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Los trabajos, por ejemplo, de Lezama Lima, Carpentier, Sarduy, Durán Luzio, Roggiano, Beverley, Vidal, Moraña, González Boixo han tratado de explicar estas diferencias.

 

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En España también se daban preocupaciones en este sentido; las representaban el número de arbitristas que enviaban al rey largos documentos con los que se trataba de mejorar la administración de la corona. Véase la anécdota que reproduce Maravall, de Pellicer, en La cultura, sobre un labrador que se colocó delante del rey para pedirle cuentas de lo mal que andaba el gobierno, pág. 6. Para los arbitristas en la Península, véase a Maravall en la misma obra, Parte I, Capítulo I . También hubo arbitristas en Hispanoamérica como ha demostrado Sara Almarza en la tesis doctoral que presentó en nuestro departamento en SUNY, Stony Brook: «Letras arbitristas en la América colonial», 1981. Uno de los más tempranos fue, por cierto, Sigüenza y Góngora, quien ideó un memorial sobre la importancia estratégica que tendría la creación de un puerto a orillas del Misisipí como manera de defender esa zona. Este memorial, enviado al Consejo de Indias, fue escamoteado bajo el nombre del capitán español Andrés de Pez (Almarza, 66).

 

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Para la importancia de lo iconográfico en Guamán Poma, véase el capítulo 4 (págs. 113-126): «Invención y dibujo» del libro de 1989 de Adorno.

 

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Véase lo que dice Mignolo sobre la tradición precolombina de esta práctica.

 

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Según Rama, esta clase dirigente de la urbe hispanoamericana aún sigue rigiendo hoy, págs. 24-30.

 

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Hernán Vidal lo explica de esta manera: «Por ello es que, conjuntamente con concebir el barroco americano como una forma de dominación ideológica, debemos referirnos a él como un proyecto inconsciente para sentar las bases de una independencia intelectual» (pág. 117). Y Mabel Moraña, hablando de literaturas coloniales: «Por otro lado, esos intelectuales se articulan a través de sus textos a la realidad tensa y plural de la Colonia a la que ya perciben y expresan como un proceso cultural diferenciado, y utilizan el lenguaje imperial no sólo para hablar por sí mismos sino de sí mismos, de sus proyectos, expectativas y frustraciones» (pág. 239).

 

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Como es sabido, las historias literarias hispanoamericanas incluyen a Balbuena como poeta de estas tierras. Menéndez y Pelayo lo aclama no sólo como «el primer poeta genuinamente americano» (pág. 53) sino como uno de los más grandes poetas de la lengua castellana de ambos mundos aunque, como era de esperarse, no deja de criticar las características que lo acercan al Barroco. Anteriormente, Quintana incluso sugirió la posibilidad de una pronunciación diferente a la española peninsular en Balbuena. Véase Ochoa (XXIV) quien reproduce la introducción de Musa épica de Quintana.

 

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Véase a Sarduy en «El Barroco y el Neo-barrroco» en la primera y última parte: «Espejo» y «Revolución». Sarduy utiliza el descubrimiento de la elipse de Kepler para dar una idea de lo que es el Barroco: pérdida del círculo y de su «centro único en el trayecto de los astros» (pág. 168), así como el de Harvey de la circulación de la sangre para indicar dispersión, huida. Señala que Dios mismo deja de ser «evidencia central» (ibidem) y pasa a ser una entre la variedad de certidumbres o incertidumbres que la experiencia personal recoja.

 

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Con respecto a estos esquemas ideológicos, véase a Pascual Buxó: «...la verdadera historia del mundo no es otra cosa que los sucesivos conjuntos de imágenes -contradictorias y compatibles- que los hombres se van formando de él» (pág. 36), y a Margarita Zamora (1987).

 

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Las teorías de Lezama Lima, sobre todo, y de Carpentier (retomando a Eugenio D'Ors sobre el carácter cíclico del Barroco) que, por otra parte, tanto nos han ayudado a comprender este estilo literario, presentan una visión demasiado general y extensa. En cuanto a la frondosidad y feracidad de América que propone Carpentier (1970, 37-38, y en «lo barroco», 125) como contribuyentes a la tónica barroca, recordemos el caso de Quevedo, enclavado en la árida meseta castellana, que, sin embargo, en su conceptismo se da como uno de los grandes epígonos del estilo que tratamos. Por otra parte el legado del liberalismo ilustrado y de las nuevas fórmulas poéticas para el nuevo clasicismo hacen difícil esta evolución. Véase el artículo de Beverley, 1988, 225-226.