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Eugeni d'Ors, Gabriel Miró y Alexandre Plana

Adolfo Sotelo Vázquez






- I -

Corre el año 1908 cuando Eugeni d'Ors, quien reside en Paris pero atiende puntualmente a sus lectores de La Veu de Catalunya en el tercer año de navegación del Glosari, publica en las páginas del diario catalanista barcelonés dos artículos sobre Miró: «Els noucentistes espanyols: Gabriel Miró» (20-X-1908) y «Els llibres: el gran valor d'en Gabriel Miró» (29-XII-1908). Ambos tienen como referente la publicación de La novela de mi amigo (Alicante, Luis Esplá, 1908), calificado por D'Ors como «aquest petit llibre formidable» (D'Ors, 2001: 295). El libro es compañero de edad del relato que había ganado el concurso de novelas cortas de El Cuento Semanal, y que se había publicado el mismo día que «mi padre expiraba» (6-III-1908), según anota Miró en el prologuillo que precede a la nouvelle Del huerto provinciano (1912), primera edición del texto galardonado en volumen.

Al mismo tiempo el futuro maestro del noucentisme le escribe para exhortarle a establecer relaciones con una serie de artistas selectos de la cultura catalana: Maragall, Casellas, Pijoán, Carner, Alomar, Alcocer, Ruyra, Carles Rahola y Jaume Bofill i Matas, entre otros. Quizás esta misiva (Ramos, 1996: 227-228) sea el punto de partida de la tupida relación que Gabriel Miró va a tener con Barcelona y cuyo centro de gravedad son los años 1914-1920 en los que vivió con su familia en la ciudad. Para que el artista alicantino tuviera entera noticia de la admiración que D'Ors sentía por su arte literario, acompañó la carta del recorte de un artículo que escribió en 1905, antes de que naciera en las páginas de La Veu de Catalunya su Glosari, acerca del libro mironiano Del vivir (Apuntes de pasajes leprosos) que la alicantina imprenta de Luis Esplá había dado a la luz en 1904. Del vivir, contemporáneo de Antonio Azorín de José Martínez Ruiz, es un relato unitario, continuado y circular: comienza con la llegada de Sigüenza -alter ego del escritor- a Parcent y acaba con su partida unos días después. Xenius acogió fascinado la tentativa literaria de Miró e incluso llegó a traducir unos fragmentos del capitulillo VI, que El Poble Català reprodujo el 2 de septiembre de 1905.

En la reseña, aparecida el 12 de agosto de 1905, afirma que los apuntes de Del vivir ofrecen una prosa dotada de una sensibilidad de «tanta acuïtat», de «tan alt grau de força», de «tanta extensió i còpia de matisos en la gamma». D'Ors se detiene en el análisis de los «preciosos fils de sensacions subtilíssimes» que el arte de Miró teje con una sensibilidad que el futuro pontífice del Noucentisme encomia con términos inequívocos: «amb aquesta sensibilitat, és com pot fer-se impunement ruralisme» (D'Ors, 1994: 173). Y lo dice quien en 1908, prologando La muntanya d'ametistes de Jaume Bofill i Mates, sentenciará (en afinidad con el ideario noucentista que anda empeñado en forjar): «Per mal de rusticitat era doncs deformada la nostra Poesia». Para redondear los elogios a los Apuntes de parajes leprosos, D'Ors, tras una cita de Mallarmé, cierra su artículo con una discutible defensa del arte mironiano como ejemplo de la desnudez pre-novecentista frente al decadentismo fin-de-siècle: «aquell enlluernament de blanc, de roses i d'ors no era altra cosa que el nu» (D'Ors, 1994: 174).

La fervorosa reseña de 1905 tuvo prolongación en el otoño-invierno de 1908. Las dos glosas que Xènius publica nacen de un «encés entusiasme» (D'Ors, 2001: 294) ante el arte del escritor alicantino, que define como «una plenitud» que encuentra correlato en el fondo del mundo, en el fondo más antiguo del mundo: «que 'velles', que milenàriament 'velles' són les coses que suggereix en Gabriel Miró!» (D'Ors, 2001: 360), escribe D'Ors. Y junto a la fascinación por la temática, el elogio de «la transparencia de l'estil d'en Miró» (D'Ors, 2001: 360), que D'Ors dice envidiar sinceramente.

Al margen del entusiasmo orsiano por los quehaceres literarios de Miró, estos iniciales eslabones de aprecio y admiración abren la puerta a la relación de Miró con Barcelona. El mejor signo de estas iniciales relaciones es la visita que realiza a la ciudad en la primera quincena de marzo de 1911, con el banquete homenaje que le brindaron sus amigos catalanes con motivo de la muy reciente publicación de Las cerezas del cementerio, donde Xènius ofreció el homenaje y Gabriel Miró leyó un capítulo de la novela. También este viaje a Barcelona alumbraría las colaboraciones en el Diario de Barcelona (Joan Maragall debió ejercer de entusiasta mediador) que Miró inicia el 8 de septiembre de 1911.

Los recuerdos de estas intensas jornadas de marzo de 1911 nutren el contenido de alguno de sus artículos del Diario de Barcelona, exhumados por su hija Clemencia Miró en el tomito Glosas de Sigüenza (Buenos Aires, 1952). La «Plática» del 30 de julio de 1912, titulada «Xenius» y que constituye un comentario de dos textos orsianos capitales, el Discurs Presidencial dels Jocs Florals de Girona de 1911 y las glosas de La Ben Plantada, tiene como preámbulo la evocación de su encuentro con D'Ors y Prat de la Riba en la casa de La Veu de Catalunya en marzo de 1911. Miró recuerda la sala blanca, «de mucho recogimiento», donde «había dos hombres sentados a la mesa cabecera: uno, leía, el otro le escuchaba». El que lee es D'Ors:

«Era [...] de una palidez y elegancia patricias; en su figura, en sus rasgos, en sus movimientos, había una intimidad de ensueño, una blandeza como de apurados deleites. El conde Baltasar Castellón nos lo hubiera escogido para un coloquio del perfecto Cortesano. Tan suave y apagadamente leía, que sólo escuchándole con la fijeza del señor que estaba frontero podía averiguarse que pronunciaba palabras catalanas. Este hombre era Xenius».


(Miró, 1952: 129)                


El que escucha esta lectura de un fragmento recién nacido del Glosari es Prat de la Riba:

«El otro era rubio; la blancura de su frente se esfumaba entre el oro fino y liso de sus cabellos; y el azul de sus pupilas se perdía en un misterio de resplandores de anteojos. Tenía avanzado el busto; los codos poderosamente puestos sobre la orilla de la tabla; la cabeza, ladeada, recogiendo en su oído lo más hondo de la palabra de Xenius. En su quietud, el pliegue de su frente, en su gesto, denotaba el ahincamiento de su atención. Era el señor Prat de la Riba».


(Miró, 1952: 129)                


La plasmación de la escena tiene como objetivo mostrar la reciprocidad necesaria de ambas personalidades, al tiempo que no se le escapa a Miró la intuición de apuntar el sueño orsiano de oficiar como Goethe en una nueva Weimar a orillas del Mediterráneo; sueño que el propio D'Ors había manifestado en el Glosari desde diversos ángulos. Así, el Presidente de la Diputación de Barcelona y el secretario del Institut d'Estudis Catalans, el político pragmático del catalanismo y el ideólogo noucentista encarnan una reciprocidad que Miró intuye y subraya:

«Xenius es (entre otras cosas) un depurador exquisito del corazón y de la figura de la raza; y acaso ese artista maravilloso no hubiera logrado trazar esa renovación, esa venustidad y soberanía de Cataluña si Prat de la Riba no hubiera ido manteniendo su entereza étnica, soldando la tradición con el presente y el mañana».


(Miró, 1952: 130)                


Miró escribe esta «Plática» en el verano de 1912, evocando el encuentro de finales del invierno del año anterior. Todavía no ha sido asesinado Canalejas (acontecimiento al que dedicó la estremecida «Plática» -«Abandono y amor»- del 19 de noviembre de 1912) y la ola de optimismo del gobierno liberal invitaba a mantener intacto lo vivido y lo intuido quince meses atrás en Barcelona. Todavía no se ha producido el primer desencanto orsiano y el inicial desvanecimiento de oficiar cual nuevo Goethe, que el propio D'Ors -vía Octavio de Romeu- expresaría a comienzos de 1914 en sus espléndidos artículos de El Día Gráfico (6-I-1914):

«Mi condición es la de alguien que, nacido para oficios de Goethe, y con amor a los oficios de Goethe, se ha visto condenado, por haber venido al mundo en esta ciudad y demasiado dentro del ochocientos, a 'byronear' gran parte de su vida; a sellar, tal vez, de 'byronismo' la totalidad de su vida».


(D'Ors, 1914)                


Consecuencia de este viaje barcelonés de Miró es la inmediata glosa (La Veu de Catalunya, 15-III-1911) de D'Ors, titulada «Del noucentista Gabriel Miró» y que unas semanas más tarde se tradujo en el Diario de Alicante (8-IV-1911). D'Ors sostiene que Miró es «un artista acomplit» (D'Ors 2003: 531), cuyo lugar en la historia de la prosa castellana posterior al realismo es equiparable al de Valle-Inclán. Xènius, que se siente orgulloso de haber sido su descubridor para Cataluña, sentencia tras la lectura de Las cerezas del cementerio: «la prosa és de una sensibilitat exasperada i meravellosa» (D'Ors, 2003: 532). La glosa se cerraba con un excelente resumen de las actividades de Miró durante la estancia barcelonesa que acababa de finalizar:

«Ha estat sis dies a Barcelona, i ha conegut amics que ja estimava proa: en Maragall, en Ruyra, i els noucentistes, entre els cuals ha pogut trobar-se com un germà. Ha vist aquí els homes volar, per primera volta a sa vida. Ha trobat dins el tranvía de Sarriá una bellesa Barcelona admirable, i ell ha expressat la seva admiració. Ha visitat l'Institut. Ha vingut a La Veu en plenes hores electorals. No ha donat cap conferència. No ha adreçat cap oda de foraster a la nostra ciutat. Podem tenir la seguretat, además, que no li'n farà cap, en sa vida. És decididament, un home admirable».


(D'Ors, 2003: 532)                


Años después, tras el fallecimiento de Miró, D'Ors seguiría reiterando su fervor mironiano. En una carta cursada a Adelia Mora de Acevedo (29-V-1930) le dice: «Yo le descubrí en un pequeño libro provinciano (Del vivir. Apuntes de pasajes leprosos) y hablé de él antes que nadie en Madrid y en Barcelona, en una hora en que no había salido aun de Alicante» (Cacho Viu, 1997: 358).

A la luz de lo brevemente bosquejado se advierte que junto con Maragall fue D'Ors la figura clave para las primeras atenciones barcelonesas hacia Miró, como también lo fue para que, junto con Miguel de Unamuno, reparase en su arte literario, pero este episodio escapa del interés de estas páginas.

Transcurrieron dos años y medio antes de que Miró regresase a Barcelona en noviembre de 1913, como preámbulo de su residencia en la ciudad desde febrero del 14 hasta 1920. En el intervalo entre la primera y la segunda visita publicaría un buen número de artículos en el Diario de Barcelona, que pasaron a formar parte del Libro de Sigüenza y de la recopilación póstuma Glosas de Sigüenza.

Miró llegó a Barcelona el 21 de noviembre y de inmediato -el sábado 22- es agasajado en el restaurante Martín por varios escritores barceloneses: Miguel del Sants Oliver, Joaquín Ruyra, Bofill i Matas, Carner, López Picó, Alexandre Plana, etc. El mantenedor del banquete fue en esta ocasión Miguel dels Sants Oliver, director de La Vanguardia, y aunque D'Ors y Sagarra no pudieron asistir se adhirieron. Se tuvo un recuerdo para Maragall y se cursó un telegrama a Azorín, homenajeado unas horas después en Aranjuez por los escritores españoles bajo la presidencia de Ortega y Juan Ramón. Durante este acto se debe datar el encuentro de Miró con Alexandre Plana, quien iba a cumplir un papel muy importante como crítico de su obra en los primeros años barceloneses (1914-1915). Papel que es equiparable al de Xènius, que como hemos bosquejado, fue su descubridor.




- II -

¿Quién era Alejandro Plana? Alexandre Plana (Lérida, 1889-Banyuls, 1940), quien, sin embargo era «un empordanés en profunditat», según testimonio de Josep Pla, cursó los estudios de Derecho en la Universidad de Barcelona, donde obtuvo el título de licenciado en 1910. Dichos estudios le permitirían a partir de 1915 desempeñar el cargo de secretario de la Unión Industrial Metalúrgica, y vivir de modo independiente y desahogado, si atendemos a los recuerdos de Rossend Llates (Llates, 1969: 394), pero a la vez le comportó -a tenor de la memoria de Pla- «molts mals de cap i li amargà la vida» (Pla, 1982: 110), porque, en realidad, su auténtica vocación era la literatura, con un arco muy amplio, que iba desde su sólida voluntad de ser poeta a sus más que notables dotes de prosista, pasando por sus sucesivos quehaceres de crítico literario, artístico, cinematográfico y musical.

Sus labores críticas se iniciaron en 1910 en El Poble Català, donde publicó regularmente revistas de teatros, a la par que artículos de naturaleza política, cultural y literaria. En una carta a don Miguel de Unamuno (8-VI-1914) le confiesa:

«En las columnas de El Poble Català, el periódico de la izquierda nacionalista, donde me habían confiado la crítica teatral (cuando el teatro me tenía sin cuidado; y pensando tal vez que con el roce nace la vocación a veces) empecé a hablar de los libros de mis amigos, y así poco a poco me hallé con que éstos me tenían por crítico».


Los trabajos de El Poble Català definen a Plana como un liberal radical, fervoroso partidario de los ideales de democracia y de justicia social, en el marco de unas inflexibles convicciones que tienen como eje vertebrador el respeto de los derechos de cada uno de los pueblos ibéricos. Josep Pla, a quien Plana apadrinó en sus primeros pasos de periodista en La Publicidad a fines de la segunda década del siglo y hacia quien volcó su latente homosexualidad (El Quadern Gris ofrece puntual información), le recuerda en uno de sus magistrales Retrats de passaport (1970) como «un home literalment pastat en les idees de llibertat, de negociació i de convivència» (Pla, 1982: 111).

Precisamente coincide su salida de El Poble Català con la publicación de la Antologia de poetes catalans moderns y con su paso a las columnas de La Vanguardia, donde en la sección «Las ideas y el libro» mantuvo informado (información acompañada del juicio crítico y estético) al mundo barcelonés entre 1914 y 1918 de las novedades literarias españolas: Rubén, Unamuno, Baroja, Azorín, Valle Inclán, Ortega, Juan Ramón Jiménez, Pérez de Ayala, Gabriel Miró, Moreno Villa, etc. La insólita calidad y el pulcro rigor de sus trabajos le acreditan como eslabón imprescindible en la historia de la crítica literaria española de la segunda década del siglo XX.

El primer artículo de la serie es un análisis de la obra de Gabriel Miró, Del huerto provinciano, que se publicó el 12 de junio. Cuatro días antes Plana le expuso a Unamuno en la carta ya citada el propósito que le habría de guiar:

«Así yo, que soy un don-nadie -y sólo porque me levanto un poco sobre le nivel de horrible incomprensión de nuestra prensa- voy a intentar a hacer algo desde las columnas de La Vanguardia, donde se me ha confiado una nueva sección. De Las ideas y el libro me parece que voy a encabezarla y en ella, me prometo hablar muchas veces de la impresión que en mi temperamento de catalán dejan las obras de la actual generación literaria castellana, o mejor, de lengua castellana».


Durante los años de la Gran Guerra y de su sección «Las ideas y el libro» en La Vanguardia, Plana se mantuvo imperturbablemente aliadófilo, colaborando en la empresa más decantada de la aliadofilia barcelonesa, el semanario Iberia (nacido el 10 de abril de 1915), donde los dibujos de Feliu Elias (Apa) abrían página a las colaboraciones de Unamuno, Araquistain, Pérez de Ayala, Carner, López-Picó y Alomar, entre otros. Sin embargo, esta impecable aliadofilia no fue obstáculo para que sintiese una profunda admiración por D'Ors y por el gusto estético del noucentisme, aunque como recuerda Rossend Llates, «traient-hi l'afectació i el cabotinage que sempre acompanyaven el Mestre» (Llates, 1969: 395). En efecto, aunque no se puede hablar de magisterio ni de incondicional aceptación de lo que establecía el Pantarca, lo cierto es que Plana está muy cerca de la pedagogía y de la estética orsianas de esos años, especialmente en la sustitución de los postulados románticos por lo que «és real», por «lo que és vivent» (Plana, 1976:44), y en la necesidad de la continuidad del esfuerzo para la construcción de un verdadero renacimiento cultural. Después de cuatro años -los de la Gran Guerra- de colaboración regular en el periódico de la calle Pelayo, Plana abandonó la crítica literaria y pasó a ocuparse del mundo del cine en La Publicidad. Corría el año 1920 y Lluís Nicolau d'Olwer le recuerda con propiedad: «La fina intuició periodística de Romà Jori el crida a la crítica cinematogràfica -la primera que va fer-se a Barcelona- en aquella fulla vibrant a totes les inquietuts de l'art i de la cultura, que era l'edició vespral de La Publicitat» (D'Olwer, 1973: 147).

Los años veinte conocen sus trabajos críticos en La Publicitat, La Revista y otras publicaciones de corte noucentista. A finales de la década, desde las columnas de La Publicitat, y al comenzar los años treinta desde el importante semanario fundado por Amadeu Hurtado, Mirador, ejerció la crítica de discos. Según varios testimonios contemporáneos Plana poseía una magnífica discoteca, que se reconoce en los brillantes comentarios firmados con el pseudónimo «Discòfil». En la sección de La Publicitat, «La música en disc», el curioso lector tropezara con certeros juicios sobre la música de cámara, la sinfónica, la ópera, el jazz e, incluso, el tango, desde la perspectiva de un crítico que cree que el mundo de las grabaciones discográficas a la altura de 1930 viene determinado por una transición entre los tiempos viejos y los nuevos tiempos, cuya frontera son las grabaciones wagnerianas: «L'augment gradual de producció de discos wagnerians permet els discòfils d'esperançar en un canvi lent però segur de repertori», escribe en la sección de La Publicitat del 24 de marzo de 1929.

Sus trabajos críticos se cierran en La Vanguardia, reclamado por Gaziel -su director- para ejercer la crítica de las artes plásticas. En la sección «Arte y artistas» comentó desde 1934 las exposiciones barcelonesas, reviviendo una pasión que había producido años atrás (1920), entre otros frutos, su libro en colaboración con Pla sobre Joaquim Sunyer.

Tal y como ha recordado Pla en Prosperitat i rauxa de Catalunya, los últimos años de la vida de Plana fueron deplorables: «Republicà, liberal, progressista, desproveït d'una qualsevol forma de fanatisme, cregué sempre que la situació social es podia anar arreflant amb la negociació, la compensació, amb una visió moderna i europea del problema. Quant es trobà davant la guerra civil i la revolució, quedà como un enze, como si veiés visions» (Pla, 1977: 471). Durante la guerra civil sobrevivió en París, nombrado administrador general del Museu de Catalunya. Al acabar la guerra, solo y desanimado, encontró en la familia de Sagarra cobijo. En la residencia «Ville des Mimosas», en Banyuls, murió de un infarto el 7 de mayo de 1940.

En los dominios de la crítica literaria son los años de La Vanguardia los que ofrecen el mejor abanico de juicios, análisis y comentarios. Plana entiende la crítica como un valor creador, que, no obstante, tanto en la teoría como en la práctica inquiere por el sentido íntimo de la obra analizada, para una vez desnudado, enriquecerlo. Para Plana la comprensión de la obra artística, que el crítico lleva a cabo en su hermenéutica, conlleva la necesidad de los prejuicios del crítico:

«Una crítica fría, opaca, equidistante de todos los puntos extremos es la mayor negación de la crítica. Sin ideas propias, sin temperamento personal, sin una sensibilidad trabajada, la labor crítica carece de trascendencia, es un ejercicio más en el vacío, y las palabras son voces en el viento».


(Plana, 1917)                


Conviene decir que los prejuicios de Plana nacen de una cultura densa y dilatada, de un fervoroso devorador de la Nouvelle Revue Française. Buen gusto natural, lectura incesante, amplia curiosidad cosmopolita y claridad de análisis son sumandos que perfilan un punto de vista singularmente rico, riguroso en el empleo del positivismo y con contrastes amplios y oportunos. Cumple así de la mejor manera posible el acto crítico, que tal y como escribió en un ácido comentario sobre Julio Casares y su Crítica profana «consiste en el acto simplicísimo de añadir un predicado al sujeto de la contemplación» (Plana, 1916).

Josep M.ª de Sagarra, periodista sin par, escribía a propósito de los quehaceres de Alexandre Plana en 1925: «Llegeix tots els llibres i sap totes les coses que passen pel món. I sap orientar el seu pensament i la seva paraula pels camins que li venen més de gust» (Sagarra, 2001: 454). En efecto, una ojeada a las obras analizadas en «Las ideas y el libro» habla de una curiosidad intelectual amplísima y de un buen gusto estético de notoria rareza en la crítica literaria de la época.

Alexandre Plana decidió abrir la importante sección de crítica literaria de La Vanguardia (12-VI-1914) con el análisis de Del huerto provinciano, que Doménech había editado en 1912 y puesto en el mercado en 1914. Durante la vigencia de la sección se volvió a ocupar del narrador alicantino el 19-VI-1915, reseñando El abuelo del rey, editado por la barcelonesa Ibérica, con ornato y dirección artística de Saló, en 1915. «Las ideas y el libro» no atendió, en cambio, a Figuras de la Pasión del Señor (Barcelona, Doménech, 1916 y 17) ni al Libro de Sigüenza (Barcelona, Doménech, 1917) posiblemente porque la regularidad de la sección se diluye bastante a partir del otoño del año 17.

Los dos trabajos de Plana sobre Miró constituyen a mi juicio la mejor valoración contemporánea de ambas obras. Del huerto provinciano es una colección de cuentos que se cierra con Nómada, la nouvelle premiada en 1906. Plana se detiene en las líneas introductorias de Miró para subrayar dos aspectos que el autor anota: «las páginas del libro, no son altas ni hondas, ni estremecedoras ni resplandecientes» (Miró, 1912: V); están escritas para almas amigas que miran «las humildes hermosuras de la vida» y que perciben «unas menudas y escondidas sensaciones» (Miró, 1912, VI). Desde el pórtico del libro y desde su lectura, Plana sitúa a Miró en el abanico de los narradores de comienzos del siglo XX. Valle-Inclán «crea caracteres admirables de orgullo y de lujuria, que desdeñan lo normal y lo presente»; Baroja «crea su mundo contemporáneo y da vida a sus personajes que se enlazan en una basta trama psicológica, pero sus afirmaciones son agudos interrogantes»; Pérez de Ayala practica un arte similar a Baroja, pero sus conclusiones son una negación nacida de un íntimo malestar; en cambio, el arte de Miró, cercano al de Azorín, no pertenece a las anteriores corrientes espirituales, «es el suyo, un mundo limitado y sereno, de cielos sin nubes y vidas sin grandes luchas ni inquietudes». Plana se detiene en unas pequeñas referencias al primer cuento del libro «El reloj» y a la última narración, Nómada: son evocaciones, son sugestiones, nacidas -como ya había advertido D'Ors- de un temperamento literario que «siente bajo sus pies la fiebre de las raíces que se ahondan en el suelo para que la cima del árbol alcance más luz».

Un año después, Plana analiza la narración de Serosca -esa espléndida meditación sobre el tiempo- al compás del comentario de una novela de Baroja del gran ciclo Memorias de un hombre de acción. De nuevo, el contraste; de nuevo, la admiración por el arte de Miró como un maravilloso suscitador de sensaciones. Y una afirmación que se va a convertir en un lugar común de la crítica posterior al analizar la narrativa mironiana: «Pertenece a la novela por su forma y a la poesía por su espíritu. Hay algo en él que trasciende la prosa, que se eleva a mayor altura y funde en una vibrante claridad las noticias que la observación ha sacado y las intuiciones que su sensibilidad lírica le ofrece».

Solo nos queda la invitación al lector para que juzgue el valor crítico, ético y estético de los dos artículos de Alexandre Plana que se ofrecen por vez primera noventa años después de ver la luz en La Vanguardia.




- III-


Del huerto provinciano de Gabriel Miró (La Vanguardia, 12-VI-1914)

Paul Claudel, el poeta que ha combinado la rara polifonía de sus odas en lugares lejanos, en el consulado de Pekín o en el de Shanhaikwan, ha dicho refiriéndose a Francis Jammes, su hermano en poesía, unas palabras que podrían aplicarse al levantino Gabriel Miró. Ha dicho Claudel del que el carácter común de los escritores nacidos en Francia después de la Revolución era lo que Wagner llamo «el descontento de lo que existe». Y añade: «es preciso refugiarse a toda costa: en el pasado, en el porvenir, en el vicio, en los sueños, mas allá del mar, mas allá de la vida». Francis Jammes se nos ofrece como el puro ejemplo contrario. No siente el tormento de la actualidad, no se acoge a los paraísos artificiales de Baudelaire, ni a las evocaciones exóticas de Rudyard Kipling o Pierre Loti. Su visión del mundo tiene su centro en Orthez, su pueblo; y el germinar constante de su fantasía absorbe las imágenes serenas de la vida humilde. Francis Jammes siente «el contento de lo que existe» o con un velo sutil de bondad y melancolía suaviza el agror del sentimiento opuesto.

Así, Gabriel Miró. Después de la dualidad que en la novela castellana representaron Valera y Pereda, y del eclecticismo de sensaciones de Pérez Galdós, parece animar a los novelistas de ahora aquel sentimiento y desazón. Un instinto obscuro y fuerte despierta en ellos la vaga inquietud de las cosas lejanas, igualmente desconocidas. Esta inclinación se traduce por una red de sensaciones incesantemente renovadas, por un deseo romántico de andanzas sin un norte preciso. Contrasta con este sentimiento la fuerza del pasado que ha echado raíces imprimiendo a los individuos las firmas características de la raza, y a aquél se mezcla otro sentimiento muy hondo de añoranza. Y así Pío Baroja, y Valle-Inclán, y Pérez de Ayala nos dan la sensación de un alma ardiente que pugna por crearse un ambiente distinto del que le ha moldeado, y que salva su creencia al salir de sus límites. Valle-Inclán se refugió en un paraíso cercano, forjándolo de nuevo; crea caracteres admirables de orgullo y de lujuria, que desdeñan lo normal y lo presente. Baroja, como Balzac, crea su mundo contemporáneo y da vida a personajes que se enlazan en una vasta trama psicológica, pero sus afirmaciones son agudos interrogantes. Pérez de Ayala, en una labor paralela, llega más hondo en las síntesis de la sociedad en que vive, pero sus conclusiones son una negación, nacida, como las interrogaciones que Baroja, de un íntimo malestar que el tejido del arte no alcanza a cubrir. Gabriel Miró no puede ser incluido en esta corriente espiritual. Es otro su temperamento, su sensibilidad obedece a otras vibraciones, la armonía de su obra nos evoca otro mundo distinto del que sentimos vivir en La feria de los discretos, en las Sonatas o en Troteras y danzaderas. Es, el suyo, un mundo de horizonte limitado y sereno, de cielo sin nubes y vidas sin grandes luchas ni inquietudes. Es el mismo o muy parecido paisaje levantino que el estilo de Azorín ha grabado con una animada objetividad, el paisaje que Gabriel Miró nos hace ver; pero él rodea las líneas exactas y a los colores justos de una atmósfera tenue en que vibran latidos humanos y estremecimientos de las cosas, con un mismo ritmo. En las páginas de Gabriel Miró el hombre es hermano de todas las cosas. Una corriente de bondad, de compasión, de deseo amoroso los une. Así, nos parece a nosotros que hay e la obra de este escritor una música de sensaciones y palabras que lo aproxima a través del tiempo al sentido de la poesía franciscana, y por sobre el espacio material, a la poesía de Francis Jammes.

Nos ha sugerido esta impresión la lectura Del huerto provinciano, que acaba de pasar a la venta, aunque nos dice el pie de imprenta que fue compuesto hace dos años. En una página introductora, nos confiesa el autor que ha recogido en este libro algunos de los cuentos y crónicas que escribió en sus impresiones, con un deseo de gran simplicidad. Y nos dice que las páginas de su libro «no son altas ni hondas, ni estruendosas ni resplandecientes» y que las ha escrito para almas amigas que saben ver «las humildes hermosuras de la vida» y percibir «sus menudas y escondidas sensaciones».

De tales palabras liminares hemos de recoger las que revelan el sentido que quiso dar el autor a sus páginas, y corregir las que encierran un juicio de ellas; porque si no mueven estruendo, tienen un dulce resplandor, y ahondan a veces y a menudo se elevan cuando el autor lleva en los ojos la visión de un vuelo de aves en torno de las cumbres. Gabriel Miró, en las páginas de ese libro, nos hace confidentes de las sensaciones que se movieron a escribirlas. Son las sensaciones que por ser, como él dice, escondidas se pierden para muchos; y que sólo espíritus a un tiempo recios y suaves, como el suyo, saben recoger.

Nos revela en la primera de esas prosas la sensación dolorosa que produce en los corazones los objetos familiares que supieron el contacto de las manos del muerto. Un reloj que «en la casa vivía desde su origen», y que el padre cuidaba de proveerle de cuerda, es herido de agotamiento al tiempo que el padre «moría lentamente». Al cabo de un mes, el viejo reloj es reintegrado a la casa; el padre murió, y al sonar otra vez las horas la madre y los hijos se miran estremecidos. Su sonido se derrama en todos los recintos dejando fugaz ilusión de padre vivo. En la novela que cierra el libro, que fue premiada en un concurso público, «Nómada» es en donde este sentido de profunda y templada resignación que anima la obra toda de Gabriel Miró, aparece con un relieve más puro. El protagonista de la novela, don Diego, conoce el valor infinito del amor cuando mueren los seres queridos, y huyendo de este dolor que le hiere en su inconsciente optimismo, arruina su hacienda, y luego abandona la pequeña ciudad. Vagabundo romántico, conoce don Diego todas las vejaciones y no hay humillación que no le alcance. Y don Diego parece nacido para absorber todos los amores. Tiene la sensibilidad en constante avidez: olvida su desgracia al hollar un campo de heno, la frescura del cual debía ser para él «delicia exquisita y bienhechora para la carne y al alma», al recibirla «en la piel, en la nariz, en la boca, en la mirada». Como en otra ocasión, cerca del mar, siente don Diego «como la delicia que pudiera penetrar en un árbol sediento al ceñirle el riego». Al comienzo, el autor nos dice que le inspiró esa narración un periódico lugareño que «glosaba con secas maldicencias y frialdades de consejos y moralejas de postal, la ruina, el abandono y apartamiento de un exalcalde de Jijona». En donde otros vieron bajos impulsos y motivos ruines, nuestro autor adivinó «tribulaciones, ansias y altiveces de hidalgo desventurado». Como Cervantes eleva a su Alonso Quijano frente a los duques que hacen mofa de él, el narrador nos hace amar la bondad de don Diego, el vagabundo; ese pobre don Diego que los limitados de corazón no comprenden.

Entre aquel principio y ese fin Del huerto provinciano, una serie de evocaciones y narraciones señalan una larga ondulación que va siguiéndose con una concentrada atención en la lectura. El secreto de Gabriel Miró es doble: radica el uno en su sensibilidad y se muestra el otro en su manera de expresarla, en su estilo jugoso y claro. Si por su temperamento Gabriel Miró forma legión aparte de los novelistas que podríamos llamar «inquietos por rebeldía», por su estilo, su personalidad se señala con clarísimo escorzo. Permítasenos una comparación por imágenes; así como el estilo de Azorín es una arquitectura perfecta, el de Gabriel Miró es un organismo palpitante; el de aquel, lo vemos con los ojos, como si el recuerdo de una tela de Corot nos permitiese reconstituir mentalmente los elementos del paisaje, mientras que el estilo de éste nos penetra como un vaho que sube de las tierras labradas. Azorín nos da la visión de las cosas y Gabriel Miró su sugestión. Por esta modalidad de su forma de expresar sus sensaciones, Gabriel Miró nos ofrece en su estilo las cambiantes infinitas de la luz desde el crepúsculo de la mañana al crepúsculo de la tarde. Es un estilo vario, complejo, de una prodigiosa abundancia, de una renovación admirable. Se diría que Gabriel Miró siente bajo sus pies la fiebre de las raíces que se ahondan en el suelo para que la cima del árbol alcance más luz, como canta, en ardiente frase lírica, el poeta italiano Antonio Anile.




Gabriel Miró: El abuelo del rey (La Vanguardia, 19-VI-1915)

Casi a un tiempo se han publicado dos libros tan distintos entre sí como exige la diferencia de sus autores -el uno, de Pío Baroja y de Gabriel Miró el otro-, que se nos ofrecen como la máxima dualidad de la moderna novela castellana. En las novelas de Baroja hay tal abundancia de acción que sería difícil explicar, sin olvido de algún importante pasaje, lo que en ellas ocurre. En las de Gabriel Miró, en cambio, la acción es tan sobria que la relación de sus incidentes no sería muy larga. Pero esa diferencia externa nada significa de compararla con la diversidad de vibración espiritual que la mueve. Representan estos dos escritores dos cimas culminantes y lejanas. Y sería curioso contrastar lo que más profundamente los distingue, como las dos maneras más opuestas de un mismo arte y en un mismo nivel de intensidad. Contra lo que crea alguien tal vez, no puede decirse que sea Gabriel Miró un escritor poco intenso, suave de tono y de fuerza limitada, en contraposición al impulso de torrente con que la labor abundante de Baroja se ha abierto paso. Es de distinta naturaleza la intensidad del uno y la del otro. Grande fue Balzac y grande fue Flaubert, sin que sus esfuerzos llenasen un espacio igual. Por analogía, de Baroja y de Miró podría decirse que el uno ha creado un vasto sistema de psicología masculina en la cual la voluntad es la mayor potencia, mientras el otro se ha recogido en más reducidos límites para buscar en silencio la oculta riqueza de su sensibilidad.

En el nuevo libro de Gabriel Miró, en El abuelo del rey se nos cuenta una historia sencilla y triste, una historia que pudo ser vivida cerca de nosotros sin que nos diésemos cuenta, con aquella suavidad con que los momentos dolorosos velan la realidad que hay en ellos. Al concluir de leer ese libro nos parece que el autor nos contó algo real, dando a las páginas de mayor verdad el aire piadoso de un sueño. Y al día siguiente, diríamos que hemos soñado lo que los personajes hacen y dicen en el libro. Más que la imagen de la tristeza nos conmueven aquellas vagas sensaciones de ensueño que son las fuentes de melancolía de nuestro espíritu. Y es Gabriel Miró un maravilloso suscitador de esas sensaciones.

*  *  *

En un pueblo de Levante, entre olivares y almendros y suaves montañas azules, vivió don Arcadio, un hacendado que fue consumiendo su heredad en su existencia tranquila, como una lámpara de aceite. En él echó raíces el alma vieja del pueblo, de Serosca. «Tengo un pueblo en mi sangre!», dijo don Arcadio en cierta ocasión. No transige con las innovaciones que los recién llegados de la marina traen a la vida monótona y pacífica. Para su tormento un hijo tuvo y este hijo marchó de Serosca para recorrer Europa, y morir muy lejos cuando buscaba consuelo para su viudez temprana. Y lo mismo ocurrió con el nieto, con Agustín, que abandonó Serosca cuando la ruina de la casa, de los Fernández-Pons, se hizo demasiado rápida, para dar empleo a sus talentos de inventor. Mientras la vida de don Arcadio se consumía débilmente, iba creciendo la fama del nieto con un lejano resplandor de leyenda. De unas cartas que de América llegaron a un vecino del pueblo, se dedujo que el ausente había sido proclamado rey en una isla casi salvaje. La fantasía de todos tejió una historia de realeza fabulosa. Cuando don Arcadio murió y se vendió su casa en subasta judicial, se puso en ésta un rótulo que decía así: «La Marina.- Consignaciones y tránsitos». Pero todo el pueblo, al señalarla, decía la casa del abuelo del rey. Y el no saberse nada del rey «es para Serosca la más segura prueba de la verdad de su reinado y de su gloria».

Don Arcadio, sus amigos, el catedrático don César, el señor Llanos, fabricante de sombreros, y don Lorenzo el músico; doña Rosa, la abuela de Agustín, caritativa y dulce con todos; Loreto, la huérfana que se consume en los largos años de ausencia del rey, de quien sólo una vez recibió una carta con un membrete azul en el sobre que decía: «Compañía Anónima Chilena de Importación y Exportación»; son las figuras humanas de esta historia triste. Hay en cada una de ellas mayor riqueza de sentimientos que de acciones. Viven dentro de sí mismos, sin conciencia de su mucha bondad, con los ojos fijos en las pequeñas vulgaridades de todos los días y con una dulce claridad interior que da transparencia a sus palabras. Y de estas almas, las dos femeninas, de la vieja Doña Rosa y de Loreto, la doncella que ama cálidamente, adquieren una transparencia más sutil todavía. Llega un momento en que se hace inmaterial su vida, como si no pudiera imaginarse en la tierra tan grande pureza. Por eso nos parece que el autor nos cuenta lo que se forjó en un sueño perfectamente trabado y lógico como la realidad, pero distinta de ella por su ternura.

Ninguna intriga, ningún misterio, ninguna violencia. La acción de las novelas de Gabriel Miró se desliza como la mansa corriente de un río. Canta la quietud de las almas, el sosiego de la vida, los amores que nacen y mueren como la flor del almendro; cuenta lo que ocurre en lo más íntimo del espíritu sin que ninguna turbulencia le mueva de su atmósfera de serenidad. Pero alrededor de esa quietud, de esa dulzura interior, se agitan las dificultades de la vida, los dolores que no perdonan a nadie, la nube de tristeza que se forma en el cielo de todos los días. Como una inquietud nacida de cien motivos diversos, y una fiebre intermitente que no se desvanece, nunca hay para esas vidas el definitivo beneficio de la paz. Sólo la muerte les libra.

*  *  *

El arte de Gabriel Miró es una transición. Pertenece a la novela por su forma, y a la poesía por su espíritu. Hay algo en él que trasciende de la prosa, que se eleva a una mayor altura, y funde en una vibrante claridad las noticias que de la observación ha sacado y las intuiciones que su sensibilidad lírica le ofrece. Así se distingue su estilo como un árbol frondoso en un vasto trigal. El idioma se transforma en él; como el viento adquiere mayor abundancia de voces a través del ramaje, se diría que al tamizarse en la rara sensibilidad de ese escritor tomara el castellano una armonía nueva. Pocas veces estuvo tan cerca de la poesía la prosa castellana. Por asociación de sensaciones, un nombre viene a nuestros labios: Fray Luis de León. Entre los comentos al Cantar de los Cantares y algunos capítulos de El abuelo del rey, -como en aquel en que se cuenta como nació el amor entre Agustín y Loreto-, hay una íntima analogía espiritual. Las palabras con que ese capítulo empieza han de ser máximo ejemplo de pureza de estilo. Dicen así:

«Se buscan los que se aman y se desean; se miran en los ojos; se contemplan todo el cuerpo y parece que le expriman la delicia con la voracísima mirada; se solicitan el tibio aire de sus bocas como si sólo él pudiera traerles el de la vida, piensan que besándose probarán todos los sabores de amor, si por su desventura tienen vedado el poseerse; pero la llama que gustosamente les quema, salta de los labios á los brazos y á toda la carne; y ya no hay reposo en sus vidas...».



En la prosa de Gabriel Miró cada emoción parece despertar todas las demás emociones dormidas, como una vibración que agitase todas las del aire, y encendiera una continuada melodía. A veces, una frase en que se describe brevemente un momento de paisaje, evoca en el que lee todas las sensaciones que la lectura le produjo en las páginas anteriores, porque tan íntimamente se funden todos los elementos en él, que nada aparece desligado y sin relación con lo demás. Una sola corriente los une y los lleva. De ahí el verdadero y raro lirismo de este novelista que describe los paisajes como las almas y canta la vida como un viejo poeta bucólico que, en añoranza de la Arcadia desaparecida, se esfuerza en encontrar bajo las nieblas de la realidad pálida luz aclarecida de unos sueños que pudieron serlo también.








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