Selecciona una palabra y presiona la tecla d para obtener su definición.
Anterior Indice Siguiente




ArribaAbajo

Parte III

¿Qué es la pena?



ArribaAbajo

Capítulo I

Origen y esencia de la pena


Origen de la pena. - El origen de la pena, como el de la calificación de lo que es bueno y malo, está en la conciencia humana: ya se la estudie en la historia, ya en el individuo, se ve que es un impulso espontáneo, un movimiento indeliberado, una afirmación de la justicia, enfrente de la negación que con el delito hace el culpable. Todos esos cálculos y motivos de propia conveniencia, supuestos por algunos como causa del deseo de castigar al culpable, provienen del error de suponer que se hace por razón todo lo que puede razonarse después de hecho, y que lo razonable es cosa idéntica a lo reflexivo. ¿Qué cosa más razonable y menos reflexionada que el cerrar instantáneamente los ojos cuando se acerca a ellos un cuerpo que puede causarles daño? La razón dice que, a no ser por lo que hace la madre sin razonar, el niño no podría vivir. Donde quiera que nuestra naturaleza tiene una necesidad urgente, hay un impulso espontáneo para acudir a ella, no confiando a la reflexión del hombre, que a veces es tarda, a veces se extravía, lo que debe resolverse pronta y rectamente.

Siendo la justicia una necesidad humana, corresponde a esta necesidad un espontáneo impulso para satisfacerla; se razona, pero se ha sentido primero. El hecho precede a la teoría; hay penas impuestas antes que leyes escritas, y los tribunales preceden con mucho a las academias de jurisprudencia. Aunque no exacta, alguna idea da de los pueblos poco cultos, con respecto a la pena, el hombre ignorante y grosero de nuestra época. A la vista de un crimen se enciende en espontánea cólera contra el criminal, pide que le castiguen, y casos hay en que si no se le contiene, se toma por su mano lo que él llama la justicia: todos los días estamos viendo que la fuerza pública tiene que proteger a los criminales contra la cólera del pueblo excitada por un gran crimen. Las muchedumbres en semejantes casos pueden ser brutales, crueles, como lo eran las costumbres y las leyes de otros tiempos, pero no obedecen a ningún interés personal, a ningún cálculo mezquino: por no haber sabido dirigir un impulso, se extravían; pero el impulso es bueno, es el sentimiento de la justicia, y la afirman pidiendo que no se equipare el justo al perverso, que el criminal no quede impune, que quien tiene culpa sufra pena. Aun en los tiempos en que la pena tenía apariencia de rencorosa satisfacción personal, y hasta el nombre de venganza, se ve que partía de un sentimiento de equidad, y que la vindicta pública era en el fondo justicia pública; tal como podía comprenderse en una época de dureza y de ignorancia; tal como podía practicarse en pueblos que carecían de medios materiales para intentar la corrección del delincuente.

Se puede ver el distinto modo de interpretar la justicia, y como un reflejo de diferentes siglos, en la impresión que produce hoy la vista de un asesino en personas de varias clases y según su grado de cultura: el pueblo pide que le maten o quiere matarle él mismo; las personas mejor educadas quieren que se le juzgue, y aun entre éstas, varía mucho el concepto de la pena; pero que no deba imponerse alguna, nadie lo sostiene.

Si se pregunta a un jurisconsulto por qué debe penarse al delincuente, responderá con un largo discurso; el hombre rudo interrogado de igual modo dirá: porque ha cometido delito; el uno razona la justicia, el otro no, pero entrambos la afirman, porque es un hecho de conciencia.

De que varíen las penas y el concepto que de ellas se forme, no se infiere que no sea uno, invariable, el origen de la pena; como de que varíe la forma de los objetos de arte, no se infiere que en el fondo de todas no esté el sentimiento de lo bello; este sentimiento es común al salvaje que por embellecerse se pone a nuestros ojos horrendo, y en el que contempla extasiado la Venus de Médicis. Las formas de la justicia varían con la civilización y el progreso. ¿Cabe imaginar que las penas de un pueblo culto han de ser idénticas a las de una horda salvaje, ni que pudo tenerse idea de sistema penitenciario en pueblos donde no había prisiones, ni más alternativa que la impunidad, la indemnización en dinero o en cosas que lo valían, algún castigo brutal o mutilación feroz, el cautiverio o la muerte?

No hay que equivocar las formas de la justicia y de la pena, con el origen de la pena y de la justicia, porque aun cuando haya variedad en ellas, y aun contradicción, el error del entendimiento de ningún modo invalida el hecho de la conciencia. Poco conocedores de lo que fue la humanidad primitiva; poco inclinados a dar entera fe a las afirmaciones de los viajeros, en cuanto a la moral y al derecho de los pueblos salvajes; poco dispuestos a sacar consecuencias para el hombre de hoy, que es el que procuramos estudiar e intentamos corregir, por lo que fue o se supone que ha sido el hombre de remotos o ignorados tiempos o de lejanas y mal conocidas regiones, lo que nos parece claro es que la noción de la justicia no depende de la idea que se forma de ella; que podrá haber variedad, divergencia y aun contradicción al calificar las cosas que son buenas o malas; pero el tenerlas por malas o buenas, aunque sea erróneamente, prueba la distinción del mal y del bien, que es el hecho fundamental de la conciencia, el origen de la humana justicia y de la pena que el hombre pide para el que tiene culpa. Cuando no hay esta noción de mal y de bien, no hay hombre, moralmente hablando hay un imbécil o un loco, que podrá ser dañino, no culpable; que incumbe clasificar al juez y cuidar al médico; pero que no altera los esenciales atributos del hombre, ni cambia la naturaleza humana, necesitada de justicia, que llama malo al que la atropella, y pide para él una pena proporcionada a los grados de su maldad.

Y esta armonía en cuanto a la calificación del bien y del mal, se conserva aún entre los que más difieren practicando el uno o el otro. Los criminales procuran negar el hecho, pero el derecho de penarle, no. Y no es porque comprendan lo inútil de rebelarse contra la ley; esta sumisión material es cosa diferente de su conformidad moral con ella: si procuran eludirla como mortificante, no la rechazan como injusta, y aunque hagan cuanto pueden para evitar la pena, en su fuero interno bien saben que la merecen. Aunque hay hombres en quienes parece faltar la conciencia para sentir el mal que han hecho, para afligirse, para arrepentirse de él, no los hay sin conciencia, en el concepto de no distinguirle del bien. Así, en un tribunal, cuando se trata de una causa grave y complicada, en que comparecen en uno u otro concepto gran número de personas de diferente sexo, clase, edad; en que varían la instrucción y todas las circunstancias exteriores, se ve que, sin ponerse de acuerdo, lo están, si no en los hechos, en los principios fundamentales de la justicia. Podrá suceder, según las opiniones, que tal acción calificada por la ley de delito no lo parezca, que tal pena se tenga por injusta; pero que a un delito verdadero no corresponde alguna pena, eso no lo dice nadie, ni lo piensa.

Hay épocas en que son unánimes los pareceres sobre las cuestiones importantes, lo cual, si son errados aquéllos, no es un bien: hay otras en que varían mucho, como acontece en la actualidad, lo que ciertamente es un mal, porque la armonía en la verdad sería lo mejor. Lejos estamos de ella; pero en la cuestión que nos ocupa, menos distantes que en otras, y al ver cuánto se han acercado los que estaban más lejos, hay fundada esperanza de que llegarán a confundirse. Suceda esto más tarde o más temprano, nos parece que en general no habrá dificultad en admitir que la pena forma parte de la justicia y tiene su origen en la conciencia.

Esencia de la pena. - La esencia de una cosa es un elemento íntimo y necesario de ella, y sin el cual no puede existir.

La esencia de la pena es que sea buena, que haga bien, porque nadie, ni individuo ni colectividad, tiene derecho a realizar el mal. El culpable merece la pena en el concepto de que ha de redundar en beneficio suyo, porque si fuera de otro modo, como no puede ser moral el hecho de perjudicar a nadie, al penar al culpable se cometería culpa; en vez de remediar el daño, se aumentaría, y legisladores, leyes, fuerza pública y tribunales, tendrían por misión consumar la injusticia, obrar contra derecho, porque es evidente que no le hay en ningún caso para hacer mal, siquiera el que le padezca sea un malvado. La justicia, hecho de conciencia, es absoluta; el individuo la lleva en sí, y la práctica por sí y para todos y en cualquiera circunstancia, porque no hay ninguna que pueda eximirle de ser justo. ¿Qué sería el deber si dependiera de que otros faltasen o no a él? Sus preceptos son siempre obligatorios, porque desde el momento en que el hombre no está obligado siempre a ser justo, tiene en algún caso derecho a la injusticia, lo cual no hay para qué decir si es absurdo y hasta monstruoso. A veces se dice, está bien empleado que no vea respetados sus bienes, al que usurpó los ajenos, y sea objeto de tratamientos duros el que con otras lo fue; pero si bien se reflexiona, como no se puede robar al ladrón sin ser ladrón, ni martirizar al hombre cruel sin serlo, o hemos de tener derecho a la crueldad y al robo, o hemos de tener el deber de ser probos y humanos con todos los hombres, absolutamente con todos.

Si el deber no fuera absoluto, nótese bien, sería en la práctica imposible. Si nuestra conducta se hubiera de ajustar, no al principio fijo de lo que debemos, sino a la circunstancia variable de lo que merecen los otros, necesitaríamos un código de moral para cada hombre que tratáramos, y lo que es todavía más imposible, necesitaríamos conocer perfectamente a cada uno, estar en el secreto de sus pensamientos, de sus motivos, porque por las acciones solas no es dado juzgar el merecimiento de cada uno. En vez de tener la regla invariable anteriormente formada y aplicable a todos los casos, y de tenerla dentro de nosotros mismos, la andaríamos buscando donde no podíamos hallarla, y en lugar de ella, aparecería, al lado de la imposibilidad intelectual y moral, la material de practicar un deber que no sea absoluto para el que le practica, prescindiendo de las circunstancias que pueda tener aquel con quien haya de ser practicado.

Si el deber es absolutamente obligatorio, y el hacer mal no puede ser un derecho, le tiene el penado a que la pena sea un bien, porque la justicia no es suya ni nuestra, sino de todos y sobre todos, no pudiendo faltar a ella ninguno, respecto de nadie, sin ser injusto.

Esta idea se ve en el fondo de todas las leyes penales, aunque bajo una forma que a veces la haga difícil o casi imposible de reconocer. En la rueda, en la hoguera, en los suplicios horrendos y prodigados, ¿puede estar el pensamiento de que la pena es un bien? Sin duda: todo esto se hacía en nombre de la justicia, y con objeto de realizarla; lo que hay es que no se tenía idea exacta de la justicia. Siempre ha habido crueles y ambiciosos, que, aprovechando la pasión, la crueldad o la ignorancia de las muchedumbres, se han apoyado en ellas para satisfacer sus miras egoístas; pero la generalidad de los hombres que hacen leyes, las aplican o imponen penas que son un mal, es porque equivocadamente las suponen un bien. Bien para la religión, para la patria y hasta para el mismo penado. Los pueblos poco cultos son como los niños, muy egoístas, y hay tanta ignorancia como injusticia en el axioma de que la salud del pueblo es la suprema ley. Conforme a él, la tendencia al imponer la pena, era pensar poco en si era un bien para el que la sufría, porque el de la sociedad era primero, casi único, y aún no se sabía que era armónico con el del individuo: este bien se buscaba por medio del escarmiento y con la crueldad propia de gente ruda y fanática.

Hay autores que, al tratar de la pena tenida por la más terrible, la de muerte, la consideran como un bien para el penado. En frente del patíbulo, dicen, sabe que va a morir, piensa en Dios y en la otra vida; considera las maldades que ha hecho en ésta, se arrepiente y se salvará. Si se le deja prolongar una existencia, que será un tejido de maldades, la muerte le sorprenderá en medio de ellas, y morirá pecando e impenitente, y su condenación eterna será inevitable. Este lenguaje, tratándose de un país donde las prisiones son lo que las españolas, donde se escapan de ellas los malhechores que mueren matando; este lenguaje ha sido y aún puede ser sincero, y prueba que aquella ley, que al parecer hace más mal, todavía parte del principio de hacer bien.

El hombre nunca, en ninguna circunstancia, tiene derecho al mal de otro hombre, por más que en algunas situaciones se vea en la necesidad de causarle una mortificación, un dolor y hasta la muerte. Aun en este último caso, el más extremo y terrible, de agresión injusta, en que para defender la propia vida o la de otros se prive de ella al agresor, no se lo hace un mal; al contrario, se evita que consume un crimen, haciéndole así, en aquella circunstancia en que voluntariamente se ha colocado, todo el bien posible. Si no hay otra alternativa que matar al agresor injusto o dejar que mate, preciso es impedir que consume aquella maldad, y menos mal hay para él en morir que en dar la muerte. ¿Qué amigo, qué deudo, qué madre, para quien la vida de su hijo es mil veces más preciosa que la suya, antes que asesino, no quiere verle muerto? ¿Es un bien la vida para el que vive para matar? ¿Le hace mal quien lo impide que mate? Cuando no es posible evitar que derrame sangre inocente, beneficio le hace el que vierte la suya.

Así, pues, en el caso extremo, horrible y rarísimo de dar la muerte a un hombre para defender la vida de otro o la propia atacada injustamente, aún no se hace mal a aquel a quien se mata, aún no se rompe la armonía que existe entre el bien y el derecho, la justicia y el deber.

Si el individuo no tiene derecho en ningún caso a hacer mal, ¿puede tenerle la colectividad? Es evidente que no, porque fuera absurdo que la reunión de hombres asociados para altos fines, el mayor poder de fuerza e inteligencia, diera por resultado una debilidad y una imperfección más grande, un trastorno de los principios de justicia, sancionando la conciencia pública lo que la individual rechaza, el derecho al mal.

Claro está que el bien de la pena ha de ser del orden moral, como lo es principalmente el mal del delito, y no hay que extrañar que se prive al delincuente de bienes del orden físico y aun del artístico y científico, por atender a otros más importantes. Lo más urgente ante el que niega la justicia con sus hechos, es afirmarla, evitando aquella negación; ante el que hace daño, imposibilitarle para que continúe haciéndole; ante el que se extravía, procurar dirigirle. El bien que se busca penando al delincuente es del orden más elevado, y no deja de serlo porque él le desconozca y vaya unido a una o muchas mortificaciones. Lejos de que lo agradable y lo desagradable sean correlativos a bueno y malo, puede llegar a ser tan grande el trastorno en el espíritu humano, que, rompiendo todos los equilibrios y perturbando todas las armonías, agrade hacer mal y mortifique hacer bien. Cuando se llega a este caso, que es el de los grandes delincuentes, para restablecer el orden en su espíritu, no hay más recurso que imponerles aquella mortificación necesaria, a fin de que se aparten del mal, aunque les agrade, porque al mal, ya lo sabemos, ni el penado, ni el legislador, ni el juez, ni nadie tiene derecho.

El bien de la sociedad y el del penado son uno mismo, porque está en la justicia, que es idéntica para todos. Las faltas aparentes de armonía son faltas de inteligencia, como se ve, notando que la esfera de la contradicción disminuye a medida que aumenta la del saber, y que todos esos intereses encontrados de la sociedad y del individuo no son más que crasísimos errores, si no se llama interés individual al egoísmo ciego, al vicio desenfrenado, al crimen impune, o interés social a las arbitrariedades de la tiranía, a los abusos de la fuerza, al desconocimiento del derecho. El interés bien entendido del penado está en corregirse, como el de la sociedad en que se corrija, y no sólo en la esfera moral, sino en la material, porque el mal hechor que reincide una y otra vez, tras una vida que, después de todo, es muy desdichada, acaba por una muerte desastrosa, y antes de ella ha hecho daños infinitos, muchos irreparables.

Nos parece evidente ser esencial en la pena, el que sea un bien lo mismo para el penado que para la sociedad, porque de lo contrario, ni habría el derecho de imponerla, ni el deber de sufrirla. Desde el momento en que existe en ella alguna parte de mal, hay otra tanta injusticia, y si ésta prepondera, se convierte en un hecho sin derecho; no es un fenómeno jurídico, sino un acto de fuerza: el mal que hace, la invalida, la anula; si este mal se desconoce, no habrá cargo a la conciencia, sino menoscabo inconsciente de la justicia; pero es deber de cada uno, en cuanto le sea dado, conocerla y comprender que desde que se conoce obliga. ¿Qué pensar de un pueblo que impone penas a sabiendas de que hacen mal al penado? Que comete un atentado permanente contra la justicia.




ArribaAbajo

Capítulo II

Dadas la naturaleza del hombre y la esencia de la pena, ésta ha de ser necesariamente correccional


Hemos visto que la esencia de la pena es ser un bien para el penado lo mismo que para la sociedad, porque si fuera un mal, como nadie al mal tiene derecho, no le habría para imponerla; siendo el deber absoluto, estamos nosotros obligados a ser justos con los que lo son y con los que no. Hemos visto que la justicia que no fuera absoluta sería imposible, aunque no fuese por otra razón que el de no haber regla practicable para realizarla. Hemos visto que, si el individuo no tiene derecho al mal, tampoco en la colectividad puede existir este derecho. Lejos de tenerle la sociedad, como además de los deberes absolutos hay otros relativos y proporcionales a los medios de cumplirlos, la colectividad que puede más, debe también más que el individuo, y en vez de disfrutar el privilegio que éste no tiene de hacer daño, se halla en el deber de realizar muchos bienes que al individuo no obligan. Así, por ejemplo, el que no contase más que con sus recursos personales, habría de ser más duro con el agresor injusto que la sociedad que dispone de recursos para reducirle a la impotencia de hacer daño, y no tendría el deber de corregirle, porque carecía de los medios de educarle.

Habiendo en las colectividades, lo mismo que en los individuos, el deber absoluto de no hacer mal, la pena que le hace no puede ser conforme a derecho. ¿Puede haber alguna que no haga mal ni bien? ¿Le será dado mantenerse en una especie de neutralidad, de tal modo que, ni corrija al penado, ni le deprave? Si esto fuera posible, ¿sería justo?

Se ha suscitado la cuestión de si la sociedad cumplía con el penado, haciendo de la pena, considerada moralmente, una cosa negativa, es decir, que le dejase tal como estaba, sin mejorarle ni hacerle peor. Aunque esto fuera posible, no sería justo. La gran mayoría de los penados han recibido malas influencias sociales; sin que ellos sean eximidos de responsabilidad, alguna tiene la sociedad, que les debe cuantos medios están a su alcance para que vuelvan al buen camino aquellos a cuyo extravío ha contribuido. Ya hemos visto cuántas influencias recibe el hombre antes de ser penado que son ajenas a su voluntad; cómo, según nace rico o pobre, en esta o aquella época, en tal o cual familia, en un pueblo moral o desmoralizado, se halla en mejor o peor situación para reconocer y cumplir sus deberes. Si en el medio social halló elementos que en algo concurrieran a su caída, ¿no tiene derecho a que la sociedad le procure cuantos puedan contribuir a que se levante? Es incuestionable.

Aun en el caso en que el delincuente ha sido malo en medio de influencias buenas, y la sociedad enteramente ajena a su culpa, no ha de negarle medios eficaces para que se corrija, si puede disponer de ellos. ¿Qué se diría del director de un hospital, en que los enfermos se clasificasen según que habían cometido menores o mayores excesos al contraer la enfermedad, y a los últimos, que eran los más graves, se les cercenasen los medios de curación, limitándose a que no se murieran, pero sin auxiliarlos para que recuperasen la salud? Pues la comparación nos parece exacta, porque siendo la salud del alma infinitamente más apreciable que la del cuerpo, el que, pudiendo, niega a otro los medios de que la recupere, más injusto y cruel es que el director del hospital que hemos supuesto. En esas grandes enfermerías del espíritu (que así podrían considerarse los establecimientos penitenciarios bien organizados), se debe a los enfermos, como en las otras, y más que en ninguna, no solamente lo que evita la muerte, sino lo que puede conducir a la salud. Además, esta distinción no es posible. ¿Quién está seguro de que una enfermedad moral o física que no se cura, no puede hacerse mortal más o menos directamente?

Pero ¿a qué combatir esa pena neutral, que no haga al penado mal ni bien, si semejante pena es imposible, puesto que el penado es un hombre, y ningún hombre, preso o en libertad, permanece durante el curso de su vida moralmente estacionario, sino que se mejora o empeora, según que progresa hacia el bien o retrocede hacia el mal? Todo hombre es mejor o peor que era de niño o de mozo; todo anciano desmerece o aventaja a lo que fue en su juventud. Cualquiera puede hacer la observación penetrando dentro de sí mismo, y ver que es peor o más bueno de lo que era algún día. No se necesita un análisis muy detenido para ver este hecho, ni aun para explicarle. El hombre es un ser esencialmente activo, hace bien o hace mal, piensa errónea o rectamente, y según que sus acciones son o no conformes a justicia, y sus ideas acordes u opuestas a la verdad, va elevándose o descendiendo en la escala de la perfección. Permanecer estacionario le es imposible; él tiene deberes; el día que los cumple, avanza; el que falta a ellos, retrocede. Y luego, así como las verdades y los errores se encadenan, lo mismo los malos y los buenos hechos; el pecado llama al pecado, la virtud a la virtud, y la natural gravitación tiende a empeorar al malo y a mejorar al bueno.

Si no es posible permanecer estacionario en el bien, mucho menos en el mal, que siendo de suyo desordenado, perturbador, desacorde, no tiene ninguna ley de equilibrio estable. Aunque fuera posible estacionarse en el bien, no se concebiría que en el mal se permaneciera sin bajar ni subir en su escala, con una fijeza inalterable que no puede tener siendo negativo y débil. Y aun suponiendo que se le considere como positivo y fuerte, aunque se lo dé vida propia y existencia independiente, hay que conceder que esta existencia es perturbadora de todo lo que la rodea, que altera las armonías morales, que no puede vivir sino en lucha violenta, en que, vencedor o vencido, avanza o retrocede, muere o mata. Esto, aunque sea cierto para todo mal, se ve más claramente cuando es mucho. Imaginemos un gran malvado, un asesino ladrón: inmola a su víctima, recoge el dinero; después se entrega a la justicia o huye de ella; gasta lo robado o lo devuelve; está tranquilo o siente remordimientos; procura resarcir, en cuanto pueda, el daño que hizo o se ocupa en su material provecho; no cabe medio entre estos extremos; o arrepentido y mejorándose, o empedernido y haciéndose cada vez peor: es absolutamente inconcebible y positivamente falso, que haya un estado en que, no arrepintiéndose de su gran maldad, no se haga más malo. Esto es cierto para un gran crimen y para una pequeña falta, sin más diferencia, que en el primer caso es más perceptible.

Tenemos, pues, que al penado, como hombre, no le es dado permanecer estacionario en su moralidad; y como hombre que ha hecho mal, está todavía en una pendiente más rápida, no puede consolidar ningún equilibrio, establecer ninguna armonía, si no se modifica en el sentido del bien; o reniega de su pasado, o hay que desesperar de su porvenir.

¿Por qué esta verdad, que todo el mundo sabe en España, de que los penados salen de presidio peores que han entrado en él? Porque no habiendo podido mejorarse, necesariamente se han empeorado. Si la ley no reforma su educación en sentido del bien, sus compañeros la terminarán en sentido del mal: no es posible hallar medio, no le hay.

Si el hombre está siempre en movimiento, aunque no le perciba, hacia el bien o hacia el mal; si este movimiento es muy perceptible en el que ha faltado en materia grave, es seguro que en la prisión entra una criatura que saldrá mejor o peor que ha entrado. Y si en la moralidad del penado no hay esos puntos inmóviles, en los elementos que le rodean, ¿podrá haber circunstancias neutrales? Tan cierto como que el hombre no puede permanecer estacionario en la virtud ni en el vicio, es que no puede ser indiferente a las influencias que le rodean. Si buenas, le facilitan el bien; si malas, le empujan al mal, y cuando obrando contra ellas es malo o bueno, aumenta la culpa o el mérito, pero nunca deja de sentir su influjo. Ya hemos indicado cuánto modifican al hombre las circunstancias en que vive; las que rodean al penado influyen en él mucho más, porque los elementos que halla en la prisión son más activos, obran más de cerca, y no es posible sustraerse a su influencia.

No hay libertad para buscar trabajo, o es obligatorio.

La sociedad de los malos es imposible, o es inevitable.

Los tratamientos propios para endurecer o para ablandar, ni se evitan ni se merecen, si forman parte del régimen del establecimiento.

Es preciso oír, o la palabra corruptora que hace la propaganda del vicio, o la palabra moralizadora que hace la propaganda de la virtud.

O la justicia lo ordena todo, o la injusticia es ley y no se puede reclamar contra ella.

La pérdida de la libertad física que sujeta al cuerpo, no encadena al hombre moral; pero al hacerle tan paciente, le hace más pasivo, y cuando no puede ejercer influencia, está más dispuesto a recibirla.

El penado no dispone de la atmósfera moral que lo rodea; aunque enfermo, tiene que respirarla, y tal vez sucumbir como los que mueren, porque su llaga se ha envenenado con las emanaciones de otras heridas.

Así, el penado recibe de lo que le rodea una influencia infinitamente mayor que la que recibe el dueño de su libertad y de sus acciones: es influido tres veces:

Como hombre;

Como cautivo;

Como enfermo.

Y es influido por un poder que parece sin límites, y que, aunque los tenga, están lejos. La pena es tutelar, pero despótica; como el médico, quiere que sus preceptos se cumplan a la letra, y ordena hasta en sus menores detalles la vida del que sujeta a su régimen. El poder que no se eleva a medida que se extiende, que no crece en justicia a proporción que aumenta en fuerza, puede ser temible, pero no respetable ni equitativo, y la imposibilidad en que se halla el penado de sustraerse a las influencias de que le rodea la ley, pone a ésta en el imprescindible deber de que aquéllas sean buenas; si no lo son, serán malas; si son malas, harán mal; la pena depravará, y la justicia de que forma parte no podrá realizarse.

Y esto que se demuestra en teoría se ve claro en la práctica, aunque se vaya a ella sin juicio formado sobre este punto, y, nos atrevemos a decirlo, aunque no se reflexione. La verdad se impone como un hecho que no es dado desconocer, y no se frecuenta una prisión sin palpar las influencias que obran sobre el recluso, y ver que estas influencias, si no son beneficiosas, han de ser perjudiciales, porque no sólo es imposible suprimirlas, sino que no es dado evitar, como hemos visto, que sean muy poderosas. Cuando vemos a un recluso que duerme, y anda y se para, y trabaja y descansa a toque de campana; cuando vemos que come y bebe, y habla o guarda silencio, y está solo o acompañado, y tiene trato con gente virtuosa o perversa, según otro lo dispone; cuando le vemos tan inexorablemente sometido a la regla, ¿cómo hemos de imaginar que no es indispensable que esta regla sea justa?

Nos parece, pues, evidente:

Que el hombre no puede permanecer moralmente estacionario, ni ser indiferente a las influencias exteriores, y mucho menos el preso.

Que la pena que no haga bien, es inevitable que haga mal.

Que como la pena no tiene razón de ser sino como bien, es esencialmente correccional.

Que cuando no es correccional, aparece como un hecho contra derecho.




ArribaAbajo

Capítulo III

Objeto de la pena


El objeto de la pena es contribuir a la realización de la justicia, como un elemento esencial de ella. ¿De qué serviría que hubiese leyes justas, tribunales ilustrados y probos, si el fallo fuese letra muerta, mandato ilusorio, porque no podía cumplimentarse? Y este caso no es hipotético, sino una realidad que puede observarse en España. Sin que la legislación sea, a nuestro parecer, lo que debía, ni la administración de justicia lo que fuera de desear, todavía son entrambas muy superiores a los establecimientos penales, donde se confunde lo que la ley manda separar, por no haber, ni con mucho, los medios que supone, y donde lleva cadena un presidiario que, según la sentencia, no la tiene, y va sin ella otro que a arrastrarla fue condenado. Se da por razón para lo primero, que el edificio no ofrece seguridad, y se notan en el recluso tendencias a la fuga, y para lo segundo, que no hay bastantes hierros. Parece que ante todo debería tener presente el legislador al establecer la ley, y los jueces al aplicarla, si aquélla puede cumplimentarse, si ha de ser una verdad, porque de no serlo, resulta alguna cosa como una burla de la razón y un escarnio de la justicia. Lo es, en efecto, que nuestras leyes y nuestros tribunales hagan clasificaciones y establezcan categorías que no pueden pasar del papel, enviando los penados a prisiones que no existen. ¿Para quién legislan? ¿Para quién fallan? ¿Cómo prescinden de la realidad? ¿Qué es aquel derecho que ordenan realizar, cuando saben que no puede ser, que es imposible que sea hecho? ¿A qué obedece una prescripción legal que exige condiciones materiales que no existen? ¿Qué no podría decir el penado a quien el tribunal impone una pena y la administración aplica otra? ¿Han reflexionado los legisladores y los jueces si todas estas cosas pueden hacerse en razón y en conciencia? ¿Es, por ventura, la administración de justicia alguna representación teatral, donde los comparsas y los telones figuran personas y cosas que no existen en realidad?

Ignoramos lo que podría responderse a estas preguntas; lo que no tiene duda es que la pena forma parte esencial de la justicia, y que ésta no existe, cuando en teoría se desconoce el verdadero carácter de la pena, o en la práctica se olvida: entre nosotros puede afirmarse que sucede lo uno y lo otro: ni la ley penal es lo que debía ser, ni se aplica conforme es.

Como el concepto de la justicia, varía también el de la pena, pero siempre se considera necesaria; aunque otros motivos faltasen para no prescindir de ella, bastaría considerar que el delincuente es un rebelde; que si infringió la ley, no es de esperar que respete el fallo que le impone una mortificación por haberla infringido, y le exige un gran sacrificio. ¿El delincuente se apresurará a reparar en cuanto le sea dado los daños que ha hecho? ¿Devolverá lo que robó? ¿Sustentará a los pobres niños que deja huérfanos? ¿Dará ejemplos edificantes como dio escándalos vergonzosos, y arrepentido y contrito hará austera penitencia, proporcionada a la gravedad de su culpa? Y todo esto, ¿lo hará espontáneamente? Y si así no lo hiciere, si no obedece al fallo de su conciencia, ¿se someterá al menos al del tribunal, con sumisión voluntaria y sin que intervenga la fuerza? Pocas veces se ve un criminal que con seguridad, con probabilidad no más de sustraerse a la justicia, se entrega a ella. ¿Cuándo las víctimas de un crimen, cuyo autor ha burlado la ley, reciben secretamente auxilios con que el culpable procura reparar en lo posible el daño que les hizo? No sabemos de ningún caso.

Sólo Dios sabe si el delincuente se juzga y cómo se juzga; lo que llega a noticia de los hombres es, que no pronuncia, sino por excepción, condena contra sí, o no la cumple, y que donde quiera que halla medios de impunidad, da pruebas de impenitencia. Por eso la ley que define el delito, tiene que aplicarle pena, sin lo cual la definición sería una regla para los que no la necesitan, y de que se burlarían los que la han menester. Las personas honradas no tienen necesidad de saber las disposiciones de la ley criminal para no infringirlas, y los infractores las sabrían en vano, si no fueran acompañadas de la sanción penal.

Es fácil convencerse de la necesidad de la pena, y aun de que su objeto sea la realización de la justicia; pero como la idea de la justicia varía, también la de la pena. Toda persona equitativa conviene con las que lo son en querer lo justo. ¿Pero qué es lo justo? Puede y suele haber diferente modo de apreciarlo, hasta el punto de combatirse con las armas en la mano, personas que, todas, creen en conciencia, peleando por causas opuestas, defender la justicia. En el asunto que nos ocupa, tienen menos influencia la pasión y el interés; un día llegará en que haya acerca de él una sola opinión, pero ese día no ha llegado. Las ciencias sociales avanzan muy lentamente; la penitenciaria no existe aún; datan de ayer los estudios que han de formarla, y es de temer que tenga por mucho tiempo alguna semejanza con la medicina, y que hallen aceptación sistemas diferentes, porque entre los enfermos del alma como entre los del cuerpo, hay siempre cierto número que se curan solos, otro que sucumbe, hágase lo que se haga, y el tanto por ciento que perece o se salva sirve de argumento, aunque no sea razón, al que acusa o defiende un sistema. Estamos todavía lejos de la completa conformidad acerca del carácter que ha de tener la pena y de los medios que ha de emplear, aunque se convenga en el objeto que se propone.

Según el distinto modo de considerarla en su principio o en su aplicación, la pena es ante todo, como hemos indicado:

Una expiación de la culpa, aquel sufrimiento que es justo tenga el que ha hecho mal;

Un medio de reducir al malo a la impotencia de hacer mal;

Un medio de evitar por el escarmiento la repetición del delito, haciendo que prevalezca el temor sobre la tentación;

Una afirmación categórica de la justicia de que forma parte esencial; afirmación necesaria, que opone la recta conciencia pública a la voluntad torcida del delincuente; afirmación que, siendo un deber, no puede ser contra derecho, y que no depende de la eficacia que pueda tener sobre el que da lugar a ella;

Un medio de educación del penado, a fin de que se arrepienta, o por lo menos se corrija.

Si se niega a estos modos de considerar el objeto de la pena, una preponderancia contra razón; si se les quita lo que tienen de exclusivos, se ve, no sólo que pueden ser armónicos, sino que lo son naturalmente.

La pena es, en efecto:

Expiación; no hay enmienda sin dolor: el que impone la ley debe unirse al de la conciencia del culpable o procurar suplirle;

Modo de reducir al malo a la impotencia de hacer mal, porque como nadie tiene derecho a hacerlo, hay el de evitarlo;

Medio de intimidar a los que la moralidad no detiene, para que hagan por miedo lo que no harían solamente por deber. Dadas las cosas, como están y los hombres como ahora son, sin el temor de la pena, los delitos, contra las cosas principalmente, se multiplicarían en términos de hacer imposible la vida económica;

Afirmación necesaria de la justicia, porque no pudiendo la sociedad vivir sin ella, tiene que acudir a su defensa, donde quiera que se ataca, y si no acude, falta al primero de sus deberes. Como es preciso que haya justicia, si la colectividad no la afirma y la establece, el individuo acude a lo que se llama tomarla, y sacada así de su elevada esfera, degenera en venganza;

Educación, porque desde el momento en que la ley dispone del penado y le sujeta a un régimen, este régimen debe ser bueno, y todo buen régimen tiene necesariamente una tendencia moralizadora, y por lo tanto, educadora.

Se ve, pues, que todos estos objetos de la pena, lejos de excluirse, se armonizan; materialmente son inseparables algunos de otros, y moralmente lo son todos.

No se puede privar al delincuente de los medios de hacer mal sin afirmar el bien, sin causarle una mortificación, un dolor, y sin que este dolor sea temido. Por desgracia, hay un objeto de la pena que no va inevitablemente unido a los demás; tal es el de corregir al culpable: los otros se han conseguido más o menos, y siempre se han intentado; éste tardó siglos en verse, y después de visto, tarda en realizarse. No podía ser de otro modo; es el más difícil de comprender y de realizar.

Para indignarse contra el delincuente y procurar y conseguir que no repita el delito, hasta la conciencia que le condena y el brazo que le hiere; para estudiarle, para saber por qué delinquió, y si es susceptible de modificarse, en términos de no reincidir, y cómo puede lograrse su corrección, para esto se necesitan edificios costosos, hechos con gran arte y reflexión, y ciencia y caridad, es decir, medios morales y materiales que no tienen los pueblos atrasados.

Eso que se ha dicho, que el primer movimiento es bueno, carece completamente de exactitud. Los primeros movimientos de los pueblos salvajes, de los niños, de los hombres rudos, suelen ser egoístas; aunque no lo sean, son violentos y muy ocasionados a hacer mal, aun a impulsos de un móvil bueno. Porque el bien no consiste sólo en el objeto, sino en los medios, y no reparan en ellos las colectividades y los individuos que no reflexionan: así se los ve tantas veces atropellar la justicia, al pretender realizarla; así se atropella la de los penados, cuando se prescinde del verdadero carácter de la pena.

Sin pena no puede realizarse el derecho respecto a los que se rebelan contra él; el objeto de la pena es hacerlos entrar en la esfera de la justicia, de que ellos se han salido. Este objeto no se consigue buscando un efecto de la pena con exclusión de los otros, sino comprendiendo y respetando sus naturales armonías; porque, como hemos dicho, si la pena impide la infracción del derecho, le afirma; si mortifica, escarmienta; y no puede corregir sin ser una afirmación solemne de la justicia, sin mortificar, sin ser ejemplar. Con hacer la pena correccional, se consigue su objeto, cualquiera que sea el que se propone el legislador, siempre que sea racional y aunque proceda de diferente escuela. Puede darse un penado mortificado, escarmentado y no corregido: no se puede dar corregido, sin que sufra y escarmiente. La corrección consigue todos los objetos de la pena; buscando otros, no se alcanza; su esfera lo abraza todo, y ella puede no estar comprendida en la de la expiación y ejemplaridad; otra prueba más de que es correccional por esencia, y que, dándole este carácter, conseguimos todos los objetos que hacen de ella una indispensable cooperadora de la justicia legal.




ArribaAbajo

Capítulo IV

La pena debe ser un medio de combatir las causas del delito


Aunque conozcamos el origen de la pena, su esencia, su objeto, y que no tiene razón de ser si es un mal, nos falta estudiar qué condiciones ha de tener para realizar el bien que se propone. La primera es que sea justa, proporcionada al delito, igual para los que son igualmente culpables, en cuanto fuere posible. Si forma parte de la justicia, ¿como podría faltar a ella? Si falta, ¿cómo no sería un gran mal y el mayor obstáculo para corregir al delincuente? ¿Qué elemento más perturbador para su conciencia, que despojar a la ley de toda moralidad, convertirla en un hecho de fuerza, en el abuso de un triunfo, material, en un mal ejemplo contagioso y además imperativo? Porque si se ha dicho que en los déspotas eran leyes los vicios, ¿qué gérmenes de perversión no llevará consigo la injusticia en la ley?

El que ha visto penados y procurado corregirlos y consolarlos, sabe la bochornosa amargura que se experimenta al oirlos quejarse con razón de que la pena es injusta, y la dificultad que, por serlo, opone a que el recluso se resigne y se corrija. Él es en aquel caso moralmente superior a la ley, puesto que tiene razón contra ella; la parte de derecho que se le niega por quien debía ampararle, lo impulsa a desconocer todo derecho y a pensar que no debe nada a nadie, puesto que a él se le ha negado lo que le era debido. De aquella injusticia que siente y razona, hace responsable a la sociedad entera; en su amargura y en su odio, a todos acusa, de todos se vengará un día, exceptuando a sus hermanos de infortunio; la pena injusta le ha empujado al abismo de fraternizar con el crimen. ¡Qué de obstáculos para quien intenta sacarle de él! Se experimenta, lo primero, un sentimiento de humillación al vivir libre y considerado y formar parte de esa colectividad que emplea todo su sabor y su poder en una obra de iniquidad. Allí está un hombre cautivo durmiendo en el suelo, comiendo lo preciso para no enfermar, si es fuerte; el ignominioso uniforme de los criminales cubre su cuerpo, su nombre una mancha que no podrá lavar; y aquel ser tan rebajado, tan escarnecido, tan miserable, tiene razón contra los legisladores y los jueces y los soldados; contra todos los que visten trajes brillantes y habitan mansiones suntuosas, y son ricos, y felices, y viven libres, soberbios, poderosos y considerados; sí, contra todos tiene razón, si la pena que sufre es injusta. ¿Cómo se le encaminará por las vías de la justicia que le han negado? Hay que apelar a la de Dios. Si no tiene un profundo sentimiento religioso, dudará también de ella, y en todo caso es mala disposición para ser equitativo con los hombres el desesperar de su equidad. La injusticia del penado no se puede combatir eficazmente, sino con la justicia de la pena; y si por excepción es posible que la ley, intimidándole, corrija al que ofende, por regla general le deprava.

Pasando de la justicia en principio a los medios de cumplirla, hallamos que, a cada elemento perturbador que impulsó a delinquir, debe corresponder en la pena un elemento restaurador de la armonía moral, que conduzca a la enmienda. Recordemos por qué delinquió el penado, y esto nos dará idea de cómo debe corregirle la pena.

El penado fue débil. - Es necesario que la pena se lo haga comprender, porque él suele estar persuadido de que es fuerte, lo cual dispone su ánimo más bien a la rebeldía que a la humildad y la penitencia. Pero al intentar disuadirle de su error, es necesario no abrumarle, siendo muy fácil que pase de la violencia al desaliento. Nada que oprima, nada que rebaje, nada que le dé la idea de que aquel desfallecimiento de su espíritu que le dejó arrastrar al mal imprime carácter, sino que, por el contrario, es una situación pasajera, y como un obstáculo que ha detenido la marcha, pero no impide el viaje. La fase más general de la debilidad del penado es la ociosidad; no tuvo energía bastante para vencer su propensión a la holganza, y tal vez ésta es la causa de todos sus males. Siendo el hombre por naturaleza activo, cuando no emplea esta actividad en el bien, le lleva al mal, y el que no se vence para el trabajo, es vencido por el vicio que le conduce al crimen. El trabajo puede ser un gran tónico para un espíritu debilitado por una continuada serie de derrotas. Hay que levantarle por todos los medios racionales de que pueda disponerse; pero cuidando mucho de que estos medios sean tan buenos como el fin, que de otro modo no se conseguiría. No hay que dejarse engañar por la aparente fortaleza del penado; su insolencia misma, su cinismo, no son sino disfraces de su debilidad, que la pena debe combatir con moderación y firmeza.

El penado fue egoísta. - Esto lo sabe él bien; lo que suele ignorar y debe hacerle comprender la pena, es el mal que indefectiblemente cae sobre el que no se ocupa sino en su propio bien; que el egoísmo desbordado es la lucha de uno contra todos, y éstos, tarde o temprano, acaban por triunfar del egoísta. Son necesarios, además, ejemplos de abnegación; que siendo objeto de ella, el penado comprenda su hermosura y le sea posible imitarla. Hay que dejarle la libertad necesaria para hacer bien; estudiar muy atentamente cómo puede realizarle un hombre encarcelado, y procurarlo a toda costa, porque esto es esencial. No se le ha de dar la teoría del sacrificio que le asusta o le mueve a risa, sino el ejemplo y la posibilidad de la práctica; es una especie de gimnasia que no puede suplirse con nada, y que suple muchas cosas. La pena ha de dar al penado facilidades para ser benéfico con su familia, con sus amigos, con sus compañeros, con su patria. Si accidentalmente se halla por desdicha fuera de la comunión de los justos, que siempre pueda estar dentro de la de los caritativos; es ley de la caridad dar a todos y recibir de todos, y de su divina esencia purificar cualquiera ofrenda. El egoísmo que impulsó a delinquir, lo repetimos, no puede combatirse eficazmente sin el ejemplo y la práctica de la abnegación: alguno que haga bien al penado, alguno a quien él pueda hacerle, son elementos de enmienda sin los cuales ésta será más difícil, e imposible en muchos casos. No faltará quien califique de absurda y hasta de ridícula la pretensión de convertir en personas benéficas a los malhechores: nosotros sabemos que la mayoría pueden serlo; sabemos cómo se mejoran y se levantan cuando lo son, y que aun sin estar curados de la inclinación al mal, son capaces de hacer bien, lo cual es a la vez un sintoma de salud, y un eficaz remedio: la pena que le imposibilita, gran dificultad ha de tener para ser correccional.

El penado ha sido duro. - No se puede combatir la dureza sino con la blandura; ya se comprende que no ha de ser ésta debilidad, y que el delincuente debe hallar inquebrantable la regla de la severa disciplina, pero aplicada suavemente, como quien administra un remedio doloroso, cuidando de hacer el menor daño posible al mísero paciente. Es increíble para los que no lo han visto, el poder de la mansedumbre con los soberbios, y del amor aun con aquellos que parecen no respirar más que odio. Hay excepciones, las hemos visto y las recordamos con verdadero horror; pero la regla general es, que los hombres al parecer más duros se ablandan, no con golpes, como brutal y erróneamente se cree, sino con buenos procederes, con afecto, con amor. La crueldad hace crueles; la dulzura mansos, y no siendo uno de esos protervos que el sentido común califica con terrible exactitud llamándolos empedernidos, es seguro que no hay hombre que, llevado suavemente, no se suavice. No podemos resistir al deseo de referir un hecho que parecerá extraño y que sería muy frecuente, si no fueran raros los hombres de grande caridad y mansedumbre.

En cierto establecimiento benéfico, al que no le cuadraba mucho el nombre, había acogidos de todas edades, bastantes jóvenes y algunos adultos. La educación era mala y se cogían sus frutos. Los empleados decían que con aquella gente no se podía sino a palos, y empleaban sin escrúpulo el único medio eficaz a su parecer para disciplinarla: no lo conseguían. El desorden era grande, revelándose muchas veces por reyertas, golpes y hasta navajadas. Fue a visitar el establecimiento un hombre de caridad, que no pudo ver impasible cómo los empleados iban con un palo detrás de los acogidos, dando al que se rezagaba absolutamente lo mismo que quien arrea ganado. Propuso dar lecciones de música con la condición de que no había de emplearse con sus discípulos ningún medio violento, dejándole solo con ellos, sin asistir a las lecciones ningún empleado de la casa. Grande fue la sorpresa de todos al oír semejante proposición, y no pequeña la burla, que, más o menos disimulada, hicieron de semejante propósito: no faltó alguno que temiese males y vías de hecho contra el imprudente caritativo profesor: éste insistió y empezaron las lecciones de música. Con grande asombro de todos hubo desde el primer día, si no un orden perfecto, bastante atención y un silencio relativo; la mayor dificultad era que los discípulos no fumasen en clase, porque llenándose de humo, hacía muy difícil, a veces imposible, el solfeo con clara voz. Rogábales el profesor dejaran el cigarro para otra ocasión; unos accedían, otros no, y uno, sobre todo, de oficio herrero, hombre ya formado, no sólo no accedía sino que se insolentaba con ademanes y aun palabras descompuestas. No le reprendió el profesor, pero un día fue a buscarla al taller donde trabajaba y le dijo:

-Amigo mío, vengo a pedir a usted perdón.

-¿Usted pedirme perdón a mí?.....

-Sí; no sé cómo, y muy contra mi voluntad, debo haberle ofendido; de otro modo no comprendo cómo, viniendo yo aquí a hacerle bien, usted me quiere mal; pero, lo repito, si no se cómo le he ofendido, le pido perdón.

Dos gruesas lágrimas corrieron por el atezado rostro del herrero: confuso estuvo y sin poder hablar un rato. Al cabo dijo:

-Señor, perdóneme usted; no volveré a fumar en clase, ni nadie tampoco; -y así fue.

Se dirá que éste no era un delincuente, no lo sabemos, no todos están penados; pero como quiera que sea, la gran mayoría de éstos no carece de sentimientos de humanidad, ni son inaccesibles a la benevolencia y la gratitud. Es tan infalible la blandura para ablandarlos, que aunque no se empleara otro medio, usando bien de éste y no permitiendo que degenere en debilidad, creemos que por sí solo sería de grande eficacia. Debe tenerse muy presente que es raro que la dureza no entre como concausa poderosa en todo delito; que ablandar es preparar la enmienda, tal vez realizarla: los que hacen mal puelen sentir poco.

El penado no tuvo dignidad. - Todo el que hace mal, se rebaja; todo el que se rebaja, se humilla; toda humillación facilita la vileza; todo el que se envilece, se pone en la pendiente de la perversidad. Es necesario, pues, que la pena no humille al penado, porque desde el momento en que se vea objeto de desprecio, difícil es que no sea despreciable, y la ley que contribuye a degradarle es cómplice de su degradación, y si reincide, de su reincidencia. Aunque sea necesario tratarle con mucha severidad, se le debe guardar siempre mucha consideración, y es difícil que este tratamiento sostenido no despierte en él la idea de respetarse a sí mismo. Jamás palabra ni hecho que le ofenda, ni exponerle a la pública espectación, ni vestirle con trajes ridículos que pasan a ser ignominiosos. ¿Qué diremos de la cadena? Que no hallamos palabras bastante duras para execrarla. El que ha visto un hombre que la lleva y no ha sentido en su corazón el ruido de aquellos hierros como una cosa que le desgarra, y en su conciencia como algo que la subleva, no tiene conciencia ni corazón parecido al nuestro, ni nosotros lenguaje para poder entendernos. Mas dejando aparte las impresiones y los dolores y las protestas que, nacidas de ellos, pudieran ser o parecer apasionadas, el conocimiento del corazón humano y la fría razón dicen, que la dignidad del hombre es un poderoso elemento de moralidad, y que contribuye a desmoralizarle el que de cualquier modo le rebaja. Y esto es tanto más grave, cuanto que se destruye así un resorte que muy pocos hombres dejan de tener. En algunos no se descubre, ni el amor de Dios, ni del deber, ni el de sus semejantes; pero amor propio tienen todos, y aunque no sea cosa igual a la dignidad, puede contribuir a ella, y aun en algunas circunstancias suplirla. ¿Quién no sabe de casos en que halagando el amor propio de un bandido, o recurriendo a su honor, ha sido honrado, tanto al menos como, dada su situación podía serlo? ¡Cuántos penados han correspondido a la confianza que de ellos se hacía, nada más que por corresponder a ella! ¡En cuántas ocasiones no podemos ver el bien inmenso que se hace, y cuánto se levanta a un hombre de quien no se desconfía, olvidando u obrando como si se olvidasen los motivos que ha dado para no fiarse de él! Y no es esto aconsejar una imprudente confianza; lejos de eso, creemos que se necesita mucha circunspección; que no se debe dar por corregido, ni menos por enmendado, al delincuente, hasta que pruebe, estando en libertad, su regeneración; pero el no creer ciega y neciamente en ella no es un motivo para no procurarla, ni menos para oponerle un grande obstáculo, como es todo lo que contribuye a rebajar. Como chispa de fuego sagrado, debe mantenerse en el delincuente todo lo que sea o se parezca a dignidad, y como punto de apoyo de los más firmes para conseguir su enmienda.

El penado fue material. - Como la preponderancia de los instintos brutales ha impelido al delito, la pena debe poner en actividad las facultades elevadas, haciendo por espiritualizar al penado. Tanto los premios como los castigos, deben dirigirse en lo posible al espíritu, procurando ocuparle, despertarle, y que sus goces constituyan el mayor bien. Desde que el penado se espiritualiza un poco, desde que se despierta en él el gusto por cosas que no sean materiales, está en camino de corregirse, y aun de enmendarse. La música es un poderoso auxiliar, arte verdaderamente divino, que halla medio de llegar a todos, cuyo lenguaje nadie desconoce, y que tiene voces conmovedoras para los corazones que sienten de modos diversos y aun opuestos: arte que parece dar alguna idea de la relación de la materia con el espíritu, puesto que, entrando por los sentidos, penetra tan profundamente en el alma. La música contribuiría mucho a espiritualizar al delincuente, y en la misma proporción a enmendarle.

El penado fue ignorante, o calculó mal. - La ignorancia suele ser una concausa para la consumación del delito, porque aunque no obre directamente, puede obrar de una manera indirecta, en cuanto que el ignorante, dejando sin cultivar su inteligencia, debilitada por falta de ejercicio, deja mayor imperio a los instintos y a las pasiones. La pena ha de procurar el ejercicio de las facultades elevadas, no sólo para que el penado adquiera más perfecto conocimiento del bien, sino mayor fortaleza en aquellos elementos de su ser que, por estar, puede decirse, en desuso, se han debilitado. El hombre no tiene una cantidad infinita de actividad y de fuerza, y la que emplea en un estudio cualquiera, distrae, más o menos, pero distrae una parte de la que estaba exclusivamente a disposición de los instintos. Así, pues, para el penado ignorante, la instrucción no es sólo una luz que se enciende, sino un revulsivo que se aplica llamando la vida donde la actividad no se vuelva en contra suya. Cuando delinquió, no por ser ignorante, sino por no calcular bien, el mal es ciertamente más grave; pero, en todo caso, el errado cálculo es también una ignorancia, y la pena debe procurar ilustrarla: la pena debe siempre enseñar, porque el penado, en el mero hecho de serlo, necesita aprender.

El penado alteró un equilibrio, rompió una armonía. - Las fuerzas físicas, como las intelectuales, están en equilibrio, formando una armonía que es la salud para el cuerpo y la virtud para el alma. Donde quiera que hay enfermedad o pecado, es que la natural armonía está perturbada, y en el delincuente es bien perceptible esta perturbación; se ve cómo es efecto de que un elemento, que, como todos, debía estar subordinado a una ley, la ha roto, y por ser preponderante ha dejado de ser armónico. Dicen los químicos que cuerpos distintos están formados de los mismos elementos, sin más diferencia que la proporción cuantitativa que entra en ellos. Mucho de esto sucede con las acciones, siendo la más perversa solamente una preponderancia desordenada de un elemento que entra, aunque en otra proporción, en la más equitativa. La infracción más común de la ley, que es la usurpación de las cosas, consta de un aumento excesivo del deseo de poseer, y de una disminución excesiva también de otros elementos que podían contener los efectos de aquel exceso, como el sentimiento religioso, el de la propia dignidad, la idea del deber, de la utilidad verdadera, etc. Así, pues, la pena no ha de tener la pretensión absurda de aniquilar ni de crear nada en el penado, sino de contener o avivar lo que existe en él; de fortalecer aquellos elementos por cuya escasa influencia faltó; de debilitar otros que por su influencia excesiva dieron por resultado que el equilibrio se alterase. Este equilibrio (téngase muy presente) ha existido, más o menos inestable, pero ha existido, hasta que el penado faltó gravemente; y se comprende que pueda volver a existir, al menos en la mayor parte de los casos, combatiendo las causas que contribuyeron a que se rompiera. Como el médico cuenta con la naturaleza, la pena debe contar con el natural, que, dando al hombre el sentido moral, la idea de lo justo, el amor a lo bueno, la simpatía por lo bello, favorece el restablecimiento de toda armonía alterada.

El penado empleó para el mal para su actividad. - Cuando el hombre ha sido activo para el mal, la pena debe apoderarse de aquella actividad para contenerla, volverla hacia el bien, dirigirla, pero de ninguna manera aniquilarla. ¿Cómo sería posible corregir al hombre, que es esencialmente activo, convirtiéndole en un ser pasivo, es decir, desnaturalizándole? Se priva de libertad a su cuerpo; pero la de su espíritu, que se sustrae a la acción de la fuerza, es cosa sagrada, y deben respetarse sus manifestaciones razonables cuanto posible fuere. ¡Qué de errores no supone el decir de una persona, como elogio, que no tiene voluntad propia! No hay que confundir la abnegación con el aniquilamiento de la voluntad: aquélla eleva a la persona, éste la rebaja para convertirla en cosa. Que el hombre haga uno, veinte, mil sacrificios; que viva para sacrificarse y sacrificándose, pero que todo esto lo quiera; que prescinda de sus goces, de su conveniencia, de su dicha, de todo, menos de su voluntad, porque entonces ha de prescindir de su conciencia y dejarse guiar ciegamente por la de otro; ha de ser pasivo; recibir la impresión que graben en él; seguir el impulso, bueno o malo, que quieran comunicarle, es decir, dejar de ser hombre, moralmente considerado. La pasividad que, lo repetimos, le desnaturaliza, que rebaja al que estaba alto, que pervierte al que era recto, que mancha al que era puro, ¿cómo ha de regenerar al delincuente? Si se hace de él una máquina, se moverá en un sentido dado mientras vaya por el carril de la disciplina penitenciaria; pero una vez fuera de él, se despeñará a impulsos de la mala tentación.

Cuando el penado recobra su libertad, necesita una voluntad muy firme para resistir, no sólo a la tentación que le arrastró al delito, sino a otras muchas que le asaltarán. Cada privación de las que ha tenido preso, constituye un peligro en el momento en que recobra la libertad; cada abstinencia hace temer un exceso, y el uso de las cosas vedadas por largo tiempo es más difícil que el abuso. En aquel vértigo que produce la libertad al que de ella ha estado privado por mucho tiempo, para no caer se necesita una voluntad recta, muy firme; y como ninguna facultad del hombre se fortifica sino por medio del ejercicio, es indispensable que el penado la ejercite, que la pena le deje una esfera de acción tan extensa como sea posible, y no caiga en el deplorable error de creer que se regeneran los hombres haciéndolos esclavos.

El penado consideró como bien el mal y se ha complacido en él. - Ciertamente que mortifica el corazón y confunde el entendimiento, considerar que un hombre ha podido acariciar un culpable propósito, como una fiera que se oculta, para soltarlo cuando pueda hacer mayores destrozos.

Por triste e incomprensible que sea, es cierto que el delincuente con premeditación tuvo complacencia en el mal, que lo miró como bien suyo, y que sintió una alegría vil o feroz al retirar la mano que robó o levantar el brazo que ha herido. Consecuencia de este gran trastorno de la ley moral, es lo duro de los medios que hay que emplear para restablecerla. La pena debe comprenderlo así, y hacerlo comprender. Todas aquellas cosas tan anormales y tan terribles: encerrar a un hombre entre cuatro paredes, tasarle la comida, la bebida, el traje, el movimiento, el reposo, el sueño, la vigilia, la palabra, la luz...; todo esto es contra naturaleza, sí, como contra naturaleza fue que el penado tuviera como bien el mal, y se complaciera en él. Ahora, mira como mal su bien, que es la pena, siendo armónico el dolor de la penitencia con la alegría del pecado.

La pena ha de huir de toda crueldad, y aun de toda dureza, pero ha de ser severa y firme, aceptando el dolor como su ley; ley triste, pero imprescindible. Este dolor no ha de ser material, porque no es la materia del hombre lo que se trata de modificar, sino su espíritu; pero no pudiendo separar en esta vida su cuerpo de su alma, algunas mortificaciones materiales hay que imponerle, porque la pérdida de la libertad las lleva inevitablemente consigo. En cuanto a las morales, como las físicas, no son justas, sino en tanto que son indispensables; pero necesarias han de ser en cierta medida, porque lo es el dolor para toda enmienda. La pena no puede eludir esta ley, ni debe intentarlo: es ley escrita en la conciencia humana que quien ha tenido placer en el mal no puede volver al bien, sin borrar con dolor aquella desordenada complacencia. ¿Qué es el remordimiento, sino un dolor, y el más terrible de los dolores?

Habiendo procurado formar idea del origen, esencia y objeto de la pena; de cómo es necesaria su calidad de correccional, y, en fin, de cómo ha de llevar en sí medios de restablecer el orden perturbado por el delincuente, oponiendo a cada elemento de los que han alterado la moral armonía, otro que contribuya a restablecerla, vamos a estudiar cuál sistema penitenciario cumpla mejor las condiciones de la pena, y está más en armonía con la naturaleza del penado.






ArribaAbajo

Parte IV

¿Qué sistema penitenciario cumplirá mejor el objeto de la pena?



ArribaAbajo

Capítulo I

Idea general de los diferentes sistemas penitenciarios


Mientras el objeto de la pena fue suprimir al penado o escarmentarle, su cometido cruel era sencillo; es fácil matar o mortificar a un hombre; pero desde el momento en que se le quiere corregir, el problema se cormplica y su resolución ofrece grandes dificultades; unas, que se presentan en la esfera de la teoría, otras, en el terreno de la práctica.

Desde que la ciencia y la caridad han rasgado el velo, que, como losa fúnebre sobre hombre enterrado vivo, cubría a los infelices condenados por la ley; desde que empezaron a revelarse los misterios de dolor y de ignominia que había detrás de las rejas y de los muros de una prisión; desde que surgió como un nuevo sentido en el hombre el respeto a la dignidad humana; desde que la ley de amor ha empezado a practicarse, hemos tenido grandes revelaciones; se ha extendido la esfera del deber y del derecho, y reconociendo el que tiene todo ser racional a la justicia, nos hemos formado de ella idea más exacta, practicándola con los mismos que la niegan o la pisan. No ha mucho que esto sucede, y no obstante, se han escrito miles de libros sobre las leyes penales y la índole y aplicación de la pena: se tratan en ellos las grandes cuestiones y los pequeños detalles, considerando el asunto bajo todas sus fases, y dando a la discusión el sello del amor a la humanidad y del respeto al derecho. No se puede considerar sin enternecimiento y legítimo orgullo este numeroso grupo de pensadores y hombres de caridad, que llevan su amor y su pensamiento a los que abrigan odios y han empleado para el mal su inteligencia. Santa y noble vocación, que los llama a curarla llaga más hedionda y más rebelde de las que atormentan y desfiguran el cuerpo social. ¡Bendita perseverancia de los que acabarán por triunfar de tantos obstáculos como se oponen a la reforma de las prisiones!

La diversidad de pareceres sobre puntos importantes prueba que los estudios penitenciarios no han llegado aún a constituir una verdadera ciencia6, y si sus progresos no son tan rápidos como debería esperarse del número, dotes intelectuales y morales y actividad de los que la cultivan, consiste en que su objeto es el hombre, cuya naturaleza y fin se considera en este momento de tan diverso modo. La ciencia penitenciaria viene a cimentarse sobre un suelo movedizo, y por eso su trabajo es más rudo y menos fecundo; pero al fin fructificará, porque la verdad no es estéril ni perecedera.

La impaciente voluntad propende a irritarse, al ver que después de tan meditadas teorías se conserven en tantos pueblos las malas prácticas; que no haya ninguna, por absurda que sea, que no tenga partidarios, ni sistema que no encuentre defensores. Pero la lentitud del progreso es ley en las ciencias sociales: cuando se trata del hombre, nada hay fácil ni breve: la oscuridad de tantos misterios y el ciego impulso de tantas pasiones dificultan la consolidación de conocimientos que necesitan luz y reposo. Resignémonos, pues, con que no pertenezcan a la historia los diferentes sistemas penitenciarios, que si referidos a otros tiempos eran una desdicha, en los nuestros, a la vez que un mal, parecen un anacronismo, y aun diríamos una vergüenza, porque causa cierto rubor que, desde el momento en que brilla la luz de la justicia, no la vean todos claramente.

Un día llegará en que no se discutan las leyes penitenciarias, como no son discutidas hoy las de la gravedad; un día llegará en que no sea cuestionable el modo de penar al delincuente; y si siempre es de temer que haya algunos que no se enmieden, al menos no se disputará sobre el método que hay que seguir para procurar su enmienda. Entretanto que ese día llega, no se puede prescindir de la realidad ni hacer caso omiso de opiniones, que no nos parecen razonables, pero que son fuertes, puesto que se traducen en hechos.

Cinco son los sistemas que, con más o menos derecho a ser así llamados, y con mejores o peores razones, se defienden en teoría y se realizan en la práctica; estos sistemas son:

De clasificación.

Colonias penitenciarias (deportación).

De Filadelfia.

De Auburn.

Irlandés.

Sistema de clasificación

Este sistema encierra al penado, y comprendiendo cuanto puede depravarse con el trato de otros que sean peores que él, y juzgando de las moralidades por los delitos, agrupa a los que han cometido los de la misma clase: ladrones con ladrones, asesinos con asesinos, separando también los adultos de los jóvenes, y de éstos los niños. Durante la noche ha de haber aislamiento, aunque no falta quien sostenga que los dormitorios deben ser comunes para los reclusos de la misma clase. La instrucción literaria y religiosa suelen recibirla en un local común. Se pueden dedicar los penados a labores fuera del establecimiento, suponiendo grandes ventajas en que se ocupen en obras públicas y trabajos penosos e insalubres. Los escritores partidarios de este sistema (los que conocemos, al menos) no le han formulado con bastante claridad y de una manera completa; quedan muchos puntos por resolver, y hay bastante variedad en el modo de considerar otros, y mucho de vago, de insuficiente y aun de contradictorio. Más bien que un sistema, nos parece una transición, entre el dejar comunicar a los penados libremente y aislarlos del todo: viendo los males de lo primero y las dificultades de lo segundo, los espíritus apocados, o aficionados a las soluciones fáciles, adoptaron ésta, que tuvieron por término medio y justo, puesto que ni dejaba enteramente confundidos a los reclusos, ni los sujetaba a las amarguras de la soledad, ni al Estado a gastos cuantiosos para procurársela.

Vamos a copiar lo que decíamos hace ocho años7, ya porque no hemos variado de parecer, ya porque en estas materias, y en España, no es lo mismo imprimir y publicar, y con frecuencia lo impreso puede considerarse como inédito.

«No es posible detenerse un momento a reflexionar lo que debe ser una prisión, sin convencerse de que, al comunicar los criminales entre sí, se pervierten, se amaestran en sus malas artes, y tienen tendencía a ponerse al nivel del peor, que es quien goza de mayor autoridad.

»Se ha pensado, pues, en clasificarlos, para que los peores no se reúnan con los menos malos, y como si dijéramos, para fijar un máximum, el más bajo posible, a la perversidad de cada clase.

»En la clasificación se atiende a la edad, reincidencia, género de delito, teniéndose por más perfecta la que más grupos forma.

»La clasificación no es posible, y si lo fuera, sería inútil. Puede contribuir al orden material de la prisión, mas para el orden moral es impotente.

»La clasificación busca identidades, o cuando menos grandes semejanzas, y dice: Los penados de la misma edad, del mismo delito, los reincidentes, deben parecerse. Pero la experiencia no confrma esta suposición. Hay jóvenes, de tal manera depravados, que pueden dar lecciones de maldad a los veteranos del vicio y del crimen. La misma condena, por el mismo delito, recae a veces sobre individuos muy diferentes, ya por falta de prueba, que determinó disminución de pena, ya por las circunstancias en que se halló el culpable, legalmente tan malo como otro, moralmente mucho mejor. La reincidencia es unas veces efecto de maldad; otras, de la situación en que se halla el licenciado de presidio, con tan pocos medios de ganar su subsistencia honradamente en una sociedad que no cree en su honradez.

»Así, pues, la clasificación es material, de moral que debía ser; y si para alcanzar la perfección queremos subdividir, aumentando el número de grupos y disminuyendo el de individuos que los componen, llegaremos a la unidad, si no hemos de incluir en la misma categoría moralidades muy diversas.

»Como hemos dicho, aunque la clasificación fuera posible, sería inútil. Cuando los hombres se reúnen en un limitado recinto, el aire se vicia, es preciso renovarle para que no perjudique a la salud. Con la atmósfera moral sucede lo propio. La acumulación produce pestilencia; hay que sanear el recinto, introduciendo el trabajo, o alguna idea digna, grande, santa, que levante los espíritus y los haga comunicarse por la parte que tienen noble, a fin de que no se comuniquen sus propensiones viles y bajas. ¿Puede hacerse esto en una prisión.? Imposible; apenas es hacedero en una reunión aislada de hombres, formada a impulsos de una gran idea, y sostenida por la fe religiosa, el entusiasmo de la ciencia, o el amor a la humanidad.

»Cuando no hay fe viva en las comunidades religiosas, los hombres que las componen se desmoralizan; en los colegios se corrompen los niños; y la reunión de los criminales, ¿no había de depravarlos?

»Supongamos lo imposible, una clasificación perfecta, en que estén reunidas las moralidades idénticas. Los falsarios con los falsarios; los asesinos con los asesinos; culpables todos en igual grado. Comunicando libremente, el tema de las conversaciones será aquello a que se sienten más inclinados, y los lascivos hablarán de cosas deshonestas, los ladrones de robos, y los homicidas de muertes. Se contarán historias propias y extrañas, análogas a las propensiones del grupo; cada uno llevará su experiencia en el crimen al fondo común, donde se sumará con las otras, porque los factores son de la misma especie, y lejos de repugnar aquella maldad, halla eco en las maldades análogas.

»Aunque sea contra todas las ideas admitidas, creemos qe tendría menos inconvenientes agrupar los criminales de diferentes crímenes que los de uno mismo. Sucede que el ladrón inspira desprecio al que ha vertido sangre; y éste, horror al que ha robado sin violencia. No hay tantas afinidades, tantas simpatías, armonía tan desdichada entre criminales culpables de distinto crimen; y la multiplicación inevitable de unas maldades por otras es más difícil de hacer cuando los factores no son de la misma especie.»

En otro opúsculo decíamos en la misma época8: «Debemos añadir la dificultad, que viene con frecuencia a ser imposibilidad en la práctica, de organizar el trabajo en el sistema de clasificación. Tenemos un número de penados, que saben el mismo oficio o tienen para él aptitud, pero son de diferente clase; de modo que es imposible agruparlos, sino que hay que llevar cada uno a la suya, donde tendrá que tomar un oficio que no sabe y para el cual no tiene disposición. O hay que renunciar a organizar el trabajo, elemento indispensable de moralidad, o establecer para cada oficio tantos talleres como grupos se formen, que serán muchos. Cada taller necesita un local aislado para que las diferentes clases no comuniquen entre sí, y vigilantes que mantengan el orden: dejamos a la consideración del lector la grande extensión que deben tener los presidios, y el gran número de empleados que necesitan, si ha de haber siquiera la apariencia de orden en los talleres. Si los trabajos se organizan, ¿qué menos se ha de suponer en cada presidio que seis oficios para aprovechar la aptitud de los penados y dar salida a los productos? Seis, por el número de clases, serán 35 o 40. Ya se pueden preparar millones para los edificios y el número de empleados que esto exige.

«Hemos visto que el sistema de clasificación moral no era posible, que si lo fuera, sería inútil, y aun perjudicial; ahora debemos convencernos de que, por la extensión de los edificios y el número de empleados que exige, es materialmente impracticable y será mentira.»

Lo fue, en efecto, en la mal proyectada reforma del año de 1869, y lo será siempre el sistema de clasificación, que se escribe en el papel, pero no puede establecerse en la penitenciaría.

No comprendemos que puedan establecerse en virtud de la sentencia más que tres clases:

1.ª De adultos.

2.ª De jóvenes, cuyo delito no es grave, y para sujetarlos al régimen que más adelante veremos.

3.ª De la distinción de sexos. Esta debe hacerse muy cuidadosamente. En la mayoría de los pueblos, que, reducida la prisión preventiva a lo que debe ser, sólo necesitan una cárcel pequeña, no puede exigirse que haya dos, una para hombres y otra para mujeres; pero se cuidará de que el edificio tenga dos entradas perfectamente independientes, que por dentro estén completamente aislados los departamentos de los dos sexos, y que cada uno tenga guardianes del suyo. Las mujeres presas deberían ser en muy corto número, porque los delitos que cometen no suelen ser graves, y además es muy raro que tengan propensión a escaparse ni resolución para sostener la lucha que exige la rebeldía.

En las penitenciarías es diferente. El Estado las establece en el paraje y de la extensión más conveniente, atendidas muchas consideraciones, y las llena con penados que hay de un sexo, en suficiente número, sin que ningún motivo de orden económico invalide los muchos que hay para que las prisiones de mujeres estén completamente separadas de las de hombres. No sólo no deben establecerse en el mismo edificio, pero ni aun en el mismo pueblo. Podrá parecer exagerada esta precaución a los que no tienen experiencia, pero los prácticos saben que es necesaria, o muy conveniente al menos. Con el sistema celular podrá consagrase que no se correspondan los reclusos de diferente sexo, aunque sus prisiones estén en el pueblo mismo, pero esta circunstancia será una dificultad mayor, y hartas se ofrecen sin buscarlas. Además, si la comunicación se evitaba, no la inquietud de los ánimos, que es tan necesario y tan dificultoso calmar.

Sistema de deportación

La deportación, si no es la primera forma de la pena, es una de las más antiguas: porque en cuanto un pueblo ha sido señor de algunas tierras lejanas o mal pobladas islas, ha pensado en arrojar a ellas a sus criminales, suprimiendo a la vez un cuidado y un peligro. A este impulso ceden algunos pueblos modernos, como los antiguos, aunque los progresos de la justicia hayan exigido que en estos últimos tiempos se dé o se finja dar a la deportación carácter correccional, en vez de la brutal franqueza con que antiguamente se la consideraba, nada más que como un medio de desembarazarse de los hombres peligrosos.

La deportación es la traslación forzosa del penado a tierras remotas, por lo común ultramarinas, con o sin el derecho de volver a la madre patria, con o sin la posibilidad de realizar este derecho. Se supone que, allá, en la colonia penal, que así se llama el establecimiento formado con penados, éstos, con la influencia del cambio exterior, con las mayores facilidades para ganar la subsistencia, y hasta de adquirir una propiedad, con la supresión del gran obstáculo que ofrece para ser honrado el ser tenido por infame, toda vez qe en pueblos compuestos de licenciados de presidio (se supone que tales pueblos pueden existir) no es infamante haberlo sido, con todas estas circunstancias reunidas, la enmienda, o por lo menos la corrección, se tiene por segura. Sea o no sincera esta opinión, lo positivo es que los criminales más peligrosos se llevan lejos, muy lejos; y sea que se corrijan o no, que se enmienden o que se mueran, no vuelven por regla general.

Esto, que se ha llamado sistema, no es realmente más que un expediente, porque no puede llamarse sistema penitenciario el que no es aplicable al mayor número de penados; el que exige otro, como auxiliar preciso; ha menester posesiones ultramarinas o remotas; no subsiste, si los establecimientos que crea prosperan, y, por último, o más bien lo primero, el que atropella los principios de justicia.Vamos por partes.

No es aplicable al mayor número de penados. -En efecto: hay que exceptuar los penados cuya condena no sea muy larga, los ancianos, los muy jóvenes y los niños; los enfermos, valetudinarios, o débiles por cualquier concepto; en general las mujeres. Las penalidades de la travesía, el cambio de regiones, la aclimatación en tierras malsanas, o que es preciso sanear; las privaciones y fatigas de todo nuevo establecimiento: estas circunstancias hacen que sólo con una gran robustez sea dado resistir a tales pruebas, y que no pueda sujetarse a ellas a muchos de los penados a condenas largas; si a éstos se añaden todos los que las tienen cortas, y la casi totalidad de las mujeres, se comprenderá que no se puede deportar, sino a un número de delincuentes relativamente corto.

Exige otro, como auxiliar. -Si los penados no pueden en su mayoría deportarse, es indispensable adoptar otra pena para los que no son deportados. Además, en la colonia misma se siente inmediatamente, esta necesidad; los que llegan a ella delinquen de nuevo; hay delincuentes entre los guardianes, la tropa, etc., y el primer edificio que hay que levantar es una prisión. ¿Por cuál sistema?

Ha menester, en el pueblo que la aplica, posesiones remotas. -Digan lo que quieran los partidarios de la deportación como pena correccional, estudiando su historia y las reglas que le rigen y las prácticas de los pueblos que a ella recurren, no se ve que tengan fe en la enmienda de los culpables, puesto que lo que evidentemente se busca es que no vuelvan; y no vuelven sino por excepción rara: para esto es necesario llevarlos muy lejos, y no puede adoptar esta pena el pueblo que no posea tierras lejanas.

No subsiste, si los establecimientos que crea prosperan. -¿Para que las colonias penitenciarias conviertan un país culto y despoblado en pueblo próspero, necesitan la cooperación poderosa de colonos libres, o más bien, éstos son la verdadera vida de la colonia, y los deportados sólo cooperadores. Mientras son necesarios, se toleran, se tienen como esclavos; pero así que hay brazos libres suficientes, se rechazan, y a veces sin haberlos, porque se sobrepone el sentido moral al interés pecuniario, y la colonia rechaza las remesas de criminales que le envía la metrópoli. Los Estados Unidos contaban entre sus agravios que la Gran Bretaña les enviara sus convictos, y Australia los ha rechazado, así que fue próspera. Aunque la colonia se compusiera sólo de deportados, sus descendientes, y aun ellos mismos, emancipados ya, rechazarían a los que llegaban; se ha visto por experiencia: deportados, ya libres, se distinguían, vociferando y oponiéndose al desembarco de los que llegaban de Inglaterra. Ésta tuvo que renunciar a este expediente, aunque, dicho sea en honor de sus buenos hijos, muchos habían clamado contra el sistema, por injusto, antes que de hecho fuera imposible.

Injusticia de la pena de deportación. -Admira y aflige que se haya celebrado a la Inglaterra por las colonias penales de Australia, cuando semejante establecimiento es una de las páginas más vergonzosas de su historia. Francia, o porque había pasado medio siglo y hecho progresos los sentimientos de amor, o porque tenga más para con sus hijos pobres, Francia realiza la deportación con toda la humanidad posible, y aun así, ¡cuán cruel ha sido! ¡Cuán injusta es! Lo lleva en sí esta pena.

Los primeros deportados son víctimas de los ensayos de la Administración, de las probaturas del Gobierno, de la imprevisión humana, de la prisa con que se quiere aplicar un remedio tenido por eficaz contra un mal grave, y antes que se saneen las remotas tierras o se abandonen por inhabitables, son cementerio de sus míseros forzados pobladores: la pena de deportación para los primeros deportados viene a ser la de muerte.

Toda pena pesa desigualmente sobre el penado, según su organización física y sus disposiciones morales; pero esta desigualdad, imperfección inevitable de la justicia humana, y que debe tender a disminuir cuanto sea dado, se aumenta en la deportación. El médico empieza por ser juez en última instancia de si el penado puede o no embarcarse; el médico cabe que se equivoque, que sea más o menos humano, y, en la duda, favorezca o perjudiqe al que reconoce; y, en fin, que por interés le declare incapaz de sufrir las penalidades del viaje y de la aclimatación. Primer albur del deportado, en que su fortuna, su maña, su favor o su dinero, pueden hacer que no lo sea.

La edad es otro albur favorable o adverso: el haber nacido un día antes o después determina el quedarse o ser embarcado; y sucede que lo son penados que parecen más ancianos, y realmente, menos fuertes que otros a quienes la edad exime.

Aun con todas las señales exteriores de resistencia física, ésta varía mucho y, en la misma proporción, el peligro de hallar la muerte en un largo viaje hecho en malas condiciones, o en climas remotos y, por lo común, malsanos.

El dolor de dejar la familia, los amigos, la patria en fin, disminuye a medida que aumenta la perversidad del penado; y al levar el ancla, al dar el último adiós a los lugares y a las personas queridas, el hombre duro, se ríe; el que todavía es capaz de amar, llora: la pena es tanto más grave, cuanto menos merecida. La vuelta a la patria es, por regla general, la preocupación constante del penado; el viaje que tiene que pagar es imposible para el pobre, posible para el que dispone de algunos recursos, fácil para el que posee más, aunque sean fruto de sus rapiñas o de las de sus cómplices.

En la colonia hay la tentación y suele haber la facilidad de las evasiones, y es otro albur que puede ser provechoso a los resueltos, a los rebeldes, a los afortunados; hay otros albures en número infinito, variando según el régimen, desde servir a un colono severo o cruel que aplique duramente las penas disciplinarias, o a uno blando, interesado o partícipe en los nuevos delitos, y que los encubre. Todo esto y más ha habido, hay y habrá en las colonias penales, donde la libertad degenera necesariamente en licencia, y el orden en tiranía y aun en crueldad.

Añádese a esto que el jefe del establecimiento, por una tendencia, no sabemos si inevitable, pero que hasta ahora no se ha evitado y que nos parece muy difícil que se evite, el jefe del establecimiento, lo primero que atiende es a su prosperidad material. Que haya muchas tierras cultivadas, muchos nacidos, muchos productos: he aquí su principal preocupación; el obrero un poco laborioso tiene grandes privilegios; si es hábil, se le considera; si está solo entre los de su oficio o hay pocos, se le mima, prescindiendo de la enormidad de su delito, y aun de su comportamiento actual. A veces, las circunstancias se imponen, y hay conflictos de escaseces, hambres, epidemias, cataclismos, en que la colonia, lejos de la metrópoli falta de auxilios y de recursos, no puede pensar sino en vivir, en salvarse materialmente, y a esto se atiende no más.

Podríamos extendernos mucho, siguiendo al deportado, desde que con sus compañeros se le hacina en la bodega de un barco, hasta que muere bajo la influencia del nuevo clima, los rudos trabajos, etc., etc., o se hace rico. Pero lo indicado nos parece suficiente para hacer comprender que la deportación es un medio de alejar los criminales; puede serlo de empezar una colonización que exija en sus principios sacrificar gran número de víctimas; de probar qué países son susceptibles de ser colonizados, cuáles inhabitables; puede, en fin, servir a varios cálculos y diferentes egoísmos; pero a la justicia, no. El fin moral y jurídico de la pena no se halla en la deportación, y digámoslo con franqueza, no se busca.

Si el Pueblo que deporta está mal gobernado, y la acción de la ley es débil, y la del Gobierno torcida; si sus colonias son una desdicha y una vergüenza, las penitenciarías serán, o serían, si las tuviera, una infracción horrenda de todas las leyes divinas y humanas.

Además, en la situación en que se hallan la mayor parte de las naciones que pueden establecer o han establecido colonias penitenciarias, se envía a ellas por delitos políticos; y esta pena gravísima, que tantas veces es de muerte, se impone por una leve falta, por una simple sospecha, dando así la iniquidad como arma a la pasión iracunda.

La pena de deportación está pintada con estos dos ragos: es durísima, o incita a veces a cometer el delito. Prueban lo primero las estadísticas, y lo segundo, el hecho de haberse cometido delitos en Inglaterra con el objeto por parte de los delincuentes, de ser llevados gratis a Botany Bay, y en Francia, para ir a Nueva Caledonia. Allí sucumben muchos; pero otros se hacen ricos, y se echa a la lotería del crimen.

No nos parece necesario decir más para probar que la deportación, ni puede constituir un sistema, ni formar parte de la justicia penal.

También se han llamado por algunos colonias a los establecimientos penitenciarios agrícolas. Si son para andultos, tienen todos los inconvenientes de que los penados comuniquen entre sí, las imposibilidades de la clasificación, y aun puede añadirse, las de custodiar en el campo gran número de penados que se dedican a labores diversas, están en continuo movimiento, ocupan grande extensión y pueden servirse de los instrumentos del trabajo como arma. Por estas y otras razones, los establecimientos agrícolas no nos parecen propios sino para niños o jóvenes, cuya criminalidad no sea grande, ni tampoco su número, según más detenidamente diremos.

Sistema de Filadelfia

Llámase así al que aisla noche y día al penado en una celda, donde trabaja y recibe la instrucción profesional, literaria y religiosa. Si en algunas penitenciarías sale para hacer ejercicio o asistir a las ceremonias del culto, se toman precauciones, a fin de que le sea materialmente imposible comunicar con los otros penados: la gran ventaja de este sistema es la seguridad de evitar su corrupción mutua y el que se conozcan y puedan reconocerse y combinarse, una vez licenciados. También se espera mucho de la soledad, y de que en ella, entrando en sí el delincuente, reflexione, conozca el mal que ha hecho, se modifique y se enmiende. Si en un principio se exageraron los rigores del aislamiento, luego se han templado con el trabajo y la comunicación con maestros, empleados y personas caritativas: en teoría al menos, se supone que el penado no se aisla sino de sus compañeros.

Este sistema tiene numerosos e ilustrados partidarios, y ventajas, no sólo grandes, sino de mucho bulto, de esas que puede decirse que saltan a la vista. La imposibilidad de que los penados comuniquen entre sí; el orden perfecto que reina en la penitenciaría, sin que sea necesario recurrir a castigos sino por una excepción rara; el corto número de vigilantes que emplea y la circunstancia de que éstos no necesitan tener más inteligencia ni asiduidad que la de un simple centinela, y aun de aquellos cuya consigna no es muy delicada, todo esto seduce al que lo lee y debe imponer al que entra en una de esas prisiones, donde todo se mueve a compás y en silencio, como una inmensa máquina perfeccionada, en que apenas hay rozamientos. Allí el arquitecto es el que ha formulado la ley; la disciplina está en las paredes: es de piedra, y, tan dura como ella, no encuentra rebeldes. Parece que todo marcha por sí solo y que hubo tanta inteligencia en el que concibió el pensamiento, que para ejecutarle apenas se necesita.

Si del aspecto general del establecimiento se desciende a detalles, no parecen menos satisfactorios; y si se ya entrando en las celdas y visitando a los reclusos uno por uno, se los ve aseados, sumisos, asiduos al trabajo, ejecutores exactos de la regla que se les da: así están ciento, doscientos mil, y podrían estar un millón, porque la resistencia nunca puede venir más que de uno; el individuo solo, aislado, tiene que luchar contra la sociedad entera: no lucha, y las rebeldías más parecen raptos de locura o de cólera. ¿No son estas ventajas inmensas? ¿No es la perfección, en cuanto las cosas de los hombres pueden ser perfectas?

No, desgraciadamente.

No vamos a detenernos en las objeciones que generalmente se han hecho al sistema celular de aislamiento absoluto, porque la experiencia, las mejoras que en él se han introducido y las que, gracias a los progresos de la ciencia, pueden establecerse, les han quitado su fuerza.

En efecto: la salud del recluso no se resiente de un modo que deba alarmar, desde que a todos se les proporciona trabajo, se les tiene en buenas condiciones higiénicas y se observa y se acude a tiempo si presentan síntomas de enfermedad. Las mentales parece que son algo más frecuentes, aunque los partidarios del sistema lo niegan, y si conceden que pueda haber algún aumento de casos de locura, este mal, dicen, está compensado por muchos bienes.

La dificultad de organizar el trabajo era verdaderamente insuperable: porque, aun cuando se enumeraban hasta setenta y tantos oficios que podían ejercerse en la celda, sobre que muchos eran simples ocupaciones, quedaba en pie el hecho de que, mientras el trabajo del hombre libre es auxiliado por la máquina y va convirtiéndose en mero auxiliar, haciendo ella lo más, y lo más rudo, de la labor, el trabajo del recluso tenía que suprimir la máquina, quedarse retrasado muchos siglos, dar productos peores y más caros, ser imposible, económicamente hablando, porque sobre esto daba al penado una educación industrial que le sería inútil cuando fuese libre. En la competencia que entonces había de sostener una verdadera lucha, se hallaría en la situación de un militar que con un fusil de principios del siglo, tuviera que combatir al que armado de remington le hería a mansalva. El trabajo de la celda se iba haciendo cada día más imposible, económicamente hablando, y lo que en su favor se ha dicho no tiene valor para ninguna persona seria y práctica que siga los progresos de la industria y comprenda la indispensable cooperación de las máquinas. Como veremos más adelante, esta imposibilidad no es ya ni dificultad siquiera; son de otro género las que ofrece el aislamiento absoluto.

La soledad, como acontece con las cosas grandes, fuertes y nuevas, tuvo sus entusiastas y sus fanáticos: su poder, decían, es regenerador, no necesita auxiliares; cuando más, un libro. El recluso, entrando en sí mismo, medita, comprende, sa arrepiente, se regenera; en aquel silencio oye la voz de la conciencia, que es su maestro mejor.

Los que esto decían acaso no reflexionaron bien en las cuatro esenciales circunstancias siguientes:

1.ª El dolor del recluso.

2.ª Su debilidad.

3.ª Su naturaleza.

4.ª La imposibilidad de ejercitar su voluntad.

El dolor del recluso. -No somos de los que tienen la pretensión de suprimir el dolor en el mundo, y menos en las prisiones; compañero del hombre en el viaje de la vida, es auxiliar indispensable para la regeneración del delincuente. Pero este auxiliar no hemos de convertirle en dominador, en tirano: y toda mortificación, cuando pasa de cierta medida, tiraniza al que la sufre. Obsérvese a cualquiera que padece un gran dolor físico o moral, y se verá cómo está bajo su imperio, y cómo todo lo que no es su enfermedad o su pena tiene una importancia secundaria, muy secundaria. Las excepciones de esta regla son personas de sólidas virtudes, de elevado carácter, de fortaleza a prueba de todo, de grandes y diversas facultades, y en fin, tales como no se concibe que puedan estar en una penitenciaría, sino por increíble error de la ley, o abominable rnaldad de los hombres. Por debajo del vulgo de ellos está el penado, que para entrar en sí, para reflexionar, para comprencler el mal que ha hecho, para arrepentirse, es necesario que el dolor le aguijonee, pero no que le abrume. El dolor de la soledad absoluta, tan desolada, tan insufrible, abruma y se hace sentir tanto, que no deja sentir otra cosa: siendo llevadero, es un cooperador del trabajo interno de la conciencia; siendo agudo, es un revulsivo, que distrae la vida del alma, que la aparta de donde era necesaria y podía ser fecunda. Tenemos el íntimo convencimiento de que el delincuente no se corrige, si no es desgraciado; ni tampoco si lo es en demasía, como no puede menos de serlo un hombre entre cuatro paredes, eternamente solo, y que si por oír la voz humana alza la suya, ni aun puede escucharse a sí mismo, porque el silencio es la regla, la inflexible ley. El hombre no tiene una capacidad infinita para sufrir; cuando se satura de dolor, atiende poco o nada a lo que no le consuela, y los preliminares de su regeneración no pueden serle consuelo.

Es fácil juzgar mal al recluso en su celda solitaria: viéndole domeñado, creerle resignado, y aun equivocar la humildad con el abatimiento.

Se dice que estos solitarios no se mueren por estarlo, ni se vuelven locos sino por excepción rara: luego la soledad no es tan penosa. ¡No mueren ni enloquecen! ¡Dios santo! ¿Se ha pensado en la cantidad casi infinita de dolor que se necesita para morir de él o perder el juicio? Los desdichados, que lo saben, se admiran y se espantan del sistema que se aproxime a este horrible máximum. Ya se lee con una especie de moral escalofrío a los que escriben que algunos casos de demencia más están bien compensados con las otras ventajas que ofrece la incomunicación positiva de los penados entre sí; ya se pregunta uno con angustia, ¿qué peso y qué medida se tendrá para establecer esta compensación, y cuántos hombres corregidos podrá valer uno que se vuelva loco? Perdiendo la vida, aun parece que es posible aproximarse algo a saber lo que se pierde; pero vivir sin razón y sin conciencia... calcular esto, es medir el infinito.

Pero hay más: el aumento, por pequeño que sea, por mínimo que se le suponga, de casos de demencia en la incomunicación absoluta, supone un aumento grande, grandísimo, de dolor resistido sin perder la razón por los más; porque se resiste mucho, mucho, antes de volverse loco. Así, pues, lo que hay que considerar, no es sólo un caso más de locura, sino que ese caso revela que el nivel del dolor ha subido de una manera terrible, y que aquel mal es un síntoma de otro, si no tan agudo, más generalizado. La locura es como el suicidio: para apreciar sus estragos, no hay que calcular tanto con los datos que suministra el que muere voluntariamente, como sobre el hecho de los que forman parte de una sociedad donde este horrendo trastorno de las leyes morales y hasta físicas se repite. El daño más grave no son algunos hombres que por su voluntad dejan de existir, sino el estado que estas muertes revelan en los vivos. Lo propio puede decirse de la mayor proporción, aunque no sea grande, de dementes entre los reclusos solitarios; es indefectible señal del acrecentamiento de dolor entre los que conservan la razón; y dolor en tanto grado, lo repetimos, no facilita, dificulta la regeneración del recluso: lo más que podrá conseguir es escarmentarle.

La debilidad del recluso. -Hemos visto que el penado es un ser moralmente débil, y necesitaría una gran fortaleza y recursos propios, de que carece, para esa reacción que se supone ha de producir en él la soledad. Nos parece que el error en que con respecto a esto se ha incurrido, viene principalmente de que los hombres honrados, inteligentes, instruídos, que piensan en lo que deberá suceder al penado solitario, lo infieren de lo que les sucedería a ellos, si se hallaran en su lugar. Imaginan lo que pensarían, lo que sentirían, si a solas con su conciencia recordasen el mal que habían hecho, vieran toda su deformidad y meditaran sobre los medios de remediarle hasta donde fuera posible, y de salir de aquel abismo, y lavarse de aquella mancha. De lo que su conciencia pura, su razón fuerte, su honra inmaculada, su alta dignidad harían, deducen lo que harán los ignorantes, los de la embotada conciencia, los degradados, los de escaso entendimiento: natural es que no acierten; y, en efecto, se equivocan.

Los elementos que tiene el delincuente solitario para regenerarse son los mismos que tenía cuando delinquió, más el dolor, que, si no es excesivo, es un auxiliar poderoso; pero, aun estando en la debida proporción, no es bastante fuerte para la reacción que necesita aquel ser débil y extraviado. Esta reacción ha menester auxilios exteriores, porque interiormente no halla medios bastantes. Ha menester el ejemplo que anime, la lección que enseñe, la mano que levante, la voz que consuele, la comunicación, en fin, que recuerde al preso que es hombre, que como hombre faltó, que de la dignidad de tal ha descendido, y que puede volver a levantarse. Aunque sepa leer, no basta dejarle un libro, es necesario explicársele, hacerle sentir las cosas de sentimiento, comprender las de razón, utilizarlas todas, porque si no, lo escrito será letra muerta para quien no tiene tanta vida moral e intelectual que pueda leer con fruto. Los que escriben libros suelen hacerse muchas ilusiones respecto de los lectores. Y no sabemos cómo: porque, reflexionando las muchas buenas cosas que se escriben y las pocas que se hacen, pronto se echa de ver el escaso fruto con que se lee. Y si esto sucede en el mundo, ¿qué será en la prisión, donde las inteligencias no son claras, ni las conciencias puras, ni las pasiones silenciosas, para que pueda escucharse bien la voz del libro? Es un buen compañero, pero, solo, no puede ser buen maestro sino para los que ya saben bastante. Dice a todos lo mismo; no tiene en cuenta las varias aptitudes, las diferentes disposiciones del ánimo; a veces, aflige en lugar de consolar; otras, ofusca en vez de aclarar; y, en general, entre gente poco ilustrada, el libro sin explicación, sin comunicación siquiera con otros que le han leído, puede poco. El efecto de la lectura es una resultante de lo escrito y de la disposición del que lee; la del penado no suele ser la más propia para que un libro sea a la vez compañero, amigo, sostén, consejo, luz, bálsamo, calmante, aguijón y freno, que todo esto necesita. Insistimos sobre este punto, porque hemos notado ser bastante general la ilusión de que el preso solitario poco más necesita para regenerarse, si sabe leer, que un buen libro y su conciencia.

Con respecto a la conciencia, también suelen hacerse cálculos sobre su poder, que distan bastante de la exactitud; y el remordimiento se ve más en los libros que tratan del sistema penitenciario, que en las penitenciarías. Es la ilusión de que hablábamos más arriba. El autor piensa: «Si yo hubiera hecho éste o aquel daño, la conciencia me remordería por ello; luego el que lo hizo sentirá remordimiento.» Cuando la verdad es, por regla general, muy general, que si el malhechor sintiera espontáneamente ese remordimiento agudo por el daño que hizo, no le hubiera hecho, y salvo en algunos casos de fascinación apasionada, la disposición que tenía el delincuente antes de cometer el delito, en lo esencial, se conserva después de haberle consumado; y si se queda entregado a sí mismo y no le llega eficaz exterior, no será susceptible sino de escarmiento.

No hay que imaginarse al recluso como extraviado por una pasión cualquiera, que en un arrebato hiere o mata, y que, vuelto en sí, conoce y siente el mal que ha hecho. Esta es la excepción; la regla es que el sentimiento de haber sido descubiertos y castigados sea el preponderante, si no el único. El conocimiento del mal lo tienen todos; el dolor de haberlo hecho, pocos, y la conciencia hay que auxiliarla, que fortalecerla, que ilustrarla, que despertarla; a veces está tan dormida, que se pregunta uno con angustia: ¿Estará muerta?

El penado, al menos el español, tampoco es instruido; tosco, embrutecido muchas veces, no puede hallar en su inteligencia recursos para regenerarse, abandonado a sí mismo; tal vez no sepa leer, y aunque sepa, de seguro no entiendo bien lo que lee. Conjunto de debilidades en la voluntad, en la conciencia, en el entendimiento, cuando cae en la prisión, no puede levantarse, es imposible que se levante solo.

Natural del recluso. -El natural del hombre consiste en todos aquellos elementos esenciales que componen su ser moral, intelectual y físico; la educación consiste en armonizarlos para el bien, y no puede llevarse a cabo con buen éxito contrariándolos, imposibilitando el ejercicio de aquellas facultades, que son como las componentes de la perfección. El hombre, esencialmente sociable y comunicativo, sólo en sociedad es inteligente, virtuoso, bueno, moral, hombre, en fin. Si a un niño recién nacido, cuidando de alimentarle, se le dejara solo, completamete solo, cuando llegase a hombre sería menos que una bestia, sería un monstruo, porque no habiendo tenido elementos propios de vida según su naturaleza, su existencia, en vez de ser una armonía, sería un trastorno. La inteligencia, la bondad, la virtud, el amor, el sacrificio, todo es comunicación; el aislamiento debilita, embrutece, deprava; ¿cómo ejercitar en él las dotes que constituyen la criatura amante e inteligente, el ser moral y racional?

El preso no debe tener comunicación depravadora; pero negarle la comunicación necesaria, creer que sin ella se puede regenerar, suponer que el negarse a satisfacer una necesidad imperiosa de su naturaleza puede ser un medio de educarla, es desconocer a un tiempo lo que es el hombre y lo que es la educación. Limítese, ordénese, purifíquese la comunicación del penado; pero suprimirla, es como, para evitar la mala influencia de gases que vician el aire, hacer el vacío.

El recluso no puede ejercitar su voluntad. -La voluntad del penado se ha torcido. Para enderezarla, ¿será buen medio suprimirla? Pues casi a suprimirla equivale hacer imposible su ejercicio. En efecto; el recluso solitario, como, a no ser un insensato, no puede rebelarse tampoco puede someterse. Trabaja. ¿Cómo no trabajar, si en aquella soledad terrible el trabajo es un consuelo, sin el cual se volvería loco, como atestigua la experiencia? No intenta fugarse. ¿Cómo intentarlo, cuando, completamente aislado, se siente débil y no tiene instrumento que pueda utilizar para su fuga ni medio ninguno de proporcionárselo? No procura comunicar con sus compañeros de infortunio. ¿Cómo procurarlo, cuando sabe que es imposible, que aquel edificio está hecho con gran arte para que no comunique; que aquellas paredes son impermeables a las voces de la desesperación, lo mismo que a las palabras de consuelo? Sus movimientos son, no sólo acompasados, sino tímidos. ¿Cómo no han de serlo, si sabe, que puede ser visto sin que él vea, y el ojo del vigilante penetra en su celda de una manera cruel, que turba el recogimiento sin acompañar la soledad?

Se ve que aquí todo es necesario; que cuanto hace el recluso no puede menos de hacerlo; que sin aparente violencia hay fuerte coacción material; que la resistencia es imposible, y, por lo tanto, la obediencia se ignora si será voluntaria. La voluntad del penado, que fue débil, que cuando esté libre necesitará ser tan fuerte, que era necesario, indispensable fortificar, se debilita necesariamente, porque no se ejercita. El ser que fue activo para el mal, se convierte en un ser pasivo para todo, y la energía moral, que había de robustecerse, se enerva. Hasta la satisfacción que pueda tener al oír al que le habla de virtud, deber, corrección y enmienda, es como impuesta por la privación de no oír ni comunicar con nadie; es la de un sediento, que sin reparar ni escoger, bebe un líquido cualquiera, porque siente una intolerable sed. Todo allí es fatal, necesario; la facultad que más debía ejercitarse se imposibilita.

Bien sabemos que en estos últimos tiempos, al menos en teoría, los condenados al aislamiento no lo están a la soledad. Se supone que les hacen compañía las personas caritativas y los empleados de la prisión. El primer recurso es donde quiera harto eventual; en España para donde escribimos estos estudios, por mucho tiempo al menos, será ilusorio y sobre ilusiones no pueden establecerse sistemas; hablamos por experiencia propia y repetida con respecto a las prisiones de mujeres, y para las de hombres no creemos que se hallarían mayores facilidades. Suponiendo lo que por mucho tiempo será imposible, que hubiera asociaciones caritativas bastante numerosas para hacer compañía a los reclusos solitarios, ¿serían bastante escogidas? ¿Sirve cualquiera para hablar ni más ni menos de lo que debe al delincuente encerrado? ¿No hay que temer ignorancias, imprudencias, y hasta la misma compasión, que tiene a veces perjudiciales debilidades? ¿Una persona ignorate, imprudente, de cortos alcances, acaso de moral no bastante severa, en vez de provecho, no puede hacer daño, cuando aparece como representante de la ley, de la moral, de la virtud, como mensajera de caridad y de consuelo? Una de las cosas más graves, y que hay que evitar más cuidadosamente, es que el vicioso tenga ninguna especie de superioridad sobre el que le habla de virtud, y que el criminal mire con desdén al hombre honrado. El que ha visto alguno de estos gestos, ademanes y sonrisas desdeñosas, con que el criminal manifiesta su desprecio a los que engaña, a los que no son superiores a él, sabe que se necesitan dotes muy especiales, estudio, reflexión y perseverancia, para ser visitador del preso solitario e instrumento de la educación individual.

Las teorías que no pueden practicarse no son teorías, sino ilusiones o sueños, y es preciso no contar sino con la realidad. Supongamos una penitenciaría, no muy poblada, que tenga 500 reclusos; supongamos que a cada uno se le dé diariamente media hora de compañía, que es bien poco para el consuelo y la enseñanza; supongamos que cada visitador caritativo puede dedicar a esta buena obra una vez a la semana tres horas: como por lo menos la mitad de este tiempo lo necesitará para ir y venir, porque las penitenciarías deben estar fuera y bastante lejos de las poblaciones; si no tiene coche, que no es probable, le queda hora y media para la visita, puede visitar a tres reclusos, y para que todos sean visitados, se necesitan diariamente unos 166 socios, que, por siete día que tiene la semana, son 1.162; y si por enfermeclad, ocupación extraordinaria, desgracias de familia, se añaden 38, que es muy poco, hacen el número redondo de 1.200 personas, de dotes no vulgares, inteligencia, instrucción, virtud y carácter, que tengan la caridad y la robustez necesaria para ir con calor y con frío, con lluvia y con viento, a una larga distancia, y consagrar tres horas cada semana a la difícil tarea de intentar la enmienda del criminal. Y donde quiera que haya una penitenciaría, ¿ha de haber igual número de personas de idénticas excepcionales circunstancias, y el mismo piadoso propósito, sin lo cual el sistema flaquea por su base? Y aun así y todo, ¿puede haber verdadero sistema, cuando la ejecución está confiada a tantas manos, y cuyos errores no pueden comprobarse, porque se pierden entre las cuatro paredes de una celda? Unidad de fin, es posible que la haya; pero de medios entre tantas personas que obran aisladamente sin conexión, ¡imposible! Y los medios aquí, si no son todo, son lo más. Esto, en la sociedad en que vivimos, nos parece pura y simplemente ilusorio, a lo que hay que añadir la buena armonía entre los que tuvieran a su cargo la visita de la prisión y los empleados y capellanes de ésta, que es una cosa bastante difícil, y no decimos imposible, porque ni escribimos la palabra ni admitimos la idea, sino cuando absolutamente no es dado rechazarla.

Si la visita del preso solitario se hace por los empleados de la prisión, suponiendo que cada uno de éstos visite 10 reclusos, se necesitan 50 funcionarios bien pagados, porque han de ser gente instruída y que ofrezca garantías suficientes de carácter y moralidad. Hay que añadir los maestros de oficios, en bastante número, puesto que la enseñanza ha de ser individual: y no decimos los de primera enseñanza, porque suponemos que el visitador se encarga de ella, lo cual es una suposición hecha, más bien con el deseo de no complicar el problema, que con la esperanza de que enseñe a deletrear uno y otro día, uno y otro año, el hombre que tiene las condiciones necesarias para visitar con fruto a un criminal encerrado.

Este personal, tan numeroso y muy retribuído, hace imposible, económicamente hablando, el sistema; y en España al menos, y por muchos años, si se estableciera el sistema celular de aislamiento absoluto, la visita se escribiría en la ley y el penado estaría sólo en su celda.

Pero supongamos que no es así, que los obstáculos que nos parecen insuperables se vencen, y que el recluso tiene todos los días buena compañía durante media hora; no por eso han desaparecido los inconvenientes de su aislamiento. La voluntad queda pasiva, no hay medio de ejercitarla, y esto es capital. La enseñanza tiene que limitarse mucho, siendo individual; no puede darse, por ejemplo, la de la música, cuya importancia, a nuestro parecer, es grande, y lo decimos arrostrando la desdeñosa sonrisa con que acoja el pensamiento algún lector. No se pueden entonar a coro cantos religiosos, himnos de la patria, que elevan, consuelan, y parecen purificar aquella atmósfera de las palabras impías u obscenas que se han articulado en voz baja. En el culto religioso, atisbado, como hemos dicho en otra ocasión, por una puerta que se entreabre, o un ventanillo, no puede haber aquel poder que conmueve aquella corriente invisible de sentimientos que al transmitirse se fortifican, aquella especie de contagio de emociones de la plegaria en común, que es uno de los elementos de toda comunión. La religión, que para todos es en mucha parte sentimiento, es sentimiento toda para la gente poco instruida, que forma la mayoría de los penados; y su religión, en la soledad, es difícil que tenga el calor y la eficacia indispensables para que sea un auxiliar poderoso.

Pero ¿qué decimos las prácticas religiosas? Las disertaciones morales, las lecciones, los consejos, todo pierde movimiento, fuerza, poder, vida; todo adquiere una temperatura glacial al contacto de la celda solitaria. El hombre da prueba en todo de ser esencialmente sociable, y para que su palabra sea poderosa, para que diga con vehemencia, para que se entusiasme, para que inocule la verdad por medio del sentimiento, para que transmita y derrame con profusión los tesoros de su alma, para que la chispa se encienda, es necesario que se establezcan las magnéticas corrientes del maestro a los discípulos, del orador al auditorio: cuando éste se compone de un solo individuo, adiós vigor, energía, entusiasmo, poder de conmover y arrastrar; la palabra docente será docta, pero fría, algo intermedio entre un libro y un hombre.

Si por acaso el visitador del recluso solitario tiene en sí tanto poder de vida, si el fuego sagrado arde en él de tal modo, que, sin necesidad de choque alguno, despide vivos destellos, aun se comprende que ilumine una celda solitaria, que hable con calor persuasivo con un recluso; pero con otro, y otro, y otro, hasta diez y y esto un día, y otro día, y un año, y otro año... ¡Imposible! por regla general. Y eso, que hemos limitado a diez el número de reclusos que visitará diariamente cada empleado, tal vez con extrañeza de los que supongan que podrían ser muchos más: como si el hombre pudiera convertirse en una máquina de persuadir.

La instrucción, hágase lo que se haga, tiene que limitarse mucho en la celda, y este inconveniente por sí solo sería gravísimo, porque son grandes las ventajas de que el penado se instruya, y se instruya mucho.

Creemos, pues, que el sistema de aislamiento absoluto, por su dureza, por las dificultades que presenta para la educación, por sus condiciones, opuestas a la naturaleza del hombre, cuya voluntad anula, el sistema de Filadelfia, decimos, nos parece inadmisible: reacción de la comunicación incondicional, ha empezado a modificarse, y se modificará más, quedando reducido a justos límites.

Sistema de Auburn

En este sistema, el penado tiene una celda para dormir, está materialmente aislado de noche, y de día por medio del silencio. Trabaja en talleres, y en común recibe la instrucción, tanto profesional como literaria y religiosa, asistiendo a la capilla donde se celebra el culto. Está absolutamente prohibido y severamente castigado que los reclusos se dirijan la palabra ni se hagan señas; por medio del silencio se establece la incomunicación. De este modo se facilita la organización del trabajo, lo mismo que la instrucción; se evita el inconveniente grave del trato íntimo, y que no puede ser vigilado, que tienen los reclusos que no salen de la celda, con los maestros de oficios, que necesariamente han de ser empleados subalternos. Se comprende que, tanto en el templo como en el taller y en la escuela, el sacerdote, el profesor y el maestro pueden dirigirse a la vez a gran número de penados, lo cual, sobre hacer más fácil la instrucción, y la educación más perfecta, permite las manifestaciones de la voluntad, su ejercicio, puesto que hay posibilidad de infringir la regla del silencio, y mérito en someterse a ella; no es como la pared imposible de derribar: esto nos parece esencial, y no lo es menos, el evitar los inconvenientes que ofrece a la instrucción y a la educación el que haya de ser absolutamente individual y recibirse en completo aislamiento, y los que tiene éste para educar al hombre, contrariando un elemento esencial de su naturaleza, la sociabilidad.

Al lado de estas ventajas, hay inconvenientes que, aunque a nuestro parecer exagerados por los adversarios del sistema, no dejan de ser graves: el principal es la dificultad de hacer guardar la regla del silencio; que aun sin hablar los penados no se entiendan por señas, y la frecuencia de los castigos para mantener la incomunicación, que en absoluto no se consigue. Se citan las penitenciarías de los Estados Unidos, donde rige este sistema, y su estadística disciplinaria, que, en efecto, es un argumento poderoso, insistiendo en que, a pesar de tanto rigor, hay siempre más o menos comunicación entre los reclusos.

Como no tenemos pasión por ningún sistema y sí por la verdad, no han dejado de hacernos fuerza estos inconvenientes presentados por personas ilustradas y respetables; pero sobre estar contradichos por otros que no lo son menos y oponen la experiencia de Suiza a la de América, pensamos que, aun concediendo que la incomunicación no sea absoluta, el sistema no debe condenarse.

Es un error suponer que, porque el penado comunique a otros algunas ideas, por medio de señas, gestos, etc., etc., esto da por la base al sistema; porque lo peligroso no es que comuniquen alguna cosa, sino que tengan conversaciones seguidas, en las cuales se cuenten sus criminales hazañas, se den lecciones de maldad, y en fin, se depraven y se corrompan, lo cual habrá de convenirse en que es imposible con la regla del silencio. Como un argumento concluyente, se dice que, a pesar de ella, tal penado supo cómo se llamaba un compañero y de dónde era, y tal otro consiguió dar a entender la época en que saldría. Dado que así sea, este género de comunicación, que así y todo no se presenta como regla, ¿es la corruptora y peligrosa que se trata de evitar, que debe evitarse? ¿No es desnaturalizar las cosas, en fuerza de exagerarlas, suponer que estas comunicaciones furtivas e incompletas tienen nada de común, en sus efectos, con la libre plática entre los penados?

La necesidad de los frecuentes castigos es cosa más grave; pero tal vez esta necesidad no existe. Desde luego no la hay en las penitenciarías donde el número de reclusos es muy corto; se dirá que la imposibilidad de infringir la regla sin ser vistos los hace guardarla; pero también podrá consistir, en parte al menos, en que la disciplina no es brutal como en los Estados Unidos. El palo, el látigo o la celda tenebrosa son los medios allí empleados; no se recurre a estímulos honrosos, a premios, a resortes morales: nunca se nos persuadirá que está condenado un sistema cuyo mal éxito va acompañado de faltas tan esenciales de ejecución. Como no se ha hecho la prueba completa, no puede saberse la eficacia de un buen sistema disciplinario, que en vez de rebajar levante al penado, que le auxilie, le conforte, lo sostenga, le deje bastante libertad para cumplir bien o faltar, le haga comprender que ninguna acción suya es indiferente, que por cualquiera merece o desmerece, cuidando de hacer cuanto fuere posible para que, tanto los premios como los castigos, no sean materiales, o no lo sean exclusivamente. Si haciendo todo esto, la regla del silencio en la medida necesaria no fuese practicable, el sistema estaría condenado; pero hasta tanto no, porque lo que se llama experiencia, o está neutralizada por otras, o no lo es por fundarse en experimentos mal hechos.

Otro inconveniente a que algunos dan suma importancia en la reunión silenciosa de los penados, es que éstos se reconocen, y una vez puestos en libertad se buscan y se encuentran más fácilmente para volver a combinar sus maldades: nos parece que hay en este temor más cavilosidad que experiencia de cómo pasan las cosas.

Primeramente, sin negar que en algunos casos las malas compañías sean la causa determinante de las malas acciones, por regla general, los perversos no lo son por haberse asociado a otros, sino que se asociaron a otros porque lo eran. Sin duda esta asociación es fatal; multiplica el vicio y el crimen en una proporción incalculable; pero el remedio principal, el único eficaz, está en el asociado, porque si él no es bueno, pronto buscará y encontrará a los malos. Bastantes conoce el penado, y bien los recordará al recobrar la libertad, cuando quiera mala compañía, sin que necesite de la del compañero de prisión. O sale de ella corregido, o no; si lo primero, no influirá en él conocer de vista a otros reclusos; si lo segundo, él buscará y encontrará gente perversa, condenada por la ley, o no, que no son siempre los peores los que ella pena. Como todo se enlaza, el inconveniente de que los penados se conozca, de vista en la Prisión, de no mucha importancia a nuestro parecer, podría perderla completamente y aplicando a los que salen de las prisiones reglas de justicia y dándoles auxilios de caridad, como veremos en otra parte.

Se ha opuesto también, contra el sistema de Auburn, la violencia que tienen que hacerse los hombres para estar juntos sin comunicar entre sí, violencia tan grande, que constituye una mortificación mayor que el aislamiento absoluto: este argumento no nos parece que se funda en la observación, ni que será confirmado por la experiencia.

No puede negarse que el estar reunidos los hombres sin comunicar entre sí, es una cosa sumamente violenta y preternatural. ¿Pero no lo es todo el régimen de la prisión? ¿No se confina al penado entre cuatro paredes? ¿No se le mide la ración, el movimiento y la luz? ¿No se le arranca del seno de su familia? Son bien extraordinarias estas cosas, como lo ha sido que la persona a quien se aplican tomara el mal por bien suyo; la consecuencia de esta inversión es el cambio de las condiciones de su existencia. Ésta es desdichada, pero en la desdicha hay muchos grados; debe medirse cuidadosamente por la necesidad; pero, suprimirla, no es posible.

Comparando lo que padece un hombre que está completamente solo, sin ver ni oír a otros hombres, y lo que sufre en compañía de ellos, aunque no pueda hablarles, nos parece indudable que estará más mortificado en el primer caso: y esto no es una creencia, sino una observación propia y ajena.

Los presos incomunicados se consuelan con ver a un animal, aun de los menos inteligentes, y con los cuales no puede haber ningún género de comunicación, ni intelectual, ni afectiva: así se ha visto que procuran la compañía de un animal tan repugnante como una araña: es un viviente, y el hombre se siente menos solo cuando ve algo que vive.

El que está encerrado en un calabozo dice que siente consuelo en oír, aunque sea de lejos, la voz humana; uno que se hallaba en esta situación, decía: «Ruegue usted, a los soldados de la guardia que canten; no sabe usted, cuando cantan, la compañia que me hacen

A una persona que pasó algunos días en la soledad voluntaria, pero absoluta, aunque tenía libros, le hacía compañía un pastor que por las tardes pasaba por la montaña próxima con su ganado, interesándole de una manera muy especial si las cabras encontraban mucho o poco qué comer en los matorrales, y oyendo con gusto sus cencerros; y eso que por regla general se desea en el campo la ausencia de todo ruido que revele la presencia, o solamente la mano del hombre.

El lector habrá dicho u oído a personas que en busca de distracción van a una casa donde no parece que deben hallarla, que salen por mudar de paredes. Este cambio material produce un positivo alivio que ignoran los que tienen vida activa y varían de objetos; que saben los que están por mucho tiempo encerrados. Si las paredes de una casa de donde se sale poco o nada, parecen muy duras y son muy tristes, ¡cuánto no abrumarán las de una prisión! Sacad al preso solitario de su celda; y con sólo hacer que mude de paredes, le habréis dado un gran consuelo.

Nos parece indudable que los hombres se acompañan aunque no se hablen; que el sistema de reunión silenciosa es menos duro que el de confinamiento solitario; y que si se diera a escoger, ningún recluso dejaría de preferirle: esto no prueba su bondad, pero sí que es menos penoso.

Vivir, para el hombre, es percibir variedad de sensaciones y comunicar: cuanto su vida sea más monótona y sola, será más triste, y no es comparable la mortificación de la soledad absoluta en el mismo local, a salir de él y estar en compañía de otros hombres, aunque sea en silencio. La tentación de romperle existe, no hay duda; pero resistir tentaciones es una parte de la vida del hombre, y más todavía de la del penado, y mal hará esta resistencia, cuando esté libre, si no se ensayó durante su cautiverio.

Sistema irlandés

Antes de que Inglaterra se hallara en la imposibilidad material de deportar, primero a América, después a Australia, sus criminales más temidos, vio claramente en las colonias señales equívocas del disgusto con que recibían semejantes huéspedes, y en la metrópoli pruebas evidentes de que la opinión pública empezaba a condenar la deportación. Sea que el Gobierno participase de estas ideas, sea que comprendiera que, justa o injusta la deportación iba a ser imposible, cuando aun existía, levantaba penitenciarías conforme al sistema de Filadelfia, preparadas para la incomunicación material y absoluta del penado, que no sólo come y duerme en celda aislada, sino que también trabaja y recibe en ella la instrucción profesional, religiosa y literaria.

Al cesar la deportación, Inglaterra se halló con miles de penados que ya no podía enviar a Ultramar, y dos penitenciarías, que aunque muy capaces, no podían contenerlos, si habían de extinguir en ellas toda su condena. Lo que se llama sistema irlandés fue debido probablemente a la necesidad en que se halló Inglaterra de plantear un sistema penitenciario con un número insuficiente de penitenciarías. Adoptó, pues, un método mixto, que consiste en la reclusión celular, por un tiempo que varía según el de las condenas, y puede prolongarse en el caso de que la rebeldía del penado haga necesario prolongar su aislamiento o volverle a él. En la celda solitaria se procura estudiar al penado, enseñarle, moralizarle, en fin, para que no tenga inconveniente la comunicación con los otros que han sufrido ya igual preparación.

En este segundo período, el penado duerme y come en su celda, pero recibe instrucción, hace ejercicio y trabaja, en común, ya en obras públicas, ya en establecimientos agrícolas, o en talleres, según su robustez y aptitud y las necesidades o conveniencia del Estado.

Se establece una clasificación, no por moralidades, según resultan de la sentencia, sino por el tiempo que el penado lleva en la prisión y su comportamiento en ella. Al salir del encierro celular, pasa a la tercera clase, de ésta a la segunda y a la primera, según su comportamiento, acreditado por una especie de vales, que gana conduciéndose bien, y de los cuales ha de tener cierto número para ascender a la clase inmediata: siempre hay que estar en la inferior, por buena que sea la conducta, un mínimum de tiempo proporcionado al de la condena: el máximum puede abreviarse mucho y obtener una rebaja considerable, que llega a ser hasta la tercera parte. Cuando el penado ha recorrido, portándose bien, estos diferentes grados de la escala penitenciaria, pasa a la prisión intermedia, que más parece casa de beneficencia que penitenciaría ya por las consideraciones y trato que recibe el penado, ya porque sale solo, y hasta recibe encargos de confianza: distínguese, no obstante, de un asilo benéfico, en que la permanencia no es voluntaria, y en que el que se conduce mal vuelve a la prisión común, y aun puede volver a la celda. De la prisión intermedia, pasa el penado a la libertad condicional, que con la prisión intermedia caracteriza el sistema irlandés, y consiste en la facultad que se deja al penado de vivir libremente todo el tiempo que le falta para extinguir su condena, si no infringe ciertas reglas que se le dan; en otro caso, y sin necesidad de nueva formación de causa, vuelve a la prisión.

Tenemos, pues, que el sistema que suele llamarse irlandés, adopta:

1.º Reclusión celular en todo su rigor, por algún tiempo.

2.º Vida en común, con clasificación.

3.º Poderoso estímulo para el buen comportamiento, en la promesa de abreviar el cautiverio.

4.º Poderoso motivo para conducirse bien al cobrar la libertad, en el temor de perderla inmediatamente, por faltas que no llegan a constituir delitos.

Además, las recompensas pecuniarias son un poderoso estímulo, y aunque en casos graves se usan todavía hierros y azotes -cruel y vergonzoso resto de la antigua penalidad inglesa- en general, se trata decorosamente a los reclusos, y mejor, a medida que van subiendo en la escala penitenciaria, cuando llegan al último grado, tienen casi la considerarión de hombres libres. Debe añadirse que la instrucción es más completa, recibiendo los penados nociones de derecho penal, física, astronomía, e iniciándolos en el conocimiento de varios problemas sociales.

Examinemos por partes las diferentes de que se compone la práctica penitenciaria de la Gran Bretaña.

1.ª La reclusión celular tendrá todas las ventajas y todos los inconvenientes que le hemos señalado.

2.ª La clasificación será tan imposible moralmente como hemos visto, y la comunicación tan perjudicial como hemos probado.

3.ª La promesa de abreviar la hora de la libertad es un poderoso estímulo, que, bien manejado, bastará por lo común para suplir los castigos, los duros al menos, y hacer muy general el buen comportamiento. Pero no debe confundirse éste con la corrección, y menos con la enmienda. Sabido es por todos los prácticos que los hombres más perversos suelen ser buenos presos, y que la gente más indisciplinable y al parecer incorregible, son los correccionales, es decir, los reos de delitos relativamente leves. Este hecho, muy conocido, prueba que el orden exterior y la regularidad en la conducta están lejos de ser un indicio seguro del estado moral. Con el poderoso aguijón del amor a la libertad, y por conseguirla antes, el penado se sujeta a la dísciplina, aparece sumiso y laborioso, cuando realmente, ni está corregido, ni enmendado. No condenamos en absoluto la rebaja, pero sí que sea por la cuarta y hasta por la tereera parte de la condena: la décima es la más que concederíamos.

Sea que la pena se considere como correccional, como ejemplar o como expiatoria, el tiempo es necesario para el escarmiento, para la expiación y para la educación: no puede suplirse con nada, ni hay ningún medio de saber, en la penitenciaría, si el recluso está corregido y enmendado, o es hipócrita y buen calculador.

4.ª La libertad condicional es un nuevo elemento introducido en el sistema penitenciario, y del que hay que prometerse los más excelentes resultados. El mayor peligro, para el licenciado de una prisión, está en los primeros tiempos de su libertad, en el uso sin abuso de tantas cosas como le estaban vedadas, en el recto ejercicio de su voluntad, por tanto tiempo pasiva. De manera, que este temor de perder la libertad recién adquirida, y de perderla inmediatamente, no ya por un delito, sino por faltas que a los delitos conducen, esta amenaza constante y colocada precisamente donde es más necesaria, promete ser eficaz.

Consideramos, pues, como un progreso en la ciencia penitenciaria la libertad condicional; pero admitida como excelente en principio, no hay que desconocer las dificultades de la práctica. Es necesario vigilar muy de cerca al licenciado condicionalmente, para que, tan pronto como ande con gente de mal vivir, acuda a casas sospechosas, juegue, se embriague, se abandone a la vagancia, etc., etc., vuelva a ser encerrado en la prisión. Esto exige una policía muy vigilante, muy inteligente, muy moral, muy numerosa, para que pueda extender su acción donde quiera que vaya el penado, cuya independencia debe coartarse lo menos que sea posible, si no se quiere que los obstáculos para que no viva mal se conviertan en trabas que le impidan vivir honradamente.

La supresión de la grande injusticia que se llama deportación; el haber adoptado en todas las prisiones la celda para dormir, donde el penado está siempre que no trabaja, pasea, recibe lecciones o asiste a las ceremonias del culto; la supresión casi completa de los castigos corporales; la organización del trabajo, que ha desterrado por completo la ociosidad; la instrucción profesional, religiosa y literaria, esta última con una extensión que no hace mucho habría parecido ridícula o imposible; un personal, si no como puede desearse, mejor de lo que se había visto, y retribuído como no lo fue nunca: todas estas circunstancias han producido resultados beneficiosos y evidentes en los penados de Inglaterra, que nota menos necesidad de castigos disciplinarios, menos reincidentes y disminución de criminalidad; aunque este fenómeno es muy complejo, a él puede contribuir el que sea menos frecuente la reincidencia. A pesar de todas estas circunstancias favorables, se han visto los inconvenientes de rebajar mucho el tiempo de las condenas y la necesidad y dificultad de vigilar muy de cerca a los rebajados. La opinión pública se alarmó en Londres con sus crímenes, se les manifestó en gran manera hostil y, aunque se haya modificado, no hay duda que la rebaja y la libertad condicional son buenos resortes, pero hay que usarlos con mucho tino y circunspección.

. . . . . . . . . . . . . . . . . . . .

¿Cuál de los sistemas penitenciarios de que hemos procurado dar alguna idea es el mejor? En América, unos Estados han adoptado la reclusión celular de noche y de día; otros, de noche solamente, con trabajo en talleres o instrucción en común, bajo la regla del silencio, y todos encarecen los buenos resultados que logran. Suiza se encuentra bien con el sistema de Auburn; Prusia y Bélgica, con el de Filadelfia; o Inglaterra dice que el mixto, adoptado por ella, produce los mejores efectos. ¿Son todos los sistemas igualmente buenos, o hay falta de cononocimiento o de sinceridad, y se afirma sin saber, o a sabiendas, lo que no es completamente exacto?

Ni suponemos mala fe, ni pensamos que todos los medios propuestos tengan igual eficacia para conseguir la corrección del delincuente. Figúrese el lector un hospital establecido en una cueva lóbrega y húmeda, por la cual corren aguas inmundas, y donde los enfermos reciben alimentos nocivos. Se los saca de allí; se los coloca en salas claras, bien ventiladas, limpias, y los alimentos que reciben son sanos; asistidos por diferentes médicos, son diferentes también los sistemas terapéuticos; cada doctor encarece el suyo, compara triunfante la mortalidad de ahora con la de antes, atribuyendo toda la ventaja a su método, sin hacerse cargo de que la principal causa del éxito es haber sacado a los enfermos de la cueva.

Con los sistemas penitenciarios sucede algo parecido, y todos han de parecer excelentes y dar resultados satisfactorios, comparados a lo que sucede donde no hay sistema, y los penados se corrompen en la ociosidad, la libre comunicación y la ignoracia. Pero de que todos los sistemas sean relativamente buenos, no se infiere que no haya o pueda haber alguno absolutamente mejor, y que no llegue a formarse evitando los inconvenientes y utilizando las ventajas que cada uno ofrece. Es lo que intentaremos en los capítulos siguientes.




ArribaAbajo

Capítulo II

Sistema penitenciario que cumplirá mejor el objeto de la pena


Al llegar a esta parte de nuestro trabajo, estamos muy lejos de las afirmaciones que suelen hacer los que escriben o peroran asegurando que tal sistema es incomparablemente mejor qne otro, que en ello no cabe la menor duda y que tenerla es prueba de preocupación o de ignorancia. Nosotros tenemos muchas dudas, y no hemos de dárselas al lector por convicciones; si no se quisiera enseñar sino aquello que se sabe bien, menos errores habría, y más verdades se hubieran aprendido.

Al dar idea de los diferentes sistemas penitenciarios, aunque brevemente, hemos hecho su juicio crítico, y el lector ha podido ver que la clasificación nos parece imposible, y, caso de no serlo, inútil; que la reclusión constante en la celda es cruel e impropia para la educación; que la deportación es inadmisible; los medios empleados en Inglaterra, últimamente, unos aceptables y otros no. A nuestro parecer, la solución del problema está en el sistema que tiene al recluso en su celda para dormir y comer, y le aisla por medio del silencio en el taller donde se instruye, en la capilla donde acude a las ceremonias del culto. Tenemos el íntimo convencimiento, en gran parte apoyado por la experiencia, de que la reunión silenciosa en la medida necesaria y que aisla moralmente al recluso es posible, aun en penitenciarías más pobladas que las de Suiza, y sin recurrir a los castigos brutales de los Estados Unidos, siempre que haya un buen sistema de penas disciplinarias y recompensas, y que los empleados cumplan bien con su deber: esta es la gran dificultad y la causa de nuestras dudas.

De un español (para España escribimos) pueden obtenerse muchas cosas: que soporte fatigas, que haga sacrificios, que se inmole; pero que sea exacto y perseverante, es cosa que sólo por excepción se podrá conseguir. Para que sea realmente silenciosa la reunión en la penitenciaría, se necesita mucha exactitud y perseverancia de parte de los empleados; por manera que, aun cuando el sistema sea bueno y practicable, podría no ser practicado entre nosotros por defectos de ejecución.

Tal es la causa de nuestra perplejidad y de nuestros temores, que acaso resultarían infundados, si se hiciese de la profesión de empleado en las penitenciarías una carrera verdaderamente facultativa, como veremos más adelante. Con personal que tuviera las cualidades indispensables de honradez e instrucción, podía hacerse una prueba, que, siendo en pequeño, no sería muy costosa. Bastaba un solo taller para cerciorarse de que con vigilancia severa era posible que la regla del silencio se cumpliese realmente. Cierto que valía la pena de hacer el ensayo, porque las ventajas del trabajo en común son grandes, y aunque, según veremos, el de la celda se hubiera hecho posible, económicamente hablando, siempre queda la dificultad de la enseñanza profesional, que hay que dar individualmente y por personas que ni pueden ser vigiladas, ni ocupar un alto puesto en la jerarquía del personal penitenciario.

Cuando nada hay hecho; cuando en lo tocante a prisiones todo está por estudiar; cuando las cosas no son tan claras como suponen los que las ven por encima; cuando todos los sistemas tienen partidarios ilustrados y de buena fe; cuando el clima, el estado social y hasta la raza pueden establecer diferencias que exijan modificaciones, aquí, donde tanto dinero se despilfarra, ¿no sería de razón gastar un poco en hacer un ensayo, y ver si el sistema de Auburn, que ofrece tantas ventajas, es o no posible para nosotros en la práctica?

Si el ensayo no se hace, como es probable; si en vez de la duda prudente hay la afirmación atrevida; si el sistema de Filadelfia se adopta9, veamos con qué modificaciones es aceptable.

El trabajo en la celda, como hemos dicho, económicamente considerado, es cada día más imposible, si no tiene el auxilio de la máquina. El preso produce poco, malo, caro, y cuando sale, su aprendizaje imperfecto y su manera de trabajar, en desacuerdo con las prácticas industriales, dificultan el que gane honradamente la subsistencia. Como la perfección de las máquinas aumenta, y su uso se generaliza rápidamente, el trabajo sin ellas va siendo una especie de anacronismo, de día en día una dificultad mayor, y llegará uno en que sea una imposibilidad absoluta ya se comprende que si los productos de las penitenciaría, tienen una inferioridad inevitable y creciente, las labores llegarían a no ser más que una ocupación improductiva u onerosa: el trabajo en la celda, que no pudiese tener por auxiliar la máquina, estaba, pues, condenado, para una época más o menos lejana, según los países, pero irremisiblemente condenado: como sin trabajo no hay sistema penitenciario, el de Filadelfia no podía ser el del porvenir

Esto pensábamos; y aunque habíamos leído la posibilidad de evitar los daños de la aglomeración de obreros de ambos sexos en las grandes manufacturas, enviando la fuerza a domicilio, no pasaba de una esperanza el armonizar los progresos de la industria y los de la moral, y que el obrero trabajara en su casa, rodeado de su mujer y de sus hijos y auxiliado por la máquina, que le proporciona su indispensable cooperación, como un amigo benéfico, poderoso, complaciente, que no mezcla mal alguno al inmenso bien que hace.

Teníamos, pues, dificultades insuperables para el trabajo en la reclusión celular, y esperábamos que pudieran vencerse, cuando hará un año vimos un número de la revista Nouvelles Annales de la Construction, correspondiente al 1.º de Enero de 1874, y en él una lámina que nos hizo exclamar: «¡Está resuelto el problema del trabajo en la celda!» Representa esta lámina una inmensa construcción; en los sótanos hay una máquina de vapor de 200 caballos, cuya fuerza se distribuye a los cuartos bajos, entresuelos y principales (podría subir hasta las guardillas), y mueve en cada habitación el útil que necesita el obrero; éste trabaja rodeado de su familia, que puede auxiliarle, de quien no se separa, economizando además el mucho tiempo que gastaba en ir al taller, evitando intemperies y distracciones peligrosas. Este establecimiento es una fábrica de locomotoras, establecida en París por la Société des immeubles industriels e iniciativa de la casa J. F. Cail y Compañía, bajo la dirección del arquitecto M. E. Cemenil. Ha costado 2.700.000 francos, incluyendo en este precio una casa de baños, cuya agua se calienta con el vapor de la máquina, el coste de ésta, trasmisión de fuerzas, etc., etc. Todos los pisos tienen agua y gas, y el alquiler de los cuartos para los obreros no resulta caro.

No es posible haberse ocupado de las cuestiones sociales, e interesándose por los pobres y por los presos, sin congratularse de este progreso de la mecánica, sin sentir profunda gratitud hacia los que han contribuido a él, entre los que se encuentran ¡ay! no pocos mártires, cuyos nombres se ignoran o se desdeñan. No suele hacerse justicia al mérito del que emplea su inteligencia en modificar las condiciones materiales de la vida del hombre, como si en este mundo pudiéramos separar la materia del espíritu, como si no existiera una especie de paralelismo en el progreso de entrambos, y como si hubiese menos elevación y dignidad en calcular una máquina, que en hacer versos o silogismos. En cuanto a nosotros, hemos bendecido desde Papin y Watt hasta el último tiznado obrero, cuyo nombre sentimos ignorar, y que contribuyó a resolver una parte importantísima del problema social, y por completo el del trabajo en la celda.

La prisión podrá ser ya una gran manufactura productiva para el Estado, fecunda para el recluso, que recibirá en el encierro solitario la fuerza auxiliar que necesite para la perfección y economía de su obra: la ciencia ha resuelto el problema; a la conciencia toca aprovechar la solución.

La mayor difcultad para el silencio en la reunión de los penados era el taller, ya porque en él están mucho tiempo y necesitan una vigilancia muy sostenida, ya porque los movimientos y ruidos que puede hacer necesarios el trabajo facilitan la comunicación por señas o en voz baja.

En la suposición de que no se haga el ensayo del trabajo en común bajo la regla del silencio, o de que salga mal, sea por las dificultades que ofrece, o por falta de perseverancia para vencerlas, admitiremos que se renuncie a que los penados trabajen en talleres. La enseñanza individual ofrece grandes inconvenientes, pero menores que la comunicación, si resulta que de hecho no puede evitarse. En este caso, el sistema que nos parece preferible es el siguiente:

El penado estará en la celda:

Para dormir;

Para comer;

Para trabajar, auxiliado de la máquina, siempre que sea necesario o conveniente;

Para recibir la instrucción industrial;

Durante sus padecimientos leves;

Para hacer gimnasia.

El penado saldrá de la celda:

Para recibir la instrucción moral, religiosa y literaria;

Para asistir a las ceremonias del culto;

Para pasear;

Para la enfermería, cuando tenga un padecimiento que no sea leve.

Recibirá en su celda las visitas de los empleados, del capellán; sus parientes, aun cuando ofrezcan garantías de moralidad, nunca entrarán en ella.

Recibirá también al médico, ya porque le haya llamado, o porque sin llamarle le visite.

La celda no podrá cerrarse por dentro, pero tampoco ser registrada por fuera sin que el recluso lo note, como acostumbra a hacerse. Esta disposición, segán la cual el penado, sin que vea, puede ser visto, nos parece atentatoria a la dignidad humana, y cruel sin apariencia de serlo. Tal vez no se ha pensado cuánto debe mortificar a un hombre no tener nunca la seguridad de que no se le espía; no hacer movimiento alguno, que no pueda ser notado; no derramar una lágrima, que no la vea alguno que no ha de compadecerla, y, en fin, no estando acompañado, no estar tampoco solo. Esto exaspera al preso, rebaja al empleado, a quien además hace odioso. Al que vigila, se le puede amar; al que espía, no. Si alguna ventaja puede tener este espionaje, será de segundo orden, y de ningún modo compensa los inconvenientes que consigo lleva.

La celda estará construída de modo que los reclusos no se vean ni se oigan, hablando en tono natural y aun alto, pero no si dan grandes voces.

El culto se celebrará en la capilla escuela, dispuesta de modo que las comunicaciones verbales o por señas no sean fáciles ni imposibles; las del paseo se evitarán materialmente.

Así pueden combinarse el aislamiento necesario y la indispensable compañía, dejando también posibilidad de infringir la regla, y acción voluntaria y meritoria, con ejercicio de la voluntad, que tanto importa ejercitar, y que es una, fuerte o débil, para todo.

De este modo nos parecen posibles la instrucción y la educación. Cierto que es duro el trabajo solitario y la reunión silenciosa, pero al fin hay reunión dos, tres o cuatro horas al día: en ella hay el consuelo de ver personas, de oírlas, y aun de hablar, porque el recluso debe ser preguntado, a fin de cerciorarse de si aprende o no lo que se le enseña, y también como estímulo para que se aplique, evitando así la humillación que siempre resulta de ignorar lo que se podía saber y otros en iguales circunstancias saben.

Estas reuniones, donde se oye la voz humana y se puede hablar, hacen también posibles distinciones que, como se ha visto por experiencia, sirven de grande estímulo para merecerlas. El clasificar a los delincuentes por moralidades y confiar en esta clasificación, suponiendo que en virtud de ella pueden comunicar entre sí, sin precauciones ni inconvenientes, es absurdo; pero el clasificar los penados según la conducta que tienen en la prisión; el premiarlos cuando es buena, y darles un distintivo exterior que sirva a la vez de satisfacción a ellos y de estímulo a otros, es razonable, y constituye un medio poderoso de levantar su dignidad caída, y un resorte moral que, como tantos otros, no es dado tocar en el aislamiento absoluto: no se puede hacer propio para la sociedad el hombre, sino por medio de la sociedad.

Estamos tan persuadidos de esto, que quisiéramos, no sólo que los penados comunicaran con sus maestros y con los ministros del culto, sino que comunicaran entre sí: esto parecerá extraño y contradictorio con lo que dejamos manifestado; nos explicaremos. Los penados de buena conducta, clasificados en la categoría de mejores, como un premio, y como una preparación para cuando reciban la libertad, podrían los días festivos hablar entre sí, estando a conveniente distancia vigilados, y presenciada la conversación por el capellán o un empleado de categoría, a fin de que no hablaran dos a un tiempo, ni cosa que no fuera honesta: en el asunto debería dejarse completa libertad. ¡Poder hablar! ¡Poder hablar entre sí de las cosas que les agradan, que les interesan, que les afligen, que les consuelan, de todo, menos de las que rebajan y pervierten! ¡Qué consuelo para el que ha guardado silencio muchos meses o muchos años! Y ¡qué triunfo moral, que el penado mire como un gran bien, y se esfuerce por alcanzarle, una conversación honesta, que no ha mucho le parecía enojosa, insoportable!

Así se ve cómo el penado, en sociedad, es accesible por muchos caminos, tiene infinidad de resortes, puede ser modificado por mil medios, imposibles de emplear si se le aisla, todo lo cual se irá notando más claramente, al analizar los diferentes recursos de que puede echarse mano para regenerarle: desde luego se comprende, conociendo la naturaleza del hombre, que en armonía, no en hostilidad con ella, es posible modificarle para el bien.

Combinados, así, el aislamiento necesario para impedir el contagio moral y la comunicación indispensable para que la educación pueda ser una verdad, veremos los medios de darla, en los capítulos sucesivos, habiéndonos limitado en éste a dar como el esqueleto del sistema, la parte material, que por sí sola no basta, pero que es indispensable para la realización de todas las otras.




ArribaAbajo

Capítulo III

Del trabajo


Tratando de la prisión preventiva, hemos dicho lo suficiente acerca del deber en que está la sociedad de proporcionar trabajo al que reduce a prisión: como este deber se halla además generalmente reconocido, y en principio se admite que al penado no debe dejarse ocioso, no insistiremos más sobre este punto.

Al reflexionar lo que debe ser el trabajo en las penitenciarías, se presentan cuatro cuestiones principales que conviene resolver: tres, pertenecientes a su influencia sobre el penado; la otra, a sus relaciones con la industria libre. El trabajo del recluso, ¿debe ser atractivo? ¿Debe ser público? ¿Debe ser retribuído? ¿Debe hacer una competencia injusta y desastrosa al trabajo libre?

El trabajo del penado debe ser atractivo. -Los trabajos forzados, insalubres, crueles, puede decirse, si eran una medida injusta, eran una cosa lógica, un error que se daba la mano con otros, y armonizaba con la idea preponderante de que la pena fuese ejemplar solamente, y sirviese de castigo y de escarmiento.

No se trataba de moralizar, sino de intimidar con el trabajo; natural era que se hiciese lo más duro posible. Lo contradictorio es que, admitiendo como principal objeto de la pena el que sea correccional, haya, no sólo en las rutinas de la práctica, sino en la esfera de la teoría, autores, y de experiencia y talento de primer orden, que han querido hacer el trabajo duro, ingrato, a fin de que su recuerdo contribuya a que el preso en libertad se aparte de las acciones que pueden conducirle de nuevo a la penosa tarea: no es ni más ni menos que la idea del escarmiento, a que hay que recurrir, dicen, cuando la condena es corta, y no deja tiempo para modificar al penado, para educarle. Dejando para otro lugar el tratar de si en las condenas cortas puede darse a la pena el carácter de correccional, limitémonos por ahora al asunto de este capítulo, que es el trabajo. Afirmamos, resueltamente, que el trabajo debe ser atractivo, en la prisión lo mismo que fuera de ella, porque si no, será repugnante, será odioso, y precisamente hacerle amar es el primero, el más importante problema que debe resolver el sistema penitenciario.

La inmensa mayoría de los penados no hubieran delinquido si amasen el trabajo. Si hubieran sido buenos y asiduos trabajadores, su vida fuera ordenada, bien ocupada, y no les habrían faltado recursos para sustentarla: con estas tres circunstancias, inseparables de la ocupación constante y honrada, ellos lo habrían sido, que sólo por excepción se ven condenados por la ley los que no están ociosos ni son miserables. Por regla general, un penado es un mal trabajador, sea por falta de voluntad, por falta de destreza, o por falta de educación.

Y haciendo el trabajo forzado, rudo, repugnante, ¿se conseguirá que le ame, único medio de que voluntariamente lo ejercite cuando esté libre? Se dirá tal vez que adquirirá la costumbre; pero en primer lugar, nadie se acostumbra a sufrir el más resignado con el sufrimiento le suprime así que puede; y luego, si en las condenas cortas no hay tiempo para educarse, ¿le habrá para adquirir hábitos de laboriosidad?

No debe considerarse nunca el trabajo como un mal, sino como una fuente de bienes; no como una maldición, sino como una bendición debemos mirarle. De que sea una necesidad, no debe inferirse que sea una pena; al contrario, la satisfacción de todas las necesidades va acompañada de una sensación grata, o por lo menos está exenta de molestia; y el que trabajando sufre, es porque no está sano, lo mismo que quien padece cuando come, bebe o respira.

El trabajo puede también ser penoso, no sólo por la mala disposición general del trabajador, sino por la particular que tenga para la tarea que se le señala, o porque esté mal retribuida, o tenga circunstancias que la hagan muy ruda: en los trabajos materiales, y aun en los que no lo son, suele haber de todo esto; de donde resulta desorden donde debía haber armonía, y sufrimiento en vez de clasificación. El lenguaje común revela cómo se infringe por regla general la gran ley, puesto que trabajo es sinónimo de dolor, y pasar trabajos es ser desgraciado.

Generalmente, ni se consulta la vocación y la aptitud del trabajador, ni se retribuye equitativamente su tarea, ni se la despoja de lo que puede tener de repugnante, insalubre o excesiva: ¿cómo ha de parecerle grata? ¿Cómo no ha de huir de ella muchas veces, acogiéndose al mortal refugio de la ociosidad?

Donde quiera que no median estas circunstancias, se ve que el trabajador está contento; que goza trabajando; que goza después de haber trabajado; que se complace en su obra, hasta independientemente de la utilidad personal que pueda resultarle de ella; la mira con verdadero amor, y se recrea en su belleza. Trabajar es algo así como crear, hacer que exista lo que no existía, y este gran poder del hombre, este noble empleo de sus fuerzas físicas, intelectuales y hasta afectivas, que tanto eleva su dignidad y su nivel moral, no puede rebajar su dicha. Bendición divina que cayó sobre frentes impuras, torpes manos, ojos ciegos y labios impíos, que han articulado la blasfemia de que Dios podía maldecir lo que más contribuye al cumplimiento de su ley santa.

Miremos el trabajo como lo que es, como un gran bien que lleva en sí frutos de bendición; prosperidad moral y material, preservativos contra el vicio, apoyo de la virtud y hasta consuelo para el dolor; comprendiendo que no es ley de la Providencia, sino obra errónea del hombre, el sufrimiento del trabajador como tal, procuremos rodearle de justicia, y veremos cómo no siente pena. Así debe hacerse, como fuera de la prisión, dentro de ella, porque los hombres que allí están no se rigen por distintas leyes físicas y morales que los otros, y más que ninguo se hallan necesitados de contraer hábitos de laboriosidad y amor al trabajo.

Para conseguir este objeto, de capital importancia, pueden emplearse muchos medios. Por de pronto, el aislamiento hace que el penado, mal trabajador por regla general, si no ama el trabajo, lo desee al menos como lenitivo del doloroso tedio de la soledad. Esto no basta, ni con mucho, pero prepara el resultado que se busca; desde luego, aparta obstáculos materiales, porque si en la incondicional comunicación de los penados suelen tener por mortificación cualquiera labor, es un recurso para el que está solo, y raro que haya de emplear más medios que el aislamiento para obligar a ocuparse al más holgazán.

Por bien organizados que estén los trabajos en una prisión, y por mucha variedad de oficios que se procure, no pueden en ella ejercerse todos; pero dentro de la limitación inevitable, ha de consultarse con cuidado la vocación, porque, en lo general, es un indicio de aptitud. En cuanto se pueda, que cada cual haga el trabajo que más le agrade, siempre que sea bastante productivo: sin esta circunstancia, no puede autorizarse, puesto que no llena uno de sus principales objetos.

El penado que sepa ya un oficio, a ser posible, debe continuar ejerciéndole, procurando que se perfeccione en él; así se evitan dos inconvenientes: la dificultad, muy grave, de la enseñanza, cuando no puede ser simultánea ni mutua, y la del aprendizaje, que da por mucho tiempo trabajo poco o nada reproductivo, y que a cierta edad se hace mal. Esto es para el penado una mortificación, que como inútil es perjudicial, que dificulta y aplaza un consuelo. Si su oficio es poco reproductivo y puede clasificarse entre los modos de vivir que no dan de vivir, no ha de ejercerlo en la prisión, y necesita aprender otro.

Es un hecho consagrado por la costumbre, y cuya razón no se discute, que en las penitenciarías el trabajo ha de ser exclusivamente manual. Así es la regla, ya porque la clase de trabajadores mecánicos es la más numerosa, por infringir las leyes con menos precaución, y por eludir la pena de haberlas infringido con menos frecuencia; pero, aunque no grande, hay siempre cierto número de penados que no son artesanos y que, en cuanto fuere posible, tienen derecho a ejercer su profesión, lo mismo que los otros su oficio, siempre que sea lo bastante productiva para que puedan sustentarse de ella. El que era escribiente y puede tener que copiar, el pintor, el escultor, el dibujante, etc., si se halla venta para la obra de su arte, ¿por qué no ha de ejercitarla? El escritor, ¿por qué no ha de escribir, traducir el traductor, componer música el maestro? Ya suponemos que habrá muchas personas a quienes esto parecerá absurdo; pero no vemos que pueda objetarse, sino el que no es acostumbrado; y si no queremos privilegios de clase, ni en presidio, ni en ninguna parte, tampoco que al preso de inteligencia más cultivada se le imponga un aumento de pena, con la durísima de obligarle a abadonar sus tareas habituales para hacerse aprendiz de una labor manual.

No hay absolutamente ninguna razón para pasar este nivel brutal sobre todas las frentes, dando a la igualdad ante la ley una interpretación que la infringe, en vez de realizarla. El penado a quien se le deja trabajar en su ocupación habitual o se le enseña otra mejor, ¿es tratado de igual modo que aquel a quien se prohibe el ejercicio de su profesión y obligándole a que aprenda un oficio? A los otros penados se les enseña, se procura levantar su nivel intelectual, y que amen el trabajo: él olvidará lo que sabe, se embrutecerá y tendrá horror a una tarea repulsiva, porque no está en sus hábitos, ni en armonía con sus facultades. ¿Dónde está aquí la igualdad ni la justicia? Y si se falta a ella, haciendo en la penitenciaría obreros mecánicos de los trabajadores intelectuales, y esto puede verse bien claro allí dentro, con mayor evidencia aparece, cuando sale el que la olvidó, o es menos hábil en su profesión, y aprendió un oficio que no ejercerá: cierto que se ha hecho bastante para desmoralizarle y que reincida.

Repetimos que el ocuparse el penado en su oficio o profesión ha de ser en los límites de lo racionalmente posible. Ya se sabe que un fotógrafo no puede fotografiar mientras esté preso, ni se ha de proporcionar al astrónomo un observatorio; pero en cuanto fuere dado, debe procurarse no rebajar el nivel intelectual de ningún trabajador y que cada uno continúe en su acostumbrada ocupación, o en la que tenga con ella mayor analogía. Todo esto son consecuencias lógicas y sencillas del principio de que nadie tiene derecho a hacer mal, de que la pena debe ser un bien, moralmente considerada, y el trabajo atractivo.

Para que lo sea, tampoco ha de ser rudo en demasía, por el gran esfuerzo que necesite, o su excesiva duración. Le limitamos a ocho horas, tiempo que nos parece suficiente, máxime si se tiene en cuenta que la instrucción moral, religiosa y literaria también es trabajo, y para algunos será muy penoso. Personas, cuyo parecer tiene mucho peso, aseguran que el obrero hace más y mejor en ocho horas que en doce, lo cual parece extraño a primera vista, pero no si se reflexiona que con trabajo excesivo y continuado el obrero se debilita, y al cabo de algún tiempo no aprovecha todo el que dedica a la labor. Además, engendra una prole débil y raquítica, de lo que es buena prueba la degeneración de las razas en muchos centros fabriles, a lo cual, si no exclusiva, poderosamente, puede contribuir el mucho tiempo que trabaja el obrero. En España, para muchas labores al menos, son dos cosas muy distintas el tiempo que se está en el trabajo y el que se está trabajando; y como en la prisión esto ha de ser una misma cosa; como la alimentación no ha de ser suculenta, ni permitirse el uso del vino, nos parece bastante ocho horas de trabajo efectivo.

En cuanto a los trabajos insalubres, el culpable abandono en que deja la sociedad a los obreros libres que a ellos se dedican, indigna y contrista a todo amigo de la justicia. En otro lugar hemos dicho: «El especulador establece la industria que le parece, y como le parece; expone al obrero a perder la vida o la salud, y cuando el azogue o el albayalde han destruído su organismo, tiene la calle para pedir limosna, si la autoridad local no lo prohíbe, y el hospital para morir, si hay cama.» Aquí no podemos tratar de esta cuestión, sino desde el punto de vista penitenciario; y si a la industria se la deja en libertad de no evitar ni reparar el deterioro de la más barata de las máquinas que emplea, a quien llama hombre, y en muchas ocasiones no trata como tal, la ley no puede admitir esta misión hipócritamente homicida, ni obligar al penado a un trabajo que arruine su salud y apresure su muerte: el obrero libre puede buscar otra ocupación (se dice al menos que puede); el penado se sabe que tiene que admitir la que le dan; sin faltar a la justicia que se invoca para penarle, no se le puede aplicar como pena un trabajo insalubre.

El trabajo no debe ser público. -El trabajo en la celda excluye la posibilidad de que sea público; pero diremos algunas palabras sobre la aplicación del penado a las obras públicas, por si lo hecho en alguna penitenciaría sirviera de precedente y de apoyo a los que miran esto como un bello ideal. Se cita una gran prisión, levantada por los mismos que habían de ser encerrados en ella; canteras explotadas, etc., etc., todo sin comunicar mutuamente y bajo la regla severa del silencio. Como prueba de que no hubo comunicaciones, se cita el hecho de no haber fugas; pero esta prueba está muy lejos de ser concluyente. El penado que trabaja al aire libre puede comunicar con su vecino, y éste con otro, y así hasta mil, sin que por eso caigan en la tentación de sublevarse y huir, cuando las armas de fuego de sus guardianes los amenazan, y sobre todo, cuando están en un país en que todos se ponen de parte de la ley, que caería inexorable muy pronto sobre los que intentaran rebelarse contra ella. Se necesitan condiciones muy especiales en una obra al aire libre, pública o no, para que los penados, trabajando en pequeños grupos, puedan ser vigilados de manera que no hablen entre sí. Es menester, además, que toda la obra pueda ser hecha por ellos, de modo que no necesiten alternar con los obreros libres; y por fin, que puedan aislarse completamente de la vista del público: si no es dado lograr todo esto, que es bien difícil, no se puede consentir que los penados salgan a trabajar fuera de la prisión.

Cuando alternan con los trabajadores libres los forzados, la comunicación con éstos es peligrosa y degradante para el hombre que no ha infringido las leyes, que empieza por sentir repugnancia al verse al lado del ladrón y el asesino, y concluye por fraternizar con él y tratarle como camarada: esto mismo sucede cuando los guardianes, en vez de serlo verdaderamente, y considerados como superiores, pertenecen al ejército. Suelen estar en buenas relaciones con los presidiarios los soldados de la escolta, y sus cabos alternan con los de vara. Es indecible el trastorno de ideas que esto produce en quien tiene pocas, la relajación de principios, y cómo pervierte a gente mal firme en la virtud y en la moral, esta confusión del crimen y la inocencia, del honor y la infamia.

Aunque no haya (lo que hay muchas veces) condescendencias interesadas y culpables, hay una aproximación que, en muchos casos, hasta convierte los buenos sentimientos, como la lástima, en medio de hacer mal. Si todo esto pasa, como suele, a la vista del público, el daño crece, rebajándose a la vez delincuentes y guardianes, y siendo el delito la única cosa que allí parece rehabilitarse. Estas breves reflexiones sobre las obras, públicas o no, hechas al aire libre por penados, evidente es, como hemos dicho, que no pueden referirse a los que trabajan en su celda, según el sistema propuesto, y las hacemos tan sólo para en el caso de que se intentara un ensayo del trabajo en común y en silencio, por partidarios, que tiene muchos, de la aplicación de los penados a obras públicas y trabajos al aire libre.

El trabajo debe ser retribuido. -Es frecuente, al tratar de la alimentación, vestido y todo el régimen material y económico del penado, establecer comparaciones y sentar reglas que no pueden aceptarse, porque parten de principios inadmisibles. Es frecuente, con prohibiciones y exigencias opuestas y contradictorias entre sí y con la justicia, formar un verdadero laberinto, del que saldremos con facilidad, recordando:

Que no hay derecho para hacer mal a nadie.

Que el mayor mal que se puede hacer a un hombre es desmoralizarle.

Que el hombre que no se hace mejor, se empeora.

Que la pena, para no empeorarle, necesita hacerle mejor.

No se puede negar a la pena los medios de conseguir el imprescindible fin de no hacer mal; y uno de estos medios, el más eficaz, es que el penado se haga buen trabajador, lo que no se conseguirá si no ama el trabajo; ni esto, sin que sea atractivo.

¿Cuál es el mayor atractivo del trabajo?

En trabajadores de la categoría moral de los penados, la utilidad directa que resulta al trabajador.

Se dice que, sin contar lo que cuesta la administración de justicia, el Estado viste, alberga, mantiene y custodia los penados, cuyo trabajo debe dedicarse a cubrir los gastos que ocasionan, y sólo cuando queden sobrantes se le pueden dejar todos, o una parte de ellos. A esta centa, hecha por un especulador de esos que arriendan el trabajo de los presos, no podría ponerse ningún reparo; el problema era de sumar y restar productos y gastos; pero presentada en nombre de la ley, es inadmisible.

El capitán de un navío inglés perdió el barco por salvar a un marinero que había caído al agua. Formáronle causa, y compareciendo ante el tribunal, dijo tan solamente para su defensa: -He creído que la vida del último súbdito de Su Majestad británica vale más que toda la escuadra de Inglaterra. -Fue absuelto.

Si la vida de un hombre no puede tasarse porque no tiene precio, menos la virtud, que vale más que la vida; si una cantidad de dinero no es comparable con la existencia de un hombre, menos la justicia, sin la cual no puede existir la sociedad. Es preciso averiguar cómo se hace la justicia y no cuánto cuesta; y cuando no se le da lo que ha menester, todo lo que ha menester, ella se cobra con usura. Son muy difíciles de ajustar las cuentas entre el penado y la sociedad; pero es evidente el deber de ésta de no desmoralizarle, y de hacer los sacrificios pecuniarios indispensables para conseguirlo.

Los derechos, aunque realmente lo sean, no son iguales, ni tienen la misma importancia: los hay primeros, medios y últimos. Supongamos que en una plaza sitiada, donde escasea el agua y se da por medida, hay dos hombres, acreedor el uno, deudor el otro, y condenado éste a pagar a aquél, y responder con cuanto posea de su deuda. El acreedor se presenta ante la autoridad con su sentencia ejecutoria, en virtud de la cual quiere, para irse cobrando, que se le adjudique el agua perteneciente a su deudor. La autoridad no atenderá su demanda, porque la vida de un hombre no puede sacrificarse al derecho que otro tenga a su hacienda; el derecho a vivir y a cobrar son legítimos entrambos, pero uno está primero que otro, y cuando son incompatibles, se sacrifica el menos importante.

El derecho que asista a la sociedad para cobrar la deuda pecuniaria que con ella tiene el preso, no está muy claro en muchos casos, y en ninguno puede anteponerse al que tiene él, de que le proporcione todos los medios que en su mano están para que no se desmoralice, o lo que es lo mismo, para moralizarle.

Ni el penado es tan sólo un elemento económico que produce y gasta, ni la sociedad una compañía mercantil, cuyos socios no tienen entre sí más relaciones que de producción, consumo y distribución de la ganancia. El delincuente ha hecho un daño mucho mayor que los dispendios que causa, y lleva en sí un mal harto más grave que el gasto que ocasiona. El orden moral que ha perturbado está muy por encima del interés pecuniario que puede perjudicar, y para la sociedad, lo mismo que para él, la reparación más importante no es la material, sino la moral; no es que cubra sus gastos, sino que enmiende sus culpas. La deuda primera, la más sagrada que el delincuente tiene con la sociedad, es de virtud y de honor, y para que la pague, no ha de servirle de estorbo el carácter privilegiado de ninguna otra; y obstáculo y grande sería, para hacer amar el trabajo, medio eficaz de regeneración, hacerle repulsivo, como sucede por lo común, cuando de él no resulta ningún pecuniario provecho. Se quiere utilizar el trabajo; nosotros también queremos que se utilice; pero hay que buscar las utilidades por el orden de su importancia.

Vamos a escribir lo que sabemos que no ha de realizarse ni este año, ni en el que viene, ni en no sabemos cuántos, aunque es de suponer que serán muchos. Pero si las cosas no se dijeran hasta que pueden hacerse, no se harían nunca; antes de llegar a la categoría de realidades, pasan por la de aspiraciones, y aun por la de sueños y delirios.

Los gastos que ocasionan las prisiones, como los de la enseñanza o de las obras públicas, son reproductivos, como todos los que conforme a razón se hacen; pero no directa e inmediatamente; y como el niño o el mozo que aprende no satisface en el acto al Estado la cantidad que éste da al maestro, tampoco el penado puede reembolsarle de lo que le cuesta: la ganancia en el primer caso está en que el joven aprende; en el segundo, en que el delincuente se corrige.

Las prisiones no han de costearse; y sus productos, que serán tan crecidos como fuere posible, no han de entrar en las arcas del Tesoro público. En su mayor parte, deben dedicarse a indemnizar los daños hechos por el delincuente, y a socorrer a su familia si está necesitada y él tiene el deber de sustentarla. La idea de que el Estado se lucra con su trabajo mirándole como un instrumento de ganancia, trastorna completamente las relaciones que entre los dos debe haber; y en vez de cálculos mezquinos, sospechas injuriosas, cargos más o menos fundados, presidiría al trabajo la alta idea de la justicia, que había de penetrar más o menos en la conciencia del penado, cuando la ley le dijera con hechos:

-No quiero explotarte, sino corregirte: no quiero que me indemnices, porque hay otro acreedor privilegiado: las personas a quienes dañaste, y aquellas a quienes debes protección. Para ellas será casi todo el fruto de tu trabajo, dejando una pequeña parte a tu disposición, porque me hago cargo de que eres débil y necesitas estímulo, y también para que tengas libertad de disponer de alguna cosa y hacer bien. El delito te ha privado de algunos derechos, pero no te exime de tus más sagrados deberes. Preso, debes aún sustentar a tu madre anciana y a tu hijo pequeñuelo: es tu obligación; y la mía, facilitarte los medios de cumplirla.

De este modo, el trabajo de la penitenciaría fuera una lección moral perenne, dada, no con palabras que no se oyen, no se entienden o se olvidan, sino con hechos, con ejemplos. Cada aparato mecánico se convertiría en un instrumento de equidad; cada obra, en una afirmación de la justicia, y la prisión entera en una inmensa máquina de moralidad y de reparación. ¿Qué plática más elocuente y eficaz, que al fin de cada mes presentar a los reclusos un resumen del producto de su trabajo, con la aplicación que de él se había hecho, a reparar en lo posible los daños causados y sustentar las débiles criaturas que el delincuente deja sin apoyo? ¡Cuánto poder tendrían algunas palabras, después de estos números!

El penado mantendría así, tal vez estrecharía más los lazos de familia, que el delito amenaza romper, que tantas veces rompe. Lejos del hogar doméstico, estaba como presente en él por los beneficios que le hacía. Si no ciudadano, todavía es padre, hijo, esposo; la mano que se ha movido para el mal parece purificada por el bien que hace, y los que reciben aquel socorro constante, ganado en medio de tanta tristeza, olvidan fácilmente las faltas del que le envía, y están dispuestos a no ver en él sino un ausente infeliz: dulce es, y aun necesario para su enmienda, que al lado de las severidades de la justicia, halle las misericordias del amor. El de la familia es un gran medio de moralizar al recluso; y cuando desde el encierro la sustenta, sostiene también su dignidad de hombre; es aún, en cierto sentido, el jefe de ella; todavía allá lejos le llaman mi hijo, mi marido, mi padre, y él, a medida que hace bien, ama, porque sabido es que el amor vive más de lo que da, que de lo que recibe: el delincuente que tiene afectos puros, está medio regenerado. Su madre le amará siempre; aunque para el mundo sea un objeto de horror o desprecio, para ella será siempre hijo: sublime misterio de amargura y amor infinito, que hace esperar la infinita misericordia del Padre Celestial; pero todos los cariños no viven de sí propios, y los que conviene fomentar del penado con su familia se consolidarían, si con el fruto de su trabajo la socorriera.

Así, pues, el producto del trabajo en las prisiones debería aplicarse:

A socorrer a las familias de los penados pobres, si éstos tenían obligación de sostenerlas.

A indemnizar en lo posible los daños causados por los delincuentes.

A dar a éstos una pequeña cantidad, aplicada en parte a formar un fondo de reserva para cuando saliesen, y en parte dejada a su disposición.

Como siempre que se busca lo justo se halla lo útil, la sociedad que no rompía los lazos del delincuente con su familia, y antes los estrechaba procurando que la auxiliara, ¿hacía por ella algún sacrificio pecuniario que ahora no hace? ¿No tiene que sostenerla de un modo o de otro, en el hospicio, mendigando en la vía pública, practicando o haciendo el aprendizaje del vicio y del crimen? Los que no pueden trabajar, preciso es que vivan del trabajo ajeno; aceptada o no, la carga hay que levantarla; solamente que, haciéndolo en razón, se contribuye al bien, y de otro modo, se coopera al mal.

El trabajo no debe hacer una competencia injusta a la industria libre, ni arrendarse a especuladores. -Una de las gravísimas faltas de los Gobiernos es que el trabajo de las prisiones contribuya a que el libre sea menos retribuido, haciendo una competencia que no está en condiciones económicas ni en principios de justicia. Esto ha producido quejas fundadas, y en algunos casos protestas y clamores tan altos, que se llegó al extremo de pedir, y aun de obtener en los Estados Unidos, que no se permitiera trabajar en las penitenciarías. Es un absurdo, desde el punto de vista económico y jurídico: porque si el hombre libre no tiene derecho al trabajo, el preso sí, siempre que no sea imposible proporcionárselo, porque él no se lo puede procurar, y es un elemento indispensable para que no se deprave.

Desde el punto de vista económico, el prohibir el trabajo a los penados es establecer que los hombres libres trabajarán para mantenerlos ociosos; con más, los acostumbrarán a estarlo; de modo que, cuando vuelvan a la libertad, por no saber o no querer trabajar, vivirán de limosna, de hurto o de robar. No insistimos sobre esto, porque no es necesario.

Si no es ya cuestión que el penado debe trabajar, lo es, y muy grave, el que su trabajo no perjudique al del obrero libre; y decimos grave, no porque en principio lo sea, sino porque la mayor parte de los Gobiernos, no sabemos la causa han hecho problema difícil uno que tiene muy fácil solución.

Si se quieren sacar al mercado, ya directamente, ya por medio de especuladores, los productos del trabajo de los penados, es imposible en la mayor parte de los casos que los precios sean los naturales. Hay que mantener, vestir y albergar al trabajador; es preciso que no esté ocioso. Como sus productos no son de primera calidad; como no pueden variarse las industrias; como en las oscilaciones que produce la moda, y en las crisis industriales y mercantiles, no es posible despedir al obrero, hay que elaborar las primeras materias acopiadas, y se puede continuar trabajando aunque se gane poco o nada, y aun perdiendo bastante, para no perderlo todo, resulta que por una pendiente, unas veces insensible, otras rápida, y por una necesidad que con frecuencia se impone, siendo preciso trabajar y vender, posible trabajar y vender barato, se vende a bajo precio, ínfimo a veces, aunque se tomen por la administración todas las precauciones que no suelen tomarse, y aunque haya toda la inteligencia y la buena fe que se puede apetecer.

Arrendando el trabajo de los penados a especuladores, no se evita este inconveniente: ellos han de pagarlo a menos precio, ya porque en general no es esmerado, ya porque la primera condición es proporcionar siempre obra, aunque se haga con pérdida. Hay, pues, que producir, aunque no se halle salida para los productos, aunque la producción sea onerosa; y para compensar este inconveniente, tener la ventaja de una mano de obra barata que permita rebajar los precios para vender al más ínfimo, sin arruinarse, lo que ha sido forzoso fabricar. Aun prescindiendo de todo error o mala fe y de consideraciones de menor importancia, pero que reunidas no dejan de tenerla, siempre que los efectos fabricados en las prisiones se sacan al mercado, cualquiera que sea la combinación que para ello se haga, su resultado, unas veces inmediato, otras no, y su tendencia siempre, es rebajar los salarios: daño gravísimo, cuando por lo general están demasiado bajos, y algunos, como los de las mujeres, sobre ser tan mínimos, tienen un equilibrio de tal manera inestable, que cualquiera circunstancia lo rompe, haciéndolos bajar aún más. Existe una concurrencia tan desesperada, que, cuando una vez bajan por cualquier motivo, no hay medio de restablecerlos. Organizado de este modo el trabajo de las prisiones, se convierte en una injusticia, en una causa de miseria, y como en un insulto e instigación al mal para el obrero honrado, a quien el delincuente hizo daño, primero por no trabajar, y después porque trabaja.

El trabajo de las penitenciarías, arrendado a especuladores, además de las consecuencias económicas apuntadas arriba, tiene otras morales aun más graves, puesto que hace imposible la disciplina y la justicia. Desde el punto de vista de la especulación, el penado no es ni puede ser más que un instrumento de producción, y para utilizarle como tal, se le hace trabajar más o menos, en aquello que conviene a la empresa y no en lo que le conviene a él; evitando todo aprendizaje largo; explotando o remunerando en demasía, según los casos; teniendo en las largas noches de invierno los obreros ociosos u ocupados, a oscuras o con luz, según trae o no cuenta que trabajen; dando clandestinamente gratificaciones a los productores más hábiles, aunque sean los penados más perversos, y haciendo por otros mil medios imposible la disciplina, la justicia y la corrección.

Uno de los objetos del trabajo en las prisiones es producir cosas materiales útiles; pero este objeto no es el único ni aun el principal. Aquel trabajo debe tener, ante todo, una tendencia moral; debe ser reparador del mal que ha hecho el penado, auxiliar de su educación y enmienda y de la disciplina, conforme veremos al tratar de las penas disciplinarias y de las recompensas.

No hay más medio de que el trabajo cumpla en las penitenciarías las condiciones morales, que hacerlo por administración; ni de que no altere y rebaje los precios y, por consiguiente, los salarios, que disponer que el Estado, que es productor en ellas, consuma lo que produce.

El Estado es, por desgracia, un grande, un inmenso consumidor. Tiene grandes ejércitos, numerosos buques, hospitales, hospicios, inclusas, presidios, cárceles y manicomios. Sostiene además establecimientos de enseñanzas, y en todas sus oficinas se hace un inmenso consumo de papel, impresiones, objetos de escritorio, mobiliario, etc., etc. Para satisfacer todas estas necesidades, son precisas una gran variedad de industrias, y mucho mayor número de operarios que puede haber en las prisiones, por mucho que la criminalidad alimente, y tenga mayor eficacia la acción de la justicia. Consuma, pues, el Estado, con sus soldados, sus buques, sus marinos, sus hospitales, sus oficinas, etc., lo que produce en las prisiones; y de este modo, no saliendo los productos al mercado, no alterarán los precios; los progresos de la mecánica y de los medios de comunicación facilitan más cada día toda clase de obra en las penitenciarías, lo mismo que el acopio de primeras materias y distribución de los objetos manufacturados. Que el Estado consuma lo que produce: no puede resolverse equitativamente de otro modo el problema industrial de las prisiones.

Así se ha resuelto en Bélgica: el Ministerio de la Guerra compra los productos de las penitenciarías; y para que el resultado fuera tan equitativo como es de desear, bastaría combatir esa tendencia, que más o menos existe en todos los países, de considerarse cada ramo, no como parte de un todo único y armónico, sino con cierta vida propia independiente y que con facilidad se hace hostil; así se ve que el Ministerio de Hacienda disputa al de Fomento o de Gobernación ésta o la otra propiedad, y de resultas de estas diferencias se malgasta tiempo, dinero, y a veces se retardan o imposibilitan obras muy útiles, con perjuicio de ese Estado, cuyas partes sirven tan mal al todo. En Bélgica, por esta propensión, el Ministerio de la Guerra procuraba comprar los productos de las penitenciarías a precios más bajos que los naturales, haciendo una economía en el ramo, imaginaria para el Estado, e influyendo positivamente en rebajar el salario: porque, como hemos dicho, es fácil producir este efecto cuando hay hacia él tendencia, como es fácil con leve impulso hacer que caiga una cosa del lado a que se inclina. Del hecho, que a primera vista no parece más que risible, de que el Estado especule consigo mismo, resulta una concausa para la depreciación del trabajo, y al tasar el del recluso, para darle la parte proporcional que se le concede, una injusticia; con razón la calificamos de tal: desde el momento en que se le ofrece una retribución proporcional al valor de su obra, no hay derecho para rebajar el precio de ésta.

Si se realizara nuestro pensamiento, que aunque sea justo no será posible en mucho tiempo; si el trabajo de las penitenciarías se convirtiera en un medio de reparación, en un elemento de moralidad, el Estado, al recoger sus productos, no tenía más que tasar equitativamente la mano de obra, lo cual es fácil, porque ya se sabe lo que gana un artesano, según la cantidad y calidad de lo que produce, y satisfacer el importe, para aplicarlo a indemnizar en parte los daños materiales causados por los penados, socorrer a las familias necesitadas de éstos, y dejar la pequeña cantidad destinada a su disposición y peculio.

Quedarían los productos de los trabajadores intelectuales, o que no producen, en fin, objetos de los que se llaman manufacturados, y que, según hemos dicho, tienen derecho a que, en cuanto sea posible, se les permita el ejercicio de su profesión. El número de éstos será siempre muy corto relativamente, y sus productos, de escasa importancia, no podrán alterar los precios de los análogos, a muy poco que se procure tasarlos con equidad.

Tales son, en nuestro concepto, las principales condiciones que debe tener el trabajo en toda penitenciaría, si ha de ser, como puede y debe, un elemento moralizador, un medio eficaz de que el penado comprenda la justicia y adquiera hábitos que le aparten en lo sucesivo de faltar a ella.




ArribaAbajo

Capítulo IV

De la Instrucción y educación del penado


Decimos instrucción primero, porque para educar es necesario, más o menos, instruir; decimos educación, porque la instrucción sola no es suficiente, y aun puede ser perjudicial: todos sabemos que puede haber personas muy instruidas y muy mal educadas.

La instrucción es un medio para conseguir varios fines: el principal, la educación, que ejercitando, utilizando y armonizando las varias facultades del hombre, contiene sus malos ímpetus, ejercita sus disposiciones buenas, fortifica la voluntad con el hábito de resistir al mal y realizar el bien, y contribuye, en fin, a que el hombre, en lo posible, sea perfecto, que a esta idea debe equivaler la de educado. La instrucción es un medio; pero, siendo indispensable, como que se confunde con el objeto, y no es extraño que se haya tomado a veces por fin. Es necesario siempre saber lo que se debe hacer y querer hacerlo, para cumplir la obligación; conocer el objeto de la acción y el camino para llegar a él, de modo que el conocer bien es preliminar indispensable del bien obrar. Analicemos el más fácil, como el más difícil, de nuestros deberes, y veremos que, a la voluntad de cumplirle, va unido un acto del entendimiento que, aunque sea o parezca simultáneo con la conciencia, no es idéntico a ella: no realizamos como buena una cosa, sino porque la hemos juzgado tal; a la reprobación de lo malo, precede también un juicio, aunque no sea reflexivo y se parezca más a la inspiración que al razonamiento. Pero la inspiración, nótese bien, está en armonía con las disposiciones intelectuales y morales del sujeto inspirado.

La voluntad puede ser firme, para el bien, como para el mal; la conciencia quiere el bien, pero no le sabe; ¡qué de males no se realizan con ella tranquila! De modo que no basta aquel espontáneo interior impulso que nos inclina a la virtud, al deber, a la perfección, si no tenemos idea clara de lo que es la perfección, el deber y la virtud. Esta necesidad del conocimiento, para obrar rectamente, descubre su importancia y le da un carácter obligatorio, porque no somos irresponsables del mal que hemos hecho sin saberlo, si teníamos medios de haberlo sabido. Error general y desdichadísimo es la idea de que los deberes sólo se relacionan con la voluntad: que basta ella para cumplirlos, y que el entendimiento sirve para hacerse abogado, médico o ingeniero, mas no para ser hombre honrado: como si el deber no necesitara aprenderse. Cierto que hay personas que saben y no quieren cumplir sus deberes; pero otras muchas, el mayor número, los ignoran, o tienen de ellos un conocimiento vago o limitado, no determinando bien el por qué, el cómo y el cuándo una acción es mala o buena.

Cuando la voluntad no es recta, el conocimiento poco o nada aprovecha para la virtud; pero son pocas las personas que rompan con ella abiertamente; la mayoría establece como especie de transacciones con el bien dificultoso, o hace mal, tranquilamente, por no hacerse cargo de que lo es. Cierto que la voluntad suele tener más o menos culpa en el error del entendimiento, ya porque no procura ilustrarle, ya porque no disipa los vapores con que los apetitos y las pasiones oscurecen la verdad. Cuando el descubrirla lleva consigo el sacrificio de un interés o de un cálculo; cuando el cambio de opinión impone el de conducta, el entendimiento parece contenido por la voluntad, que ni se atreve a pisar el deber, ni a reconocerle. Esta situación, lejos de ser rara, es muy común, y no podría serlo, si el nivel intelectual fuese más alto; si el deber severo y claro estuviese en la opinión y no pudiera infringirse su ley sino a sabiendas del infractor y del público, de tal manera, que, juzgado el hecho, estaba juzgado el hombre, porque el derecho era evidente para todos. Esto sucede ya respecto de algunas acciones unánimemente reprobadas: el robo y el asesinato por malos son tenidos; pero aun recibiendo la execración general, todavía se disculpan, y en casos se aplauden, si se dicen encaminados a un fin bueno. Las acciones menos perversas ya no reciben todas reprobación unánime, y en su extensa escala se llega bien pronto a la perplejidad, a la duda, después a la disculpa, y por fin a la sanción de hechos inmorales. La opinión pública aprueba acciones reprobables; las conciencias particulares se avienen bien con la general, cuando es laxa; máxime, que el no conformarse con ella trae material perjuicio, que ni aun honra suele producir, en cambio del grande esfuerzo necesario para cumplir deberes que sólo por excepción se cumplen, sustentar opiniones tenidas por extravagantes, y caminar contra corrientes poderosas. Así, la virtud del individuo halla auxiliares u obstáculos en la opinión; y la que se tiene de los deberes es el primer elemento para que se cumplan. Si se definieran claramente, no habría en el mundo moral ese caos que favorece la acción de las malas pasiones, como la oscuridad el ataque de los forajidos.

Si el conocimiento del deber es indispensable, los medios de realizarle son también de importancia suma, porque el poder de las malas tentaciones del hombre está en razón inversa de sus recursos para resistirlas. Estos recursos son de muchas clases, pero siempre son medios de resistir al mal y producir el bien, y en cualquiera esfera que se los considere, son elementos positivos de vida física, moral e intelectual.

El penado, como hemos dicho, es un hombre extraviado, más o menos culpable; pero no está fuera de la ley de la humanidad. En él, como en todo ser racional, el conocimiento del deber es indispensable para cumplirle; los mayores recursos con que cuenta facilitan su cumplimiento; las pasiones obran sobre la voluntad, oscurecen la razón, y, por último, la conciencia pública influye en la suya. El penado, por regla general, casi sin excepción, está poco instruido y mal educado; si hay algunos que tengan conocimientos literarios o científicos, rara vez se combinan estas ventajas con el exacto conocimiento de sus deberes y con los ejemplos y demás circunstancias que han podido hacer contraer buenos hábitos, de todas clases, que es el objeto de la educación.

En la instrucción, como en la educación, hay una parte absoluta y otra relativa: conocimientos y hábitos que deben tener todos los hombres, y otros que corresponden a las circunstancias de cada uno. Todo hombre debe saber las leyes de la moral; pero, además de este conocimiento, común a todas las clases, cada una tiene los suyos especiales: el oficio o profesión de cada uno lleva consigo deberes relativos, porque el abogado no está obligado a saber lo que el médico, ni éste lo que el abogado, ni un albañil tiene obligación de poseer la ciencia que, sin culpa grave, no puede ignorar el arquitecto. La necesidad de la instrucción absoluta para las nociones esenciales de la moral y el derecho, es relativa respecto de los conocimientos propios del trabajo de cada uno. Con los deberes sucede lo mismo. El deber de respetar el derecho ajeno es común a todos los hombres de todas las clases; pero cada una en particular tiene después otros deberes. Es deber del bombero arriesgar la vida en un incendio, del médico en una epidemia, del juez en la administración de justicia, del ingeniero o empleado en un ferrocarril para evitar una catástrofe, etc., etc.; sin que estos deberes sean idénticos, ni esté obligado el guardavía a asistir a cuantos tifoideos lo soliciten, ni el facultativo a correr por la vía férrea, arrostrando los mayores peligros, para evitar que le corran los viajeros. Cuando se arriesga la vida, hay fatigas, incomodidades, trabajos diferentes, que son deberes o no, según las diversas profesiones u oficios; y, por último, aquellos servicios que, por no ser preceptos legales, no dejan de constituir obligaciones en conciencia, son relativos a los medios de cada uno.

Como sabemos, el penado no es justiciable Por la ley penal, sino porque no está fuera de la humanidad. es un hombre extraviado, enfermo voluntario, moralmente hablado, Pero hombre; y así como el médico no prescinde de la fisiología y de la higiene en la enfermedad, el legislador no puede prescindir de la naturaleza humana y de las reglas de la moral, aun en presencia de la excepción, que es el delito.

La instrucción y la educación del penado, como la de todos los hombres, tiene de absoluto y de relativo: hay cosas que debe saber y hacer, lo mismo que el magnate o el jefe de Estado; otras, que son propias de su profesión u oficio, y, por último, muchas a que está obligado por su situación especial.

Se dividen los pareceres acerca del grado de instrucción que debe recibir el penado; y aunque no es fácil contarlos, nos parece que el mayor número está porque sea limitada, no faltando quien pregunta en son de burla si se quieren presidiarios literatos. Presidiarios tales como están hoy en los presidios de España, no los queremos, ni letrados, ni sin letras; y ciertamente no puede servir de mucho, y en casos puede perjudicar, la instrucción literaria, dada al mismo tiempo que la mutua de todo género de maldades: decimos, muy de propósito en casos; y tal vez son más raros que se piensa, aquellos en que la instrucción es perjudicial al delincuente. Podemos dividirla en

Instrucción moral.

Instrucción religiosa.

Instrucción industrial.

Instrucción literaria.

Instrucción moral. -Seguramente, no parecerá peligrosa, sino, a lo más, inútil, aun en medio del foco infecto de un presidio español: todo lo que puede suceder es que lecciones, lecturas, ejemplos, todo sea en vano, y que las palabras de virtud y deber se pierdan en aquellas cavernas de maldad, donde no hay eco sino para las voces impías.

La instrucción religiosa podría ser perjudicial, si la religión se convirtiera en superstición; si su enseñanza no fuera al fondo del corazón, como debe; si se hiciera consistir la perfección, no en la esencia de las obras, sino en la forma solamente; y la expiación, en fórmulas que prometieran el perdón, sin haber verdadera enmienda. Si nada de esto sucede, lo más que puede suponerse es que, al hablar de Dios, del alma, de otra vida, de premio y de castigo, sean objeto de alguna depravada burla los que oyen con respeto la exhortación religiosa; pero esto a la vez prueba la ventaja de que algunos la escuchan, como sucede en efecto.

Instrucción industrial. -Puede haber inconveniente en enseñar a un falsario dibujo, y hacer que se perfeccione en caligrafía, y que el que ha robado por medio de ganzúas o llaves falsas aprenda el oficio de cerrajero, u otro análogo; fuera de estos casos u otros parecidos, que son excepcionales, no hay inconveniente, y sí muchas ventajas, en que el penado aprenda un oficio o se perfeccione en el que tiene.

Instrucción literaria. -Esta clase de instrucción es la que se tiene por menos necesaria y por más peligrosa para los delincuentes: vamos hablando en el supuesto desventajosísimo, pudiéramos decir casi desesperado, de darla en un presidio español. Como el primer precepto es no hacer mal, y sólo después de él está el de hacer bien, cerraríamos la puerta de la escuela cuando los que han de entrar en ella vienen de esos dormitorios en común, de esos talleres donde se habla, de esos patios donde se juega, de esa capilla donde no se reza, y de esa casa, en fin, que es un atentado permanente a la decencia, a la moral y a la virtud. La instrucción literaria, aun en nuestros presidios, creemos que puede hacer bien. ¿A cuántos?. ¡Quién lo sabe! Tal vez a unos pocos penados, tal vez al mayor número; pero hay otro (se ignora cuál) a quien es posible, y aun probable, que haga daño; hay alguno a quien de seguro se lo hará; y en aquella confusión, donde no se sabe a quién se enseña ni, por consiguiente, lo que se debe enseñar, en la duda, es razón abstenerse, por el precepto que recordábamos, de que primero es no hacer mal que hacer bien. Nos parece muy probable que a la mayoría, a la gran mayoría de nuestros penados, les haría bien la instrucción literaria; pero tememos también con fundamento que en manos de unos pocos fuese un medio más, y en casos poderoso, puesto a disposición de la iniquidad. ¿Cómo calcular el daño que podría resultar de instruir a los unos, y el provecho que podría venir de ilustrar a los otros? ¿Quién establece esta compensación? Es imposible; hay que abstenerse, en la duda; y en las prisiones donde se enseñan las últimas maldades, suprimiríamos la escuela de primeras letras.

Aun en la circunstancia más desfavorable, como es instruir a los penados de nuestros presidios, sólo tiene inconvenientes la instrucción literaria; pero la moral y religiosa no puede tener sino ventajas, y lo mismo la industrial, con pocas excepciones.

Apartando la vista con dolor y vergüenza de nuestras prisiones actuales, pensemos en lo que serán las futuras penitenciarías, lo que en ellas influirán la instrucción y la educación y cómo deberán darse.

Recordaremos que ni en presidio ni fuera de él cabe separar la instrucción de la educación, como si fuera la primera un instrumento que se puede perfeccionar sin aplicarle; la segunda, una obra que puede llevarse a cabo independientemente de los medios que han de concurrir a ella. Toda instrucción ha de ser educadora; toda educación instruida; y aun en esos casos de personas bien instruidas y mal educadas, en que existe un repugnante y monstruoso desacuerdo entre los medios que se poseen y los fines a que se aplican; aun los que faltan a sabiendas, puesto que saben mucho, ignoran más de lo que se cree en cosas muy esenciales, ignorancia que se cubre con la pantalla de la profesión. Aquel médico que tiene tanta fama y clientela; aquel abogado que ganando pleitos y dinero entra y sale por el laberinto de nuestras leyes; aquel arquitecto que hace casas y una gran fortuna; aquel militar que alcanza victorias y empleos; aquel profesor que conoce a fondo la ciencia que explica, ¿no son personas instruidas, ilustradas en alto grado? ¿Cabe pensar que, si hacen mal, no sea a sabiendas, con pleno conocimiento de causa y con toda responsabilidad? Con toda responsabilidad, sí, porque tienen medios y obligación de saber bien todo lo que hacen; con pleno conocimiento, acaso no, porque muchos de estos doctos, lumbreras de su profesión, tienen harto a oscuras su conciencia, y sabiendo todo lo que debe hacer un facultativo, un catedrático o un general, ignoran aquello a que está obligado un hombre; de donde resulta no pocas veces que, por no conocer bien sus deberes humanos, no cumplen tampoco los profesionales.

Es más raro, mucho más raro de lo que se cree, faltar a sus deberes, conociéndolos bien: la instrucción completa y la educación mala; en todo caso, verifíquese muchas o pocas veces, ese divorcio de la inteligencia y la voluntad, del bien pensar y el bien hacer, debe considerarse como una excepción, como una discordancia, como un mal, que sólo para evitarle hemos de tener presente, cuando tratamos de establecer la regla, el bien, la armonía.

Instrucción y educación moral del penado. -La instrucción moral del penado debe ser extensa, y puede ser sólida, siempre que sea graduada y se acompañe de ejemplos y ejercicios: hay más facilidad de la que se cree para comprender las verdades morales, solamente que es preciso presentarlas con orden y medida a inteligencias poco cultas, conciencias perturbadas, voluntades débiles o torcidas. El penado olvida o prescinde más o menos de los preceptos de la moral, que ignora en gran parte, y es necesario enseñárselos, haciéndole comprender que la justicia penetra, debe penetrar, en todas las acciones de la vida, la mayor parte de las cuales él tiene por indiferentes, cuando apenas lo es ninguna. De este error vino tal vez su extravío: no se vigiló a sí propio, ni se contuvo en una larga serie de determinaciones, que a su parecer no necesitaban otra regla que su gusto y material posibilidad; cada una de por sí no tenía capital importancia, pero todas juntas prepararon aquella que le condujo al crimen. Si las hubiera tenido bien clasificadas, si hubiese comprendido el mal que había en muchas de que no se dio cuenta, acaso hubiera ido resistiendo una a una estas pequeñas tentaciones, y adquirido así la fuerza y la confianza que da el hábito de la lucha y de la victoria; en vez de hallarse con la costumbre de ceder y la flojedad de no resistir. El que por error o por descuido va cometiendo faltas pequeñas, allana el camino a las grandes; todas las brechas de la conciencia se ensanchan, y el que no vence los apetitos será vencido por las pasiones.

El penado debe ver un mundo moral en gran parte nuevo para él, un mundo donde hay deberes y derechos, faltas y méritos, desacuerdo y armonías, bellezas y deformidades, premios y expiaciones, que él no sospecha. Es general la ignorancia (y la suya, debe disponerse mayor) del conocimiento de lo justo, y de aquellas cosas que en conciencia pueden hacerse o no; hay que enseñarle mucho, pero esta enseñanza no puede consistir tan sólo en lecciones teóricas aisladas, en una colección de reglas expuestas con método y claridad; la instrucción y la educación moral van de tal manera unidas, se compenetran de tal modo, que el bien obrar conduce a bien comprender, como el conocimiento es esencial para la buena obra.

Cualquiera que sea la opinión que se tenga del objeto de la pena fuera de la penitenciaría, al ver dentro al penado hay una idea que sobre las otras prevalece, y es que no se haga peor, o lo que es lo mismo, mejorarle, moralizarle. Este es allí el principal fin; y enseñanza moral, religiosa, industrial y literaria, régimen material, disciplina, todo debe dirigirse a él.

La lección teórica dada al recluso debe ir acompañada de la moral, practicada en derredor suyo y por él mismo. ¿Cómo se le enseñará con dureza a que no sea cruel; con injusticia, a que sea justo; con desprecio, a que sea digno, ni con odio el amor, ni la abnegación con el egoísmo? Hay que hacer con él todo lo que se quiere a su pensamiento con la palabra, y con las obras a su corazón. En todo aquel inmenso aparato penal; en aquel edificio, preparado con tantas precauciones y arte; en todos aquellos hombres y aquellas máquinas, y hasta en las paredes y las rejas, no ha de ver más que un medio de corregirle, medio complicado y difícil, que a toda costa se emplea para su bien: esto se ha de decir y se ha de probar.

Se le hará comprender la necesidad de un reglamento y enterarle de sus artículos y de las penas impuestas a las infracciones: el empleado que las explica es el intérprete de la ley; no obra según su capricho ni satisface su enojo: cumple su obligación severa, pero mesuradamente, sin maltratar jamás de palabra ni de obra, ni humillar de modo alguno a aquél a quien castiga.

La palabra del maestro ha de ser voz del ejemplo y regla de conducta, de modo que se cumpla o se pueda cumplir cuanto se aprende; y quien no lo realiza vea claramente que los obstáculos al bien obrar no los halla fuera, sino dentro de sí.

Parece que empiezan a darse conferencias sobre música, en las cuales se toca: nada más razonable ni más propio para instruir, que, después de haber explicado las diferencias que hay entre la música de Mozart y la de Bellini, ejecutar alguna composición de estos maestros. En la instrucción moral, hay que hacer una cosa parecida: se necesita dar la explicación, demostrar con el ejemplo, y además, que los oyentes respondan con el ejercicio, porque, a medida que ejecuten, comprenderán más: lo repetimos, aquí la práctica reacciona sobre la teoría, la ilumina o la oscurece, la armoniza o la trastorna.

Tenemos por muy cierto lo dicho de que la instrucción moral del penado puede ser extensa y profunda, si se gradúa y acompaña con ejemplos prácticos y todos los auxilios que deben prestarle los demás conocimientos y el concurso de la disciplina y régimen de la prisión. Salvo algunas excepciones, en la perversión tiene más parte que la falta de aptitud intelectual, la de rectitud en la voluntad. Los penados pueden comprender bien la justicia, y son sensibles a la belleza de la virtud; muéstreselos en acción, déselos la posibilidad de tomar parte en las buenas prácticas, y admirará cuánto contribuye esto a facilitar la inteligencia de las elevadas teorías.

Instrucción y educación religiosa. -Damos por supuesto que en la penitenciaría habrá culto y enseñanza religiosa. Los que han resuelto suprimir la religión en las prisiones, u opinan que debe suprimirse, desconocen al hombre, y por consiguiente al preso. El hombre es ciertamente religioso; y aun en este momento histórico de negaciones y dudas, no sólo los obcecados, los ignorantes, los débiles, sino los que conocen y saben, los espíritus verdaderamente fuertes, creen en Dios, y se vuelven a él: todo el que crea en Dios es religioso. Su religión podrá ser más o menos perfecta, más o menos verdadera, pero tiene una; en toda religión hay alguna verdad, puesto que no hay ninguna que no reconozca la existencia de Dios.

Para suprimir el culto y la enseñanza religiosa en las prisiones, es necesario probar, pero probar de una manera evidente, que no hay Dios. Siendo esta idea allí tan consoladora y tan útil, a no ser absolutamente falsa, por la consideración de que el buen fin no justifica los malos medios, y de que es un mal medio la mentira, sólo siéndolo la idea del Creador, se puede prohibir que procure elevarse hasta Él la criatura, y más cuando ha caído en el pecado y sufra en la tribulación. La prueba clara, evidente, de que no hay Dios, tan lejos de haberse dado, no pasa de una opinión poco motivada, y que no tiene ni con mucho la fuerza de la contraria. No queremos arrojar en la balanza ni miles de años, ni millones de hombres, sino sentimientos, meditaciones, lógica, razón, en fin, y los sentimientos y la razón y la lógica dicen a la mayoría, a la gran mayoría de los hombres que piensan: Hay Dios. ¿Con qué derecho ha de imponernos la opinión contraria una minoría que trae al debate más rebeldía que firmeza, más negaciones que argumentos, y que dogmatiza, en nombre de la razón, tanto como los fanáticos pueden dogmatizar en nombre de la fe? Prescindiendo de toda fe, de todo sentimiento, de toda deferencia o servilismo hacia los fallos autoritarios, el que medita con deseo de hallar la verdad, y resuelve en razón, y habla en conciencia, ¿puede decir que los ateos han presentado verdaderas pruebas de la no existencia de Dios? No las hemos visto, ni tampoco la mayoría de los pensadores, que continúan opinando que existe, señal de que no se les ha probado lo contrario: individualmente, y uno u otro, podrían negarse a la razón; en conjunto no, y si el ateísmo fuera razonado, seria admitido. Después de todo, dogmatiza, como hemos dicho; no pasa de ser una creencia, la menos creída, la menos razonada, la menos probable y la más triste, perjudicial y desconsoladora que puede imponerse a la fe humana.

Si los ateos no nos traen ni razones ni consuelos; si en vez de la luz hacen el caos en el mundo moral; si la lógica los lleva a profundos abismos de maldad sin freno y de dolor desesperado; si no dan motivos para la Justicia, ni otros medios de establecerla que la fuerza; si el hacer el bien es cuando más un impulso y, si cuesta trabajo, una inconsecuencia, un contrasentido, ¿Cómo en nombre de una duda, que no está bastante motivada, hemos de admitir la evidencia de tantos males, de tanto desorden y sufrimiento físico y de tanta deformidad moral? Atributos de la verdad son la justicia, la utilidad, la belleza; y el ateísmo, que establece lo injusto, lo perjudicial y lo horrendo, cuando no nos da otras pruebas, ¿habíamos de tenerle por verdadero? Aunque trajera las que no presenta, tendríamos derecho para decirle: No puedes ser la verdad, si eres dañoso; puesto que haces mal, eres mentira.

No hay, pues, derecho para proscribir la religión de las prisiones, cuando no se borra la idea de Dios del corazón y de la inteligencia de los hombres. Y como tienen conciencia del débil y del mal, de premio y de castigo; como se sienten débiles y son desdichados; como ven misterio por donde quiera; como tienen aspiraciones que no se cumplen, ideales que no se realizan, buscan en un Ser infinitamente bueno, perfecto y poderoso, apoyo para su debilidad, luz para sus tinieblas, realidad para sus esperanzas, consuelo para sus dolores: tienen religión; y si es un atentado absurdo vedársela al hombre libre, todavía es más erróneo e injusto privar de ella al preso, débil, extraviado e infeliz.

Bien está que no se consientan en la penitenciaría prácticas supersticiosas, teorías inmorales, que tienden a pervertir las costumbres y a infringir las leyes; bien está que allí todo sea severo, grave, sencillo, para satisfacer las necesidades del entendimiento y del corazón, no los extravíos de la imaginación y la grosería de los sentidos; pero de esto a proscribir la predicación religiosa y el culto, hay toda la distancia que media entre el error y la verdad.

En la penitenciaría debe, pues, haber religión y culto, porque los penados son hombres, y en el número de los derechos de que se les priva no puede estar el de volverse a Dios pidiendo auxilio para la enmienda y consuelo para el dolor.

¿Cuál debe ser la religión en las penitenciarías? La de los penados. Los prácticos en la materia conocen, y reflexionándolo se comprenden, los graves inconvenientes de hacer una prisión teatro de propaganda religiosa y, de los reclusos, conversos. Desvanecer errores, destruir supersticiones, procurar que adoren a Dios en espíritu y en verdad, y que las obras afirmen lo que las creencias proclaman, tal debe ser el objeto de la instrucción religiosa. Podrá suceder que haya presos de una o varias religiones, cuyo culto no sea posible establecer por su variedad misma y el corto número de los que la profesan; en este caso debe manifestarse la imposibilidad material y conceder a cada uno los medios de que practique su religión en cuanto fuere dado, como libros, permiso para ser asistido por los sacerdotes de su culto, etc., etc.

En la enseñanza religiosa hay que tener presentes las personas y los tiempos. Se engañan los que creen que en una prisión son todos impíos, que allí sólo por fuerza se logra la asistencia a las ceremonias del culto, y que, sin el temor del calabozo, el templo sería profanado y el sacerdote escarnecido; se engañan también los que suponen que allí no han llegado la incredulidad y la duda; que se puede esperar una fe ciega, una credulidad sin límites, y disposición para seguir al orador en abstracciones sutiles y definiciones meramente dogmáticas. El preso, en general, es religioso porque es hombre, pero no es devoto, y es necesario hablar a su conciencia y a su corazón sin chocar muy de frente con su razón, por donde ha pasado el espíritu del siglo. Muchas máximas del Evangelio, donde hay tanta justicia y tanto amor; muchos ejemplos de santos, que han practicado la virtud más sublime e inmoládose a veces con la abnegación más heroica; mucha moral y mucha caridad: esto es lo que llevaríamos a la instrucción religiosa de la penitenciaría, al par que el culto, en que el incienso, la música religiosa, los cánticos sagrados, ayudan a la elevación del espíritu.

En cuanto a la educación religiosa, es decir, al hábito de practicar aquello que se cree, ha de formarse con acciones voluntarias, con hechos sinceros, y no con procederes impuestos por la autoridad, en que hay coacción, hipocresía y cálculo.

Deberán clasificarse los penados, por su declaración, según las diferentes religiones que profesasen, o si no tenían ninguna. En cuanto fuera posible, proporcionarles culto conforme a la religión de cada uno, y para aquellos de cuya comunión no hubiera sacerdote o maestro, establecer conferencias en que se tratara de la religión en general, de las verdades comunes a todas, de los preceptos morales que no deja de inculcar ninguna de las que pueden admitirse. La asistencia a las pláticas y conferencias religiosas sería obligatoria; la instrucción religiosa forma parte del régimen educador de la penitenciaría.

Hay derecho para obligar al delincuente a que aprenda lo que le conviene saber, a que adquiera un medio que puede contribuir poderosamente a su corrección y enmienda; pero no se debe pasar de aquí. La religión se persuade, no se impone; debe ser tan libre como es íntima, brotar espontánea de lo más elevado y puro del alma y no ser un movimiento maquinal y forzado.

A las pláticas y conferencias religiosas, asistencia obligatoria; a las ceremonias del culto, a la oración, voluntaria. A nadie se le debe obligar por medio de la fuerza material; esto, sobre ser violento para la conciencia, es absurdo y contraproducente, porque, si no escándalo material, hay verdadera profanación del templo en que se entra sin religioso recogimiento, de los sacramentos que se reciben sin conciencia pura y fe sincera.

Espectáculo grotesco, triste, y puede decirse impío, empujar a los penados a la capilla como al taller, y tocar a confesarse como se toca a rancho: que no vayan a misa sino los que tengan devoción, ni reciban el sacramento de la penitencia más que los arrepentidos.

Conviene insistir en la diferencia que hay entre la instrucción y la práctica religiosa. La ignorancia, en toda cosa, no es inculpable sino cuando es invencible; el delincuente, por el hecho de serlo, da la fundada presunción de que ignora los preceptos religiosos, si no en absoluto, en gran parte al menos; que no conoce bastante las verdades de la religión y los grandes auxilios y consuelos que puede hallar en ella; es evidente que de ellos está necesitado, y es justo obligarle a que, para su bien, los aprenda y los sepa; no se le puede dejar sin culpa en semejante ignorancia, y si él descuida el deber de instruirse, no puede la ley, su educador necesario, descuidar la obligación de enseñarle. La religión es saber y querer, conocer a Dios y practicar su ley santa. No es dado obligar a un hombre a que quiera, pero sí a que sepa, y es justo, porque no puede constituir un derecho la ignorancia de ninguna cosa que es posible e importante aprender.

Así, pues, lo repetimos: la enseñanza religiosa, obligatoria; las prácticas religiosas y el culto, voluntarios.

Los sacerdotes destinados a las penitenciarías han de tener condiciones muy especiales de ciencia, mansedumbre, virtud y perseverancia; todo esto se necesita para aquel penoso y, sobre todo encarecimiento, útil apostolado, en que el fruto es a veces escaso, a veces nulo, siempre difícil. Un sacerdote ilustrado y paciente no intentará mantener en un presidio un ascetismo exagerado, ni pretenderá que hombres groseros y grandes pecadores lleguen, y lleguen pronto, a las altas esferas de la vida espiritual y a una perfección imposible. Suelen, los que pretenden demasiado, no conseguir nada; y los que se contentan con poco lograr mucho.

Del fruto de la predicación religiosa hecha en buenas condiciones, no duda nadie que en la materia tenga alguna experiencia, no dando este nombre a la observación de lo que sucede en nuestros presidios, donde se hace precisamente lo contrario de lo que debería hacerse.

Instrucción y educación industrial. -Tratando del trabajo y de la necesidad de hacerle atractivo, hemos manifestado nuestro parecer sobre los puntos más esenciales de la instrucción y educación industrial.

En cuanto sea posible, cada penado ha de continuar ejerciendo su oficio.

Si por poco lucrativo, o por no poder ejercerlo en la penitenciaría, aprende otro, debe, en cuanto sea dado, consultarse sus disposiciones y vocación.

En general, deben preferirse aquellos ofilcios que producen objetos de necesidad o utilidad, más bien que los de lujo.

Como es un error suponer que el artesano puede perfeccionarse indefinidamente en su oficio; como llega un momento (y si es hábil no tarda en llegar) en que adquiere toda la perfección de que es susceptible, sería ventajoso, por muchos conceptos, que los penados a condenas largas y dispuestos, aprendan más de un oficio: esto les proporcionará mayores recursos cuando recobren la libertad, y en tanto, la ocupación variada es más higiénica para el cuerpo y más agradable al espíritu: todo esto ha de entenderse subordinado a las condiciones materiales y económicas, a las dificultades que pueda haber para la enseñanza y a otras circunstancias que limitan en la prisión el aprendizaje y ejercicio de las industria.

Se prefiere que el penado tenga un oficio y le ejerza, por evitar el inconveniente del aprendizaje, grave en el sistema celular, en que la enseñanza ha de ser individual, y porque desde luego su trabajo da producto, y es más atractivo para él. Si esto se hace con los oficios, debe hacerse, hasta donde sea posible, con las profesiones: no hay razón ninguna, como dijimos, para obligar a un pintor a que haga zapatos, ni a un letrado a que trabaje de carpintero: sólo cuando sea imposible el ejercicio de la profesión, o no dé ningún producto, debe obligarse al del oficio, porque la ociosidad es lo peor de todo, y ni la querrá el recluso, ni se le podría permitir, aunque la quisiera. El trabajo es ley para todos; hay que cumplirla como se pueda; y el de la penitenciaría, que se dedica a una obra de reparación, es dos veces obligatorio para los penados.

Al propio tiempo que se enseñan, o se perfeccionan, o se permiten las industrias perfeccionadas, la disciplina impone el deber de ejercerlas, establece penas para los holgazanes y estímulos de diferentes clases para los trabajadores, de modo que a la instrucción va unida la educación, que no es más que formar hábitos de cosas buenas.

Instrucción literaria. -En una penitenciaría en que se eduque verdaderamente al penado, creemos que serán muy raros los casos en que puede tener inconvenientes la instrucción literaria, instrumento precioso para auxiliar todas las otras, y medio eficaz para conseguir la corrección y hasta la enmienda.

Sabiendo, como deben saberse, con más detalles que hoy se conocen en los presidios, los antecedentes del penado, no negamos en absoluto que no pueda haber algunos tan perversos que no se les deba dar instrucción literaria, por el fundado temor de que la empleen como instrumento de su maldad. El resolver quiénes estén en este desdichadísimo, caso incumbe al Consejo penitenciario, que debe meditar mucho antes de negar a un hombre el derecho de perfeccionar su inteligencia. Esta negativa cuando se dé, podrá, y tal vez deberá no ser total, sino parcial; puede ser peligroso que un criminal aprenda a escribir, y no a leer o dibujar; y, en todo caso, nunca puede haber inconveniente en que sepa música: adivinamos, prevemos la sonrisa burlona de algún lector al ver que pretendemos hacer filarmónicos a los presidiarios; pero las burlas no son razones, y son muchas las que hay para no privarse de un elemento poderoso de educación.

Fuera, pues, de excepciones, que la teoría no puede hacer más que prever y la práctica señalará, creemos que la instrucción literaria es un beneficio inmenso para el penado y una palanca poderosa para remover los obstáculos que se oponen a su regeneración. En esto nos separamos mucho de la opinión más generalizada, que quiere tasarles la instrucción literaria; se la daríamos con largueza, aunque se nos objetara que intentamos hacer malhechores literatos. La verdad es que si hubieran sido literatos es muy probable que no fuesen malhechores; que la literatura no conduce al crimen; y la instrucción, que hace mejores a los pueblos, no puede depravar a los individuos.

En el individuo no se ha hecho, y tal vez no puede hacerse, el estudio de cómo mejora moralmente a medida que se ilustra: niño, joven u hombre de una clase en que se instruye, si se perfecciona, ni se mide bien su progreso, ni la parte que ha tenido en él la cultura; niño, joven u hombre de una clase en que no puede instruirse, si se deprava, no se calcula tampoco la parte con que su ignorancia contribuye a su depravación. Pero esta observación, difícil o imposible en los individuos, es fácil en los pueblos: compárense los salvajes con los civilizados, las diferentes civilizaciones, y se verá claro, evidente, que, en igualdad de todas las demás circunstancias, el pueblo mejor es el más ilustrado. Nótese que, para calcular la ilustración de un pueblo, no se ha de medir solamente la ciencia que posee, porque ésta puede estar concentrada en unos pocos doctos, como para conocer su bienestar no basta saber su riqueza, que tal vez monopoliza una opulenta aristocracia. La ilustración del pueblo, aquella que influye ventajosamente en su moralidad, es la que está generalizada, es el nivel intelectual de las muchedumbres: porque, de otro modo, la ciencia de unos pocos puede convertirse en instrumento de tiranía y, por consiguiente, de depravación: la historia ofrece muchas pruebas de esta verdad. Hemos dicho en igualdad de todas las demás circunstancias, porque se comprende un pueblo que tenga respecto de otro desventajas que neutralicen su cultura. Su suelo, su clima, su posición que le obligue a sostener guerras o le favorezca contra ellas; su religión, que le eleve o le rebaje, son elementos poderosos que con el mismo grado de cultura pueden producir resultados muy diversos; cuando nada de esto sucede, cuando hay igualdad o equivalencia en los componentes sociales, podemos asegurar, sin temor de ser desmentidos por la historia, que el pueblo mejor es el más instruido.

Siendo el pueblo más instruido aquel donde las muchedumbres alcanzan mayor grado de instrucción, y el pueblo mejor aquel en que la mayoría es más moral, resulta que es correlativa la moralidad y la instrucción en los individuos, puesto que lo es en las colectividades que de ellos se forman. Las excepciones que de esto pudieran presentarse no invalidarían la regla, y muchas que tal vez se tengan por tales no lo serán, ya porque la instrucción verdadera es muy rara, y no la tienen muchos hombres ilustrados en alguna ciencia, pero no en la moral, ya porque del hombre instruido en medio de una plebe ignorante resulta un desnivel y una tentación, en que él cae muchas veces, y un peligro de que ella se libra con dificultad.

Que el hombre se mejora a medida que se ilustra, se ve por la historia y se explica por la razón.

Cualquiera que sea la idea que se tenga del origen, fin y naturaleza del hombre, es evidente que tiene facultades, necesidades, inclinaciones diversas que, equilibradas, producen una armonía, y desordenadas, un trastorno. Toda necesidad o inclinación puede convertirse en apetito ciego o pasión avasalladora, si la razón no la combate y tiene a raya. La razón no sólo juzga y califica de malo lo que no es bueno, sino suministra medios de combatir el mal. Puesto que la actividad del hombre no es ilimitada; puesto que no lo es tampoco su poder de sentir, de querer, de gozar, de sufrir y hasta de extraviarse, puede neutralizar la energía excesiva de unas facultades con el uso de otras, porque aquella actividad que se distrae hacia cada una, no puede actuar en las demás. Así se ve que hay ocupaciones que, distrayendo, disminuyen el sufrimiento producido por una idea que mortifica, es decir, actividades que, más o menos, se apartan de un modo de acción, dirigiéndose a otro: se ve que una persona que emprende y se dedica a muchas cosas no suele hacer bien ninguna, porque una actividad desparramada, digámoslo así, es insuficiente en cada uno de los puntos a que se aplica; se ve que las personas que atinadamente cultivan diferentes facultades tienen muchos recursos en sí, es decir, una actividad bien aprovechada, que da medios variados de mantener la armonía interior, y medios exteriores para la vida material; se ve que peligra la razón, y suele sucumbir, en el que tiene una idea fija, es decir, la actividad toda concentrada en un punto y produciendo un desequilibrio que pronto llega a ser un trastorno completo. Todo esto, que es evidente para el observador menos atento, nos convence de que bajo la unidad superior del yo hay facultades diversas que mutuamente se influyen, y de cuyo ejercicio desordenado o armónico depende el vicio o la virtud. Son como otros tantos resortes que deben tenerse corrientes, porque no hay ninguno que huelgue, y bien usado no preste utilidad, y suprimido no produzca daño. Educar al hombre no es mutilarle, sino, por el contrario, procurar el desarrollo de aquellas facultades que le llevan al bien, y contener las que le impulsan al mal.

Si tomadas sus facultades una a una se ve que mutuamente se influyen y como que se reparten la total actividad, si se observan en grupos de funciones análogas se notará lo mismo. El que no hace ni ve hacer bien, sino que, por el contrario, tiene desde niño el ejemplo y la práctica del mal, con esta horrible gimnasia de los malos impulsos debilita sus buenas inclinaciones. El que no ejercita sino sus instintos más groseros y no tiene más que ocupaciones y goces materiales, debilita las facultades del espíritu y se embrutece. Diríase que las aptitudes del hombre, como una balanza, no pueden subir de un lado sin bajar de otro.

Por último, en los delitos, consecuencia de perversión en la voluntad, hay también desorden mental, preponderancia de alguna pasión o apetito sobre la justicia que la razón define y sostiene: por manera que el delincuente es un hombre cuyas facultades no están en armonía, y en que han prevalecido los impulsos egoístas, groseros, bajos; ¿qué hacer para corregirle? Si no se le modifica profundamente, si en la esencia queda como cuando cayó, volverá a caer, y si no cae será por miedo; estará intimidado, no corregido. ¿Qué hacer para modificarle?

No vemos otro medio que despertar, ejercitándolas, sus altas facultades aletargadas, para que a la vez sirvan de guía y de contrapeso a sus groseros instintos; sacar su actividad, de donde perjudica, a donde es útil; cultivar, en fin, su inteligencia, para que la razón, que siempre eleva e ilumina, le alumbre y le saque del oscuro abismo en que cayó. Nótese bien lo que dejamos indicado, de que, al cultivar la inteligencia, se da un guía y un contrapeso. En efecto: el hombre que aprende, no sólo sabe la justicia mejor y los medios de realizarla, sino que, al ejercitar las facultades que ha necesitado para aprender, ha llevado a ellas una parte de su actividad, que dichosamente ha de faltar a sus groseros instintos, porque el hombre no puede estar todo en todas partes.

Para modificar verdaderamente al penado, es necesario, pues, cultivar su inteligencia, enseñarle, enseñarle mucho, enseñarle cuanto se pueda. Según el tiempo de su condena, podrá ser mayor o menor su instrucción, pero que siempre sea tan completa como fuere posible.

Moral, debe aprender, practicándola y viendo su práctica, pero también conociendo su teoría.

Religión, debe aprender, y después que penetre en su entendimiento, algo influirá en su voluntad, algo dirá a su corazón. El conocimiento del derecho es de la mayor importancia.

La música, que tanto convendría en la primera enseñanza, quisiéramos que formara parte de la de las prisiones.

La música tiene la inmensa ventaja de ser agradable a todo el mundo, y de no hacer daño a nadie. Ricos y pobres, nobles y plebeyos, sabios e ignorantes, podrán variar en el gusto de esta o de la otra música, pero a todos es grata alguna. La música es una voz que halla eco en todas las almas, y parece también un eco de todas las voces. Sabe todas las lenguas, conoce todos los sujetos, penetra en lo íntimo y habla al héroe de su deber, al mártir de su abnegación, al entusiasta de su idea, al dichoso de su alegría, al triste de su dolor. Y a todos habla de tal manera, que a ninguno deja de elevar sobre el natural nivel de su espíritu, y como si su armonía fuera reflejo e iniciación de otras superiores armonías, fortifica y enternece, hace derramar lágrimas y da consuelo. Inapreciable ventaja es la seguridad de llegar a todos los penados, por un medio que podrá hacerles más o menos bien, pero que no ha de hacer mal a ninguno. Habladles de religión, de moral, de artes, de ciencias, de instrucción primaria o industrial: muchos oirán con indiferencia o no escucharán; tocad un instrumento, y si se oye de toda la prisión, podéis estar seguros de que todos los reclusos escucharán atentos. Sin duda impresionará a cada uno de un modo distinto, mas puede asegurarse que a nadie hará mal y que a un número mayor o menor hará bien. El efecto de la música es conmover, elevar, suavizar, cosas todas de que se halla muy necesitado el delincuente, que suele ser duro, bajo y poco sensible; y este efecto se consigue, no sólo sin esfuerzo, sino recibiendo una impresión grata: ya es un triunfo producirla en ciertos hombres por algún medio que no sea un goce brutal.

Los cánticos religiosos impresionan, aun a los no creyentes; es difícil oírlos sin conmoverse en una prisión, y la voz de la música lleva el culto aun a los que no quieren asistir a él, como una mensajera celeste que penetra dulce y amorosa hasta el corazón del que la rechaza.

Los himnos de la patria, los cantos aun más hermosos de la humanidad, son propios para levantar el corazón del penado a sentimientos de ciudadano y de hombre, hasta entonces desconocidos para él. La música abre paso a la letra, le da calor, vida, la hace de naturaleza más vaporosa y sutil, capaz de penetrar en corazones impenetrables a la palabra sola. Porque agrada, se ha visto en ella la parte agradable nada más, prescindiendo de la útil; y cultivándola para el entretenimiento, se la descuida como medio de educación.

La música, como un poderoso elemento educador en la penitenciaría, podría también ser para algún penado, que tuviera especiales disposiciones, medio de vivir honradamente al salir.

La lectura, la escritura, la aritmética, con raras excepciones, deben enseñarse a los penados, y el dibujo a todos aquellos en cuyos oficios puedan utilizarle.

Geografía, deben aprender todos; y a los de condenas bastante largas para adquirir mayor instrucción, se les debe enseñar elementos de física, de química, de historia natural y principalmente de astronomía. El abate Hervás dice: que todos sus estudios teológicos no le dieron tan alta idea de Dios, como el estudio de la astronomía. Léeme a Arago, decía una persona muy triste, no tan afligida que no quisiera buscar consuelo, ni tan creyente que no necesitara fortalecer su fe. Las demostraciones metafísicas de la existencia de Dios son para pocos; una página de astronomía es una demostración de la divinidad al alcance de todos.

El estudio de las ciencias naturales, sobre su incuestionable utilidad, tiene mucho atractivo, porque a la vez que es una cosa material, está llena de poesía, es real y maravillosa. Allí aparecen profundos misterios, pero también grandes verdades y sublimes armonías, que recrean el espíritu y dilatan los límites de la inteligencia. Los que tengan por imposible que hombres rudos comprendan y se interesen por esta clase de conocimientos, no saben lo que se puede enseñar cuando se enseña bien, lo que se puede aprender cuando se está aislado y afligido, y lo que interesan las cosas más insignificantes al recluso solitario. Los elementos de historia natural ofrecen a su vista un mundo inmenso, de que no tenía idea; y cuando su cuerpo está reducido a un recinto estrecho, halla consuelo en dilatar su alma por aquellos espacios inconmensurables y verdades maravillosas.

Antes de los elementos de zoología, convendría que recibieran algunas nociones de anatomía y fisiología del hombre, siendo muy fácil despertar el interés de cualquiera acerca de su propio organismo, cuya completa ignorancia hace imposibles los conocimientos higiénicos más indispensables y da lugar a prácticas absurdas y perjudicialísimas.

Queremos, pues, para los penados, una instrucción tan extensa como sea posible, según el tiempo de su condena y aptitud respectiva: instrucción, cuyo resumen abreviado puede formarse así:

Moral. -Religión. -Oficio. -Lectura y escritura. -Aritmética y nociones elementales de geometría. -Nociones de anatomía y fisiología. -Nociones de derecho. -Dibujo lineal. -Música (como premio). -Geografía. -Historia natural, y especialmente astronomía.

Los penados a cortas condenas, ni los muy rudos, no podrán adquirir sino una pequeña parte de estos conocimientos, advirtiendo que la instrucción religiosa, moral e industrial debe darse siempre, por muy corta que sea la permanencia del recluso en la penitenciaría.

En un país como el nuestro, en que el tiempo se aprovecha tan mal y la instrucción es tan rara, todo esto que vamos escribiendo ha de parecer a muchos absurdo, ridículo, imposible; se recordará el tiempo que gastan los niños en mal aprender a leer, escribir y contar, y los mozos y los hombres en adquirir los pocos conocimientos que bastan para que se llamen de carrera.

Pero cualquiera que no tome el hecho por la razón, y observe cómo se enseña y cómo se aprende, se convencerá de lo imperfecto de los métodos, de lo poquísimo que trabajan maestros y discípulos, y de que se hacen aprender cosas que importan poco o nada, dejando ignorar muchas importantes; empleando poco trabajo y malgastando mucho tiempo, que, con pocas excepciones, es la regla de la enseñanza en España, se pasan años yendo a la escuela, a la universidad o al instituto, para adquirir muy escasos conocimientos y la equivocada idea de que, sólo dedicando al estudio la mayor parte de la vida, puede aprenderse lo poco que saben. Este error se rectificaría con que, en lugar de decir «he estudiado tantos años,» se llevara una nota exacta del tiempo empleado verdaderamente en el estudio, diciendo he dedicado a él tantas horas. Con esta sencilla cuenta, si estaba bien echada, se desvanecería la ilusión de los años de carrera, a la que realmente no se han dedicado nada más que algunas horas. Si a esto se añadía el mal método que se ha seguido, y las muchas cosas inútiles que se aprendieron, se verá que pueden adquirirse en algunos meses, en semanas tal vez, los conocimientos que han llevado muchos años: este caso, no diremos que es constante, pero sí frecuente entre nosotros, y por lo mismo se halla generalizado el error de que sólo a fuerza de tiempo se puede adquirir instrucción un tanto general, por elemental que sea. Tenemos seguridad completa de que si se hace la experiencia, ella demostrará lo contrario.

Para aprender se necesita tiempo, voluntad y aptitud, suponiendo que haya quien enseñe.

Tiempo. -El penado trabajará ocho horas; tendrá ocho para dormir; para asearse, comer y reposar, dos y media; para traslaciones, una hora, y una para gimnasia o paseo; para culto, instrucción moral, religiosa y literaria, tres y media, porque la industrial la reciben en las horas del trabajo. Este tiempo, bien aprovechado cada día y que en los festivos se podrá aumentar para la instrucción moral y religiosa y para la música, da mucho de sí al cabo del año, y de muchos años cuando la condena es larga y la educación puede ser más completa y es más necesaria.

Voluntad. -Hay que contar con la firme voluntad que de aprender tendrá el penado, no por una determinación de carácter moral y elevado, sino porque, en la monotonía y doloroso aislamiento de su vida, el aprender es una novedad, un recurso, un consuelo y hasta una satisfacción. La lección que en libertad no escucharía, preso la recibe atentamente; el libro que antes le inspiraba desdén, ahora es un compañero que le hace un bien grande a veces. Ha menester distracción en aquel aislamiento, y pronto echa de ver, cómo, a medida que adquiere conocimientos, multiplica recursos, y cómo la mayor actividad de su vida intelectual compensa en parte su forzado material reposo; todo el que tiene alguna experiencia de estas cosas, sabe que parecen multiplicarse, por el modo con que se concentran, las facultades intelectuales del solitario, activadas por el poderoso estímulo de huir del tedio, del aburrimiento y de la soledad, que en parte se puebla en la comunicación que con el mundo proporciona el libro. Habrá algunas, pocas excepciones; pero la regla muy general será que el penado tenga mucha voluntad de aprender y una perseverancia excepcional y proporcionada a la necesidad que tiene de hallar en la instrucción recursos contra la tristeza de su aislamiento.

Aptitud. -La edad de los penados en general, los hace susceptibles de cultivar con buen éxito sus facultades intelectuales; y aunque la inacción en que han estado durante más o menos tiempo sea un mal precedente, no es, ni con mucho, un obstáculo insuperable. Bajo la corteza ruda del hombre del pueblo, hay una inteligencia aletargada, pero no muerta, y que es fácil despertar, con método y claridad en la enseñanza, y con hacer, en cuanto sea dable, que se auxilien las explicaciones teóricas con demostraciones materiales, haciendo allí al principio lo que se hace en las escuelas de párvulos. Decimos al «principio», porque no somos de opinión de que los hombres son niños grandes: los reclusos tienen una inteligencia, si no cultivada, apta para comprender mucho más de lo que imaginan los que por apariencias los juzgan: solamente que es preciso no precipitar la enseñanza; evitar en lo posible las abstracciones; generalizar con parsimonia, y graduar, en fin, la luz intelectual de manera que no deslumbre a aquellos ojos, que por tanto tiempo han vivido en la oscuridad. Haciéndolo así, afirmamos, sin temor de que la experiencia nos desmienta, que los penados, en las condiciones en que los ponemos, adquirirán, sin mucha dificultad, todos los conocimientos que a nuestro parecer deben dárseles, en todo o en parte, según la duración de su condena.

Las ventajas de dar al penado toda la instrucción posible son muchas y diversas, concurriendo todas a modificarle en sentido del bien.

1.ª Aprende sus deberes, los razona, tiene principios fijos de moral, y mayor aptitud para practicarla.

2.ª Cultiva sus facultades intelectuales, y la actividad que para esta cultura necesita lo aparta de aquellos groseros instintos, cuya preponderancia fue causa de su delito.

3.ª Aquel mundo intelectual y moral, que surge en medio de su soledad, es nuevo para él, halla bellezas y armonías de que no tenía idea, que no puede menos de admirar, y que le predisponen al respeto de las cosas santas.

4.ª La cultura de las facultades superiores en los individuos, lo mismo que en las naciones, templa la ferocidad, contribuye poderosamente a enfrenar los impulsos de la ira y los horrores de la crueldad, con que tantas veces se mancha el delincuente: que el hombre culto sea feroz, es posible, pero muy raro.

5.ª Cuando la razón cultivada ilumina la conciencia, y las superiores facultades en actividad disminuyen la de los apetitos groseros, hay más luz y más calma; la dulzura de los afectos y la elevación de los sentimientos es más fácil que hallen ecos y simpatías en el corazón del penado, como se refleja la luz en las aguas tranquilas.

6.ª El penado, si premeditó su delito, calculó con datos, o inexactos, o incompletos, y en todo caso insuficientes, de lo cual es clara prueba, aun para él, el hecho de verse preso. Dilatar la esfera de sus conocimientos; traer al problema de su vida datos nuevos; hallar puntos de vista que no sospechaba siquiera; comprender las relaciones de la utilidad y el interés con el deber y la justicia, cosas son que deben contribuir a que respete el derecho.

7.ª En la triste monotonía de su prisión solitaria, aquellos nuevos conocimientos que dilatan la existencia la hacen menos triste; el libro es casi un amigo que abrevia las largas horas de la soledad. Todo lo que consuela produce algún goce, y no es poco triunfo y poca ventaja en el que no los tenía más que groseros, ni los comprendía siquiera, hacerle gustar otros nobles y puros.

8.ª El saber produce una complacencia de un género muy elevado: algo así como una vislumbre de Dios en el conocimiento de la verdad; da también una satisfacción personal legítima, si no es excesiva, ni degenera en soberbia; en sus efectos hay algo como fortificante, como tónico, si podemos expresarnos así: sostiene y levanta; en su justa medida, contribuye a la dignidad, al aprecio de sí mismo. Esta tendencia es en alto grado beneficiosa para el penado moralmente débil, tan falto de dignidad, tan rebajado en su concepto y en el de los otros. La comparación de lo que era, inocente, y lo que es, culpado, le humilla; la que hace del hombre ignorante con el que posee alguna instrucción, le eleva; y nunca se apreciará bastante cuánto contribuye a corregir a un hombre que ha caído muy abajo, todo lo que influye para que su espíritu se levante.

Se ve que todas las tendencias del saber son opuestas a las que impulsaron al delito, y que la instrucción derramada sobre la cabeza del delincuente podrá hacer más o menos bien, pero siempre en sí es buena. ¿Qué inconvenientes puede tener? No comprendemos que se aleguen contra ella más que dos: dar al penado cierta superioridad intelectual, de que puede abusar, y disgustarle de la práctica de las labores mecánicas.

Malos efectos de la superioridad intelectual del penado. -Caso de que el penado adquiera los conocimientos que pretendemos darle, o una parte de ellos, tendrá una superioridad intelectual relativa a lo que antes era él, y respecto de las personas de su clase, si éstas continúan en la ignorancia en que hoy viven: lo cual no debía suceder, porque el progreso de un pueblo debe ser armónico, la reforma de las prisiones coincidir con otras y la mayor instrucción de los presos concordar con el aumento en la de los hombres libres. Pero supongamos que no es así y que llega a ser frecuente el hecho de que el que sale de una penitenciaría tiene más instrucción que un hombre de su clase que no delinquió.

La primera consecuencia es atenuar algo el recuerdo ignominioso que empaña su reputación, hacerle aparecer un poco menos vil. El delito mancha en su pasado, inspira repugnancia u horror; pero aquellos conocimientos que adquirió, aquellas ideas más elevadas y más justas, dan, si no garantía, esperanza de que sus acciones serán mejores. ¿Cómo separar lo que conoce y piensa el hombre, de lo que hace? Al licenciado de presidio parece haberse sustituido el alumno de una escuela. ¿Quién sabe cuántas cosas habrá olvidado? Pero cualquiera puede ver que aprendió muchas buenas, y no en vano se sabe, ni el bien, ni el mal. Aquella evidencia que había antes, de que el penado salía de la prisión peor que entraba, no existe: poco o mucho, no cabe duda que se ha mejorado ese hombre, que ha rectificado muchos errores, que conoce mas verdades, que ve mayor número de armonías, que dilata más sus ideas, que echa mejor sus cálculos, que es capaz de goces inmateriales que antes no tenía. De aquel cautiverio, que ha sido una lección continuada, trae más recursos; tal vez los emplee mal, pero acaso no; es lo cierto que los tiene, que su entendimiento ofrece medios más eficaces y más apoyo a su voluntad. Entre su pequeño equipaje, hay algunos libros; tal vez los venda y lleve su importe a la orgía; acaso los mire con cariño, como los compañeros de su soledad y los consoladores de su tristeza; tal vez se los lea a sus hijos, a sus padres, a sus vecinos, y se los explique con cierto orgullo, que es legítimo, porque se cifra en una cosa buena en sí. La cultura de la inteligencia es noble y elevada; siendo iguales todas las demás circunstancias, tiene mayor dignidad el que más sabe: la denigrante calificación de bruto, ¿no se aplica al que no tiene cultura alguna, lo mismo que a un ser irracional?

No hay duda que la instrucción literaria del penado tiende a levantarle a sus propios ojos y a los del público que le mira, y, cuando no parezca tan vil, hay un motivo menos para que lo sea: algo se disminuye el general desprecio, la común desconfianza; no parece un caso tan desesperado ni absolutamente imposible su vuelta a la honradez, y la opinión no le empuja tan fatalmente a la reincidencia: en sus días de prueba y de lucha, en sus horas de crisis supremas, cuando parece que un cabello arrojado en la balanza puede inclinarla al bien o al mal, ha de influir mucho para que al mal no se tuerza la posibilidad, por remota y difícil que sea, de rehabilitarse alguna vez.

Este primer efecto de la cultura intelectual del penado no puede ponerse en duda por nadie que sepa cuánto influye en el reincidente el desprecio con que se le abruma. Resta ver si la superioridad intelectual que tiene respecto de las personas de su clase podrá ser un medio para arrastrarlas al delito.

Partimos del supuesto de que los grandes malvados10 no saldrán de la penitenciaría y que los delincuentes que pueden abusar de cierto género de instrucción, no la recibirán. Queda la generalidad de los penados, que, si lo fueron por corto tiempo, poco pueden haberse instruido; si por mucho, deben haberse modificado notablemente. La educación que para ellos proponemos, las benéficas influencias de que los rodeamos, por regla muy general deben apartarlos de la reincidencia, que además, aun ahora, es menos frecuente en los que sufren condenas largas: porque, cuanto más grave es el delito hay menos propensión a cometerle y a repetirle. Tenemos por seguro que, entre los que han recibido la instrucción completa y la educación de la penitenciaría, habrá muy pocos reincidentes. Estos pocos son los únicos que pueden abusar de su superioridad intelectual para seducirá los débiles: porque el mal por el mal nadie lo predica, y el que quiere hacer malvados es para utilizarlos como cómplices y auxiliares; tenemos, pues, reducido a muy corto número el de los que, puestos en libertad, abusen de los conocimientos adquiridos en la prisión.

¿Sobre quién ejercerán su perniciosa influencia? Sobre los hombres honrados y firmes en la virtud, sobre los que vacilan, o sobre los que ya se apartaron de ella? Los que marchan con firmeza por el buen camino, no los desviará de él, aunque tenga mayor cultura, un licenciado de presidio: más que pudiera autorizar su consejo la instrucción, le desautoriza la mancha que empaña su honra, y la pena sufrida por él pregona muy alto su error, al calcular las probabilidades de la impunidad. El que tan mal supo dirigirse a sí mismo, ¿podrá dirigir bien a los otros? Su seducción no es de temer entre los hombres honrados a quienes la infamia aterra, el delito repele y las malas pasiones no ciegan.

Quedan los vacilantes y los pervertidos ya. Pero la influencia para el mal, ¿cómo se ejerce? Por medio del mal mismo. Reflexiónese que en toda empresa, si no intervienen influencias extrañas, ocupa el primer lugar aquel que tiene dotes más apropiadas a su objeto; si se trata de astucia, el más astuto; si de peligro, el más valeroso; si de ciencia, el más sabio; si de abnegación, el más santo; si de maldades, el peor. En las partidas de bandoleros, en que se establece la jerarquía natural para el dañado fin que se proponen, pueden calcularse los grados de su perversión por los de autoridad que allí disfrutan: el capitán es el más perverso; nada más lógico cuando se trata de hacer mil; cualquier sentimiento bueno es considerado como un defecto que desautoriza; es como la ignorancia para un fin científico.

En nuestros presidios, donde la comunicación de los hombres tiene un objeto malo, también se establece la jerarquía natural de la perversión, y la autoridad es del más perverso. ¿Cómo la ejercen allí? ¿Cómo la ejercerán cuando salgan? ¿Es por ventura, puede ser, ostentando sus conocimientos geográficos, astronómicos, físicos, químicos o filarmónicos? ¿Será manifestando lo que han aprendido de religión, moral o derecho? Seguramente que no; porque estos medios, serían contraproducentes al fin que se proponen y, sin quererlo moralizarían más o menos, en vez de pervertir. Ya se sabe los medios que emplean para dominar, los que tienen influencia entre los criminales. Intrepidez en los peligros; oídos sordos a la voz de la piedad; frente que no se ruboriza con la infamia; mano que no tiembla al herir; imaginación fecunda en iniquidades y engaños; alegría ante las lágrimas que hacen derramar. Tales son las cualidades, verdaderas o supuestas, de los criminales de prestigio, que le adquieren entre sus compañeros y prosélitos, refiriendo sus hazañas y manifestando sus proyectos. ¿Qué tiene, qué puede tener esto de común con los conocimientos adquiridos en la penitenciaria, cuya tendencia es precisamente opuesta, y a cuya acción hay que sustraerse absolutamente, para que no modifique más o menos aquellos impulsos feroces y degradantes que constituyen la superioridad de los que seducen para el mal? Más bien que utilizar la instrucción adquirida, los reincidentes tienen que olvidarla, porque no es auxiliar apropiada ni fiel compañera, sino un elemento extraño, perturbador, que altera las armonías que la maldad establece con la ignorancia. El saber imprime carácter, marca su sello indeleble; y si no puede ser ya la voz de la conciencia, es siempre el verbo de la razón.

Téngase muy presente que la instrucción puede servir de instrumento a los que hacen mal hipócritamente, llamándole bien; para producir este trastorno moral; para atribuirse la misión de guías, cuando son extraviadores; para impulsar a cometer faltas, dándolas el nombre de deberes, y a olvidar o pisar los deberes, llamándolos imperfecciones; para hacer una maraña de la conciencia, un caos de la razón, dar nombres impíos a las cosas santas y santificar las maldades; para ejercer, en fin, coacción espiritual sobre los pobres de espíritu y llevarlos con la fuerza del engaño por las vías de la iniquidad; para esto puede ser útil el saber, y Dios, con su infinita misericordia, perdone el horrendo pecado de convertir la inteligencia recibida para conocer el bien, en medio de hacer mal.

No es este el caso: la seducción del licenciado de presidio ha de ser necesariamente cínica y grosera; trátase de incitar al robo, al hurto, a la estafa, a la falsificación, al asesinato; nada de esto se tiene ni puede ser tenido por bueno, ni por él, ni por aquel a quien trata de convencer; se pondría en ridículo y perdería lo que podríamos llamar su fuerza inmoral, si la empleara en disfrazar su maldad con manto de virtud. Sobre que es imposible, si lo intentara, se rebajaría; porque el malvado, si ha de tener prestigio, ha de ser cínico, no hipócrita; la hipocresía es siempre una debilidad, y el que quiere arrastrar a otro, ha de ser fuerte o parecerlo. Toda la instrucción del reincidente es, pues, inútil para la primera parte de la seducción, que había de consistir en que apareciera como bueno o indiferente el mal hecho que propone. Su arte ha de emplearse en exagerar las probabilidades de la impunidad y los goces que proporcionará la perpetración del delito.

El penado, por el hecho de haberlo sido11, es un argumento concluyente contra la impunidad que hace esperar, y para la pintura de los goces que promete, groseros y brutales, ¿de qué pueden servirle los conocimientos adquiridos? ¿Qué hay de común entre la palabra grave con que se expresan las verdades que aprendió, y el lenguaje soez con que encarece el atractivo de los placeres criminales y vergonzosos? El conocimiento del derecho, el de su organización, el de las leyes de la naturaleza, ¿qué medios pueden prestar para encarecer la ventaja de hollar el derecho ajeno, de perturbar el orden moral, de romper todas las armonías, gozando en hacer sufrir, prescindiendo de la actividad del espíritu para no vivir sino de la materia, y, en fin, de sofocar la conciencia, empeñándose en la imposible empresa de dar contentamiento a los sentidos, insaciables desde el momento en que su satisfacción es el único objeto de la vida? Lo repetimos: para volver al camino del mal y arrastrar por él a otros, el penado, lejos de servirse de lo que aprendió en la penitenciaría, debe olvidarlo u ocultarlo al menos, porque si lo manifiesta, es posible que, sin querer, rectifique lo que intentaba torcer e ilumine la oscuridad que necesita para realizar su empresa de confusión y desorden.

En resumen: la cultura del penado, cuya tendencia es a elevarle, hacerle más digno, más conocedor del bien y más fuerte para realizarle no le presta medios para arrastrar a los otros al mal, aun en el caso muy raro de que reincida.

La cultura intelectual podrá disgustar al penado de los trabajos manuales. -La total separación que hasta aquí ha habido, el abismo, mejor dicho, que se ha abierto entre el trabajo mental y el manual, con otros perjudicialísimos efectos, ha producido el de envilecer en el común concepto ciertas ocupaciones, y suponerlas incompatibles, con las que por ser diferentes, se han declarado opuestas. El trabajador es casi, o exclusivamente material, o mental; el señor no ha de hacer labor alguna con las manos, ni el hombre del pueblo con la inteligencia; hasta aquí todo el orden social se halla basado en esto, ¿cómo extrañar que no sea firme, cuando se funda en un error? ¿Cómo querer que se establezca la armonía en la sociedad, alterando el orden de la naturaleza?

Los hombres en nuestra sociedad se dividen en

Trabajadores manuales.

Trabajadores intelectuales.

Ociosos.

No consiente la índole de este estudio que nos ocupemos de los últimos, ni aún que entremos, respecto de las otras dos clases, sino en aquel género de consideraciones más imprescindibles a nuestro propósito.

El trabajo intelectual exclusivo debilita físicamente. El trabajo manual exclusivo debilita intelectualmente. Este exclusivismo produce hombres endebles y hombres embrutecidos. La debilidad física de los señores no es un secreto, ni tampoco las enfermedades, que probablemente no son sino una consecuencia de ella, y la degeneración de la raza, resultado de todo. Como el hecho es de tanto bulto que no pueda ser ignorado, se habla de varios remedios para conjurar el mal, siendo uno de ellos la gimnasia que, teóricamente al menos, entra en la educación física.

Por otra parte, se dice que el obrero mecánico no necesita más inteligencia que aquella que puede ayudarle a fabricar el objeto de su industria; si es labrador, hacer surcos; si carpintero, mesas; asegúrase que para esto no se necesita cultivar las facultades mentales, y que la instrucción dada a los trabajadores manuales haría que quisieran salirse de su clase. ¿Cuál es su clase? ¿Qué es clase? ¿Qué es salirse de ella? Esto no se pregunta, o no se contesta; y el divorcio y la incompatibilidad de las ocupaciones continúa; y sigue el trabajo de manos pareciendo degradante para los de arriba, y el intelectual peligroso para los de abajo.

No se pueden resolver bien las cuestiones en las penitenciarías, si no están bien resueltas en la sociedad, de donde sale, y adonde ha de volver el penado. Cuando en la opinión general hay errores graves, han de ofrecerse como obstáculos a la educación penitenciaria, que sólo aísla al educando por un tiempo corto, relativamente al de su vida, y que, procurando dirigirle, en razón y en justicia, le prepara tal vez desacuerdos con los que no obran en justicia ni en razón. El caso no es para mirado con desdén, no se nos oculta su gravedad; pero después de meditar sobre él, como antes, creemos que la verdad es siempre buena, y que no se puede mutilar la ciencia; después de meditar sobre la posibilidad de desacuerdo entre lo que se haga en la penitenciaría y lo que se piense fuera, no vacila nuestra fe en los principios; y cuando hayamos hecho del penado un hombre tan perfecto, el más perfecto que nos sea posible, habremos hecho lo que debíamos y lo mejor que podíamos hacer.

A pesar de esta confianza y de esta fe, como somos tímidos para generalizar; como no tenemos ni autoridad ni afición a dar oráculos desde las eminencias del a priori, hemos procurado analizar qué será el penado, cuando, después de llevar algunos años en la penitenciaría, salga con la instrucción completa que puede darse en ella. Regenerado o no, enmendado o corregido solamente, sólo por excepción se le puede considerar dispuesto a la reincidencia, ya por no ser común en los de su clase, ya porque ha recibido necesariamente modificaciones en sentido del bien. Quien quiera que él sea, no ha podido vivir tanto tiempo en aquella atmósfera de inteligencia y de justicia, sin entrar en si más o menos, sin reflexionar algo, sin domeñar mucho los impulsos ciegos o desordenados. No se sabe hasta qué punto será una persona honrada y buena; pero es muy probable que sea un hombre serio, que aprendió a contenerse y sabe lo que le conviene.

Las ideas que se le inculcaron respecto del trabajo, de cualquier trabajo, se le representan como una cosa digna siempre; puede haberle más penoso o más lucrativo, pero todo es igualmente honrado, viniendo su envilecimiento en la opinión, en parte, de la poca dignidad del trabajador mecánico, en parte, de la poca equidad con que se le juzga. Hay, pues, falta de uno y otro lado; el obrero no es tan respetable como debía, ni tan respetado como es justo: estamos en una época de transición, en que luchan verdades y errores, siendo muchos de éstos vencidos. El penado podía haber nacido en un siglo más avanzado, en que como trabajador manual mereciera más consideración, pero también pudo venir al mundo en una época en que, como operario, pareciera despreciable y, como delincuente, vil, abominable, incorregible, bueno sólo para perecer en los suplicios, o llevar en la frente, la marca de su infamia indeleble. El porqué venimos al mundo en un tiempo o en otro, es el secreto de Dios; pero el hombre, y sobre todo el penado, debe tenerse por dichoso en no haber nacido cuando las leyes eran crueles y la opinión más injusta; así se le debe hacer comprender.

En cuanto a las aplicaciones de los conocimientos literarios o científicos adquiridos en la penitenciaría, las nociones elementales que tiene del derecho, bastan para que comprenda la justicia, pero no pueden darle la idea de hacerse doctor en leyes; las que adquiera acerca del curso de los astros e historia natural, no harán que aspire a una cátedra de botánica o astronomía. Consuelo en su soledad, alimento del espíritu en su tribulación, nunca ha pensado que muchas nociones hayan de servirle para proveer a su subsistencia el día de la libertad, máxime habiéndole inculcado mucho que el saber sirve primeramente para la propia perfección, después para contribuir a la de los otros, y que como medio de conseguir utilidades pecuniarias es de los más imperfectos. Su oficio, en el que se ha perfeccionado, este es el único medio de ganar con qué vivir; ha adquirido el hábito de considerarle como tal, de ejercitarse en él, y su instrucción literaria podrá continuar siendo, como fue en la prisión, un recurso mental que, aunque menos indispensable, ya no deja de ser en gran manera útil para su espíritu. Si le produce mayor aprecio de sí, este orgullo podrá compensar algo la humillación de su condena y contribuir a que no se envilezca; si sale de la penitenciaría con alguna especie de dignidad, es casi seguro que no volverá; si la perdió enteramente, de temer es que reincida.

Siendo completamente artificial y absurda la absoluta separación entre el trabajo mental y el manual, puesto que no hay entre ellos más antagonismo que el establecido por ideas erróneas; habiendo sido mecánica la principal ocupación del penado, que adquirió con el hábito de ejercerla el de considerarla como digna y única lucrativa para él, no vemos el peligro de que la desdeñe, como no hemos visto que los pocos obreros que de adultos adquieren alguna instrucción dejen su oficio, sino por el contrario, le desempeñan mejor.

A tantas y tan inapreciables ventajas como tiene la instrucción para el penado, vemos que no pueden oponerse inconvenientes que lo sean en realidad; y aunque hubiese alguno en un caso excepcional, nunca el daño que pudiera resultar podría neutralizar el inmenso beneficio de elevar el nivel moral o intelectual del delincuente. La instrucción sola podría en algunos casos ofrecer peligros; con la educación, no puede producir más que ventajas; y cuando se rodea al recluso de una atmósfera de moralidad y de justicia, no hay peligro en hacer brillar allí la luz de la inteligencia.

Es bastante común entre las personas ilustradas sostener que la educación debe ser individual. Pero siendo el hombre una persona que en parte se diferencia, en parte se asemeja a las demás; teniendo vida propia suya y también común con sus semejantes; siendo, en fin, un yo sociable, su educación en parte debe ser individual y en parte colectiva. El niño se educa mejor en casa que en el colegio, pero no se le puede aislar tampoco en ella completamente de otros niños; lo que hay que hacer es vigilar sus relaciones. A medida que crece, sus afectos y sus ideas piden comunicación, la necesitan, y ni su corazón ni su inteligencia pueden llegar en la soledad adonde es posible que en la sociedad lleguen. Como la educación, en el recto y completo sentido de la palabra, dura tanto como la vida, el hombre, para perfeccionarse, que no es otra cosa educarse, necesita recogerse en sí y comunicar, alternativamente, armonizando la actividad individual y la acción colectiva. Esta armonía, muy importante, no es muy fácil; y observando diferentes personas, se puede ver que unas han vivido demasiado con las demás, y otras consigo mismas: la dificultad del justo medio es grande, porque según las disposiciones del individuo necesita favorecer, o la acción interior, o la exterior; contener la personalidad, o dilatarla y modificarla con los elementos colectivos.

Esto que sucede con el hombre, acontece con el penado, solamente que en la penitenciaría las dificultades son mayores. El problema es una educación muy indispensable y muy difícil, en que ni se puede saber con seguridad hasta qué punto debe ser individual y colectiva, ni aun sabiéndolo, ordenarla en las debidas proporciones.

No se pueden conocer bien los recursos personales del penado, porque éste, por regla general, con muy pocas excepciones, no es sincero: no debemos extrañar que no lo sea, ni aun hacerle por ello cargo; cuanto el hombre se aparta más de la virtud, ha de tener menos sinceridad, por ser contra la natural inclinación decir mal de sí mismo: deben hacérsele pocas preguntas al que no es bueno, para no ponerle en peligro de que mienta.

Por regla general, los recursos individuales del penado ignorante, aquellos que puede emplear para su regeneración, son pocos, al menos hasta que se instruye y modifica, porque su actividad, que puede tener mucha, aunque desordenada, presentará un obstáculo y no un medio para que se enmiende. Aunque se llegue a calcular aproximadamente la medida en que le conviene recibir las lecciones solo, o ser enseñado colectivamente, su calidad de preso incomunicado con sus condiscípulos no permite graduar los elementos individuales y colectivos de su educación de la manera más adecuada, sino de la posible. Conviene que se le hable en la celda a solas, y fuera de ella en compañía de otros; pero ya hemos visto la imposibilidad de que con frecuencia se le visite aislado, y por otra parte, la acción colectiva no es tan desembarazada como fuera de desear.

Trabajando en la celda y la enseñanza industrial es individual; y aunque el maestro que le enseña un oficio no puede ser un hombre instruido, ha de ser un hombre honrado, cuya visita le dará consuelo y cuya conversación puede serle provechosa, bajo el punto de vista moral. Como veremos al tratar del servicio penitenciario y del personal, los empleados superiores y el capellán, además de la enseñanza colectiva, no descuidarán la individual, el cuanto posible fuese, visitando alguna vez al recluso, y acudiendo, cuando en algún conflicto de su espíritu los llame.

Por las condiciones que no pueden variarse tratándose de penados, la acción colectiva ha de preponderar, y aunque el libro llene el vacío de la soledad, todavía ha de existir desequilibrio en el aislamiento. Este desequilibrio será más o menos perjudicial, según las circunstancias del preso, y por tanto, la visita no se les debe dar con el reloj y el calendario en la mano, sino conforme a la mayor necesidad que se note, a la manera que el facultativo ve al enfermo con más o menos frecuencia, según está más o menos grave.

Hemos tratado en el mismo artículo de la instrucción y de la educación, porque, si en ninguna parte pueden separarse, menos en una penitenciaría. No obstante, la educación tiene una esfera mucho más extensa, y tanto, que todo lo que se hace en la prisión, se relaciona con ella, y debe encaminarse a perfeccionarla. Así, las penas disciplinarias y las recompensas; la comunicación verbal o escrita que con su familia puede tener el penado; la relativa libertad que se le deje, etc., etc., todo tiene por objeto su enmienda y, por consiguiente, su educación. A ella se refiere, pues, mucho de lo que nos resta que decir en los capítulos siguientes; mas para la debida claridad, conviene tratar separadamente de los distintos medios que han de concurrir al mismo fin.



Arriba
Anterior Indice Siguiente