Centros de investigación y especialistas eminentes en sus respectivos campos de investigación; la mayoría, además, pertenecían a la Junta de Cultura Española.

En ningún momento España Peregrina se refiere al grueso de la emigración, la de los obreros y campesinos, a pesar de que el «pueblo» como entidad abstracta esté continuamente presente en los planteamientos teóricos de los colaboradores: como veremos más adelante, la compleja experiencia del exilio ha puesto en evidencia, aún más que en los años anteriores, la falacia de una identificación real entre los intelectuales y la masa popular.




ArribaAbajoPrimeras actividades en México

A pesar de que, por el número limitado de noticias sobre el exilio y el poco peso que ocupan en la estructura de la revista -muy alejada, como señalábamos al principio, del boletín informativo-, no contribuyan de manera decisiva en la reconstrucción de la historia cultural del destierro en América, en España Peregrina encontramos un mosaico diverso de noticias donde se reseñan, sobre todo, actos realizados por la Junta o en los que participan algunos de sus miembros. Así se informa sobre las actividades profesionales de un grupo de profesores españoles (Pedro Carrasco, Antonio Madinaveitia, Fernando de Buen, José Medina Echavarría, José Gaos, Luis Recasens Siches, Gonzalo R. Lafora, Enrique Díez -Canedo y Juan de la Encina), la asistencia del historiador Ramón Iglesia al IV Congreso Mexicano de Historia o el acto de homenaje de la UNAM a Ignacio Bolívar y Pedro Carrasco en que el primero recibió el título de Doctor Honoris Causa y de profesor honorario de la Escuela de Ciencias Biológicas, y el segundo, el de profesor honorario de la Escuela de Ciencias Físicas (6, p. 278).

Junto a estas breves notas encontramos otros comentarios más extensos como el que se realiza en torno al primer número de una publicación iniciada por los exiliados: Ciencia260. En su reseña, Enrique Rioja da cuenta de su aparición y describe la estructura y contenido de una revista «cuya tónica y posibilidades viene dada por la venerable y simbólica figura de Ignacio Bolívar, que la dirige, orienta e inspira con la autoridad de su nombre limpio en todas las dimensiones en que se le considere» (3, p. 134)261. Los elogios que le merecen a Rioja las colaboraciones de sus compañeros exiliados -cada artículo lo califica como «interesante», «documentado», «acertado»...- evidencian un propósito publicitario destinado a resaltar la labor que continúan los científicos en el exilio, así como a mostrar su reconocimiento a la generosa acogida mexicana que les ha permitido continuar sus trabajos en «instituciones que son verdaderos centros donde se crean y cristalizan nuevos valores capaces de acrecentar y asegurar la continuidad de la labor científica y de formar el clima necesario para que el espíritu de investigación encuentre el ambiente propicio a su desarrollo y cultivo hasta alcanzar el respeto y comprensión, para que su esfuerzo sea fecundo» (4, p. 134).

Sobre el campo artístico, destaca un comentario a la representación del ballet «Don Lindo de Almería» que había sido escrito por Bergamín y musicado por Rodolfo Halffter, ambos asiduos colaboradores de España Peregrina y destacados miembros de la Junta (1, p. 41). Aquí los redactores se centran en aquellos aspectos que resultan más novedosos al exiliado recién instalado en México: por un lado, el carácter de obra de colaboración entre españoles y americanos (similar a los murales iniciados por Siqueiros y continuados por Renau), y, por otro, su carácter innovador, al que volveremos a referirnos al tratar las propuestas de «arte nuevo» enunciadas en España Peregrina.

Completan esta «gaceta de actualidad» noticias de la exposición del arquitecto y pintor exiliado Mariano Rodríguez Orgaz donde se dan a conocer los estudios de reconstrucción arqueológica realizados en Teotihuacán, antes de la guerra civil (1, p. 41) o la muestra realizada en la Casa de la Cultura262 con dibujos de Pablo Picasso y cuadros de Ramón Gaya, Rodríguez Luna263, Balbuena, Moreno Villa, Renau, Miguel Prieto, Enrique Climent, Almela, Ballester, Elvira Gascón, Pérez, Narezo y Camps Ribera -«todos ellos soldados de su gran causa y que ahora en México continúan la batalla, anotándose con esta exposición una positiva victoria» (3, 135). Finalmente, hallamos el comentario a las obras de Cristóbal Ruiz recientemente expuestas en el mismo centro cultural de la Junta, donde se deja entrever su afinidad temática con la generación literaria del 98 y se trata, con detalle, sobre uno de sus retratos, el de Machado que, como símbolo, todavía hoy preside la sala principal del Ateneo Español de México (5, p. 234).

A la vista de toda esta información que se incluye en España Peregrina, sus selectos colaboradores y el reducido público a quien va dirigida, podemos deducir que la revista contribuyó a la creación de un motivo crítico reiteradamente repetido por los estudios del periodo e, incluso, posteriores: la distinción entre dos exilios completamente opuestos, el obrero y el intelectual, que estarían, a su vez, radicados en espacios distintos: Francia y México. A la luz de las más recientes investigaciones, hoy parece claro que no existió nunca una distinción tan radical: si bien un destacado número de intelectuales y artistas llegaron a México, lo cierto es que estos no fueron los únicos arribados a América y, ni tan siquiera, constituyeron el grupo mayoritario264.




ArribaAbajoPara una historia testimonial del destierro

Como apuntábamos al principio de este apartado, tanto como el afán de preservar la propia memoria histórica, prevalece la urgencia de ayudar a los compañeros que permanecen en Europa, muchos de ellos en campos de concentración franceses. Los españoles instalados en México -que, reiteradamente, pretenden identificarse con el «pueblo»265- necesitan, en cierta forma, justificar su situación de privilegio y, por ello, recuerdan con ahínco a los 'olvidados'.

Así sucede cuando se refieren a «La travesía del Sinaia» (5, p. 229) donde se repasa la historia del barco y se resume brevemente el contenido del primer periódico iniciado por el exilio republicano en América, Sinaia. Diario de la primera expedición de republicanos españoles a México266: sólo - afirman al inicio del artículo- si las condiciones fueran otras podría celebrarse con entusiasmo la llegada a Veracruz del primer barco de refugiados (5, p. 229).

Abundando en esta cuestión, se explica el hecho de que la mayoría de los textos sobre la historia del exilio comenten las duras condiciones de vida de los republicanos españoles en Francia267; unas condiciones que nunca fueron aceptables, pero que se fueron volviendo más difíciles conforme avanzaba el conflicto europeo268. Los colaboradores de España Peregrina no hacen, con ello, más que incidir en uno de los principales propósitos de la Junta de Cultura Española: propiciar la ayuda de los compañeros instalados en América y, más aún, conseguir apoyo en América para solucionar la situación. Se está dando, de igual modo, ayuda a la Delegación de la Junta que permanece en Francia bajo la coordinación de José María Giner Pantoja y José María Quiroga Pla269.

La frecuencia y el apasionamiento con que se trata el tema en España Peregrina va aumentando proporcionalmente a la generalización de la guerra europea. Al principio, aparece ligado a cuestiones como la Conferencia Panamericana de Ayuda a los Republicanos Españoles celebrada en México entre el 14 y el 17 de febrero bajo los auspicios del Gobierno Mexicano270, en que concurrieron, entre otras, delegaciones de EEUU, Argentina, México, Uruguay, Chile, Puerto Rico y Cuba271. Más adelante, van proponiéndose acciones concretas (sobre todo, políticas) para conseguir un apoyo real por parte de los españoles instalados en América y los propios americanos: «En los campos de concentración de Francia en guerra, o bien diseminados en sus albergues y ciudades, sufren indeciblemente desde hace ya un año numerosos compañeros y amigos nuestros, cuyo mayor deseo sería incorporarse a nuestras actividades honradas. No nos contentemos con dedicarles de cuando en cuando un recuerdo conmovido. Que todos, y en particular los ya colocados, hagan lo posible y lo imposible para facilitar el viaje y acomodo de alguno de los que lucharon en nuestras filas con tanto desinterés como denuedo. Es esta una inexcusable obligación moral que sobre todos pesa. Que nuestros amigos americanos nos ayuden, por su parte, en este empeño justo, provechoso y verdaderamente humanitario» (1, p. 29)272. Todo ello apoyado por una serie de textos testimoniales cargados de dramatismo, como la carta enviada por la viuda de un ex-profesor de la madrileña Escuela de Orientación Profesional al vocal de la Junta de Cultura Española Ricardo Vinós, donde la mujer acusa a los franceses (también, implícitamente, a los propios dirigentes españoles por no ayudarlo) de haber tratado a su marido «como un perro» (4, p. 178).

La última página de España Peregrina parece resumir todo el odio y la impotencia que sienten ante la dramática situación, a través de la reproducción de uno de los pocos elementos paratextuales de la revista -una fotografía- donde aparecen un grupo de hombres con la pierna amputada. Gracias al pie de foto, los reconocemos como antiguos combatientes republicanos que no encuentran otra alternativa a su situación de desterrados que trabajar en Compañías de Trabajadores francesas con unos sueldos escasísimos y unas condiciones infrahumanas.

Por todo lo expuesto, España Peregrina, sin duda, justificaba sobradamente el aserto de Bergamín, quien en «Versalles 1940» denunciaba: «En verdad, desde los tiempos legendarios no se recuerda una desgracia colectiva de crueldad tan insistente» (5, p. 197).






ArribaAbajoLa vocación de universalismo

Desde el editorial de España Peregrina aparece reiteradamente una idea que había sido postulada por los hombres del 98, recogida por la llamada generación del 14 y renovada a partir de la década de los veinte: la necesidad de abrir la comunidad intelectual española al mundo, con un enfoque de modernidad nuevo hasta entonces. La experiencia del exilio supone liberar la cultura española de lo más superficialmente «castizo», convirtiéndola en universal -una de las pocas «verdaderamente planetarias del mundo moderno», a decir de Juan Marichal273-, y encuentra en la búsqueda interiorizada del hombre, una forma de asir lo potencial en lo real. De forma similar a los juicios de León Felipe publicados en Hora de España, la universalidad defendida por los exiliados parte de un proceso personal que va a dar en una actitud colectiva ante los demás: «Universalidad es derribar bandas. Y no sólo sobre la tierra, sino dentro de nosotros mismos. Quitarse un vestido nacional, desprenderse de un prejuicio, es como demoler una cerca. No es quitarse lo específico y lo substantivo, sino dejar desnudo lo específico y lo substantivo; quedarse el hombre en carne viva»274.

La reafirmación de la identidad española en que los republicanos exiliados basaban su proyecto vital encuentra, así, su contrapunto en este paso de la referencia nacionalista a la defensa de una fraternidad democrática universal: «la españolidad no es un reducto, sino un otero», comentaba el catalán Carner en la primera entrega de España Peregrina aludiendo a algunos de nuestros mejores clásicos, maestros en el difícil camino de universalidad. Esta evolución favorecía, además, la integración en el país de asilo y situaba a los miembros del exilio en una comunidad internacional, permitiéndoles luchar por la restauración de la legalidad democrática en España.

Así pues, en España Peregrina se esbozan los primeros argumentos de uno de los topos del exilio intelectual: la vocación universalista. Esta, que parte del hecho de asumir la propia historicidad, se refleja en la cita continuada de algunos temas (el Quijote, por ejemplo, en tanto conjunción de lo universal y lo español) y en muchos de los argumentos centrales de la revista y sus redactores. Eugenio Imaz se presenta como «ejemplo permanente de esta búsqueda apasionada de universalismo y universalidad», cuyo pensamiento -«humanismo en agraz» lo denomina J.L. Abellán275- se articula en torno al intento de «superar las limitaciones nacionales, las diferencias lingüísticas, etc., como único medio de potenciación de lo que de común e integrador existe en el hombre»276. Carner, por su parte, postula que «toda crítica debe ser, bajo pena de inanidad, crítica comparada, abierta a los cuatro vientos...» (1, p. 37), como demuestra él mismo en la posterior realización de la revista bilingüe Orbe. Revista Latina de Cultura General, la cual mostraba ya esta vocación superadora de los nacionalismos reduccionistas, a partir del encuentro con la cultura francesa277. También manifiestan la misma preocupación, Bergamín, a través del rescate del libro más universal de Lorca, Poeta en Nueva York; Francisco Giner de los Ríos, quien elogia la obra de León Felipe justamente por su capacidad de trascender las experiencias del republicano español y encontrarles un sentido más profundo, «humano» en puridad (1, p. 39). La misma lectura que los republicanos realizan, la exponen mexicanos como Rodríguez Lozano, quien justifica esta vocación universal de los españoles en su acercamiento al «pueblo»: «...solamente el artista que viene de allí [pueblo] puede individuando su raza alcanzar un valor universal» (3, p. 135).

Pero de todos ellos, es Juan Larrea quien con mayor claridad une el nombre de España al de universalidad -«[España es] figura histórica de universalidad» (1, p. 20) afirma en los prolegómenos a sus teorías sobre el Nuevo Mundo-, al otorgar, en su filosofía de la historia, un importante papel a los exiliados como mantenedores de la causa universal. Una causa que -a juicio de Larrea- ha conseguido superar el eurocentrismo y ha insertado al hombre en una especie de fraternidad sin fronteras fundamentada en una ética rigurosa (4, pp. 147-149). Larrea es, también, el principal orientador, en España Peregrina, de esta vocación universal hacia un espacio concreto, América278: «el pueblo español hacia el que se convirtieron durante los tres años de su dura tragedia los ojos de los hombres que aspiran a la instauración de una superior conciencia, está predestinado a ser la levadura que nos alce hasta el nivel a que la especie humana propende inmemorialmente... Somos en nuestro aspecto conjunto la semilla de una organización humana más profunda y compleja lanzada por España, como síntesis de la experiencia occidental, a estas tierras feraces de América donde se habla nuestro mismo idioma y desde donde habrá de irradiar sobre la Península y sobre el mundo entero... Esta misión... se halla centrada muy particularmente sobre la acción intelectual...» (4, pp. 147-149)279.

En efecto, a diferencia de la formulación «universalista» propia del 98 cuyos puntos de referencia se encontraban en África y Europa, los republicanos exiliados pronto volvieron su mirada hacia América280, en un proceso que, paradójicamente, arrancaba de su recién iniciado contacto con este continente, de las corrientes de pensamiento liberales europeas precedentes y, al mismo tiempo, de un acendrado hispanismo que no sólo debía entenderse como propuesta cultural, sino también como proyecto político de reafirmación en el exilio y crítica a las propuestas de imperialismo franquista iniciadas desde la Península.

Como afirmaba Florentino M. Torner algunos años después, la universalidad de España había sembrado en el pasado una semilla germen de gran comunidad: «España fué [sic] maestra del mundo en el sentimiento de la universalidad... Pero -conviene subrayarlo con cuidado, porque la cosa es delicada- universalismo no es imperialismo, y así ocurre que el pueblo español, universalista, anda por el otro extremo del imperialismo... Mostró su radical universalismo mezclándose en todas partes con los pueblos que encontraba y por su rara capacidad para crear una inmensa comunidad de pueblos»281. El exilio, sugiere Torner, sólo debía insertarse en este gran proyecto y seguir los pasos de sus antecesores para encontrar el camino de integración en América282.




ArribaAbajo(Re)visión de América desde el exilio

«El acento creador del mundo nuevo que se anuncia, gravita geográficamente sobre el continente americano o continente del espíritu».


Juan Larrea.                


De la misma forma que la actual historia europea (especialmente, la guerra europea) se revisaba en España Peregrina a la luz del acontecer español, la situación actual y la evolución histórica del continente americano283 se observaron desde una perspectiva española escondida detrás de un proyecto de unidad hispánica, el cual, a su vez, se amparaba en una propuesta de fraternidad universal defendida a ultranza. Los españoles, como afirma Caudet, «por una parte, se sentían traicionados por unas democracias europeas en las que habían confiado y... por otra parte, se habían visto forzados a trasladarse al continente americano del que poco o nada sabían y en el que, debido a unas supuestas afinidades culturales e históricas pensaban que podían, al menos potencialmente, ejercer un cierto protagonismo»284.

Estas «afinidades» van a reseñarse en el discurso en torno a la «gran confraternidad» hispánica (7, p. 18) que se esboza ya en el texto fundacional, continúa con ciertas noticias sobre la Junta de Cultura Española -cuando, por ejemplo, en el nº 1 se informa sobre sus actividades, se comenta que su propósito principal consistía en «empezar a realizar allí y en todo el continente americano la obra de que es prueba y, a la vez, reseña esta Revista» (1, p. 42)-, sigue con un buen número de ensayos sobre la decadencia de Occidente para llegar, de la mano del propio Larrea, a su plena formulación con el número monográfico dedicado al Doce de Octubre.

Esta octava entrega de España Peregrina evidencia sin disimulos la censura a la visión del Descubrimiento que pretende difundirse desde la Península: «cuando se aborda, pues, la celebración de este suceso con miras interesadas sólo se consigue rebajar a nivel de abdomen el sentido trascendente de la historia» (8-9, p. 51). La publicación de la Junta busca, pues, un nuevo sentido a la celebración en tanto «fiesta de aquellos que entre penosos vislumbres esperan desde entonces el advenimiento de un mundo o sistema nuevo, de un estado de conciencia correspondiente a una sociedad más perfecta que la actual de que todos somos víctimas, de un más allá de los océanos subjetivos, que separan los grandes tramos de la espiritualidad humana» (8-9, p. 51). Se liga, entonces, a las propuestas de unidad hispánica -«... [esta] no propone el predominio de una clase, de un grupo histórico o racial, de una interesada jerarquía, sino el triunfo de aquello que a todos es común, del sistema beneficioso para todos los pueblos y dentro de ellos para los individuos todos» (8-9, p. 52); unas propuestas que deben tener al exilio como aglutinante: «Y por eso, de acuerdo con uno de los fines principales de la Junta de Cultura Española y de España Peregrina, hemos de esforzarnos los emigrados españoles en señalar y desarrollar aquellos bienes que puedan venir de este gran mal de nuestro destierro en España. Y acaso uno de los mayores sea el hacer que tantos distinguidos intelectuales españoles puedan adquirir una visión clara de los problemas hispanoamericanos», proponía Juan Vicens (7, p. 17)285.


ArribaAbajoEl peso de la tradición: la continuación de unos antecedentes

«España Peregrina esboza, pues, desde una perspectiva muy particular los prolegómenos de este hispanismo que el exilio español en América defenderá durante algunos años; un hispanismo que parte de las particulares circunstancias del exilio, pero, sobre todo, de unos principios ideológicos que permiten a los republicanos mostrar con sincero orgullo, y sin ninguna actitud paternalista ni falsamente culpable, el hecho del descubrimiento286.

El tema no era nada nuevo. Ya los liberales españoles del primer tercio del XIX, en vez de lamentar la independencia americana, se habían solidarizado con quienes pretendían liberarse del yugo hispano; pero fue, sin duda, con las corrientes de oposición a los norteamericanos iniciadas a finales del siglo XIX (en España, en 1898, y en Hispanoamérica, en 1903, tras la escandalosa cuestión del canal de Panamá), cuando empezó a hablarse de la solidaridad entre los pueblos de habla española287.

Desde principios de siglo, los intelectuales españoles se habían interesado por América en una línea continuada por los exiliados quienes, en el primer número de España Peregrina, ya citan a algunos precedentes ilustres288: Rafael Altamira, antiguo Juez del Tribunal de Justicia Internacional y presidente de la Asociación de Amigos de la Arqueología Americana fundada en 1935; José M. Ots, director del Instituto Hispano-Cubano de Sevilla; Federico de Onís, director de la Casa de las Españas de la Universidad de Columbia; Américo Castro, director de la sección hispanoamericana del Centro de Estudios Históricos de Madrid; Enrique Díez-Canedo, director de la revista hispanoamericana «Tierra Firme», portavoz de la sección Hispanoamericana del Centro de Estudios Históricos; Ramón Iglesia, director de esta misma sección, secretario de la misma revista y especialista en textos americanos; Juan Larrea, promotor y secretario de la ya citada Asociación de Amigos de la Arqueología Americana, etc. (1, p. 30). Nombres a los que podríamos añadir los integrantes de la «Unión Iberoamericana», cuya junta directiva la componían, además de algunos de los ya citados José María Ots o Enrique Díez -Canedo, Corpus Barga, León Felipe289, Pedro Bosch Gimpera, Agustín Millares, Tomás Navarro Tomás, Joaquín Xirau, María Zambrano y Gabriel García Maroto.

Del mismo modo, desde principios de siglo, muchos hispanoamericanos se habían «identificado» con sus compañeros españoles, incorporándose unos a la crítica peninsular (Luis Bonafoux y Emilio Bobadilla, por ejemplo); publicando otros la mayor parte de su obra en prensas españolas (desde José Asunción Silva, prologado por Unamuno, hasta José Enrique Rodó, pasando por los mexicanos Jaime Torres Bodet o Martín Luis Guzmán); participando otros más en tareas académicas (Alfonso Reyes y Pedro Henríquez Ureña en el Centro de Estudios Históricos), e influyendo los más, decisivamente, en el fecundo ambiente intelectual de la «Edad de Plata»: Pablo Neruda, Raúl González Tuñón, Martín Luis Guzmán, César Vallejo, Juan Marinello, Roberto Arlt, Francisco A. de Icaza, Andrés Iduarte, Carlos Pereyra, Enriqueta Camarillo, José María Arguedas, etcétera290.

Con la guerra, la radical diferenciación entre el español republicano y el conquistador había sido reformulada con toda claridad por los latinoamericanos simpatizantes de la República, quienes reconocieron en el nuevo orden político español la evidencia que les serviría para borrar definitivamente su aversión por todo lo español, consecuencia lógica de los movimientos de emancipación: «Los hijos de las tierras sometidas, como la cubana, a terribles sujeciones, a explotaciones exhaustivas, a regímenes dirigidos a la mutilación del hombre, vemos en España nuestro futuro -expresaba Juan Marinello-. Ahora sí le llamamos madre. No porque de ella vengamos, sino porque ha podido tanto su energía que traspasa el parentesco de la sangre en un maestrazgo, en una maternidad de nuevo y altísimo sentido; porque está enseñando a los pueblos que nacieron de su impulso el modo de salvarse contra sí mismos; porque ahora, como batalla para el hombre, lucha mejor por el hombre más cercano, el español del otro lado. Madre, porque ahora sí queremos ser hijos leales de su fuerza universal»291.




ArribaAbajoUna nueva mirada a la historia de América

Partiendo de estos antecedentes, su republicanismo y, sobre todo, la experiencia de la guerra, los exiliados bucean en la historia de América desde lo que Abellán ha llamado «la negación de la religión del éxito histórico»292; es decir, fundando sus criterios, ante todo, en unos valores de libertad e independencia individual incompatibles con la perspectiva defendida por una comunidad de poder «hispánica». Y, de hecho, lo hicieron con tan buena fortuna que, todavía en 1979, Carlos M. Rama podía afirmar cómo la parte más fecunda de los estudios latinoamericanistas españoles, especialmente en el campo de las Ciencias Sociales, se había desarrollado fuera de las fronteras peninsulares, gracias a los exiliados de la guerra civil293, quienes se dedicaron, por vez primera como grupo, a estudiar las culturas de los países receptores y considerarlas en pie de igualdad.

Ejemplo de esta nueva orientación -de este «segundo descubrimiento de América», en término acuñado por los mismos exiliados- es Ramón Iglesia Parga quien, a los pocos meses de instalarse en México, fue enviado en representación de la Junta de Cultura Española al IV Congreso Mexicano de Historia celebrado en Morelia (2, p. 88). En él, presentó un trabajo sobre la crónica de López de Gómara, donde se advertía ya un cambio respecto a sus trabajos precedentes: la admiración anterior por la Historia verdadera de la Conquista de la Nueva España de Bernal Díaz del Castillo que había ido en prejuicio de Gómara, se trastocó en renovada admiración por este último. Todo ello -como señala el propio historiador español294- a causa del paso de un «febril entusiasmo político del historiador republicano y frentepopulista» a la vivencia de la guerra civil, la conciencia de desaliento provocada por la derrota republicana y la nueva visión de México, su realidad actual y su historia: «Pero la guerra estalló y me aprisionó, de este modo adquirí una experiencia viva y directa de los problemas militares, una experiencia que todos los libros de historia del mundo no me habrían dado... Y esto fue lo que hizo renovar mi concepción total de cierto número de problemas históricos, incluyendo en éstos el libro de Bernal. Después de la guerra releí su libro y leí más cuidadosamente que antes el texto de Gómara. Comparé los dos y obtuve conclusiones... Aunque no acepto la exclusiva importancia que Gómara da a Cortés, reconozco ahora que la parte de Cortés en la conquista fue mucho más significativa que la que le otorga Bernal»295.

Esta nueva orientación derivada de la experiencia del exilio queda ya apuntada en España Peregrina a través de la reseña que Ramón Iglesia realiza de un estudio que difícilmente sería aplaudido por alguno de los defensores del «mito de la conquista», Comercio y navegación entre España y las Indias en la época de los Habsburgos de Clarence H. Haring. En la nota se crítica sin concesiones a los monarcas españoles del periodo, cuyas formas de gobierno resultaron casi siempre perjudiciales para el desarrollo de los países hispanoamericanos («...aquella monstruosa e ininteligente labor de despojo que fué [sic] durante tantos años la explotación de las Indias»)- y de la misma España («Todo lo que en comienzos del XVI es audacia, ímpetu, originalidad, se convierte a poco en pesadez, rutina, vacío» [3, p. 133]).

Con todo, resulta evidente que el exiliado republicano no esconde sus orígenes españoles, ni se avergüenza de expresar los sentimientos de orgullo que, al verdadero español, le produce la lectura de las páginas referidas a la Casa de Contratación de Sevilla, uno de los principales centros de estudios náuticos y geográficos de su época, donde se investigaba con especialistas llegados de otros países y se publicaban trabajos que pasaban a ser rápidamente traducidos y servían de texto en instituciones extranjeras.

La censura al imperialismo español que fundamenta la crítica de Iglesia no se limita a referirse al pasado, sino que sirve, también, para comentar la historia nacional más reciente: a juicio de Iglesia, aquellas reprobables actitudes encuentran su correlato en el sistema de gobierno imperante en la Península: «A través de su análisis minucioso e impasible se ven bien a las claras los resultados lamentables de una autocracia intransigente y de un burocratismo rígido y podrido, que no admitía críticas ni reformas de ninguna índole, que sólo admitía el fraude y la conculcación. Experiencia funesta que quieren repetir, sin tener siquiera grandeza, los flamantes neoimperialistas de la España de hoy» -el subrayado es nuestro- (3, p. 134).

La misma búsqueda de una interpretación de la situación española actual a partir del pasado se advierte -aunque el comentarista no lo diga explícitamente- en la inclusión de una reseña a The last will and testament of Hernando Cortés, Marqués del Valle, escrita por el bibliógrafo Agustín Millares Carlo que, por su mismo tema296, se sitúa en la oposición a esa hispanidad propugnada por el falangismo peninsular y los sectores reaccionarios de los antiguos residentes españoles297.

Este mismo propósito lo encontramos en otros muchos estudios coetáneos del canario, quien, con los años, se convertiría en uno de los más afamados americanistas -especialista, sobre todo, en diplomática de la época colonial y en bibliografía mexicana- al que solamente se aproximan, desde campos de investigación distintos, Rafael Altamira y Lluís Nicolau d'Olwer298. Así lo evidencian obras como el Álbum de paleografía hispanoamericana de los siglos XVI y XVII -realizado en colaboración con José Ignacio Mantecón- y, sobre todo, los tres volúmenes de Índice y extractos de los Protocolos del Archivo de Notarías de México 1524-1553 editados por El Colegio de México en 1945 y en los que Millares ya estaba trabajando en abril de 1940, como nos hace saber en España Peregrina: «Los archivos de protocolos tienen, como es sabido, positivo interés para el estudio de la historia social, literaria, artística, etc. Esperamos que la investigación metódica por nosotros emprendida en los más antiguos registros de la capital mexicana nos dará ocasión a divulgar algunos argumentos interesantes» (3, p. 120).

La doble intención -que se desprende de los textos de Iglesia y Millares- por renovar la visión de América y, al mismo tiempo, mantener la propia y específica españolidad299, se completa con la actitud defendida por uno de los dirigentes de la Junta de Cultura Española: Josep Carner. El escritor catalán, en su reseña al libro El primer milagro en la Catedral angelopolitana. Cuadros anecdóticos hispano-nahuas, siglo XVII de su amigo Francisco Azorín (como él, representante del gobierno republicano en el extranjero durante la guerra civil), elogia el interés que la historia mexicana -y sus leyendas, como la dramatizada por Azorín- había empezado a despertar entre los españoles, presentándolo como un paso decisivo en el camino hacia la integración y el abandono de una nostalgia limitante: «Nada debería descaminar a los españoles acogidos a la hospitalidad mexicana, de esta riqueza que les rodea en el paisaje, en el cielo, en el suelo, en la historia, en los afanes del espíritu y en la misma grandeza de las cuitas. Estos son parajes en que toca a los lejanos descendientes de los venidos en sus carabelas no empequeñecerse en nostalgias lugareños ni mucho menos permitirse la esquividad petulante sino cobrar ámbito y crear con nueva y poderosa emulación... harto, en el pasado, desvinculados de estas tradiciones neocontinentales, de esta apoteosis única de nuestra historia, nos hicimos menguados olvidados por olvidadizos y pedestres» (7, p. 41).




ArribaAbajoLa oposición a la idea de «hispanidad» peninsular

El sexto aniversario de la muerte de uno de los pilares fundamentales de la ciencia contemporánea, Santiago Ramón y Cajal -representante de esa generación de científicos que, desde el último tercio del siglo XIX, empezaron a ser reconocidos más allá de las fronteras nacionales, gozando de una importante influencia social y política en España-, le sirve a Manuel Márquez para mostrar el camino por el que deberá seguir el hispanismo defendido durante los primeros años de exilio, oponiéndolo a la idea de hispanidad peninsular.

El que fuera un miembro destacado de la Junta de Cultura Española, considera que tan sólo el esfuerzo personal y colectivo en el conocimiento del nuevo entorno podrá contribuir a que la presencia española en América cumpla la decisiva labor histórica que le ha sido encomendada al destierro español. Pero a Márquez no tan sólo le mueve -en la redacción de «Cajal y el 'Imperio' español»- la necesidad de enunciar una vez más las líneas de actuación del exilio, no del todo alejadas de un proyecto también «imperial» que se justifica en su afán de universalidad: «El verdadero 'Imperio', repetimos, será tan sólo el de los pueblos que ante todo rindan culto a las más nobles actividades del espíritu, siguiendo las huellas y las enseñanzas de los que, como el insigne Cajal, son los más altos e inapreciables valores de una nación que aspire, no a llamarse sino a ser de verdad civilizada» (8-9, p. 66). Márquez, ante todo, considera la urgente necesidad de negar legitimidad al nacionalismo españolizante propuesto desde la Península: «Así el pretendido 'Imperio Español' y lo mismo todos los demás 'Imperios' que intenten fundarse tan sólo en el predominio material, no lograrán consolidarse o se derrumbarán con la misma rapidez con que se formaron, si es que a formarse llegaran» (8-9, p. 66).

El español desterrado muestra, de esta manera, una de las muchas reacciones de los colaboradores de España Peregrina contra el engañoso concepto de «hispanidad»300 que arraigaba fuertemente por toda Latinoamérica en esos años301 y, especialmente, había permeado ya en aquellos países con un sistema político un tanto dudoso (como en el caso de Perú), así como en los grupos sociales americanos más pudientes y reaccionarios302 Los republicanos españoles veían, en el resurgir del pujo imperial hispánico y en las teorías del nacionalismo hispanizante que lo sustentaban, un peligroso instrumento para reforzar el poder de las oligarquías en la América de habla española y extender el fascismo más allá de las fronteras europeas: «¿Tenemos derecho a sorprendernos cuando desde Alemania se han cansado de repetirnos que la victoria de Franco era una victoria germana, cuya consecuencia en América sería el triunfo del nazismo sobre la democracia? Puesto que en España sirvió Franco para esos fines ¿por qué no habría de servirlos en América?... he aquí, sin duda, el «movimiento hispanista», el glorioso movimiento hispanista de eficacia comprobada, con sus Falanges exteriores, dispuesto a salvar al mundo entero a fuerza de agresiones y oportunas guerras civiles...» (1, p. 45).

Por todo ello, Ossorio y Gallardo303 exige una actitud vigilante304: «...la primera impresión -afirma vehementemente- al leer esto [un punto concreto del programa de Falange Española] es echarse a reír. Sin embargo, yo vengo recomendando que no se ría nadie... si, por desdichada eventualidad, ganasen la guerra los países totalitarios, es evidentísimo que vendrían sobre América» (4, p. 170). Actitud que los demás colaboradores de España Peregrina pretenden reforzar a partir de la invalidación de los antecedentes ideológicos de la «hispanidad» propuesta desde la Península, la misma que tuvo en el Maeztu de Defensa de la Hispanidad. Libro de amor y de combate (1934) su lanzamiento político305.

Juan Larrea enuncia muchos de los argumentos de esta revisión del concepto de hispanidad en uno de sus textos más críticos, publicado en la séptima entrega de España Peregrina: «¿Rubén Darío contra Bolívar? (7-8, pp. 31-35). El artículo se gestó -como su autor indica al principio del comentario- a partir de «En respuesta a la 'Salutación' de Rubén Darío» publicado por José María Pemán en el periódico peninsular Domingo, donde el que fuera presidente de la Real Academia Española «en tono pacigüeño, cautivador, insta a esa juventud [americana] a dar cumplimiento a una supuesta profecía de Rubén Darío adversa al panamericanismo y favorable a una hispanidad franquista» (7-8, p. 31). El director ejecutivo de España Peregrina no puede permitir que uno de sus escritores admirados -punto de partida de muchas de sus propias teorías306- sea considerado por Pemán como paladín del tan peligroso imperialismo hispánico, ni mucho menos que el nuevo Régimen utilice algunos de sus poemas como la «Salutación del optimista» para dignificarse y darse a conocer en América. No cabe ninguna duda -reitera Larrea- de que Pemán pretende «que no sólo sea España sino América quien se acaudille, es decir, quien se arrime a la cola del cometa hitleriano o si se prefiere del pez grande que se merienda al chico» (7, p. 32).

El escritor español -con ese tono profético que caracteriza buena parte de sus escritos sobre América- incide en el menoscabo de una tradición que está consiguiendo enfrentar las figuras de dos de los más significativos representantes de la América de habla hispana: el Darío renovador de las letras y el Bolívar libertador, símbolo de la independencia americanas307. Con verbo encendido, protesta sin contemplaciones, exigiendo una reacción a los americanos: «Pues bien, contra esa hipocresía perversa, contra ese academicismo entrometido, fraudulento, de puñal y ángel custodio, nos alzamos pidiendo a la juventud americana que considere el caso y dé su veredicto en un pleito en el que por su significación se ventilan los más elevados valores del espíritu e incluso el porvenir de la cultura misma» (7-8, p. 35).

De esta forma, el vasco logra salvaguardar lo verdaderamente español, unirlo a la tradición liberal americana y, lo que es más importante, contribuir a la reafirmación de los principios del exilio: «¿Rubén contra Bolívar? No. Pemán contra Bolívar, el señorito andaluz contra el generosos genio español nacido a la luz del nuevo continente y animado por sus vastos y profundos designios; el policía contra la personificación de la Libertad: la 'Edad Media continuada' contra el Mundo Nuevo que intuía auroralmente Rubén al tiempo que anunciaba el final de las sombras que caracterizan al antiguo» (7-8, p. 35).

A demostrar estas afirmaciones, Larrea dedica la mayor parte de su artículo, en donde un comentario pretendidamente308 objetivo repasa algunos aspectos de la obra y la ideología del autor nicaragüense para negar, al fin, validez a las teorías pemanianas en torno a «Salutación del Optimista». Larrea se apropia, así, de la palabra de Darío, convirtiendo al poeta nicaragüense en el valedor de su defensa del hispanismo de España Peregrina: «¿Cómo él, poeta universal, no iba a hacer causa común con sus hermanos los poetas, los españoles, los americanos, férvida muchedumbre cuya sensibilidad intuyó sin vacilar el campo donde se encuentra la virtualidad creadora, la justicia en su especie más cumplida?» (7-8, p. 34).

Pero España Peregrina no se limita a referirse a este imperialismo como una abstracción o a tratarlo como un peligro potencial, sino que realiza (desde el privilegiado punto de vista que otorga a los exiliados el haber estado defendiendo durante más de tres años unos valores opuestos a este proyecto imperial [4, 175]) una selección de noticias de actualidad, generalmente presentadas en las «Noticias de Ultratumba». En ellas se mostraba cómo la 'Hispanidad' ya había empezado a extenderse por América309«y, con ella, se generalizaba un estado de opinión contrario a los propios intereses del destierro español.

Los exiliados habían encontrado, a su llegada a México, una colonia española en cuyo seno coincidían dos tendencias opuestas: los hispanistas y los indigenistas. No obstante, durante los años de la República y la guerra civil, el sector más conservador había empezado a prevalecer, planteando una política de orientación falangista concretada en movimientos como el «Sinarquismo» y «Acción Popular»310 o publicaciones como el Boletín de Unidad311: «There was a difference, however, between the hispanidad of the Falange, Acción Nacional, and Sinarquismo, and that of most Mexican hispanistas. Many of the latter championed it chiefly as a protection against the encroachment of 'alien' cultures and institutions, as a means of preserving the treasured Hispanic culture. On the other hand, the Falange and its allies used it as a political tool to further the cause of Franco. In their eyes, hispanidad included not only close spiritual and cultural ties with the mother country -something wich many partisans of the Republic also favored- but also a harking back to the old Church-feudal status quo, and perhaps eve to the old Spanish hegemony»312.

Contra esta última tendencia reaccionaria inciden los redactores de España Peregrina, lamentándose una y otra vez porque «este estado de espíritu nacido en España, no se circunscribe ya a su territorio. En América existen en la actualidad no pocas gentes perturbadas por la misma dolencia vesánica, por el franquismo» (3, p. 127). Así, reproducen fragmentos de artículos procedentes de periódicos y libros mexicanos de carácter conservador y se refieren, especialmente, a las opiniones de reconocidos intelectuales hispanoamericanos como el historiador Carlos Pereira -«...Mas dada la autoridad de que goza todavía su nombre no nos parece a nosotros oportuno dejar pasar los artículos con que, partidario de Franco, contribuye a la campaña emprendida por la prensa reaccionaria de México para dañar en su prestigio a los emigrados españoles» (3, p. 125)- o Alfonso Junco, quien -a través de sus crónicas en el diario El Universal (1, 31) y La Nación- se vinculaba ideológicamente con la Falange y el sector más conservador de la Iglesia313.

En este sentido, los cuatro comentarios sobre Junco314 aparecidos en España Peregrina -todos ellos críticas referidas a la compilación de sus artículos de El Universal aparecida bajo el título de El difícil paraíso-, lo presentan como un pelele en manos del franquismo, como «la voz de su amo» en feliz acuñación de España Peregrina315. La afirmación se justifica sobradamente contrastando el origen de muchos de sus juicios sobre Cárdenas, la «España roja» o el panamericanismo con las que parecen ser sus fuentes: fragmentos de periódicos peninsulares como Solidaridad Nacional o ABC (7, p. 36). En palabras de Eugenio Imaz, «...Junco no habla, tan juncalmente, de las cosas de España sin conocerlas, las conoce demasiado bien, tan bien como cualquier abogado de ricos conoce la sinrazón de lo que defiende, tan juncalmente, tan casuísticamente, en cada caso» (6, p. 282).

A pesar de que la mayor parte de estas referencias aluden a México, el interés por convertir la publicación en portavoz de toda la emigración instalada en América conlleva una preocupación por los otros países de habla española. En especial, se destaca el apoyo declarado del Perú al proyecto imperial peninsular -el cual no puede sino entristecer a Larrea, ferviente admirador de la cultura incaica- y la simpatía hacia los planes franquistas mostrada por un sector significativo de la prensa argentina, sobre cuyos argumentos, en clave de ironía, se comenta: «...La flor y nata de los periodistas cristianos, colaboradores como tales de los grandes diarios bonaerenses se encargan de inculcar su seriedad y su cristianismo con el beneplácito oficial y los consiguientes días de indulgencia a los hijos de los fusilados a millares para exterminar toda especie de testigos molestos» (3, p. 126)316.

También el gobierno argentino recibe algunas críticas; sobre todo a causa de la mala disimulada simpatía oficial por los sublevados, evidente en la actitud del embajador argentino en Madrid, Daniel García Mansilla, quien mostró un declarado talante antirrepublicano en el momento del estallido de la guerra y se instaló en Francia hasta que Buenos Aires reconoció a los vencedores317.




ArribaAbajoLa propuesta de España Peregrina

El desconocimiento real del continente americano que tenían los exiliados a su llegada a México se suplía, en parte, con la orgullosa defensa de unas afinidades culturales e históricas que facilitaban, al menos teóricamente, la integración del español desterrado en el nuevo espacio que le acogía.

La enunciación de estas afinidades culturales constituyó una necesidad prioritaria a la que España Peregrina dedicó los primeros argumentos de un discurso sobre el hispanismo sustentado, en primer lugar, en el convencimiento de estar compartiendo una misma lengua318: «Por fortuna, el carácter de nuestra emigración era totalmente distinto al de las ya conocidas. Para los rusos y alemanes tanto como para los italianos y austríacos, el extranjero empieza por completo allí donde con las fronteras de su patria acaba la vigencia económica de su lenguaje. No así para los españoles. Allí donde acaba España empieza Hispanoamérica, todo un continente hermano donde la lengua española, cuerpo efectivo de nuestra cultura, reina libremente de extremo a extremo. Por la fuerza de las circunstancias y tendiendo a resolver espontáneamente los dos aspectos del problema referido, a América habían de afluir en gran número nuestros compatriotas» (2, p. 78).

La búsqueda de las coincidencias históricas y culturales contribuían a reforzar esta afinidad, tal como defendía uno de los presidentes de la Junta, Josep Carner. Este, en su reseña a Capítulos de literatura española de Alfonso Reyes, veía a Hispanoamérica como «la unidad que nace de la diversidad», es decir, hacía converger en una entidad única, a partir de la defensa de una tradición cultural común, a todo un conjunto de comunidades heterogéneas: «Cantó Unamuno que era patria suya cualquier lugar en que su lengua resonara, e intuyeron muchos hijos del Nuevo Continente que la América española había heredado con la sangre la gran tendencia de esas dos sumas civilizaciones mediterráneas: la antigüedad griega y el renacimiento italiano, esto es, la disposición al más alto valor humano, no mediante la irradiación diferente de un centro determinado por la geometría política, sino por la libre emulación entre numerosos centros espontáneos, políticamente laxos o independientes» (1, p. 37)319.

Para los exiliados españoles, la unidad se presentaba como un intento de hacer converger sus vínculos espirituales con España y la presencia física en América Latina; suponía, pues, una posibilidad real de poder llevar a buen término las propuestas de concretar una conciencia iberoamericana iniciada anteriormente y agradecer la generosa acogida mexicana: «Si podía haber una unión de pueblos, creadora y productiva, entonces, en realidad, el éxito individual de cualquier transterrado en cualquier campo de México sería un símbolo de la continuada vitalidad de la República y también ayudaría a pagar la deuda que los republicanos tenían con México»320.

Resulta lógico, pues, que la revista de la Junta no se muestre ajena a la interminable lista de elogios recibidos por Lázaro Cárdenas en los primeros meses de la llegada de los expatriados y, aunque no se trate de él específicamente, aparece citado en varias ocasiones -con un tono cordial, las más de las veces (4, p. 182). También se loan las facilidades ofrecidas por su gobierno a los expatriados españoles: los redactores de España Peregrina elogian la ayuda prestada a la República española durante la guerra, agradecen el ofrecimiento de facilitar la naturalización mexicana a cuantos exiliados deseen obtenerla, aplauden la receptiva actitud de centros de investigación y docencia como la UNAM321 y, ante todo, destacan aquellas actitudes en que descubren una verdadera unión entre los dos pueblos, las mismas que favorecerán el proyecto de unidad hispánica propuesto: «México nos ha recibido con los brazos abiertos, no con el brazo que se tiende a un náufrago; nos ha recibido, no por un acto de conmiseración, sino por un acto de fe. Ancha es América» (4, p. 182).

De esta forma, amparándose en este proyecto global y en la reafirmación de una misma comunidad de intereses que se vislumbraba detrás del lógico mantenimiento de las democracias americanas, la actitud mexicana de apoyo a los expatriados españoles se veía justificada y cuestionados, indirectamente, todos los prejuicios contrarios a la recepción de españoles a los que tuvo que hacer frente el gobierno cardenista322.

Mención aparte merece el número dedicado al Doce de Octubre, donde la significativa inclusión de textos escritos por los más prestigiosos intelectuales hispanoamericanos se entiende como el intento de encontrar un apoyo a la propuesta de hispanismo que los exiliados convierten en un principio de autoridad difícilmente cuestionable. Aparece algún fragmento publicado con anterioridad, como el procedente del libro La Torre de Casandra de Leopoldo Lugones323 (8-9, p. 62), pero los más fueron escritos expresamente para los republicanos españoles en el exilio, a petición suya, y se solidarizan con el manifiesto fundacional de España Peregrina incluido en el primer número324.

Desde el argentino Francisco Romero -quien informa sobre la creación de la «Cátedra A. Korn» en el prestigioso Colegio Libre de Estudios Superiores, la cual, como el profesor que le dio nombre y el mismo Romero que frecuentó las publicaciones del exilio en Argentina, apoyó a los republicanos exiliados- hasta el mexicano Alfonso Reyes, pasando por algunos de los amigos de miembros de la Junta como el historiador peruano Luis E. Valcárcel, la chilena Gabriela Mistral o el norteamericano Waldo Frank, los testimonios se van sucediendo en un intento de reconocer algunos de los puntos argumentados más arriba: «la negación de la religión del éxito histórico», coincidente con las propuestas de Alfonso Reyes para quien «América ha absorbido a España en su seno. Ahora sí que somos de la misma sangre. Nada de Metrópoli y colonias. Nada de cambiarse injurias o palabras ceremoniales de uno a otro lado del mar. Acá está, entre nosotros, lo que todavía se salva. Hagamos el inventario, contemos los huecos en las filas y que se levanten los muertos. Seamos capaces del destino» (8-9, p. 55), así como con los planteamientos de Luis E. Valcárcel que diferencia a los exiliados de los descubridores, a partir de su actitud fraterna, preparación, esperanzas de realizar sus proyectos en el único espacio de libertad posible, América (8-9, p. 56). Hallamos, asimismo, el rechazo de una fiesta de la Raza que se ha contaminado de intereses políticos y económicos (8-9, p. 55) y reformulaciones del proyecto de una unidad hispánica que, en el caso de Waldo Frank (8-9, p. 61), se reformula en un panamericanismo amparado por las democracias del Nuevo Continente, cuya finalidad sería la de construir un frente común contra los fascismos europeos325. Esta propuesta se opone al imperialismo norteamericano en una línea continuada en el exilio: «Sólo queríamos señalar -comenta Eugenio Imaz en «La Conferencia de La Habana»- la parte de responsabilidad que incumbe a los Estados Unidos en la situación amenazadora que, en estos momentos, representa el fascismo para toda la América. Situación a la que se hace frente con esta regionalización de la doctrina de Monroe que es, entre otras cosas, la Conferencia de la Habana. La raíz de esta nueva etapa del monroísmo, como la de la primera, estaría alimentada por el cadáver de la libertad española» (7, p. 5)326.




ArribaAbajoLarrea y su visión del Nuevo Mundo327

Desde el texto programático hasta el editorial «Doce de Octubre. Fiesta del Nuevo Mundo» del octavo número de España Peregrina, pasando por las cuatro entregas de «Introducción a un nuevo mundo» -reimpresas casi íntegramente como los capítulos iniciales del libro Rendición de espíritu328 publicado, en 1943, por la editorial aneja a Cuadernos Americanos-, Juan Larrea articuló en España Peregrina329 unas ideas que, en primera instancia, se constituyeron en explicación de la tragedia vivida y otorgaron sentido a la situación del exiliado.

Firmemente convencido de que América era el continente del espíritu, llamado a equilibrar los otros dos bloques continentales del pasado (Asia-Oceanía; Europa-África), Larrea defendió a ultranza el convencimiento de que la España representada por los republicanos se había inmolado para anunciar un nuevo mundo de civilización verdadera330. Tesis estas que fueron rápidamente aceptadas por un destacado sector del exilio intelectual republicano331 como ejemplifican, desde perspectivas e intenciones dispares, el Eugenio Imaz de España Peregrina -donde expresa su deseo de que «...los hijos de España de este lado del Atlántico recojan y desarrollen el espíritu rendido tan atrozmente por sus hermanos españoles. Contra los imperios encamisados, con camisa de fuerza de cualquier color o a rayas, el imperio sin color de los pueblos libres, por el que trabajó Bolívar, en el que 'la diferencia de origen y de colores perdería su influencia y poder'» (7, p. 6) [el subrayado es nuestro]- o el José Moreno Villa que escribió estos significativos versos: «No vinimos aquí, nos trajeron las ondas/ confusa marejada, con un sentido arcano/ impuso el derrotero a nuestros pies sumisos./ Nos trajeron las ondas que viven el misterio,/ las fuerzas ondulantes que animan el destino,/ los poderes ocultos en el manto celeste»332.

Esta visión de América, aunque tuviera en la experiencia del exilio su concreción, no nacía únicamente de ella, sino que se presentaba como una amalgama de las preocupaciones existenciales de su autor, su espíritu religioso, la influencia de las corrientes irracionalistas de entreguerras y, sobre todo, del surrealismo. David Bary ha explicado ya las tempranas inquietudes de Larrea por superar los límites tradicionales de la conciencia de Occidente; con el tiempo, estas preocupaciones van tomando forma en una vocación de nuevo mundo metafísico identificado en el mito del «mundonovismo»333. Respecto a este último, el propio Larrea incluye en España Peregrina (2, p. 75) un fragmento del libro Egregores, ou la vie des civilisations (1938) de Pierre Mabille334, que recuerda muy de cerca las afirmaciones de Hegel en su Filosofía de la Historia Universal cuando considera a América el país del porvenir y al conflicto entre América del Norte y América del Sur como el centro de gravedad de la historia universal335: «Puesto que el curso de los siglos ha dado al Atlántico el valor que tuvo antaño el Mediterráneo -expone Larrea-, se forma allí una agrupación humana susceptible de soportar la carga de una civilización. Entre los Estados Unidos, filial del imperialismo anglosajón, y México, se renovarán las luchas y los canjes que dieron razón de ser a nuestro occidente cristiano» (2, p. 75).

Otras influencias pueden rastrearse en la formación de sus teorías: desde el Dante que asociaba una tierra nueva con el Espíritu, los románticos alemanes, la filosofía hegeliana336, Rubén Darío, Walt Whitman (quien llegó a bautizar a América con el nombre de Columba, recogiendo el «símbolo de la paloma-águila que encierra en su figura el concepto trascendental de América»337) o el pensamiento norteamericano representado por Waldo Frank338. Junto a ellas, hallamos la huella de la tradición utópica que les precede, aquella que consideraba a América -desde Colón pasando por Tomás Moro, Vasco de Quiroga o las nuevas utopías de revolución social339- como la tierra del Paraíso.

En esta dirección se sitúa el estudio de carácter erudito que publica Larrea en torno a un texto inédito y prácticamente olvidado en ese momento, «El paraíso en el Nuevo Mundo de León Pinelo» (8-9, pp. 74-94), sobre el que había estado trabajando durante los meses previos al estallido de la guerra civil340, y al que se referiría en varios textos posteriores: así, en César Vallejo y el surrealismo, aludía a «las instituciones paradisíacas y apocalípticas de Cristóbal Colón y seguidores; los mitos neomúndicos, sobre los que abre sus alas el de la Cruz del Sur; la figura apocalíptica y patronal de la Virgen de Guadalupe; 'El paraíso en el Nuevo Mundo' de Antonio de León Pinelo, biblia del disparate racionalizado...»341 -el subrayado es nuestro.

Con estos antecedentes y una metodología de trabajo extremadamente compleja -Larrea mezcla la cabalística, con la del gnosticismo342, llegando a sus conclusiones «por modo de exégesis poético o simbólico, como se analizaría un sueño individual»343-, en 1940, Larrea estaba dando forma a una filosofía de la historia específica que buscaba en una extensa serie de «elementos significantes» (que van desde el descubrimiento de América hasta la guerra civil, la muerte de Vallejo o el exilio español) la idea principal que la vertebra: la honda vinculación de España con América y la consiguiente rendición de espíritu realizada por el pueblo español; rendición derivada del mito apocalíptico de la 'muerte de Europa' y rendición como revelación del sentido de esta muerte que no implica sino el renacimiento del Espíritu en América, mediante un vehículo concreto: los republicanos españoles344.

Así lo expresaba Larrea en su presentación de España Peregrina: «...cumple a quienes podemos levantar la voz libremente dar expresión al contenido profundo de la causa por la que libremente se inmolaron tantos miles de compatriotas... Era España un pequeño universo aparte, clave y semilla de universalidad, dentro del cual se contenían en potencia desde muy antiguo los elementos necesarios para construir sobre un plano de civilización verdadera, un mundo adecuado a las mejores aspiraciones de sus hijos... Así la voluntad popular de España... dando con su sangre testimonio de la Justicia y después de haberla defendido inerme y sobrehumanamente durante dos años y medio de cruelísima lucha, rindió por fin su espíritu. Espíritu que hoy, al descomponerse y desaparecer con sus imperfecciones y naturales miserias la estructura política en que tuvo forma, nos ilumina vivamente, nos arrebata» -el subrayado es nuestro-.

Del mismo modo siguió expresándolo en las entregas siguientes, cuando justifica estas teorías y anticipa el advenimiento de una nueva conciencia universal de nivel superior -«No es otra la situación degenerada del hombre: ha dejado lo espiritual por lo corpóreo. La redención paradisíaca requiere la reunión de la conciencia subjetiva del Ser con aquella Sofía o Sabiduría divina personalizada que la humanidad perdió originalmente (7, p. 84)- que encontrará en el continente americano su manifestación plena. En América -continúa Larrea- se superará el individualismo de la cultura occidental, y, por tanto, serán renovadas las formas institucionales caducas como la Iglesia católica (ROMA versus AMOR propone en Rendición de Espíritu), las propuestas del Partido Comunista soviético345 o las democracias europeas, cuestionadas después del pacto de «no intervención».

Como nuestro propósito en este estudio no es tanto analizar la obra de los autores concretos, sino referirnos globalmente al proyecto publicista en que estos se insertan, sirvan estos breves comentarios en torno a las teorías larreanas para entender la suerte de «aceptación estoica»346 del destierro que Larrea propuso a través de la revista de la Junta. Con estas ideas, su autor contribuyó de forma decisiva al proyecto cultural de España Peregrina, otorgándole una personalidad específica y diferenciada de otras publicaciones del destierro. No resulta nada descabellado afirmar que una parte de la incomprensión que provocó la revista procediera de la extrañeza provocada por unos planteamientos que no resultaban fácilmente comprensibles en el momento de su enunciación: «La lectura de Rendición de Espíritu ha de haber sido difícil para muchas personas. Concebida desde un punto de vista situado más allá de los tradicionales dualismos de Occidente, no podía satisfacer ni a un materialista tradicional ni a una persona cuyo pensamiento estuviera condicionado por los moldes de la religiosidad tradicional. Tomaba en serio los fenómenos religiosos y míticos, pero no en forma literal. Rechazaba tanto a Roma como a Moscú. Estudiaba a los mitos, tanto los religiosos como los seculares, como sueños colectivos, única manera en que ciertas realidades encubiertas por una censura psíquica colectiva pudieran llegar a la conciencia activa de la sociedad. Y veía a estas realidades encubiertas como fragmentos de un lenguaje impersonal, expresión de una conciencia colectiva de la cual las conciencias individuales, presas en la ilusión del yo, no eran más que fragmentos. Todo esto es más aceptable [ahora]... de lo que podía haber sido para el intelectual hispánico medio de 1943, cuya formación había sido tan distinta»347.




ArribaAbajoEl fracaso del proyecto hispanista

Como se ve, España Peregrina nos ilustra sobre esta primera intención de los recién llegados de construir en América, gracias a ellos, una comunidad hispánica caracterizada por los rasgos propios del pensamiento republicano. El prematuro fracaso de la revista ejemplifica, además, cómo los españoles no consiguieron llevar adelante su propuesta. Pesaba demasiado el sentimiento patriótico mexicano que la Revolución -unida a otros factores como el estudio de las civilizaciones prehispánicas o las teorías marxistas- había potenciado, al igual que la revalorización del pasado indígena como componente esencial del México moderno.

Por todo ello -tal como afirmó A. H. de León-Portilla a propósito del proyecto publicista a que nos hemos referido- «...airear la unidad del mundo hispánico, como factor aglutinante de mexicanos y españoles, era inoperante. Ni siquiera valía la pena hacerlo dentro de un nuevo concepto de hispanismo, ligado por supuesto al espíritu republicano, en el cual se procurara destacar ante todo los valores que la cultura española tenía de universales»348. Pero Juan Larrea no cejó en sus propósitos y la revista Cuadernos Americanos impulsada por él junto a un grupo de españoles y mexicanos es buena prueba de ello349.

El proyecto quedó, finalmente, en un deseo, un ejemplo más de la utopía propuesta por los republicanos dentro y fuera de España, a la que, un año después, se referirá León Felipe de esta traza: «¡Hispanidad, tendrás tu reino!/ Pero tu reino no será de este mundo. Será un reino sin espadas ni bandera, será un reino sin cetro./ No se erguirá en la Tierra nunca; será un anhelo/ sin raíces ni piedras, un anhelo que vivirá en la Historia sin historia, sólo como un ejemplo./ Cuando se muera España para siempre, quedará un ademán en la luz y en el aire, un gesto.../ Hispanidad será aquel gesto vencido, apasionado y loco del Hidalgo manchego./ Sobre él los hombres levantará mañana el mito quijotesco/ y hablará de Hispanidad la Historia cuando todos los españoles se hayan muerto./ Para crear la Hispanidad hay que morirse porque sobra el cuerpo./ Murió el héroe, y morirá su pueblo./ Murió el Cristo, y morirá la tribu toda; que el Cristo redentor será ahora un grupo entero/ de hombres crucificados, que al tercer día ha de resucitar de entre los muertos./ De Hispanidad será este espíritu que saldrá de la sangre y de la tumba de España para escribir un Evangelio nuevo./ Envío/ A los señores Plancarte, Junco, Esquivel Obregón y Guisa y Azevedo./ Caballeros cristianos y franquistas, caballeros que vais a España ahora al Gran Consejo/ de Hispanidad..., decid a Franco que Hispanidad es esto»350.

Así, «la España Peregrina... forjará, si no la Nueva Civilización Planetaria con que soñaba Larrea, un nuevo ambiente de cultura y estímulo que llevará muy pronto al gran florecimiento de la cultura mexicana»351.





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