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ArribaAbajoCanto II


Sacra suosque tibi commendat Troia penates.


(Virgilio, Aen., lib. II, 293.)                


Argumento. -Al recibir la noticia del alzamiento de los moriscos, convocan los Reyes Católicos a sus nobles. -Razonamiento del rey Fernando. -Se ofrece a la empresa D. Alonso Fernández de Córdoba, señor de Aguilar, hermano mayor del Gran Capitán. -Contestación de la reina Isabel. -A la mañana siguiente D. Alonso reúne sus hombres de armas y marcha a Granada para unirse con los Condes de Ureña y de Cifuentes. -Profecía del Betis



Apenas por las puertas del Oriente
Con su manto bordado de oro y grana,
Anunciando del sol la luz ardiente,
Prestando claridad a la mañana,
Mostró la aurora su risueña frente,
Oscureciendo el brillo de Diana;
Abriéronse a los nobles de Castilla
Las puertas del alcázar de Sevilla.

Los llama el Rey Fernando, que blasones
Del reino de Aragón y el Castellano
Enlazando de España en los pendones,
Hizo temblar al bárbaro africano;
Terror de los infieles escuadrones
La fe ensalzó y el nombre de cristianos,
Dominó de Granada las murallas
Invocando al Señor de las batallas.

Y aquella reina, cuya eterna fama
Escrita está con páginas de gloria,
A quien Castilla por su madre aclama
Y guarda de su nombre la memoria,
La que ardió de la fe en la santa llama
E hizo inmortal su nombre y su victoria,
Isabel de Castilla soberana,
Gloria y honor de la nación hispana.

Los grandes y los nobles de Castilla
Por sus reyes y príncipes llamados
Del Betis claro a la tranquila orilla,
Abandonan su hogar y sus estados,
Acuden al alcázar de Sevilla
A la voz de la patria convocados,
Y a defender su religión y leyes
Corrieron al palacio de sus reyes.

Ocupa el trono, a la derecha mano,
La noble reina y ciñe la corona
Del reino de León y el castellano,
Áurea diadema, que su sien corona;
Y rige el rey con poderosa mano
El cetro de Aragón y Barcelona;
Y el trono los magnates rodeando
Les dirigió su voz el rey Fernando:

«Próceres y magnates castellanos,
Caudillos vencedores de Granada
Y terror de los reyes mahometanos,
Afilad al combate vuestra espada,
Porque ya los infieles africanos
Tremolan su bandera desplegada,
Amenazando, ¡sedición impía!,
Hundir en polvo nuestra monarquía.

En vano de Granada en las almenas
Ondean nuestros ínclitos pendones,
Y en vano ya las huestes sarracenas
Huyen de los castillos y leones;
Porque ese pueblo rompe sus cadenas
Y al ímpetu y furor de sus legiones,
No resisten almenas ni murallas
Ni fuertes cotas de aceradas mallas.

Cual torrente que rompe sus riberas
Inundando los campos desbordados,
Y arrollando sus diques y barreras
Dilata su corriente, arrebatado,
Así vuelan las árabes banderas;
Y el pueblo sarraceno encadenado
Vibra en su mano la pesada lanza
Y corre presuroso a la venganza.

Y súbito en la cima de la sierra
Tremolan de Granada los pendones,
óyese el grito de venganza y guerra
Y el rápido volar de sus bridones;
Armada multitud cubre la tierra
Y corren al combate sus legiones
Y hacen que el viento y que los aires rompa
El ronco son de la guerrera trompa.

Caudillos y guerreros castellanos,
Corred a defender vuestros hogares,
Porque ya los infieles africanos
Amenazan el trono y los altares;
Y lanzas y paveses mahometanos
Conduce la Discordia a vuestros lares,
Y teñirán en sangre sus aceros
De Libia y Mauritania los guerreros.

Si caballeros sois y en vuestras venas
Corre la noble sangre castellana,
Si no teméis las huestes agarenas,
Ni toda la potencia mahometana;
Si brilla de Granada en las almenas
La santa cruz de redención cristiana
Y del Genil a la argentada orilla
Llevasteis los pendones de Castilla;

Si la Discordia conturbó la tierra,
Rasgando del abismo las entrañas,
¿Quién ha de alzar en la desnuda sierra
El blasón noble de las dos Españas?
Y pues sois invencibles en la guerra
¿Quién clavará el pendón en la montaña?
Si caballeros sois y sois cristianos
Mostrad, pues, el valor de castellanos.»

Calló el rey de Aragón y los magnates,
Que en profundo silencio le escuchaban
Y sintieron llamarse a los combates,
Un confuso murmullo levantaban;
Como azotan las olas con embates
En los mares las rocas, se agitaban
Pretendiendo correr a las batallas,
Defender de Granada las murallas.

Alzose al fin de Córdoba un guerrero,
De Córdoba nacido en los jardines,
Gentil y valeroso caballero,
Capitán de Granada en los confines,
Que, más limpio que el sol su blanco acero,
Al escuchar el son de los clarines,
Tiñó con sangre mora en cien batallas,
Tiñó su cota de aceradas mallas.

Es D. Alonso de Aguilar el fuerte
Que libró a la sultana de Granada,
Que se lanzó mil veces a la muerte
Por su Dios, por su rey y patria amada;
Es D. Alonso cuya triste suerte,
Del Darro en las orillas lamentada,
Eterniza en sus páginas la historia
Y guarda de sus hechos la memoria.

«¡Oh reyes!, exclamó, si es que la muerte
Puede arrancarme de la patria mía,
Si es que ha querido mi cansada suerte
Que en temprana y tristísima agonía,
¡Oh dulce patria!, tenga que perderte,
Por ti yo moriré con alegría.
¡Oh reyes, escuchad, que el castellano
Cetro regís con poderosa mano!

El fuerte y valeroso caballero
Que cuelga al cinto la temida espada,
Que tiñe en sangre su desnudo acero
Y se viste el arnés y la celada,
El que combate cual leal guerrero
Al pie de una muralla derribada,
Y abandona su patria y sus hogares
Por defender el trono y los altares,

O vuelve vencedor en cien batallas
Y clava victorioso en las almenas
De su feudal castillo en las murallas
Triunfante las banderas sarracenas,
Cuelga la cota de aceradas mallas
Terror de las legiones agarenas,
Porque en el peto y la acerada cota
Más de una lanza infiel ha sido rota;

O si enemiga la fortuna impía,
En medio del estrago y la matanza,
Entre las sombras de la noche fría,
Al caballero en el sepulcro lanza,
Si ha querido la suerte que en un día
De algún brazo alevoso la venganza
Corte cobarde su preciosa vida
Y le atraviese con traidora herida;

Morirá sin temor, porque la gloria
Quedará de su nombre y de su hecho,
Y le guarda en sus páginas la historia
Triste recuerdo de su fuerte pecho;

Quedará de su nombre la memoria
Y cuando duerma en el sangriento lecho
El Señor de los cielos y la tierra
Recordará que ha muerto en buena guerra.

Sí, caballeros somos y cristianos,
Y juro por la fe de caballero
Que he de alzar los pendones castellanos,
Si alcanzo la victoria, como espero;
Y contra los infieles africanos
Teñido en sangre mi desnudo acero,
La voz de patria y religión me manda
Que venza o que perezca en la demanda.

Y si Dios ha querido que yo muera
Y no vuelva a los muros de Sevilla,
Y que corra mi sangre la primera
Del Verde Río en la sangrienta orilla,
Aunque mayor mi sentimiento fuera,
Moriré por la gloria de Castilla,
Moriré por su trono y por su ley,
Por mi Dios, por mi patria y por mi rey.»

«Y si mueres, que Dios te dé su gloria,
Dijo la noble reina de Castilla,
Y quede de tu nombre la memoria,
Del Betis claro en la tranquila orilla;
Y si alcanza tu brazo la victoria
Y vuelves a los muros de Sevilla
Triunfante y vencedor en cien combates,
El primero serás de los magnates.

El Señor encamine tus legiones
Puesto que eres cristiano y caballero;
Bendiga de Castilla los pendones,
Pues de Dios y de su ley eres guerrero;
Y pues fe y religión son tus blasones,
Y más limpio que el sol tu blanco acero,
Al combatir al árabe enemigo
De Dios la bendición vaya contigo.

Por la fe de Granada en las almenas
Brilla la cruz de redención cristiana,
Y por la fe las huestes agarenas
Huyen de la bandera castellana;
Porque la fe rompió nuestras cadenas,
Derribó la pujanza mahometana,
Y nos abrió un camino por los mares
Para ensalzar la cruz y sus altares.

¡Guerrero de la fe, marcha a la sierra,
Tremola la bandera castellana,
Y si mueres en santa y buena guerra,
Y si corta una lanza mahometana
El curso de tus días en la tierra,
Dios premiará tu abnegación cristiana;
Y si vuelves triunfante y sin mancilla,
Por vencedor te aclamará Castilla!»

Era la aurora del siguiente día
Y triste apareció y oscuro el cielo,
Y perdieron las flores su alegría
Y cayeron marchitas en el suelo;
Y en la fértil y rica Andalucía
Una voz resonó de desconsuelo;
Las madres los acentos escucharon
Y a los pechos sus hijos apretaron.

Una voz se escuchó en los corazones,
Y resonando su postrer acento,
¡Ay de Castilla, dijo, y sus campeones!
Y tembló la ciudad en su cimiento,
Temblaron los castillos y leones,
Y estremeciose en su profundo asiento
El trono y el alcázar de Sevilla,
Mansión de los monarcas de Castilla.

Mas D. Alonso de Aguilar salía
Con la primera luz de la mañana;
Tropa de mil valientes le seguía
Y su gente aguerrida y castellana
Hacia las Alpujarras dirigía
Contra la raza bárbara africana;
Desplegando al viento su bandera
Llegan del Betis claro a la ribera.

El padre Betis elevó su frente,
De lirios y espadañas coronada,
Y detuvo sus aguas tristemente;
Detuvo su corriente arrebatada,
Y cesando el murmullo del torrente,
A los vientos calmó su voz sagrada,
Y mirando a los muros de Sevilla
Anunció los destinos de Castilla.

¡Cisne del Betis, tú divino Herrera,
Suave cantor de la sonante lira,
Quién tu sonora voz y arpa me diera
Y aquel sagrado numen que te inspira
Del Guadalquivir en la ribera,
Tu dulce canto, que de amor suspira,
Y en cuanto baña el mar y Cintio dora
Hace inmortal el mundo de Eliodora!

Así el Betis habló: «¡Triste Castilla!
¿Qué será de tus bravos campeones?
¿Quién volverá a los muros de Sevilla?
Y rotos los castillos y leones,
¿Quedará en tus escudos tal mancilla?
A la muerte conduces tus legiones.
¡Verted mares de llanto, castellanos,
Pues que sois caballeros y cristianos!

¿A dónde vais, a dónde vais perdidos?
¿A dónde vais caudillos y guerreros?
¿Sois aquellos valientes tan temidos?
¿Sois aquellos gallardos caballeros?
Y ¿sois aquellos nobles no vencidos,
Que tiñeron en sangre sus aceros,
Y vistiendo la cota y la armadura
No temieron jamás la muerte dura?

¡Los de acerada cota y fuerte espada!
¿Sois los que del Genil en la ribera,
Al viento vuestra enseña desplegada,
Con fuerte corazón y fe sincera,
Corristeis a los muros de Granada
Y alzasteis de Castilla la bandera
Sobre rotas almenas y murallas,
Conquistadas con sangre en cien batallas?

Vuestros padres con brío afortunado,
Caballeros sin tacha y sin mancilla,
Triunfantes en las Navas y el Salado,
Vencedores de Córdoba y Sevilla,
Sobre el trono del godo, destrozado,
Levantaron el trono de Castilla;
Un rey sobre paveses elevaron
Y una corona ante sus pies postraron.

Vosotros herederos de su gloria
De su valor y su entusiasmo ardiente,
Acatando su nombre y su memoria
Volasteis del Genil a la corriente;
Alcanzó vuestro brazo la victoria
Y temblaron los reyes del Oriente,
Huyendo los leones africanos
Al sentir los guerreros castellanos.
¡Mas, ay, cuánta coraza, cuánto escudo,
Cuánto cuerpo de nobles destrozado,
Lleva el Río Verde, con silencio mudo,
En su rauda corriente arrebatado!
¡Ay, que ese suelo, estéril y desnudo,
Con sangre castellana fue regado,
Y esos tigres hambrientos de matanza
En la sierra cumplieron su venganza!

Sí, D. Alonso, en la escarpada sierra,
Cual bueno y valeroso caballero,
Morirás, combatiendo en santa guerra,
Tiñendo en sangre tu fulmíneo acero;
Pero tu nombre quedará en la tierra,
Y se levantará un nuevo guerrero,
Y saldrá un vengador de tus cenizas,
Pues con tu sangre el suelo fertilizas.»




ArribaAbajoCanto III


¡Río Verde, Río Verde,
Tinto vas en sangre viva,
Entre ti y sierra Bermeja
Murió gran caballería!


(Romancero General.)                


ARGUMENTO. -D. Alonso sale de Granada con sus gentes y se dirige a sierra Bermeja. -Envía uno de sus vasallos al castillo de Aguilar con un mensaje para su hijo mayor, D. Pedro de Córdoba. -Llegada del capitán. -Su entrevista con su tío. -Éste sale del castillo para unirse con su padre. -Llegan a las orillas del Río Verde. -Combate sostenido contra los moriscos acaudillados por Gazul. -Muerte de Nuño, escudero del Conde de Cifuentes. -Los cristianos retroceden, pero el Conde de Ureña reanima su valor y pone en fuga a los musulmanes. -Muerte de Gazul. -Al caer la tarde, llegan a las entrañas de la sierra D. Alonso, su hijo y el Conde de Ureña, mientras el Conde de Cifuentes queda al pie de los montes para proteger, en caso necesario, la retirada. -Historia de un castillo, situado en aquellos riscos. -Los castellanos sientan los reales cerca de sus muros. -El Ferí asalta sus tiendas durante la noche y pone fuego al campamento. -Espantosa derrota de los cristianos. -Retirada del Conde de Ureña. -Muerte de D. Pedro de Córdoba. -Combate personal de D. Alonso y el Ferí de Benestepar. -Muerte de Aguilar, que expira al ver la cabeza de su hijo330.



   En medio de la rica Andalucía,
Cercada de murallas y de almenas,
Se eleva la ciudad que fuera un día
Asiento de las lunas agarenas;
La que sus estandartes dirigía
Por todas las provincias sarracenas,
La que desde la Alhambra y la Alcazaba
A Málaga y Guadix leyes dictaba.

   La ciudad que, de España en los confines,
Sobre alfombras y cármenes de flores,
Entre mirtos, laureles y jazmines,
Sin temer de la guerra los horrores,
Agotaba en palacios y en jardines
La copa del placer y los amores,
Corriendo sus jinetes por la vega
Que el manso Darro con sus aguas riega.

   Era la noche y con su negro manto
Los montes y los valles ocultaba;
Triste Granada, en soledad y llanto,
En la confusa sombra vigilaba;
Y D. Alonso de Aguilar, en tanto,
La ciudad con su gente abandonaba,
Seguido por valientes adalides
Que la victoria coronó en las lides.

   Marchando van por la tranquila orilla
Al ronco son de trompas y atambores,
Siguiendo el estandarte de Castilla,
Con paso silencioso entre las flores,
A vengar de su patria la mancilla,
Calmar su acerbo llanto y sus dolores,
Caminando serenos a la muerte
Sin temer los rigores de la suerte.

   Con noble corazón y altiva frente
A la batalla el de Aguilar se lanza,
De su patria el amor le impele ardiente
No la bárbara sed de la venganza;
Arroja su corcel espuma hirviente,
Carga su brazo el peso de la lanza
Y brilla de su yelmo entre el plumaje
El águila, blasón de su linaje.

   Pende a su lado la cortante espada
Que desnudó de Loja en el combate,
Cuando salvó la hueste destrozada
Del mahometano al poderoso embate
Y firme protegió su retirada
Sin clavar al bridón el acicate,
Hasta que vio volver a los infieles
Las riendas de sus rápidos corceles;

   Y desnudó otra vez en Vivarrambra,
Vengador de la tribu abencerraje,
Al rodar en los patios de la Alhambra
Las cabezas de aquel noble linaje,
Cuando en torneos y morisca zambra
Lanzaron los zegríes vil ultraje,
Cuando allí los valientes perecieron,
Cuando lanzas las cañas se volvieron.

   Y entrando luego en la ciudad sitiada
Con cuatro caballeros castellanos
Lidió por la sultana de Granada
Contra cinco caudillos africanos.
¿Quién cantará tu gloria señalada?
¿Quién el valor dirá de dos hermanos?
Porque emularon, sí los Aguilares
Triunfos de Garcilasos y Pulgares.

   Su hermano, que Gonzalo se llamaba,
En Nápoles laureles recogía,
Para su rey un trono conquistaba
Y una corona ante sus pies ponía;
Y de Francia las lises humillaba,
La gloria de su patria engrandecía,
Y en la margen del claro Garellano
Hizo inmortal el nombre castellano.

   Se alzaba D. Alonso entre sus gentes
Como el ciprés erguido en la colina,
Y se elevaba sobre altivas frentes
Como el nudoso tronco de una encina.
Con el Conde de Ureña, el de Cifuentes
Por la orilla que al Darro se avecina,
Conducen a la lucha sus guerreros,
Denso tropel de pajes y escuderos.

   Vinieron al combate de este día
Los que ciñe de Gades la barrera,
Vinieron del confín de Andalucía
Los hijos de Archidona y Antequera,
Los que pisan los campos de Almería
Y del Genil habitan la ribera,
De Granada la vega y las arenas,
Do vierte el Darro el oro de sus venas.

   De Córdoba dejaron las murallas
Y de Aguilar siguieron los pendones,
Soldados de Aguilar en las batallas,
Vasallos con sus armas y blasones
Vistiendo cotas de aceradas mallas;
Oprimiendo la espalda a los bridones,
Siguiendo de los montes el camino,
Van los hijos del Betis cristalino.

   Sólo faltaba un adalid valiente
Entre tantos gallardos capitanes,
Mozo gentil, en juventud ardiente,
Criado de la guerra en los afanes,
Que el noble fuego de la patria siente,
Y entre lanzas, escudos y alazanes
En el castillo de Aguilar criado,
Para la guerra fue predestinado.

   Dirige, ¡oh musa!, el vuelo a las murallas
Que de Aguilar coronan las almenas,
El genio invocaré de las batallas
Cuando cante las huestes sarracenas,
Cuando rotos los petos y las mallas
Y teñidas en sangre sus arenas,
Arrastre el Río Verde destrozadas,
Lanzas y arneses, grebas y celadas.

   De la luna a los tibios resplandores,
Pendientes de su cinto los aceros,
Al castillo feudal de sus señores,
Se encaminan armados caballeros;
No resuenan ni trompas ni atambores,
En silencio los pajes y escuderos
Siguen el estandarte donde brilla
La cruz y los leones de Castilla.

   Ya un guerrero sintió desde una almena
El paso de los brutos andaluces;
Al caer de la puerta la cadena
El resplandor de antorchas y de luces,
Prestando claridad a aquella escena,
Iluminando las cristianas cruces,
Descubrió a los armados castellanos
Que llegaban guerreros sevillanos.

   Rodrigo, que por su señor regía
De aquel fuerte castillo la tenencia,
Las llaves, como alcaide, poseía,
Viejo lleno de canas y prudencia.
Dirigiose al que jefe parecía
De D. Alonso por la triste ausencia,
Y dijo: «¿Qué buscáis en esta tierra?
¿Acaso apellidáis para la guerra?»

   «Vasallos somos de Aguilar el fuerte,
Le respondió el armado caballero,
Y marchamos en busca de la muerte
Guiados por el brillo de su acero.
No tememos reveses de la suerte,
No nos alcanzará su pie ligero,
Nunca volvió la cara al enemigo
La enseña de Aguilar, noble Rodrigo.

   A D. Pedro de Córdoba me envía,
Pues de Granada mi señor se aleja,
Y antes de ver la luz del cuarto día
Ya sus gentes verán Sierra Bermeja.»
Y D. Pedro de Córdoba que oía
Estas palabras, las almenas deja,
Y el jefe al ver de D. Alonso al hijo,
Hincando en tierra la rodilla, dijo:

   «Tierno renuevo de la ilustre rama
Que con sangre creció de tus mayores,
El bélico clarín a guerra llama,
Y resuenan las cajas y atambores,
Porque en el pueblo infiel prendió la llama
Y gimen de la sierra los alcores;
Se estremecen del monte las encinas
Y el musulmán oprime las colinas.

   La soberana que tu patria rige
Y empuña el noble cetro castellano,
A D. Alonso de Aguilar elige
Y entrega el estandarte de su mano;
Porque el pendón en la Alpujarra fije
Contra el furor del pueblo mahometano;
Si sangre de Aguilar corre en tus venas
Deja de este castillo las almenas.»

   «Dadme una lanza, sí, dadme una lanza,
Siento en mi mente inspiración del cielo,
Dadme el caballo, que en correr alcanza
De los vientos el presto y raudo vuelo.»
Y de la cumbre al llano se arrojaba
Cual rayo que hace estremecer la tierra,
De las cavernas retumbando el seno
Al bravo son del poderoso trueno.

    Terrible fue el encuentro y en pedazos
Rotas fueron las haces musulmanas,
Mas resistieron los robustos brazos
El empuje de lanzas castellanas;
Y unidos luego con estrechos lazos,
Brillando cimitarras africanas,
El ruido se escuchó de los guerreros
Y el triste rechinar de los aceros.

   Cual suelen en las fraguas de Vulcano,
Del Etna en las entrañas escondidas,
Con el martillo en la pesada mano
Sacudiendo las masas encendidas,
En los yunques herir y al aire vano
Formar roncos estruendos y estampidas,
Ocultos en el seno de los montes
Estérope feroz, desnudo Bronte,

   Pues tal era el estruendo del combate
Al pie de la Alpujarra sostenido;
Ni el castellano su pendón abate,
Ni el musulmán se retiró vencido;
Estréllase en las gentes del magnate,
Cual las olas del mar embravecido,
Cuando un peñasco su furor refrena,
Van a morir en la menuda arena.

   Empuñando un acero damasquino
Entró en la lid un bárbaro africano,
De nombre y de linaje sarracino,
De religión y patria mahometano;
De los desiertos de Numidia vino
Llamado por el ruego de su hermano,
Que en Lanjarón y en Güéjar dominaba
Y como rey su pueblo gobernaba.

   Pero Núñez, mancebo que en Granada,
Sintió correr sus años juveniles,
Que se encontraba en la ciudad sitiada,
Cuando cumplió los diecinueve abriles,
El más gallardo que ciñera espada,
De corazón y alientos varoniles,
Y del Conde de Fuentes escudero,
A la batalla se lanzó el primero.

   El trance de la lid incierto y vario
En silencio miraba la Alpujarra,
Pero el joven cayó, pues el contrario,
Levantando la corva cimitarra,
Derribó la cabeza a su adversario;
Como león ensangrentó su garra
Y la sangre bañó la faz hermosa,
Cual de Sidón la púrpura preciosa.

   Lanzó un grito la hueste del guerrero
Y otro grito el caudillo mahometano.
Teñido en sangre su desnudo acero
Se lanza por el campo castellano;
No resiste paje ni escudero
El rudo acometer del africano;
Dondequiera que va la muerte lanza
Movido por el ansia de venganza.

   Pero el Conde de Ureña, dirigiendo
A sus gentes la voz, se arroja airado
Y el sarraceno va retrocediendo;
Mas Gazul, a morir determinado,
Su ya vencida gente deteniendo,
Gritó feroz con ánimo irritado:
«Muslimes, es el día de la gloria,
Id a buscar la muerte o la victoria.»

   Resisten como fieras el embate,
Bajo sus pies estremeciose el suelo,
Entre el fragor y estruendo del combate
El polvo sube a oscurecer el cielo;
Marte su escudo con la pica bate,
Tiende sobre las nubes denso velo,
El sol sus claros rayos oscurece,
Crece la niebla y la batalla crece.

   Cual luchando en la orilla el ponto brama
Y en las rocas se estrella su corriente,
O abrasa selvas resonante llama
Encendiendo en los bosques fuego ardiente
Que en las ásperas cumbres se derrama,
Arde el fresno, laurel, pino eminente,
Y caen al fuego de la mies vecina
Añejo roble y sacudida encina,

   Tal, regando los bárbaros la tierra,
En torrentes de sangre derramada,
Huyendo van por la desnuda sierra
Del castellano la sangrienta espada.
Con sus vasallos el de Ureña cierra
Y D. Alonso va con su mesnada,
D. Pedro de Córdoba les guía,
Que el estandarte de su rey seguía.

   La arena se tornó sangriento lago,
Gazul, el viejo, con furor pelea,
Pero una flecha por el aire vago,
Cortó su vida sin que el triunfo vea;
Creció la confusión, creció el estrago
Y los suyos dejaron la pelea,
Huyendo como fieras a los montes
A ocultarse en remotos horizontes.

   Tendió en tanto la noche el denso velo,
La casta luna, que con faz serena
De los mortales míseros el duelo
Alumbra y su dolor y triste pena,
Roja brillaba en la mitad del cielo
Iluminando la sangrienta escena,
Cubierta de cadáveres y espadas,
De lanzas y armaduras destrozadas.

   Llegó, pues, el ejército cristiano
De la desnuda sierra a las entrañas,
Donde espacioso se formaba un llano
Rodeado de altísimas montañas;
Un collado, de nieves siempre cano,
Dominaba aquellas fértiles campañas
Y un torrente impetuoso se despeña
Haciendo un ronco son de peña en peña.

   Un castillo se alzaba en la espesura
Coronado de muros y torreones,
Bosques de adelfas, selvas de verdura,
Cercaban los deshechos murallones;
Y entre las sombras de la noche oscura,
Agitando los árabes pendones
El viento, que silbaba en sus almenas,
Semejaba rumor cual de cadenas.

   Y es fama que en aquella fortaleza,
Do estrellan su furor los huracanes,
En los brazos del ocio y la pereza,
Siguiendo de la caza los afanes,
Un godo de valor y de nobleza
Fatigando sus perros y alazanes,
Moraba de sus torres al abrigo
Cuando reinaba el infeliz Rodrigo.

   Y combatió a su lado en Guadalete,
Mostrando su valor y su venganza
En un potro de Córdoba jinete;
Doquier vibraba su nudosa lanza
Tremolaban las plumas de su almete
Y de su férreo brazo a la pujanza,
Formando de cadáveres un puente
Sucumbían los hijos del Oriente.

   Y triunfante, gallardo y animoso,
Llevando muerte, asolación y guerra,
Rompió por las escuadras victorioso
Y sembró de cadáveres la tierra;
Y triunfante en el choque peligroso
Volviose a su castillo de la sierra,
Seguido por sus fieles compañeros
Y teñidos en sangre sus aceros.

   Era una noche, y su estrellado manto
Ocultaban los densos nubarrones,
Era una noche de terror y espanto,
Velaban en el muro los campeones.
Y del ave agorera el triste canto
Resonaba en los góticos torreones,
Rasgaba de sus bóvedas el seno
La ronca voz del pavoroso trueno.

   Mas del castillo la ferrada puerta
Giré sobre sus quicios y dinteles,
Y por el oro a la traición abierta
Dio paso al escuadrón de los infieles.
Vieron los godos su desdicha cierta,
Brillaron los turbantes y alquiceles,
Y Muza apareció con sus falanges
Desnudos en sus diestras los alfanjes.

   El noble godo la batalla mira
Y perdiendo el terror y la esperanza
En la hueste se arroja, ardiendo en ira,
Vibra y revuelve la pesada lanza;
La negra muerte con sus alas gira,

Terrible es de los godos la matanza,
Quinientos con su jefe perecieron
Y todos como buenos sucumbieron.

   Y aquel viejo torreón abandonado
Quedó, entre las inmensas soledades,
Por el viento y las lluvias azotado,
Por el ronco furor de tempestades.
Y yace entre sus ruinas sepultado
Aquel señor de torres y ciudades;
Aún su voz en las bóvedas retumba
Y su castillo le sirvió de tumba.

   Aquí sentó sus reales el de Ureña,
Claro D. Diego, honor de los Girones;
De Castilla enarboló la enseña,
Desplegó de su casa los pendones.
Y D. Alonso, al pie de una alta peña,
Reunió sus leales campeones,
Al estruendo del agua que corría,
Esperando la luz del nuevo día.

   Cual hambriento león que en los desiertos
Del África sedienta y abrasada,
De sangre y de cadáveres cubiertos,
Lame su garra de matar cansada,
Y con ligero paso, entre los muertos,
A su caverna va de retirada
Y lanzando al llegar triste rugido
Sobre la ardiente arena cae rendido,

   Tal dormía el ejército cristiano
Al pie de la muralla destruida,
Cansado el invencible castellano
De la sangrienta lucha sostenida,
Cual la espuma del férvido Oceano
De las rocas al pie queda dormida.
Y no se descubría gente armada
Cuando salió el Ferí de una emboscada.

   Con el furor que el impelido viento
Desgaja de los árboles la rama,
Se lanza al castellano campamento
Y prende en él la abrasadora llama
Y enciende el pabellón en un momento;
Y el fuego por las tiendas se derrama,
Y sube en espirales hasta el cielo
Rasgando de la noche el denso velo.

   Y en medio del estruendo y la matanza
Discurren por las tiendas los infieles
Y en la dormida gente su venganza
Ejecutan feroces y crueles;
Y del Ferí la poderosa lanza,
Arrollando jinetes y corceles
La tierra de cadáveres sembraba
Y la sangre cristiana derramaba.

Y la sangre a torrentes se vertía,
Y de la muerte la visión horrenda
Envuelta en humo y polvo discurría
Del de Aguilar a la abrasada tienda
Que el fuego lentamente consumía.
Cae de sus ojos la funesta venda
Y ve su campo roto y destrozado,
En sueño y en olvido sepultado.

   Cabalga en su corcel, vuela el magnate,
Se cubre con su férreo capacete,
Su noble corazón de gloria late,
Las árabes falanges acomete;
Se lanza en lo más recio del combate,
Y volando las plumas de su almete,
Se arroja a la batalla con denuedo
Desnudando la espada de Toledo.

   Mas todo en vano fue, bárbaro estrago
El muslim por los reales esparcía;
En sus alas arrastra el aire vago
El fuego que las tiendas consumía,
Y convertido en un sangriento lago
El valle, que los muertos recibía,
Y en el polvo jinetes y trotones,
Humeaban los rojos pabellones.

   Rompiendo con los suyos el de Ureña,
Derribando jinetes y alazanes,
Pudo llegar a una elevada peña
Cansado de la lucha y los afanes,
Y desplegando la cristiana enseña,
Con pocos de sus fieles capitanes,
Uniose con el conde de Cifuentes
Que el campo custodiaba con sus gentes.

   Mas D. Pedro de Córdoba ya vuela
A vengar de los suyos la derrota
Hiriendo su caballo con la espuela,
Viendo su fuerza ya deshecha y rota:
Alto el escudo, en ristre la arandela,
Cubierto el pecho de acerada cota,
Revuelta atrás la roja sobreveste,
Al hombro el capellar azul celeste.

   Tremolaba en su yelmo roja pluma
Que el viento desplegaba y sacudía,
Gallardo joven con su peso abruma
El guerrero alazán que el Betis cría.
Jadeante el corcel lanzaba espuma
Que por los frenos y el pretal corría;
De Aquiles el bridón así volaba
Cuando su carro por Ilión rodaba.

   Era su yelmo rico y reluciente,
Adornado de varia pedrería,
Con las perlas que vienen del Oriente,
Con labores de fina argentería.
Entre sombras su luz resplandeciente,
En la batalla a sus soldados guía,
Y brilla del mancebo la armadura,
Como el ardiente fuego en noche oscura.

   Puesta en el puño la siniestra mano
Pende a su lado la tajante espada,
Por artífice insigne castellano
Del Tajo en las orillas fabricada;
Va sonando el acero toledano
En rica vaina de marfil grabada;
Blancas las armas, cual nobel guerrero
Sin empresa, sin cifra ni letrero.

   La istriada lanza acomodó en la cuja,
Y al campo se lanzó de los infieles
Haciendo que su hierro pase y cruja
Turbantes y dorados alquiceles
Que bordó con primor sutil aguja,
Y ricos mantos de forradas pieles.
Le vio en la lid y le gritó su padre:
«Vete y consuela a tu afligida madre;

   No muera de mi casa la esperanza,
No perezca su gloria en este día.»
Pero era tarde ya, la férrea lanza
Que el de Benestepar fuerte blandía,
Y en medio del estrago y la matanza
Cual rayo destructor aparecía,
Hirió al noble corcel y el castellano
Soltó las riendas y apartó la mano.

   Rompió su lanza y arrojola al viento,
En tierra descendió, junto a un peñasco,
Una flecha pasó, cortando el viento,
Y atravesole el acerado casco,
Y lanzose sobre él en un momento
Abdalha con su alfange de Damasco;
Cortole la cabeza y en su lanza
Clavola como enseña de venganza.

   ¡Oh musa, dame versos, dame flores
Para esparcir sobre la tumba fría
Del joven que mostraba en sus verdores
A sus abuelos emular un día!
Permíteme que entone sus loores;
Cuando en los muros de Aguilar nacía,
«Tú D. Pedro serás, dijo el destino,
Corto ha de ser el áspero camino».

   Cual nace en el jardín purpúrea rosa
Al rojo despuntar de la mañana,
Y la halagan los céfiros hermosa
Desplegando sus hojas de oro y grana,
Mas del agricultor mano oficiosa
Corta la flor y por el aura vana
Disipado su aroma y desteñida
Al perder su color pierde la vida;

   Como la nave, que dejando el puerto
Entre torrentes de nevada espuma,
Mirando el mar ante su quilla abierto
Las aguas corta cual ligera pluma,
Mas de improviso el cielo ve cubierto
En negra oscuridad, en densa bruma,
Y cae, después de resistir en vano,
En el seno del férvido Oceano,

   Tal el mancebo, que ciñó la espada,
Siguiendo de su padre las banderas
En la sangrienta lucha de Granada
Y del fresco Genil en las riberas,
Perdió su triste vida, en flor cortada,
De la sierra en las ásperas laderas,
Cual lirio que, al pasar, tronchó el arado
O pisa el niño cuando está enojado.

   Destrozadas las haces castellanas
Y deshecho su ejército altanero,
Resistía a las fuerzas mahometanas
El de Aguilar con su fulmíneo acero;
Cercábanle las huestes africanas,
Y solo el valeroso caballero,
Sostenía una lucha sempiterna
Cual león acosado en su caverna.

   «El campo abandonad, dijo Rodrigo,
Pues ¿qué nos resta ya?» «Sólo la muerte,
Pero nunca ceder al enemigo
Sin sucumbir al brazo de la suerte.
Eterno lauro con valor consigo
Y moriré cual caballero fuerte,
Pues ¿qué dirán los nobles de Castilla,
Si vuelvo derrotado y con mancilla?»

   Vio caer sus leales servidores
Y todos perecieron como buenos,
De su Dios y su patria defensores,
Al filo de los hierros agarenos.
Y vertida su sangre en los alcores
De la tierra bañó los hondos senos,
Y cayeron tras luchas y fatigas
Como caen en el campo las espigas.

   Sólo quedaba D. Alonso, rota
En partes mil su poderosa lanza;
La aguda punta de su acero bota,
Aún sembraba el terror y la matanza;
Deshecho el peto y la acerada cota,
Perdida de salvarse la esperanza,
Muerto a sus pies el alazán guerrero
Aún lucha el invencible caballero.

    Cierra con él en desigual combate,
El jefe del ejército africano,
Resiste de su lanza el rudo embate,
Herido, el indomable castellano;
Atraviesa el acero del magnate
El caballo que monta el mahometano;
El noble bruto a vacilar empieza,
En tierra cae y dobla la cabeza.

   Saltó veloz el ofendido moro
Y desnudó la bárbara cuchilla
Que en el escudo dio golpe sonoro,
Donde la empresa del guerrero brilla:
El águila imperial en campo de oro
Al pie de los leones de Castilla
Y partida su adarga en tres cuarteles
Por antiguo blasón trece roeles.

   Levantó el noble la sangrienta espada
Y, cubierta su mano con el guante,
Al darle en la finísima celada
El golpe descargó sobre el turbante,
Y sintiendo su sangre derramada
El hijo belicoso del Levante,
Arrojando el acero de Damasco
Que hundir pudiera el acerado casco,

   El puñal desnudó que al diestro lado
En la vaina de acero le pendía,
Que con sangre cristiana fue bañado
En la jornada atroz de la Ajarquía,
Y lanzando su estoque destrozado
El de Aguilar, que a su contrario vía
Con el rojo puñal en sangre tinto,
Sacó la daga de su férreo cinto.

   Cual luchan en Marsilia dos dragones,
Enlazando las colas escamosas,
Tal combaten los fuertes campeones
Y resuena en las cumbres peñascosas;
Vienen a tierra como dos leones
En las llanuras secas y arenosas:
«Soy D. Alonso», repitió el guerrero,
«Y yo el Ferí», le respondió altanero.

   Y al oír aquel nombre de venganza
Vio el noble la cabeza de su hijo
Enclavada en la punta de una lanza.
Ni pudo hablar, ni una palabra dijo,
Y perdiendo su última esperanza,
Sin resistir aquel dolor prolijo,
Vio el universo para él desierto
Y cayó como cae un cuerpo muerto.

   Será eterna y sagrada su memoria
En cuanto baña el mar y Cintio dora,
Para siempre inmortal será su gloria
Mientras preceda al sol la blanca Aurora
Y guardará en sus páginas la historia,
El triste llanto con que España llora
La pérdida tan triste y dolorosa
De un hijo por quien ella fue famosa.

   ¡Oh cara, ilustre prenda, quién pudiera
Tu ingenio y tu valor mayor que humano
En voz cantar que perdurable fuera
Por todo cuanto abraza el Oceano!
Que si el acerbo fin no previniera
El largo paso de tu orgullo ufano,
Tú fueras, D. Alonso, en todo el mundo
Mayor que fue tu hermano sin segundo.

   Cayeron los valientes campeones
Al pie de aquella gótica muralla
Y fueron arrollados sus pendones
Y deshecho el arnés, rota la malla,
Y diezmada la flor de sus legiones,
Quedó su juventud en la batalla.
Su pérdida lloró Castilla entera
Porque el año perdió su primavera.




ArribaAbajoIntroducción histórica331



   Del abismo en los senos escondido
Poderoso castillo está fundado,
De triple almena y foso guarnecido
Y de altas torres por doquier cercado;
Y su cimiento viejo y carcomido,
De Aqueronte a la margen fue sentado:
Digna morada al ser que en ella habita
La que el furor y el odio siempre excita,

La que viste de luto a las naciones
Y guerra y destrucción siembra en su suelo,
La que entre sí destroza los campeones
Y muerte arrastra en su ligero vuelo.
Ella es quien oscurece los blasones,
Ella quien de las madres es el duelo,
En ruina los imperios precipita,
El odio y los rencores ella irrita.

   Las leyes rasga con sangrienta mano,
Cetros y tronos en el polvo hundiendo,
Es la enemiga del linaje humano
Larga copia de males esparciendo;
Es quien hace enemigo a un pueblo hermano
Ira, venganza y ambición vertiendo,
Es, en fin, la Discordia tan temible,
Furia hasta en el infierno aborrecible.

   Es la horrible Discordia fementida,
Llamas arroja por su vista ardiente,
Es la Discordia con la sien ceñida
De sangrientos cabellos de serpiente;
De lanzas sobre un haz está tendida,
El más leve rumor doquiera siente,
Su mano agita vengadora tea,
Muerte y desolación sólo desea.

   Lleva una copa en la sangrienta mano,
De males llena y de venganza henchida,
Y de ella vierte en el linaje humano
El odio y la ambición aborrecida;
Soberbia y vanidad, orgullo vano
La copa encierra, de áspides ceñida;
La sangre y hiel rebosa allí mezclada
Con tósigo mortal emponzoñada.

   El poderoso rey del centro oscuro,
Ángel que fue del cielo derribado,
Víctima loca de su orgullo impuro,
Del Averno a los senos arrojado,
De la Discordia se acercaba al muro;
Sobre sus negras alas elevado
Llegó al umbral y la ferrada puerta
Sobre estridentes goznes giró abierta.

   Tembló al estruendo el infernal monarca,
Tembló el viejo castillo en su cimiento,
Tembló Caronte en su escondida barca,
Tembló el abismo en su profundo asiento;
Cuanto el averno en sí cierra y abarca,
Cual hojas agitadas por el viento,
Temblaron; la Estigia cenagosa
Detuvo su corriente perezosa.

   La Discordia tembló, su rostro horrendo
Elevó desde el lecho en que yacía,
Y al príncipe rebelde descubriendo,
En él fija la vista detenía.
El tentador en vivo fuego ardiendo,
Cólera respirando y saña impía,
Y con voz que al infierno mismo altera,
A la Discordia habló de esta manera:

   «Bien recuerdas el día lastimoso
En que nuestros pendones elevados
Contra el Señor y Rey tan poderoso,
Por sus legiones fueron arrollados;
En medio del estruendo fragoroso
Al hondo abismo fuimos arrojados;
Funesto día que grabose eterno
Con negra piedra en el profundo Averno.

   Quise arrastrar en mi desobediencia
Al padre y tronco del linaje humano;
Desoyendo la voz de su conciencia
A la rama fatal llevó la mano;
Gustó por fin del árbol de la ciencia,
Con su loca soberbia el fruto vano,
Fruto que a su perdición le llevaría
Porque era de fatal sabiduría.

   El Señor, que en el cielo desplegado
Más allá de los aires tiene asiento,
Que calma con su voz el mar hinchado,
Cuando sus ondas embravece el viento.
El Señor cuyo trono está sentado
Sobre la nube dócil a su acento,
Tendió su vista al valle de amargura
Y vio su predilecta criatura.

   Viola de males y dolor cercada,
Y vio que su existencia cada día
Estaba a muerte condenada,
Y vio que el crimen y el dolor hería
A su posteridad en él manchada,
Y vio que sangre y lágrimas vertía,
Del universo fábrica preciosa,
La primer criatura y más hermosa.

   Cual suele horrible tempestad undosa
Los mares agitar en su hondo asiento,
Y ola tras ola elévase espumosa
Y ruge el aquilón con ronco acento,
Y surcando la niebla vagarosa
El rayo cruza y atraviesa el viento,
Con el trueno los antros retumbando
Y el relámpago ardiente centellando,

   Y cálmanse las ondas de repente
Y vuelve a su reposo el mar hinchado,
Y Febo presta ya su lumbre ardiente
Al cielo, ora de nubes despejado;
Deslízase dulce y mansamente
El mar por leves brisas agitado
Y sus aguas en paz surcan las naves
Cortando el aire las pintadas aves,

   Así la indignación de Dios calmose,
Cual calma su furor mar espumante,
Y su cólera ardiente sosegose,
Cual nube que ocultara el sol radiante;
Habló, y a sus acentos suspendiose
De arcángeles el coro en el instante,
Retemblando a su vez en son profundo
Los ejes de la fábrica del mundo.

   Al hombre sus destinos anunciaba
Del Supremo en la mente concebidos,
Sus secretos designios revelaba
Del Eterno en los senos escondidos,
Al trabajo y sudor le condenaba,
Paz y reposo por su mal perdidos;
Y el suelo que a sus plantas florecía
Sólo abrojos y espinas le daría.

   Y corriendo las horas presurosas
Del tiempo el veloz curso arrastraría
En sus ligeras alas vagarosas
De gloria y redención el santo día,
Y que nuestras cervices orgullosas
La planta de una Virgen hollaría,
Madre de Dios y Virgen bienhechora,
Consuelo del mortal que fiel la implora.

   Y corrieron los siglos y olvidando
De la ley natural los fundamentos,
Los hombres sus pasiones escuchando
Erigieron suntuosos monumentos,
Y a sus deidades templos elevando
Sobre la arena fundaron sus cimientos;
Y ofreciendo cruentos sacrificios
Culto prestaron a sus propios vicios.

   Y el humo del incienso llegó al cielo
En las sangrientas aras esparcido,
Y la sangre del templo cubrió el suelo
A profanas deidades erigido;
Y el ángel protector en raudo vuelo
Abandonando el suelo maldecido,
Cubrió su rostro y apartó la vista
Y a la mansión llegó do siempre asista.

   Y cumpliéndose el plazo señalado
Y la tierra en tinieblas sumergida
Y el vicio por doquier entronizado
Y la virtud oculta y perseguida;
De su destino el hombre ya olvidado
Y la luz natural oscurecida,
De gloria y redención se oyó la hora
En las comarcas que el Oriente dora.

   Y el eco resonó hasta los desiertos
De la sedienta Libia y Mauritania
Y de la Escitia en los peñascos yertos,
Y en los salvajes bosques de Germania
A romana legión jamás abiertos,
Y en las nevadas rocas de Britania,
En la soberbia Albión, en Caledonia,
Y en los perpetuos hielos de Laponia;

   Y en las costas sonó y el mar de España,
Y del dorado Tajo en la ribera
Y en la que el Betis con sus ondas baña
Amena y fertilísima pradera
Y del Pirene en la áspera montaña,
Cuna y solar de la nación ibera,
Del Ebro claro en la tranquila orilla
Y en los feraces campos de Castilla.

   Esparta en el Taigeto edificada,
Que a la Grecia forjaba las cadenas,
Corinto sobre el istmo levantada,
Argos y Olimpia, Tebas y Micena,
Bizancio sobre el Bósforo fundada,
La ciudad de Minerva, sabia Atenas,
La falsa y corrompida nación Jonia,
La fuerte y poderosa Macedonia,

   La rica Tiro que sobre los mares
Su imperio dilataba y extendía,
La que en frágiles leños sus hogares
A apartadas regiones conducía;
La que a Hércules el libio erigió altares,
Sidón de su esplendor émula un día,
Oyeron a su vez la buena nueva
Que aquella vieja sociedad renueva.

   El orgulloso pueblo rey del mundo,
Sobre siete colinas elevado,
De gloria y deshonor suelo fecundo,
En sangre ajena y propia mancillado,
El que llevó su imperio al mar profundo,
Y el orbe tuvo ante sus pies postrado,
Vio al rojo Tíber amagar sus lares
Y vacilar sus ídolos y altares.

   De Vesta vio apagarse el fuego ardiente,
Temblar el Quirinal y el Palatino,
Y el viejo Capitolio oscilar siente
El escudo de Rómulo Quirino,
Y la ciudad que baña el Simoente
El Paladión fatal a su destino;
Y el carro de Júpiter sonoro
Giró en los ejes de sus ruedas de oro.

   ¿Es que de Breno la pesada lanza
Audaz se clava en la ciudad abierta?
¿Es que su espada arroja en la balanza
Y en precio pone la ciudad desierta?
¿Es que de Epiro el rey a Roma avanza?
¿Es que el cartaginés llega a su puerta?
¿Es que del circo en la sangrienta arena
Del esclavo Espartaco el grito suena?

   No, que de Roma la pasada gloria
Será en densas tinieblas sepultada
Y el ara temblará de la victoria
En la eterna ciudad abandonada;
De su esplendor no quedará memoria
Y yacerá en el polvo derribada,
Ruina será el antiguo Capitolio
Y ruina de los césares el solio.

   En la cima del Gólgota sangriento
Una cruz afrentosa se elevaba,
Rugía el aquilón con ronco acento
El aire tristemente resonaba,
Y temblando Salem en su cimiento
Del sacro templo el velo se rasgaba;
Sus losas los sepulcros entreabrieron
Y con fragor las piedras se movieron.

   El claro sol su luz oscurecía
Por no ver los desórdenes del suelo,
Y su carroza de oro detenía
Ocultando su rostro en denso velo;
Sus términos airado el mar rompía
Elevando sus olas hasta el cielo,
Su impetuosa corriente dilatando
Y a la tierra sus ondas azotando.

   Y volviendo a su cárcel tenebrosa
Las furias del abismo desatadas,
A la negra tiniebla pavorosa
Con nuevo espanto fueron arrojadas,
Y del averno sima cavernosa
En el oscuro centro encadenadas;
La tierra abandonaron torpemente
Que rescatara al fin sangre inocente.

   Los ídolos cayeron aquel día
Y derribados fueron los altares,
Y Roma se aprestó a la guerra impía
Por la defensa de sus dioses lares;
Y odio y ciego furor y saña impía
Esparció el fanatismo en los hogares
De la patria cruel, en grato asilo
De Curio, de Fabricio y de Camilo,

   Y el ciego y el cruel pueblo romano,
Al carro de los Césares uncido,
Sujeto al férreo yugo de un tirano,
A los pies de Calígula rendido,
Víctima de Nerón y Domiciano,
Por el imbécil Claudio envilecido,
Al sangriento espectáculo corría
Y ¡a las fieras, cristianos!, repetía.

   La púrpura imperial ya desgarrada,
Roto de Augusto el cetro poderoso,
El águila orgullosa ya humillada
Por el persa y el godo belicoso,
La potencia romana dilatada
Hasta el Indo y el Ganges caudaloso,
Vio arrollados sus ínclitos pendones
Y el rostro vio volver a sus legiones.

   Saliendo de la Escitia y la Germania,
Del inhospitalario Ponto Euxino,
De la nevada Albién y la Britania
Nueva raza que cede a su destino,
Lanzose hasta la Libia y Mauritania;
Y en el romano imperio abrió camino
El vándalo y el suevo y el alano,
El escita cruel, godo y germano.

   Cubrieron los bárbaros la tierra,
Bajo sus pies estremeciose el suelo
Y al mundo amenazó sangrienta guerra
De sus corceles el fogoso vuelo;
Ante su paso enmudeció la tierra,
Ante su vista oscureciose el cielo,
Y las fieras huyeron pavorosas
A sus negras cavernas tenebrosas.

   Y ¿Roma al precipicio conducida,
De sangre y de placeres embriagada,
Al borde de la sima adormecida,
Ya de su gloria antigua está olvidada?
¿En dónde está su juventud temida?
¿Por qué no empuña ya la ardiente espada?
¿Dónde está su valor, dónde su historia?
¿Qué fue de su grandeza y de su gloria?

   Que ya de Atila llegan los leones
Y hollando están del Tíber las riberas,
De Genserico avanzan los pendones
Y cubren ya de Italia las praderas;
Y del godo Alarico las legiones,
Al aire desplegadas sus banderas,
Pisan el Quirinal y el Esquilino,
Clavan sus tiendas ya en el Palatino.

   Roma cayó, cayó el poder romano,
Tronos, imperios, Césares cayeron;
Sus ruinas arrastrando el polvo vano,
Las torres a su peso se rindieron;
Esclava del escita y del germano,
Luto y desolación su faz cubrieron,
Y presa de enemigos escuadrones
Partieron sus despojos las naciones.

   Y los godos a España descendieron,
Tremoló su pendón en Barcelona,
Sus armas y blasones extendieron
A Arlés, a la Provenza y a Narbona;
Los vándalos y galos sometieron,
Clavaron su estandarte en Carcasona,
Y de Toledo al muro brilló un día
La Cruz que Recaredo alzado había.

   Lanzó el infierno en su profundo seno
Un grito de rencor y de venganza,
Lleno de horror y de terrores lleno
Hacia la tierra el fanatismo avanza;
En el Asia esparció letal veneno,
En Arabia fatal semilla lanza
Y tembló la ciudad de Constantino
Al soplo airado del furor divino.

   Y los hijos del Yemen cual torrente
Que rompe desbordado su ribera,
O cual cruza los aires rayo ardiente
Estremeciendo la celeste esfera,
Temblar hicieron el tranquilo Oriente,
Y en Bagdad y en Damasco su bandera
Triunfante tremoló; del Nilo al Ganges
Dominaron la tierra sus falanges.

   Después... la antigua goda monarquía,
Que del cántabro mar al gaditano
Sus armas dilataba y extendía,
El fuerte y poderoso trono hispano,
El trono que Toledo alzara un día,
El reino que humilló el poder romano,
Su cetro, su corona hundirse veo
En las sangrientas ondas del Leteo.

   Y rindieron las cuchillas agarenas
Cuanto circunda el mar y el Betis baña;
Su indómita cerviz a las cadenas
Del hijo de Ismael dobla la España;
De Sansueña y Toledo las almenas
Derriba de los árabes la saña,
Y tinto en sangre arrastra el Guadalete
El carro y el caballo y el jinete.

   De Pirene en las rocas escarpadas
Se estrella la soberbia sarracena
Y crúzanse en el aire las espadas
Y el grito de venganza ya resuena,
Y triunfan las legiones arrolladas
Del Guadalete en la sangrienta arena;
Huye a su vista el hijo del desierto,
De polvo y sangre y de sudor cubierto.

   Y del dorado Tajo a la ribera
Llegaron del Rey Casto los pendones,
Y en la ciudad de Ulises su bandera
Triunfante tremolaron sus legiones;
Rotas fueron sus haces en Junquera,
Pero unidos castillos y leones
Huye el árabe infiel de su pujanza
Y su valor decrece y su esperanza.

   El triunfo de las Navas y el Salado
Vengó del Guadalete la mancilla;
El manto de Almanzor ya desgarrado,
Abren sus puertas Córdoba y Sevilla.
En árabe mezquita enarbolado
El glorioso estandarte de Castilla,
Rompiose de Granada en las almenas
El postrer eslabón de sus cadenas.

   Llegaron de Castilla los pendones
A las desiertas playas africanas
Y vio el Tirreno mar sus galeones,
Los vio surcar las ondas sicilianas;
Y vio temblar del galo las legiones
Al brillo y al fulgor de armas hispanas,
Y a los pies de Gonzalo vio a los reyes
Y vio a la Italia obedecer sus leyes.

   Pues bien; vuelve la vista a esas praderas
Que el claro Betis con sus ondas baña,
Ve cuál dejan de Hesperia las riberas
Y de Pirene la áspera montaña,
Tremolan de Castilla las banderas
Lejos ya de las costas de la España,
Que no bastaba un mundo a su deseo
Y otro surgió del seno de Nerco.

   A su prosperidad quiero oponerme
Y derribar la cruz de sus almenas;
El blando sueño de la gloria duerme
Quiero forjar de nuevo sus cadenas;
Ni un punto me es dado detenerme,
Reanímense las huestes agarenas,
Hombres produzca la desnuda tierra,
Armados brote la escarpada sierra.

   Tu esclava soy, repuso la Discordia,
Ley de tu voluntad y tu deseo,
Y el sol alumbrará de nuestra gloria
En las negras orillas del Leteo,
Y el fantasma fugaz de la victoria
Agitando su falso caduceo,
Hacia la triste España se encamina
Y a sus fértiles costas se avecina.




ArribaAbajoFábula de Píramo y Tisbe

Imitación de los Metamorfóseos de Ovidio




   Píramo de los jóvenes de Oriente
El más hermoso fue, y a Tisbe amaba,
Tisbe, la que entre todas excelente,
De ninfas en el coro dominaba;
Unioles en la infancia amor ardiente,
Creció con la tardanza; alimentaba
Sus locas esperanzas y su fuego
El triste amor, el inconstante y ciego.

   En la ciudad que edificó de Nino
La infiel esposa y la cercó de muros
De cocido ladrillo, abrió camino
De industria amor a corazones duros,
Y Píramo de Tisbe fue vecino;
Una pared los separó seguros,
Y trataron confiados sus amores,
Mas el tiempo llegó de los dolores.

   Quiso el amor unir sus corazones,
Los lazos estrechar quiso Himeneo,
Satisfacer quisieron sus pasiones,
Y término poner a su deseo;
No lograron sus vanas pretensiones,
Ni el dulce fin de tan dichoso empleo,
Y de sus padres voluntad sagrada
Les impidió la unión tan deseada.

   En noche silenciosa determinan,
Los guardas y testigos engañando,
De su casa salir; luego caminan,
De la ciudad el muro abandonando;
Al sepulcro de Nino se encaminan,
En el bosque sus pasos ocultando,
Hasta llegar a la floresta umbrosa,
Morada de las Ninfas deleitosa.

   Sombra prestaba a una cercana fuente,
Con blancas frutas un moral erguido
Que eleva ufano su orgullosa frente,
Árbol por los amantes escogido
Para satisfacer su amor ardiente;
Éste fue el sitio oscuro y elegido.
Ya la noche tendió su negro manto,
De las ligeras aves cesó el canto.

   En las tinieblas de la noche fría
Ocultose del sol la luz ardiente,
La pura claridad del nuevo día;
Y la luna mostró pálida frente,
Y Tisbe cautelosa dirigía
Sus ciegos pasos a la helada fuente,
Ocultando su rostro denso velo,
Y sin marcar las huellas en el suelo.

   Al sepulcro llegó, y allí sentose
A la sombra del árbol elevado;
Su amante pensamiento recreose
En el recuerdo del ausente amado.
Despreció su peligro y olvidose
Del sitio oculto, espeso y retirado,
Prestiole audacia amor y sus ardores,
Probó la amarga copa de dolores.

   Cansada del estrago y por la boca
Lanzando espuma con la sed ardiente,
Con pisada veloz el suelo toca,
Viene a apagar su sed en la corriente,
Ciega de ira y furor, de saña loca,
Viene a enturbiar las aguas de la fuente,
Que con sus hojas el moral corona,
Teñida en roja sangre una leona.

   A los pálidos rayos de la luna
Tisbe la divisó y a un antro oscuro
Huyó, dejando en manos de fortuna,
Al desdichado amante mal seguro.
La persiguió desde la tierna cuna
Fatal estrella e inconstante el hado,
La negó gustos, dichas y placeres,
Y desgraciada fue entre las mujeres.

   Llegó la fiera a la vecina fuente
De Tisbe desgarró el manto en el suelo,
Satisfizo su sed en la corriente;
Con prestos pasos y ligero vuelo
A la selva corrió, y amor ardiente
A Píramo llevó al sitio elegido
Por mal de los amantes escogido.

   Vio en el polvo de sangre los vestigios,
Y el manto de su Tisbe desgarrado,
Reconoció de muerte los indicios,
De todo su sentido enajenado.
Una noche verá dos sacrificios,
Exclamó el joven, triste, infortunado;
Tisbe fue digna de más larga vida,
Su corazón atravesó mi herida.

   Por mí corrió tu sangre derramada
Sobre las frescas yerbas, y teñido
En sangre fue tu manto, y colorada
La rosa fue con el humor vertido;
Del tierno cuerpo el ánima arrancada
Al reino del espanto fue temido,
De la noche y el Caos mansión dina,
Morada de Plutón y Proserpina.

   ¿Por qué vine el postrero? ¡Ah! desdichado,
Leones que habitáis estas cavernas,
¿Por qué no desgarráis a un desgraciado?
¿Mis tristes penas han de ser eternas?
¿Para siempre he de ser infortunado?
Vuestra rabia mostrad, furias internas,
Mis entrañas rasgad con mano impía,
Tienda su velo ya la muerte fría.

   Cobarde soy en desear la muerte,
Y si al menos en fin tan inhumano,
¡Ah! si al morir pudiera al menos verte,
Y pudiera estrechar tu débil mano
En el instante mismo de perderte;
Ya ni me resta este consuelo vano,
Y en tu infeliz, tristísima agonía,
Robome este consuelo suerte impía.

   Tomó el velo de Tisbe y dirigiose
A la sombra del árbol escogido,
En sus espesas ramas ocultose,
Y lágrimas vertió sobre el vestido;
Al elevado tronco recostose,
Besó el velo, de rojo humor teñido,
Y «recibe la sangre de mis venas,
Este consuelo resta ya a mis penas.»

   En el seno escondió la aguda espada,
La que el siniestro lado le ceñía,
Y por el corazón atravesada
De la caliente herida la extraía,
Y la preciosa sangre derramada
De negro el fruto del moral teñía;
Moribundo cayó en el seco prado,
Cual flor que fue cortada por arado.

   Buscando al triste amante desdichado
Sin perder el temor Tisbe afligida,
Por no faltar al pacto concertado,
En tristes penas y en dolor sumida,
Hasta llegar al sitio señalado,
Por el espeso bosque fue perdida;
Admiró la mudanza de las flores,
Dudó un momento, viendo sus colores.

   Vio sacudir los miembros temblorosos,
Mojada en sangre la desnuda tierra,
Volvió pie atrás con pasos presurosos,
Sus tristes ojos con temor los cierra,
Y pálida y con pasos temerosos
Vio de la muerte la terrible guerra,
Y vio las convulsiones de agonía,
Y de la muerte vio la mano impía.

   Luego, reconociendo sus amores,
Detúvose, abrazando el cuerpo yerto,
Sintiose traspasada de dolores,
Vio el miserable fin de su concierto,
De su loca pasión vio los ardores,
Y al triste amante, ante sus plantas muerto.
Tembló, cual suele el mar airado alzarse
Y al soplo de los vientos agitarse.

   Envuelto en sangre ya su amargo llanto,
Su hermoso rostro lágrimas regando,
Reconoció su desgarrado manto,
Su blando pecho hirió; luego mesando
Sus cabellos, envuelta en largo llanto,
Las heridas de Píramo besando,
«¡Ah Píramo! exclamó, ¿qué desdichado
Caso te arrebató, mi dulce amado?

   Responde al llanto de tu Tísbe amada,
Oye mi voz, dulcísimo consuelo».
A Tisbe oyó nombrar, tan deseada,
Abrió sus ojos, los fijó en el suelo,
Y a Tisbe descubrió a sus pies postrada;
Tendiose de la muerte el negro velo,
La tierra recibió tristes despojos,
Sólo para morir abrió los ojos.

   «Tu mano te mató con tus amores,
Así exclamó la joven desdichada,
Yo apuré la copa de dolores,
Yo seré para siempre desgraciada,
Para morir me bastan los ardores
De mi ciega pasión arrebatada;
Si tu mano y amor te dio la muerte,
Al sepulcro arrastró mi triste suerte.

   Causa fui de tu muerte y compañera
Seré también en el sepulcro helado,
Caerá mi yerto cuerpo en la pradera
Por la cortante espada atravesado,
Y teñirá del Tigris la ribera,
El humor de las venas derramado;
Nada me arrancará ya de tus brazos,
Ni muerte romperá tan dulces lazos.

   Si es que firme el amor, si última hora
Nuestras almas unió con dulces lazos,
Si es que el amor en vuestras almas mora,
Al dejar para siempre vuestros brazos
¡Oh tristes padres!, a quien mi alma adora,
Sólo os ruego ya que aquestos lazos
No rompan ni la muerte ni sucesos:
Cubra una tumba nuestros tristes huesos.

   Y tú que con tus ramas, árbol triste,
Cubres de un amador el cuerpo helado,
Pues de negro color frutas teñiste
Y el lamentable caso de mi amado
En tus moradas flores escribiste,
Conserva siempre este color prestado,
Recuerdo de la triste vida mía,
Que cortó la segur de muerte impía».

   Dijo; empuñando la caliente espada,
En la sangre de Píramo teñida,
Debajo de su pecho colocada,
El corazón atravesó la herida.
Y por sus tristes padres acatada
Fue su postrera voluntad cumplida,
Y los dioses también se la otorgaron,
Y las doncellas de Asia la lloraron.

   En un mismo sepulcro sus cenizas
Tristes reposan y las negras moras
Conservan el color de eterno luto
Y a su memoria dan este tributo.

Barcelona, 29 de septiembre, 1871




ArribaAbajoÉgloga VIII de Virgilio

La Hechicera (Pharmaceutria)


Dedicada al Sr. D. Francisco M.ª Ganuza,
Catedrático en el Instituto de Santander.
Traducida directamente del texto latino.

 

Pastoris Musam Damonis et Alphesibei

 

   El canto de Damón y Alfesibeo,
Que, de pacer las yerbas olvidada,
Escuchó la novilla embebecida;
El sabroso cantar, que estupefactos,
Fuera de sí, los linces admiraron,
Mientras detuvo su corriente el río;
El canto de Damón y Alfesibeo
Digamos, Musa, y tú que los erguidos
Peñascos del Timavo ya dominas,
Claro Polión, ¿cuándo será aquel día,
En que pueda cantar tus altos hechos,
Y por el mundo dilatar tu fama,
Y tus versos más dignos del coturno
De Sófocles? De ti tomé principio,
En ti he de terminar, pues que tú solo
Acogiste mis versos pastoriles,
Mi rústica zampoña y mis cantares;
Permite que esta yedra se entrelace
Al laurel de victoria, que tus sienes
Circunda, como premio a tus hazañas.
Apenas ya la noche tenebrosa
Tendió sobre los montes negro velo,
Al tronco de un olivo recostado
A cantar comenzó Damón cuitado.
 

Canto de Damón

 

   Lucero matutino, que anunciando
El brillo y claridad del nuevo día,
Los montes y los valles alegrando,
Destierras a la noche helada y fría;
Apresura tu curso, y aguijando
Los caballos del rubio dios del día,
Contempla mis afanes y tristeza,
Y de mi infiel amada la crüeza.
Mientras me quejo y a los dioses ruego
(En vano, pues que nada he merecido),
Mientras me abraso vivo en este fuego,
Que triste y desdichado yo he encendido,
Y mientras loco, desgraciado y ciego,
Al morir, de la tierra me despido;
Levanta el son, zampoña, y los cantares
De Ménalo repite en los pinares.

Ménalo tiene bosques y cercados
Y los erguidos pinos, que cantores
Repiten los acentos pronunciados
Por inocentes ninfas y pastores,
Repiten sus acentos acordados,
Y repiten su amor y sus dolores;
Levanta el son, zampoña, y los cantares
De Ménalo repite en los pinares.

Únese a Mopso Nisa; ya el cordero
Aplacará su sed en la corriente,
Y el tigre, y el león, y el lobo fiero
Ya beberán con él en una fuente;
¡Ah Mopso! para ti sale el lucero;
Apaga las antorchas, que ya siente
Tus pasos Nisa; esparce ya las nueces
¡Ve ahí la esposa que tan bien mereces!
Levanta el son, zampoña, y los cantares
De Ménalo repite en los pinares.

¡Ah digna esposa de tu Mopso amado!
Desprecia a todos; penetrante vira
Traspase, cual arpón enherbolado,
Al triste pecho que de amor suspira;
Y di que ningún dios tiene cuidado,
Ni por las cosas de la tierra mira;
Levanta el son, zampoña, y los cantares
De Ménalo repite en los pinares.

Siendo pequeña, y con tu madre estando,
Te vi coger, sirviendo yo de guía,
Las mojadas manzanas, y alcanzando
La fruta de los árboles un día;
Era yo niño, y con la mano alzando
Los ramos de la tierra recogía,
Porque de once años ya mi edad pasaba,
Y desde aquel momento yo te amaba.
Levanta el son, zampoña, y los cantares
De Ménalo repite en los pinares.

Ya te conozco, amor; fuiste engendrado
De duros garamantas, o en las breñas
Del Ismaro fragoso y elevado,
Que azota el mar en las desnudas peñas;
Del Ródope en los peñascos sustentado,
Tu sangre procedió; que nuestras señas
No son las tuyas, ni de nuestra raza
Nace el que nudo tan cruel enlaza.
Levanta el son, zampoña, y los cantares
De Ménalo repite en los pinares.

   Por ti, cruel, por ti, oh amor tirano,
La sangre de sus hijos derramada,
Y la sangre inocente de su hermano
Tiñó una cruda mano despiadada,
¿Fue ella más cruel, o tú inhumano?
Malvado fuiste tú, y ella malvada.
Levanta el son, zampoña, y los cantares
De Ménalo repite en los pinares.

   Huirá el hambriento lobo del ganado;
Producirán manzanas las erguidas
Encinas, y el arbusto delicado
Electro sudará por las partidas
Cortezas, y en el roble sustentado
Narciso mostrará ramas floridas;
Títiro emulará el canto de Alceo,
En los mares Arión, en selva Orfeo.
Levanta el son, zampoña, y los cantares
De Ménalo, repite en los pinares.

   Adiós, selvas; y cubran ya los mares
Los montes y los valles de la tierra;
Cubran de los pastores los hogares
Y aneguen las cabañas de esta sierra;
Porque abandono ya mis Dioses Lares
Y termino por fin tan triste guerra;
A las ondas me arrojo infortunado,
El adiós recibid de un desdichado.
Termina, Musa, ya tristes cantares,
Que en Ménalo repiten los pinares.
Esto cantó Damón; vosotras, Musas,
El canto repetid de Alfesibeo.
 

Canto de Alfesibeo

 

   Trae agua, y tú circunda estos altares
De vendas y verbenas abundantes,
Y ofrece incienso tú a los Dioses Lares,
Que mágicos conjuros son bastantes
A que mi Dafni torne a sus hogares;
Mis encantos al fin serán triunfantes;
Atraviesa los mares mi conjuro,
Y vuelve a Dafni de su casa al muro.

   Con mágicos cantares pronunciados
Puede la Luna descender del cielo;
Por Circe son los griegos transformados
Y ocultos de animales en el velo;
Con mágicos cantares, los helados
Áspides se revientan en el suelo;
Atraviesa los mares, mi conjuro,
Y vuelve a Dafnis de su casa al muro.

Y tres lirios te ofrezco lo primero,
De diverso color, de tres colores;
Que agrada al Dios el número tercero;
Y ofrezco un sacrificio a tus amores,
Y tu imagen llevar tres veces quiero
En torno del altar que ciñen flores;
Atraviesa los mares, mi conjuro,
Y vuelve a Dafnis de su casa al muro.

Liga, Amarilis, liga con tres nudos
Estos lirios que tiñen tres colores;
Y no estén al ligar tus labios mudos,
Y en cada nudo di de los amores:
Yo los lazos estrechos y los crudos
Vínculos enlacé de los dolores.
Atraviesa los mares, mi conjuro,
Y vuelve a Dafnis de su casa al muro.

   Cual la novilla de correr cansada
Por los espesos bosques, que buscando
Su toro por los montes, y olvidada
De que la tarda noche está ocultando
Los montes y los valles, fatigada
En la yerba se tiende, y escuchando
La fuente murmurar, queda dormida;
Así mi alma a Dafnis está unida.
Atraviesa los mares, mi conjuro,
Y vuelve a Dafnis de su casa al muro.

   Así como este barro se endurece,
Así como esta cera se liquida,
Y un mismo fuego abrasa y enternece,
Así el alma de Dafnis a mí unida,
A todas las demás se empedernece;
La salsa mola esparce, y encendida
La rama de laurel en este fuego,
Pues que Dafnis me abrasa en amor ciego.
Atraviesa los mares, mi conjuro,
Y vuelve a Dafnis de su casa al muro.

   Dejome estos despojos el malvado,
Estas prendas queridas y estimadas,
Aquel Dafnis, por mí tan deseado,
A mi custodia las dejó confiadas;
Estas prendas me deben su cuidado,
A la tierra serán pues entregadas.
Atraviesa los mares, mi conjuro,
Y vuelve a Dafnis de su casa al muro.

   Meris me dio estas yerbas poderosas
En los campos del Ponto producidas,
Porque es fértil el Ponto en venenosas
Yerbas, por hechiceros recogidas;
En figura de fieras pavorosas
Convertido vi al Meris, traducidas
De su lugar las mieses y evocadas
Las sombras levantarse ensangrentadas.
Atraviesa los mares, mi conjuro,
Y vuelve a Dafnis de su casa al muro.

   Trae las cenizas, Amarilis mía,
Y arrójalas detrás en la corriente,
No vuelvas la cabeza al agua fría,
Veré si Dafnis el encanto siente;
De Dafnis moveré la mente impía,
Sienta su corazón amor ardiente,
Mas no escucha mi amor ni mis dolores,
Ni a mis ruegos atiende ni clamores.
Atraviesa los mares, mi conjuro,
Y vuelve a Dafnis de su casa al muro.

   En las cenizas ya prendió la llama,
Y trémula circunda los altares,
¡Buen agüero!; a la puerta alguno llama,
¿Es que mi Dafnis vuelve a sus hogares?
¿Será verdad o sueña aquel que ama?
¿O vuelve Dafnis ya a sus Dioses Lares?
Porque de Hilax se escucha ya el ladrido
Y se oye ya de pasos el ruido,
No atravieses los mares, mi conjuro,
Que es vuelto Dafnis de su casa al muro.

Barcelona, 16 de octubre de 1871.






ArribaAbajoEnsayos poéticos332


Qui no es trist, de mos dictats non cur.
Ausías March, Cants d'amor.




ArribaAbajoA I. M.

Dedicatoria


Donec vivam





   Recibe de mis versos el presente
Debido a tu belleza soberana,
En tus aras tal vez ofrenda vana,
Tal vez recuerdo de mi amor ardiente.

   Yo vi, señora, tu beldad rïente
En la sonante playa laletana,
Donde eleva Favencia la romana
Hacia las nubes su murada frente.

   Te vi, te amé, mi corazón fue preso
Entre los rayos de tus claros ojos,
Entre las redes de tu crencha hermosa;

   ¡Feliz quien pueda, de tus labios rojos,
Ebrio de amor, arrebatar un beso,
Y venga sobre mí la muerte odiosa!

Santander, 10 de enero de 1875.




Tecum vivere liceat, tecum obeam libens.


(Hor. lib. ni, g.)                




   No sé por dónde lleva mi fortuna
El curso vago de mi incierta vida,
Por recios huracanes combatida,
Desde el primer sollozo de la cuna.

   Ora esplendor de gloria me importuna
De la ciencia en las lides adquirida;
Ora es mi alma del amor herida,
Y me lamento al rayo de la luna.

   Paso la vida entre memorias tristes,
Recordando la faz de mi Belisa;
Y como cera me deshace el llanto;

    ¡Oh los que alguna vez su rostro vistes,
Su dulce boca, su gentil sonrisa,
Decidme si hay olvido a tal encanto!

Madrid, 3 de octubre de 1874.




Ulcus enim vivescit et inveterascit alendo.


(Lucr. IV, 1061.)                




   Lágrimas rinden al varón robusto,
Llanto derrama el ternezuelo infante,
Lágrimas vierte el afligido amante,
Llora el mendigo y el monarca augusto.

   Porque es el llanto entre el placer y el gusto
Recuerdo del dolor que va delante,
Y en la copa del néctar espumante
Mezclado con la dicha está el disgusto.

   En el pesar es dulce medicina,
Que blanda cura las humanas llagas;
El llanto cava hasta la dura losa;

   Rinda mi llanto, pues, madre Erycina,
Cual suave filtro de hechiceras magas,
El pecho de Belisa desdeñosa.

Santander, 15 de agosto de 1874.




Interea dum fata sinunt jungamus amores.


(Tib., Eleg. I, I.ª, V. 69.)                




   Cual suele por las puertas del oriente
Al rojo despuntar de la mañana,
Desplegando su manto de oro y grana,
Mostrar la aurora su risueña frente

   Y retratarse en límpida corriente,
Que murmurando entre las flores mana,
El rostro de la ninfa soberana
Guiando su carroza refulgente,

Así brillaste tú, dulce Belisa,
Ante mi vista ¡oh Dios! un solo instante;
Y yo pensé encontrar, ángel de amores,

   Tu voz en el suspiro de la brisa,
En la faz de la Aurora, tu semblante,
Tu aliento en el perfume de las flores.




Tu modo sola places, nec iam, te praeter, in urbe
Formosa est oculis ulla puella meis.


(Tib., Eleg. IV, 13, V. 3 y 4)                




   Ensalce a Laura el amador toscano
En dulce canto y cítara sonora;
El que viva la amó, muerta la llora,
Condense en Beatriz saber cristiano

   Con noble voz y aliento sobrehumano,
Por cuanto baña el mar y Cintio dora;
Haga inmortal el nombre de Eliodora
El divino poeta sevillano,

   Y respondan las ninfas a su acento
Con dulce halago y apacible risa,
Del Betis en la plácida ribera:

   Que al nombre celestial de mi Belisa
Al olvido darían su tormento
Dante, Petrarca y el divino Herrera.




ArribaElegía a I. M.

Epicharis laudatur; ejus pulchritudo depingitur.





Mihi dulcis amorum sedes, pulcherrima virgo,
   Quae facie praestas venustiore deas,
Pedibus alternis digna memorari Tibulli,
   Candidior lacte candidaque nive;
Dicam oculorum lumen velut astra micantium,
   Hecatae similium cum rupit illa nubes,
Et laxos crines capitis de vertice tortos,
   Qui pectus tegunt turgentiaque poma,
Fluctibus densiores humero jactantur utroque;
   Tales Aphroditem flexus habere credo,
Talis caesarie fuerat formosa Lacaena,
   Pergami exitium trojanique regis;

Talis Berenices coma super astra locata,
   Callimachi ingenio, docte Catulle, tuo.
Singula quid referam? manus tornatiles ipsas,
   Gracilesque pedes, incessumque divum,
Et leves risus, blandaque murmura linguae,
   Purpureo in ore provocante basia.
Felix qui dulcem possit exaudire loquentem,
   Oscula loquenti qui tibi rapiat, felix!
Felix qui possit nuptam te ducere lectum,
   Fulmine contactus dummodo postea cadat!

Santander, 3 de agosto de 1876.