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No sabemos si don Juan Manuel aportó retoques que permitieran calificar de apógrafos el texto «más apostado» del Libro del cavallero et del escudero que prometía a don Juan de Aragón o la versión del Libro de los estados posterior al eventual expurgo por parte del Arzobispo (Obras, I, pp. 40 y 207). Desde luego, la simple publicación de una obra a través de una copia de lujo, como en ciertos códices de Alfonso el Sabio y tantos otros autores de alcurnia, no debe confundirse (cfr. La Corónica, X, p. 187) con el proceso más complejo que supone la confección del «volumen» manuelino, según en seguida veremos.

 

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No es del caso detenerse en algún precedente aislado, ni en las innovaciones de un Petrarca o un Valla; cf. M. Feo, «Fili petrarcheschi», Rinascimento, XIX (1979), p. 42, n. 2, y S. Rizzo, op. cit., p. 312.

 

163

Amén de la clásica monografía de J. Destrez (La Pecia dans les manuscrits universitaires du XIIIe et du XIVe siècle, París, 1935) y del ensayo de G. Pollard (cf. n. 160), vid. G. Fink-Errera, «Une institution du monde médiéval: la “pecia”», Revue Philosophique de Louvain, LX (1962), pp. 187-210, 216-243 (empleo la versión italiana, en G. Cavallo, ed., Libri e lettori nel medioevo, Bari, 1977, pp. 131-165, 284-302), y D. L. d’Avray, The Preaching of the Friars. Sermons Diffused from Paris before 1300, Oxford, 1985, pp. 273-286 y 313, s. v.

 

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Partida segunda, tít. 31, ley 11; el lenguaje es ahí profundamente tradicional: cfr., por ejemplo, «exemplantia ... competentia et correcta tam in textu quam in gloxa, ita quod solutio fiat a scolaribus pro exemplis secundum quod convenit ad taxactionem Rectorum» (contrato de Vercelli, 1228, apud G. Pollard, art. cit., pp. 148-150). De la misma ley proceden las otras citas que doy sin más identificación en el resto del párrafo.

 

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«There is a confusing use of the term “exemplar” which goes back to the thirteenth century. To the stationer, the exemplar meant the copy which he acquired and from which he had the peciae copied. To the scholar (and, no doubt, the university) it meant the collection of peciae hired out by the stationer» (G. Pollard, ibid., p. 154). Aquí hablo siempre de exemplar en el segundo sentido, más generalizado en la época; «the copy which the stationer acquired» es de entidad harto problemática (vid. G. Fink-Errera, loc. cit., pp. 135-136, 147-150).

 

166

Constituciones de 1254, en V. Beltrán de Heredia, Cartulario de la Universidad de Salamanca, I, Salamanca, 1970, p. 605; cfr. A. Millares Carlo, en Anales de la Universidad de Madrid, IV (1935), p. 266.

 

167

G. Fink-Errera, loc. cit., p. 150.

 

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De antiguo viene repitiéndose que don Juan depositó en «el convento dominico de Peñafiel ... el precioso manuscrito de sus obras completas» (M. R. Lida de Malkiel, loc. cit., p. 94). Tal suposición -aunque suela presentarse como si de un hecho se tratara- se funda en una interpretación discutibilísima (cf. A. Blecua, op. cit., pp. 104, 107-108) del preámbulo a El Conde Lucanor (vid. notas 151 y 156), según la cual «el libro mismo que don Johan fizo..., emendado, en muchos logares, de su letra» se identifica con «los libros que él fizo» y que «están en el monesterio de los frayres predicadores que él fizo en Pennafiel». El preámbulo, en el mejor de los casos, podría haber sido escrito a instancias del autor o incorporar una disposición suya que no nos consta por ninguna fuente segura. Si mantenemos la interpretación tradicional del pasaje y, por otro lado, concedemos a don Juan alguna responsabilidad en la gestación del preámbulo o aceptamos que quien lo redactara estaba fielmente informado de la voluntad del escritor, de nuevo habremos de concluir que el preámbulo es posterior al Prólogo general: porque, si no, mal se explica que el Prólogo no diga ni una palabra sobre la localización del «volumen» cuya consulta recomienda (como tampoco dice nada al respecto el testamento de 1340 [apud A. Giménez Soler, Don Juan Manuel, Madrid, 1932, pp. 695-704], por más que ahí se den prolijas instrucciones relativas a Peñafiel); de suerte que razonaremos que don Juan decidió adjudicar su exemplar al monasterio después de dictar el Prólogo y antes de que, con su aquiescencia o sin ella, se compusiera el preámbulo al Lucanor. Si, por el contrario, reputamos el preámbulo como enteramente ajeno a la iniciativa y las intenciones de don Juan, será legítimo pensar que el anónimo adaptador del Prólogo general añadió la mención del convento «de los frayres predicadores», entre otros motivos, porque reconoció que el «volumen» manuelino era trasunto del exemplar de las universidades y le pareció oportuno prolongar el remedo del procedimiento de la pecia: si el exemplar se custodiaba en la tienda del stationarius, los «libros» de don Juan se guardaban en Peñafiel. Y hasta cabe que el refundidor de marras, en vena de petiarius, no quisiera dar la lista de obras que traía el Prólogo general, sino precisamente la relación de las que se hallaban en el monasterio (cfr. A. Blecua, ibid., p. 108). Con perspectiva distinta, pero convergente, tampoco es imposible que el propio don Juan Manuel se sintiera animado a hacer inventario de su producción literaria porque la noción de exemplar iba asociada normalmente al recuerdo de la lista de títulos disponibles que promulgaban los petiarii. No sería ese, sin embargo, el único estímulo en igual sentido: los análogos pueden documentarse en múltiples dominios, desde los accessus (cfr. n. 157) hasta el canon de libros auténticos que figuraba al frente de los manuscritos bíblicos (cuyo orden y división en capítulos, por cierto, se fijaron gracias a un exemplar Parisiense del Doscientos; cfr. The Cambridge History of the Bible, II, Cambridge, 1969, ed. G. W. H. Lampe, pp. 146-148).

No sé abstenerme de aducir un episodio sorprendentemente en línea con todo lo anterior. La Grammatica Antonii Nebrissensis iampridem soliciter revisa..., Zaragoza, 1558, fol. aii y v, lleva un prólogo, presumiblemente apócrifo, en que «Nebrija» promete dejar «in membranis archetypa exemplaria [de la “tertia editio” de sus Introductiones latinae] ex autographo meo dispuncta, interpuncta, inducta et emendata in omnibus bibliothecis ecclesiarum cathedralium totius Hispaniae atque imprimis Salmanticensis gymnasii..., ut siquando suborta fuerit dubitatio quid ego ex sententia mea scriptum reliquerim, ad prototypa illa exemplaria recurratur...»; y, «quia opus est de rebus minutissimis, hoc est, de literis, de syllabis, de punctis, de accentibus disserere, in quibus transcribendis facilis est lapsus in errorem», reproduce la vieja Adiuratio Irenei (cfr. M. Feo, loc. cit. en n. 162, y S. Rizzo, op. cit., p. 242, antes que Á. Gómez Moreno en La Corónica, XII, p. 81): «Adiuro te, qui transcribis librum hunc..., ut conferas ... et emendes illud ad exemplar unde descripsisti diligentissime...». Ese prólogo debe de ser apócrifo, repito, o por lo menos no se destinaría a una edición como la zaragozana de 1553; el estilo, sin embargo, es endiabladamente nebrisense, y Elio Antonio se había propuesto una vez depositar el exemplar de una medida de longitud (coincidente con su propio pie...) en la biblioteca «quae nunc magnificentissime in gymnasio nostro Salmanticensi extruitur, ut quoties in dubium venerit aliquid quod ad rationem cuiuscumque mensurae pertineat, rei certitudo inde petatur...» (Repetitio sexta De mensuris..., Salamanca, 1510, fols. aiiiv y aiiii).

 

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Alberto Blecua, op. cit., p. 108, se pregunta si el «volumen» era facticio o no y si la colección de obras que pasara a Peñafiel estaba desencuadernada. El paralelismo con la pecia nos tienta con la hipótesis de que el «volumen» se copiara unitariamente, pero para ser mantenido en cuadernos sueltos. Por desgracia, o por fortuna, es sólo una tentación... En cambio, frente al optimismo de J. Destrez, hoy sabemos que la pecia fue una fuente perenne de contaminationes (cfr. n. 163). A su vez, ocurre que El Conde Lucanor, cuando se estudia con la rigurosa perspectiva ecdótica de A. Blecua, muestra un alto grado de contaminación. Y una cosa, entonces, sí se diría evidente: la invitación de don Juan a compulsar el «volumen» fabricado a imagen del exemplar universitario constituía, en la práctica, un acicate a la contaminación. Con frecuencia se ha subrayado la ironía del destino que extravió el «volumen» al que don Juan había confiado la perduración cabal de sus escritos. Pero es paradoja mayor que, buscando un antídoto contra los errores de copia, se diera con un sistema que de hecho incitaba al «scrivano» a trabajar con más de un texto y por ende a producir otro contaminado.

 

170

Vid. M. R. Lida, loc. cit., pp. 111-133 («Don Juan Manuel, la Antigüedad y la cultura latina medieval»). Es la única de las «Tres notas...» de doña María Rosa con la que concuerdo en una porción importante (pero cfr. n. 163, por ejemplo), mientras discrepo casi de raíz de las otras dos. Me permito hacerlo constar así, no sólo por el entrañable magisterio que reconozco a la estudiosa argentina, sino también porque en nuestra Historia y crítica de la literatura española, I, Barcelona, 1980: Edad Media, pp. 174-176, mi excelente amigo Alan Deyermond y yo no logramos «una redacción que significara una conciliación de nuestros respectivos puntos de vista» (p. XXI) sobre la bibliografía de don Juan Manuel; y, a falta o en espera de la publicación en la que nos proponíamos analizar las (cortas) divergencias que surgieron en el curso de nuestra colaboración (ibid.), aprovecho esta oportunidad para matizar unos cuantos extremos de mi opinión al propósito.

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