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Estudios sobre Juan Ramón Jiménez

Ricardo Gullón



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A Soledad, por su juvenil fervor juanramoniano



  —9→  


ArribaAbajoEsbozo para un retrato


I

Quisiera tener la ligereza de toque de Matisse, la seguridad de Picasso, la gracia de Klee, para esbozar un retrato de Juan Ramón Jiménez en donde se reflejara vívida y verdaderamente el ser y el espíritu del poeta. Pues para recoger con fidelidad su imagen según la siento en mi memoria; para componer un cuadro en que aparezcan con adecuada proporción y representación los elementos esenciales de la figura evocada, es menester esa diversidad de dones, necesaria si se quiere captar de modo suficiente y penetrante las distintas facetas del personaje. Ligereza y seguridad, gracia y hondura en el rasgo son condiciones precisas para el buen desempeño de la empresa intentada. Ya se comprenderá, por lo tanto, con cuánto recelo voy a emprenderla: conozco sus dificultades y sé bien hasta qué punto resultarán -para mí- invencibles.

Juan Ramón nació en Moguer el 25 de diciembre de 1881. Fueron sus padres don Víctor Jiménez y doña María Purificación Mantecón. En una interesante nota autobiográfica publicada por la revista Renacimiento, luego incluida por Díez-Canedo en J. R. J. en su obra, hallamos los datos adecuados para conocer lo esencial de su vida, hasta los treinta años. Vale la pena de iniciar este boceto con trazos debidos a la pluma del propio poeta:

«Nací en Moguer -Andalucía- la noche de Navidad de 1881. Mi padre era castellano y tenía los ojos azules; mi madre es   —10→   andaluza y tiene los ojos negros. La blanca maravilla de mi pueblo guardó mi infancia en una casa vieja de grandes salones y verdes patios. De estos dulces años recuerdo bien que jugaba muy poco y que era gran amigo de la soledad; las solemnidades, las visitas, las iglesias me daban miedo. Mi mayor placer era hacer campitos y pasearme en el jardín, por las tardes, cuando volvía de la escuela y el cielo estaba rosa y lleno de aviones. Los once años entraron, de luto, en el colegio que tienen los jesuítas en el Puerto de Santa María; fui tristón, porque ya dejaba atrás algún sentimentalismo: la ventana por donde veía llover sobre el jardín, mi bosque, el sol poniente de mi calle. El colegio estaba sobre el mar y rodeado de grandes parques; cerca de mi dormitorio había una ventana que daba a la playa y por donde, las noches de primavera, se veía el cielo profundo y dormido sobre el agua, y Cádiz, a lo lejos, con la luz triste de su faro. Al salir del colegio, hubo algo feliz en mi vida: es que el Amor aparece en mi camino. Sevilla me tuvo, entonces, algún tiempo, pintando en los estudios de sus pintores coloristas y fandangueros; Guadalquivir lloró mis primeros versos, que vieron la luz en periódicos hispalenses; me creé una pequeña reputación; me llamaban verdadero poeta; escribieron sobre mí hombres líricos de Alcalá de Guadaira y de Camas; publicaron mi retrato en un extraordinario de un periódico, y en el artículo encomiástico decía el director que mi inspiración brillaba con luz propia. Mientras tanto, yo pasaba las noches escribiendo y gastaba todo mi dinero en libros: y en la campiña -durante el verano- leía nerviosamente letras románticas: Lamartine, Bécquer, Byron, Espronceda, Heine. El curso preparatorio de Derecho -que yo estudiaba a la sazón- no me robaba muchos minutos, y como me suspendieran en «Historia Crítica de España» decidí terminantemente abandonar la carrera. Los médicos aconsejaron a mi madre que no me permitiera trabajar; estuve muy pálido, caí al suelo varias veces, sin conocimiento. Pero yo era un poco optimista en aquel tiempo feliz y no hacía gran caso de la ciencia... ni de la muerte. Por aquellos días se publicaba en Madrid un semanario -«Vida Nueva»- que acogió cariñosamente a la juventud. Un día mandé a «Vida Nueva» mi más linda poesía, un macabro «Nocturno»; antes de una semana vi publicada la composición, que fue reproducida por varios periódicos familiares, y de la cual estoy horrorizado. A partir de este día fueron versos (?) míos en casi todos los números de «Vida Nueva», publiqué unas traducciones de Ibsen, que fueron celebradas, Dionisio Pérez dio mi retrato con «Las amantes del miserable», poesía anarquista -así tocaba- que mis mejores amigos aprendieron de memoria y que yo quisiera   —11→   poder olvidar. Recibí cartas de escritores jóvenes que me invitaban a venir a Madrid y a publicar un libro de versos. Mi adolescencia cayó en la tentación... Y vine a Madrid, por primera vez, en abril del año 1900, con mis dieciocho años y una honda melancolía de primavera. Yo traía muchos versos y mis amigos me indicaron la conveniencia de publicarlos en dos libros de diferente tono; Valle Inclán me dio el título -Ninfeas- para uno, y Rubén Darío para el otro, Almas de violeta, y Francisco Villaespesa, mi amigo inseparable de entonces, me escribió unas prosas simbólicas para que fuéramos juntos, como hermanos, en unas páginas sentimentales atadas con violetas. Aparecieron los dos libros, simultáneamente, en setiembre del mismo año. Jamás se ha escrito ni se han dicho más grandes horrores contra un poeta; gritaron los maestros de escuela, gritaron los carreteros de la prensa. Yo leí y oí todo sonriendo. Y pienso que, entre tanta frondosidad y tanta inexperiencia, lo mejor, lo más puro y lo más inefable de mi alma está, tal vez, en esos dos primeros libros. Mientras, me sentí muy enfermo y tuve que volver a mi casa; la muerte de mi padre inundó mi alma de una preocupación sombría; de pronto, una noche sentí que me ahogaba y caí al suelo; este ataque se repitió en los siguientes días; tuve un profundo temor a una muerte repentina; sólo me tranquilizaba la presencia de un médico -¡qué paradoja!-. Me llené de un misticismo inquieto y avasallador; fui a las procesiones, rompí todo un libro -Besos de oro- de versos profanos (?); y me llevaron al Sanatorio de Castel d'Andorte en Le Bouscat, Bordeaux. Allí, en un jardín, escribí Rimas, que publiqué en Madrid el año siguiente. Era el libro de mis veinte años. A fines del año 1901, sentí nostalgia de España; y después de un otoño en Arcachón me vine a Madrid, al Sanatorio del Rosario, blanco y azul de hermanas de la caridad bien ordenada. En este ambiente de convento y jardín he pasado dos de los mejores años de mi vida. Algún amor romántico, de una sensualidad religiosa, una paz de claustro, olor a incienso y a flores, una ventana sobre el jardín, una terraza con rosales para las noches de luna... Arias tristes. Una larga estancia en las montañas del Guadarrama me trae las Pastorales; después viene un otoño galante -azul y oro- que da motivo a un Diario íntimo y a muchos Jardines lejanos. Este es un período en que la música llena la mayor parte de mi vida. Publico Jardines lejanos -febrero de 1905- y pienso Palabras románticas y Olvidanzas. La ruina de mi casa acentúa nuevamente mi enfermedad y es una época lamentable en que no trabajo nada; la preocupación de la muerte me lleva de las casas de socorro a las de los médicos, de las clínicas al   —12→   laboratorio. Frío, cansancio, inclinación al suicidio. Y otra vez el campo me envuelve con su primavera: Baladas de primavera. Ahora, esta vida de meditación, entre el pueblo y el campo, con el rosal de plata de la experiencia en flor, la indiferencia más absoluta para la vida y el único alimento de la belleza para el corazón. Elegías



En 1912 ó 1913 conoció en Madrid a Zenobia Camprubí Aymar, hija de padre español (nacido en Pamplona) y madre puertorriqueña. Los padres de ella se conocieron en Puerto Rico, adonde don Raimundo Camprubí fue a trabajar como ingeniero en la construcción de la carretera de Coamo a Ponce; allí casaron y allí nació su primer hijo.

Zenobia había nacido en Barcelona el 31 de agosto de 1887. Se parecía al abuelo materno norteamericano, y de él heredó los ojos azules, el cabello dorado y la tez blanca. Ella y Juan Ramón se hicieron novios en Madrid y se casaron, el 2 de marzo de 1916, en Nueva York, donde Juan Ramón marchó, siguiéndola, el mes anterior. El viaje y la boda influyeron en la gestación del Diario de un poeta recién casado, libro considerado como inicial de una segunda manera poética juanramoniana y el que más claramente marca el cambio con lo anterior suyo.

Vivieron veinte años en Madrid, durante los cuales Zenobia demostró, en diversas actividades, excelentes aptitudes comerciales. Para Juan Ramón fueron tiempos de trabajo continuado, de soledad fecunda y convivencia necesaria. Escribió mucho: Piedra y cielo, Eternidades, Poesía, Belleza...; publicó en hojas sueltas, para reducido contingente de lectores fieles, parte importante de su obra: Unidad, Sucesión, Presente..., y dirigió o participó con intervención activa en la dirección de revistas -Índice, Ley, Sí...-, abriendo sus páginas a los jóvenes. Algunos de ellos publicaron sus primeras obras en la biblioteca de Índice, dirigida por el poeta.

En estos años se constituyó en torno a Juan Ramón un fervoroso grupo de lectores. Entre ellos contaban en primer término los poetas del 25, entonces más vinculados al autor de Platero y yo que a cualquier otro de los maestros de la generación precedente. En cierto momento Juan Ramón sintió el hastío de su nombre, y hasta de sus iniciales; en torno   —13→   a esta y otras cuestiones surgió un anecdotario poco significativo en relación con la importante obra que simultáneamente iba aquél produciendo.

A finales de 1936 volvió a América. Primero vivió un tiempo en Puerto Rico y Cuba; después en Estados Unidos (Florida y Maryland), donde él y Zenobia se dedicaron con éxito a la enseñanza; Juan Ramón escribió obras que en parte permanecen inéditas: Espacio, Dios deseante y deseado, Los olmos de Riverdale... El viaje a la Argentina y Uruguay, en 1948, le proporcionó grandes alegrías y sobre todas la de sentirse reconocido y sostenido por una «inmensa minoría», por multitud de gentes lectoras y entusiastas de sus libros, que sabían de memoria sus poemas, y le recibieron y acompañaron con reiterado aplauso a lo largo de su jira.

En 1951 dejaron Maryland para instalarse definitivamente en Puerto Rico. Vino luego la enfermedad de Zenobia, un cáncer de matriz del que fue operada en Boston en 1952. Poco más de tres años de respiro -siempre con la inquietud de una probable reactivación del tumor- y cuando, el 25 de octubre de 1956, llega a Santurce la noticia de la concesión del premio Nóbel al poeta, Zenobia está agonizante en la Clínica Mimiya. Todavía pudo enterarse y vivir un momento de alegría grande, sonriendo y diciendo con los ojos el júbilo que ya los labios no podían expresar. El 28 de octubre murió la admirable mujer, dejando al poeta en dramática soledad.




II

De estos años de Puerto Rico voy a escribir en seguida, pero si he de proceder con orden en esta exposición de detalles que desearía sirvieran al lector para formarse idea de lo que ha sido y es Juan Ramón Jiménez, debo empezar por lo que sucedió primero.

Mi relación con el poeta se inicia en el año 1932. En esa época lanzamos Ildefonso Manuel Gil y yo una revista; de título algo ambiguo: Boletín último (lo de Boletín se refería a la modestia de su presentación, acorde con los desnutridos bolsillos de dos editores; lo de Último aludía a su cronología entre las publicaciones juveniles). Según es costumbre, distribuimos   —14→   un centenar de octavillas de suscripción entre los posibles simpatizantes, mas solamente uno respondió a nuestra esperanza. Al día siguiente del reparto llegó a mi casa madrileña, calle de Doña Blanca de Navarra, una muchacha, sirvienta de Juan Ramón, portadora de un hermoso duro (importe de la suscripción anual) y de lo que valía infinitamente más: la hojilla de suscripción cubierta de puño y letra del poeta. Fue nuestro único suscriptor (y a suscriptor único, número único, pues la revista no salió sino una vez), pero no le hubiéramos cambiado por la suscripción y apoyo de los noventa y nueve restantes.

Una mañana del caluroso agosto de 1953 llegué a San Juan de Puerto Rico en el avión de España. Mientras esperaba, en las oficinas de la Aduana, la revisión de documentos y equipajes, vi a Juan Ramón que, desde el otro lado de la valla, me saludaba. Sonreía, y pronto, con olvido de los reglamentos, atravesó el corto espacio que nos separaba, para darme un abrazo de bienvenida. Un subalterno hizo ademán de impedirlo, pero el funcionario de inmigración le indicó con un gesto que no pusiera obstáculos al poeta. Los empleados le habían reconocido, y en insólito homenaje a la poesía consintieron la leve transgresión reglamentaria. Gracias a ella, fue la mano de Juan Ramón Jiménez la primera que estreché en tierra americana, iniciando una relación entrañable que iba a durar dos años.

Se me permitirá recurrir a los recuerdos personales, pues en ellos alienta con profusión de pormenores la imagen que deseo reflejar en estas páginas, la imagen del hombre y del poeta que conozco y quiero, según fue formándose a lo largo de días y meses. Y esta imagen resultaría incompleta si junto a ella no figurase la de quien durante cuarenta años fue abnegada y valerosa compañera del poeta: su esposa, Zenobia Camprubí Aymar.

Apenas puedo pensar en Juan Ramón sin sentir cómo operaba en torno suyo el amor de Zenobia, creando -pues era obra suya- una atmósfera de serenidad y calma, ambiente adecuado para el cultivo de la poesía, eliminando del horizonte cuanto pudiera constituir estorbo, preocupación, dificultad de cualquier orden.

Zenobia significaba en la vida de su marido mucho más   —15→   de lo supuesto por quienes no les conocían o no les trataban de cerca. No es sólo que resolviera problemas, ahuyentara pelmas, actuara como secretaria y administradora, sino que, como acabo de indicar, creaba la atmósfera de grata serenidad, el aura apacible en torno a la casita de Hato Rey donde vivieron los últimos años. En este hogar de orden, silencio y calma se recibía la impresión de que el tiempo no contaba, y en cierto modo tampoco las servidumbres tan enojosamente gravitantes sobre el escritor famoso e incluso sobre el destino de su obra: la publicidad y sus exigencias no significaban nada en la vida de Juan Ramón.

Sin Zenobia no es posible, tampoco, entender la soledad de Juan Ramón, que no fue soledad de vida, sino de creación. Su vida era una convivencia, y convivencia gentil, pues la casa de los Jiménez era hospitalaria y sus moradores conducíanse con una cordialidad sencilla y sin aparato, gracias a la cual el visitante pronto se encontraba a gusto. La soledad de creación exige reconocer la primacía del esfuerzo dedicado a la poesía sobre cualquier otra actividad y desde luego sobre las de tipo social, invasoras y corruptoras del tiempo dedicado al trabajo.

El equilibrio entre creación y convivencia se establecía sin esfuerzo visible merced al tacto de Zenobia, a su infatigable actividad y a la discreción de su conducta. Si Juan Ramón llegó a ser el más alto ejemplo de independencia en las letras contemporáneas, se lo debe en buena parte a Zenobia. La ardiente entrega a la obra; la negativa reiterada a permitir su contaminación por el éxito; la permanente disponibilidad para la aventura estética; la cotidiana renovación de los votos de ilimitada exigencia formulados desde el principio de su carrera; todo cuanto hizo según es la obra de Juan Ramón, tiene detrás la vigilancia activa y el incansable desvelo de Zenobia.

Permítaseme señalar una contradicción aparente, pues notándola resaltará mejor la complejidad de la influencia ejercida por Zenobia sobre la vida de su marido: ella era, por un lado, paz y calma, la inmersión en la costumbre, regularidad en la tarea creadora; mas también, y a la vez, aportaba a la vida de Juan Ramón movimiento y dinamismo, abriéndola a comunicación y relaciones que sin ella acaso nunca hubieran   —16→   llegado a establecerse. Para entender adecuadamente esa influencia es preciso abarcar su vario sentido: acelerador a veces, freno a menudo, estabilizador siempre.

Y todavía añadiré un detalle esencial: su influencia operaba, en uno y otro supuesto, partiendo de la sonrisa, de un buen humor constante, de una alegría connatural que estaba en el fondo de su ser y se revelaba en los claros ojos entornados por la sonrisa, en la palabra rápida, en los agudos de la voz, en la discreción del gesto.




III

Quisiera trasmitir con exactitud el recuerdo de la casita de Hato Rey donde tantas horas conviví con Zenobia y Juan Ramón. Era una casita pequeña en una callecita silenciosa (calle del Padre Berríos), en el sector llamado Floral Park («¡qué horrible nombre!», decía Juan Ramón). Un minúsculo jardín al frente y sobre él la estrecha terraza en ángulo. A la derecha entrando, la salida de estar y cuarto de trabajo donde Juan Ramón tenía su rincón favorito, y alrededor, en el suelo y sobre una mesita, montones de papeles varios: correspondencia, borradores, copias de poemas, hojas de aforismos, notas... Un poco más lejos, libros y revistas, entre ellas las revistillas jóvenes de poesía recién llegadas de España e Hispanoamérica, todas las cuales solicitaban su curiosidad y su interés.

Al fondo de la casa, tras el comedor, los dormitorios y un cuarto lleno de libros, revistas y documentos, entre ellos archivos de correspondencia, recortes de prensa, originales en prosa y verso e incluso libros enteros inéditos.

Cuando Juan Ramón estaba bueno la vida en la casa empezaba muy temprano. Tanto él como Zenobia madrugaban y a las seis de la mañana se ponían a trabajar. Por los años a que me refiero -1953-55- se ocupaban en preparar los materiales del nuevo plan de publicaciones, comprensivo de la obra total del poeta: poesía, prosa poética, aforismos, conferencias, artículos, ensayos, traducciones, correspondencia. Alternativamente, según el gusto y la incitación del momento, Juan Ramón trabajaba en uno u otro de los grandes libros en   —17→   curso de preparación y cada semana me mostraba con satisfacción los adelantos registrados en la tarea.

A continuación despachaba la correspondencia, dictando a Zenobia, y luego, por regla general, añadía de su puño y letra alguna palabra o frase a la carta transcrita por ella. Al final de la mañana no era raro verles por el campus universitario de Río Piedras. Por la tarde, o volvía a la Universidad, si era día de clase, o leía y escribía. Comía -cenaba- pronto, y después de cenar recibía gente, leía o asistía a algún espectáculo.

Vivía con ellos una sirvienta puertorriqueña de nombre españolísimo: Nemesia, mujer entrada en años, de gentiles maneras y dulce deje, admirable cocinera, con especial disposición para preparar el pollo asado, dándole ese punto de sazón que confiere al alimento prestigios de obra de arte. Juan Ramón no comía mucho, pero sí lo suficiente: el jamón de York y los dátiles eran elementos básicos de casi todas las comidas que le vi hacer.

La casa, si tranquila, era harto calurosa, y lo que es peor, favorecida por diversas variedades de mosquitos que en implacables bandadas atacaban a Zenobia y a los visitantes, respetando, por alguna misteriosa razón, la persona del poeta, que por otra parte también parecía inmune al calor. No recuerdo haberle oído quejarse nunca por exceso de él, pero sí a Zenobia, quien disponía de diversos artilugios para combatirlo, así como de un bálsamo de Fierabrás preventivo-curativo de las arremetidas de los fieros aviones: un líquido aromático que, esparcido a tiempo sobre la piel del presunto atacado, evitaba la picadura de los molestos animales. Quiero declarar que tal producto en ninguna ocasión surtió efectos cuando fue aplicado a mis tobillos, quizá, según explicaba Zenobia, dolida del mal éxito de su magia, porque los calcetines negros atraen irresistiblemente a los cínifes y demás especies volantes, anulando así, a ojos de los mosquitos, la repulsión que debiera inspirarles el olor de la embrocación extendida bajo el oscuro tejido.

Menciono este detalle para acreditar con un ejemplo cómo se ejercitaba la solicitud de Zenobia en lo pequeño como en lo grande. («Gullón, pruebe los bollitos que he traído para usted de casa Sixto» -el panadero burgalés de Santurce-. «Gullón, una copita de este licor danés de guindas que está riquísimo.» Y Juan Ramón, al ver que ella se servía una gota:

  —18→  

«¡Cuidado, Zenobia, que es exsitante!». «Gullón, guardé para usted un artículo de Revista que le gustará leer» -un artículo de Eugenio d'Ors sobre escultura contemporánea.)




IV

Dos temas interesaban por encima de los demás a Zenobia y a Juan Ramón: la poesía y España, y por lógica consecuencia, la poesía española. Llegaban a la casa, diariamente, libros y revistas de poesía. El inolvidable Juan Guerrero, verdadero cónsul de Juan Ramón y de la poesía española, hacía frecuentes y constantes envíos de publicaciones, desde el libro de lujo hasta periódicos provincianos con noticias o colaboraciones de interés. Juan Ramón y Zenobia lo veían todo, lo leían todo y no se les escapaba línea relativa a letras o artes; con frecuencia, al visitarles, contaban sus descubrimientos.

Jóvenes poetas de España e Hispanoamérica enviaban sus obras a Juan Ramón, que las recibía con curiosidad, interesado como estaba por seguir en los textos la evolución de la poesía de lengua española. Gran alegría la suya al encontrar poemas de calidad, que después recordaba gustosamente y releía en voz alta en las sobremesas de la cena. Varias veces le oí citar de memoria dos o tres versos de un poema recién leído, viéndole levantarse para buscar la continuación en el libro de que se tratara. Uno de sus temas favoritos de conversación arrancaba de su esperanza en la poesía actual, declarando su fe en el presente y el porvenir de ella.

El hecho merece ser destacado, pues, contra lo que suele creer el lector común, los escritores profesionales prestan poca atención a la obra de sus colegas y menos los elogian en la intimidad, como Juan Ramón elogiaba poemas de Gerardo Diego y José Hierro, de Unamuno y de poetas menos conocidos, como Pilar Paz o Jesús Delgado Valhondo, de quienes me leyó versos muy hermosos.

Y al llegar a este punto, quiero observar que Juan Ramón era uno de los mejores lectores de poesía que he conocido. Quiero decir, ahora, lector en voz alta. Sin nada del recitador profesional, sin teatralidad ni aparato, antes diciendo el verso con natural sencillez, rehuyendo efectos y artificios, conseguía   —19→   infundir plenitud de intención al poema leído, el máximum de expresividad implícito en las palabras. Leía en tono normal, sin altibajos, simplemente dándole a cada sílaba su valor propio, marcando pausas y acentos, sin subrayar intempestivamente intenciones suficientemente explícitas en una lectura sin forcejeo con el texto, tal como él la hacía.

La voz, grave y vigorosa, servía magníficamente al poeta, pues gracias a ella y a la entonación sostenida, sin desfallecimiento ni estridencia, las palabras surgían como de hondo manantial, frescas y profundas, llevando en ellas un hechizo, un encanto, algo que retenía la atención y era, nada menos, el claro destello de la poesía, la emoción poética aladamente trasmitida por la lectura. El secreto, la clave, la explicación estaba en la compenetración entre lector y poema, en el modo como aquél se identificaba con el texto y con lo latente tras él: los sentimientos del autor (quien tal vez no tuviera plena conciencia de su alcance) y la intuición originaria del poema.

Para mostrar mejor la plasticidad y el poder de las lecturas juanramonianas citaré cierto ejemplo inolvidable. Una noche hablamos de Delmira Agustini, la extraordinaria muchacha uruguaya, de tan dramático y triste destino, y recordamos algunos de sus versos más bellos. De pronto, y como solía hacer para completar la demostración, Juan Ramón se puso en pie y cogió de la estantería un volumen de versos, una antología -creo-; a media voz, con palabra progresivamente más opaca y baja leyó el soneto en alejandrinos titulado «Desde lejos». Aunque la cosa vista en frío, lejos del momento y la circunstancia, pueda parecer algo ridículo, confieso que esa lectura me emocionó, porque en aquel momento, en aquel preciso instante, mientras las cadencias del verso se sucedían lentamente, sentí como una iluminación toda la pasión contenida en aquellas líneas y, acaso por vez primera, advertí la estremecedora autenticidad y el patetismo del poema-confesión:


¡Ah! Cuando tú estás lejos, mi vida toda llora,
y al rumor de tus pasos hasta en sueños sonrío.



Desde entonces no puedo leer estos versos sin oír, al mismo tiempo, la voz del poeta con su emocionada gravedad desnuda, sin trémolo, pero impregnada del sentimiento que los dictara.   —20→   Y por eso, evocando el episodio, espontáneamente acuden a la pluma términos como los antes empleados, que quieren expresar la sensación de embrujo sentida en la lectura y por la lectura.

Curiosamente, en cambio, no solía Juan Ramón leer poemas suyos, limitándose a facilitarme copia de los corregidos o revividos, para que en casa, a solas, pudiera verlos. Como si no quisiera imponerme la involuntaria coacción de su presencia y prefiriese dejarme en libertad para que, más tarde, en mi cuarto, los leyera sin prisa. Alguna vez, por excepción, quiso oírme leer en voz alta uno de sus poemas, como el último de los destinados al volumen Dios deseado y deseante; en esta ocasión la lectura iba a ser punto de partida de una charla en torno al libro proyectado y a unos comentarios sobre parte de él -Animal de fondo- publicados en revistas españolas.

Juan Ramón era poco aficionado a hablar de sí mismo, salvo cuando exponía proyectos de trabajo, o por incidencia, al contar sucesos en que tuvo intervención y que le interesaba dejar aclarados. Si se refería a episodios del pasado, solía hacerlo para precisar detalles o concretar la génesis o el desarrollo de un acontecimiento en torno al cual circulaban versiones equivocadas o susceptibles de inducir a error.




V

Por aquella época dedicaba buena suma de atención a las clases del curso sobre Modernismo, que profesaba en la Facultad de Humanidades de la Universidad. Era un curso para estudiantes adelantados; las clases, alternas, no se parecían gran cosa a las por lo común ofrecidas en aulas universitarias. La lección de Juan Ramón era mezcla de exposición histórico-crítica de problemas literarios, recuerdos personales, lectura y comentario de textos. No respondía a un sistema profesoral, pero sí a un orden interno muy claro, con el que pretendía y lograba trasmitir a los oyentes una imagen animada y sensible del escritor estudiado y una idea exacta de la significación y la calidad de su obra, considerada en sí misma y en relación con la de los restantes autores objeto del curso.

Por la forma peculiar de exposición, donde la biografía   —21→   del autor discutido no se presentaba como seca relación de sucesos y fechas, sino como tejido de acontecimientos vividos y significantes a través de los cuales el hombre aparecía vivo y viviente, la clase reverberaba de presencias humanas, y el auditorio se advertía en contacto con las claras sombras de Rubén, Unamuno, Machado... Algunas anécdotas seleccionadas sobre la marcha, como las más apropiadas para subrayar aspectos del personaje que de otra manera no habrían quedado bastante aclarados, daban su picante al hábil condimento y contribuían a reforzar el sentimiento de comunicación con los escritores aludidos.

Las obras estudiadas aparecían, conforme en la realidad ocurre, como parte de la vida en que se insertaban, y nunca eran mencionadas en áridas bibliografías, sino con los necesarios extractos y ejemplos, aportados por la feliz memoria del poeta y apostillados por él, señalando, con otras citas, filiaciones y parentescos, semejanzas y diferencias.

Cada una de las clases se engarzaba en la corriente general del curso, contribuyendo a dilucidar desde diferente punto de mira el problema del modernismo literario. Nada se debía al capricho ni a la improvisación, pues si Juan Ramón no «preparaba» las conferencias, en el sentido que los catedráticos suelen dar al verbo «preparar», ni siquiera apuntaba el orden o guión de la clase, limitándose a escoger algunos fragmentos de prosa o poesía adecuados para ilustrar su exposición (y aun en este punto la inspiración del momento imponía con frecuencia cambios importantes), tenía idea tan definida y precisa de lo que pretendía y necesitaba decir, un conocimiento tan completo y entrañable del tema, que la conferencia surgía fluida y a la vez compleja; ordenada, pero con retrocesos y saltos bruscos que exigían del auditorio un estado de alerta permanente, constante tensión y vigilancia para no perder, en un momento de distracción, el detalle fulgurante, el dato revelador.

Las clases mostraban, por un lado, el encanto de la historia viva, de la historia que parece estarse viviendo al hilo de la exposición magistral, y por otra parte la solidez de constataciones bien fundadas, de construcciones meditadas y contrastadas por el estudio cuidadoso de los ejemplos, de las particularidades. El paso del recuerdo a la crítica, de la lectura a la   —22→   glosa, se realizaba sin brusquedad, precisamente por el carácter fluido y «heterodoxo» de la lección, y lo mismo ocurría cuando del análisis minucioso pasaba a la brillante síntesis que constituía algo así como la cifra última resumidora de una obra, de un artista.

El estudiante se dejaba impregnar por la imaginación juanramoniana, y curiosamente notaba que, pese a lo personal del espejo en cuya luna se reflejaba la obra comentada; pese a la brillantez del cuadro contemplado, fulgente en la palabra del poeta, entre la contradicción y el choque quedaba espacio para arriesgar una interpretación personal. Pues nada tan poco dogmático como estas lecciones, donde lo seguro del rasgo, la diversidad de luces e incluso las necesarias sombras, no concurrían a imponer una versión de los fenómenos artísticos, sino a justificar una actitud, a explicar una toma de posición.

Es conocida la penetración y la agudeza con que Juan Ramón sabe analizar una obra literaria y situarla en su lugar, con los enlaces necesarios para mostrar la estirpe a que pertenece. En el curso 1953-54 planteó, entre otras, la reivindicación de Gustavo Adolfo Bécquer y Rosalía de Castro cuya obra, especialmente la de la fragante cantora gallega, le parecía arbitrariamente disminuida por ciertos críticos del modernismo. Yo escuché su alabanza de Rosalía, no elogio «lírico», como podría pensar algún despistado, sino sobrio, ecuánime, fundado en los textos de la gran poetisa, y referido principalmente a su destreza técnica para lograr en la poesía la mejor y más precisa expresión del sentimiento.

Le oí también, en inolvidable tarde de primavera, el elogio sin reticencia de la poesía unamuniana y del gran don Miguel de Unamuno, visto con los ojos de Juan Ramón, joven, según lo conociera en los comienzos del siglo, cuando uno y otro, desde tan distintas posiciones, combatían por sacudir la modorra ibérica. Juan Ramón, sentado tras la mesa de cátedra, hablaba con su habitual fluidez, sin prisa, seguro de su palabra, con tono más familiar que profesoral, como de quien está comunicando algo personal y sabe hacerlo sin engolamiento, sin alzar la voz ni exagerar el ademán. La evocación del ayer lejano no incitaba tanto a la nostalgia como a la constatación de que no todo pasado fue mejor, al menos en cuanto se refiere   —23→   a la poesía de lengua española, dominada, hasta la irrupción del modernismo, por aquellos «dos poetas y medio» mencionados por Clarín, a mitad de camino entre el énfasis retórico y la sensiblería de baja ley; con daño de aquellas puras voces de Bécquer y Rosalía, inaudibles bajo el solemne coro de los barbudos finiseculares.

El poeta, en casi quietud, en la media voz bastante para llegar al auditorio pendiente de su palabra, evocó al Unamuno joven, tan belicoso ya y decidido a imponerse sobre los grandes tozudos del verso hispánico. Recordó propósitos, obras, el santo y seña renovador; mezclando, como solía, la anécdota con el ejemplo; con el comentario, el verso. Poco a poco fue haciéndose más densa la sensación de presencia; la sensación de que allí, en el aula caldeada por el sol de la tarde, entre maestro y discípulos estaba Unamuno, el Unamuno de siempre, pero con rasgos nuevos, con notas ignoradas para los más. Y no precisamente el don Miguel anciano, que algunos habíamos conocido veinte años atrás, el de la barba grisácea y la noble cabeza descubierta, sino un Unamuno joven, lleno de brío, mordiente y acometedor.

La poesía de Unamuno, leída por Juan Ramón, parecía ligeramente transformada. Era la misma y al propio tiempo algo cambiaba: a través de la voz juanramoniana, del suave acento andaluz, se borraban aristas, algunos bruscos engarces de l a palabra unamuniana, seca y a veces chirriante, como paisaje castellano. Lo que puede tener de dureza se atenuaba en la dicción sureña de Juan Ramón, y gracias a ella los versos de don Miguel sonaban con gracia renovada.

Conclusa la hora de clase, ésta continuaba de otra manera, en el salón o en los pasillos, cuando los alumnos más interesados rodeaban a Juan Ramón para averiguar pormenores complementarios y obtener precisiones sobre puntos abordados en la conferencia. Al acabar la lección se alzaban rumores, curiosidades, inquietudes. Los estudiantes discutían, repasaban sus notas, acudían al maestro en consulta de alguna duda o pidiéndole detalles. Unos cuantos le acompañaban hasta el automóvil, sin cesar en sus preguntas, interesados en recoger hasta la última palabra del poeta.

Al fin, el «Chevrolet» verde de dos puertas guiado por Zenobia, arrancaba, y el pequeño grupo de estudiantes le   —24→   despedía desde la escalinata de la Torre. El «Chevrolito» era popular en el campus, y aun en toda la zona metropolitana. Se le veía rodar como un animalito incansable, transportando al poeta y a su compañera hacia ocupaciones múltiples, solicitados por invitaciones a conciertos y reuniones, o en visita a colegios y sociedades.




VI

Juan Ramón acudía de buen grado a pasar una hora con los chiquillos de las escuelas. Por eso, y porque en muchas de éstas solía ser Platero y yo el libro favorito de lectura, su silueta era popular entre los niños. En cuanto el automóvil se detenía en una calle de los repartos urbanizados en torno a Río Piedras, acudían los pequeños y, empujándose, animándose unos a otros, le saludaban: «¡Hola, ¡Hola, Juan Ramón!» Y él solía preguntarles a qué escuela asistían, y en cuál grado. Si tenía tiempo y provisión repartía entre ellos caramelos, y los más descaradillos, según iban tomando confianza, le preguntaban: «¿Por qué estás aquí parado?», «¿Dónde fue doña Zenobia?» (Pues a Zenobia le concedían inmediatamente el tratamiento de respeto que merecía, pero a Juan Ramón jamás oí que le llamaran «don» Juan Ramón.) Y cierta vez, cuando Zenobia regresó de su recado y el coche arrancaba, un pequeñuelo de cara tiznada y mirada traviesa, ya desde lejos gritó al poeta: «¡Recuerdos a Platero, Juan Ramón!»

Coincidí en casa del poeta con visitas infantiles y sé cómo el matrimonio las agasajaba, atendiéndolas y tratándolas como si se tratara de personas mayores. No como «los mayores» tratan a los niños cuando quieren condescender a simular que se sitúan a su nivel, sino con la naturalidad de quien actúa espontáneamente en ese plano, con genuina comprensión de la psicología infantil, mostrándoles los objetos que más podían agradarles, ofreciéndoles refrescos de guanábana o toronja, y golosinas, como a otros hubieran brindado «scotch» o cubalibre.

A Juan Ramón le gustaban los niños, los entendía y se entendía bien con ellos. Tal es el secreto de que éstos, a su vez, se encontraran a sus anchas en compañía del poeta, nada intimidados por la barba, sí evidentemente curiosos por la   —25→   novedad que, sobre todo en Puerto Rico, para ellos lo era de modo absoluto. Si poemas suyos son recibidos admirablemente por los niños no es por ser poesía infantil, pues sin duda no lo son, al menos en el sentido con que suele emplearse el calificativo, sino por ser poesía a secas. El corazón del hombre se abre desde muy pronto a la poesía y siente y consiente con quien la crea. Tal es la causa de que entre los niños y el poeta se establecieran tan espontáneas y claras relaciones, una compenetración natural.

He paseado con Juan Ramón por las calles de San Juan. Recién llegado a la isla recorrimos juntos, una o dos veces, los lugares de la vieja ciudad y advertí cómo le impresionaba el semblante español, la semejanza entre ella y otras ciudades andaluzas. «Me recuerda...», «recuerda...» Y la Caleta, la calle del Cristo, la Fortaleza, el Morro, los patios de las casonas coloniales traían a su memoria reminiscencias de sitios andaluces. Así tuve un testimonio más de cuán vivo seguía en el alma de Juan Ramón el recuerdo de España, de su tierra y sus ciudades, aromas, gentes, cielos, sonrisas, tristezas, y cómo acertaba a descubrir el reflejo de todo ello en cosas y tierras que alguna vez fueron parte de la patria y en cierto modo aún lo son por la lengua en que hablan y sueñan.

Se cuenta una anécdota de cuya exactitud no puedo responder, pero que, inventada o verdadera, refleja el estado de ánimo de Juan Ramón en cuanto a España y a su indestructible sentir español. En cierta ocasión -dicen las crónicas- asistió a la conferencia pronunciada por un ilustre compatriota, nacionalizado norteamericano, quien varias veces durante el discurso y señaladamente al darle fin, recalcó su iberismo insobornable e irreductible. Juan Ramón no dijo palabra: se limitó a extraer el pasaporte del bolsillo interior de la chaqueta y a ondearlo en el aire, pequeña bandera y respuesta de circunstancias. Incluso si fuera apócrifa, la anécdota aclara expresivamente la actitud del poeta, aferrado en todo, incluso en lo formal, a su ser y condición de español.

Hace años, la revista madrileña Ínsula publicó un precioso artículo de Juan Ramón: se titula El español perdido y en él alude a su desazón, tristeza y hasta agobio mientras vivió perdido en la selva de un idioma extranjero, durante los años de residencia en Estados Unidos. Acogido cordialmente   —26→   por las instituciones y particulares norteamericanos de quienes fue huésped; profesor en universidades, conferenciante en centros de cultura, no pudo en tantos años y pese a tantos honores acostumbrarse a vivir en ámbitos extraños, ajenos al mundo del lenguaje en que vivía y del cual vive su poesía, razón suprema de su vida. El idioma le hacía sentirse desterrado, extraño, extranjero.

En el admirable artículo citado dice el autor su deleite y nostalgia del español, idioma que en América le aparecía dividido; y enriquecido por «encantadoras diferencias», algunas de las cuales hasta superaban las habladas en tierras españolas. El idioma cambiante y eterno, el idioma corriendo como sangre del espíritu, lo recuperó Juan Ramón para la vida constante de cada hora desde su instalación en Puerto Rico y alguna vez manifestó su encanto por los sabrosos giros verbales de los jíbaros, por las expresiones arcaicas (arcaicas en España) que seguían vivas y operantes en la conversación del pueblo borícua. El poeta figura entre quienes consideran la lengua como el más preciado de los dones otorgados al hombre y siente el gozo de escucharla como sintió la privación de no oírla, en tiempos anteriores.




VII

Dos pinceladas, para recordar la pasión de Juan Ramón Jiménez por la naturaleza. Empleo adrede la palabra pasión, pues sólo ella refleja de modo suficiente el modo como él vive la belleza del mundo en que habitamos: paisaje, rumor de agua, canto de pájaros, flores... Ha cantado de diferentes maneras la grandeza, y plenitud del mar, y el diálogo con él constituye lo mejor de uno de sus libros mejores: el Diario de un poeta recién casado, luego llamado Diario de poeta y mar. Desde las primeras obras expresó con acento muy personal el dulce misterio de las armonías y los tonos de la naturaleza, llevando al poema músicas escuchadas en la sonora soledad del campo, melancolías inspiradas por la fragilidad del hombre en contraste con el renovado y eviterno encanto del mundo en torno.

¿Quién no recuerda que la Segunda Antología empieza   —27→   con un poema al amanecer? ¿Quién no observó la frecuencia obsesionante con que la imagen de la luna aparece en los versos juanramonianos? Los parques viejos, el arroyo pequeño, los valles apacibles, los jardines románticos, las sendas del campo... son, más que escenario escogido, parte y sustancia de poemas donde el agua corre, el viento sopla y las estrellas se encienden llevando en su latido algo del corazón que las siente y canta.

Bastantes noches, después de cenar, Zenobia y Juan Ramón me llevaron en su automóvil hasta la casa donde vivía, en Río Piedras. Íbamos despacio, saboreando la leve brisa que hace tan dulces las noches del trópico. Y Juan Ramón fue el primero, creo, en señalarme, avanzado diciembre, la «Cruz de Mayo», marcada por cuatro estrellas cuya posición va cambiando cada día, hasta que en mayo la cruz trazada por ellas, al principio caída hacia uno de los lados, aparece recta, alzada, neta e inconfundible sobre el firmamento.

Si en punto a la belleza del estrellado cielo cabe hablar de preferencias, las de Juan Ramón se inclinaban decididamente hacia Venus, lucero y no estrella, como advertía, notando el verdor de su destello que, según él, no puede confundirse con ningún otro. En la rápida caída de los crepúsculos puertorriqueños le he visto más de una vez pedir a Zenobia que detuviera el coche un momento para contemplar el maravilloso espectáculo y decir, señalando el cielo: «¡Mira, Venus! ¡Qué hermosa!»

Sobre Venus y otros astros mantuvo en un tiempo largas conversaciones y hasta debates científicos con un compatriota, el doctor García Galarza, conocedor en constelaciones, y para resolver los extremos en litigio consultó con juvenil acuciosidad libros especializados.

Las flores y sobre todo las rosas eran otra de sus delicias. Libros y rosas era lo que solía ofrecer como presente y también los regalos que más estimaba. Se complacía en obsequiar con ellos y más de una vez sus amigos españoles recibieron en los últimos años, entre los pliegos de la carta, una rosa de Puerto Rico.

Cuando Navidad llega, la isla brilla como encendida por el fulgor de las flores de tono rojizo llamadas «pascuas». Todo a lo largo de los jardincillos inmediatos a su casa de Hato Rey   —28→   brillaban estas flores, bellísimas y sin aroma, transformando los setos en brasa de hermosura. «Véalas -decía-: ¡qué precioso aguinaldo de la tierra!»




VIII

Este esbozo resultaría demasiado incompleto si no señalara, siquiera en dos rasgos, lo que de «caballero antiguo» había en el trato de Juan Ramón, en su cortesía, la distinción de sus modales, su repulsión por cuanto es grosero, o torpe, o simplemente chabacano. Con admirable tacto se situaba en su puesto y se movía o permanecía quieto, según las circunstancias, con natural gravedad. Era acogedor con quienes respetaban su vida y trabajos, aunque supo ser frío -o sarcástico- y cortar de manera tajante una intrusión, una audacia excesiva. Puntual en las citas, generoso de tiempo, y palabras, se erizaba frente a la vulgaridad cuando so capa de campechanía le asediaba abusivamente.

Fue el poeta de la soledad; pero, en seguida, el hombre sociable que no rehuye, en su momento, la grata tertulia, la conversación, la reunión con amigos y conocidos. En los descansos de los conciertos (espectáculo a que era muy aficionado) solía conversar con cuantos se acercaban a saludarle, y entre comentarios a la música escuchada ya las aptitudes de la orquesta o instrumentista de turno encontraba oportunidad para decir algo gentil (o, si acaso, algo punzante), según la persona y las ocasiones, a cada uno de sus interlocutores.

Y mencionados los conciertos, quiero indicar cuán vivo se mantuvo en Juan Ramón el amor a la música. Cuando joven fue aficionado al dibujo, y si esa afición disminuyó con el tiempo, el gusto por la música ganó espacio entre los placeres de su agrado, siendo quizá más intenso por compartirlo con Zenobia, mujer de delicada sensibilidad y competencia musical. Bach, Beethoven y Chopin eran los músicos favoritos del poeta y su esposa, sin que ese orden de preferencia implicara exclusión de los modernos, por algunos de los cuales sentían una afición que no era sólo curiosidad.

En la salita de estar tenían un aparato de radio, gramola y discos, pero no creo haberlos oído nunca. Sí, en cambio,   —29→   asistí con Juan Ramón a varios conciertos, entre ellos uno del pianista Badura Skoda, y recuerdo la precisión con que el poeta comentaba las obras y calidad de la ejecución. Juan Ramón, como se advierte en su poesía, y no menos en la de los últimos tiempos que en la de la «primera vida», poseía oído finísimo y aprovechó en todo su rendimiento el valor de los sonidos. Esto le convirtió en auditor excepcional, exigente y fino, sin transigencia para la facilidad, el trance improvisado, el capricho y la indisciplina.




IX

Sí; escribo la palabra disciplina y parece como si al hacerlo estuviera revelando una de las claves, tal vez la decisiva para descifrar la personalidad de Juan Ramón, a quien, sobreponiéndose a las anécdotas desorientadoras, conviene imaginar como hombre de sólida voluntad, entregado a una vocación cuyo cumplimiento exigió eliminar heroicamente cualquier devaneo literario, cualquier tentación de otro tipo. La figura de Juan Ramón se proyecta siempre sobre un horizonte de proyectos, esfuerzos que tal vez no llegaron al final deseado, pero mantenidos, en la juventud como en la ancianidad, con absoluta entrega a lo que en cada momento constituyó su vida; más: su razón de ser.

He procurado señalar cómo esta vida, esta existencia se desarrollaba dentro de un orden y ahora quiero fijar un rasgo complementario. Ese orden imponía una disciplina de trabajo, pero a la vez el trabajo mismo alejaba la monotonía, porque los hallazgos, al sucederse, aportaban un grano de imprevisto y de novedad que daban a cada día diverso colorido y matiz dentro del tono general predominante en el curso de la tarea.

Disciplina en la concentración y en el orden necesarios para seguir la línea del esfuerzo mantenido, roto únicamente por la enfermedad, cuando ésta llegó. A Juan Ramón le importaba declararse totalmente en la poesía y no se conformó con aproximaciones, ni se resignó a balbuceos más o menos expresivos. Sólo quien ignore por completo las dificultades de la creación artística puede suponer que la inspiración ahorra el arduo   —30→   trabajo indispensable para darle forma; pero plenitud de obra como la conseguida por el autor de Platero no es imaginable sin esa aceptación de una disciplina, nunca rehuida por él.

Y el hecho es más notable por cuanto Juan Ramón vivió desde la adolescencia con el temor de una muerte próxima y súbita (su padre murió de repente), sintiendo el corazón débil y la aprensión de que esa debilidad podía matarle en cualquier momento. No era así, pero basta sentirlo y creerlo según lo sentía, para padecer la angustia de la muerte inminente. Angustia esterilizadora, paralizadora, a la que supo sobreponerse merced al vigor de una vocación obstinada, capaz de luchar y vencer las sombras forjadas por nervios y temores, para realizar una obra comparable, en intención y extensión, a la creada en condiciones de favorable serenidad por los más grandes poetas de todos los tiempos.

Buen ejemplo del sentido de la disciplina con que Juan Ramón abordaba el trabajo intelectual -y no ya específicamente la creación artística- lo ofrece el escrupuloso interés con que procuró contrastar sus opiniones con las ajenas a través de la lectura. No para subordinar su criterio al de otros, sino para estar exactamente informado de los pareceres ajenos. Ya dije cuánto tiempo y atención dedicaba a libros y revistas de poesía; pero eso es solamente parte de la historia. Leía sin cesar obras del carácter más diverso, y en cierta época alternaba el Juan de Mairena, de Antonio Machado, con Las guerras de los judíos, de Flavio Josefo, y el libro de Maslenikov sobre Biely y los simbolistas rusos.

¿Dispersión? Nada de eso. Cada una de estas obras respondía a una preocupación del momento: el Mairena, a las suscitadas por el curso sobre el Modernismo; la de Flavio Josefo, a la polémica entablada con un religioso puertorriqueño, y el libro de Maslenikov, al deseo de averiguar la extensión y límites de un movimiento poético coincidente en varias particularidades con el registrado hacia la misma época en las letras de lengua española.

Concurrencia en el esfuerzo, pues la vida de Juan Ramón fue una sucesión de momentos encaminados a lo mismo: la realización de una obra perfecta. Esta aspiración a lo perfecto, al trabajo sin tacha, le impuso la observancia de una   —31→   regla severa, de la disciplina antes subrayada, y al propio tiempo avivó su sensibilidad para captar de cada cosa la sustancia utilizable, los elementos auténticamente nutritivos.

Juan Ramón vivía en permanente anhelo de perfección. Se dirá que a tal finalidad aspira todo poeta, pero en su caso el empeño tuvo aspectos distintos, categóricos y obsesivos. Hay quien aspira a la perfección, pero se contenta con lo obtenido en el camino hacia ella. En Juan Ramón, el deseo no sólo alcanza insólito grado de exigencia, sino que se convierte en pasión imperiosa, absorbente y total, alimentada del propio fuego y hostil a cualquier componenda o aproximación.

Esa voluntad y ansia de lograr lo perfecto, lo ideal entrevisto, mantuvo al poeta en continua tensión. Su severa autocrítica, la dureza con que ha condenado y destruido parte de sus libros, su ininterrumpido deshacer y rehacer proyectos preparados para ordenar y publicar su obra, son inequívocas manifestaciones de esa tensión. Constantemente cambió de idea, prefiriendo un sistema a otro, el método de hoy al seguido ayer. Descontento aún de lo mejor, sometía los textos a revisiones y nuevas ordenaciones. Con lo mejor de varios libros componía otro diferente, y con varias selecciones parciales, una antología extensa.

Su lucidez no le permitió engañarse acerca de cuán mal conocidos son los más grandes poetas. El lector común, a medias dotado para distinguir entre lo excelso y lo no tan notable, se pierde en las fronteras; para evitar riesgos de incomprensión y eventuales confusiones, Juan Ramón quiso ser su propio antólogo, anticipándose a realizar por sí y en vivo la selección confiada por otros poetas al tiempo y al gusto de lectores capaces de realizarla.

Esto explica tantas antologías preparadas por él o por él y Zenobia, pues no sólo han de contar como tales las así expresamente declaradas en el título, es decir, las de Hispanic Society, de Nueva York; la de Calpe, la Tercera (con la preciosa ayuda de Eugenio Florit); las para niños, de Signo, y escuelas de Puerto Rico y Méjico, sino obras como Belleza y Poesía, en donde hay muestras de una veintena de libros inéditos.

La esperanza de poder lograr algún día la obra plenamente representativa, el libro ideal donde aparecieran en su nivel   —32→   más alto tantos y tan diversos momentos poéticos como fueron cristalizando en poesía a lo largo de sesenta años, de entrega a ella; esa esperanza, digo, se mantuvo viva y operante en Juan Ramón hasta el final, o al menos lo estaba cuando yo lo veía en Puerto Rico.

Escribo «libro ideal» pensando en que cuando Juan Ramón se refiere a la obra -libro o libros- de un poeta, puede imaginarla vasta, rica y extensa, pero siempre regida por un principio creador inmutable, por una idea. La obra no será colección de piezas diversas reunidas por los azares de la edición, sino un libro con su orden, dividido en tantas partes, secciones y volúmenes como haga falta; pero unitario en organización y concepto.

Oyéndole exponer planes editoriales, pensar de nuevo la distribución y redistribución del material en tomos y bajo títulos con frecuencia alterados, rectificados o sustituidos, se recibía la impresión de que el poeta quisiera entregar al lector una versión completa del mundo y el hombre según los vivía y los sentía. Como si, ordenado el material de cierta manera, esa ordenación misma deparase una clave para interpretar el mundo y también la manera más precisa y segura de decir lo que quiere y según quiere expresarlo.

La lucidez de su mirada crítica era extraordinaria. No sería exagerado considerar a Juan Ramón, cuando la pasión no le turbaba, como uno de los más agudos críticos de nuestra época; un retrato suyo que aspire a ser completo deberá recoger este aspecto de su personalidad, disminuido por el resplandor de su lírica. En conversaciones y escritos, cartas y conferencias, ha dado muestras de rara sagacidad y competencia.




X

Durante meses acudí, por lo menos una vez por semana, a cenar con Juan Ramón y Zenobia en su casita de Hato Rey. En principio mis conversaciones con el poeta habían de versar sobre Modernismo español e hispanoamericano, tema del libro que yo estaba preparando y para cuya redacción Juan Ramón se prestaba a comunicarme cuantos datos él conociera y pudieran ser útiles. Accedió a dejarse interrogar y a que   —33→   yo tomara nota de las respuestas; gracias a esta circunstancia me fue posible conservar fielmente sus palabras.

Como era previsible, las conversaciones no se limitaron al tema inicial y más bien obedecieron a la incitación del momento, al pretexto ocasional y a veces fortuito, pasando en

natural vaivén de un tema a otro, conforme el diálogo zigzagueaba caprichoso a impulsos de nuevas sugerencias, dando lugar así a que Juan Ramón opinara sobre asuntos e inciden tes varios.

Inmediatamente después de cada una de estas conversaciones, me ocupé en transcribir con detalle las notas recogidas, para conservar no ya el espíritu, sino también fielmente los giros y palabras de Juan Ramón.

Por de pronto, esas conversaciones me permitieron conocer mejor a Juan Ramón y observar la soltura con que su mente trataba los problemas, reaccionando con rapidez frente a estímulos inesperados, apasionándose por temas y cuestiones que en principio no parecían llamados a interesarle.

Si no se piensa el vivir de Juan Ramón como vivir en y para la poesía, su persona parecerá algo enigmática, pero en cuanto se parta de ese supuesto realísimo, la conducta del poeta aparecerá tan lógica y coherente como en verdad lo fue siempre, supeditándolo todo a la creación artística, que en pocos casos mostró con igual claridad su carácter imperioso, de fatalidad ante cuyo rigor ceden pereza y capricho.

Juan Ramón vive su poesía, y por eso pudo decir de los poemas antiguos luego corregidos, de los poemas alterados en el transcurso del tiempo, que son poemas «revividos», vividos otra vez en el ininterrumpido fluir de la invención lírica. La leyenda habla de un Juan Ramón meticuloso, obseso por erratas, mas yo le he visto reír de buena gana ante la enorme, aparecida justamente en la firma, que atribuía cierto poema suyo a Juan Ramón «Ramírez».

El problema de las correcciones, aparte las más corrientes, suscitadas por necesidad o conveniencia de sustituir una palabra, un giro, un simple signo ortográfico por otros encaminados a mayor precisión, claridad o belleza expresiva, lo explicaba Juan Ramón como fenómeno de rectificación espontánea de lo escrito, a veces por un fallo de la memoria, que   —34→   en lugar de recordar el verso conforme fue escrito, lo inventa diferente bajo la presión de otras preocupaciones y en distinto estado de ánimo. El verso revivido aporta con frecuencia una alteración plausible, acaso un cambio deseado, presentido, pero cuyo significado no se mostraba con suficiente claridad. El escritor rectifica así lo accidental en la inspiración.




XI

En el verano de 1955, cuando me disponía a dejar Puerto Rico, visité varias veces a Juan Ramón, convaleciente de una recaída en su antiguo mal. Padecía alergia a ciertos olores y se quejaba de las molestias y limitaciones impuestas por la dolencia. Estaba, sobre todo, obsesionado de nuevo por el temor a la muerte repentina, y no quería quedarse solo. Después de algún tiempo sin salir de casa, su médico y amigo, el dominicano doctor Batlle, vecino en los altos del mismo edificio, le persuadió para que volviera poco a poco a la normalidad.

Por entonces el Rector Benítez ordenó preparasen en la biblioteca de la Universidad una sala especial para instalar los libros y papeles que el poeta deseaba regalar a la institución donde tan generosa y cordialmente le recibieran. Se encargaron muebles construidos de acuerdo con diseños proporcionados por Zenobia, para que fueran semejantes, casi copia, a los utilizados por el matrimonio en Madrid, y poco a poco fueron llevando a la estancia libros y objetos recibidos de España y colocándolos en las estanterías preparadas para recibirlos.

En esta sala (llamada de Zenobia y Juan Ramón) todas las mañanas Zenobia iba desocupando cajones y ordenando sobre una mesa libros curiosos, fotografías de antaño, revistas viejas, cartas de amigos lejanos, borradores y copias de obras juanramonianas. Él, primero distraído y a ratos quejándose, se interesaba gradualmente en la tarea, animándose a examinar algunas de las piezas que su mujer hábilmente seleccionaba para atraerle: un libro de ayer, una dedicatoria, tal retrato desvaído, algún olvidado número de revista ponía en marcha el mecanismo de la memoria, y Juan Ramón, entonces, hablaba con nostalgia de la circunstancia rememorada, del momento   —35→   o la persona que así, y de modo imprevisto, por un juego de azar, reaparecía inopinadamente en su vida.

Alguna vez se volvía a nosotros con un libro o revista en la mano, y leía en voz alta dos o tres líneas de Rubén, de Antonio Machado: «¡Qué hermoso!» -decía-, y tornaba a la lectura, inmerso durante unos minutos en lo pasado, que allí, en la semipenumbra de la biblioteca tropical, parecía doblemente distante, alejado en el paisaje y la distancia tanto como en el tiempo.

Una tarde le visité por última vez en la casita de Hato Rey. Víspera de mi regreso a España, se dolía de la despedida pensándola definitiva. Zenobia, mi mujer y yo procurábamos ahuyentar las agobiantes imágenes pesimistas de su tristeza, pero todo fue inútil. Nos despedimos al fin, y al abrazarme me retuvo unos segundos: «Adiós, no volveremos a vernos. Esto se acaba. Adiós, adiós...»

Y se retiró en lágrimas, mientras Zenobia nos acompañaba hasta la calle. A ella aún la vimos a la mañana siguiente, en el aeropuerto de Isla Verde, donde estuvo a despedirnos, animosa, apresurada, sonriente. Todavía me parece verla erguida en la terraza del edificio, saludando y sonriendo mientras nosotros, marchando hacia el avión de Nueva York, pisábamos por última vez tierra de Puerto Rico.





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