161
No sabemos si don
Juan Manuel aportó retoques que permitieran calificar de
apógrafos el texto «más
apostado»
del Libro del cavallero et del
escudero que prometía a don Juan de Aragón o la
versión del Libro de los estados posterior al
eventual expurgo por parte del Arzobispo (Obras, I,
pp. 40 y 207). Desde luego, la
simple publicación de una obra a través de una copia
de lujo, como en ciertos códices de Alfonso el Sabio y
tantos otros autores de alcurnia, no debe confundirse (cfr.
La Corónica, X, p. 187) con el proceso más complejo
que supone la confección del «volumen»
manuelino, según en
seguida veremos.
162
No es del caso detenerse en algún precedente aislado, ni en las innovaciones de un Petrarca o un Valla; cf. M. Feo, «Fili petrarcheschi», Rinascimento, XIX (1979), p. 42, n. 2, y S. Rizzo, op. cit., p. 312.
163
Amén de la clásica monografía de J. Destrez (La Pecia dans les manuscrits universitaires du XIIIe et du XIVe siècle, París, 1935) y del ensayo de G. Pollard (cf. n. 160), vid. G. Fink-Errera, «Une institution du monde médiéval: la “pecia”», Revue Philosophique de Louvain, LX (1962), pp. 187-210, 216-243 (empleo la versión italiana, en G. Cavallo, ed., Libri e lettori nel medioevo, Bari, 1977, pp. 131-165, 284-302), y D. L. d’Avray, The Preaching of the Friars. Sermons Diffused from Paris before 1300, Oxford, 1985, pp. 273-286 y 313, s. v.
164
Partida
segunda, tít. 31,
ley 11; el lenguaje es ahí profundamente tradicional:
cfr., por ejemplo, «exemplantia ...
competentia et correcta tam in textu quam in gloxa, ita quod
solutio fiat a scolaribus pro exemplis secundum quod convenit ad
taxactionem Rectorum»
(contrato de
Vercelli, 1228, apud G. Pollard,
art. cit., pp. 148-150). De la misma ley proceden las
otras citas que doy sin más identificación en el
resto del párrafo.
165
«There is a
confusing use of the term “exemplar” which goes back to
the thirteenth century. To the stationer, the exemplar meant the
copy which he acquired and from which he had the
peciae
copied. To the scholar (and, no doubt, the
university) it meant the collection of peciae hired out by the
stationer»
(G.
Pollard, ibid., p.
154). Aquí hablo siempre de exemplar en el segundo sentido, más
generalizado en la época; «the copy which the stationer
acquired»
es de entidad harto
problemática (vid. G.
Fink-Errera, loc. cit.,
pp. 135-136, 147-150).
166
Constituciones de 1254, en V. Beltrán de Heredia, Cartulario de la Universidad de Salamanca, I, Salamanca, 1970, p. 605; cfr. A. Millares Carlo, en Anales de la Universidad de Madrid, IV (1935), p. 266.
167
G. Fink-Errera, loc. cit., p. 150.
168
De antiguo viene
repitiéndose que don Juan depositó en «el convento dominico de Peñafiel ... el
precioso manuscrito de sus obras completas»
(M. R. Lida de Malkiel, loc.
cit., p. 94). Tal
suposición -aunque suela presentarse como si de un hecho se
tratara- se funda en una interpretación
discutibilísima (cf. A.
Blecua, op. cit., pp. 104, 107-108) del preámbulo a
El Conde Lucanor (vid. notas 151 y 156), según la
cual «el libro mismo que don
Johan fizo..., emendado, en muchos logares, de su letra»
se identifica con «los libros
que él fizo»
y que «están en el monesterio de los frayres
predicadores que él fizo en Pennafiel»
. El
preámbulo, en el mejor de los casos, podría haber
sido escrito a instancias del autor o incorporar una
disposición suya que no nos consta por ninguna fuente
segura. Si mantenemos la interpretación tradicional del
pasaje y, por otro lado, concedemos a don Juan alguna
responsabilidad en la gestación del preámbulo o
aceptamos que quien lo redactara estaba fielmente informado de la
voluntad del escritor, de nuevo habremos de concluir que el
preámbulo es posterior al Prólogo general:
porque, si no, mal se explica que el Prólogo no
diga ni una palabra sobre la localización del «volumen»
cuya consulta recomienda
(como tampoco dice nada al respecto el testamento de 1340
[apud
A. Giménez Soler, Don
Juan Manuel, Madrid, 1932, pp. 695-704], por más que ahí
se den prolijas instrucciones relativas a Peñafiel); de
suerte que razonaremos que don Juan decidió adjudicar su
exemplar al
monasterio después de dictar el Prólogo y
antes de que, con su aquiescencia o sin ella, se compusiera el
preámbulo al Lucanor. Si, por el contrario,
reputamos el preámbulo como enteramente ajeno a la
iniciativa y las intenciones de don Juan, será
legítimo pensar que el anónimo adaptador del
Prólogo general añadió la
mención del convento «de los
frayres predicadores»
, entre otros motivos, porque
reconoció que el «volumen»
manuelino era trasunto del
exemplar de
las universidades y le pareció oportuno prolongar el remedo
del procedimiento de la pecia: si el exemplar se custodiaba en la tienda del
stationarius,
los «libros»
de don Juan se
guardaban en Peñafiel. Y hasta cabe que el refundidor de
marras, en vena de petiarius, no quisiera dar la lista de obras que
traía el Prólogo general, sino precisamente
la relación de las que se hallaban en el monasterio
(cfr.
A. Blecua, ibid.,
p. 108). Con perspectiva
distinta, pero convergente, tampoco es imposible que el propio don
Juan Manuel se sintiera animado a hacer inventario de su
producción literaria porque la noción de exemplar iba asociada
normalmente al recuerdo de la lista de títulos disponibles
que promulgaban los petiarii. No sería ese, sin embargo, el
único estímulo en igual sentido: los análogos
pueden documentarse en múltiples dominios, desde los
accessus
(cfr.
n. 157) hasta el canon de libros
auténticos que figuraba al frente de los manuscritos
bíblicos (cuyo orden y división en capítulos,
por cierto, se fijaron gracias a un exemplar Parisiense del Doscientos;
cfr.
The Cambridge History
of the Bible, II, Cambridge, 1969, ed. G.
W. H. Lampe, pp.
146-148).
No sé
abstenerme de aducir un episodio sorprendentemente en línea
con todo lo anterior. La Grammatica Antonii Nebrissensis iampridem soliciter
revisa..., Zaragoza, 1558, fol.
aii y v, lleva un prólogo, presumiblemente apócrifo,
en que «Nebrija»
promete
dejar «in membranis
archetypa exemplaria [de la “tertia
editio” de sus Introductiones latinae] ex
autographo meo dispuncta, interpuncta, inducta et emendata in
omnibus bibliothecis ecclesiarum cathedralium totius Hispaniae
atque imprimis Salmanticensis gymnasii..., ut siquando suborta
fuerit dubitatio quid ego ex sententia mea scriptum reliquerim, ad
prototypa illa exemplaria recurratur...»
;
y, «quia opus est de
rebus minutissimis, hoc est, de literis, de syllabis, de punctis,
de accentibus disserere, in quibus transcribendis facilis est
lapsus in errorem»
, reproduce la vieja
Adiuratio
Irenei (cfr. M.
Feo, loc. cit. en n. 162, y S. Rizzo,
op. cit., p. 242, antes que Á. Gómez Moreno en La
Corónica, XII, p.
81): «Adiuro te, qui
transcribis librum hunc..., ut conferas ... et emendes illud ad
exemplar unde descripsisti
diligentissime...»
. Ese prólogo debe
de ser apócrifo, repito, o por lo menos no se
destinaría a una edición como la zaragozana de 1553;
el estilo, sin embargo, es endiabladamente nebrisense, y Elio
Antonio se había propuesto una vez depositar el exemplar de una medida de
longitud (coincidente con su propio pie...) en la biblioteca
«quae nunc
magnificentissime in gymnasio nostro Salmanticensi extruitur, ut
quoties in dubium venerit aliquid quod ad rationem cuiuscumque
mensurae pertineat, rei certitudo inde
petatur...»
(Repetitio sexta De mensuris..., Salamanca,
1510, fols. aiiiv y aiiii).
169
Alberto Blecua,
op. cit., p. 108, se pregunta si el «volumen»
era facticio o no y si la
colección de obras que pasara a Peñafiel estaba
desencuadernada. El paralelismo con la pecia nos tienta con la
hipótesis de que el «volumen»
se copiara unitariamente,
pero para ser mantenido en cuadernos sueltos. Por desgracia, o por
fortuna, es sólo una tentación... En cambio, frente
al optimismo de J. Destrez, hoy sabemos
que la pecia
fue una fuente perenne de contaminationes (cfr. n.
163). A su vez, ocurre que El Conde Lucanor, cuando se
estudia con la rigurosa perspectiva ecdótica de A. Blecua, muestra un alto grado de
contaminación. Y una cosa, entonces, sí se
diría evidente: la invitación de don Juan a compulsar
el «volumen»
fabricado a
imagen del exemplar universitario constituía, en la
práctica, un acicate a la contaminación. Con
frecuencia se ha subrayado la ironía del destino que
extravió el «volumen»
al que don Juan había confiado la perduración cabal
de sus escritos. Pero es paradoja mayor que, buscando un
antídoto contra los errores de copia, se diera con un
sistema que de hecho incitaba al «scrivano»
a trabajar con más
de un texto y por ende a producir otro contaminado.
170
Vid.
M. R. Lida, loc.
cit., pp. 111-133
(«Don Juan Manuel, la Antigüedad y la cultura latina
medieval»). Es la única de las «Tres
notas...» de doña María Rosa con la que
concuerdo en una porción importante (pero cfr.
n. 163, por ejemplo), mientras discrepo
casi de raíz de las otras dos. Me permito hacerlo constar
así, no sólo por el entrañable magisterio que
reconozco a la estudiosa argentina, sino también porque en
nuestra Historia y crítica de la literatura
española, I, Barcelona, 1980: Edad Media,
pp. 174-176, mi excelente amigo
Alan Deyermond y yo no logramos «una
redacción que significara una conciliación de
nuestros respectivos puntos de vista»
(p. XXI) sobre la bibliografía de don
Juan Manuel; y, a falta o en espera de la publicación en la
que nos proponíamos analizar las (cortas) divergencias que
surgieron en el curso de nuestra colaboración (ibid.), aprovecho esta oportunidad para
matizar unos cuantos extremos de mi opinión al
propósito.