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Hacia la eternidad

Antes de referirme a las obras publicadas por el poeta después de abandonar España, en 1936, permítaseme resumir algo de lo dicho en capítulos anteriores, precisando dos o tres puntos interesantes.

A menudo se cita el decir de Juan Ramón sobre el poema -«No le toques ya más, que así es la rosa»-, pero se desconoce que el propio poeta, comentando sus versos, aclaró que si tal decía, era «después de haber tocado el poema hasta la rosa». Quiso expresar con estas palabras su aspiración difícil a la «perfección viva», a la perfección conseguida sin forzar las cosas, arduamente, mas sin llegar al punto de frialdad que delata lo yerto, lo agotado y sin vida. En el empeño por conseguir una poesía perfectamente desnuda, Juan Ramón fue renunciando tanto al soporte sentimental como al artificio retórico. A propósito de su obra es adecuado utilizar el término desnudez: progresivamente fue despojándola de los usuales ropajes, mitificando su concepto, y también identificándose apasionadamente con ella.

La pretensión de lograr una poesía nuda y palpitante, belleza suma no contaminada por el roce de cuanto sea distinto de ella misma, sólo podía tenerla un artista excepcional, con sensibilidad para captar los rumores tenues, las vibraciones profundas de los seres, y al mismo tiempo dotado de unas posibilidades expresivas donde la finura se aliara a la riqueza y a la precisión. Estas posibilidades forjaron el instrumento mediante el cual la sensibilidad del poeta se hizo tangible, mostrando en el verso la hermosura del mundo cuyas representaciones   —132→   constituían el objeto de su esfuerzo. Juan Ramón Jiménez, en cuanto a instrumento verbal, ha sido el creador mejor provisto de nuestros tiempos: será necesario remontarse hasta Lope para encontrar alguien que en ese aspecto pueda comparársele. En cuanto a pureza de intención poética, nadie antes de él llegó a tan alto grado de desprendimiento, de desasimiento de lo ajeno a la poesía, diferente de la poesía.

La influencia de Juan Ramón sobre la lírica española ha sido importante; su aporte, decisivo. Como antes sucediera con Rubén Darío, su obra marca el fin de una etapa y el comienzo de otra. Nada en la lírica actual castellana ha resistido a su influjo: por o contra, las presencias juanramonianas gravitaron sobre la creación de los mejores, han determinado búsquedas, impuesto formas, sugerido estilos, léxico, manierismos. Los poetas de la generación de 1925 -Salinas, Diego, Guillén y los demás- le son deudores, y a través de ellos, cuando no directamente, los más jóvenes traslucen la huella del «andaluz universal». Su influencia, digo, es tan fuerte como la de Rubén, superior a las de Unamuno y Antonio Machado, que, junto con la suya, son las que alcanzaron mayor vigencia entre los poetas contemporáneos.

Y sucede que este gran creador, permaneciendo en lo fundamental idéntico a sí mismo, no cesó de evolucionar hacia una soñada y milagrosa perfección. (Federico de Onís, y otros después, registran en su obra tres períodos: el segundo es más bien la etapa de transición, inesencial.) Al referirme antes a sus renunciamientos pensaba en ese ansia admirable de alcanzar lo sumo, lo exquisito, la perfecto, que constituye la característica fundamental de su posición estética y que ha sido bastante para eliminar de sus versos elementos valiosos, considerados por él como lastre para el logro de su ascético objetivo.

El admirable ejemplo de fervor y dedicación a la poesía dado por Juan Ramón a lo largo de cincuenta años, no tiene par, según creo, en España ni fuera de ella. Incansable, torna y retorna a sus poemas, que, siempre en punto de perfección, están asimismo en trance de obra en marcha, de obra que puede cambiar, enriquecerse, adquirir tal vez nuevo sentido. Cada uno de sus libros, más aún, cada uno de sus poemas entrega la imagen del poeta, y no una imagen deformada, sino genuina; empero, sólo del conjunto de su obra obtendremos   —133→   el conocimiento total de este gran espíritu. En todo poema ha puesto una porción de su ser, de su ser completo, de su varia y alternativa aspiración de artista. Apareció primero tierna y dulcemente sentimental; después -atravesada una zona tórrida de vibrante pasión- atraído por la belleza presentida de una poesía más sencilla y densa, desembocó en transparencias llenas de resplandores, en composiciones cuya «espontaneidad» aparente encubre el penoso y alegre debate precedente en el alma del poeta.

Fijémonos en los títulos. Las obras de la primera época se llaman: Arias tristes, Olvidanzas, Poemas májicos y dolientes, Elejías, Melancolía...; las obras posteriores van rotuladas: Pureza, Sonetos espirituales, Eternidades, Piedra y cielo, Poesía, Belleza, Unidad... (Menciono, naturalmente, los títulos más significativos.) Con su sola enumeración queda subrayada la diferente actitud del poeta en cada época: Olvidanzas, melancolía, poemas dolientes..., dicen la corriente sentimental que soterrañamente les baña; al poner el acento en la pureza, la poesía, la belleza, es notorio el cambio de punto de vista hacia lo esencial de la poesía misma.

Esta distinción debe ser tomada cum grano salis, pero no cabe desconocerla. Siempre habrá en la obra de Juan Ramón -pese al intelectualismo- un aura melancólica y dulce, como que le es connatural, pero en sus poemas, desde 1917 aproximadamente, tiende a desvanecerse, a hacerse fluida, etérea, semejante a un halo que sentimos pero no vemos. La estación total del poeta -¡lejano ya aquel «Estío» de treinta años atrás!- no fue su invierno, sino su plenitud, su ser eterno, y -literalmente- su totalidad:


El fin está en el centro. Y se ha sentado
aquí, su sitio fiel, la eternidad.
Para esto hemos venido. (Cae todo
lo otro, que era luz provisional.)
Y todos los destinos aquí salen,
aquí entran, aquí suben, aquí están.
Tiene el alma un descanso de caminos
que han llegado a su único final.



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El artista, en completa posesión de sus medios expresivos, y por sentirse seguro de ellos, los utiliza con supremo rigor, alquitarando la organización del poema, cuya sutileza se adelgaza y extrema eludiendo el contacto con la realidad exterior, con cuanto no sea la evanescente pasión del espíritu juanramoniano: parece tan desinteresado de la circunstancia, de la anécdota -trivial o definitiva- como si sólo en sí pudiera hallar materiales para la obra, avanzando en una especie de lúcido sueño, guiado por la dulce mano de la poesía misma. Por aversión a lo prosaico, recusa cuanto sea traducible a la expresión no poética, parafraseable, explicable. No se pueden contar sus poemas, explicarlos es traicionarle; deben ser sentidos, intuidos, gozados, sin ajenas apoyaturas, como se siente o se goza la inefable belleza de la rosa, de la radiante mañana, del mar.

No se olvide, sin embargo, que Juan Ramón escribió un día en su Diario: «Si elaboramos demasiado nuestra limpieza humana y divina, nos quedaremos fuera de los dos paraísos. Oler, saber, tocar un poco a hombre y mujer, a diosa y dios, es agradable y necesario.» Esta humanidad célica, esta raíz necesaria en tierra y cielo, consérvanla los poemas del La estación total, mas sólo en la mínima medida exigible, en el mínimo de evocación preciso para influir sobre la imaginación del lector y sobre su fantasía. No, desde luego, un conjunto de composiciones tendentes a mostrar la maestría técnica en su ápice, sino la expresión lírica de sentimientos quintaesenciados. La forma, tan sutil y consciente, no es separable de la intención, es decir, de lo llamado «el fondo»; cada composición se origina en la mente del poeta siguiendo el fluir de su pensamiento, identificando lo de por sí inseparable, puesto que la creación sólo «es» cuando es palabra y la palabra juanramoniana vale por ser la insustituible vestidura de su anhelo.

Hablar ahora de composición puede ser, al mismo tiempo, muy verdadero y muy equívoco. Equívoco por lo antes escrito, porque la composición de cada poema es, si así cabe decirlo, interior, resultado «espontáneo» de un debate íntimo sincerísimo, y por eso, en cierta medida, fenómeno natural distante de cualquier artificio y retórica. Y verdadero porque el libro tiene arquitectura definida, meditada, obediente al propósito   —135→   de mostrar cómo el poeta en su colmada soledad última, siente, por la gracia de la poesía -de la palabra-, el eco de los oscuros misterios cuyo secreto sólo a él ha de serle revelado:


De todos los secretos blancos, negros,
concurre a él en eco, enamorada,
plena y alta de todos sus tesoros,
la profunda, callada, verdadera
palabra,
que sólo él ha oído, oirá en su vijilancia.



Pues la palabra, además de ser «la cosa misma, creada por mi alma nuevamente», conforme cantó en su invocación a la inteligencia, es también alma del poeta, eternidad al fin conseguida en su obra a fuerza de sutileza y de identidad con el tema. Buenos ejemplos se encuentran en La estación total; así Aurora, donde el equilibrio entre la imagen y el pensamiento se consigue en plena sazón, probablemente porque, siquiera en función ancilar, inclúyese un punto de nostalgia, un temblor de humana historia, algunas ingrávidas referencias concretas. Cuando tal ocurre comprobamos que la eternidad buscada por Juan Ramón Jiménez no es una abstracción; es un conjunto de «momentos eternos», instantes en que el poeta fue asistido y fulgurado por la poesía; merced a la magia del «espíritu ardiente» que en ella alienta, trasmuta una hora determinada en lo memorable, lo imperecedero.

En tres partes se divide esta obra. La primera y la última intégranla los poemas de «la estación total»; la segunda está formada por «las canciones de la nueva luz», las canciones de la radiante luz que alumbra al mundo y al hombre en sazón de eternidad; se distinguen por su sencillez, mayor en las canciones, y por su complicación, en ellas menor. La gran poesía española tradicional dejó en estas rimas una estela, un rumor que, al leerlas, canta en nuestro oído, pero el acento y la preocupación de su creador las hace inconfundibles, según puede verse, por ejemplo, en Mi reino:


   Sólo en lo eterno podría
yo realizar esta ansia
de la belleza completa.
—136→
   En lo eterno, donde no
hubiese un son ni una luz,
ni un sabor que le dijeran
«¡basta!» al ala de mi vida.



y también en Ajuste, en Astros, en Rosa última, en Cuatro, en la primorosa Tú te quedas viva, y en muchas más que dan testimonio del arte con que Juan Ramón sabe decantar las esencias populares, vertiéndolas en estructura y lenguaje personalísimos, con intensidad lírica acrecida por el afán de crearlas o recrearlas en su mundo poético.

No son estas canciones lo mejor conseguido del volumen; los poemas de La estación total se hallan más cercanos a la plenitud pretendida por el poeta. Personalmente prefiero Otro desvelo, Halo español de la belleza, Flor que vuelve y, sobre todos, Mirlo fiel:


Cuando el mirlo, en lo verde nuevo, un día
vuelve y silba su amor, embriagado,
meciendo su inquietud en fresco de oro,
nos abre, negro, con su rojo pico,
carbón vivificado por su ascua,
un alma de valores armoniosos
mayor que todo nuestro ser.



En este poema encontraremos en sutil integración los elementos del arte juanramoniano; la palabra alada, sugestiva, plástica; su sentido del color que le hace ver la primavera en «lo verde nuevo» de la hoja recién brotada, «fresco de oro» el aire alanceado por el sol, y al pájaro, «carbón vivificado por su ascua», como negra flor voladora en ese ámbito purísimo. Vemos también cómo estas sensaciones coloristas ser mezclan con otras también visuales, tal la de la embriaguez del mirlo «meciendo su inquietud» en las auras, y con alguna de tipo auditivo -«silba» el nuncio de la primavera-, fundiéndose al fin en la corriente poemática hasta desembocar, verso a verso, en la postrer sugerencia, que alude a los «valores armoniosos» entrevistos al contacto renovador de ese «fiel» abril representado en la imagen del ave oscura. La impresión inicial, reflejos auditivos y visuales, deriva del símbolo tangible   —137→   al concepto abstracto, cuyo desarrollo posterior va a ser materia del poema, entrecruzando ideas y sensaciones.

Si me limito al análisis de una sola estrofa, se debe a razones de espacio, pero el poema íntegro lo merece: es un canto ascendente al sentimiento de eternidad suscitado en el alma por el vuelo del mirlo, cuya presencia anuncia el retorno sin fin de la primavera; las últimas estrofas son muestra del mejor Juan Ramón, el acendrado y puro y sensual amador de belleza. Criatura afortunada, en su grácil dinamismo, evocadora y embriagada, sirve para mostrar otra especie de valores característicos de esta poesía: los valores de la fantasía gobernada por el conocimiento entrañable del punto hasta donde lo fantástico puede llegar a ser, conseguir realidad; la resplandeciente realidad con que destellan los objetos de este orbe poético. La alegría del creador se trasvasa al poema, anegándolo, convirtiéndolo en esquema delirante, de estrofa larga, abierta, desparramada, que desea decirlo todo, sin contención, e insiste con diverso giro, matizando en cada verso la aspiración del poeta («que vamos a ser», «a volar», «a saltar», «a volver»... ), añadiendo datos -siquiera en esguince alusivo- sobre la «criatura afortunada» que resulta ser:


[...]
el májico ser solo, el ser insombre,
el adorado por calor y gracia,
el libre, el embriagante robador,
que, en ronda azul y oro, plata y verde,
riendo vas, silbando por el aire,
por el agua cantando vas, riendo.



Esta poesía intemporal, tan flexible y ondulante, tejida con sentimientos evanescentes, y enérgicamente impulsada por anhelos de belleza, es fidelísima a la verdad total de su mundo. Por eso decía que Juan Ramón Jiménez es siempre idéntico a sí: cada uno de sus versos pertenece a un orbe poético tan compacto y definido que el parentesco de todos es más fuerte que sus diferencias; en los versos de juventud estaba ya el germen de los de madurez y de ellos a los citados, de plenitud, el proceso de transformación -de depurada concentración- ha sido tan natural -connatural y temperamental: fatal, por   —138→   lo tanto, en el significado de inexcusable- que nadie con sensibilidad para la poesía podrá negarles el carácter de resultado necesario de un esfuerzo intenso y hondo por alcanzar la belleza perfecta, despojando a la poesía de sus vestiduras, incluso de «la túnica de su inocencia antigua», hasta poseerla y de ella ser poseído, haciendo verdadera aquella exclamación final de uno de sus poemas anteriores:


¡Oh pasión de mi vida, poesía
desnuda, mía para siempre!





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ArribaAbajoEl dios poético de J. R. J.


1

En Animal de fondo encontramos a Juan Ramón en un momento extraordinario: cantando el descubrimiento de Dios en las cosas, sintiéndolo a su lado, rodeándole, penetrándole y dejándose penetrar por él, meciéndose en su «conciencia mecedora bienandante». Vibra en estos poemas una exaltación singular quizá imperceptible a primera vista, precisamente a causa de su hondura, de ser una exaltación que afecta a la raíz, a la esencia del hombre, transformado y completo por su identificación con la divinidad.

La capacidad de concentración y eliminación -dos vertientes de un fenómeno- se combina con una austera renuncia a cuanto no sea el exacto reflejo de la idea; para atenerse a las esencias rehuye esta poesía la facilidad y el halago. Potenciada por la selección de sus elementos consigue transmitir una imagen fiel de las impresiones originarias. Se habla de desnudez, con referencia a la obra de Juan Ramón, apoyándose en el conocido poema de Eternidades («Vino, primero, pura»), y esa desnudez, poéticamente, sólo puede consistir en la exclusión de lo accesorio para llevar el poema a su evidencia única, según fue intuida en el momento creador. Juan Ramón reprime la tendencia a «completar» el poema con elementos, no ya extra-poéticos, sino incluso poéticos, pero de diferente signo: el poema no debe crecer sino por decantaciones, operadas, con gran intensidad creativa, sobre su materia.

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Esa desnudez fulge en los poemas de Animal de fondo, supeditados fundamentalmente a dos cosas: la exactitud expresiva y el ritmo. Ni la belleza. del lenguaje, ni la medida del verso, ni la rima -utilizada alguna vez conforme a la necesidad del momento, de modo semi-fortuito- son componentes sustanciales de ellos. En el lenguaje se notará la invención de palabras (ciudadales, reposantes, cuerpialma, escucheando, abrazantes, deseante, riomar, desierto-riomar, pleacielo, pleadios -éstas para producir impresión de plenitud, de totalidad: pleacielo como se dice pleamar-, términos en cuyo análisis no puedo entrar ahora) y la insólita utilización de otras, respondiendo a exigencias de precisión. La belleza expresiva se logra, pero por la vía de la precisión: al usar determinados vocablos de la manera adecuada para transmitir una sensación, la belleza se consigue «también», gracias a esa justeza en el decir.

Integran Animal de fondo veintinueve poemas, tan complementarios entre sí, tan ajustados y concertados a un sentimiento único y total, que la lectura aislada de uno o dos de ellos no permite atisbar la grandeza de la construcción. Después de leer el libro entero, cada trozo resulta enriquecido, iluminado por los demás, y, a la vez, proporciona alguna luz sobre el resto. El sentimiento del artista es como un cristal de mil facetas; en cada poema llega el relumbre de una de ellas, con encadenamiento riguroso, pues Animal de fondo está montado en forma que el lector pueda seguir el proceso del sentimiento, y, además de gustar el poema, obtener una fruición suplementaria asistiendo al descubrimiento de «un dios posible por la poesía» en el alma d el poeta.

En las Notas finales subraya Juan Ramón que su poesía tuvo siempre un matiz religioso:

«la evolución, la sucesión, el devenir de lo poético mío ha sido y es una sucesión de encuentros con una idea de dios».



Y añade:

«Hoy concreto yo lo divino como una conciencia única, justa, universal de la belleza que está dentro de nosotros y fuera también al mismo tiempo».



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Pero a estas puntualizaciones prefiero la expresión poética, cuando con admirable movimiento describe la percepción de lo divino:


   Tú eras, viniste siendo, eres el amor
en fuego, agua, tierra y aire,
amor en cuerpo mío de hombre y en cuerpo de mujer,
el amor que es la forma
total y única
del elemento natural, que es elemento
del todo, el para siempre;
y que siempre te tuvo y te tendrá
sino que no todos te ven,
sino que los que te miramos no te vemos
       hasta un día.



Sería inútil parafrasear en prosa este fragmento, que señala la huella de lo divino en lo creado. ¿Panteísmo? ¿Misticismo sui generis? ¿«Deísmo bastante», como él dice? En todo caso, espiritualidad y sentimiento religioso, busca de Dios y necesidad de Dios. Evocaciones de la infancia, de su vida remota, sus peregrinaciones, de cuando «entre aquellos jeranios» o en el rumor del mar descubre la presencia divina. La fusión con Dios recuerda aquella vida interior cantada por Wordsworth en versos que mal traducidos dicen:


Vida interior en la cual
todos los seres viven con Dios, ellos mismos
son Dios, existiendo en el potente Todo,



pero en Juan Ramón la vía de lo religioso pasa por lo estético.




2

Nótese bien esto: en Animal de fondo canta su amor de siempre, canta la poesía, sintiéndola dentro de sí, conciencia de sí; sintiendo al fin capturado definitivamente el objeto de su peregrinación por el mundo. La poesía es un dios, su dios «deseante y deseado»; la doble corriente confluye hacia la identidad alcanzada: la poesía hacia el poeta y el poeta hacia la poesía. «Un ser de luz, que es todo y sólo luz», colma al   —142→   poeta y se convierte en su conciencia. La poesía le penetra como la mirada de Dios, como la luz de Dios, y le impele a cantar su exaltación con soberbios acentos impregnados de religiosidad trascendente. ¡Magnífico destino! Ir a Dios por el camino de la poesía, sentirle en ella y sentirle, gracias a eso, huésped del alma, conciencia propia y voz del mundo: viento, fuego, rosa y mar.

Todo este libro, de exaltación viril -por contenido- y de hermosura vibrante, es un canto para la poesía. La expresión de esa aventura maravillosa durante la cual la poesía se identifica con lo más alto y se convierte en algo inefable. El vacilante de ayer disuelve sus dudas en la poesía y por la poesía, al reconocer en ella la huella de ese «dios deseante», cuya presencia todo lo transforma: es el hallazgo de una esencia en la que el hombre siente su plenitud, pues le completa.

¡Qué precioso testimonio sobre un alma henchida de amor a la belleza! Por desidia mental se viene considerando «humanos» a los artistas cuya obra se nutre de exterioridades y refleja los sentimientos más triviales y accidentales. Urge deshacer ese equívoco y acreditar con ejemplos la inanidad del espejismo; pocos testimonios tan valiosos como la poesía de Juan Ramón. La imagen fiel de los sentimientos e ideas del artista contemporáneo se hallará en nuestro poeta: nadie como él los compendia y resume. Y, ¡nota curiosa!, esos sentimientos y pensamientos, tachados de rareza, son los del hombre a secas, los del hombre de cualquier tiempo; esa «rareza» no implica diferencia de sustancia sino aprehensión más fina y exigente y expresión de singularísima eficacia encantadora. La obra de Juan Ramón es quintaesencia del espíritu humano, y no deja fuera ningún tema entre cuantos de un modo u otro afectan a éste.

Leyendo Animal de fondo me pareció advertir el límite de la sencillez en la expresión y en la construcción poética. La palabra en el verso y el verso en la estrofa, por la falta de rima y de medida, tienen la máxima soltura. Nada las liga, nada indica su forzosidad. El ritmo, ligero y frágil, se mantiene a veces por la repetición de una palabra o de una breve frase, que, como los motivos de una sonata, reaparecen en el poema y aun en diversos poemas: ejemplo importante: «idos deseado y deseante». En otras ocasiones no repite la palabra;   —143→   martillean los verbos en tiempo único, como en el poema 18 -En amoroso llamar-, con la serie de gerundios: «trabajando», «fogueando», «datando», «guiando»..., hasta un total de doce para doce versos, y no repartidos con simétrico artificio, a verbo por verso, sino de acuerdo con las exigencias de una armonía poética profunda y libre.

Para el estudio de la poesía juanramoniana es preciso considerar que su obra, sobre todo la de determinados períodos, se halla ligada por ataduras soterrañas, por una corriente de ideas y sensaciones en marcha de un poema a otro y de un libro a otro, tomando y retomando lo dejado en distinta parte. En la obra reciente de Juan Ramón está clara la intención de dar una visión total del mundo, haciéndole intelegible a través de parciales enfoques complementarios. Crítico tan sagaz como Enrique Díez-Canedo, al final de su libro sobre J. R. J., le caracteriza como:

«ordenador, es decir, creador constante, como Dios en los días que siguieron al «fiat», sin descansar en una perfección como la tan decantada en ciertos poetas antiguos y modernos».



Tiene razón Canedo: la «constante aspiración a superarse es la "clave segura de su gran personalidad poética"», la clave de su grandeza; y es, también, el mejor ejemplo para los creadores de ahora y de mañana.




3

La desnudez que, según señaló este crítico, es palabra clave de la exegética del poeta, coincide en este último mensaje con la voluntad de comunicar una palabra definitiva, resumen de sus tentativas «para encontrar un dios posible por la poesía», para encontrar el límite de lo humano, en su afán de trascender...

El hombre, responde Juan Ramón al retorno de su pesquisa, tiene una posibilidad de superar sus fronteras y de entrar en contacto con lo divino. Esa posibilidad se la ofrece el cultivo de la poesía, que infunde en él, o mejor, que desarrolla en él una suerte de gracia inmanente, una vibración integrada   —144→   en su sangre, capaz de crecer y de transformarse, transformándole y dándole conciencia de sí. La poesía es el ala, las alas, y también la luz donde el hombre vuela, la eternidad transfiguradora: Tel qu'en Lui-même enfin l'eternité le change.

Sólo en la eternidad encuentra el poeta su plenitud. Los principios de la composición poética fuerzan a reconocer la verdad de tal aserto; el poema es una versión, entre varias posibles, de cierta intuición única. Juan Ramón, ejemplo de poeta lúcido, ha mostrado con su incesante vuelta a la obra de ayer, para corrección y superación, una congénita necesidad de acercarse a lo perfecto, y ha mostrado igualmente cómo la perfección cambia de signo según la hora y la circunstancia.

Para romper con una poesía declamatoria, de buenos sentimientos expresados en lenguaje mediocre, Bécquer y -por divergente camino- los modernistas, con su gran capitán a la cabeza, hicieron un esfuerzo magnífico. Juan Ramón Jiménez, tras cortar la raíz a las hierbas parásitas de su jardín andaluz; después de retorcer el cuello, no sólo a la Retórica, sino a las retóricas, planteó o se planteó de nuevo todos los problemas, concediéndose el lujo de aceptar y negar del parnasiano o del romántico, del popular o del simbolista lo que por coincidencia o disonancia tenía significación respecto a su sensibilidad. En un proceso de renunciamiento de cuanto no fuera estrictamente suyo, el poeta de Moguer, transfigurado en andaluz universal, entabló con la poesía una relación apasionada de donde quedó excluido cualquier tercero indiscreto, cualquier superfluo galeoto.

En lo soterraño de ciertos libros juanramonianos existen semejanzas con la gran poesía de los verdaderos románticos. Quiero decir de los románticos alemanes. Alguien mejor preparado que yo emprenderá la dilucidación de esa profunda coincidencia y despejará al paso dos o tres lugares comunes relativos a la génesis de la poesía de Juan Ramón. En presencia de Animal de fondo, conviene señalar su tersura esencial, la ausencia de nieblas y veladuras. Ausencia y tersura reveladoras de la identificación dios-poesía, alcanzada por medio del ejercicio lírico.

Una primera palabra en un primer poema. La palabra es   —145→   «trasparencia» del dios-poesía, a través del cual el mundo se hace visible; trasparencia que deja conocer los objetos en su forma precisa. La gracia en el poeta, colmándole y desbordándole en el poema. Es una posesión con doble sentido: el hombre preso de la poesía, lleno de la poesía y enajenado del resto; y al tiempo capturando ese esquivo milagro, ese don, inexplicable por vía racional. Cuando esta posesión existe, poco importa lo demás; cualquier forma es aceptable, será aceptable. ¿Por qué no la estrofa fluida, movediza y misteriosamente encadenada de esta obra? Sí, para cantar su claro amor por la poesía, dios juvenil y permanente espuela, el poeta encontró la equilibrada sazón de soltura formal e interna ligazón exigida por su propósito.


Dios del venir, te siento entre mis manos,
aquí estás enredado conmigo, en lucha hermosa
de amor, lo mismo
que un fuego con su aire.



Empieza así. Confesando esta agonía del poeta con el dios, esta «lucha hermosa de amor», descrita con tan pujante imagen. El poeta, su ardor, su llama, quemándose en la poesía y por la poesía: «lo mismo que un fuego con su aire». ¿Cabe mejor intimidad? Y el poeta, el riquísimo poeta, creador de cien imágenes, encuentra una de las más bellas y de las más expresivas para decir la suprema identificación de amante y amada, del creador y el aura creadora en que se sumerge.




4

Animal de fondo demuestra la capacidad de concentración en un tema y la incomparable (tal vez Lope de Vega sería el único posible punto de referencia) maestría verbal del autor. Pues, entre otras cosas, este libro es una serie de variaciones sobre el problema fundamental de la lírica juanramoniana: la fusión del poeta con la poesía. Estamos a distancia de cualquier tentativa de penetración subconsciente en los sótanos de la creación, porque el poeta conserva íntegra su lucidez y cuenta con ella; estamos también extramuros de la lógica y de la investigación racional. De la mano del ángel se llega   —146→   a la intensificación y casi exhaustivo esclarecimiento del tema, por una especie de embriaguez serena y consciente.

Este libro, «tan igual y tan distinto; siempre tan nuevo», como el mismo Juan Ramón dijo de Rubén Darío, tiene acento único y diversidad de perfiles. Por eso hablo de tema con variaciones. Hay en algún desván del alma no sé qué fuerzas oscuras concurrentes a la creación poética, pero en el ejemplo del Cansado de su nombre las fuerzas claras son las determinantes: gracia, amor, naturaleza, presión de la realidad. Todas con calidad mágica, a distancia del nivel común de los sentimientos; transfiguradas por un soplo de imaginación creadora. Resulta evidente que al escribir estos poemas el hombre ha comprometido la totalidad de su ser, incluyendo las implicaciones infraconscientes en que el surrealismo abreva; esa calidad mágica, al impregnar esto y aquello, lo visible como lo secreto, reduce las diferencias y origina un estado de expresión donde los contrastes se superan y resuelven armoniosa y de veras poéticamente.

Los poemas de Animal de fondo revelan el alma del poeta. Revelación neta y poesía doblemente desnuda. ¡Impresionante confianza en la irrevocable cita concertada con el dios-poesía de su esperanza! Juan Ramón ha creado un mundo para él, y él -ella-, al inspirarle le colma de nombres, de palabras, mar vivo donde habita la poesía:


permanente de luces y colores,
visible imagen de este movimiento
de tu devenir propio y de nuestro devenir.



La relación -lo dijo el poeta- es de amor. Y como enamorado, el dulce dios de la poesía recompensó al fiel amante con su presencia en todas partes: en cuerpos y almas, en los elementos, en los objetos terrestres y las invenciones de la fantasía... La poesía, la esencia de la divinidad, se hace tangible en toda cosa; al buscar una, buscaba la otra. ¿Deliberadamente? ¡Quién sabe! Esta inquietud no produce -¿cómo podría?- «poesía religiosa usual», pero sí poesía vivificante exaltada, cantos de emanación religiosa dedicados al dios deseado de sus meditaciones.

El mundo se transforma en la posesión, y ved cómo dice el poeta ese cambio sustancial:

  —147→  

Todas las nubes arden
por que yo te he encontrado,
dios deseante y deseado;
antorchas altas cárdenas
(granas, azules, rojas, amarillas)
en alto grito de rumor de luz.



La fe, como el sol, enciende nubes y pone en el cielo variedad multicolor. El gusto del poeta le guía hacia la dicción nueva y exacta. Y por ser tan bella la forma y tan justificada, consonante con el pensamiento, y éste poético, el poema suena también con alto rumor de luz.

Para quienes persisten en considerar la inspiración como trastorno sagrado o trance dominado por el delirio, los versos transcritos deben tener especial importancia: describen plásticamente el carácter de iluminación propio de la creación poética, en la cual el azar del encendimiento tiene parte, mas no menor ha de asignarse a la mirada descubridora y al don que permite describir el espectáculo con la acuidad necesaria.




5

Un dominio extremo de la forma permite dar al poema la arquitectura que tienen los de Animal de fondo, combinando la diversidad de efectos estilísticos y la soltura del verso con la identidad de ritmo. La eliminación del razonamiento coincide con el apoyo en los primores de ejecución: imágenes, ritmos, selección de vocabulario, comparaciones; y asimismo, con la exclusión de lo prosaico y cotidiano, de lo hecho a medida de lo común y para el común, de la trivial medianía que este poeta despreciaba por parecerle símbolo de la mediocridad hostil, reacia a la transubstanciación poética. Las palabras sencillas de cada día (viento, mar, azul, pájaro, sal... ) se entretejen sin voluntad de seducción; el poeta desdeña los cebos acreditados, las maneras fáciles; quiere llegar a la sencillez suma por un modo de creación ensimismada (según el calificativo de Amado Alonso a cierto procedimiento de Pablo Neruda), donde los objetos poéticos cobran relevancia por la fuerza con que son intuidos en una cadena de imágenes cuyo poder sugestivo depende de su autenticidad y no del juego verbal.

  —148→  

Tal es la causa de que en los poemas de este libro resalte la trasparencia antes mencionada. Poemas etéreos, «casi invisibles de transparencia», según decía André Gide de uno de Francis Jammes, que por su densidad y su originalidad exigen asidua frecuentación. Las características de etéreos y densos les hacen «raros», en el sentido de poco corrientes. La etereidad es consecuencia de la destreza técnica; la densidad se deriva de la concentración sentimental, de la meditación poética hincada en un existir en la misma obra. Ya se ve, pues, cómo pueden coexistir en la misma obra. ¡Qué lejos del tema! ¡Qué lejos del balbuceo y también de la rigidez a que se vieron condenados otros poetas!

A Juan Ramón le pareció herética la tentativa valeryniana de sustituir la inspiración por la inteligencia. En Animal de fondo la inteligencia está presente, pero en función doméstica, subordinada a la impulsión sentimental, que es aquí oscura conciencia de estar cercado y después penetrado por cierta misteriosa atmósfera; se siente el poeta:


cuerpo maduro de este halo



sentimiento en principio vago, formado en el poema, e impuesto con reverberante claridad en el vaivén de las imágenes:


Tesoro palpitante.
Todo está dirigido,
dios deseado y deseante,
a este rayeado movimiento
de mi mina en que espera mi diamante;
de entraña abierta (en su alma) con el sol
del día, que va pasando en éxtasis
a la noche, en el trueque más gustoso
conocido, de amor y de infinito.



La expresión lírica aclara el sentido del sentimiento primero. El poeta, sobre su frágil navío (véase Al centro rayeante, primera estrofa), contempla el cielo que sube y baja según lo finge el cabeceo del barco; el dios deseante y deseado lo acompaña siempre, dirigiéndole a ese centro luminoso, a ese centro, rayeante como un sol, donde el mismo dios habita, diamante de su mina, herida en alma viva, palpitante en el éxtasis de amor y de infinito suscitado por la incorporación de las   —149→   dos ansias coincidentes deseadas y deseantes, del dios y del poeta. En las metáforas utilizadas la intuición y la gracia tienen la mejor parte; se arranca del sentimiento para cristalizar su expresión con la mayor fidelidad posible. La inteligencia no puede estar ausente en esta segunda fase de la creación; no substituye a la Musa, pero la sirve dócilmente. Gracias a ella el poeta conoce cosas que previamente sentía.

Animal de fondo es libro de grave y a menudo patética espiritualidad. No es frecuente en el convencional mundo de los comprometidos, de los adscritos a cualquier tendencia partisana, esta actitud dramáticamente responsable en que Juan Ramón se ha situado con altivo y religioso amor a lo esencial, con voluntad de canto que aspira a entregarnos lo más secreto de su alma. Lo natural y lo ideal se mezclan en estos poemas como se mezclan en la vida y en los sueños; en sus versos el hombre recupera su entera dignidad y vuelve a ser centro del mundo porque tiene una razón para serlo: su identificación con ese principio superior, que no es solamente razón de su canto, sino más: razón última de su existencia. Ya sé que hay realidades más perentorias, urgencias insoslayables. Pero es justo que alguien, un gran poeta, se atreva a sentir, ose pensar, que la poesía no cede a tales urgencias, sino a otras, acaso supremas, y desde luego eviternas, y que a las tendencias de dispersión y combate cabe oponer una aventura tan noble y clara como la emprendida por Juan Ramón Jiménez al buscar un dios posible por el camino de la poesía.

Esta poesía «inactual» no dice las cosas directamente: las sugiere en un chisporroteo de evocaciones e invocaciones coincidentes en cuya entraña destella «lo mágico esencial». Manera oblicua de sugerir: las palabras aspiran a remover el espíritu del lector y permiten ver más de lo que reza su mera significación. Es un lenguaje elaborado con la imaginación y dirigido a la imaginación para producir en ella inefables resonancias. Así cuando rememora el antiguo «Dios está azul», sirviendo de contrapunto a la imagen del cielo y mar, el recuerdo de Moguer hace sentir cómo se agolpan las memorias y cómo respaldando el panteísmo actual está el latido de una oscura identidad con el dios deseante, sentida desde el remoto pasado. La vida del poeta se percibe en Animal de fondo   —150→   como constante busca de ese dios, hallado en la naturaleza, en las luces y sombras de lo natural -por eso hablo de panteísmo-, pero también en los sueños. Esa busca guarda la cifra de un destino: el hallazgo de «una luz que no sé de dónde viene, de un ser de luz». En cierta medida es un libro autobiográfico: en él hallamos, elevadas a símbolo, las grandes esperanzas y la gran confidencia del autor.





  —[151]→  

ArribaAbajoSímbolos

La poesía de Juan Ramón Jiménez es predominantemente simbólica. Imágenes y símbolos son los medios a que acude con preferencia para expresar sus intuiciones. No es posible aislar el análisis de los símbolos del estudio de las imágenes, pues aunque tal separación parece, en principio, deseable para satisfacer los rigores de una sistematización absoluta, en la realidad choca con dificultades insuperables pues la imagen es utilizada frecuentemente como símbolo o con función simbólica, o, por lo menos, coopera de manera directa y sustancial al efecto de repercusión emocional que se pretende.

Los símbolos revelan ámbitos oscuros, capas profundas de la realidad invulnerables al asedio de la razón. El conocimiento racional facilita el dominio de parte de la realidad, mas quedan zonas que solamente la imaginación puede señorear, y el símbolo, o la imagen, expresar. La virtud del símbolo consiste en acercarnos a la esencia de la poesía, a su viva entraña, sugiriendo figuras capaces de encarnarla y manifestarla en y por la palabra. Tales figuras comunican la intuición originaria del poema o impresionan la sensibilidad del lector suscitando oleadas de sentimiento equivalente al experimentado por el poeta cuando descubre el mundo y penetra en él.

La imaginación de Juan Ramón se manifiesta con fulgurante riqueza verbal y en las obras últimas aparece con más fuego, diversidad y arrojo que en las juveniles. De acuerdo con esta progresión, si trazamos una curva o gráfico del simbolismo en su poesía, el punto más alto lo hallaríamos en Animal de fondo, donde todo es símbolo y todo ha de ser entendido simbólicamente.

  —152→  

Las ideas pueden expresarse directamente; con las emociones y sentimientos no ocurre lo mismo; sí es posible capturar las ideas y ordenarlas, los sentimientos -en cambio-, como las emociones, nos dominan con su connatural tumulto. «Juguete de la emoción», dicen los folletinistas para describir ciertos estados de ánimo, y el lugar común sugiere una obvia verdad. Las fuerzas oscuras deben ser tratadas, a veces, oscuramente, sin pretender reducirlas a esquema coherente, prosaico en suma, trazado según reglas de buena lógica. Para aprehender y expresar esos confusos movimientos del ser, para conferirles existencia y fuerza de sugestión ningún recurso tan apropiado como el que desde los orígenes -conocidos- de la humanidad, sirve a tales fines: el símbolo.

La historia de los esfuerzos realizados por el hombre para señorear el mundo, es la historia de los símbolos en que aquel reflejó anhelos, fugaces contactos con zonas secretas del ser, intuiciones. Por la imaginación llegó a la poesía, a las artes plásticas, y un lenguaje cargado de signos e imágenes hizo cantar, a menudo, el alma del hombre. Pues si monsieur Jourdain hablaba en prosa sin saberlo, el lenguaje hace hablar líricamente sin pretenderlo.

En la poesía española pocos poetas utilizaron el símbolo de modo tan diverso y continuado como Juan Ramón Jiménez. Y esa continuidad es indicio de constante vinculación a lo entrañable, a lo íntimo suyo y de cada hombre. Cuanto en el alma vibra al contacto con la realidad, le inspira; sus poemas arrancan de un sentimiento y para trasmitirlo se sirve del símbolo. Pero no, claro está, de un solo símbolo para cada sentimiento, pues el funcionamiento de la intuición poética se distingue en Juan Ramón por la variedad de figuras que reviste.


El sentimiento del tiempo

Para comenzar, escojo un ejemplo tan sencillo y elemental como el de «Las hojas secas». Éstas son las vidas en el otoño; vidas sin zumo, existencias a merced del viento o del agua o del fuego. Vidas conclusas, pero nostálgicas; recordando en octubre las delicias primaverales. La nostalgia embellece el   —153→   recuerdo y lo dora todo; baña de oro hasta la mediocridad -el agua quieta- donde los hombres sueñan.

El poema está inspirado por la presencia -tal vez el recuerdo- del otoño. Unos pocos contrastes de color realzan la melancolía del símbolo:


Verdeluz es el agua donde sueñan,
tristes de sol, las hojas amarillas,
áureo es el aire azul en que se caen,
gualdos son los senderos que tapizan.
Todo es en ellas de oro...


(Poemas májicos y dolientes, I. 18.)                


Símbolo omnipresente. Incluso la pureza del aire azul está teñida, al caer, por las hojas amarillas que lo doran. La naturaleza toma, a los ojos del hombre, el color del sentimiento. Es un lugar común aquello de que «el paisaje es un estado de ánimo». Juan Ramón quiso expresar la tristeza de los finales y encontró una imagen adecuada; al sentimiento de nostalgia se asocia la melancolía y también, para apurar la emoción, la belleza del mundo en esa hora crepuscular. Belleza que al penetrar en el alma la infunde exaltación pura, comunicando en la imagen -«de oro el fondo del corazón»- la verdad de un contagio, de una marea subiendo del corazón al paisaje y revertiendo desde éste al corazón.

Menos elemental y no menos clara otra composición declara el juego de las estaciones, primavera-otoño, con línea escueta, sin toques coloreados, para expresar un sentimiento análogo al reflejado en el primer ejemplo:


¡Qué alegre, en primavera,
ver caer de la carne
del invierno el vestido,
dejándola en errante
amistad con las rosas
también de carne amable!
Ahora, en el otoño,
qué dulce es ver cuál cae
la carne del estío,
del espíritu, dándole
por amistad las hojas
secas espirituales


(Estío, C.)                


  —154→  

El clima sentimental ha variado y sutilmente cambió también la imagen -y los recursos estilísticos; pero de éstos no hablaré ahora-: antes la melancolía constataba el declinar de un mundo; ahora advertimos una conformidad natural con el destino, y en ambos casos el símbolo se ajusta al estado de ánimo.

No encuentro contradicción sino complemento en esta diversidad; según el temple y el momento, la misma incitación es causa de estímulos diferentes que el poeta recoge en formas adecuadas. Lo permanente es el don para ver en la realidad más hondo de cuanto la inteligencia puede descubrir, y para expresarlo con tal plasticidad que el bulto figurado se imponga con sensación de presencia.

Súbitamente la intuición rasga la fascinante envoltura de la melancolía para iluminar, con otro lenguaje, la galopada del símbolo:


Murió. ¡Mas no lloradlo!
No vuelve abril, cada año,
desnudo, en flor, cantando,
en su caballo blanco?


(Eternidades, XXIX.)                


Símbolo de incertidumbre o de ansia, añade al sentimiento del tiempo una dimensión nueva y es como la constatación serena del perenne retorno de la vida. El símbolo suena, en su transparencia, misterioso. Acaso nunca se dijo mejor la inmersión en el tiempo. Y el poeta se excluye de la corriente para evocar el cerrado círculo de la naturaleza (encarnada y animada, según suele aparecer en su poesía) cumpliendo su periódico ciclo vital, afirmado con hábil artificio técnico en interrogación que es respuesta.

La imagen del caballo blanco asociada al retorno de la primavera está en otro poema (Belleza, 25), pero simbolizando al amor. Sin insistir en ella, ahora, quiero advertir que el sentimiento del tiempo cristaliza a veces en símbolos de tipo más abstracto y aunque luego diré dos palabras sobre esta especial forma de expresión, anticiparé por de pronto un ejemplo en que el paso de los días se refleja en el peso de la memoria. La sensación de lo pasado persiste en la memoria que conserva su rescoldo; el tiempo como acumulación de horas   —155→   muertas interpuestas entre nosotros y lo presente. ¿Quizá sentimos la fugacidad de lo actual pensando en la del cercano ayer, vivo aún, según imaginamos, y ya fatalmente ido? Juan Ramón no plantea esta cuestión, sino la imposibilidad de desvincularse del pasado para vivir el día de hoy como si aquél no existiera:


¡Quién supiera
dejar el manto, contento,
en las manos del pasado;
no mirar más lo que fue;
entrar de frente y gustoso,
todo desnudo, en la libre
alegría del presente!


(Poesía, 109.)                


Otros dos poemas (de entre tantos como se ofrecen, tentadores) quiero seleccionar, porque incluyen un símbolo distinto de los citados, aunque coincidente con ellos en algún elemento. El hombre se sueña inmortal y el poeta tiene una visión de sí mismo en lo eterno; de una plenitud destinada a durar, a reiterarse en el futuro, y para expresar esta intuición emplea el símbolo de lo frutal. El árbol, como todo lo que pertenece a la naturaleza, se renueva y dura en sucesivo florecer, a través del tiempo. Tal símbolo revela el anhelo soterrado; el deseo subconsciente de identificarse con la naturaleza -árbol, fruto, abril- porque, según vimos ésta retoña cada primavera, y la fusión con ella garantizaría la pervivencia. He aquí, traspuesto a lo vegetal, el deseo de inmortalidad que anima la poesía de Juan Ramón:



Brotado todo estoy de flor y hoja,
en esta verde soledad luciente
donde hablan dos pájaros tranquilos.
Como al almendro, abril me llena todo
de brillos ricos, cálidas estrellas
sacadas por mis últimas raíces.

¿Una vez más esta frescura nueva,
que cubre el tronco gris, que lo promete
de nuevo alegremente renovado?


(La estación total, 3ª, 12.)                


  —156→  

El símbolo declara el afán de perdurar y también el más complejo y secreto de incorporarse a la corriente imperecedera de la naturaleza, al principio creador en su manifestación radiante. En algún momento pudiera hablarse de un panteísmo sui generis, sobre todo si se recuerda el extraordinario poemita que a continuación transcribo como muestra depurada de esa voluntad de fusión y transformación en la naturaleza, implícita en este simbolismo:



A veces siento como la rosa
que seré un día,
como el ala
que seré un día.

Y una errancia me coje ajena y mía,
mía y de ala;
y una errancia me envuelve ajena y mía,
mía y de rosa.


(Canción, 347.)                


Para sugerir la impresión de la eternidad utiliza imágenes en que diciendo su sensación está insinuando, al mismo tiempo, cómo entiende y vive lo eterno. La primera estrofa insiste en la sumersión y compenetración del hombre en la naturaleza: la eternidad será pervivir en las mutaciones de la materia orgánica; si la imagen no es nueva en la ideación, lo es en la expresión. La segunda estrofa, superando el materialismo sitúa la pervivencia en ámbitos etéreos: el símbolo de la eternidad es más delicado, más exacto y más eficaz en cuanto a la vibración que produce en el lector.

El sentimiento del tiempo, como la impresión de la eternidad, linda con uno de los grandes temas de la poesía juanramoniana: el de la muerte. Pues en cuanto se piensa el tiempo, la fluidez y fugacidad de la hora; en cuanto la idea de que árbol y flor renacerán cada primavera, mientras el poeta faltará algún día a la cita, es inevitable afrontar el problema, de la muerte; final y principio a la vez.

Para alcanzar la eternidad -y la eviternidad del ser- el hombre debe morir; cesar en esta existencia, única que por experiencia conoce, e ingresar en un ámbito lleno de sombras.   —157→   Desde la adolescencia Juan Ramón siente la muerte y padece pensando que puede asaltarle en cualquier momento. La vida es el rehén entregado al tiempo, y la suya le parecía amenazada por la fragilidad del corazón, en el que imaginaba graves trastornos; el temor de un final súbito se convirtió algunas temporadas en perturbadora obsesión.

Si en todo gran poeta la idea de la muerte es de las que con mayor intensidad incitan a la creación poética, en Juan Ramón, por la circunstancia mencionada, motivó gran número de composiciones, muchas de ellas impresionantes por la belleza de la expresión y la autenticidad del acento. No son declamaciones convencionales sino decantación de un sentimiento sereno y verdadero. Veamos cómo lo expresa a través del símbolo.

Las hojas secas -decía más arriba- simbolizan el otoño, el paso del tiempo. Imagen de la melancolía, su suerte prefigura la del poeta. La contemplación de la naturaleza; la del mundo en torno, cuando asociada a la idea del inevitable tránsito, impone la evocación de un mundo que continuará viviendo sin nosotros, después de nuestra muerte (como el de Arias tristes y Pastorales). Uno de los Poemas agrestes expresa felizmente la intuición señalada:


...Y yo me iré. Y se quedarán los pájaros
cantando;
y se quedará mi huerto, con su verde árbol,
y con su pozo blanco.
Todas las tardes, el cielo será azul y plácido;
y tocarán, como esta tarde están tocando,
las campanas del campanario.


(Segunda antolojía, 153.)                


Algunos toques bastan para crear el ambiente mágico -del poema; para sugerir -sin decirlo- el sentimiento del poeta ante la melancólica constatación de la indiferencia del mundo, en nada alterado por la muerte del hombre. Faltará el poeta, y todo en el pueblo, en la naturaleza, seguirá su curso habitual.

Esta constatación queda aliviada por la confianza en la obra, en la poesía que salva para la eternidad lo mejor del poeta, según dice en otra parte:

  —158→  

vagar entre los sueños... perfumar la memoria
de algún poeta dulce, de alguna mujer triste,


(Elejías intermedias, XVI.)                


Al sentimiento idealizado corresponde un símbolo de igual tendencia; como en uno de los poemas dedicados a la eternidad, también aquí es una brisa, un aroma lo que simboliza la muerte. Reiteradamente expresa el mismo sentimiento con imagen análoga, y en la Carta romántica a María y Gregorio [Martínez Sierra] la encontramos junto a otras en él frecuentes:


...Después -¡por qué! ¡por qué!- yo no vendré una tarde...
Me encontrarán dormido, blanco... Un olor suave
a corazón con luna, descompuesto y marchito,
irá en la brisa que abra las hojas de los libros...


(Laberinto, 4ª, II.)                


El símbolo quiere suscitar un contagio emocional asociando la idea de la muerte a la de un aroma -«a corazón con luna»- errante en el mundo de la ausencia.

Los tres poemas últimamente citados pertenecen a libros de juventud. Son del Juan Ramón sentimental y postromántico que dice en el poema la tristeza, complaciéndose en imágenes lúgubres. Para mostrar esta inclinación, citaré ciertos versos donde, tras mencionar la primavera renacida con su dulce gracia, aparece el contraste de lo muerto:


Tornará cada abril a enjoyar los jardines,
[...]
y en el ambiente claro flotará lo marchito,
entre un desdén de bocas palpitantes de amores,
de los que no encontraron el amor infinito
antes de ser un pasto de gusanos y flores...


(Poemas májicos y dolientes, 2ª, XI.)                


En los libros posteriores la representación de la muerte tiene distinto acento: en Eternidades (LXXII) lamenta la ruptura de la vida, por ser esta armonía, equilibrio de alma y cuerpo; en Piedra y cielo (3ª , XL) piensa en la muerte «con gusto»,   —159→   como si fuera «otro nacer». En Poesía figuran poemas de visión confortada y simbología preciosa. He aquí a la muerte simbolizada como hermosura soterrada:


Muerte ¡si tu enterrarnos
no fuese abismo duro y seco,
sino suave hondura,
profundidad inmensa!
¡Si fueras, muerte,
como un negro verano subterráneo;
si no importara, en ti, que el sol cayera,
porque la noche fuese bella y clara!


(Poesía, 56.)                


Quiero subrayar el carácter idealista del símbolo; ya apunté esta tendencia al señalar cómo transformaba la muerte en brisa o aroma, pero quizá nunca había utilizado Juan Ramón las imágenes con tanta sobriedad. Considero decisivo el empleo de las antítesis: en la primera estrofa sirven para decir, en dos líneas, la diferencia entre la muerte según es y según se desea. El «abismo duro y seco» de la sepultura real (y la impropiedad literal del término «abismo» es un acierto en cuanto añade a la evocación de la tumba la de esa eternidad hondísima, sin fin, en que la muerte arroja al hombre) podría ser «suave hondura », «verano subterráneo». Entre «abismo» y «hondura» el matiz es importante; su resonancia es distinta y el ánimo del lector experimenta un choque que repercute en su actitud y su comprensión del poema. La palabra verano estimula, por otra parte, asociaciones de ideas y emociones de tipo festival. Verano, tiempo de vacaciones, playas, luz, sol recio, montañas, alegría. Sea, pues, la muerte penetración en él, pues aunque fuere subterráneo puede ser espléndido y claro, como lo son las noches del estío.

Este admirable símbolo de la muerte tiene par, en el mismo tono sobrio, mas con distinto acento, en otro poema que es preciso recordar:


¿Qué le pasa a una música,
cuando deja de sonar; qué
a una brisa que deja
—160→
de revolar, y qué
a una luz que se apaga?
Muerte, di, ¿y qué eres tú sino silencio,
calma y sombra?


(Poesía, 91.)                


Nótese la unidad y variedad del símbolo: tres datos inmateriales de algo que siendo diferente coincide en su carácter fugaz -duradero, desde otro punto de vista-, etéreo, incaptable. El símbolo informa sobre la muerte y también sobre la vida, y nunca pareció tan necesaria la expresión simbólica de la intuición poética como en este caso, pues lo intuido es justamente lo indecible. El verso es puro canto, denso, susurrante, sin adjetivos, sin adverbios que maticen el sustantivo, y, tal vez aclarándolo, le quiten parte de su fuerza. La reiteración del «qué», al insistir en el tono interrogativo obliga al lector a una repuesta continuada, a una tensión en la repuesta; cada línea es un estímulo al que reacciona espontáneamente, y la escalonada acumulación de las preguntas favorece la actividad receptiva en el destinatario del poema.

Con la misma técnica de interrogación sucesiva hay un breve poema que, así como el anterior contiene un símbolo ambivalente de la vida y la muerte, incluye imágenes expresivas, a la vez, de la muerte y el destino:


Por un camino de oro van los mirlos... ¿Adónde?
Por un camino de oro van los rosas... ¿Adónde?
Por un camino de oro voy...
       Adónde,
otoño? ¿Adónde, pájaros y flores?


(Canción, 106.)                


La vida, el camino, acabando en puntos suspensivos, y luego la pregunta. Donde vayan pájaros y flores irá el poeta; por eso no hace falta, en cuanto a él, preguntar nada. Canta el destino de lo condenado a morir, y por la similitud con pájaros y flores, con lo transitorio que renace, idéntico pero distinto, queda expresada la fugacidad del existir.



  —161→  
Símbolos múltiples

Acabo de indicar la plurivalencia del símbolo en la poesía juanramoniana. Importa tenerla presente, pues la diversidad de significados entrañada en él da a la poesía fuerza expansiva que opera en múltiples direcciones y penetra por distintos puntos en nuestra sensibilidad.

Si el símbolo sirve para sugerir una sensación, una presencia evocada que encarna en la imaginación del lector, completando lo iniciado por el poeta, el poder de sugerencia de la imagen será mayor cuanto más numerosos los planos de la realidad aludidos en ella. Tal diversidad es riqueza y establece una relación profunda y viva entre la obra de arte y su destinatario, pues la comprensión no se debe al esfuerzo de la inteligencia sino a una compenetración de sensibilidades realizada al nivel de lo subconsciente, o -si esta palabra parece sospechosa por la connotación freudiana que adquirió en el pasado- de esa parte de la conciencia en donde las emociones surgen sin participación ni intervención de la razón vigilante.

La imaginación es un hervidero de sentimientos, emociones y estímulos. La tensión sentimental productora del poema nace en esa complejidad, en la imbricación inevitable y fecunda de diversas y hasta contradictorias corrientes. No es extraño que el trasfondo del símbolo parezca oscuro; sus componentes tienen carácter ambiguo, como si se hallaran en estado de disponibilidad respecto a su posible significación.

Además de esta fluidez de contornos, el símbolo supone una dialéctica, una confrontación necesaria entre emociones de vario signo, y las formas significantes incluyen alusiones a contenidos distintos, aunque por lo común pertenecientes al mismo orden de sentimientos. Es decir: el símbolo revelador de la intuición contiene una sustancia que permite entenderlo con plural significado.

Los símbolos múltiples abundan en la poesía de Juan Ramón. Veamos, por de pronto, un poemita en que la plurivalencia de significados aparece clara:

  —162→  

Morir es sólo
mirar adentro; abrir la vida solamente
adentro; ser castillo inexpugnable
para los vivos de la vida.


(Poesía, 61.)                


Es fácil distinguir en él cuatro intuiciones coincidentes en la tendencia a fijar un descubrimiento que alcanza a vida, muerte, destino y eternidad. La vida puesta en relación con la muerte plantea la cuestión del destino y ésta la de la eternidad; el símbolo del castillo inexpugnable expresa bien la intuición de lo eterno revelada al poeta. Ese adentro es un recinto, y la muerte, simple travesía, franquear una puerta para ingresar en otro ámbito.

En este punto, los símbolos analizados dan idea clara de los sentimientos determinantes de la poesía juanramoniana. Tiempo, muerte y eternidad son facetas de una preocupación radical, de una meditación que conduce a precisas y concisas visiones del destino del hombre. El poeta, supuestamente desarraigado, se muestra firme y coherente en la expresión de las intuiciones: la eternidad será estar al otro lado de la vida, sin perder contacto con ella: en el subterráneo o en el castillo, más también fuera de ellos, con irreal presencia, como brisa o aroma.

Recuérdese cómo la poesía de Juan Ramón guarda el sabor de los contrastes, matizándolos para disminuir su brusquedad. Aparte alguna lamentación romántica, en la cual identificamos la impronta de una época, los símbolos utilizados corroboran la idea de la muerte como tránsito a otra vida semejante (¡aunque tan diferente!), nada aterrador. Recuerdo una composición que en dos estrofas marca el carácter de ese tránsito:


Estabas viendo,
contra el sol del domingo,
estampas de colores en una caja vana,
con tus negros ojazos estasiados.
Luego, tus ojos se cerraron tristemente...
¡Y ahora eres tú mismo la caja;
—163→
ahora tienes en tu alma las estampas de colores;
y tus ojazos negros, estasiados,
las miran hacia adentro, para siempre!


(Piedra y cielo, 1, XLV.)                


Un mismo símbolo -el de la caja- expresa dos intuiciones: las del mundo y la eternidad. La unidad simbólica tiende precisamente a producir la impresión de que el cambio de uno a otro ámbito es leve, apenas perceptible. La repetición entraña una diferencia sustancial: de ser espectador del mundo el hombre pasa a vivir en otra esfera, de absoluta soledad, el espectáculo de sí mismo; la utilización de un único módulo expresivo quita brusquedad al cambio.

El símbolo revela la insignificancia del mundo y futilidad de la vida -«estampas de colores en una caja vana»-. El calificativo tiene doble sentido: vanidad y vacío, en el sentido de hueco. Y queda flotante una pregunta: ¿es también «vana», «vacía» la caja del alma, y por lo tanto, la eternidad?

Es natural condición de los símbolos hacer que fermenten en el espíritu del lector alusiones esparcidas a través del poema. El último ejemplo promueve una inquietud que tal vez no estuviera -al menos conscientemente- en el ánimo del poeta, pero que en cuanto es observada por el lector y opera sobre él, sugiriéndole una emoción, una vibración, una repuesta, no puede ser pasada por alto.

La caja «vana» con estampas de colores como símbolo de mundo y eternidad, aunque con el importante desplazamiento de sentido ya apuntado, comunica la intuición escéptica de determinado momento creador. Atribuirle valor de creencia sería exagerado; a poca distancia, hallamos otra intuición de la eternidad:


Siento que el barco mío
ha tropezado, allá en el fondo,
con algo grande.
       ¡Y nada
sucede! Nada... Quietud... Olas...
-¿Nada sucede; o es que ha sucedido todo,
y estamos ya, tranquilos, en lo nuevo?-


(Piedra y cielo, 2ª, II.)                


  —164→  

El símbolo barco-vida es menos insólito que el del poema anterior. La vida como navegación y travesía es un lugar común, mientras la caja-eternidad es menos accesible a la traducción en prosa. Pero la carencia de secreto se compensa por la gracia del ritmo: la imagen cuaja en insinuaciones, pausas, una pregunta clara. El símbolo se despliega con tanta coherencia como economía verbal: barco-vida, escollo (no mencionado expresamente, sino sugerido: «algo») -muerte, y luego nada-todo-eternidad-.

La construcción es perfecta; la voluntad de forma alcanza insuperable equilibrio y gracia poética. Analicemos el texto. Una primera estrofa (hablo de estrofa sin olvidar la falta de simetría entre las partes que denomino así) sitúa al lector, de improviso, sin preparaciones superfluas, en el simbólico navío. La afirmación de que tras el naufragio no ocurre «nada», se apoya sobre esta palabra inicial -aunque al final del verso- de otra estrofa. Puesto así, aparte y destacado, el vocablo «nada», obliga al lector, siquiera no reflexione sobre el hecho, a destacarlo en la lectura, atribuyéndole el grado de significación que merece.

La reiteración de esta palabra; los puntos suspensivos; la notación, con dos pinceladas: «quietud... olas...», de cómo el mar-mundo permanece invariable, dormido en el arrullo de lo constante, después que el barco-vida desaparece, suscita la impresión, antes sugerida de otra manera, de la indiferencia del mundo ante la muerte del hombre. El poeta decía primero: «quedarán los pájaros cantando»; ahora, para expresar idéntico sentimiento utiliza otra imagen y la declara con la música del silencio -los puntos suspensivos- y dos palabras escuetas y suficientes.

Las líneas últimas completan el desarrollo del símbolo al contraponer «nada» a «todo», añadiendo un eslabón que da al poema ambigüedad y plenitud. La eternidad será «lo nuevo», y se define por el paradójico todo o nada que la constituye. Lo mejor del símbolo es su carácter abierto, de interrogación al lector, a la emoción del lector, tensa y predispuesta por la insinuante fuerza de la metáfora inicial.

Aparte la multiplicidad o plurivalencia del símbolo, se habrá observado que generalmente es de tipo continuado, es decir, que va desplegándose a lo largo del poema y lo llena   —165→   con su fulgor. Citaré un par de composiciones adscritas a otros grupos temáticos y, como las anteriores, a la vez de símbolo múltiple y continuado.


Jugaba en el viento y era
áureo.
[...]
-Pájaro maravilloso!
Venía, raudo de oro,
a mis manos...
-¡Alma mía!
¡Pájaro!
...¡Hoja amarilla!


(Estío, LXXIX.)                


Se alude simultáneamente a diversas emociones: la hoja en el viento es canto, incitación al canto y alma. Es todo esto: poesía y pretexto, nostalgia y luz, descubrimiento del corazón y sueño del poeta. En otros poemas del mismo libro la mariposa simboliza la hora y el ensueño (LXXXIII), o la paloma el amor y el abandono (LXXXVI), pero en el copiado, la forma voladora ni siquiera se precisa por completo, pudiendo ser hoja o ave, para que a la plurivalencia del significado corresponda la ambigüedad del signo.

Y la hoja como símbolo de la inspiración vuela de verso en verso, dorando en su prolongado juego el poema íntegro. Variable y único el símbolo persiste hasta la última línea y agota, si así cabe decirlo, sus posibilidades.

Un segundo ejemplo mostrará mejor ese fenómeno de prolongación imaginística, importante por cómo impregna al lector, lenta y decisivamente, de sustancia lírica:


Mis piernas cojen, recias,
la desnudez magnífica -redonda, fresca, suave-
de la yegua parada de la vida.
-¡Ya la he clavado bajo mí!
¡Ya me está dando lo que yo anhelaba!
Mas, de pronto, mis ojos se me vuelven tristes,
de su hermosura, de su trono mío,
a la yeguada vaga que huye...


(Piedra y cielo, XXXI.)                


  —166→  

Cabe contentarse con el puro deleite sentido al gozar la valentía y precisión de la imagen sobre la cual se alza el símbolo, pero, si este poema impresiona tan vigorosamente al lector se debe a cómo la intuición llega a plenitud por el desarrollo total de las posibilidades implícitas en la figuración simbólica. La concisión, como vimos en otros casos, no significa penuria sino densidad, y la instintiva maestría con que está compuesto el poema culmina en el verso postrero, corroboración del sentimiento mezclado, complejo, determinante de la invención.

La forma del poema es sencilla: una estrofa inicial jubilosa, confiante, exaltada; el inciso que, como suele ocurrir en la poesía de Juan Ramón, es una exclamación del poeta, y la estrofa final, melancólica, contrapunto de la primera y al mismo tiempo su corroboración. Las antítesis expresan lo contradictorio esencial de la vida, y en este caso sirven estilísticamente para elaborar el símbolo, que declara lo errabundo de la emoción, desplazándose desde un sentimiento optimista a la consideración de la invencible fugacidad de la vida.

Cerraré este apartado comentando un poema de fecha tardía, escrito con serenidad que revela la limpidez del sentimiento; el símbolo escogido para expresar la intuición es semejante a otros ya examinados. El sentimiento de eternidad se manifiesta en formas de gran poder sugestivo:


En la luz celeste y tibia
de la madrugada lenta,
por estos pinos iré
a un pino eterno que espera.
No con buque sino en onda
suave, callada, serena,
que deshaga el leonar
de las olas batalleras.
Me encontraré con el sol,
me encontraré con la estrella,
me encontraré al que se vaya
y me encontraré al que venga.
Seremos los cinco iguales
en paz y en luz blancas, negras;
la desnudez de lo igual
igualará la presencia.
Todo irá siendo lo que es
—167→
y todo de igual manera,
porque lo más que es lo más
no cambia su diferencia.
En la luz templada y una
llegaré con alma llena,
el pinar rumoreará
firme en la arena primera.


(Romances de Coral Gables, I, 8.)                


La complejidad del sentimiento exigía percibir pormenorizadamente los matices. Para no resignarse a una captura parcial de los objetos, era necesario conservar su natural fluidez; mantener en la concentración del poema la insinuante diversidad de la tensión sentimental que querría expresar a la vez todas las corrientes que la alimentan y estimulan la creación.

En el presente caso la intuición se identifica con el sentimiento y expresa en el símbolo la riqueza y plenitud que lleva consigo. Juan Ramón encuentra la forma apropiada para objetivar el descubrimiento de su sentir al traspasar la línea de sombra, y como en anteriores ocasiones la imagen revela una muerte que es incorporación, una eternidad que prolonga lo natural bajo apariencias conocidas. Recordaré el título, tan exacto, del poema: Pinar de la eternidad.

La conversión de la intuición en forma, cuando se realiza cumplidamente ofrece una visión justa de lo intuido, en este caso del sentimiento de entrada en la eternidad. Los elementos que constituyen el poema sugieren, desde el comienzo, la atmósfera adecuada. La primera estrofa coloca al lector en situación, destacando, por el modo de adjetivar la luz -«celeste y tibia»-, dos características de signo positivo: una concreta, la tibieza, en el sentido que es tibio el regazo materno; otra abstracta, lo celeste, con la súbita inmersión en el poema de las sublimaciones en él aludidas.

Aquí desapareció el navío de la muerte, y el transporte del alma se realiza por medio de onda, y precisamente «suave, callada, serena». Estos adjetivos, tienden a evocar sensaciones de paz, ambientes tranquilos, luces gratas. El poema progresa por acumulación de imágenes complementarias; de ahí   —168→   su evidente coherencia. Cada estrofa es un eslabón con valor propio, pero ligada a la precedente y a la subsiguiente. Primero el ambiente, luego el modo, después las circunstancias y por último la realización del sentimiento, intuido y expresado como gloriosa plenitud de júbilo.

Sería equivocado pensar que es corriente esta adecuación entre sentimiento e intuición. Aun a grandes poetas les resulta difícil lograrla, como lo demuestran tantas composiciones reiterativas, insistentes, lastradas por un exceso de imágenes que no responde a la necesidad de recoger matices, sino a imprecisiones y titubeos, con la consiguiente falta de seguridad en la expresión. Amado Alonso mostró cómo la poesía de Neruda se recarga por la suma de rectificaciones acumuladas en el poema para buscar la expresión exacta de lo sentido.

Cuando el sentimiento es intuido simbólicamente, y el poeta se mantiene fiel a la visión simbólica, escogiendo las imágenes y utilizando el lenguaje que le conviene, se consiguen poemas como los citados. Juan Ramón utiliza el símbolo con plena conciencia de su alcance y efectos.




El amor

Para mostrar con cuánta flexibilidad pueden los símbolos expresar las intuiciones añadiré algunos ejemplos seleccionados entre los que reflejan el sentimiento amoroso. Junto a los poemas inspirados por el sentimiento de la muerte, son éstos los que ofrecen mayor variedad y por lo tanto resultan más útiles para iluminar el mecanismo de la invención lírica juanramoniana. He vacilado en la selección, pues son centenares las composiciones que podrían figurar en este apartado, escogiendo al fin un pequeño grupo de carácter acusadamerte simbólico, en donde podemos estudiar facetas inéditas del problema.

Para sugerir el carácter transfigurador del amor no hay procedimiento más sencillo que derramar la mirada sobre el mundo y comprobar cómo varía éste según cambian las luces proyectadas por la pasión. Ello es tan obvio, como señalar el distinto aspecto de las cosas cuando la idealización cesa y todo vuelve a ser conforme solía:

  —169→  

Y al volver ¡yo solo! Por las sendas
que tu paso endulzó, en una melancólica
trama de realidades, bajo los mismos cielos,
junto a los mismos valles, vi el revés de las cosas...


(Laberinto, 1ª, XIX.)                


Cuando se trata de expresarlo en plenitud de cristalización, en la identificación amante-amada, la imagen es sobria y exacta:


¡Qué dulce esta tierna trama!
Tu cuerpo con mi alma amor,
y mi cuerpo con tu alma.


(Diario de poeta y mar, LXXXIV.)                


O la intuición del amor como perfume, aroma colmando el sueño y el ensueño, según dice un poema de Estío (XXXVI), o como cazador que hace temblar el corazón -y así canta un delicioso romancillo del mismo libro, diciendo luego:


Ya no hay remanso ni flor
que no hayan sido rincón
de su huir.


(Estío, XII.)                


En el primer ejemplo la imagen es densa, concentrada: un disparo en mitad del blanco; en el segundo el símbolo se prolonga y cubre el romance entero, manteniendo a lo largo de dieciséis versos el paralelo corazón-pájaro, amor-cazador. Sería equivocado suponer que brevedad implica inferioridad, o al contrario. En cada caso la expresión, o concisa o prolongada, sirve con igual eficiencia al sentimiento.

En el mismo libro de donde tomo el anterior ejemplo encuentro un poema de admirable simbolismo. En ese poema el amor perdido se revela indirectamente. El poeta intuye el sentimiento amoroso como enajenamiento y la pérdida del amor se expresa así:


De pronto, un raro vacío,
una inquietud sin razón...
-¡El corazón!
—170→
Y al ponerme
la mano sobre el dolor,
vacilo, y no sé, ¡y no sé
dónde tengo el corazón!
[...]


(Estío, XIX.)                


El sentimiento del amor perdido lo intuye Juan Ramón como un vacío; un hueco, pero doloroso. Y en la expresión se funden sentimiento e intuición de manera sugestiva con el símbolo del corazón perdido, y el dolor de esta ausencia. Con luminosa pincelada completa la invención, precisando en una línea lo perdido, y al final la extraña desazón del padecer.

Cuando trata de expresar otra intuición del mismo sentimiento -el del amor perdido- el símbolo aparece con distinto carácter. La baja estrella es poema que sugiere muchas cosas dentro de una línea escueta, insinuando más que diciendo el acontecimiento determinante del sentimiento. Voy a transcribirlo para mostrar cómo la feliz concisión del canto incluye vestigios suficientes para señalar al lector acontecimientos precedentes:


Te pusiste de pie
sobre mi corazón, artera,
para alcanzar la baja
estrella.
¡O qué horrible dolor!
Tú no oíste el aullido de mi pena,
porque sé fue (por otra ruta
que la de tu caída y torpe fiesta)
a las estrellas
verdaderas.


(Canción, 224.)                


La eficacia del símbolo depende en gran parte de la valiente antítesis restallante en la primera estrofa. Doble antítesis, pues el contraste entre ponerse «de pie sobre» para «alcanzar la baja estrella» lo refuerza el existente en el interior del segundo de sus términos: «alcanzar» y «baja estrella». La imagen de la amada empinándose sobre el corazón del amado revela la anécdota en que se basa el sentimiento.   —171→   Llamar «estrella» a lo alcanzado no es ironía; el sustantivo alude a cómo la concibe quien marcha tras ella, mientras el adjetivo «baja» restablece la verdad y fija la exactitud con que la intuición aprehendió el sentimiento.

Otro aspecto en la utilización del símbolo está representado por aquellos poemas donde el sentimiento, según tendencia reiterada en la poesía de Juan Ramón, surge encarnado, animado y viviente. Sea ejemplo el poema «Rosas», con su innombrada muchacha, amante-amor cantando, moviéndose:



Tú amor -¡qué alegre!-
saca, cantando, con sus brazos frescos,
agua del pozo de mi corazón.
[...]

¡Ya está tu cubo lleno
-¡qué alegre!-
en mi boca, el brocal.
[...]


(Piedra y cielo, XLVII.)                


El símbolo impone la transposición amor-amante y una voluntaria confusión en los términos. El poema es deliberadamente ambiguo pues la equivalencia no queda groseramente establecida sino apuntada en unos pocos rasgos felices que no son para interpretados lógicamente sino para sentidos en la clara resonancia que levantan en el corazón.

Amor-muchacha (pues así la inventa la imaginación del lector) o, en otra composición, alma-jardín. Lo invisible traspuesto a lo visible y palpable: el alma viviendo como un refugio de delicias que el poeta es capaz de objetivar y ver, fuera de sí, en cercanías donde todo puede inventarse sin esfuerzo:


Sé que en ti siempre están,
por sí yo los buscase,
el ala y el olor,
la luz, el agua, el aire;


(Estío, XLIX.)                


Una variante de esta clase de símbolos es aquella en que lo genérico-ideal se define por la imagen concreta, encarnada desde luego, pero también representativa de la permanente   —172→   presencia del mito. En el primer subgrupo vimos lo abstracto configurado en forma concreta; en el segundo lo ideal encarna en una realidad aprehensible y además incluye alusiones a determinada creencia oscura definida en el mito. Copio un ejemplo de este último tipo de símbolos:



¡Su desnudez y el mar!
¡Ya están, plenos, lo igual
con lo igual!

La esperaba,
desde siglos, el agua,
para poner su cuerpo
solo en su trono inmenso.


(Estío, XLV.)                


La muchacha ahogada es símbolo de la Venus eterna, unas veces naciendo de las aguas y otras tornando a ellas, su reino genuino. Que no es muerte sino restauración lo proclama el tono del poema, la briosa exaltación inicial que perdura hasta las líneas finales. Nada elegíaco, ni en las particularidades del léxico, ni en el acento total de la composición, ni en los signos. Ni puntos suspensivos, ni interrogantes, ni paréntesis. Una afirmación abre el poema y otra lo cierra; entre las dos, la descripción -y explicación- del suceso.

La joven muerta reitera el mito de Venus, no emergerte sino retornante a sus dominios y al mismo tiempo simboliza la juventud del héroe para quien morir es hallar otra vida: lo que llamaré -excusándome por cuanto la palabra tiene de grandilocuente- la inmortalidad.

En el mundo de Juan Ramón el mar no es imagen de muerte, instrumento de muerte, sino de vida; el mar y la muchacha desnuda son dos formas de una misma sustancia: la belleza. Venus retornando al mar se incorpora a su propia plenitud: «¡Ya están, plenos, lo igual con lo igual!» No hay muerte cuando aceptada, cuando la entrega se hace en y por el amor. Todo ello tangible en el símbolo, y gracias al símbolo, cuya plurivalencia, en este ejemplo, no necesita ser subrayada. En la misma clase y subgrupo debe incluirse un poema cuyo contenido se refiere al sentimiento del tiempo, pero que   —173→   reservé para analizar aquí por interesarme más la coincidencia en el tratamiento de lo simbólico que el sentimiento intuido:


Balanza de lo perenne,
hunda tu plato siniestro
el peso de las caídas,
de los odios, de los yerros.
[...]
Hunde tu siniestro plato;
y en el diestro, almo, ligero,
eleva mi corazón,
como una llama, hasta el cielo.


(Estío, IX.)                


El simbolismo de esta composición es análogo al de la precedente. La balanza es símbolo del tiempo -del Tiempo en abstracto; no del tiempo humano de cada quien- condenando a extinción y olvido lo torpe y torvo de la vida y alzando -a la vez- el corazón, y la poesía, a su cielo natural. Nótese la afinidad en la intuición: antes la belleza triunfaba de la muerte; ahora la poesía vence al tiempo. Venus, mar, poesía, amor, belleza, eternidad... El laberinto de los temas entrecruzados en los versos juanramonianos es indicio seguro de la complejidad y amplitud del sentimiento palpitante a la vez según varios y aquí nada contradictorios estímulos.

Aunque no quiero, en este momento, comentar otros aspectos del poema, vale la pena advertir cómo la doble acepción de los términos «siniestro» y «diestro» ensancha la esfera de acción del símbolo al multiplicar los ecos que el verso despierta en el lector. La leve, pero decisiva variación del «hunda» al «hunde», perentorio y afirmativo, hace más personal y directo el contexto.




De lo simbólico a lo esencial

Un grupo importante de los símbolos utilizados por Juan Ramón va aún más lejos que los anteriores. El símbolo no sólo es expresión del sentimiento y la intuición fundidos; alcanza a concentrar y adensar las emociones en una tan depurada y pura que linda con la esfera de las esencias. De lo existencial, representado por la experiencia originaria del sentimiento   —174→   y la intuición, y reflejo en la imagen, pasamos, por sutil reverberación de ésta, a lo esencial.

Cuando hace treinta años se debatió el problema de la llamada poesía pura, los despistados por el calificativo se preguntaron si poesía pura sería algo distinto de la pura poesía, y algunos supusieron que «pureza» significaba eliminación de la vida. Tosco error sobre el cual no insistiría a no estar archiprobado que pocas cosas tienen la piel tan dura como los errores basados en una aceptación literal y limitada de los términos en que el concepto se expresa.

Se entendió «poesía pura» en oposición a «poesía impura»; se pretendió enfrentar a aquélla con la poesía de la realidad, como si fuera posible una lírica procedente de los aburridos y esterilizados espacios del Limbo. La «poesía pura» se llamaba así para distinguirse de la retórica, y no entraba en oposición con la vida sino con la hueca sonoridad desvitalizada. La tentativa de conquistar lo esencial no se opone a una convivencia vivísima de lo existencial; antes la exige como presupuesto necesario. Sin vivencia no hay poesía.

El símbolo juanramoniano tiene alas tan vigorosas que su vuelo transporta sin esfuerzo al alto cielo de las esencias. Lo vemos claramente en un poema de sus años americanos, titulado En la mitad de lo negro:


Pájaro ¿desde qué centro
de qué más hondo universo
me cantas mientras yo duermo?
(Me cantas cuando me dejo,
me cantas cuando me entrego,
me cantas cuando me cierro.)
Tú cantas con la luz dentro
en la mitad de lo negro,
noche fiel con verde viento.
Vas de horizonte en misterio,
la fuente viva está en medio
y el jazmín cuelga del cielo.
¿Cómo, por dónde tu pecho
se corresponde secreto
con el pecho de mi sueño?
No es posible oír más bello,
eco del sueño del beso,
resuenas como en mi seno.
—175→
Y te rodea mi eco,
como al lirio el aire inmenso.
Tú cantas en ese vuelo.
Vuelo, son, mar, canto interno.
Y entre dos vidas me alejo,
noche fiel con viento eterno.


(Romances de Coral Gables, 2ª, 4.)                


El sentimiento de asombro y maravilla del poeta ante su propia poesía es intuido como oscura canción sonante en la noche, y simbolizado en un ave de luz. Como en los casos estudiados, el sentimiento encarna y se objetiva para la contemplación. El símbolo, una vez en marcha, produce, por natural desarrollo de las imágenes en que va ordenándose, sucesivas descargas de sugerencias. Las imágenes se encadenan y van definiendo, con vaguedad llena de rumores, la emoción inicial. Poco a poco, por reiteración y variación en cierto momento («me cantas cuando me dejo, -me cantas...»); por interrogación sugestiva en otros; por metáfora («noche fiel con verde viento», «vas de horizonte en misterio», «eco del sueño del beso»), por diversos recursos va precisándose la presencia de la inspiración que crece y se eleva según cristaliza el sentimiento en la forma.

El sentimiento inicial de deslumbramiento provocó una oleada de metáforas; a través de ellas el símbolo se anima y configura conduciéndonos a esa última linde en que, además de revelar la inspiración, dice cuál es la esencia de la creación poética, y lo dice como nunca podrían hacerlo críticos y metafísicos con sus instrumentos, insuficientes para aprehender lo por naturaleza irreductible a sistematización y concepto.

La palabra poética actúa sobre zonas donde el discurso sólo tiene acceso indirecto e incompleto; el símbolo apura su eficacia cuando corresponde con las emociones del lector y las orienta hacia vistas de las esencias.

Entre las numerosas composiciones adecuadas para corroborar lo expuesto, escojo una cuyo simbolismo es algo hermético; siendo muy diferente a la anterior, permite abarcar la riqueza de formas desplegada por Juan Ramón. La materia poética, de exquisita fragilidad, basta para mostrar cómo el poeta siente la vida, expresándola en el símbolo de la blancura,   —176→   primero ciega y pura, luego hollada y al fin otra vez en su primitiva verdad:


Blanco, primero; de un blanco
de inocencia, ciego, blanco,
blanco de ignorancia, blanco...
Luego verdea el veneno;
[...]
La brisa
torna, conquistado, el blanco;
blanco verdadero, blanco
de eternidad, blanco, blanco...


(Estío, LVII)                


Los juegos de palabras y repeticiones de ellas; la complicación por el doble sentido -real y figurado- de los vocablos «blanco», «negro», «viento»; las aliteraciones y ecos interiores; ninguno de los recursos utilizados distraen nuestra atención de la imagen disimulada, mas dominándolo todo: la vida como retorno de lo blanco a lo blanco. Blancura-eternidad inscrita en la primera página, blanca «de inocencia», e impuesta con la inexorabilidad del destino, también en la última, atravesados los avatares a que alude -elusivamente- el poema (En versos que no he copiado, para no alargar la cita).

El símbolo trasmite también aquí, con la intuición del sentimiento concreto, la esencia de él y de la vida, breve relámpago en la eternidad, espacio todo de la blancura inmensa apenas quebrada, un momento, por el viento de las pasiones.

En uno de los poemas iniciales de Anual de fondo, Juan Ramón quiso, con admirable unidad de intención, expresar el multiforme sentimiento de lo divino, sentido a través de la poesía, hallado en y por la poesía. El título, Conciencia hoy azul, y el recuerdo de un famoso verso de juventud -«Dios está azul...»- dicen al conocedor de esta lírica, informado del valor que en ella tienen los adjetivos de color como equivalentes a determinados tipos de sensaciones, el talante optimista del poeta:

  —177→  

Conciencia de hondo azul del día, hoy
concentración de trasparencia azul;
mar que sube a mi mano a darme sed
de mar y cielo en mar,
en olas abrazantes, de sal viva.


(Animal de fondo, 10.)                


El símbolo escogido es abstracto: la conciencia del poeta, «deseante y deseada» de un dios posible en la poesía. El símbolo corresponde a algo -la conciencia- que sólo existe por refracción sobre ella de otros objetos. Invisible espejo cuya luna no se ve hasta que lucen las figuras reflejadas en ella. Y la conciencia es «concentración de trasparencia azul» -trasparencia, limpidez, luminosidad, y mar vivo, inquieto. Las imágenes definen la calidad del objeto poético, y luego sugieren al lector la plenitud de coincidencia entre poeta y mundo, la creación total en cuyo fondo aquél llega a ser quien es: el ansiado por la conciencia anhelante del dios; el poeta en la poesía.

El símbolo de una conciencia murmurante, de una conciencia-mar con quien el hombre dialoga secretamente, revela la esencia de la vida y el ser, escisión y coincidencia a la vez, debate interior entre impulsos contradictorios. La intuición ha captado un instante concreto del sentimiento, y además la esencia de éste a través de ese momento que al repetirse se convierte en expresión de un impulso duradero y caracterizador.

Este tipo de símbolos es particularmente valioso porque permite calar en esa dimensión del sentimiento donde lo esencial se manifiesta a través de la generalización apuntada en el poema. El mecanismo de puesta en marcha contiene un suceso determinante, un incidente que desencadena la chispa; pero como las alusiones a él desaparecen del texto, la composición se convierte en signo de una inclinación espiritual, de una humana tendencia a ser en la creación, identificando la «conciencia deseante y deseada» con el dios con quien aspira a identificarse y por quien espera lograr la eternidad.



  —178→  
De lo abstracto al objeto

Aunque el análisis de los símbolos está necesitando más espacio del calculado, no quiero omitir la mención de otro aspecto de la imaginación simbólica según se manifiesta en la poesía de Juan Ramón Jiménez, porque es, en cierto modo, contrario y complementario del estudiado en el anterior apartado.

Acabo de señalar cómo la exaltación del símbolo permite captar la esencia de los sentimientos e impulsos que gobiernan el corazón humano. Ahora quiero mostrar, aunque limitándome a un par de ejemplos, que el símbolo puede operar en dirección opuesta y partir de lo abstracto para desembocar en el objeto.

Cuando aquí y en otros lugares de esta exposición empleo el término «abstracto», no olvido que en poesía la abstracción está siempre temperada por la presencia, tras cada imagen, de una realidad concreta, que la individualiza y distingue. Cuando Juan Ramón habla de una fragancia o de una música, en abstracto, parece, por el prestigio de la expresión, trasmitir la dulzura de ese olor o esa armonía presentes en el sentimiento. El poema está, siempre, arraigado en la experiencia.

Véase esta. preciosa expresión simbólica de la inspiración poética:



¡Lumbrarada de oro
que deshaces mi vista
un instante, y al punto
       te disipas...!

¡Fragancia indescriptible
que, pasando, acaricias
mi sentido, y te sumes
       en la brisa...!

¡Maravillosa música
que en mi más hondo vibras,
y sin dejar recuerdo
       te marchitas...!
[...]
—179→

¡Luz, sé sol, sé olor, rosa;
melodía, sé lira,
lira, rosa, sol, cumbre
de mi vida!


(Estío, XCIII.)                


El símbolo no solamente expresa la intuición que designa a la inspiración como lumbrarada, fragancia y música, lo que constituye magnífica manera de recoger cuanto ella tiene de impalpable, etérea y fugitiva, sino que en la última estrofa sintetiza el anhelo de convertir la interior melodía en realidad aprehensible, preciosa, precisa; en objeto que, como el poema o la obra, de arte, tenga realidad tangible y permanencia concreta.

Al símbolo inspiración-luz-fragancia-melodía le corresponde en esa estrofa final el de poema-sol-rosa-lira, que junto con el primero, al cual prolonga de modo tan coherente que es aceptado como su final indiscutible, cierra el ciclo de la creación poética, iniciado en la brisa y el aroma y concluso en la soñada rosa necesaria.

Del mismo tipo hay varios poemas de que debo prescindir por razones de espacio; citaré solamente Epitafio ideal, espléndido en su claro simbolismo. Figura entre los dedicados a cantar el sentimiento del tiempo y ofrece la particularidad de fundirlo con el sentimiento amoroso. El tiempo corporeizado en el «caballo blanco», imagen familiar del mundo poético de Juan Ramón. El tiempo y el amor al encarnar en el símbolo aparecen con el dinamismo peculiar de la imagen elegida:


Llegó rompiendo, llenos de rocío,
los rosales; metiéndose, despedregando
los pesados torrentes; levantando,
ciclón de luz, los pájaros alegres.


(Belleza, 25.)                


Véase, pues, cómo al dar cuerpo al sentimiento, cuando le presta esa forma que tan adecuadamente revela lo intuido, Juan Ramón consigue, al mismo tiempo, infundirle el movimiento necesario para expresar cuánto de irrupción, júbilo y catástrofe hay en el amor. Y lo consigue sin forzar nada, sin violentar ni declamar un punto; sencillamente, por la descripción y en unas pocas metáforas relampagueantes de la   —180→   presencia simbólica. El tiempo retorna, pero al caballo le falta su «jinete bello»: el amor.




Expresión del misterio

No puedo prolongar este estudio sin riesgo de fatigar al lector. Para concluirlo quiero referirme al aspecto del problema que representa la culminación del simbolismo juanramoniano: la expresión del misterio.

¿Será preciso insistir en conceptos indiscutibles? Seguramente no. Si la poesía arraiga en el misterio; si la poesía es sobre todo revelación de lo inexpresable, emanación de una clara fuente que canta en la sombra, su instrumento revelador más adecuado es el misterio. Mostrarlo así fue uno de los objetivos propuestos al escribir este capítulo, y nada ayudará tanto a probarlo como examinar algún poema directamente inspirado por la sensación de ese resto oscuro, de esa zona en tinieblas situada cerca de nosotros, tal vez dentro de nosotros, con la que comunicamos a tientas, por entrevisiones o sueños.

No es preciso atribuir al poeta aptitudes mágicas o cuasi mágicas; basta con advertir que su sensibilidad y la porosidad de su alma le hacen más receptivo a las comunicaciones del espacio interior, a las presencias de ese ultra mundo al que se siente convocado por oscuras llamadas.

La imaginación del poeta es una imaginación visionaria capaz de dar forma a sentimientos que el hombre corriente deja perder, no por falta de experimentarlos sino por carecer de los instrumentos adecuados para descubrir su sentido profundo y convertir la materia en poesía. Y el don visionario, ¿dónde resplandecerá con fulgor más secreto que cuando se trata de imágenes que viniendo del fondo de sombras aspiran a comunicar experiencias de encuentros acontecidos en las profundidades entre el poeta y las sombras de una ultrarrealidad inasequible?

Hugo von Hoffmansthal se refería en la Carta de Lord Chandos a un lenguaje ignorado, único apropiado para escribir lo que le importaba: el «lenguaje -decía- que me hablan las cosas mudas, y en el cual acaso deberé un día justificarme, desde el fondo de la tumba, ante un dios desconocido».   —181→   Este lenguaje existe, como el poeta presiente, y descifrarlo es el empeño de los mejores. José Martí escuchó y entendió el de las estatuas de su sueño y muchos otros aprestan el oído, en la noche, para escuchar el silencio y el maravilloso rumor de los espacios. Pascal, aquí, no es excepción, y su temblor es prueba de su conciencia.

Aquellas visiones, como estas voces del silencio, apremian el corazón del poeta, y lo incitan a deambular por los ámbitos oscuros. De esa incitación hallamos en la poesía juanramoniana testimonios evidentes, símbolos de sugerente fuerza evocativa. El sentimiento de que junto a nosotros (muy cerca y muy lejos) alientan presencias secretas es posible sentirlo y expresarlo, como he dicho, sin necesidad de suponer poderes mágicos ni intenciones místicas al poeta. Juan Ramón lo canta:


Tras la pared ha sonado
su voz.
   Sólo una pared
separa el cielo del mundo;
pero ¡qué terrible es!
Todos están ahí al lado,
¡y no nos podemos ver!


(Poesía, 113.)                


La pared simboliza la muerte, y las estancias vecinas están habitadas por los vivos y los muertos. Lo expresado es mucho más de cuanto las palabras dicen; leyéndolas tenemos la impresión del gran misterio de la existencia, y de que los dos mundos reflejados en el poema son incomunicables. (Y lo son, pues sólo se ingresa en el de la muerte cuando se abandona, irremisiblemente, la vida.)

Llamo mundo de la muerte al ámbito situado más allá del universo visible, pero la denominación es provisional y para aclarar un ejemplo concreto. De ningún modo deberá entender el lector que muerte significa -aquí y ahora- falta de vida. Es adscripción a otra vida: el trasmundo es «otro» mundo, y sus presencias alientan, existen como las cercanas, las inmediatas. Lo advierte la intuición del poeta cuando para trasmitir la sensación de su presencia busca un símbolo corporeizado, encarnado:

  —182→  

Los campanarios lejanos,
las arboledas mecidas
(yo no sé qué blancas manos
acarician nuestras vidas).


(Canción, 6.)                


El misterio, pues, se expresa en la poesía de Juan Ramón con la sobria plasticidad característica de sus evocaciones. Hay forzosamente algo espectral en las figuras secretas. Como que el don visionario se ejercita en un paisaje oscuro, donde las formas no tienen el bulto y la consistencia que en la luz de lo cotidiano. Presentar aquéllas como destacadas por súbita iluminación es el modo más exacto de revelar su carácter fugaz, su esquiva gracia huidiza, y el choque que su vista produce está de acuerdo con lo fulgurante de su aparición.

El símbolo puede comunicar la visión con singular acuidad, como ocurre en el poema titulado Ello, con transparente alusión a lo innombrable por indefinido -de la figura:


Existe; ¡yo lo he visto,
-y ello a mí!-
Su esbeltez negra y honda
surjía y resurjía
en la verdura blanca del relámpago,
[...]


(Belleza, 73.)                


Las presencias son neutras -ni él, ni ella: ello-, pero de silueta precisa. La selección de los adjetivos es tan justa que la expresión adquiere, por dos solos toques, uno de color y otro de dimensión, la fuerza de sugerencia necesaria para dar a la figura entrevista su ambigua calidad fantasmal: «negra» y «honda» es su esbeltez, y esos rasgos la colocan ante el lector no ya definida, pero corporeizada y hasta esencializada. Pues la negrura y la profundidad están situándola en el orden de las sombras y las ultrarrealidades, en los oscuros dominios del reino interior, por donde cruza -según la duplicación muestra: «surjía y resurjía»- súbitamente, dejando en el corazón del poeta la evidencia del reconocimiento de que dan testimonio los dos primeros versos.

Así el símbolo no solamente trasmite la intuición del misterio sino la de una comunicación entre los ámbitos supuestamente   —183→   incomunicables. Entre el primero y el tercero de los poemas ahora citados advierto una de las fecundas contradicciones de la poesía, obediente a estímulos de variables emociones y nacida de intuiciones que cambian según varían los sentimientos de que son reflejo.

La poesía de Juan Ramón, como toda gran poesía, ayuda a tener conciencia de lo espiritual, pero, conforme hemos visto, sin desencarnarse ni alejarse del hombre total, de la existencia cuyos avatares la determinan. Por eso -y convendrá estudiarlo más despacio en otro momento- sus símbolos se presentan con gesto y contorno preciso, con alma y cuerpo y movimiento, a imagen y semejanza del creador, desgarrado por su voluntad de volar y arraigar, a un tiempo mismo, de vivir la tierra y soñar el cielo, sin renunciar a lo humano para lograr lo divino, como dice el inolvidable poemita:


Mis pies ¡qué hondos en la tierra!
Mis alas ¡qué altas en el cielo!
-¡Y qué dolor
de corazón distendido!


(Eternidades, XLIV.)                






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