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ArribaAbajoLectura sociológica de «Historia de una escalera»

Luis Iglesias Feijoo


A los treinta años del estreno de la primera obra de Buero Vallejo conviene atender ya a un aspecto que casi siempre se ha pasado por alto: sus resonancias sociales e históricas, no todas explícitas. Quizá proceda también aclarar desde el principio que aquí no seguiremos ningún dogma o escuela sociológica concreta y que, desde luego, nos alejaremos voluntariamente de una cómoda tendencia, mal incluida dentro de la sociología de la literatura, que consiste en averiguar a priori la clase social a que pertenece un escritor para, a partir de ella, definir mecánicamente su obra y clasificarla en el apartado oportuno; esto en todo caso, sería sociología de los literatos. El presente trabajo se sitúa, en cambio, ante la obra en sí, el texto teatral -no sólo el lingüístico, naturalmente- y pretende observar el nudo de relaciones sociales que se crea entre los personajes, el origen de sus enfrentamientos y la posible relación de éstos con las tensiones clasistas de ese microcosmos construido en escena. Por supuesto, no se pretende con ello confundir el orbe artístico del teatro con las realidades de la vida   —222→   humana y sus leyes, ni se predica ningún tipo de homología entre uno y otras. La crítica ha insistido tanto en años recientes sobre la falacia de tomar por reales los sentimientos de los personajes, que hoy es poco menos que pecado nefando incurrir en tal ingenuidad, o extrapolar circunstancias de los textos a la vida. «Hamlet and Macbeth exist only as words on a printed page. They have no consciousness.»284 Una toma de postura similar, aunque independiente, adopta Genette al subrayar que los sentimientos de los seres inventados «ne sont pas des sentiments réels, mais des sentiments de fiction, et de langage: c'est-à-dire des sentiments qu'épuise la totalité des énoncés par lesquels le récit les signifie285

Esto no tiene por qué implicar una deshumanización de la obra literaria o teatral, ante la que el lector o espectador participa emocionalmente y se preocupa por los personajes como personas; pero Booth, que lo reconoce, añade: «It is of course true that our desires concerning the fate of such imagined people differ markedly from our desires in real life.»286 En la misma línea se mueve Susan Sontag287, y ya Ortega y Gasset, a quien, por cierto, remite esta escritora, había considerado un error común que el público teatral tomase los problemas de los personajes «como si fuesen casos reales de la vida», ante lo que proponía una fórmula, muchas veces mal interpretada: «Alegrarse o sufrir con los destinos humanos que, tal vez, la obra de arte nos refiere o presenta, es cosa muy diferente del verdadero goce artístico. Más aún: esa ocupación con lo humano de la obra es, en principio, incompatible con la estricta fruición estética.»288 Y, añadiríamos, lo es con cualquier planteamiento riguroso del arte; la distanciación brechtiana, por ejemplo, exige posturas similares.

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Teniendo presentes estas ideas, y sin necesidad de tomar por seres reales a los de ficción, ni perder de vista la configuración autónoma de la obra, la cual o se sostiene por sí, o no hay quien la sostenga, vamos a examinar las relaciones sociológicas del universo inventado, así como también, dentro de lo que un crítico semiológico incluiría en la pragmática, analizaremos las referencias que dentro de la obra se hacen a la realidad, con la atención despierta para no pasar por alto que el autor puede haber utilizado sutilmente esas referencias para sugerir cosas que no procedía quizá mostrar más a las claras.

Historia de una escalera, por su situación en el teatro de posguerra, no sólo representó la consagración de su creador, sino también el punto de partida en la regeneración de la escena española y el gozne que la engarzaba con la producción anterior a 1936. No obstante, es curioso observar que raras veces se selecciona esta obra entre las más destacadas del escritor; él mismo ha tendido siempre en los inicios de su carrera a resaltar la presunta mayor importancia de En la ardiente oscuridad, mientras que en los últimos años se inclinaba por las más recientes. Sin olvidar, desde luego, el desarrollo progresivo de la dramaturgia bueriana y la complejidad y riqueza crecientes de sus producciones de madurez, sería injusto relegar aquella primera obra y pasar por alto su cuidadosísima construcción escénica o su eficaz economía de recursos en la creación de caracteres289. No faltarán quienes la consideren menos rica de ideas o de sugerencias que muchas de las obras posteriores del dramaturgo, pero, como se verá luego, algunos de los temas abordados, quizás oscuramente intuidos por el público, distan mucho de ser evidentes a primera vista.

La obra trata de una serie de seres que viven en el último piso de una casa de vecinos. Esta comunidad está aparentemente situada en un mismo nivel social, por lo que García Pavón se refiere a «la clase social única de los agonistas»290. Sin embargo, conforme el diálogo se desarrolla, empiezan a advertirse detalles anómalos, que no tienen importancia por sí mismos, pero que la adquieren cuando se los ve encaminados en una misma dirección. En principio, parece que las cuatro familias que conviven allí se desenvuelven mal; la acotación inicial insiste en dar datos inequívocos sobre la pobreza del inmueble: «casa modesta de vecindad», barandilla «muy pobre», «sucia ventana», «polvorienta   —224→   bombilla»291. De la pobreza común se destacan muy pronto D. Manuel y Elvira, cuya desahogada situación queda indicada en el cuadro inicial por varias circunstancias: su recibo de la luz es más elevado que ningún otro (ellos son dos, pero gastan casi tres veces más que la familia de Generosa, de cuatro personas), lo pagan sin problemas, rutinariamente, y pueden abonar también el recibo de Doña Asunción; una acotación (27) destaca sus trajes como denotadores de mayor riqueza, y no se olvide que las acotaciones son simplemente indicadores que deben ser convertidos en signos visuales o acústicos para el espectador. Hacia el final del acto primero se aludirá brevemente al origen de la posición de D. Manuel: era un oficinista y montó una agencia para «sacar permisos, certificados...», a base de sus «relaciones» y de «tanta triquiñuela», como dice Paca con su habitual desgarro (58-59). Está claro, pues, que D. Manuel pertenece a la clase que, con Marx, llamamos pequeña burguesía, porque no es propietaria de los medios de producción, ni participa directamente en ésta: «Muchísima gente que no produce mercancías para la venta con ganancia es esencial para la industria capitalista y consume parte de sus ingresos; por ejemplo, contables, oficinistas, secretarias, abogados, delineantes, ingenieros, vendedores, etc.»292

El pago de la luz permite descubrir también que Fernando, pese a no poder sufragar su coste, gasta mucho, pues siendo solos él y su madre, su cuenta es más elevada que la de Generosa (cuatro personas) y casi tanto como la de Paca (cinco). Del gasto de la electricidad -asunto que el autor subraya al volver luego sobre él (55)- se obtiene, en suma, una primera conclusión: la evidente desproporción que hay entre lo que gastan por persona D. Manuel y Fernando frente a las otras dos familias. El emparejamiento de estos dos personajes, sobre el que inciden también los deseos que Elvira tiene de casarse con el joven, se vuelve a dar en otros pequeños detalles, como son los tratamientos. Así, sólo don Manuel y doña Asunción reciben este trato de respeto, no ya por parte del autor, sino de todos los vecinos, mientras   —225→   que siempre se emplea «señora Generosa» o «señor Gregorio» al dirigirse o referirse a éstos. Igualmente, mientras Elvira tutea a su padre, le llama «papá» e incluso usa un mimoso «papaíto», y Fernando tutea a su madre, en cambio los tres hijos de Paca y Carmina utilizan «usted», «padre» y «madre», más respetuosos o distanciadores.

¿Qué quiere decir esto? Cuando Beinhauer en su estudio sobre el español hablado advertía que «a los padres, tíos, tías y parientes políticos se les trata muy a menudo en tercera persona», Sobejano tenía que añadir en nota: «Este uso se ha ido perdiendo casi del todo en las ciudades y sólo subsiste entre las gentes del campo.»293 Pero el primer acto de Historia de una escalera está situado treinta años antes del «hoy» de su estreno, es decir, hacia 1917-1919, y en ese lapso de tiempo se ha dado una notable evolución en el uso, muy comentada por los estudiosos: «ya por aquellos años de antes de 1936 eran evidentes los avances del tuteo», escribe Dámaso Alonso, pero ya antes Andrés Bello advertía que en sus días «lo propio en el diálogo familiar sería usted o »294. Ha existido, pues, una ininterrumpida corriente a favor del tuteo, que se origina en el siglo pasado y gana terreno poco a poco en el tiempo y en el espacio social, a través de un recorrido de arriba abajo por la pirámide clasista. La última gramática académica habla muy claro del tema: «Se ha atenuado bastante la costumbre antigua de que el niño y el adolescente y hasta el hombre maduro hablen a sus padres y abuelos de usted, costumbre que hoy subsiste de manera parcial, aunque probablemente sólo en el campo y en sectores del mundo obrero en la ciudad.»295

La literatura, y en especial el teatro, preocupados por acomodarse a los usos de la realidad, han ido dejando constancia de tal evolución, como puede verse en una rápida muestra. Si la moratiniana Paquita de El sí de las niñas llama «mamá» a doña Irene y la trata, no obstante, de «usted» (véase el principio del acto II), Larra aludía ya a la costumbre de los avanzados caballeritos y damiselas a la moda que en su tiempo   —226→   defendían que «padre y madre eran cosa de brutos, y que a papá y mamá se les debía tratar de »296, lo que ya hace la Consuelo de López de Ayala. Es curioso que Galdós, tan atento siempre a los pequeños -y a los grandes- detalles de la vida, presente en Fortunata y Jacinta el uso de «usted» por parte de Juanito Santa Cruz hacia su madre al principio, para pasar tiempo después en la historia al tuteo, como si el cambio hubiese llegado a su clase social por aquellos años297. Por su parte, Leopoldo Alas en La Regenta mantiene el «usted» y el «madre» del Magistral a la suya, mientras Paquito, el marquesito, usa «papá» y «mamá». Ya en nuestro siglo, Juan, en Los semidioses, de Federico Oliver, trata a los suyos de «padre», «madre» y «ustedes», y en el medio rural, la Acacia de La malquerida usa con su madre el «usted», como luego las hijas de Bernarda Alba hacen con ésta. Es Benavente quien, por los años en que se sitúa precisamente el primer acto de la obra de Buero, da en Una pobre mujer (1920) testimonio muy claro de la división social que existía entonces en el trato; mientras una de las familias protagonistas, que vive en una «casa modesta de clase media», emplea el tuteo de hijos a padres, la otra familia, muy pobre, usa el «usted»298.

En resumen, la diferencia en el trato que mantienen los personajes de Historia de una escalera, sin dejar de ser reflejo de los usos sociales vigentes en la realidad, se convierte en signo de una división social en el universo de la obra, desatendida por la crítica. Los miembros de la pequeña burguesía permiten ya el tuteo en familia, a imitación de las costumbres de la burguesía que, a su vez, había seguido en su día las de la aristocracia. En cambio, el mundo obrero aún no ha comenzado a hacerlo. Ahora bien, esto supone la inclusión en la pequeña burguesía no sólo de D. Manuel, sino también de Fernando. ¿Es ello acertado? Sin ninguna duda. El carácter de trabajador asalariado que le caracteriza no debe inducir al error de suponerle un proletario. Está claro que, aparte de las dos clases fundamentales de la sociedad capitalista moderna -burguesía y proletariado-, existen otras, de las que nos interesa esa clase intermedia que es la pequeña burguesía, cuyas características han sido objeto de un análisis fundamental por parte de Nicos Poulantzas. Para él, es principio básico que el salario no puede definir   —227→   a la clase obrera, lo que ya está muy claramente en Marx: «Si tout ouvrier est salarié, tout salarié n'est pas forcément un ouvrier, car tout salarié n'est pas forcément travailleur productif.»299 En concreto, no es trabajador productivo, esto es, miembro del proletariado, quien pertenezca a la esfera de circulación del capital o de la mercancía, como los asalariados del comercio o de la banca, que forman parte de la llamada «nueva pequeña burguesía»300.

Pues bien, Fernando es precisamente empleado de una papelería, un «dependiente», según dice Urbano (38); ocupa, pues, el escalón más bajo de la pequeña burguesía, el más cercano a la clase obrera, con la que su fracción puede ocasionalmente establecer alianzas, sin que por ello desaparezcan las barreras de clase. Pero para distinguir las fronteras entre éstas, a las determinaciones económicas deben sumarse las relaciones políticas e ideológicas; podemos ver así que en Fernando se dan, como en perfecto muestrario, todos los elementos característicos de la ideología pequeño-burguesa. En su largo diálogo con Urbano en el acto inicial aparecen sucesivamente el individualismo («-¿Y quieres hacerlo solo? -Solo», 42), la insolidaridad («¿Qué tengo yo que ver con los demás?», 39), el mito de la promoción social («Sólo quiero subir», 39), la despreocupación o el temor larvado por los cambios revolucionarios (no quiere sindicarse, 38)301. Oscuramente, tiene ante sí el ejemplo de D. Manuel, el que sí ha subido, como parte de esa minoría de la pequeña burguesía que consigue desplazarse hacia arriba, lo que la ideología de su clase presentará como el ascenso de los «mejores» o los «más capaces». Por ello, cuando en el acto segundo el joven aparece casado con la hija de D. Manuel, no hay   —228→   motivo para ninguna sorpresa; su carácter abúlico le ha llevado al camino aparentemente más corto para promocionarse y, echando al olvido sus promesas a Carmina, se casa con la hija y heredera de quien ha logrado lo que él quería, «subir», lo que no deja de serle luego reprochado por ella: «¡Claro, el señor contaba con el suegro!» (74). En concreto, los sueños que enuncia ante Carmina al final del primer acto prueban que se propone seguir los pasos de su futuro padre político: quiere hacerse delineante, aparejador, ingeniero... Releamos la anterior cita sobre las profesiones no productoras y hallaremos que éstas están allí enumeradas, pues, en efecto, se trata tan sólo de sectores más elevados de la misma clase pequeñoburguesa hacia los que Fernando desea trepar.

Urbano, en cambio, es miembro de la clase obrera sin ninguna duda; la primera acotación sobre él lo define: «un proletario» (37). Como las acotaciones no se leen al espectador, éste recibe otros signos: visuales -el «azul mahón» que viste- o lingüísticos: la «fábrica» por la que le pregunta su amigo (38); su condición de «obrero» es afirmada por él casi con rabia en momento posterior (85). Es un sindicalista que trata infructuosamente de convencer a su convecino. Por todo ello, el enfrentamiento entre los dos jóvenes es algo más que una mera disputa de la edad o la riña por conquistar a una misma chica. Por el contrario, y sin negar estos aspectos, también presentes, existe ahí un enfrentamiento clasista entre proletariado y pequeña burguesía; sólo a esta luz pueden entenderse las ilusiones de Urbano, consciente de la inutilidad del esfuerzo individual por sí mismo («los pobres diablos como nosotros nunca lograremos mejorar de vida sin la ayuda mutua», 39) y partidario por eso de la lucha colectiva. Él no cree en la subida individual; está de vuelta de lo que se ha llamado teóricamente «l'inanité de la problématique bourgeoise de la mobilité sociale»302 -encarnada en Fernando-, pues el ascenso de unos cuantos individuos supone y exige la persistencia de la estructura social injusta, la división en proletariado y burguesía, cada uno con su lugar correspondiente. Es decir, esto implica el mantenimiento de la sociedad dividida en clases. Urbano, de algún modo, parece pensar en la desaparición de esa estructuración social o, lo que es lo mismo, intuye una sociedad sin clases. Así puede entenderse esta frase suya: «Si yo llego, llegaremos todos» (41).

En suma, Urbano tiene conciencia de clase y Fernando, no; al rehuir su participación en la lucha sindical, éste actúa como perfecto   —229→   representante de su clase, la cual, como ya vio Marx, pretende superar precisamente la «contraposición de clases». Lukács comenta al respecto: «Por eso rehuirá todas las decisiones importantes de la sociedad... Sus propias finalidades, que existen exclusivamente en su consciencia, se convertirán siempre e inevitablemente en formas puramente 'ideológicas', cada vez más vacías, cada vez más aisladas de la acción social.»303 Estas palabras podrían tomarse como un diagnóstico de la situación de Fernando, de su irresolución y, pasado el tiempo, de su cobardía, lo que veremos luego.

Este enfrentamiento clasista no está estentóreamente expuesto en la obra. No podía estarlo. Pero se encuentra siempre latente y explota en el momento oportuno. Conviene precisar, antes de examinar esto, que nada hay en Urbano de identificación con cualquier tipo de «héroe positivo». Desde sus comienzos Buero está muy lejos del maniqueísmo y, si del conjunto de su teatro cabe deducir una condena global de toda explotación del hombre por el hombre304, no construye nunca universos dramáticos divididos en buenos y malos, en unos que tienen la razón y otros que carecen de ella. Urbano es un ser humano más bien mediocre, con varios aspectos negativos: vanas amenazas contra Pepe, falta de confianza... En el acto segundo conseguirá que Carmina acepte ser su esposa, pero elige para declararse el momento más inoportuno, cuando ella acaba de enterrar a su padre, y él no parece querer pensar que su aceptación puede ser para la joven sólo el único modo de evitar la miseria en el futuro. En ese preciso momento, también él piensa en subir, si bien es notable que no se le ocurra soñar con abandonar su clase (85-86).

En el acto tercero la situación de los dos muchachos, ahora ya maduros, se ha igualado mucho. Han pasado ya a «nuestra época» (105), y la acotación que los menciona ahora es tajante en su definición: «Socialmente, su aspecto no ha cambiado: son dos viejos matrimonios, de obrero uno y el otro de empleado» (108). Su penuria económica es muy parecida; pronto se sabrá que Fernando ni siquiera el día del cumpleaños de su hijo puede comprar unos pasteles; pero en esto cabe observar un fenómeno ya previsto en el siglo pasado por Marx y que se ha ido cumpliendo inexorablemente: la paulatina proletarización de las capas medias, o, visto de otro modo, la igualación de salarios entre clases productivas y no productivas. Poulantzas anota   —230→   precisamente la existencia de una «tendance à la réduction des écarts entre salaires 'moyens' ouvriers et salaires 'moyens' petits-bourgeois, amorcée déjà... avec la Première Guerre mondiale et entre les deux guerres»305. Fernando no sólo no ha subido, sino que ha visto aumentar las estrecheces de su ilusionada juventud; el mito de la movilidad social ha revelado su falacia: nunca fue tan mito como en su tiempo y en su país, aherrojado en una estructura aparentemente inmutable.

Pero, ¿y si Fernando no hubiese sido un «gandul», como le llaman varias veces? Desde luego, es del todo improcedente jugar a los futuribles con los personajes de ficción (¡Ah, si Edipo no hubiera coincidido con Layo en el cruce de caminos...!), pero dentro de la obra misma Urbano dibuja el sombrío panorama que le esperaba: trabajar diez horas, buscar luego encargos particulares, acostarse a las tres, ahorrar de la comida, del vestido, del tabaco, todo para, al cabo, rematar «solicitando cualquier miserable empleo para no morirte de hambre» (40). No es, pues, un problema de vagancia. La obra sugiere la existencia de una responsabilidad social, la de una estructura económica injusta y una división en clases que impide la plena realización humana. Se rechaza por tanto la ideología del desclasamiento, así como el mito del self-made man. Pasan los años y todos siguen aprisionados por un sistema, tan omnipresente como imperceptible en la vida diaria. No se puede ignorar la insinceridad sentimental de los dos jóvenes, que existe y sobre la que escribe Borel, pero no puede aceptarse sin más su definición de la obra como «drama de amor, el drama del amor frustrado»306. Es bastante más.

Ya Doménech advirtió que entre el segundo y el tercer acto, de acuerdo con la cronología interna, ha tenido lugar la guerra civil307. Sólo así cobra sentido el fracaso de los ideales societarios de Urbano, al que sólo se hacen vagas alusiones. Sin embargo, aunque el autor no quiso ser muy explícito, había indicado con alguna mayor claridad sus causas; cuando Fernando echa en cara al antiguo amigo su fracaso   —231→   con el sindicato, que iba a arreglar las cosas para todos, Urbano respondía: «Sí, hasta para vosotros los cobardes que nos habéis fallado», frase sustituida por otra más anodina a causa de la censura308. Urbano ha sido derrotado, pero la superioridad de sus ideales parece clara: él quería una sociedad mejor para todos, no sólo para sí, y con ello inicia la serie de personajes de Buero volcados a los demás; recuérdense Silverio (Hoy es fiesta) o Mario (El tragaluz). El fracaso de Urbano tiene otra faceta, la sentimental, debido a su insinceridad en el matrimonio, pues no ha atendido a la entidad real de los sentimientos de Carmina, pero en el otro plano han sido otras las razones, muy poderosas, que le han vencido. De lo cual no puede deducirse, como alguien ha hecho, que la obra signifique la derrota inexorable de todo proyecto de transformación social309; más bien, hay que entender que el proyecto concreto de Urbano, situado en coincidencia con el incubado con esperanza por muchos miles hacia 1917-1919, ése sí había fracasado. Cosa que, en 1949, sabían muy bien el autor y los espectadores sin necesidad de mayores aclaraciones.

De su derrota había culpables concretos, y uno está señalado en la obra: la defección de la clase pequeño-burguesa. Quizá proceda recordar aquí que, según Trosky, el fascismo, al tomar el poder, produce la anulación de las organizaciones del proletariado, al que, además, quiere dejar «desalentado y resignado», palabras muy adecuadas al Urbano del último acto. Aunque nada concreto se dice de la actitud definitiva de Fernando en el tiempo implícito entre los dos últimos actos, las palabras de Urbano nos hacen suponer su fidelidad al comportamiento de su clase; no se olvide que el fascismo se origina en un «movimiento típicamente pequeño-burgués, mezcla de reminiscencias ideológicas y de resentimiento psicológico», unidos a «una profunda hostilidad   —232→   con respecto al movimiento obrero organizado»310, circunstancias presentes en diversos momentos en sus palabras. Su egoísmo individualista es el que triunfará en la sociedad que se trasluce fugazmente al principio del último acto, en que aparecen dos nuevos inquilinos, oficinistas anónimos y bien trajeados, que se han trasladado a la casa, amplia, aunque vieja (nos la imaginamos trasunto de tantas que, con el paso del tiempo, se han deteriorado, pero conservan una situación urbana envidiable). Estos nuevos vecinos muestran una total insolidaridad; las otras familias, para ellos, «son unos indeseables». Los valores por los que se rigen están claros: «¿Es que mi dinero vale menos que el de ellos?» (107). Son gentes hechas a la nueva sociedad, que sueñan con los últimos modelos de coche. Su individualismo insolidario será condenado a partir de aquí en todas las obras del autor, quien, hablando en una ocasión del protagonista de Hoy es fiesta, de actitud en parte no lejana a la de Fernando, escribía: «Que Silverio padece un serio defecto social, es evidente... Ésta es la miseria individualista.»311 El futuro de los hijos en esta sociedad no se promete muy halagüeño. Fernandito repite las mismas cosas que había dicho su padre y corre el riesgo de reincidir en sus errores..., pero ésa sería ya otra historia, de la que nada se sabe.

Alguna vez se ha presentado como incoherente la mezcla en un mismo edificio de «les rentiers, les ouvriers et les hommes d'affaires, les nouveaux pauvres et les nouveaux riches»312. Sin embargo, esta mezcla de clases dista mucho de ser insólita en la realidad, sino que, por el contrario, es algo perfectamente conocido. Ya en el siglo XVIII, al no aumentar ciudades como Madrid el número de edificios y sí, en cambio, la población, se estableció «une promiscuité extraordinaire et non seulement une promiscuité, mais une coexistence de toutes les classes sociales»313. Se trata de la tradicional estratificación vertical, que relega a los más pobres a sótanos y pisos más altos de los   —233→   edificios, como ocurre en nuestro drama. Desde el XIX, las clases tienden a aislarse por barrios, pero la promiscuidad no desapareció. Galdós presenta en Fortunata una casa madrileña de vecindad, visitada por Jacinta y Guillermina. Tenía dos patios, el posterior «mucho más feo, sucio y triste que el anterior. Comparado con el segundo, el primero tenía algo de aristocrático y podría pasar por albergue de familias distinguidas. Entre uno y otro patio, que pertenecían a un mismo dueño y por eso estaban unidos, había un escalón social, la distancia entre eso que se llama capas314 La convivencia no ha desaparecido hoy, pues los centro urbanos comprenden los arrabales de hace medio siglo, por lo que la coincidencia de los antiguos moradores, de clase inferior y en retroceso, y los nuevos, casi siempre miembros de la burguesía que desplazan sin cesar a los otros, sigue existiendo.

Para terminar, es posible preguntarse si, además de a la presencia/ausencia de la guerra entre los dos últimos actos, el autor ha querido aludir en la obra a alguna otra fecha o zona de fechas históricas. La obra se escribió en 1947 y se estrenó a los dos años. Aunque en el texto publicado no se señala año alguno, el programa de mano concretaba el desarrollo de los tres actos en 1919, 1929 y 1949, según advierte el autor (152). Si atendemos al año de redacción, queda muy claro que aquél ha querido cubrir el período temporal vivido por él, pues contaba 30 años en ese momento. Además, la elección de 1917-1919 para el primer acto no parece casual. En torno al primero de esos años se da en la sociedad española el «momento en el que el cambio cualitativo deja de ser incipiente para convertirse en rasgo global determinante de la totalidad social»315. Este mismo historiador sitúa entonces el desarrollo de la moderna lucha de clases, por «la conciencia obrera y de clase de las masas obreras». Vicens Vives, que fecha en 1917 la explosión de la crisis española contemporánea, sitúa ahí «la pleamar de la agitación obrerista. Al aumento del precio de la vida, los trabajadores responden afiliándose en masa a los sindicatos que acogen decididamente sus reivindicaciones. Éste es el momento desbordante de la CNT, que planteó la lucha en el terreno de la absoluta solidaridad entre los obreros.»316

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Varios puntos son importantes en este párrafo. El alza de la vida es tema reiterado en Historia de una escalera y se convierte en obsesivo para Generosa, a la cual oímos varias veces recitar su penosa salmodia: «¡Dios mío! ¡Cada vez más caro! No sé cómo vamos a poder vivir.» Al respecto Tuñón analiza el «alza espectacular» de los precios en el período 1915-1918, «en proporciones astronómicas»317. En segundo lugar, la que Vicens llama afiliación «en masa» se corresponde con lo que dice Urbano: «la gente se sindica a toda prisa» (38). Se conoce bien el aumento vertiginoso de los efectivos de los sindicatos en aquellos años: la UGT pasó de 76.304 afiliados en 1916 a 160.480 en 1919. En el mismo período, la CNT saltó de 30.000 a 700.000 miembros318. Urbano alude en concreto como motivo de movilización de los obreros a «la última huelga de metalúrgicos», lo que nos sitúa con precisión con el referente histórico de 1917, no sólo porque se diesen entonces huelgas en ese sector, que las hubo, y varias319, sino, sobre todo, porque en agosto de ese año se produce la conocida huelga general, que llevaría a prisión a todo su comité organizador (entre otros, Largo Caballero y Besteiro) y que marca el inicio de una época en la historia del país. La alusión a los metalúrgicos puede, de esta forma, ser interpretada como un eufemismo significativo, que alude por medio de una sinécdoque al desarrollo del movimiento de reivindicaciones obreras.

En fin, la mención por Vicens de la CNT puede provocar la pregunta de a qué sindicato se afilia Urbano. Sin duda, es difícil deducirlo de las escasísimas alusiones que se dan, pero la misma ausencia de toda referencia política, si es que no procede de un deseo de evitar dificultades, podría sugerir la CNT: «Los pobres diablos como nosotros nunca lograremos mejorar de vida sin la ayuda mutua. Y eso es el sindicato. ¡Solidaridad! Ésa es nuestra palabra» (39). Los términos de Urbano parecen, en efecto, insistir en esa solidaridad, que es el nombre que toma la Federación de Barcelona en 1907, el de su publicación   —235→   periódica y, en suma, el término usado, aunque no en exclusiva, por teóricos anarquistas320.

Por todo lo visto, la omnipresente escalera que conforma el único marco visual del escenario durante todo el drama puede ser, en su persistente evidencia a lo largo de los años de la historia, el símbolo de la perduración de una situación social que aprisiona a todos aquellos seres y les impide liberarse. Pero la idéntica desventura final de los dos protagonistas masculinos, por muy penosa que sea para ambos, no debe ocultar la diferente entidad de sus proyectos y de la causa de sus fracasos. Si Urbano hubiera llegado, todos lo habrían hecho con él y su frustración es, por ello, una frustración colectiva. Fernando, al fallar en sus propósitos solitarios, hace que no llegue nadie, pues su falta de apoyo coadyuvó también a la derrota de su amigo de juventud. De ahí la implícita condena de su individualismo pequeñoburgués y, por elevación, la de un sistema que fomenta la idea del medro personal y la salvación egoísta e insolidaria de cada uno por sí. Y, de rechazo, surge también aquí por primera vez la idea bueriana de la responsabilidad de cada hombre: la defección de Fernando es un elemento más en la derrota de los planes de Urbano. ¿Qué hubiera pasado si su postura -la de su clase- hubiese sido otra? Ésta es, con palabras de El tragaluz, «la importancia infinita del caso singular». Sobre esta dialéctica entre individuo y colectividad ha escrito Buero Vallejo todo su teatro.

(Publicado en Estreno, V, n.º 1, primavera 1979).





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ArribaAbajoIV. De otros dramas

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ArribaAbajo¿Ciegos o símbolos?

Enrique Pajón Mecloy


Es curioso observar cómo varían las opiniones que el público en general tiene acerca del ciego: esclarecida inteligencia, inteligencia exigua; gran habilidad, ineptitud casi absoluta; notable bondad, malicia congénita..., opiniones más o menos difundidas que -salvo la última, casi exclusiva del vulgo ignorante- se extienden tanto entre la masa como entre las minorías selectas. Causará tal vez extrañeza, pero no es raro encontrar al admirador y al escéptico con respecto al ciego en un mismo grupo de pueblerinos, así como observar en un mismo centro de estudios al catedrático que pone por modelos a los ciegos, junto al que opina que el ciego no debe estudiar.

El análisis de estas cuestiones, con sus causas y consecuencias, podría ser motivo de un largo trabajo; mas para nuestro propósito actual preferimos, al contrario, sintetizar tales opiniones agrupándolas en pesimistas y optimistas con respecto al ciego. Una vez más la virtud se halla en el justo medio, y sólo el concepto de los realistas, que se atienen a los hechos para emitir juicio, posee la verdad.

Muchos preferirán tomar la opinión optimista como verdadera, pero si los observamos de cerca fácilmente advertimos que su optimismo   —240→   es mera apariencia, y que oculta, en el fondo, un pesimismo atroz, pues la admiración por motivos indebidos descubre en el admirador un profundo escepticismo encerrado en su interior.

Tanto las tendencias optimistas como las pesimistas han tenido también sus representantes entre los literatos y escritores. No es difícil agrupar en una u otra de estas direcciones a los muchos que han incluido personajes ciegos en sus obras. Su postura ha sido clara en la mayoría de los casos, si bien un ejemplo ha suscitado las mayores discusiones en torno al problema. Este ejemplo es Buero Vallejo, autor de la más conocida obra teatral con personajes ciegos: En la ardiente oscuridad.

La acción se desarrolla en un colegio de ciegos, cuyo alumnado, mixto, vive lleno de alegría y de ilusiones hasta la llegada de un nuevo alumno, Ignacio, quien en sus conversaciones y discusiones se manifiesta claramente hostil al espíritu del colegio, y a la alegría inconsciente de quienes son presa de la terrible desgracia de la ceguera.

Entre los antiguos alumnos se distingue Carlos como contradictor del recién llegado, pero en sus discusiones Carlos queda siempre en ridículo ante todo el grupo que paulatinamente se va contagiando del modo de pensar de Ignacio. Éste vence, además, a su contrincante en litigio amoroso, todo lo cual origina un odio implacable y un desenlace con la muerte de Ignacio, asesinado por Carlos, quien después de su crimen se siente vencido por su compañero en sus propias opiniones, al repetir las mismas expresiones que Ignacio pronunciara:

«...Y ahora están brillando las estrellas con todo su esplendor, y los videntes gozan de su presencia maravillosa. Esos mundos lejanísimos están ahí, tras los cristales...! Al alcance de nuestra vista..., ¡si la tuviéramos...!»



Si criticásemos de esta obra solamente su trama teatral, su forma externa, nos veríamos obligados a considerar a Buero Vallejo como el más negativo de los literatos con respecto al ciego, ya que hace triunfar plenamente la opinión pesimista sobre la optimista: Ignacio triunfa siempre, incluso después de muerto. Mas la ceguera sigue ahí, invencible, no superada ni por el hombre que más se rebela contra ella. Ignacio es también ciego. Pero el autor va mucho más allá en sus intenciones. La obra tiene un segundo valor simbólico incomparablemente más rico. Quiere representar la limitación humana para lo cual le sirven al autor magníficamente los ciegos. La ceguera es una limitación tan patente, tan manifiesta, tan sentida y tan conocida de todos los   —241→   públicos que, incluso los no familiarizados con los problemas que lleva consigo, la consideran mucho más grave de lo que en realidad es. El esfuerzo de todos los ciegos por evitar estas exageraciones, a veces con exageraciones opuestas, sirve también inmejorablemente al autor para presentar el problema.

Ignacio y Carlos encarnan dos posturas del hombre frente a su limitación: asumirla y negarla. El huir de lo molesto es natural en el hombre. Sin la descarga de esa tensión el hombre llegaría a morir. El colegio entero, con Carlos al frente, había simplemente eludido el problema. Ignacio, en cambio, aparece consciente de su ceguera, y se propone que todos los demás tomen conciencia de lo que supone ser ciego. La tragedia surge. Carlos ve con horror su limitación, su ceguera, e intenta huir de ella negándola. Ignacio asume su limitación valientemente, pero sin fe, sin esperanza alguna de triunfar, sin proponérselo siquiera, hundiéndose en una estéril desesperación.

En esta desesperación o, por mejor decir, desesperanza, se ve patentemente la influencia que el autor recibe de Kant. Es el agnosticismo kantiano que no admite el acceso a las metas, a las ideas.

Remontándonos más, podemos ver también con toda claridad el influjo platónico -consciente o inconsciente- que se manifiesta de modo directo sobre la forma de la obra, y, pasando a través de Kant, en cuanto al fondo.

En la ardiente oscuridad es, a mi personal entender, el mito de la Caverna de Platón con influencia del agnosticismo kantiano.

En el mito de Platón, unos hombres encadenados en la sima de una caverna, mirando hacia el interior de ella, no pueden ver más que sombras que se reflejan en su fondo. Sin embargo, uno de estos encadenados logra salir de allí y, una vez fuera, contempla con asombro las cosas reales e incluso el mismo sol. Después de esta excursión por un mundo de realidades tan distintas, de tan nuevos descubrimientos, el ex encadenado no se atreve a volver a la caverna; teme que al explicar a sus compañeros cuál es el mundo de la realidad no sería creído y le matarían.

Con este mismo mito Platón pretende explicar cómo este mundo en que vivimos y las cosas con que tratamos, son meras sombras que tienen su realidad en otro mundo que es el mundo ideal. Sin embargo, Platón no consigue rehacer desde el mundo de las ideas -al que considera la verdadera realidad- el mundo en que vivimos. El problema queda planteado porque el viajero no regresa junto a sus compañeros.

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En la obra de Buero Vallejo, los hombres no están encerrados en una caverna, ni aprisionados por las mismas cadenas. Sus cadenas son otras: un defecto físico, la ceguera, que los limita tanto como limitaba a los encadenados del mito platónico la exclusiva visión de las sombras. Un también ciego viene a descubrirles el significado de su ceguera, viene a hacerles patentes sus cadenas, pero este encadenado no consigue tampoco liberarse porque no alcanza a ver más que sus cadenas; vive sin fe y sin esperanza, es -como ya se dijo- un kantiano.

El autor declara en el comentario a su obra que ésta no simboliza nada y que lo simboliza todo. Si tomáramos de este todo, por ejemplo, la libertad veríamos que en el mito platónico el encadenado logra al fin liberarse, en tanto que en la obra de Buero no alcanza esa liberación. Recordemos, ahora, que para Kant la libertad es una idea, algo hacia lo cual el hombre tiende y se dirige, pero sin alcanzarlo plenamente nunca. El hombre, para Kant, tiende, debe ser libre, pero jamás lo es realmente. Todo esto patentiza, una vez más, el kantismo de En la ardiente oscuridad. Ahora bien, para Buero sus personajes son mucho más unos kantianos de la razón práctica que unos kantianos especulativos o de la razón pura. No obstante, yo diría que son kantianos absolutamente y con todo su ser, porque piensan como kantianos de la razón pura, mientras viven según la razón práctica.

Puede parecer, a primera vista, que el personaje de Buero pretende ser un Mesías que muere a manos de sus redimidos: pero un Mesías debe traer una solución a sus problemas, debe traer de verdad una redención, mientras que Ignacio sólo trae el descubrimiento de un problema y muere por el problema mismo, no por su solución. También aquí puede observarse la similitud con el mito platónico al plantearse el problema de la muerte del protagonista. El personaje de Platón habría de encontrar la muerte a manos de sus compañeros; el Ignacio de Buero muere realmente en la obra. El hombre muere pero su problema reencarna. Ahora es Carlos quien lo asume. Es el grano que tiene que morir para fructificar.

Carlos convertido es la culminación de la tragedia, de la desesperación humana que lucha hasta sobrepasar los límites de sus fuerzas, acabando en el mayor desconcierto. Pero en la cumbre de la desesperación hay un rayo de esperanza.

No voy a entrar aquí en el análisis profundo de la tragedia, con su sentido último abierto a la esperanza. Pero sí quiero decir que, vista como tal tragedia, En la ardiente oscuridad parece estar postulando una nueva pieza, con la nueva tragedia de Carlos condenado a sufrir en su   —243→   propia carne lo que destruyó; condenado a vivir el problema de Ignacio, su víctima; condenado, en fin, a ver -valga la paradoja- su propia ceguera.

Y ahora, aparte completamente de su relación con los ciegos, En la ardiente oscuridad, ¿es pesimista u optimista? Después del entronque filosófico que hemos hecho, la pregunta puede perfectamente convertirse en esta otra: el kantismo, ¿es pesimista u optimista?

El problema es demasiado profundo para que yo intente resolverlo en este artículo. Pero sí quiero apuntar que es frecuente, entre los grandes conocedores del kantismo, pensar que la obra de Kant es la destrucción de una metafísica, para construir una nueva edificada sobre aquellas ruinas -obra de la que Kant sólo realizó la primera parte-. Su vida, aunque larga, fue insuficiente para llevar a cabo la parte más positiva de su filosofía, para construir esta nueva metafísica. Pero aun sin haber logrado dejar completa su obra, hay en Kant, y consiguientemente en Buero Vallejo, una actitud y una finalidad auténticamente optimistas. Y si al juzgar la obra como tragedia, señalábamos la exigencia de una nueva pieza, ahora, desde su hondura filosófica, vemos cómo se nos impone de nuevo, precisamente esta misma necesidad.

Si nos planteásemos, ahora, el pesimismo u optimismo de Buero Vallejo respecto a los ciegos, tendríamos que decir que en su obra no ha tratado de ciegos, que los ciegos sólo le han servido de medio. Ahora bien, en cuanto medio, en cuanto ciegos, sus personajes ¿cómo podrían ser considerados? Si nos fijamos en los personajes de En la ardiente oscuridad, como ciegos, para considerar en qué grado esos hombres y mujeres lo son realmente, no nos será difícil comprobar que lo son en un grado bastante alto. Estos ciegos estudian carreras, se desenvuelven con soltura, tienen una serie de posibilidades. Las características de ciegos reales se van perdiendo a medida que avanzamos en la obra, pues, al haber una intención simbólica en el autor, los símbolos han de ir ocupando cada vez más puestos que van siendo restados de los elementos que han servido de medio. Así la primera escena es un auténtico grupo de ciegos, tanto por los temas tratados en sus conversaciones, como por los puntos de vista, la manera de conducir el diálogo y, en general, por todas sus actitudes. Lo es también la primera intervención de Ignacio, usando su bastón dentro de casa -cosa que sí suelen hacer los ciegos cuando entran por primera vez en una   —244→   casa desconocida. En cambio, queda injustificada la extrañeza de sus compañeros ante este hecho, de no ser el bastón el primer símbolo de la obra: la ayuda que necesita el limitado.

El ansia de ver que el autor pone en Ignacio fue criticada como inverosímil por tratarse de un ciego de nacimiento. Buero da como válida esta crítica, en su comentario a la obra, y justifica que lo desconocido no puede ser deseado. Yo no puedo de ninguna manera compartir este convencimiento, pues no se trata de ignorar que existe la luz, no se trata de una ignorancia negativa; se trata de algo inaccesible, pero cuyos efectos se están comprobando constantemente en los demás, de algo que está produciendo una limitación en las posibilidades físicas y en el conocimiento. Sobre todo, esta limitación en el conocimiento origina una sensación de angustia, de carácter creciente a medida que es mayor el grado de cultura de los ciegos que lo son de nacimiento, o que, al menos, no recuerdan la visión -aunque nunca llegue a alcanzar la intensidad presentada por Buero en el personaje de Ignacio.

Hasta el final de la obra se mantienen aquellos rasgos que el autor puede conservar, sin perjudicar la trayectoria hacia los fines que se propone. Los personajes siguen presentando un alto nivel cultural y la misma destreza en los juegos y movimientos, todo ello con la naturalidad propia de las diferencias de grado. No todos son igualmente hábiles en la obra de Buero, como no todos lo son en la realidad.

En cuanto al otro medio de que se ha servido el autor, el colegio como institución, pueden distinguirse claramente dos aspectos diferentes del colegio de ciegos de En la ardiente oscuridad: antes de Ignacio y después de Ignacio. La primera etapa se caracteriza por la alegría del alumnado, ajeno a los problemas de su ceguera. Aquellos alumnos habían sido víctimas de un terrible mal de la enseñanza dada en muchos internados: el de ocultar los problemas, creyéndose que con ello los evitan. Parecen ignorar que ocultar los problemas no es resolverlos, sino aplazarlos. Así resulta una formación válida únicamente para el tiempo que dura el internado. Es la educación para el colegio, no para la vida.

En el caso concreto de los colegios de ciegos el mal puede estribar en que, por evitar un complejo de inferioridad, se cree un complejo de superioridad, o mejor, un mundo irreal, un mundo imaginario, tal vez ideal pero nunca verdadero.

El centro pintado por Buero había caído en todos estos defectos, no porque la alegría y la jovialidad llenasen aquel mundo, sino porque   —245→   estas buenas cualidades estaban sin cimentar, no tenían por base la realidad, la verdad.

Después de la llegada de Ignacio el centro entero se enfrenta con el problema de la ceguera, con la ceguera misma. Ignacio que trae la amargura del problema; Carlos que no se atreve a enfrentarse con él. Este nuevo centro es consciente de su problema, pero en vez de abrirse en busca de soluciones, en vez de rehacer el optimismo desde la realidad, se detiene en el problema, se encierra en la amargura, se sume en la desesperanza.

Vemos, de nuevo, cómo las intenciones simbólicas del autor, que habían trascendido la realidad concreta de sus personajes ciegos, trasciende ahora la de la institución educativa que los reúne. El colegio de ciegos no puede mantenerse como tal, porque es un simple medio para representar nuestro mundo.

Hemos dado a través de este artículo una visión analítica personal de los valores humanos de En la ardiente oscuridad. Pensamos, pues, que, juzgada desde estos puntos de vista, la obra tiene un enorme contenido humano, y que son, precisamente, esos valores -junto con su calidad literaria- los que deben acaparar nuestra atención cada vez que formemos juicio sobre ella.

Y para terminar debo decir que la preocupación por la limitación humana aparece con frecuencia en las obras de Buero Vallejo; pero hoy no ha sido nuestro propósito entrar en este campo, aunque tal vez algún día dediquemos nuestra atención a dicho tema.

(Publicado en Sirio, n.º 2, abril 1962).



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ArribaAbajoA propósito de «El tragaluz»

Ricardo Doménech


Que El tragaluz, la última obra estrenada por Antonio Buero Vallejo (Teatro Bellas Artes, 7-X-67) es un título de excepción en el panorama del teatro español de los últimos años; que el involuntario silencio de Buero, desde El Concierto de San Ovidio (1962) hasta hoy (no cuento Aventura en lo gris, estrenada tardíamente en el 62, publicada en el 54 y escrita muchos años antes) es un silencio exasperante, que obliga una vez más a preguntarse qué ocurre en el teatro español -o qué no ocurre- para que se produzcan hechos de esa índole; que Buero es un gran autor dramático, honesto, consecuente consigo mismo, con una clara conciencia de cómo es su sociedad y su época; que el extraordinario éxito de público que El tragaluz obtiene, día a día, está cargado de muchas y muy heterogéneas significaciones, que no deben pasar desapercibidas; que gracias a Buero y su «posibilismo» vemos en un escenario español la realidad de nuestro tiempo... Con cualquiera de estas afirmaciones podría haber empezado el presente artículo, y no veo inconveniente en empezarlo con todas ellas a la vez. Dicho esto -que es obligado decir como punto de partida-, el lector y yo podemos ya adentrarnos en una somera exploración en El tragaluz.

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¿Qué es El tragaluz? ¿Se trata de un drama social, e incluso político? ¿O es, por el contrario, un drama de corte filosófico, lo que hace treinta o cuarenta años se llamaba «teatro de ideas»? En El tragaluz hay elementos que justificarían una y otra respuesta. Esta familia española destrozada por la guerra española, y su precaria forma de vida, recluidos desde entonces, todos ellos, en un semisótano -a excepción del hijo mayor, que se define como un oportunista típico de esta sociedad y de este tiempo-, nos da un cuadro estremecedor que se amplía de lo individual y familiar a lo colectivo y nacional. Pero, simultáneamente, El tragaluz puede considerarse como una investigación dramática en ciertos aspectos de la condición humana; como un desgarrado inquirir en el misterio del hombre, del mundo y de la vida. La pregunta, «¿quién es ése?», que el padre, sumido en su locura, formula constantemente ante las imágenes que aparecen en las revistas ilustradas, en las tarjetas postales, etcétera, no es sólo una idea obsesiva del personaje. Es también una idea central de la obra, es también la pregunta de El tragaluz. Y en ese sentido, evidentemente, nos encontramos ante un drama del conocimiento.

Tenemos, pues, que en El tragaluz se nos presentan dos problemas de naturaleza diferente. De ahí que pueda interpretarse como un drama social -y ésta sería una interpretación correcta- y como un drama del ser y el conocer -lo que también sería correcto-. Una y otra interpretación, aisladas, resultarían, sin embargo, incompletas. En El tragaluz, el autor ha querido fundir, íntimamente, ambos conflictos. «Estáis presenciando una experiencia de realidad total; sucesos y pensamientos en mezcla inseparable», dice él a los espectadores. Él y ella son dos investigadores de un siglo futuro, muy lejano, que se dirigen a nosotros como supuestos espectadores de ese tiempo, dándonos a conocer un experimento: merced a un prodigioso desarrollo científico, en esa época ha sido posible detectar las imágenes del pasado, misteriosamente preservadas en el espacio. Desde esa perspectiva imaginaria, el autor nos presenta la tragedia. Una tragedia que quiere ser total, que quiere reflejar el ser total del hombre: su realidad objetiva y su realidad subjetiva.

Vemos así cómo estos dos conflictos, sólo en apariencia irreconciliables o contradictorios, son inseparables en la obra que nos ocupa. El autor parte de una situación social e histórica concreta; nos muestra esa situación a través de unas figuras que son de hoy, reales, verdaderas, y trata de profundizar en su dolorido existir, consciente de que en cada hombre está la humanidad entera. Pues a la pregunta,   —249→   «¿quién es ése?», cabe contestar, como ella hace, dirigiéndose a los espectadores: «Ése eres tú, y tú, y tú. Yo soy tú y tú eres yo. Todos hemos vivido y viviremos todas las vidas.»

La acción de El tragaluz avanza a través de antítesis y de sugerentes y premeditadas plurivalencias. La antinomia Mario-Vicente, el «contemplativo» y el «activo»; el tragaluz y el tren, como símbolos gráficos de esa antinomia; el tragaluz, como expresión de una forma de vida por debajo de un nivel humano, y simultáneamente como un renovado Mito de la Caverna; la ambigüedad del padre, que en un sentido no es más que un pobre demente, pero que, en otro sentido, llega a adquirir una significación muy cercana a la de un símbolo de un extraño día; el desdoblamiento de planos temporales -el siglo futuro, y el siglo XX; este último, a su vez, con un pasado y un presente-; la muerte de Vicente, que desde un punto de vista es el crimen de un loco, pero que, desde otro punto de vista, es como el cumplimiento trágico de una antigua Dike... La riqueza del drama, como se verá, es muy notable.

Los buenos conocedores del teatro de Buero Vallejo saben bien que, en los títulos y subtítulos de sus obras, suele haber una secreta ironía. En un teatro como el suyo, tan paciente y meticulosamente elaborado, nada está puesto al azar: ni una frase, ni una escena... ni un título o un subtítulo. En este caso, las palabras «tragaluz» y «experimento» resumen cuanto la obra es en toda su diversidad. El tragaluz, como imagen antitética del tren, revela lo que es Vicente: un oportunista. En su impugnación, Mario le recuerda, no solamente que al subirse al tren, en aquella estación de posguerra, dejó abandonada a su familia, sin provisiones, y que por culpa suya murió la hermana pequeña, sino también que, desde entonces, Vicente no ha bajado del tren. Y completa con estas palabras su dura acusación: «...La guerra había sido atroz para todos, el futuro era incierto y, de pronto, comprendiste que el saco (de provisiones) era tu primer botín. No te culpo del todo; sólo eras un muchacho hambriento y asustado. Nos tocó crecer en años difíciles. ¡Pero ahora, hombre ya, sí eres culpable! Has hecho pocas víctimas, desde luego; hay innumerables canallas que las han hecho por miles, por millones. ¡Pero tú eres como ellos! Dale tiempo al tiempo y verás crecer el número de las tuyas. Y tu botín.»

Queda dicho, no obstante, que el tragaluz es un símbolo mucho más rico. Hace unos años, y con el título «¿Ciegos o símbolos?», Enrique Pajón Mecloy publicó un interesante artículo a propósito de En la   —250→   ardiente oscuridad321. Se establecía allí un certero paralelismo entre En la ardiente oscuridad y el Mito de la Caverna, que Platón refiere en el coloquio séptimo de La República. Se recordará en qué consiste este mito. Habla Sócrates a Glaucon de una «pintura alegórica», con la que poder representar «el estado de nuestra naturaleza en orden a la ciencia e ignorancia». Describe una situación: unos hombres aprisionados en una cueva subterránea, en la cual hay una claraboya, una antorcha ardiendo, un camino escarpado y, a lo largo de este camino, una tapia por la que se ven pasar hombres, o más exactamente, se ven pasar sus sombras, y se oye el eco de sus voces -no sus voces-. Este tipo de situación, y las consiguientes huida, vuelta y muerte de uno de los cautivos, encontraban una equivalencia, según Pajón Mecloy, con la historia trágica de Ignacio y el centro para invidentes. En El tragaluz, donde la antítesis Mario-Vicente reproduce la de Ignacio-Carlos, la semejanza con el Mito de la Caverna es aún más próxima, aunque con diferente significación. La escenografía recuerda de un modo visible la descripción que pone Platón en boca de Sócrates. Y la huida, vuelta y muerte de Vicente, de alguna manera concuerdan con las del cautivo. Hay un cambio fundamental: el significado que tiene, en el mito, la huida del cautivo, y el que ésta encuentra en el Vicente de El tragaluz. Por seguir utilizando equivalentes griegos, podríamos decir que Vicente es castigado porque ha cometido un pecado de hybris, de desmesura. Por otra parte, de El tragaluz se desprende una consecuencia enteramente opuesta: desde esta situación de la caverna sí se puede alcanzar la luz, y aun cabría añadir que, precisamente, sólo desde este aquí puede alcanzarse, mediante una limpia disposición moral y una conciencia colectiva. Se trata, pues, de que el hombre ha de asumir su propia situación y elegirse en ella.

El autor dice que El tragaluz es un «experimento». ¿Por qué un «experimento»? Pudiera haber afirmado que es una tragedia -la intervención de él y ella, en más de un aspecto, recuerdan la funcionalidad del coro en las tragedias antiguas-, pero no lo ha hecho. Quizá averigüemos por qué, si antes observamos en qué sentidos podemos tomar la palabra «experimento», referida a El tragaluz. Superficialmente, hay un sentido inequívoco: es el experimento que llevan a cabo los investigadores. Experimento con una finalidad no sólo científica, como se desprende de estas palabras de él: «Si no os habéis sentido en algún   —251→   instante como verdaderos seres del siglo XX, pero observados y juzgados por una especie de conciencia futura; si no os habéis sentido en algún otro momento como seres de un futuro hecho ya presente que juzgan, con rigor y piedad, a gentes muy antiguas y acaso iguales a vosotros, el experimento ha fracasado.» Lo cual nos advierte que ese desdoblamiento de planos obedece a esta estricta finalidad: que veamos más objetivada nuestra realidad contemporánea, para mejor reconocerla y reconocernos en ella; para mejor juzgarla y juzgarnos en ella. Mas, en otro sentido, es también el experimento del propio autor, que incorpora a su teatro técnicas nuevas, adaptándolas a su empeño de llegar a una visión del hombre que abarque sustancialmente su realidad objetiva y su realidad subjetiva. Empeño, este último, que no es nuevo por su parte; que aparece ya definido en Historia de una escalera y En la ardiente oscuridad, y que, en El tragaluz, se reafirma de un modo muy enérgico.

(Publicado en Cuadernos para el diálogo, n.º 51, diciembre 1967).



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ArribaAbajoBuero Vallejo y su sueño de la razón

John W. Kronik


El sueño de la razón es la última de entre media docena de obras teatrales de Antonio Buero Vallejo de índole histórico-legendaria y la segunda cuyo protagonista es un gran pintor español. Advierte el dramaturgo que esta obra es un drama y no un estudio histórico, aviso que, siendo quizás consecuencia de amargas experiencias anteriores, revela unas preocupaciones de las que el autor ya hubiera podido desembarazarse. Las voces que en otro tiempo se alzaron contra su libre interpretación del relato homérico en La tejedora de sueños o que le acusaron de haber violado la figura de Velázquez en Las Meninas, por juzgarla carente de autenticidad histórica, se han acallado. Quienes se enfrenten con su última pieza reconocerán de antemano la licitud de la invención artística, cualquiera que sea su punto de partida.

Teatro histórico, teatro actual

Por otra parte, el hecho de desenvolverse El sueño de la razón en un pasado histórico específico -1823, época de Goya y de Fernando   —254→   VII, el comienzo de la «década ominosa»- no reduce el drama a «teatro histórico» en el sentido de mero comentario de un momento pretérito. Es trabajo baldío el insistir en la clasificación del teatro de Buero conforme a sus escenarios, pues cualquiera que sea su disfraz escénico, cada pieza suya es un elemento bien integrado en una totalidad temática e ideológica. El asunto de todo su teatro -en El sueño de la razón no menos que en Historia de una escalera o en Hoy es fiesta- es el hombre moderno, su situación social y metafísica. De manera consecuente, Buero llegó hace ya mucho tiempo a una fórmula dramática que se inclina hacia la tragedia como vehículo de expresión, vinculado, directa o simbólicamente, a la realidad contemporánea. Lo trágico que Buero dramatiza, sea a través de un modesto madrileño actual o de Esquilache, Velázquez o Goya, es el conflicto entre las fuerzas interiores que existen en el hombre y las fuerzas exteriores que sobre él actúan. Es decir, pinta una triste verdad existencial: la necesidad de vivir, como el individuo que cada uno es y como miembro de una sociedad, frente a una circunstancia enemiga de la existencia, tal y como define el individuo esa existencia. Viendo la tragedia como representación artística de un fenómeno de la naturaleza humana, Buero adopta la transformación moderna del concepto aristotélico de la tragedia, transformación que tiene sus raíces en los románticos, como August Schlegel, quien ya escribió a principios del pasado siglo que la tragedia es la traducción dramática de un hecho de la vida: esa añoranza de lo infinito inherente a nuestro ser y que se ve contrariada por las limitaciones de nuestra existencia. De tal actitud se desprende que si el crítico se obstina en buscar lo verídico en los detalles históricos de El sueño de la razón, falsea la inteligencia de la obra: pero el que se esfuerza por comprender la visión histórica que de cierto contiene, llega no sólo al entendimiento de esta pieza, sino al de toda la producción de Buero.

A Goya le ha tocado vivir en un tiempo de persecuciones, de falsas acusaciones, tormentos y asesinatos, de «libros verdes» y cartas interceptadas, de decretos caprichosos. Es una época en que la verdad ha muerto y liberalismo equivale a masonería y herejía. Ya en la primera escena se pone de manifiesto el ambiente de terror cuando Calomarde expresa al rey su deseo de que el año «1824 sea como un martillo para 'negros' y masones de toda laya». Es, en efecto, una época de martillazos -esos martillazos que son el leit-motiv simbólico del drama-; pero dentro del ámbito histórico y de la condición humana, no se trata sino de un momento pasajero, semejante a momentos   —255→   pasados y a otros venideros. El propio rey, impulsado también por el terror, es más una fuerza vil que un ente humano (por eso, Buero no lo mantiene en escena), y el dilema de Goya es el de cualquier liberal en un ambiente autocrático. Se entrelazan en El sueño de la razón el miedo interno de un individuo en una situación personal y específica, el miedo impuesto a toda una nación bajo el yugo del absolutismo, y el miedo que sufre el hombre por ser quién y cómo es.

Francisco de Goya, hombre y pintor

En el nivel más elemental, El sueño de la razón es el relato de la problemática de un hombre, Don Francisco de Goya, atribulado por la sordera, por la vejez, por la mengua de su sexualidad y por la situación política en que se halla. Predomina esta última durante la primera parte del drama; luego, en la segunda, camino de la resolución de la acción dramática, se funde con la inseguridad psicológica del protagonista frente a su propia postura vital y frente a sus relaciones con su amante Leocadia. El público presencia el curso trágico de un individuo excepcional, fuerte, honrado y orgulloso, que termina derrotado: roído desde dentro por su vulnerabilidad de hombre, indignamente oprimido y humillado desde fuera por las circunstancias del momento. «Me han vencido», se lamenta. No ha tenido que abandonar sus principios morales, pero el miedo y la tiranía se conjugan para subyugarlos.

La grandeza de Goya -no su grandeza de artista, sino la del hombre en cuanto creación literaria de Buero- reside en el ininterrumpido vivir a solas con su sufrimiento. No es la sordera la verdadera tragedia de Goya, bien que sea la sordera el síntoma y símbolo de su tragedia. Peor que su sordera física es la soledad en que se encuentra. Vive apartado en su quinta. Le abandonan los amigos. Se le separa de sus hijos y de sus nietos. Sus criados huyen. Ya no recibe encargos de retratos. El pueblo, envilecido, le amenaza. El régimen le violenta. Rodeado de hombres y de hechos hostiles, viviendo en una España cuya faz horrorosa no reconoce, irremediablemente solo, es lógico que se hunda en un mundo de voces y de monstruos, que sueñe, y que el miedo se apodere de él.

Este personaje de Buero Vallejo es pintor y, aislado en la Quinta del Sordo, pinta su miedo. Buero nos hace entender que las «pinturas negras» de Goya, pese a las sospechas de sus coetáneos, no son aberraciones   —256→   de un viejo demente. Antes bien, son la proyección de su angustioso estado interior, que transferido a los muros de sus habitaciones, le permite salvarse del peligro de la locura. A la misma vez, constituyen su visión personal de una terrible y grotesca realidad histórica, por lo cual no reflejan la deformación de su carácter, sino lo que el artista ve alrededor suyo. «Los hombres son fieras», dice, y con rostros, formas y almas de fiera los pinta. Cuando Fernando VII afirma que Goya le retrató poco a él, y a sus esposas nada, se equivoca, pues allí están, en las «pinturas negras»: el rey, sus cortesanos, sus fiestas, todo. «He pintado esa barbarie», explica Goya al padre Duaso, «porque la he visto.» En efecto, pinta la deformación de una realidad que no corresponde a sus ideales; y el dramaturgo, acertadamente, hace constar que Goya llegó a su crítica áspera no por odio a España, sino por amor, lo mismo que Larra, Unamuno, Solana o el mismo Buero Vallejo.

La escena hacia el final, donde Goya se ve acosado y juzgado por los propios monstruos de su creación no debe interpretarse como un castigo o como la negación de su postura de feroz independencia. Por un lado, corresponde a un momento en que Goya ha ido perdiendo la confianza en sí mismo y en que las voces, la de Mariquita en especial, que antes habían reflejado sus deseos y esperanzas, ahora hacen eco a sus dudas, temores y sospechas. Por otro lado, confirma doblemente la visión goyesca del mundo; porque es una caricatura de los procedimientos injustos y terroríficos de la política fernandina; y porque es una escena de escarnio imaginado, paralela a la escena de auténtica humillación a manos de los voluntarios realistas que viene seguidamente. En primer lugar, Goya ha comprendido para sus adentros, y luego se le ha dado a entender, que es inútil seguir luchando en este ambiente de pesadilla.

«Si amanece, nos vamos»

Hace una docena de años, un crítico -José Vila Selma- ya señaló el carácter goyesco del teatro de Buero, y es perfectamente comprensible que Buero se sintiera atraído por el pintor aragonés, porque esa figura, sacada de la historia, se parece a muchos individuos que Buero ha creado en sus dramas. Ignacio, Anfino, Velázquez, David, Silvano, Mario, Goya: he aquí, entre otros, los nombres de unos personajes que, aunque de ninguna manera exentos de flaquezas humanas, son   —257→   moralmente superiores a sus antagonistas, pues piensan y dudan, saben distinguir entre el bien y el mal y, si acaso destrozados al fin, tienen el valor de afirmar su conciencia del bien y su dolor ante la pequeñez y el egoísmo de los otros. En recompensa, se les tacha de idealistas, ilusionados o locos. ¿Loco el pintor del «Saturno» porque de modo apasionado quiere acabar con las crueldades del mundo? A través del viejo sordo que es Goya, Buero nos habla de la sordera del hombre (que en otros casos fue ceguera: da igual), de la incomprensión que es consecuencia de una falta de amor al prójimo. Dice Duaso, el cura, el confidente del rey, el censor: «Se guarda demasiado silencio en España, y eso no es bueno.» Mudos y sordos todos, los hombres se agrupan en bandos que pierden toda conciencia de su hermandad. Así fue la España de Fernando VII, así es la España de hoy, así, en fin, la naturaleza humana. Por ello son inseparables las dos preguntas que hace Goya: «¿Qué han hecho de mí? ¿Qué he hecho yo de mí?», cuya respuesta es: «El crimen nos acompaña a todos.» La visión histórica (no teológica) que tiene Buero de la crueldad y culpabilidad del hombre se recalca en la imagen del ser humano desde tiempos remotos apoderándose de lo suyo a martillazos, lección que aprendieron rápidamente y que jamás olvidarán las generaciones subsiguientes. Por lo tanto, dice Goya en la última escena, roto: «Ya sólo queda pudrirse, mientras se pintan podredumbres (...) Lo mismo en otras partes... Así sucedió... Siempre sucede.»

¿Pero sucederá siempre, en efecto, o tan sólo es una frase de Goya en su hora de mayor abatimiento? Reconociendo que no existe contradicción ninguna entre la concepción de Goya como ser excepcional y la de un Goya defectuoso como cualquier hombre, habremos contestado a esta pregunta. Varios personajes en El sueño de la razón la contestan a su manera. El padre Duaso, claro está, cree que el hombre siempre será pecador. El doctor Arrieta, empleando el lenguaje de su profesión, dice: «Hay un tumor tremendo en nuestro país y todos queremos ser cirujanos implacables. La sangre ha corrido y tornará a correr, pero el tumor no cura. Me pregunto si algún día vendrán médicos que lo curen, o si los sanguinarios cirujanos seguirán haciéndonos pedazos.» Goya también contesta a la pregunta en forma interrogante, pues habiendo afirmado que «El crimen nos acompaña a todos», añade: «Dios sabe por cuántos siglos todavía.» Es bien patente que quien duda y pregunta, no ha llegado a la desesperación terminante y abrumadora. Con la afirmación de que «La esperanza nunca termina... La esperanza es infinita» se cierra Hoy es fiesta; con la palabra «encontraremos»,   —258→   Irene o el tesoro; y con la frase goyesca «Si amanece, nos vamos», El sueño de la razón. Buero ha insistido en que la tragedia plantea más que resuelve, y hace diez años (en El Faro de Vigo) dijo que en la literatura debemos encontrar «los motivos del amor a nuestros semejantes, aunque sea a través de sus aspectos más negativos». Goya ha perdido una batalla, pero no la batalla de su vida y de su arte ejemplares. Si en esta obra, como en casi todas las anteriores, Buero vuelve a plantear la ambigua posibilidad de una esperanza a través de un momento de derrota, no hay que olvidar que en El tragaluz -obra inmediatamente anterior a El sueño de la razón y muy ligada a ésta- ya nos había mostrado clara y definitivamente el camino que debe seguir el hombre para salvarse de su propio carácter. Si bien la generación de Mario y Vicente no había aprendido todavía la lección que les ofreció Goya, los hombres contemporáneos de los investigadores sí que han sabido recoger los frutos de la experiencia pasada y se han modelado a imagen de los pocos hombres superiores que ha habido, borrando así el aparente fracaso de éstos. Convencido de que el hombre es un ser histórico, Buero quiere demostrar que por la vía de la historia el hombre encontrará el camino de su liberación. El sueño de la razón es una pieza moral tal y como lo es la historia.

Si en El tragaluz ha amanecido, es posible afirmar -aunque nadie puede asegurarlo, porque Buero es artista y no profeta- que amanecerá. Si no para Goya, para sus herederos. Pero como todo soñador, Goya puede ver lo que otros no. Al fondo de «El Santo Oficio» ha pintado un sol que brilla, por más que sepa que la escena está en tinieblas y que la gente que cree ver con claridad se engaña. Él puede sentir lo sombrío del momento, pero sabe que el sol brilla lejos, detrás de una montaña, para el futuro. Junto con Buero, Goya cree que algún día, guiado por su Asmodea esperanzadora, el hombre podrá sobrevolar la miseria terrenal hacia la montaña desde donde se ve el amanecer. En dos sonetos gemelos, poco conocidos, Buero presentó hace tiempo la siguiente alternativa:

¿Tendrán un porvenir transfigurado De paz y de victoria coronado

donde hallarán, salvado de furores, se ha de ver, redimido de furores,

al hombre con el hombre conciliado? al hombre, con el hombre conciliado.



  —259→  

En la mayoría de sus dramas plantea la interrogante. En El tragaluz y El sueño de la razón se acerca a la declaración. Pero en ningún caso encontramos una negativa. Las dos últimas palabras de la frase goyesca, «El sueño de la razón produce monstruos», no forman parte del título de Buero, lo que es harto significativo.

Tema y expresión

Una lección no aprendida es menester repetirla, lo que explica la insistencia de Buero en ideas que ya había expuesto en otras piezas, sobre todo si se trata de ideas de la mayor urgencia y presentadas de forma nueva. Pero se da el caso de que en muchos espectadores, la forma de El sueño de la razón suscitará una reacción más inmediata que la profundidad de las ideas o la situación del protagonista. La novedad de un drama situado en una escalera, las exigencias especiales de sus dramas de ciegos, la incorporación de un sueño a la acción de Aventura en lo gris, y la destacada variedad técnica que la producción teatral de Buero exhibe desde el principio de su carrera, subrayan su gran interés por el elemento escenográfico y su clara visión de la importancia que tiene el espacio físico donde se desarrolla la acción dramática. Aunque las líneas generales de su estructura teatral se alejen de la experimentación vanguardista y se mantengan dentro de los cánones tradicionales, es evidente que la conciencia de la situación teatral ya acompaña al impulso humano en el momento creador de la obra y con frecuencia obedece a una franca intención de originalidad y audacia. Con El sueño de la razón Buero llega a la cumbre (y tal vez la sobrepase) de su prurito por inventar escenarios expresivos, más que utilitarios. La técnica y los efectos que contiene la obra la convierten en un verdadero tour de force. El principal de estos efectos, ya intentado de manera más tímida en obras anteriores, es la identificación de protagonista y público a través de la introducción de éste en el estado físico de aquél.

Estando en escena Goya, el espectador no escucha desde la sala ni el más mínimo ruido que no oiga o se imagine el sordo (salvo la voz del propio Goya). Y eso a pesar de que se hacen ruidos: un fuerte puñetazo sobre una mesa es inaudible, una campanilla se agita y no tintinea, un soldado grita sin que las voces se perciban y da palmadas que no suenan. Los actores andan por la escena alfombrada como si sus pies pisaran el aire, y se comunican con Goya por medio de muecas,   —260→   gestos, signos de mano y escribiendo. En el momento en que el pintor abandona la escena, cobran normalidad los ruidos y la conversación. Pero además de esta entrada en el mundo físico del pintor, Buero acumula toda una serie de trucos escénicos para reproducir su estado anímico. Se proyectan las «pinturas negras», que desaparecen y reaparecen o aumentan de tamaño, según el caso. Se oye repetidamente el ominoso latido de un corazón que simboliza el temor de Goya y cuya fuerza se incrementa cuando se intensifica su miedo. También se llena el teatro con todos los ruidos que percibe la imaginación hipersensible y turbada de Goya: maullidos de gatos, aullar de perros, batir de gigantescas alas, chillidos, risas, tumultos extraños, y, además, las voces de su hija Mariquita y de otros. El desprecio que siente Goya por su amante y su nuera en un momento de disputa entre las dos se transmite mediante un intercambio de cacareos y rebuznos. Y durante la asombrosa escena de la humillación de Goya a manos de sus monstruos, se ponen en juego una serie de luces sicodélicas. Para algunos, esta pieza será el acercamiento por parte de Buero a la corriente de «teatro total».

Ahora bien, es indudable que hay un nexo entre estos efectos y la materia sustancial del drama. No se le puede acusar a Buero de efectismo gratuito. ¿Pero qué hace reaccionar al espectador en presencia de la obra? El desconcierto del público ante los ruidos que atormentan a Goya es igual al del pintor, ¿pero se debe a las mismas razones? Viendo las muecas que hace Leocadia, ¿participa el espectador de la sordera de Goya o admira el talento de la actriz que tiene que dialogar de manera tan insólita? Cuando se tira una piedra por una ventana, el espectador queda verdaderamente sobresaltado: ¿por el estruendo o por el significado del acontecimiento? Frente a las estupendas diapositivas de Gyenes, ¿queda maravillado el público por la presencia de las fotografías y por la técnica de su proyección u horrorizado por lo que representan? No cabe duda de que estas preguntas pecan de injustas, en cierta medida, porque el teatro es espectáculo, y así debe ser. La experiencia de ver una obra teatral y la de leerla no pueden ni deben ser iguales. Sin embargo, incluso si aceptamos un escenario concebido como otro drama paralelístico, en segundo término, que refuerza afectiva y simbólicamente la línea principal de la acción dramática, en El sueño de la razón los efectos adquieren tal valor y tal fuerza que corren el peligro de independizarse de la trama humana que, a fin de cuentas, es la esencia de la pieza. O es también posible que dejen la impresión, decididamente falsa, de que la fuerza de la obra depende de ellos exclusivamente.   —261→   En el caso de La Cantatrice chauve o alguna obra maestra del teatro absurdo, la forma es el tema. Esto no sucede nunca en el teatro de Buero, ni siquiera en El sueño de la razón; de ahí que se produzca a primera vista una tensión entre forma y contenido en vez de la armonía deseada. Sólo al recapacitar sobre la obra, o al afrontarla en la lectura, se pone de manifiesto que aquí, como en ocasiones anteriores, junto al técnico experto, ha trabajado un autor que tiene que decirnos algo profundo e importante y que nos atañe a todos, un dramaturgo serio, preocupado y soñador.

(Publicado en El Urogallo, n.º 5-6, octubre-diciembre 1970).



  —263→  

ArribaAbajoDe la Residencia a la Fundación

Carmen Díaz Castañón


Se escribe porque se espera, pese a toda duda. Pese a toda duda, creo y espero en el hombre, como creo y espero en otras cosas: en la verdad, en la belleza, en la rectitud, en la libertad.


B. V. (1957)                


Tragedias que se muestran para liberar, no para aplastar... Sí. Eso ha pretendido ser mi teatro, escrito frente a «Fundaciones» que nos deforman o nos miman o nos anulan. Esta última obra lo resume bastante, sí, al menos en sus manifestaciones principales. Pero escribiré otras...


B. V. (1974)                


1.Del moderno Centro de Enseñanza de 1950, en que un grupo de ciegos buscaba una prisión dorada para su «ardiente oscuridad», a la moderna «Fundación» de 1974, última cárcel de un grupo de hombres. De la primera obra que Buero escribía en 1946 a la última estrenada hasta hoy, la misma constante: entonces un centro creado para proporcionar un mundo de falsa felicidad a quienes no quieren admitir   —264→   la realidad; hoy una Fundación creada también por huir de la verdad. El binomio antitético Carlos/Ignacio se hace ahora nueva antítesis Tomás/Asel, pero plena de variantes. Ignacio, el que quiere ver, se enfrenta solo al resto de los estudiantes a quienes ha llevado la duda y con ella, paradójicamente, una desesperación y una esperanza inseparables. En 1974 es Tomás, el que no quiere ver, quien está solo frente a la verdad de los demás, que, en oposición a la Residencia donde los ciegos buscan esperanza, han ido a enterrar la suya a la cárcel. Como Carlos recogía, casi a pesar suyo, el mensaje de Ignacio asesinado, así Tomás recoge, pero de forma plenamente consciente, la esperanza trágica por la que Asel acaba de suicidarse. Por otra parte la relación Tomás/Carlos llega hoy a nosotros como una relación enriquecida por obras intermedias, como una relación en triángulo con otro personaje que equidista de ambos: Julio, protagonista de Llegada de los dioses. Carlos y Julio tienen idéntica tara física: son ciegos, pero con una radical diferencia: la ceguera de Carlos es independiente de sí mismo, el destino le ha hecho nacer ciego. La ceguera de Julio depende de un acto de voluntad, como el no querer ver simbólico de Tomás; incluso aquí la antítesis juega un papel importante: Julio ciego por algo que no ha hecho y no quiere saber / Tomás por algo que sí ha hecho y no quiere recordar.

Se mantiene así la unidad del teatro de Buero desde su primera obra hasta hoy, (unidad que el autor siempre ha defendido), confirmando la idea de la unicidad de los contenidos que siempre han interesado al hombre y la variedad de las maneras de expresar esos contenidos, única diferencia entre épocas y autores y aun única diferencia dentro de la historia individual del hombre-autor.

Resumiendo el esquema del mensaje de ambas obras, tendríamos: la experiencia (Asel) intenta curar a la juventud (Tomás) como Ignacio (la juventud) intentó curar a Carlos (que ya había vivido la experiencia). Por eso Tomás deberá heredar el mensaje de Ignacio a través de Carlos, pero cargado ya con la experiencia de Asel. Así al final de La Fundación (56):

LINO.- Tenemos el derecho de indignarnos.

TOMÁS.- Y el deber de vencer.


2.El paralelo de las dos obras es constante322.

  —265→  

2.1.La aspiración de verdad de Ignacio:

JUANA.- ¿Qué es lo que quieres?

IGNACIO.- ¡Ver!

JUANA.- ¿Qué?

IGNACIO.- ¡Sí! ¡Ver! Aunque sé que es imposible, ¡ver! Aunque en este deseo se consuma estérilmente mi vida entera, ¡quiero ver! No puedo conformarme. No podemos conformarnos.


(30)                


e corresponde con la esperanza desesperanzada de Asel:

El mundo es maravilloso y ésa es nuestra fuerza. Podemos reconocer su belleza incluso desde aquí. Esta reja no puede destruirla.


(35)                


y vuelve a enlazar con las palabras de Ignacio:

Pues eso quiere decir que ahora están brillando las estrellas con todo su esplendor, y los videntes gozan de su presencia maravillosa. Esos mundos lejanísimos están ahí, tras los cristales. ¡Al alcance de nuestra vista!... si la tuviéramos.


(59)                


2.2.Casi idénticas frases se hacen antitéticas en el contexto de las obras. Cuando En la ardiente oscuridad el anhelo de verdad de Ignacio empieza a prender entre los ciegos, Miguelín, el eterno contento, pronuncia unas palabras que en su paradoja comportan la gran tristeza de la verdad:

MIGUELÍN.-[...] Nosotros no vemos. Bien. ¿Concebimos la vista? No. Luego la vista es inconcebible. Luego los videntes no ven tampoco [...]. Padecen una alucinación colectiva. ¡La locura de la visión! Los únicos seres normales en este mundo de locos somos nosotros.


(38)                


El espectador percibe claramente la amarga ironía, insólita en el personaje. Sin perder sus características peculiares, Miguelín acaba de admitir la gran falsedad de su posición, porque «la vista existe». La tremenda falsedad de su alegría se trasmite al espectador, cosa que no sucede en una escena muy semejante de La Fundación:

TULIO.- ¡Déjanos soñar un poco, Asel! ¡Él se reunirá con su novia y yo con la mía! La vida no tendría sentido si eso no sucediera. ¡Yo te comprendo muy bien, Tomás!.


(40)                


  —266→  

Y continúa:

TULIO.- Ya estamos en un manicomio y todos felices... Es nuestro derecho ¡soñar con los ojos abiertos! Y tú los estás abriendo ya. ¡Si soñamos así, saldremos adelante!


En el fondo es lo mismo que Ignacio ofrecía a Juana:

IGNACIO.- [...] ¡Pero yo no quiero una mujer, sino una ciega! ¡Una ciega de mi mundo de ciegos, que comprenda!... ¡Me quieres con mi angustia y mi tristeza, para sufrir conmigo de cara a la verdad y de espaldas a todas las mentiras que pretenden enmascarar nuestra desgracia!.


(52)                


Y la muerte, la ejecución, es el idéntico final que espera a Ignacio y a Tulio.

2.3.Muchas frases de Tomás nos recuerdan el «paraíso» de En la ardiente oscuridad:

TOMÁS.- Es hermoso vivir aquí. Siempre habíamos soñado con un mundo como el que al fin tenemos.


(27)                


La diferencia está en que el sueño de que habla Tomás era en el Centro para ciegos compartido por todos los compañeros. Ahora sólo el silencio responde a Tomás, un Tomás que se enfrasca en la contemplación de preciosos libros llenos de reproducciones (pero falsos), mientras Tulio se conforma con su manoseado libro de ebanistería (pero real).

Y como la presencia de Ignacio iba influyendo poco a poco en los ciegos, así Tomás va poco a poco respondiendo al tratamiento de Asel y sus compañeros. Conminado a abrir la puerta de la celda que él cree abierta:

TOMÁS.- No me atrevo. ¿Por qué no me atrevo? ¿Qué estáis haciendo conmigo?


(31)                


Al comienzo de la segunda parte hallamos la siguiente acotación: «Sin volverse a mirarlo toca Tomás el mueble donde se apoya como un ciego que intentase identificar su forma» (35).

2.4.Hay un momento en ambas obras en que el paralelismo se hace especialmente notable. Cuando al final de En la ardiente oscuridad, doña Pepita trata de ganarse el afecto de Carlos insinuándole que ha podido   —267→   ver la verdadera muerte de Ignacio, Carlos, con infinito desprecio, le replica:

CARLOS.-Qué es la vista? ¡No existe aquí la vista! ¿Cómo se atreve a invocar el testimonio de sus ojos? ¡Sus ojos! ¡Bah!.


(76)                


Carlos está empleando en beneficio propio los principios del Centro, se aprovecha del engaño que él ha ayudado a crear, en cuya difusión ha colaborado. Es exactamente el mismo artilugio que aprovecha Tomás al final de La Fundación cuando, ya plenamente cuerdo, acude a su locura para justificarse ante El Encargado:

TOMÁS.- ¿Qué está pasando en la Fundación?... ¡Suélteme! ¿Cómo se atreve a tocar a un becario? ¡Yo no digo sandeces y exijo que se me aclare qué sucede! ¡Están pasando desde hace días cosas muy extrañas y ustedes son los culpables! ¡Sí, ustedes! ¿Es que se les han subido a la cabeza sus empleos? ¡Ustedes no son más que subalternos envanecidos! ¡Guarde esa pistola! ¿Cómo se atreve a ir armado en La Fundación? ¡No tiene ningún derecho a ello y me quejaré! ¡Les costarán muy caras sus negligencias! ¡Pediré que los expulsen! ¡Guarde esa pistola, he dicho!


(55)323                


3.1.La técnica de la participación, los llamados por Ricardo Doménech324 «efectos de inmersión», aparece por un momento en En la ardiente oscuridad, pero es en La Fundación cuando por primera vez el público participa plenamente. Las visiones de Julio en Llegada de los dioses tienen una clara explicación para el público, lo mismo que la identificación con la sordera de Goya en El sueño de la razón; pero en La Fundación el público parte digamos «engañado» y necesitaría un esfuerzo mayor. Porque ese público y su ignorancia ha debido estar presente en todo momento en la construcción de la obra. En este sentido, Martínez Bonati325, al corregir el esquema de Ingarden que divide el ser de la obra literaria en estratos (intentando con ello un esquema   —268→   analítico de su estructura óntica), señala que «el estrato de las objetividades es triple, agregándose al mundo, el hablante y el oyente». Se nos plantea aquí el problema de la puesta en escena moderna que consiste siempre en una tensión constante entre un texto y un espectáculo326. Buero, como los autores más comprometidos de hoy, busca y duda entre el espectáculo abierto, basado en la distancia y en la comprensión del espectador, y un espectáculo cerrado que anda tras una comunión total entre la sala y el escenario327. Pero, por un lado, como todos los autores que pretenden emplear esa técnica del distanciamiento, tropieza con la realidad de que toda distanciación sólo puede ser interpretada en segundo grado, dentro de la fundamental distanciación que implica la existencia de la puesta en escena328, la cual, por sí misma, postula la posibilidad de espectáculos que se diferencian a partir de un mismo texto y suscitan, en la práctica misma del teatro, un juego fundamental. Por otra parte (y por eso más arriba hemos empleado el futuro hipotético «necesitaría») hoy es imposible en la realidad mantener el secreto de la identidad de La Fundación; la prensa, la crítica, los medios de difusión lo hacen imposible. ¿Ha pensado el autor en este hecho? ¿Se ha planteado el problema de que la mayor parte de los espectadores no pueden participar ya en uno de los elementos que parecen sustancia de la expresión de la obra? Nosotros creemos que si por una parte se pierde la identificación completa del espectador, se gana en individualidad y originalidad, porque la gran tranquilidad de la tragedia, su fuerza, consiste precisamente en que no hay sorpresas, en que no puede haber sorpresas, en que todo es sabido. Se agiganta así el contraste con el no saber del final de La Fundación, con la esperanza trágica del camino que puede conducir a la libertad o a la ejecución.

Generalmente la obra parte de una situación que abarca contenidos distintos cuya causa es el diverso enfoque de sus intérpretes. Por un lado Tomás (+ el espectador) / por otro sus compañeros. Pero hay momentos en que Buero complica la ecuación y ésta enriquece sus incógnitas. Hay una escena (25) en que Tulio, siguiendo la comedia inventada   —269→   por Tomás, va a colocar los finos vasos de cristal en la mesa y Tomás (+ el espectador) ve realmente (realidad de los otros) que la acción es fingida, mientras él mismo sostiene una copa y los demás trasladan vasos reales (realidad en la mente de Tomás). Idéntica situación (31) se da en un momento en que Tomás espera sonriente una fotografía y de pronto ve realmente (realidad de los otros) un vaso de metal que Tulio finge tratar como una máquina. Tanto Tomás como el espectador deben resolver la doble ecuación, deben encontrar la equivalencia, equivalencia que es en realidad una regla implícita de un juego en que también interviene el autor: el espectador ve en ella un objetivo; por el contrario, el autor parte de la equivalencia buscando complicar el juego mediante un ocultamiento. Se trata en uno de los casos de crear la distancia haciendo implícita la equivalencia y en el otro de suprimir la distancia explicitando los itinerarios de la complicación. Nos hallamos ante una situación en que el procedimiento creador del autor marca el camino que el procedimiento interpretativo del lector debe encontrar y recorrer en sentido inverso: unos contenidos, que aparecían idénticos en cuanto núcleos de la obra, sufren una serie de transformaciones y conversiones. El espectador deberá descubrir su por qué.

3.2.Gregorio Salvador ha hablado recientemente329 del valor que tiene el silencio entre acto y acto, silencio que debe ser motivado (como lo fue el final de capítulo en la novela cuando este final dependía de quien la leía en público, como lo es el final de verso), cosa que olvidan con frecuencia los adaptadores de teatro clásico. Tanto la estructura en tres actos de En la ardiente oscuridad, como la división en dos partes de La Fundación están motivadas.

El primer acto de En la ardiente oscuridad comienza en sus acotaciones: «Son ciegos jóvenes y felices, al parecer; tan seguros de sí mismos, que, cuando se levantan, caminan con facilidad y se localizan admirablemente apenas sin vacilaciones o tanteos», para terminar: «Carlos pierde su instintiva seguridad; se siente extrañamente solo. Ciego. Adelanta indeciso los brazos, en el gesto eterno de palpar el aire, y avanza con precaución.» Es la primera vacilación de Carlos, vacilación que no ha sido provocada directamente por Ignacio, que parece gravitar en el aire. Frente a esta actitud, el telón del segundo acto cae sobre la seguridad de Ignacio: «Ignacio, con el bastón levantado del suelo,   —270→   conduce rápidamente a Juana hacia la portalada. Sus pasos no titubean; todo él parece estar poseído de una nueva y triunfante seguridad.» El tercer acto se abre con un Carlos que «lleva la camisa desabrochada y la corbata floja» para terminar pronunciando, como un legado, las palabras de Ignacio, pero después de una escena muda que es clave de la obra: «al fin no puede más y se despechuga, despojándose con un gesto que es mitad de ahogo y mitad de indiferencia, de la corbata... Luego, se levanta, vacilante. Al hacerlo, derriba involuntariamente con la manga las fichas del tablero, que ponen con su discordante ruido una nota agria y brutal en el momento. Se detiene un segundo, asustado por el percance, y palpa con tristeza las fichas...» Creo que estas acotaciones no necesitan comentarios sobre su valor en el contexto de la obra.

En La Fundación la división en partes no ofrece una asimilación tan clara con la acción. Aún así, entre las dos subdivisiones de la Parte Primera hay una diferencia: la primera termina todavía con el entendimiento entre El Encargado y Tomás (escena de la comida), mientras en la segunda, El Encargado ya no está dispuesto a bromear (escena del reconocimiento del cadáver). La primera subdivisión de la parte segunda concluye con las voces de los centinelas que Tomás oye por primera vez, mientras en la segunda subdivisión se produce la pérdida del último refugio de Tomás (escena del retrete). En ese momento Tomás comprende al fin la razón por la que está en la cárcel y la razón por la que ha querido ignorarlo. La obra que comenzó con música de Rossini, se cierra con música de Rossini, de la Fundación a la Fundación pasando por la cárcel.

4.El género dramático postula un lenguaje predominantemente apelativo: las frases del drama son sólo frases de agonistas, instrumentos de la interacción dramática. Una narración o una efusión expresiva en boca de personajes sólo son dramáticas si actúan apelativamente en el ámbito en que viven estos personajes, si se subordinan a la acción. Caracteriza al drama como tipo de obra literaria, frente a la lírica y a la narración, la ausencia del «hablante básico» único, y el que en él pertenezcan todos los hablantes al mismo plano. Estos hablantes dramáticos son personas cuyo discurso es esencialmente una acción pragmática, y nunca simplemente «informativo» como el del narrador épico, o simplemente «expresivo» como el del hablante lírico. Veamos el aprovechamiento de algunos rasgos lingüísticos.

  —271→  

4.1.Hay momentos en La Fundación en que ese actuar en medio de los hombres que caracteriza al drama330 sólo se consigue con el juego lingüístico de diferentes perspectivas:

TOMÁS.- ...La vida, la dicha de crear, nos espera a todos.


(40)                


Son palabras de un Tomás que vive todavía en la fantasía.

TULIO.- ¡Así será Tomás! No nos destruirán. Un día recordaremos todo esto, entre cigarrillos y cervezas. Diremos: parecía imposible. Pero nos atrevimos a imaginarlo y aquí estamos.


Tulio sabe la verdad. El futuro diremos se proyecta sobre el pasado parecía, que a su vez puede envolver al pasado atrevimos y su proyección en el presente estamos. Inmediatamente Asel deslinda las secuencias del futuro diremos y todo cambia:

ASEL.- Eso. Aquí estamos.


Se trata del presente, del hoy, de nuestro estar ahora que también es consecuencia de un atreverse a imaginarlo. Inmediatamente Tulio comprende el cambio de perspectiva y refuerza el futuro.

TULIO.-¡No! ¡no! ¡Estaremos! Diremos aquí estamos.


La lengua nos ofrece un doble juego entre la realidad de un presente (= hoy) resultado de un pasado (= ayer), frente a la esperanza de un presente (= mañana) resultado de un pasado (= hoy). Sentimos como si la sustancia de contenido (la esperanza) fuese anulada por la forma del contenido (el presente ambiguo) y todo ello tiene una justificación fuera del lenguaje pero íntimamente unida a la forma inherente a la situación dramática que la hizo nacer: el espectador. Por eso la respuesta de Tomás es categórica:

TOMÁS.- Si creemos en ese futuro es porque de algún modo existe ya. ¡El tiempo es otra ilusión! No esperamos. Recordamos lo que va a suceder.


El tiempo gramatical también era una ilusión. Pero de pronto el juego lingüístico se ve suplantado por el juego vital, por el juego de la realidad. La escena culmina con la salida de Tulio hacia la ejecución:

  —272→  

TULIO.- (A Tomás.) Despierta de tus sueños. Es un error soñar.


(41)                


El momento contrasta duramente con las palabras de Tomás:

TOMÁS.- ¡Que veas pronto a tu novia, Tulio!


El juego de la doble interpretación del lenguaje es una de las características del drama de Buero (41):

LINO.- ¿Le quitarán también la luz a Tulio?

ASEL.- Al amanecer.

LINO.- No me has entendido.

ASEL.- no me has entendido.


Partimos de la ambivalencia luz-vida, intensificada por el contexto social de que las ejecuciones se realizan generalmente al amanecer, en duro contraste con la alegría que después de una noche de angustia supone el amanecer. Todo ello se proyecta lingüísticamente en la elección entre la presencia y ausencia de pronombre sujeto, libertad que supone frecuentemente en castellano una voluntad de estilo.

4.2.La varia interpretación lingüística es recurso también En la ardiente oscuridad. En la escena en que el padre de Ignacio se despide del director del Centro, Don Pablo, se produce el siguiente diálogo (16):

D. PABLO.- Sí. Yo soy invidente de nacimiento y estoy casado con una vidente.

[....................]

EL PADRE.- ¿Así nos llaman ustedes?

D. PABLO.- Sí, señor.

EL PADRE.- Perdone, pero... como nosotros llamamos videntes a los que gozan de doble visión...

D. PABLO.- (Algo serio.) Naturalmente. Pero nosotros, forzosamente más modestos, llamamos así a los que tienen, simplemente, vista.


La relación del término negativo (invidente) con el positivo (vidente) es distinta según el grupo al que pertenece el hablante. La semántica insiste hoy en que toda palabra puede abarcar contenidos distintos, y la causa de estos contenidos distintos es el diverso enfoque del hablante y el oyente, que puede ser diverso sólo en cuanto a uno de los términos de la relación:

  —273→  

(el que no ve para ambos) invidente vidente (para el ciego, el que ve)
vidente (para el que ve, doble visión)

En ocasiones, una frase trivial, desgastada en nuestro código lingüístico, recobra su significado auténtico, que, por ello, adquiere un nuevo valor (45):

DOÑA PEPITA.- [...] ¿Cuándo se decide a dejar el bastón?

IGNACIO.- No me atrevo, doña Pepita, además, ¿para qué?

DOÑA PEPITA.- Pues hijo, ¿no ve a sus compañeros cómo van y vienen sin él?

IGNACIO.- No, señora. Yo no veo nada.


Con sus palabras Ignacio acepta realmente una situación, antítesis de otra situación de arranque de la obra. En sus primeros momentos, Miguelín, al volver al Centro después de las vacaciones (10):

MIGUELÍN.- [...] Es mucha calle la calle, amigos. Aquí se respira. En cuanto he llegado, ¡zas!, el bastón al conserje.


En ese momento la aparición de Ignacio con su verdad, «¡Soy ciego!», como un duro contraste, es recibida con odio, incluso con violencia. Es la misma antítesis que formula Ignacio más adelante en su diálogo con Juana (27):

IGNACIO.- [...] «Alegremente» es la palabra de la casa. Estáis envenenados de alegría.


5.1.«Viene a ser el mío un teatro trágico. Está formado por obras que apenas pueden responder a las interrogantes que las animan con otra cosa que con la reiteración conmovida de la pregunta...» ha dicho repetidas veces Buero Vallejo. La Fundación nos ofrece casi en su desenlace una escena que es un poco la respuesta a lo planteado en las dos obras que nos ocupan, la respuesta a todo el teatro de Buero. Es aquella en que Asel y Tomás, ya curado, se preguntan por la irrealidad de lo aparentemente real (51):

TOMÁS.- Y si fuera cierto ¿a qué escapar de aquí para encontrar una libertad o una prisión igualmente engañosas?

ASEL.- Tal vez todo sea una inmensa ilusión. Quién sabe. Pero no lograremos la verdad que esconde dándole la espalda, sino hundiéndonos en ella.

[....................]

  —274→  

ASEL.- ¡Entonces hay que salir a la otra cárcel! ¡Y cuando estéis en ella, salir a otra, y de ésta, a otra! La verdad te espera en todas, no en la inacción.


La eterna y repetida tragedia del hombre, su única verdad, es precisamente ese no saber qué es más verdad o más ficción: la cárcel, la Fundación o el mundo.

5.2.Al hablar de los personajes de Buero, Ricardo Doménech (op. cit. p. 67) escribe: «A un lado están los hombres contemplativos; al otro los activos.» Define a los contemplativos (entre los que coloca a Ignacio) como «personajes escrupulosos, dubitativos, angustiados, que no pueden vivir en un mundo que les viene demasiado pequeño, que tienen clara conciencia de las limitaciones de su propia condición o de las imperfecciones de la sociedad, que sueñan una libertad y una perfección superiores...» (p. 69). Si aceptamos esta clasificación331, el contemplativo Ignacio se hace activo en Asel, un activo que puede decir:

ASEL.- Esta vez nos ha tocado ser víctimas, mi pobre Tomás. Pero te voy a decir algo... Lo prefiero. Si salvase la vida, tal vez un día me tocase el papel de verdugo.

TOMÁS.- Entonces ¿ya no quieres vivir?

ASEL.- ¡Debemos vivir! Para terminar con todas las atrocidades y todos los atropellos. Pero... en tantos años terribles he visto lo difícil que es. Es la lucha peor: la lucha contra uno mismo. Combatientes juramentados a ejercer una violencia sin crueldad... e incapaces de separarlas porque el enemigo tampoco las separa. Por eso a veces me posee una extraña calma... Casi una alegría. La de terminar como víctima. Y es que estoy fatigado.


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Palabras de Ignacio vuelven a ser realidad en Asel (51):


Pero un Asel que actúa, que considera la actuación como un deber:

ASEL.- No es que desprecies la evasión como otra fantasía, sino que te acobardan sus riesgos. No es desdén ante un panorama quizá ficticio, sino temor. Así, no vale. Duda cuanto quieras, pero no dejes de actuar. No podemos despreciar las pequeñas libertades engañosas que anhelamos, aunque nos conduzcan a otra prisión... Volveremos siempre a tu Fundación o a la de fuera, si las menospreciamos y continuarán los dolores, las matanzas.


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y es que Buero admite siempre la debilidad del hombre, precisamente porque admite que el hombre es antes y está por encima de toda ideología. En la ardiente oscuridad se llegaba al crimen para defender el orden establecido. En La Fundación, Buero hace decir a Tomás (66): «Si no acertamos a separar la violencia de la crueldad, seremos aplastados.»

5.3.La retórica ha dicho que el drama de acción es la forma en que lo trágico puede realizarse con mayor fuerza. Tanto En la ardiente oscuridad como en La Fundación sólo conocemos a los protagonistas en aspectos rigurosamente subordinados a la acción. Buero sabe que si los conociéramos fuera, el fondo trágico resultaría aguado. Pero al mismo tiempo, el teatro trágico de Buero se proyecta con rasgos individualizadores dentro de la teoría clásica de la tragedia. Para ésta el personaje dramático que sucumbe sólo es trágico cuando no tiene posibilidad de evitar su sino, cuando tiene forma definitiva y se conserva siempre igual; esto se hace más palpable cuando dicho personaje empeña todo su ser en la ejecución de un propósito, de un plan, de una «idea». La tragedia implica necesidad y por eso la gran paradoja de los personajes de La Fundación: ellos pueden alcanzar la libertad, «el espantoso túnel» hacia la libertad. Tragedia y esperanza se identifican. Hay un momento En la ardiente oscuridad que creemos especialmente significativo (60):

IGNACIO.- [...] y ésa es tu desgracia: no sentir la esperanza que yo os he traído.

CARLOS.- ¿Qué esperanza?

IGNACIO.- La esperanza de la luz.

CARLOS.-¿De la luz?


Porque Ignacio, el realista, el que se sabe ciego, es capaz de esperar, de esperar «desde el descubrimiento científico..., hasta... el milagro». Pero un poco más adelante parece ser Carlos el que defiende el derecho de vivir (62):

CARLOS.- ¡Yo defiendo la vida! ¡La vida de todos nosotros, que tú amenazas! Porque quiero vivirla a fondo, cumplirla; aunque no sea pacífica ni feliz. Aunque sea dura y amarga. ¡Pero la vida sabe a algo, nos pide algo, nos reclama!


Este contraste, esta antítesis, viene exigida por la misma forma del drama; el mundo dramático es más espiritual, más normativo que el épico. A fuerza de ser interpelado constantemente, el respectivo yo se   —276→   ve constreñido a adoptar resoluciones y juicios; los personajes están permanentemente ordenados «al otro» y la tensión ordenada a lo que ha de venir. Estas palabras de Carlos no son más que el adelanto de las que ha de pronunciar al final de la obra, que son ya identificación completa del pensamiento y la esperanza trágica de Ignacio.

Hay detalles, aparentemente insignificantes, que nos confirman a Ignacio como auténtico personaje de tragedia: Buero necesita matarlo por algo más que por su «idea», necesita que los opositores (Ignacio-Carlos) lo sean también por amor. Porque el santo, el mártir que muere no es trágico porque precisamente con la muerte alcanza la realidad de su esencia. Por la misma razón, Asel se suicida en La Fundación no por la «idea», sino por algo eminentemente humano y al servicio de los humanos: el miedo a delatar, el miedo a hacer daño a los demás (en el fondo, el miedo a re-caer en la situación de Tomás).

6.Para la estética del idealismo el conflicto trágico se define como choque de dos normas éticas, ambas justificadas; en el héroe se ve siempre al campeón de una idea, y se interpreta su derrota como la necesaria consecuencia de una culpa personal vengada por la ley moral del universo. Buero se acerca más a la estética existencialista para quien los héroes trágicos luchan por un nuevo grado de la propia seguridad ética. Esta vertiente ética es esencial en el teatro de Buero. El drama, por ser acción imaginativa, posibilita al hombre lo que la acción real no permite: la contemplación de su ser pragmático. De ahí que esta especie poética tenga, incluso como teoría, consecuencias éticas, de crítica ideológica. Staiger señala que el drama puede destruir las creencias, romper el marco de las concepciones religiosas de un pueblo. Esto es posible, porque confiere actitud contemplativa y distancia irónica frente a la acción, a las costumbres, a las convicciones que regulan la conducta.

Dentro de esta problemática general, creemos poder enlazar La Fundación con En la ardiente oscuridad, pero pasando por los llamados dramas históricos: la oscuridad, las tinieblas constituyen nuestra situación existencial, la del hombre como hombre, ya se trate de un centro para invidentes o de la España de los siglos XVII (Las Meninas), XVIII (Un soñador para un pueblo), XIX (El sueño de la razón) y XX (La Fundación), aunque en esta última Buero haya situado la acción   —277→   «En un país desconocido». Como Ignacio, Velázquez, Esquilache y Goya soñaron lo imposible, plantearon una pregunta cuya respuesta compromete la responsabilidad de sus espectadores. La gran diferencia con La Fundación es que la historia ya ha respondido a sus preguntas. En La Fundación el gran interrogante está ahí, la eterna pregunta de siempre no ha sido respondida aún.

(Publicado en Nueva Conciencia, n.º 9, 1974).