Selecciona una palabra y presiona la tecla d para obtener su definición.
Indice
Abajo

Eugenio Frutos

(Homenaje en la Universidad de Zaragoza, 3 de noviembre, 1992)

Fernando Lázaro Carreter


De la Real Academia Española



Cuando el Sr. Decano de Filosofía y Letras me hizo el honor de invitarme a intervenir en este acto, opuse una leve resistencia motivada por el agobio increíble de obligaciones que, en estas semanas, están pesando sobre mí. Pero me di cuenta pronto de que no tenía derecho a rehusar, porque a la obligación debe anteponerse el deber, y muy pocas cosas hay que yo sienta como mayor deber que el de honrar la memoria de quien fue mi maestro, de quien me ayudó a instalarme realmente en la vida intelectual cuando ésta parecía haberse extinguido.

A mí, y a otros compañeros que, al acabar el Bachillerato en el Instituto Goya habíamos optado por los estudios de Filosofía y Letras. En el volumen de homenaje que la Universidad de Zaragoza publicó en 1977, mi contribución consistió en un reconocimiento de aquella deuda. Don Eugenio vivía aún, viviría dos años más, y pudo leerla. Y, tal vez, enterarse de cuánto había influido en nuestras vidas, en la de Félix Monge, en la de Gustavo Bueno, en la de Constantino Láscaris y en la mía propia. Por supuesto, en otras muchas, pero sólo hablo de lo que puedo testificar.

Digo que tal vez se enteró entonces, porque él lo había hecho sin deliberación, con la mayor naturalidad, satisfaciendo una vocación socrática de que no era consciente, tratando como amigos a aquellos muchachos en largas conversaciones de tres o cuatro tardes enteras por semana, en tertulia informal, sin plan previo como suelen ser todas las tertulias, que, sin embargo, pasaba insensiblemente a las cuestiones que a él le interesaban y que, de pronto, por la sugestión de su palabra, se hacían para nosotros lo más importante del mundo: poesía, filosofía, política, recuerdos suyos -personas, libros, hechos- para él muy cercanos, pero que a sus visitantes nos parecían remotos; se había interpuesto entre ellos y nosotros una guerra, seguida de silencio. Ahora, acudían a nosotros por aquel mágico puente.

He vuelto a leer esas páginas que le dediqué en el homenaje. Casi las había olvidado, y encuentro dicho en ellas lo que hoy podría decir. Pero ya ausentes él y Constantino Láscaris, discípulo suyo directo en la consagración a la Filosofía, y Monge, Bueno y yo jubilados, casi expulsados de la Universidad, y públicamente viejos. Todo ha cambiado, y pienso que un estudiante que lea lo que allí cuento de aquella Zaragoza de hace medio siglo, apenas podría creerlo, y le costará entender qué supuso en ella, y para quienes lo conocimos, el extremeño Eugenio Frutos. Y Lola su esposa, inteligente, viva, contrapesando con su aversión a las convenciones, con su nerviosa inquietud, la circunspección y la naturaleza aparentemente sin nervios de don Eugenio, y aportando la otra cara a la moneda de oro que juntos formaban.

En torno de la mesa de aquel inolvidable piso del Paseo de Cuéllar, se nos fueron haciendo visibles y adquiriendo cuerpo personas que, todo lo más, eran para nosotros nombres. Poetas, novelistas, pensadores que se llamaban Unamuno, Baroja, Lorca, Américo Castro, Bergson, Max Aub, Compte, Heiddeger, Valle-Inclán, Alberti, Jarnés... Y sus libros, que don Eugenio sacaba de sus anaqueles para nosotros, porque en otra parte no estaban. (Sí, también en la de José Manuel Blecua, otra de las venturas que nos tocó en suerte). Leídos sin orden ni concierto, como hay que leer en esos años en que, como decía Valéry, es preciso amueblar la mente, llenarla, en espera del momento de ir poniendo las cosas, las obras, los nombres en su sitio.

Recuerdo el asombro de don Eugenio cuando le confesamos ignorar quién fue Miguel Hernández, y cómo declamó, sobrecogiéndonos, la elegía a Ramón Sijé. Pero un instante después, y sin saber cómo, estaba hablando de Sartre, cuyo tratado El existencialismo es un humanismo traduciría y publicaría, aunque eso sí, encajándolo en un estudio propio, porque Sartre, figurando en una portada como autor, hubiera sido impensable en 1949. El existencialismo, sometido a su examen cristiano, y que, en el mejor de los casos, sólo era algo susurrado por quienes habían oído hablar de él, se nos convirtió en frecuente tema de conversación, de nuestras imperitas opiniones, como siempre imperceptiblemente corregidas por nuestro imperceptible maestro.

Centenares de horas nos consagró, nos regaló, muy probablemente sin darse cuenta, de igual modo que nosotros no nos dábamos cuenta de que eran un regalo.

He leído esta edición de su Antropología filosófica, preparada con verdadero rigor y amor de filólogo por Alberto Montaner, rama pujante de aquel tronco. La he leído deprisa, porque me temo que sea ya mi única manera de poder leer. Conocía la primera e insuficiente edición. Y he vuelto a encontrarme con Eugenio Frutos, con el poeta, con el crítico, con el profesor absolutamente informado, con su preocupación por el otro, por la recuperación del orden del mundo revelador de Dios, en que no dejó de creer firmemente cuando tanto desorden le tocó vivir y sufrir.

Se diría que su naturaleza le llevaba a escribir este libro por necesidad. Tenía que dar forma, para los demás, pero, en primer término, para sí mismo, a la «restauración del hombre escindido», empresa que, en las líneas primeras de su obra, asigna a la Antropología filosófica. Carezco de toda competencia en tal disciplina, y si me ha interesado mucho la doctrina, a la que deberé volver, más atención he puesto en el empeño de hallar al autor, a mi amigo y maestro en sus páginas.

Me he topado con él en muchas de ellas, por ejemplo, en su identificación de lo humano con la libertad, tan bien puesta de relieve en el análisis de José Luis Rodríguez García que encabeza el libro. Y consecuente con ellas, su concepción del poder, que era transparente para nosotros, aunque tal vez no tanto para quienes no gozasen de su intimidad. Frutos concebía la existencia del poder como resultado de una necesidad que debe ser aceptada por la conciencia de los ciudadanos. Por tanto, íntimamente no reconocía al que se impone sin su libre aceptación (piénsese en cuándo escribía esto). Y su admisión por parte de los ciudadanos debía resultar de tres legitimidades. Una es la tradición, la menos importante porque no tiene fuerza justificadora si impide la posibilidad de instaurar un poder nuevo. Legitima también al poder el estar a la altura del tiempo, nunca en contra de lo que éste exige. Por último, lo hace lícito el que posibilite «la apertura del hombre a lo trascendente», hacia lo religioso, pero también a todas las formas en que el hombre puede ser creador. Si leemos intenciones, don Eugenio apuntaba en esas páginas hacia cambios en el poder que aún tardarían en producirse; en la necesidad de que el vigente cediera a lo que era el mundo circundante y el país pedía; y en la condena de dogmatismos y censuras. Especialmente expresivo es que le exigiera capacidad de apertura, de modo que cupiera en él todo el pueblo: «El poder ha de ofrecerse a todos...» -dice- «pues si se ejerce excluyendo ya por principio cualquier grupo, cierra a este grupo la posibilidad de apertura».

Eugenio Frutos fue también un considerable poeta; otro discípulo suyo, Ricardo Senabre lo ha situado en el lugar aún ignorado que le corresponde en la literatura de posguerra. Escribía en cualquier parte, muchas veces en los cafés, como tantos poetas. Era su modo de ejercitar la condición creadora aneja al QUIÉN, al hombre que, como antropólogo, le importaba averiguar. En esa experiencia como poeta, y también como pensador, fundamenta las esenciales páginas que, en este libro póstumo, dedica a la dimensión humana creadora, que, en el caso del poeta, no se limita a expresar un contenido psíquico particular (tal o cual emoción), sino lo que él llama «el ser del poeta en el mundo». El lírico no está siempre en «estado de poesía», sino más exactamente, en situación poética, declara, receptiva, ávida de mundo y de conocimiento, acumulando experiencias. Hasta que no se sabe cuándo y apenas por qué, un suceso trascendente o no, punza aquel cúmulo, «y sale a flor de conciencia lo soterrado», que inmediatamente, para ser convertido en sustancia artística, impone su propia ley de desarrollo al escritor, que habrá de ejecutarla con su saber técnico, el cual, de este modo, supera ese carácter técnico, meramente ejecutivo, para integrarse en el poema con tanto derecho como aquella experiencia almacenada por el poeta en el alma, mientras pasea, mientras contempla, mientras ama o padece, mientras habla con unos jovencillos que están, lo digo con frase cervantina, «colgados de su boca».

Las páginas que la Antropología filosófica dedica al cómo y al porqué del arte verbal, no enteramente nuevas porque ya tenían cumplido desarrollo en otro libro anterior, el titulado Creación filosófica y creación poética, de 1958, cuentan entre las más lúcidas que a la estética literaria se han consagrado en España, por la feliz reunión en una sola persona, nada habitual, de un pensador riguroso y de un escritor en permanente «situación poética».

Siempre me emociona mucho regresar a esta Casa, donde se agazapa un trozo muy importante de mi vida. En particular, en esta aula, donde unos hombres, no dudo en llamarlos heroicos, porque actuaban en un ambiente de sospecha cuando no despectivo, se esforzaban por desbravar a unos estudiantes que empezaban a andar por el mundo sin otra luz, apenas, que la de ellos. Se llamaban Francisco Ynduráin, Federico Torralba, Eugenio Frutos. Hoy la luz y la llama de este último se reaniman de nuevo, y don Eugenio se nos hace presente con este libro, en el que congregó una parte de cuanto fue, de cuanto supo, de cuanto sintió. La otra parte de su ser no cabe en un libro: aquella bondad suya, aquella mirada sonriente y tranquila, aquel hablar sosegado; sus repentinos fríos cuando nadie los sentía, su soledad. Porque Eugenio Frutos, hombre superior al fin, aun en medio del bullicio, daba siempre la sensación de estar en estado de soledad, deambulando por su alma, escrutándola, depurándola, no para sí, sino para entregarla limpia. La he buscado durante unas horas de lectura apresurada en su Antropología filosófica, y la he hallado. Quien no pueda porque no lo trató, se encontrará en el libro con una de las mentes teóricas más potentes de los últimos años, a la que tocó discurrir en tiempos de tribulación, bien a contrapelo de lo fundamental que a él importaba, con la libertad constreñida, sin la cual el QUIÉN que era se veía forzado a una reducción, cuando había nacido para destinos intelectuales del más alto rango.





Indice