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ArribaAbajoLibro tercero

Las tiernas y afectuosas demostraciones de Bridway, las desgracias que había padecido y el infeliz estado a que lo había reducido la suerte, fue la materia de sus discursos en el coche mientras se encaminaban a casa de Bridge, interrumpiendo la sucinta relación que Hardyl hacía de las desgracias del buen viejo el eco del pavimento oprimido del coche, que resonando con mayor ruido en el gran patio de la casa de Bridge, lo advirtió de su llegada; entonces él sin querer saber más de relaciones, vuelve a las afectuosas demostraciones de su gratitud, bajando el primero del coche para dar la mano a sus huéspedes e introducirlos en su casa.

En ella había gastado tesoros el padre de Bridge, hombre esplendidísimo, que así en la arquitectura como en sus adornos había hermanado la magnificencia inglesa al gusto y primor de la Italia y Francia y al aseo de la Holanda. La elegancia competía con la riqueza en muebles y alhajas y la industria de la China campeaba en sus ricas tapicerías, no menos que los pinceles de Italia y Flandes en los admirables cuadros que adornaban las piezas.

Eusebio recorría con ojos atónitos todos aquellos objetos de maravilla siguiendo a John Bridge, que por una hilera de estancias los precedía para presentarlos a su mujer. Ésta, advertida de la llegada de los huéspedes, se les presenta ataviada sin afectación, supliendo su noble presencia a la hermosura de que no la dotó la naturaleza, aunque tampoco tenía motivo para quejarse de sus agraciadas facciones. Ella se adelantó con afable cortesía al cumplimiento de Hardyl y la cortesía de Eusebio, el cual se avergonzaba de verse tan sucio en aquel templo del gusto y de la grandeza, y en la presencia de la perfumada deidad que los recibía con majestuoso agasajo.

Poco era el ir vestido de cuáquero, traje que Eusebio ya prefería por inclinación a todos los otros que había visto desde Douvres hasta Londres. Mas la pérdida del coche y de sus baúles en que iba toda su ropa, privándole mudarse de camisa, fue causa también de que estuviese muy mugrienta la que llevaba, habiendo dormido con ella todos aquellos días y llevado las cargas de los juncos y enea por la tienda. Sus zapatos se resentían de la misma indecencia, y sus medias echaban menos alguna mano piadosa que les remediase las llagas.

Aunque Eusebio había reparado en su suciedad, aun cuando en casa de Bridway no había tenido motivo para sentirlo en su estado pobre, como lo sentía ahora en el centro del primor, del lujo y magnificencia de la casa de John Bridge; especialmente a los ojos de su mujer, los cuales oprimían el corazón de Eusebio de vergüenza y encogimiento, reconociéndose tan mal parado en su exterior; motivo para que suspirase interiormente por la dulce libertad y por el libre desahogo de la pobreza de casa de Bridway, exenta de la sujeción que afana y mortifica.

Lady Bridge, pues era hija de un lord, aunque casada con un mercader, notaba y compadecía la vergonzosa confusión de Eusebio, atribuyéndola al sentimiento de la padecida desgracia de la cárcel, habiéndola prevenido de ella su marido por las sospechas que concibió cuando vio llevar preso a Hardyl a Newgate, y confirmándoselo ahora al tiempo que se los presentaba, diole motivo para que después de congratularse con ellos de su venida y de su libertad recobrada, les manifestase con afectuosas expresiones el gran sentimiento que así ella como su marido habían tenido por tan siniestro accidente.

Hardyl le agradeció los afectos de su corazón compasivo, pero le añadió que no los merecía su desgracia, porque tal no la reputaba, no habiéndole causado ni desazón ni sentimiento. Y con esta indiferencia continuó a hablar después que tomaron asiento hasta que, contando la manera cómo los prendieron y cómo se dejó prender, no pudiéndose contener John Bridge, exclamó: Voto a tal, que hallándome yo en ese lance, como vos, inocente, no me hubiera dejado prender. ¿Y qué hubierais hecho para ello?, le preguntó Hardyl. No hubiera dejado alguacil a vida. ¿Ser preso por ladrón injustamente, con pérdida del honor, de la estimación y del decoro? Eso no. ¡Vive Dios, primero me hubiera dejado hacer mil pedazos!

Pero entonces lo hubierais perdido todo, dijo Hardyl; la vida, porque os hubieran despedazado, y el honor y estimación, porque no se hubiera podido verificar vuestra inocencia. A buena cuenta, yo no creo haber perdido nada de todo eso en la cárcel. Decís muy bien, dijo entonces lady, mi marido se arrebata fácilmente. Lo sé, señora, lo sé, respondió Hardyl; sin hacerle pedazos, le dieron lección sobre ello los iroqueses. Bridge al oír esto se levanta y, poniendo las manos sobre los hombros de Hardyl, exclamó: ¡Oh, Hardyl, me seréis siempre respetable; os entiendo, os entiendo. ¡Oh qué ideas me renováis!

En esto los llaman a comer. Lady, viendo empeñado su marido con Hardyl haciéndole exclamaciones sobre su antiguo estado y sobre la liberalidad que usó con él en Filadelfia, sin que acabase de desprenderse, rogó a Eusebio que pasase adelante hacia el comedor, haciéndole ademán con la mano. Pero Eusebio se excusaba, no sólo por respeto, sino también por la vergüenza que padecía, temiendo que lady Bridge reparase en los agujeros de sus medias si iba él delante. Desprendido entonces Bridge de Hardyl, al tiempo que lady renovaba sus instancias a Eusebio para que pasase adelante, va hacia él diciendole: Estos se llaman cumplimientos, a los cuales tengo desterrados de mi casa. Y cruzándole el brazo sobre el hombro, vuelto a su mujer, le dice: ¡Oh si supierais qué joven es éste! No sabe él cuánto le estimo. Y de esta manera se lo llevó abrazado a la mesa, colocándolo al lado de su mujer.

Sentado también él, pregunta luego si habría alguno en Londres que tuviese igual complacencia a la que él sentía, manifestando a tan respetable bienhechor como lo era Hardyl, el agradecimiento que le debía. No hay duda que debe ser grande vuestra complacencia, respondió lady, si la deduzco de la que yo siento en mí por lo que me intereso en vuestros sentimientos. ¿Cuál será, pues, la mía, dijo Hardyl, al verme cortejado de quien después de tantos años se acuerda de un favor que yo tenía olvidado? Sabed, pues, ahora, sir Bridge, el motivo que no os dije entonces porque os entregué las sesenta guineas. ¿Cuál es, cuál es? Oigámoslo. El haber conocido a vuestro padre la primera vez que estuve en Londres y en esta misma casa, recibiendo de él el dinero que me venía librado en letras de cambio.

Esto fue motivo para que Bridge tuviese nuevo gozo en su agradecimiento, holgándose mucho más de tenerlo y cortejarlo en su casa; y motivo también para que en el transporte de su alborozo, diese orden a su mayordomo para que sobre la marcha enviase sesenta guineas al viejo Bridway en memoria de las que Hardyl le había dado en Filadelfia y en atención a la tácita promesa que hizo al buen viejo cuando éste le quería disputar la quedada de Hardyl y de Eusebio en su casa, sobre la cual recayó de nuevo la conversación, y sobre el motivo que los había obligado a recogerse en ella.

Lady Bridge quiso entonces informarse de la desgracia del coche. Eusebio se la cuenta por entero; y como llevaba sobre hito la suciedad de su camisa y vestido, no pudo contenerse su vergonzosa vanidad para dejar de buscar excusas en la repetición de la pérdida de los baúles en los cuales llevaba toda su ropa y dinero, a fin que lady no atribuyese su suciedad a verdadera pobreza. Pero luego que estuvo a solas, ocurriéndole la mezquindad de este vano sentimiento, fue causa de que se avergonzase mucho más por ello que por su vestido. Entretanto que Eusebio contaba la pérdida del coche a lady, John Bridge reparaba que Hardyl miraba con frecuencia un cuadro que había en la pared de enfrente, como si le robase la atención. Los personajes principales que el cuadro representaba eran dos mujeres. La una de ellas ricamente ataviada y que hacía alarde a la otra de las muchas joyas, de las cadenas de oro y de otras preseas que iba sacando de una cajuela, mirándola la otra con indiferencia y señalando con la mano izquierda un hombre anciano vestido a la griega, que estaba pintado en el medio fondo del cuadro, con los pies y piernas desnudas y coronado de laurel.

Notando, pues, Bridge el enajenamiento de Hardyl en mirar aquella pintura, le pregunta si le agradaba. Excelente cosa, responde Hardyl, ¿parece del Ticiano? Por tal la compró mi padre a peso de oro en Venecia, pero jamás me ocurrió preguntarle lo que significaba, ni yo advertí en ello, hasta que lo quiso saber de mí un caballero alemán que vino a ver mis pinturas, y a quien no supe darle respuesta. Haced cuenta le dice Hardyl, que estaba también pensando en ello; pero os confieso que tampoco atino. Eusebio, ¿sabréis decir lo que representa este cuadro?

¿Qué cuadro?, pregunta Eusebio, volviéndose para mirarlo porque le caía de espaldas; y habiéndolo contemplado atentamente, estando esperando la respuesta con ansia John Bridge, le dice: Si no me engaño representa al amor conyugal por el caso de la mujer de Foción. Decid, decid qué caso es ése, insta Bridge deseoso que Eusebio atinase. Tiene razón, dijo luego Hardyl, no puede ser otro; pero contad el caso. Entonces Eusebio cuenta cómo habiendo ido una dama principal de Atenas a ver la mujer de Foción, se jactaba de las muchas joyas y preseas que poseía. La mujer de Foción le respondió que ella sólo tenía una joya, pero que ésa sola valía más que cuantas ella le pudiera mostrar. Picada entonces la vana curiosidad de la dama ateniense, le instó ara que se la mostrase. La mujer de Foción la llevó a donde estaba su marido y mostrándoselo con la mano, le dijo: Ésta es, vedla aquí.

Otro tanto más lo aprecio ahora, dice Bridge. ¡Lástima que todos los casados no tengan un cuadro de esos en su casa! Y dirigiendo la palabra a su mujer exclamó: ¡Oh lady, si fuerais vos la mujer de Foción! ¡Oh, sir Bridge, si fuerais vos el marido de la mujer de Foción! Pero ya no se ven de esas joyas, dijo Bridge. ¿Y por qué no?, pregunta entonces Hardyl, yo hago cuenta de haber labrado una de esas. Bridge lo entendió, y Eusebio no era tan lerdo que no se sonrosease del dicho de Hardyl. Bridge, que reparó que Eusebio se ponía colorado, no se recató de decirle: ¿Os sonroseáis, don Eusebio? Sabed, pues, que gusto mucho de ver teñido de púrpura el rostro de un modesto mancebo.

Eusebio, para sacudir la confusión que Bridge le agravaba, no halló mejor expediente que decirle: El gozo que tuve, sir Bridge, cuando os reconocí en la cárcel, después que os nombrasteis y os disteis a conocer por aquel joven que vimos en Filadelfia años hace, me hizo venir deseos de saber el modo cómo os restituisteis a Inglaterra, pues aunque no me quedaba especie de vuestra fisonomía, me acordé siempre de vos y del saludo que me hicisteis en la plaza de Filadelfia. A la verdad, dijo Bridge, no quería renovar esa memoria, aunque me acuerdo de la moderación con que llevasteis aquel mi saludo; pero vale más que lo olvidemos y que satisfaga a vuestros deseos sobre mi vuelta a Inglaterra, como lo tenía determinado hacer para desempeñar también por esta parte mi gratitud. Debisteis hallar sin duda muchas dificultades que vencer, preguntó Hardyl, por parte de la justicia por la muerte que disteis al hijo del lord H... De hecho las hallé, pero la fortuna me abrió todos los caminos. ¿Qué no podía esperar de ella después que me hizo encontrar en vos y en vuestra liberalidad el remedio de todas mis desventuras? Creed, dijo entonces lady, que mi marido tiene a lo menos esta buena partida que jamás olvida beneficios, y el que vos le hicisteis lo lleva siempre en la boca y en el corazón. Esa a lo menos no parece que venga bien al dicho de la mujer de Foción; pero ya me hice justicia, confesando que eran raras tales joyas. Dejemos todo esto y vamos a nuestro cuento, que es lo que interesa a don Eusebio.

Sabed, pues, que habiendo salido con próspero viento del Delaware, no dejó de sernos casi siempre propicio el tiempo hasta que avistamos las costas de Francia, y cuando nos lisonjeábamos de entrar dentro de pocas horas en Havre, nos vimos acometidos de una fragata holandesa, de la cual no nos recatamos porque llevaba bandera francesa y porque ignorábamos que se hubiese declarado la guerra. Nuestro capitán, hombre esforzado, aunque iba desprevenido y su buque era inferior, quiso disputar la victoria y, animando a los suyos, quiso hacer frente a la fragata que se declaraba enemiga, la cual después de habernos dado caza, teniéndonos a tiro, nos disparó una andanada que nos hizo algún daño, y antes que nuestro capitán se pudiese poner en defensa, nos disparó la otra tan a tiempo que se llevó el trinquete e hirió algunos marineros de la tripulación.

A vista de este estrago, cayendo de ánimo el capitán, hubo de rendirse; y en vez de entrar libres, como esperábamos, en Havre, entramos prisioneros en Ostende, en donde, proporcionándoseme medio para avisar a mi padre de mi situación, me consiguió la libertad con el favor de algunos amigos poderosos que tenía en Amsterdam; pero no atreviéndose a llamarme a Londres, me hizo pasar a Escocia bajo otro nombre, encomendándome a un pariente suyo.

Allí viví algún tiempo desconocido, pero inquieto; tal era mi genio. De suerte que, sabiendo que se aprestaba una fuerte armada contra los holandeses, resolví tentar fortuna en el mar, sirviendo de voluntario bajo el mando del príncipe Roberto, el cual se lisonjeaba acabar con las fuerzas de la Holanda. Lo hubiera tal vez conseguido si no hubiese tenido los franceses por aliados y si la Holanda no hubiera tenido por generales los mayores hombres que salieron de sus lagunas y cuyos nombres les son su mayor elogio, Ruyter y Tromp. Estos mandaban las dos divisiones de la armada enemiga y Branker la tercera.

Las de nuestra armada las mandaban el príncipe Roberto la una, Sprague la otra y D'Estrées, el aliado francés, la tercera. Encontráronse las dos armadas enemigas casi enfrente del Texel y allí mismo comenzó el combate, el más sangriento y obstinado que jamás vieron aquellos mares. El príncipe Roberto hacía frente a Ruyter, Sprague a Tromp, D'Estrées a Branker.

El valor que combate desde lejos no se puede quilatar por las fuerzas del cuerpo, sino por las del ánimo en despreciar la muerte; prueba de que la pólvora no destruyó enteramente al valor, como pretenden; pudiendo también animar su corazón impertérrito a un brazo flaco, que se rindiera tal vez al golpe de un cobarde Milón; necesitándose de mayor ánimo para hacer frente al fuego, especialmente en una batalla naval. En ésta que os cuento se vio también cuánto mayor coraje infunde el patriotismo a los corazones republicanos de dos naciones rivales de su honor, de su gloria y de su acrecentamiento, estando todos resueltos a morir o a vencer. La animosidad empeñada se convirtió luego en rabiosa obstinación que les hizo cerrar de más cerca el combate. Entonces Ruyter puso todo su empeño en cortar la división del príncipe Roberto, y lo consigue, separándolo de su almirante Chichely. Esta maniobra del esfuerzo de Ruyter sirvió sólo para dar mayor realce al valor y talento del príncipe Roberto, desembarazándose no solamente de Ruyter y uniéndose otra vez a su almirante, sino que también luego que se juntó con él, acudió a socorrer a Sprague, hallándose éste apremiado del fuego y del valor de Tromp, continuando así por una hora el combate.

Sprague, viendo su navío, el, Príncipe Real, casi destrozado, debió pasar su bandera al San Jorge para mantener su división en batalla. El holandés Tromp, no menos maltratado que Sprague, hubo de pasar también su bandera sobre el navío Cometa, desamparando al León de Oro que se iba a pique. El combate se renueva con mayor furia de ambas partes. La gloriosa desesperación de los que quedaban en los bordos suplía al número mayor de los muertos y heridos que faltaban. Tromp las había de empeño y de rencor contra el solo Sprague, y éste parecía no tener otro enemigo que Tromp. El fuego mayor que vomitaban sus navíos, caracterizaba el de sus ánimos; pero Sprague se vio obligado a desamparar también el San Jorge a donde había pasado su bandera para llevarla a otro navío.

Era almirante de la división de Sprague el joven Ossory, hijo del conde de Ormont, el cual, viendo la rabiosa tenacidad con que Tromp combatía a Sprague, llevado del ardor de su ánimo juvenil, resuelve abordar al holandés Tromp y decidir la batalla espada en mano. Pero al tiempo que movía de su fila, le advierte el piloto que Sprague quitaba la bandera del San Jorge para pasarla al caballo marino.

Esto lo hizo retroceder a su fila para protegerla de la animosidad de Tromp, a cuyo valor parece que el destino había reservado por víctima al esforzado Sprague; porque al tiempo que pasaba la bandera de su navío sobre una lancha, una bala enemiga la hiere de lleno y la sepulta en el mar con todos los que iban en ella. El bravo Ossory sustituye en el mando de la división al anegado Sprague; y aunque algunos de sus navíos se hallaban fuera del combate, Ossory lo renueva con mayor fuerza haciendo frente a Tromp, que se hallaba superior en navíos y que parecía prometerse la victoria, no sólo por el general muerto, sino también por el joven que sustituyó.

A este tiempo llegaba el príncipe Roberto desprendido otra vez del fiero Ruyter para proteger al joven Ossory; y cargando sobre la división del impertérrito Tromp que más que ninguno les daba que entender, lo desordena echándole dos brulotes. El francés D'Estrées que desde el principio del combate parecía que peleaba por cumplimiento, echando de ver ahora el desorden y confusión que habían causado los brulotes en la división de Tromp, temiendo la total destrucción de la armada holandesa, hace señal a su almirante Martel para que se retraiga de la batalla.

El príncipe Roberto, muy ajeno de la fría política de sus aliados, dejó a Ossory y el cuidado de acabar con la división de Tromp, mientras él hacía de nuevo frente al embarazado Ruyter. Branker, que mandaba la tercera división holandesa contra D'Estrées, conociendo la oficiosa intención del aliado enemigo, se la quiso agradecer dejándolo de atacar, seguro de que no le molestaría, y acude a socorrer a Tromp y a Ruyter, que se esforzaban en reparar el desorden, y contrastar al príncipe Roberto, a Chichely y Ossory que peleaban como leones.

El príncipe Roberto, viéndose la victoria en el puño si podía empeñar a D'Estrées a que cargase sobre la armada holandesa desordenada, le da la señal para ello; pero D'Estrées, que era sordo de ojos, no quiso entender la señal, dejando patear su bordo al príncipe Roberto y a Ossory; el cual se comía los puños de rabia viendo la fina traición que les quitaba de las manos la victoria.

Ruyter y Tromp, socorridos tan oportunamente de Branker con todas sus fuerzas enteras, reparan el desorden de sus divisiones y renuevan otra vez la batalla como si entonces comenzase. Mas viendo el príncipe Roberto todos sus navíos maltratados y que apenas le quedaba gente bastante para las maniobras, sin poder esperar ayuda de D'Estrées, se hubo de retirar como lo hicieron también los holandeses por el mismo motivo, quedando ambos destruídos y muerta la mayor parte de su gente.

Yo salí herido en este brazo, y como fueron tantos los muertos pude fácilmente ascender de grado, protegido del conde de Ossory, en cuyo navío servía de voluntario; y como le debía particular afecto, me determiné a confiarle mis circunstancias para ver si podía por su medio obtener el perdón del rey y de la familia del lord a quien maté. Iba acompañada mi declaración con un rico presente que me envió mi padre a este fin, pero que sólo sirvió para darme mayores pruebas de la nobleza de ánimo del incomparable Ossory, el cual no quiso recibirlo por ninguna vía, aunque era una cédula de diez mil libras esterlinas en una caja de oro con la cifra de su nombre en diamantes.

La respuesta con que me acompañó sus repetidas excusas fue que jamás había vendido favores, los cuales daba de barato cuando podía. Él tenía a la verdad y felizmente encaminado el negocio, pero la muerte que le sobrevino en la flor de su edad, echó a tierra con él todas mis esperanzas, arrebatando a la Inglaterra un joven digno de su admiración y adoraciones.

Faltándome su amparo, me hube de retirar a Francia donde, apenas llegué, me abrió la fortuna el más seguro camino para volver a mi patria, y fue la causa del lord Danby, tesorero que era de la Corona, puesto en la torre de Londres por los Comunes; y como éste era cuñado del lord H... a quien maté, no quedaba oposición en la corte para solicitar la gracia del rey, si la solicitaba la duquesa de Porstmouth, a quien mi padre miraba como el más seguro medio para obtenerla.

Era esta duquesa una señorita francesa, camarera de la duquesa de Orléans, llamada Ana Kerouet, de la cual quiso servirse la infatigable la política ambición de Luis XIV para tener una secreta mano en el gabinete de Londres, enviándola como en regalo a Carlos segundo; el cual se le aficionó tanto, que poco después que ella llegó a Londres, coronó el rey sus gracias y hermosura con el título de duquesa de Porstmouth que le dio. El regalo, pues, que rehusó el generoso Ossory, sirvió a la petición de mi padre para obtener en respuesta de la duquesa la gracia firmada del rey. Aquí tiene vmd., mi señor don Eusebio, el modo cómo me restituí a mi patria; lo cual debo atribuir principalmente al singular beneficio recibido en Filadelfia, que os vuelvo a repetir que mi desesperación era tal, que me habría vuelto a las selvas o echado en el río, si tan oportunamente la beneficencia de este mi respetable bienhechor no me hubiese socorrido.

¿Y no me sabréis decir, preguntó Hardyl, en qué paró aquel cirujano que se embarcó con vos, y que pretendía de mí una igual suma a la que os entregué? ¡Ah!, sí, dijo Bridge; no me acordaba más de él; me confesó que todo lo que había urdido fue trampantojo para sacaros el dinero, pero lo pagó bastante en el encuentro que tuvimos con la fragata holandesa que nos apresó antes de llegar a Francia, porque a la segunda andanada que nos disparó, una bala encadenada le quebró las dos piernas, de cuya herida murió poco después en Ostende.

Pero basta de charlar después de comer, continuó a decir Bridge; mañana es el día que nos dio el juez para saber de vuestro coche; esta tarde, pues, podemos ir a vernos con uno de esos señores Clearke o Horrison para mortificarlos un poco, sacándoles el dinero de que necesitáis, si no queréis valeros antes del mío; escoged. Eusebio agradece a Bridge su generosa oferta, resolviendo tomar dinero de uno de los dichos mercaderes, temiendo abusar de la generosidad de su huésped.

En esto llega Vimbons, criado de Bridge, con la respuesta de haber entregado a Betty Bridway las sesenta guineas, dándoselas a ella por no estar en casa su marido. Bridge le da orden de poner el coche y entre tanto él y su mujer hacían ver a sus huéspedes algunos de sus cuadros. A Eusebio le robaba parte la complacencia de ver aquellas pinturas y muebles magníficos, el tener atada y encogida su atención, la vergüenza que padecía por la suciedad de su ropa y por los agujeros de sus medias; sin poder sacudir de sí esta molestia que lo angustiaba, llegando finalmente a aliviársela en parte el aviso de Vimbons de que el coche estaba pronto. Eusebio lo recibe con gozo para salir cuanto antes de la presencia de lady, cuyos ojos apremiaban su encogimiento vergonzoso; y despidiéndose de ella, se encaminan a la casa de Clearke, el cual contó a Eusebio, bajo la fianza de Bridge, mil libras esterlinas que le pidió; y recibidas, se los lleva Bridge en el mismo coche al paseo de Vauxhall.

Apenas había un cuarto de hora que andaban, cuando Eusebio comienza a gritar desde el coche sin poderse contener: ¡Gil Altano! ¡Gil Altano!, vedlo allí, Hardyl, vedlo allí que va pidiendo limosna. Bridge que no comprendía tan extraordinario transporte de Eusebio, ni lo que decía, pregunta lo que era. Hardyl se había asomado a la portezuela para ver si descubría a Gil Altano, y Eusebio, sin oír lo que Bridge le preguntaba, se esforzaba en abrirla para saltar del coche, que iba andando, e ir a buscar a Altano.

Esperaos, le dice Hardil teniéndolo del brazo. ¿Dónde está Altano que no lo veo? Vedlo allí entre aquella gente con el sombrero en la mano que pide limosna; y Eusebio lo señala con el brazo y dedo tendido. Pero temiendo perderlo de vista, comienza otra vez a gritar: Altano, Gil Altano. Hardyl no podía dejar de reír al ver la fuerza de su inocente afecto; y Altano, oyéndose llamar de la voz de su ansiado don Eusebio a quien no podía descubrir por los muchos coches, iba y venía volviendo a todas partes su azorada y aturdida cabeza, hasta que, dando con las señas y voces de Eusebio, se arroja hacia el coche que Bridge había hecho parar; y agarrándose a la portezuela, le toma la mano a Eusebio llorando de gozo y besándosela mil veces, le decía: ¡Oh mi señor don Eusebio, qué desgracia ha sido la nuestra!, ¡pero cuán grande alborozo es el mío de encontrar sano y salvo a vmd.! Todos mis pasados afanes quedan recompensados con este feliz encuentro. ¡Oh señor mío! El gozo no me cabe en el pecho.

Bridge, a quien Hardyl dijo ser aquel uno de los perdidos criados de Eusebio, admiró la ternura de éste para con aquel hombre, viendo asomar a sus ojos el llanto, y que le decía: ¿Y Taydor? ¿Dónde queda el pobre Taydor? Allá en Timtom, o como diablos se llama, quedó malherido de los cocheros de un pistoletazo que le dispararon. ¡Ah!, ¡si supiera vmd. lo que nos ha pasado! Vamos a casa, dice entonces Hardyl, y allí nos podremos informar mejor. Bridge da entonces orden al cochero que vuelva a casa y a Gil Altano le dice que siguiese al coche.

Llegados a ella, Bridge, debiendo ir a otra parte, después de entrarlos en el cuarto que les tenía preparado, los deja en libertad; y Eusebio, impaciente por saber la historia de la desgracia de Taydor, pregunta por él a Gil Altano, sin acordarse ni de sus baúles, ni de su coche y caballos. Altano le responde: ¿Pues qué, cree vmd. que sólo Taydor es el desgraciado? ¿Y el coche y caballos, dónde los deja? Yo estuve a punto de ser atropellado de ellos y Dios sabe dónde infiernos se los llevaron aquellos demonios de cocheros.

Vaya, dejémonos de preámbulos impertinentes, le dijo Hardyl, y contad sucintamente el caso como pasó y el lugar donde fuisteis a parar desde donde nos separamos. Lo diré del mejor modo que sepa y no de otro modo, señor Hardyl. ¿Pasasteis por Dartford, le preguntó Eusebio, la mañana que nos separamos? Sin duda pasamos por ella; y por más señas, vimos el mesón que vmd. nos dijo del caballo blanco; y no dudando nosotros que fuese aquel, por delante de cuya puerta pasábamos por la enseña de un mal caballo blanco que había en el aire con una piernas que parecían de camello, dijimos a los cocheros que parasen; mas ellos, haciendo oídos de mercader, tiraron adelante diciendo que no era Dartford.

Al verlos salir fuera de la ciudad les preguntamos qué ciudad era aquella. Oates nos responde que era la ciudad de Chikirichie. Taydor se desatinaba porque decía que jamás había oído decir que hubiese por aquellos contornos una ciudad que se llamase Chikirichie; pero confiados en aquellos demonios de cocheros, nos dejamos tirar adelante, esperando que a un cuarto de legua daríamos con esa Dartford. Camina que camina, jamás llegábamos a descubrirla, aunque iban más que de trote los caballos. ¿Cuándo llegamos a esa Dartford?, le pregunté yo a Oates, y él me responde: Luego, luego. El luego fue que, ya cerca del anochecer, llegamos a una villa llamada Timtom, o qué sé yo, un nombre tiene así, porque a la verdad, aseguro a vmd. señor don Eusebio, no tuve tiempo, y mucho menos ganas, de aprender su nombre de memoria por lo que vmds. oirán.

Taydor no dejó de conocer que íbamos fuera de la carretera de Londres; pero como no estaba asegurado de ello, aunque le vinieron varios impulsos de hacerlos parar para informarse de los labradores que veíamos trabajar en los campos, se contuvo con la esperanza de saber la verdad en el primer lugar por donde pasásemos; pero antes de pasar por ninguno, nos vimos entrar en un mal mesón de esa villa que he dicho y cuyo nombre no sé decir.

Taydor, viendo que no era ciudad una villa donde pararon los cocheros, no dudó que era Dartford la ciudad que habíamos dejado atrás; luego que apeamos, pregunta a Oates por qué no había parado en Dartford. Él le responde con aire de taco, sin mirarlo al rostro, que nada le habían dicho de Dartford. ¿Cómo no?, dice Taydor, bien claro lo dije. Tan claro, dijo entonces Trombel, su compañero, que no lo entendimos. A buena cuenta, el yerro se cometió y los caballos no pueden más. El amo supondrá que hemos tirado adelante y por el hilo sacará el ovillo.

Taydor, poco satisfecho de esta respuesta que llevaba aire de desvergüenza y de declarada traición, calló con ánimo de indagar la verdad del mesonero. Éste no estaba, y entrando en la cocina para ordenar la cena, pues comida no había que esperar por ser casi de noche, le preguntó a la mesonera que estaba sentada delante del hogar, más gruesa y reverenda que la tía Robles, una mesonera que conocí en Cádiz, si aquella villa estaba en la carretera de Londres. De aquí, respondió ella, a Londres se va. También se puede ir, dije yo entonces, a Cantacucos y más allá del infierno. Id en hora buena, hermano, me respondió ella, y que buen viaje tengáis.

Dicho esto se levanta y se sale de la cocina con paso de pato cebado, que apenas puede caminar, y nos deja a Taydor y a mí. ¿Qué hacemos, Taydor?, le digo; esa bruja de mesonera se me antoja ave del mal agüero, y quiera Dios que no lo sea también de rapiña. Taydor, después de haber estado un rato pensativo, me dice: Quédate aquí en el mesón y no pierdas de vista el coche y caballos hasta que yo vuelva, pues voy a informarme por el lugar para salir de las sospechas que me dan los cocheros; y se va y me deja.

El hambre me aquejaba, pues no habíamos comido todavía. Salgo de la cocina y veo a la mesonera que estaba mirando al coche. No es menester llamar al herrero, tía Juana, la digo; y dadme algo que mascar, porque a la verdad estos bellacos de cocheros no quisieron que probásemos los pollos de Dartford. ¿Pues qué, no los hay aquí tan buenos como en Dartford?, me dice ella. Y yo: Mascar quiero, y no hablar, señora comadre; queso, rábano, o lo que sea; venga luego, que estoy como lámpara de ermita.

Ella me da un panecillo con un pedazo de queso que me puse a devorar, yendo y viniendo del coche a la caballeriza, al establo quise decir, y desde el establo al coche, hasta que llegando Taydor más malhumorado de lo que estaba cuando se fue, me dice: Altano, estamos más mal parados de lo que podéis pensar; y así, amigo, conviene que nos demos aire. Los cocheros nos hicieron manifiesta traición. ¿Cómo?, ¿cómo?, le digo yo alterado, ¿de qué manera? Callar y obrar importa, continuó a decirme, y ojo alerta; voy a despachar un propio a Dartford para avisar a el amo de nuestro paradero si por ventura lo encuentra en aquella ciudad, pues era Dartford y no Chikirichie como nos dieron a entender. Estad atento al coche y caballos mientras vuelvo.

Puede vmd. figurarse, mi señor don Eusebio, los afanes y congojas en que me dejó Taydor y el enojo que me encendió, diciéndome la manifiesta traición de los cocheros. Enfurecido contra ellos, me determiné ir a molerlos a palos. Busco furioso un palo; no lo encuentro. Dándome entonces una palmada en la frente, ¡pesia tal!, exclamo: He aquí que mi señor don Eusebio no quiso que nos proveyésemos de cuchillo de monte para el camino, siendo así que ahora venía más pintado que matraca en semana santa. Juro a tal que me tengo de comprar uno, más que le pese a mi señor, de un tomo y lomo mayor que el que empuñaba Abderramán en la batalla de Clavijo.

Dicho esto, me resuelvo ir a hacer desembuchar sus intenciones a los cocheros de cualquier modo que fuese; si a palos no, a mojicones. Con esta resolución me encamino al establo para ver si los encontraba; uno y otro se guardaron bien de hallarse en él. Eso ya lo esperaba yo, dijo entonces Hardyl, que no los hallaríais en el establo. Pues no lo esperaba yo, dijo Altano. Cuento por dos veces los caballos, para ver si eran cuatro, no sea, me decía yo a mí mismo, que ande por aquí Satanás. De los caballos voy al coche y del coche a los caballos, siempre temiendo que la bruja de la mesonera hiciese alguna de las suyas, pues según oí decir, también hay brujas aquí en Inglaterra como en España.

Qué ha de haber, bobo, le dijo entonces Hardyl; eso queda para las consejas de tu tierra. ¿Cómo?, dijo Altano, ¿y pondrá vmd. duda en lo que yo mismo vi? ¿En dónde?, ¿cuándo las viste?, replica Hardyl, ¿de día o de noche? De noche y bien de noche, respondió Altano, las vi desde una casa de Triana cuando estuve en Sevilla. Y si era tan noche, dijo Hardyl, ¿cómo las pudiste ver? No pude dudar de ello, dice Altano, pues las oí repicar por el aire las castañetas. ¿Y oír es ver? Vamos, dijo Hardyl, pasa adelante y no destripemos cuentos, si no no acabaremos jamás con tu eterna narración.

Señor Hardyl, dijo entonces Altano muy alterado, vmd. es el que los destripa, y si no quiere oír cómo lo cuento, ahí hay otro cuarto. Vamos, pasa adelante te digo, dice Hardyl, y sepamos en qué paró el mensajero de Taydor. Taydor, continuó Altano, volvió al mesón después de haber despachado el propio a Dartford y, teniendo por seguro que vmds. no llegarían aquella noche, ordena la cena para nosotros y para los cocheros. Yo le dije entonces: ¿Quién cuidará de los caballos mientras cenamos? Pues el coche lo tenemos aquí cerca y las ruedas no son de algodón.

Los cocheros, me responde Taydor, no se los llevarán, pues cenarán con nosotros. Aquí le repliqué algo de mis temores de brujas; pero puesto que el señor Hardyl no gusta de oírlas mencionar, me las dejaré en el tintero. Hardyl no pudo contenerse de no decirle: Gran tintero debía ser ese en que hubiese brujas por algodones. Pues cabalmente, dice Altano, si vmd. no lo sabe, es la caldera de Pero Botero. Ya se echa de ver, dijo Hardyl, la larga pluma que moja en él. Mi señor don Eusebio, dijo Altano, dejaré de contar la historia, porque no hay aguante para más. Vamos, pasa adelante, dice Eusebio; no te detengas por eso, pues al cabo nada significa el que te interrumpa Hardyl. Pasaré adelante, mi señor, pero si a cada instante nos hemos de tirar las greñas, vale más que se lo cuente a vmd. cuando esté solo. No te interrumpirá más, dice Eusebio, prosigue tu narración.

Dispuesta ya la cena, los cocheros no parecían. Pues juro a tal, dijo impaciente Taydor, que no dejaré este puesto hasta que no vuelvan. Lo decía esto paseándose por delante del establo; yo repliqué que podíamos cenar uno después de otro, pues así no quedarían sin guardar los caballos; pero diciendo él que no quería, me contenté de decir dentro mí: A buena cuenta el queso y pan en buen sitio están. Pero finalmente llegaron los cocheros cuando les dio gana, y nos llaman a cenar. Taydor me dijo que disimulase y lo dejase hablar a él. Yo aquí no veía razón, pero creí que tendría algún motivo particular para ello, y así, callé.

La mesa estaba dispuesta en la misma cocina, y cuando llegamos Taydor y yo vimos que ya estaban en ella muy de asiento los señores vellidos, con rostros tan descarados y socarrones que parecía que nada supieran del hecho. ¿Pues qué, dice Trombel, no esperamos al amo? ¡Ah!, traidor, estaba yo para decirle, y para echarle tras esto el plato en los bigotes; pero me contuve, y callé, por lo que Taydor me había insinuado, respondiendo éste a Trombel: No hay para qué esperarlo más, no habiendo llegado ya; pero más tarde sí vendrá, pues le he despachado un propio.

Aquí noté que Trombel se turbó no poco, pero el descarado Oates dijo luego: Temo mucho que no lo encuentre en Dartford ese propio. ¿Por qué no?, pregunta Taydor un poco alterado. Por vuestro descuido, respondió Oates, en no decir que quedásemos en Dartford; o si lo dijisteis, no os entendí; ver qué consecuencia lleva el no hablar claro. Aquí se me encendió en ira toda la sangre viendo el descaro de Oates; y sin duda me contuvo para no abrumarlo el juro redondo que echó Taydor entonces, diciendo tras él a Oates: Hablo y veo más claro que lo que vos pensáis, y reportémonos, porque si no, ¡vive Dios...!

Oates enmudeció y Trombel no se atrevió a chistar viendo el manifiesto enojo de Taydor. Entonces el mesonero, temiendo alguna reyerta, dejó la mesa en donde acababa de cenar y vino a la nuestra metiendo su cuba de barriga entre mí y Taydor, y moliendo con los dedos un polvo de tabaco con la caja abierta. Yo me volví a mirarlo, al tiempo que hacía de ojo a Trombel, diciendo: ¿Tuvisteis buen viaje, señores? ¿Buen viaje?, y tan bueno, le digo yo, sin acordarme más, ni por pienso, del encargo que me había hecho Taydor de que no hablase y así continué a decirle: Y si no, dígalo el dromedario blanco de Dartfotd que nos vio pasar debajo de sus luengas patas, pareciendo que nos quería atropellar desde el aire, echándonos en rostro el sahumerio del pingado rosbif que perdíamos en su cocina.

No entiendo eso de dromedario blanco, dijo el mesonero, haciendo señas a los cocheros, pues aunque yo lo tenía de espaldas, estaba frente a frente de Trombel, con quien se entendía el mesonero, y por el espejo vi el reflejo; y a lo que preguntó de no entender lo del dromedario blanco, le dije: Lo entenderéis mañana, compadre; ¿pues qué, no habéis estado en Dartford?, ¿ni visteis jamás aquel aguilucho que hay por enseña de caballo blanco en un mesón?

Toma, sí estuve en Dartford y sí sé de ese mesón; cabalmente es un hijo mío el que lo tiene de su cuenta. Lástima que pasaseis sin entrar en él, pues hubierais visto una moza retozana, blanca, rubia y colorada, de un dengue y zalamería sin par. Para mocitas blancas y rubias estamos, le dije yo, qué le queréis hacer si estos infiernos de Trombel y Oates llevaban los oídos en los talones. Mientes, voto a tal, dice Oates enfurecido al oír esto, y yo, poniéndome en pie y devorándolo con los ojos encendidos, cojo el plato con las dos manos para echárselo, diciendo: ¿Cómo que miento? ¡Traidor, bellaco! Pero antes de echárselo a las muelas me detuvo del brazo el mesonero diciendo: Vaya, sosiéguense, señores, y siga la fiesta en paz, que en honrado mesón están, y no en un bodegón. Ea, Oates, las manos en la faltriquera.

La mesonera, al verme tan montado, vino también a sosegarme, diciéndome: Sin duda sois español. Esto me olió a la pregunta de la moza de Pilatos; con todo la dije: Lo cantaré yo antes que el gallo, tía Juana, pues me precio de serio y para que no ignoréis de dónde, sabed que del Puerto de Santa María. ¡Buena tierra, a fe mía!, dijo aquí el mesonero. ¿Pues qué estuvisteis en ella?, le pregunto; y él comenzó a darme tales señas que no pude dudar de ello.

La picarona de la mesonera dijo entonces: Pues por vida mía que le tengo de dar una cama a mi españoleto, que tal no la tenga su amo en el mejor mesón de Londres. Eso sí que yo os agradeceré mucho, le digo. Pues venid a verla, me dice; y si no es como lo digo, no coma yo pan a manteles por muchos días. Vamos allá, le dije; y ella, tomando una vela, me acompaña al cuarto, queriendo también que viniese Taydor. Había de hecho en el cuarto dos camas que más bien aderezadas no las vi en todos los mesones desde Douvres hasta allí. Vueltos a la cocina, no vimos más los cocheros, ni el mesonero. Taydor me dice entonces: Altano, esta noche no hay que pensar en cama. Los cocheros nos trajeron aquí con el fin de robarnos el coche y caballos; y lo peor es que, según noté por ciertas señas, se entienden con ellos los mesoneros; me confirma en ello el habernos hecho ver las camas la mesonera, con el fin de cebarnos más las ganas de dormir, para que mientras dormimos a sueño suelto, puedan hacer ellos salto de mata con todo el bagaje; y así en vez de ir a dormir a esas camas, dormiremos en el coche.

Por mi señor don Eusebio, le digo yo, aunque sea en el duro suelo todos los días de mi vida, y váyanse en hora mala las mejores camas del mundo. No hay, pues, que perder tiempo, dice él; ahora que no te ve ninguno, ve, métete en el coche y déjame hacer a mí. Yo me voy al coche y apenas estuve dentro, cuando veo la mesonera entrar en el zaguán por la puerta del corral con su vela encendida en la mano; y al entrar en la cocina oigo que decía a Taydor, que había quedado en ella: ¿Pues qué, no es hora de irse a la cama? ¿Dónde se fue el españoleto? Aquél, responde Taydor, es un echacuervos que no sabe hacer más que dormir. Voto a tal, decía yo en el coche al oír esto, aquel bribón de Taydor miente por las barbas, pero a su tiempo se lo diré.

La bruja de la mesonera le respondió a tono: Eso lo digo yo también; son unos poltrones soberbios esos españoles, ¿pero a dónde está? Aquí creía que Taydor la deshiciese las muelas de un revés por la respuesta desvergonzada y ultrajante a la memoria de vmd., pues yo no me hubiera contentado con eso sólo. En vez de esto la dijo Taydor: Le aparejasteis tan buena cama que no se le cocía el pan para ir a probarla y se fue allá. Tan bien como hizo, dijo ella, y extraño que no le hayáis imitado. Dadme, pues, una vela, le dice Taydor; y tomando la vela que ella le dio, le veo salir de la cocina, pasar muy serio por delante del coche y subir arriba sin decirme palabra, ni hacer algún ademán, aun con los ojos, aunque casi sacaba yo la cabeza para que me viese. Esto me hizo sospechar si quería engañarme, para dejarme solo en la pelota; y estaba a punto de llamarlo, al tiempo que veo salir de la cocina la mesonera que seguía a Taydor, el cual había subido la escalera a cuyo pie se paró alargando el cuello de lado, como esperando oír el ruido de la puerta cuando la cerrase Taydor; lo que hizo él con tal golpe que vino a herir mi corazón, confirmándome en las sospechas de que quería burlarme, figurándome yo allí en el coche como gorrión en loseta, estando, como estaba, muy metido de espaldas en el rincón sin menearme, para no ser visto ni oído, aunque podía ver los ademanes y posturas de la mesonera.

La cual, muy alegre al parecer con el golpe de la puerta que había cerrado Taydor, deshizo la atenta postura en que estaba, alargando el cuello, dando un brinco (a lo menos lo quiso dar) que si no hubiera sido por la inmensa masa de su cuerpo, el contento a lo menos... ¡Válgame el cielo, dijo aquí Hardyl, por cuentos eternos e insulsos! ¿A qué viene tanta menudencia y tanto dije y dijo y tomó a decir y responder, ni esos brincos ni descripciones, que no montan un bledo? Señor Hardyl, ya le dije que si no gustaba de oírme se fuese a otro cuarto; y si no, hago punto redondo y lo cuente quien quiera, pues no hay paciencia para con un oyente tan importuno. Vmd. sería el primero a echar fallo, y a no creer la relación si dejase de contar todas esas insulsas menudencias como dice, en las cuales está el toque que muele los oídos de vmd. y con que me muele a mí; pero ya que no gusta de oírlas, ni yo de pasarlas en silencio, quede ahí el cuento y vmd. con Dios, mi señor don Eusebio, pues se acabó aquí la narración.

No, Altano, ven acá y prosigue, dijo Eusebio, pues si Hardyl no gusta de oírte, gusto yo; pasa adelante y veamos lo que hizo la mesonera. Altano, que ya había vuelto la espalda para irse, detenido de la instancia de su amo, le dice: Bien, pues, proseguiré por complacer a vmd., pero si el señor Hardyl vuelve a romperme el hilo y la paciencia daré al diablo la narración. La mesonera, pues, después de haber dado aquel asomo de brinco de contento, se vino hacia el coche y comenzó a examinar y a forcejear los baúles con la mano, a mirarlos por arriba y por abajo. ¡Que se quema, que se quema!, decía yo dentro de mí palpitándome el corazón y temiendo que viniese a registrar dentro y dar conmigo. De hecho, ella se acercó a la portezuela, pero fue al tiempo que entraba su marido en el zaguán.

Entonces se va hacia él y oigo que le decía paso: Ya están en el cuarto, ya están en el cuarto, podemos quitar el baúl. No es tiempo todavía, le responde él, hasta que no vuelva Oates con las pistolas que fue a buscar. ¡Cuerpo de tal!, ¿qué has dicho?, decía temblando como un azogado, ¿pistolas tenemos? Somos perdidos. ¡Qué sudores! ¡Qué angustias mortales fueron las mías! ¡Qué enojo contra Taydor, al verme burlado y desamparado de él, y sin armas para poder resistir a aquellos declarados ladrones!

Ya me venían impulsos de saltar del coche para oprimirlos con mi repentina presencia; ya se me ofrecía esperar a Taydor, lisonjeándome que bajaría a tiempo para pedirle consejo, creyendo éste el mejor partido. Pero me sacaron de afán los mesoneros, viéndolos subir juntos la escalera, diciendo el marido: Hagámonos sentir que entramos en el cuarto, porque así quitaremos toda sospecha que les haya podido venir, y desde la ventana esperaremos la señal de Oates cuando vuelva con las pistolas.

Parecióme ésta buena ocasión para ir a avisar luego a Tarydor de todo lo que había visto y oído; sin detenerme más, salto del coche y comienzo a subir la escalera sobre las puntas de los pies para no ser sentido. En el primer descanso me paro para ver si podía oír alguna cosa, y de hecho oigo las pisadas de persona que al parecer bajaba la escalera tan paso, cuanto yo la subía haciendo rugir el suelo, como si pisasen arena.

¡Cielos!, ¿quién será éste?, me decía yo casi sudando de temor, no pudiendo conocer si era el mesonero o bien Taydor el que bajaba, pues no había oído ningún ruido de puerta; mas fuese quien fuese, me determino a esperarlo con el puño cerrado, teniendo enarbolado el brazo para descargarlo contra quien bajaba luego que me estuviese a tiro. Mas quiso la fortuna que, cuando le podían faltar dos o tres escalones para llegar al descanso en donde yo estaba con el brazo en alto y apretando los dientes para descargarlo con mayor fuerza, Taydor tosiese con reprimida violencia para no ser oído, y lo reconozco.

¡Oh Taydor!, le digo en voz baja. ¡Somos perdidos! Oates fue a buscar pistolas para matarnos sin duda, pues esos no son instrumentos para hacer rizos. A esto añado todas las insulsas menudencias, gestos y meneos que había visto hacer a la mesonera, y que no parecieran impertinentes al señor Hardyl si se hubiera visto en mi lugar. Taydor, sin alterarse, me responde: Vamos al coche y déjalos venir. ¿Cómo dejarlos venir?, le digo yo, ¿qué podremos hacer sin armas contra las suyas de fuego? Yo me previne con este alfange, me responde, que compré a un labrador de la villa, después que despaché el propio a Dartford y lo escondí en el coche, temiendo algún mal alzado de esos traidores; pero jamás creí que hubiesen pensado en las armas de fuego, porque si hubiera dado en ello, tal vez me hubiera sido más fácil el encontrar pistolas que otro alfange para vos, que no pude hallar. Pero no importa, éste bastará para amedrentarlos en caso que lleguen a poner en ejecución sus malvados intentos.

Mas ya que no lo pudisteis encontrar, le digo yo, ¿no fuera mejor que fuésemos ahora a apoderarnos del Trombel, antes que llegue Oates y que se junten los dos con los dos mesoneros? No, me responde él, no hago violencia a ninguno, si primero no me la hacen. Esta sobrada confianza de Taydor nos perdió por no querer seguir mi prudente consejo, el cual vale más a las veces que cien picas y cien pistolas. Apenas digo esto, cuando oímos caminar los caballos. ¡Se los llevan! Taydor, se los llevan, exclamo yo. Taydor iba a salir del coche con el alfange desenvainado, pero como con la prisa quiso abrir con la izquierda la portezuela, se le resistió tanto la manecilla, que al tiempo que se determinó pasar el alfange a la izquierda, para abrir con la derecha, llegan los cocheros uno tras otro con los caballos del diestro para ponerlos al coche y llevárselo en cuerpo y alma.

Consiguiendo Taydor abrir la portezuela, sale del coche con el alfange desnudo diciendo: Traidores, dejad esos caballos; ¿qué vais a hacer?, y se echa sobre ellos, cogiendo del diestro a uno de los caballos; yo que salí tras él, acudo también al otro y lo así del freno. Trombel y Oates, asustados de aquella inesperada y repentina aparición, no sabían qué decir. Nos vamos a Londres, dice Oates, que es hora de partir. De aquí no partiréis, dice Taydor, echando un voto a tal, hasta que el amo no venga o nos avise de lo que debemos hacer, y así volved los caballos a la cuadra.

¿Pues qué, pensáis tener vos sólo órdenes del amo?, dice Trombel, sabemos lo que nos hacemos; e impele los caballos hacia el timón del coche. Yo tenía del freno al que Trombel arreó para ponerlo en el coche, pero sintiendo la resistencia de mi mano, no se movió. Oates, que estaba detrás de Trombel con los otros caballos, echando de ver nuestra defensa: Adelante, dijo, con esos caballos y echad de revés esos follones Voto a...; dijo Taydor levantando el alfange, que de aquí no partiréis, traidores declarados. Trombel le respondió con otro voto redondo y dio una recia patada en el suelo, al tiempo que Oates, disparando la pistola por detrás de Trombel contra Taydor, lo hiere en el brazo.

Los caballos, espantados del fuego y del estampido del tiro, parten como rayos enfurecidos y me arrebatan a mí y Taydor, que los teníamos asidos, y nos atropellan, haciéndome dar tan recio golpe en el eje delantero, que creí que me hubiese descoyuntado. Al ruido, alborozo y voces del zaguán -acuden los mesoneros tan vestidos como subieron, al tiempo que Oates, habiéndose apoderado del alfange que perdió Taydor, iba hacia él para acabarlo de matar.

¿Qué hacéis, qué hacéis?, grita la mesonera, detente, Oates; y lo detiene del brazo. Su marido y el mozo del mesón lo desarman y acuden luego a Taydor que estaba, como yo, tendido en el suelo; y tomándolo en brazos lo suben arriba para ponerlo en la cama, dando orden al mozo para que fuese a llamar al cirujano de la villa. Luego vienen por mí, que hacía el muerto en el suelo, aunque estaba bien vivo, lo que creo me libró de la muerte; porque luego que los mesoneros subieron arriba con Taydor, los cocheros, que habían quedado en el zaguán, después que recobraron y ataron los caballos, vinieron a mí, diciendo Oates a Trombel: Capemos a este marrano.

Quita allá que está muerto, le dice Trombel, y dándome un puntapié, callando yo como un puto y sudando angustias mortales, me dejaron estar. Inmediatamente vuelve el mesonero por mí y luego su mujer; viendo que respiraba, me levantan, ayudándome yo también, y me llevan a un cuarto diferente del que me había mostrado antes la mesonera, en donde había aquellas dos buenas camas, sino una y bien ruin, en la que me dejaron tendido, lamentando mi desgracia; luego se salen del cuarto, oyendo yo que me cerraban con llave. Al verme allí solo y dolorido, comencé a quejarme no solamente por los dolores que padecía del golpe del eje, sino también por la pena que sentía, temiendo que hubiesen muerto a Taydor. La mesonera volvió de allí a un rato haciéndome el llanto del cocodrilo y diciendome que no temiese, que luego vendría el cirujano. No pudiendo contener más mi enojo: ¡Ah! bruja infame, le dije, embustera, ladrona, ¿pensáis que no os vi, ni os oí, y que no sé que mojabais en el mismo infernal plato de los cocheros? No hay tal, decía ella, ¡cielos!, ¿qué decís?, y comenzó una retahíla de excusas, acabando con salirse del cuarto, dejándome otra vez cerrado bajo llave para que no pudiese salir, viendo que estaba con fuerzas y no tan muerto como me había creído.

En esta sospecha me confirmó el ruido que de allí a poco oí del coche y caballos, que salían del mesón; y no dudando que se los llevaban impunemente, salto de la cama impelido de furor y rabia, olvidado de mis dolores y, abriendo la ventana, comienzo a dar tales gritos, llamando ayuda que creo que hubieran podido oír desde Londres.

A los gritos que daba acuden algunos vecinos al mesón para ver lo que era; el mesonero, el mozo y la mesonera, para sosegarme, entraron también en mi cuarto. Enfurecido como estaba, no pudiendo dudar que se llevan el coche y caballos los cocheros y que los mesoneros les habían facilitado el robo, eché mano de un martillo o brazo de silla rota con que tropecé al acudir a la ventana, y echándome sobre el mesonero que venía con luz para informarse de qué era lo que me sucedía, le descargo tal martillazo, que si no hubiera reparado el golpe con la vela y candelero, lo dejara allí descalabrado. La mesonera, que venía con él, comienza a gritar; gritaba yo también, y así a oscuras daba tales palos de ciego por aquel cuarto, que si por buena suerte no se me hubieran escapado con el favor de las tinieblas, les hubiera hecho la cuenta con paga cabal.

Pero como huyeron dando horribles gritos e implorando auxilio, a sus voces acudieron cinco o seis hombres de los vecinos, que habían entrado en el mesón, pues a la verdad le debió parecer sin duda que nos matábamos. El mozo del mesón, que escapó el primero de mi descarga, tuvo la advertencia de ir a tomar otra vela, y con ella subía al tiempo que ya los vecinos se hallaban en la sala; los cuales, al verme en medio de ella con el brazo de la silla en la mano, me preguntan qué era lo que me sucedía.

Yo les digo, furioso como estaba, que nos robaban el coche los cocheros y que habían muerto a mi compañero. No hay tal, salía diciendo del cuarto en que se había refugiado el mesonero; no hay tal, que ahí en ese aposento está ese hombre herido del tiro accidental de la pistola. ¡Accidental!, traidor, infame y ladrón, le digo yo. ¿Pues qué, no vi cómo asestó la pistola contra Taydor? Como quiera, responde él, ese hombre no está muerto y si no vengan a verlo. Diciendo esto se encamina al cuarto, abre la puerta, y oigo entonces los lamentos y voces de Taydor, que decía: Altano, por Dios, que me desangro, id a llamar al cirujano. Yo entro a tiempo que le decía el mesonero que el cirujano no podía tardar a venir, pues hacía rato que lo había mandado llamar. La dolorosa situación de Taydor no pudo desarmar ni mi cólera ni mi brazo y allí mismo, delante de Taydor y de dos o tres de los vecinos que entraron tras mí en su cuarto, comienzo a tratar de ladrón al mesonero, atribuyéndole el robo del coche; y se hubiera renovado la refriega si por buena suerte no hubiese llegado el cirujano, el cual, después de habernos sosegado y examinado la herida, se puso a hacer su oficio, en que empleó una buena media hora. Pero finalmente nos consoló a mí y a Taydor, diciéndonos que la herida no era de peligro y que curaría dentro de pocos días.

Partido el cirujano, cuento a Taydor el robo del coche y de los caballos, que también él había oído salir del mesón, y lo consulto sobre el partido que debíamos tomar en tan funestas circunstancias; si debíamos dar luego e a la justicia, para que enviase gente tras los cocheros, o riel si debía ir yo a Dartford para dar parte a vmd. de lo sucedido. Aunque Taydor no estaba para darme consejos, me dijo, con todo, que lo mejor sería tomar cuatro o cinco hombres bien armados, para ir inmediatamente tras los cocheros, y así que viese el dinero que le quedaba en el bolsillo para pagarlos, pues creía que le quedaban catorce o quince guineas. Meto la mano en una y otra faltriquera de sus calzones, los tiento bien, los sacudo dos y tres veces, pero el bolsillo no parecía.

La sangre se me hiela y Taydor, echando de ver que lo habían robado, me dijo tuviese paciencia y callase, y que viese el dinero que a mí me quedaba. Aquí fueron mis sudores, metiendo la mano en mi bolsillo, como si fuera nido de alacranes. Pero luego que llegué a tentar mi bolsa, me volvió a su lugar el corazón, y aunque sabía que tenía en ella cuatro guineas, me las puse a contar a vista de Taydor, temiendo siempre que me las hubiese mermado la bruja; pero estaban cabales. Viendo, pues, Taydor que cuatro guineas no bastaban para la empresa de enviar gente armada contra los cocheros y que en aquella villa no había tribunal competente para implorar la justicia, me rogó que fuese cuanto antes a verme con el cura o ministro de la parroquia, como lo llaman, para suplicarle quisiese venir a verse con él. Hágolo así y al tiempo de salir, viéndome la mesonera, me pregunta muy afligida que a dónde iba. La necesidad de que alguno me enseñase la casa del cura, hizo que le dijese el lugar a donde me encaminaba, pidiéndole señas de la casa del ministro. Entonces ella llama al mozo y le manda que me acompañe.

El día comenzaba a alborear cuando me encaminaba con el mozo a casa del cura. Aunque éste estaba en cama todavía, se levanta a los golpes que daba yo a la puerta, y acudiendo a la ventana, le pude dar idea del estado en que se hallaba Taydor, que deseaba hablarle. El cura condescendió bajando de allí a un rato para venir conmigo; por el camino le cuento toda la doliente historia, confirmándola el mozo que me acompañaba, por lo cual eché de ver que no estaba bien con sus amos; pero llegados al mesón, la mesonera infame, que nos estaba esperando a la puerta, llama aparte al ministro y se lo lleva a la cocina.

Yo subo al cuarto de Taydor para avisarlo de la llegada del ministro, y veo con él el expreso que el día antes había despachado él mismo a Dartford, el cual trajo la noticia que vmds., sin detenerse en aquella ciudad, habían ido a Londres. Se le hubieron de pagar otras dos guineas a más de las dos que le entregó Taydor antes de partir; las que hube de aflojar de mi bolsillo.

El propio, recibida la paga, se fue; y Taydor me aconseja ir inmediatamente a Londres y buscar a vmds., diciéndome que los hallaría en uno de los mesones. ¡Y qué tal que adivinó! Pero ya se sabe que una desgracia jamas viene sola; todo parece que se conjura en salirle al revés al desgraciado. Me despedía de Taydor con todo el sentimiento que requerían las infelices circunstancias en que nos hallábamos, cuando entró el ministro a verle, y conociendo que yo me despedía para partir, me pregunta que a dónde iba. Le dije iba a ver si podía encontrar a vmd. en Londres. Él entonces comenzó a decirme en tono muy grave de esta manera:

Sabéis cuán poderosas son las tentaciones y que no siempre el hombre resiste a ellas. Esos bribones de cocheros cohecharon con promesas la honradez de estos mesoneros, si les facilitaban el hurto del coche, diciéndoles que vosotros os habíais apoderado antes de él dando a traición la muerte a vuestro amo antes de llegar a Dartford, pero sabed que también los han engañado a ellos, llevándoseles el baúl que pactaron darles y que habían depositado en un cuarto.

Señor ministro, le digo yo, sepa vmd. que no me trago tortas tamañas, ni como piruétanos por zanahorias; puede decir esa bruja lo que quiera, que no me dará papilla. Con todo, replica el ministro, os he de deber un favor, y es que cuando contéis a vuestro amo el hurto del coche, no hagáis mención de los mesoneros, pues esta pobre familia... No pase vmd. adelante, le interrumpo yo, colgada cabeza abajo vea yo a esa bruja endemoniada con el trasero al aire, picada de todas las avispas y tábanos de la tierra. No, voto a tal; los perseguiré aunque estén tocados de la peste.

Sosiégate, Altano, me dice entonces Taydor, y condesciende con la súplica de este señor ministro; hazme también a mí este favor. Debí ceder a la instancia de Taydor para sosegarlo, pero no para mantener la palabra que le di, pues ya ve vmd. que tal que la he cumplido. Fue con todo otro tanto oro esta promesa para Taydor, por lo que añadió el ministro, que los mesoneros procurarían resarcir su yerro con los mayores esmeros y asistencia que prestarían al enfermo.

Con esto partí más alegre y confiado, tomando las de villadiego, pues en ruedas ni a caballo no había que pensar, no permitiéndolo la bolsa. Iba, pues, yo mi camino, haciendo cuentas galanas y avivando el paso con el ansia de verme en Londres al mediodía para contar a vmd. el caso, preguntando a cuantos encontraba si habían visto un coche vacío con cuatro caballos, diciéndoles pelos y señas; pero ninguno me sabía dar razón hasta que, habiéndome puesto a descansar a la sombra de un árbol, veo venir un caballero a caballo con dos criados a quienes hice la misma pregunta; los cuales me dijeron que sí, que los habían encontrado en un paraje que no pude entender por ir ellos a galope.

Lo mismo nos tenemos, me dije yo, aquí no hay más que apresurar el paso y seguirles, figurándome que irían derechos a Londres; pero habiéndolos perdido de vista y sintiéndome cansado, hube de volver a mi paso. Parecíame que era ya muy entrado el mediodía, y no viendo poblado ninguno, me determino preguntar a un jornalero que trabajaba cerca del camino cuántas millas estaba distante Londres. Hermano, me dice él, si vais a Londres, vais errado; debíais haber tomado el camino de la derecha, que se separa allá bajo de éste.

¡Cuerpo de tal! Qué maldiciones eché sobre mi cabeza al oír esto; pero no había otro remedio que desandar una buena legua que había caminado. Pero, ¿cómo hacerlo con el hambre y sed que llevaba? Me resuelvo a quedar en alguna de aquellas alquerías que por allí veía, preguntando al jornalero si en alguna me darían de comer por mi dinero, y diciéndome que tal vez sus amos lo harían, me encamino hacia la casa que él mismo me enseñó.

Estaban cabalmente sentados en el zaguán los dueños, que me parecieron antiguos patriarcas; cabe ellos estaba trabajando en randa una hija suya muy bien parecida. Yo los saludo y les hago mi petición diciéndoles la desgracia que nos había sucedido y el error de mi camino. El viejo da entonces orden a la muchacha que me diese de comer. El cielo se me abrió de par en par al oír esto, y mucho más cuando me veo comparecer la angélica criatura de su hija, que con sus blancas y aseadas manos me presenta en un plato un pedazo de fiambre y otro de queso con dos panecillos.

Mil bendiciones derrame el cielo sobre esta casa, le digo al recibir el plato, y a vos, dulce señora mía, dé suerte igual a vuestra hermosura y beneficencia. Ella se entró en el zaguán muy modesta y yo me fui a devorar mi ración, sentado a la sombra de un coposo nogal que se levantaba delante de la casa. Aún no había acabado de comer, cuando veo llegar un joven a caballo, hijo del dueño; y yo, llevando siempre en la memoria el coche y caballos, después que me dieron de beber, quise preguntar al joven que acababa de llegar, si por ventura los había visto, y diciendo él que sí y el camino que llevaban los cocheros, del cual me olvidé dos días después, quise satisfacer el precio de la comida para partir luego; mas no queriendo recibir cosa ninguna el buen viejo labrador, me despedí de ellos renovándoles las bendiciones.

El aviso del joven y del nombre del camino que tomaron los cocheros, del cual me acordaba entonces, fue de mucha importancia; porque ya cerca de Londres, viendo venir hada mí siete hombres a caballo y muy armados, me dio un golpe el corazón, como diciéndome lo que era. De hecho, al emparejar con ellos, me preguntó el capitán que de dónde venía y si había visto un coche ceniciento con cuatro caballos, cabalgados de dos cocheros. ¡Y cómo si sé de ese coche!, le digo yo, pues soy uno de los criados a quienes lo robaron. Luego, in capite libri, le digo el cohecho de la mesonera, y tras esto el camino que habían tomado los cocheros, según me dijo el hijo del labrador. Ellos partieron de carrera con mis informes y yo proseguí más alegre hasta Londres, donde llegué al anochecer, yendo al primer mesón que me enseñaron y remitiendo al otro día el buscar a vmd.

Todo él lo empleé en ir de mesón en mesón, hasta que por las señas que di de vmd. en el de La Fuente de Oro, me dijeron que vmd. había estado, pero que se había ido al otro día sin saber adónde. ¡Oh cuitado de mí!, exclamé, ¿cómo encontrar ahora a mi señor don Eusebio en esta babilonia?, ¿a quién preguntar? No dejé rincón ni bodegón en que no diese señas de vmd., caminando por Londres tres días enteros para ver si por ventura lo encontraba, pero todo en vano. Creció mi desesperación después que un tahúr me ganó el poco dinero que me quedaba, viéndome reducido a pedir limosna, hasta que la fortuna me llevó al Vauxhall, donde encontré a vmd., que instante mejor no le tuve en mi vida; tal fue el gozo que llenó mi corazón.

No hay, pues, para qué perder tiempo, dijo entonces Eusebio, ya que sabemos el paradero de Taydor, podemos ir luego a verlo, si os parece bien, Hardyl. No me opongo, Eusebio, le responde Hardyl, a tan buen sentimiento para con Taydor, pero conviene que tampoco perdamos de vista la conveniencia que debemos a quien nos hospedó. Bridge no está en casa y sin participárselo no parece bien que nos ausentemos; mucho más no siendo tan necesaria nuestra presencia para el herido Taydor, pudiendo llevar Altano el dinero que necesite para su cura y alojamiento.

Además de esto, mañana es el día que nos dio el juez para saber de nuestro coche y no es bien que faltemos. Sea así, pues, dice Eusebio; y entregando cincuenta guineas a Altano, le mandó tomar la posta para que pudiese llegar cuanto antes e ir con comodidad para socorrer a Taydor. Hardyl dice entonces a Eusebio: Deseaba este rato de quietud, después del tumulto de tan extraños accidentes como hemos padecido este día, para desahogar con vos mi corazón que se halla como aturdido de todos ellos.

Haced cuenta, le dice Eusebio, que pasa lo mismo por el mío, sin acabar de salir de mi enajenamiento. Tantas veces os oí decir que el hombre debe estar prevenido para todos los funestos accidentes que le pueden sobrevenir, que me parecía que no habría ninguno, por adverso que fuese, que me pudiese sorprender inesperadamente. Pero el caso de nuestra prisión me hizo ver la diferencia que hay de la persuasión mental a la del hecho. Porque, ¿cómo podía imaginarme yo que me pudieran prender por ladrón, y hacerme pasar por tan grande ignominia?

No hay duda, le dice Hardyl, que todos los males hacen más viva impresión de hecho que vistos de lejos y como si los tocásemos con la mente. Pero esta previa persuasión sirve no poco para soportarlos con mayor fortaleza cuando vinieren a acometernos, porque el ánimo contenido de la persuasión de la inconstancia de la fortuna, y de cuán sujetas están todas las cosas de este suelo a las más extrañas e inesperadas variaciones, no se deja disipar de la confianza que le fomenta la fortuna favorable y, por consiguiente, no deja enflaquecer en ella sus buenos sentimientos, y con la lisonja que no les sucederá lo que a muy raros sucede en la vida, o lo que a ninguno sucedió tal vez.

A muchos he conocido víctimas infelices de esta vana confianza, y entre ellos me acuerdo de un caballero francés a quien robaron aquí mismo en Londres todo su equipaje pocas horas después que había llegado al mesón. Forzado de la necesidad, mientras iba y venía de su tierra el medio para remediarla, hubo de reducirse a pedir limosna si no quería morir de hambre. La combinación de los fatales accidentes fue tan perversa, que habiéndolo prendido por sospechas de ladrón, lo pusieron en la cárcel, como nos sucedió a nosotros. Aunque sus parientes, sabido el caso, alborotaron la corte de Londres por medio del ministro de Francia, y aunque obtuvieron que el preso saliese de la cárcel, fue tan grande el dolor que le causó el oprobio de la prisión y la ignominia de verse preso y llevado como nosotros a vista del pueblo a Newgate, que sólo salió de allí para ir a morir a un mesón dentro de pocos días. A otros he visto tan abatidos y congojados por otros semejantes accidentes, que les alteraron la salud, viviendo enfermizos y perdidos todo el resto de su vida.

A vista de estos casos, me decía yo a mí mismo cuando comencé el estudio de la filosofía moral: los males del cuerpo todos procuran remediarlos y prevenirlos, ¿por qué, pues, no se deben prevenir y remediar los del ánimo que a las veces, o casi siempre, son más funestos? A muchos, es verdad, veo acudir en sus desgracias a las súplicas y oraciones y votos a los santos, o para que los libren de ellas, o para que no llegue el caso de sentirlas. Remedio bueno en cierta manera, porque deja algún género de satisfacción en el alma, especialmente cuando se ve humillada de la desgracia que impensadamente le sobrevino.

Pero echando de ver que estas súplicas y oraciones, en vez de minorarlas la tristeza y el abatimiento que causa generalmente la opinión de la ignominia, les aumentaba el llanto y congojas, me persuadí que, estando el origen del mal y del sentimiento en la vanidad y presunción del hombre, el mejor remedio era cortar las raíces de la vanidad y filaucía para no sentir sus efectos. Y así me puse luego a combatir de recio con reflexiones y máximas de la sabiduría los siniestros sentimientos del ánimo, y a proponerme muchos funestos sucesos para meditarlos por todos sus visos y por todos los éxitos que pudieran tener, acostumbrando así a mi espíritu para recibirlos con constancia y fortaleza, caso que viniesen.

La pérdida del coche pudiera no serme tan sensible como a vos, mirándolo como cosa no mía; pero el oprobio de la prisión, la ignominia de la cárcel era un accidente que igualmente nos tocaba a entrambos. Con todo, os aseguro que cuando vi sobre mí los alguaciles, los miré casi con los mismos ojos con que miran los muchachos a sus semejantes cuando remedan la justicia y hacen burla y por juego lo que hicieron de veras con nosotros los alguaciles.

Mi mayor sentimiento fue cuando os vi quedaros blanco como un papel, al tiempo que os ataban, revistiendo mi corazón de vuestros afectos; pero luego descansó mi cuidado sobre los buenos consejos y máximas que os procuré insinuar y que podían fortalecer vuestro ánimo abatido en un lance tan terrible. A la verdad fue terrible la primera impresión que me causó; de modo que casi me privó de sentidos. Pero el tono con que me dijisteis el verso de Virgilio, me hizo volver sobre mí; y aunque luego siguió a mi pavor una fuerte tristeza y abatimiento, mas el ir a vuestro lado me infundía confianza, y las máximas de Séneca parece que me daban un animoso consuelo, que me confortaba a pesar de las miradas de la inmensa gente que nos contemplaba y nos seguía.

¡Oh!, no dejaré jamás a Séneca. ¡Qué vigor infunde al ánimo en la desgracia! Lo infunde, no hay duda; ¿pero sabéis cuan pocos aprecian a ese autor?, ¿cuántos menos se aprovechan de él? En los trabajos y desgracias sólo conoce el hombre la instabilidad de las cosas humanas, y prueba el acíbar que dejan tocando con las manos el engaño de la vanidad y de la ambición. Esto lo confiesan casi todos los desgraciados; pero como se lo hace decir el abatimiento, la tristeza y el disgusto que sienten cuando se ven acosados de la desventura y del contratiempo que los humilla, y no la persuasión del ánimo; luego que el trabajo o desgracia se desvanece, vuelve a cobrar el imperio en su corazón la confianza de su vanidad dejándose llevar y engreír de sus engañosas insinuaciones.

A más de esto, los continuos ejemplos de la prosperidad ajena, o por lo menos el alegre y resplandeciente exterior que ven en ella, los deslumbra; triunfa la antigua opinión y confianza, que los hace engolfar de nuevo en las veleidades y divertimientos del mundo, dejándose llevar de sus insulsos pasatiempos, hasta que la suerte contraria los llega a zambullir otra vez con un zarpazo improvisto en las olas del mundo, en que los engolfaba su vanidad y en que tal vez los anega.

Ese mismo Séneca, que con tanta razón apreciáis, ¿sabéis a cuántos empalaga? Unos se paran en el estilo, prevenidos del dicho de Quintiliano, y a pocas hojas, viéndolo de algún modo verificado, tienen bastante para decir que lo han leído y seguir la moda de despreciarlo. Otros pasan más adelante; pero tropezando con las cuestiones científicas de los estoicos, sin atender a si Séneca las admite, o sin saber prescindir de ellas, tienen sobrado para reputarlo tan ridículo, cuanto lo son aquellas mismas cuestiones de que se burla el mismo Séneca.

Otros, que pretenden hermanar la virtud con las pasiones y con todos los placeres y diversiones del mundo, luego que ven que Séneca los combate de recio y con austeridad, y que aprieta sobre la moderación, sobre la templanza, sobre el vencimiento de los vicios; ¡buenos estamos!, dicen, se conoce que a este insensato le costaba poco predicar la austeridad desde el trono de la grandeza a que lo levantó Nerón, yo también sabría predicar la sobriedad con medio millón de renta.

No faltan tampoco algunos que, sin haberlo jamás visto ni leído, remitiéndose al juicio de los que dicen o escriben mal de él, se apropian a aquel juicio, pues también hay ecos en el tribunal de la literatura que repiten los juicios y dichos que otros profirieron como si les nacieran del buche. Oyendo, pues, decir que Séneca era un avaro, llámanlo avaro sobre su palabra y esto creen que les basta para despreciar no sólo su memoria, sino también sus escritos. Mas vedlos a todos esos cuando los sobreviene alguna desgracia, ya sea en sus bienes, ya en su reputación o en sus escritos, ¡cuán angustiados, cabizbajos, envilecidos andan, como si estuvieran mortalmente heridos en su corazón! Y si algunos, especialmente los presumidos de su saber y de su ingenio, quieren esforzarse a levantar su frente altanera, pero abatida, delante del público que los despreció, no hacen más que remedar los esfuerzos de la culebra cortada por medio, que lidia con el aire para arrastrarse al agujero en que se sepulta para morir de rabia y dolor.

Estos mismos son los que, mirando con desprecio las máximas de la sabiduría y el vencimiento de sus siniestras inclinaciones, ensalzando la gloria y la ambición como nobles sentimientos del ánimo, exclaman con entusiasmo presumido y con jovialidad inconsiderada


O cives, cives quoerenda pecunia primum est;
Virtus post nummos.

Pero luego que truena la desgracia y que, armada del azote de la humillación e ignominia, echa de revés su vana predicación, les hace ver el engaño de su vanidad y de sus atronadas pasiones; las cuales, no estando de antemano convencidas de lo poco que hay que fiar de las cosas de la tierra, ni fortalecidas de los sentimientos de la moderación, se dejan tratar como viles esclavos de su enemiga suerte o como mulos de reata. O bien, si algún aliento les queda es aquél que sacan de su misma ambición, no extinguida todavía, la cual les hace implorar el favor del caballero, que los enfrene para correr parejas con el ciervo.

Cotejad ahora con éstos los que, no parándose en el solo estilo de Séneca, sino atendiendo a la sustancia de sus máximas y consejos, procuran fortalecer con ellas sus ánimos contra la inconstante fortuna. ¡Qué soberanía la del alma cuando, levantada de su mismo abatimiento sin daño, ve sin alteración la desgracia que abre la boca para devorarla! Persuadida que todos los adversos accidentes de la tierra son sólo sombras y espectros terribles en apariencia, las mira como tales, con risa imperturbable; y poniéndoles el pie en sus mismas bocas, echa de ver que no muerden, como parecía, sino que se desvanecen como humo, siendo sólo espantajos formados de la opinión y de las vanas preocupaciones de los hombres.

Pero para llegar a adquirir esta superioridad y soberanía de sentimientos, ¿cuánto estudio no debe hacer el hombre?, ¿cuánta violencia no debe hacer a sus desvanecidos modos de pensar y obrar?, ¿de qué fuerza y constancia de ánimo no necesita para resistir al torrente del común trato, de los ejemplos y opuestos sentimientos de los demás? Y esto es cabalmente lo que a casi todos acobarda y lo que raros consiguen; no porque les falten fuerzas, sino porque los retrae la misma dificultad, o porque lisonjeados de su confianza, no temen que las desgracias vengan; o si vinieren, creen que no les faltarán medios para destruirlas o que no les serán sensibles.

Vimbons, enviado de John Bridge, llega para decirles que su amo vendría aquella noche más tarde de lo que pensaba y que, suponiendo que necesitarían de descanso, los aconsejaba el cenar e irse a la cama. Esta libertad, dice Hardyl, vale más que todos los agasajos de nuestro huésped. ¿Queréis, Eusebio, que nos aprovechemos de ella? De buena gana. Ea, pues, Vimbons, cuando queráis poned la mesa; y luego que estuvo pronta, se pusieron a cenar. El discurso interrumpido con la venida de Vimbons, recayó sobre la generosidad de John Bridge y sobre su gratitud; infiriendo que no todos los hombres eran ingratos, ni todos inhumanos y desatentos, como el criado del mesón a donde fueron a parar luego que llegaron a Londres, pues habían encontrado en Bridway toda la acogida de la humanidad. Acabaron la cena, tratando de la que tuvieron a pan y agua en la cárcel, y con esta ocasión contó Hardyl a Eusebio el recibimiento que le hicieron los perros en el calabozo en donde le pusieron y las reflexiones que hizo, las que le sirvieron de meditación todo el tiempo que estuvo en él. Eusebio contóle también lo que le pasó con los presos; los temores y angustias que le había causado aquel sitio, especialmente con la memoria de Leocadia, y lo mucho que le aprovechó el tener consigo las epístolas de Séneca para aliviar el terrible abatimiento que padecía. Después de todo esto, le dijo que había visto un preso en aquel calabozo cuya presencia y fisonomía le parecía haber visto de antemano, sin poder atinar a conocerle; pero que después de haber pensado, le ocurrió si sería Orme, aquel joven que quiso robarle a Leocadia y que estaba en casa de sus padres; pues aunque había oído darle el nombre de Romp, su presencia, aunque algo desfigurada, se asemejaba a la de Orme, confirmándolo en esta opinión el ademán violento que le vio hacer cuando lo llamó el carcelero para llevarlo al tribunal, diciéndole con los ojos encendidos y con voz acerba: ¡Que no tenga un rejón para pasarte el alma!

Puede ser muy bien Orme con otro nombre, y no me causara maravilla que fuese él mismo, pues antes de partir de Salem nos dijeron que había partido Orme para Inglaterra; y si es así, no nos debe merecer menor compasión que el infeliz Blund. Ved aquí una materia que llaman digna de una alma grande. ¿Qué queréis decir? Quiero decir que llaman acción heroica la de perdonar a los enemigos, y de hecho, lo es muy grande, y tanto mayor cuanto es mayor el agravio y cuanto más siente la ofensa el ofendido; especialmente si éste no está doctrinado en los preceptos y consejos de la sabiduría, porque entonces debe vencer de un golpe la irritada fuerza de la opinión y del sentimiento, lo que parece casi imposible en una alma abandonada a la fuerza de sus pasiones.

Pero no sé que deba costar tanto este vencimiento al que se acostumbra a mirar con indiferencia y desprecio la injuria y ofensa, como meros actos accidentales, entre los infinitos que dan impulsos a las cosas de este suelo. Porque si yo miro la ofensa y la injuria que me hacen como un recio empujón que recibo en un lugar de mucho concurso, sentiré del mismo modo el agravio y el daño que me hace como el accidental empujón que me dan.

Verdad es que la injuria y el agravio declarado lleva también consigo la maligna y dañada voluntad de quien lo hace; pero si reflexiono que esta maligna voluntad es error de entendimiento del que quiere ofender, cuando no ofende, me parecerá ver en el ofensor un loco que pretende herirme con una arista, como si fuese un cuchillo acicalado. Otros, sin esta dañada voluntad, ofenden y calumnian con el solo fin de librarse ellos del daño que les pudiera redundar del delito que cometieron, y no por odio ni enemistad que tengan a la persona que calumnian; pero en uno y otro caso, si yo me acostumbro a no sentir la ofensa, miraré la calumnia como un efecto del inmoderado amor propio del calumniador; y en vez del resentimiento y odio, me merecerá sólo desprecio o compasión.

Cuanto más medito los sentimientos del corazón del hombre, tanto más echo de ver que él mismo es el que se fabrica todos sus males; principalmente los del alma, y éstos mismos se le hacen los más difíciles de vencer por la falsa opinión que los acrecienta, siendo así que son los más fáciles de destruir, destruyendo esa errónea y engañosa opinión. Este es el fin que nos propone la filosofía: la perfección y bien del alma, desarraigando de ella las falsas ideas y sustituyendo las de la sabiduría, que no son otras que las de la naturaleza perfeccionada de la razón. ¿Pero quién es el que nos asegura de la verdad de las máximas y de los consejos de ésta? Id, corred el mundo, diría yo a los que esto preguntan, frecuentad las naciones, examinad al turco, al egipcio, al chino, al persiano, al europeo más remoto y decididme si entre todos ellos se deja de admirar y de venerar un acto de heroica virtud. Esa admiración, pues, y esa veneración es la que atestigua la verdad de las máximas de la sabiduría, caracterizadas en los hechos heroicos que admiramos como superiores a las acciones comunes de los hombres, los cuales ponen en el número de los hechos heroicos, coronados de su admiración, el desprecio, perdón de la ofensa y de la calumnia, porque por lo mismo que conocen cuán arduo es y cuánto cuesta al hombre de conseguir esta virtud, por eso mismo la canonizan.

Pero como nosotros tenemos el medio fácil que nos sugiere la filosofía de destruir las ideas falsas de la opinión para ejercitar esa virtud, poco nos deberá costar compadecernos de esos miserables que nos ofendieron, mirándolos como a hombres privados del juicio, que nos quisieron herir con una paja. ¿Cómo?, ¿paja llamáis la infamia de ladrón, la ignominia de la cárcel, el oprobio a vista de un inmenso pueblo? En todos esos nombres de cosas no veo sino motivos para que se ejercite la virtud y para que el hombre se levante sobre la opinión del vulgo; especialmente para que el sabio vilipendiado y deshonrado en apariencia, repita el antiguo dicho: el sabio no padece injurias.

Os aseguro, dijo Eusebio, que no tendré ninguna repugnancia de interceder mañana con el juez por ese infeliz Blund. ¿No? Demos, pues, fin con tan generosa resolución a nuestro discurso y acabemos tan felizmente un día de tan extraños accidentes.

Dicho esto, vanse a sus camas, dignas del magnífico huésped que les hospedó. Colchones de pluma, sábanas de holanda, cobertores de la China, objetos que ocupaban la atención de Eusebio, especialmente una camisa fina que había tendida sobre la cama que denotaba haberse puesto allí adrede para que se mudase. Esto le hizo ocurrir si Bridge había reparado en su camisa hedionda y en los agujeros de sus medias, que tanto lo habían molestado y dado que entender a su confusión.

Púsose, pues, a cavilar sobre esto en vez de dormir, diciéndose a sí mismo: ¡Cosa extraña, por cierto, que después de haberme casi sobrepuesto a la ignominia y oprobio de mi prisión, a vista de un inmenso pueblo, me haya visto más avergonzado y encogido delante de una mujer por los agujeros de mis medias! ¿Esto quién lo creyera si yo mismo no lo experimentara?, ¿con qué afán buscaba yo el tiempo, el lugar, la postura, para que lady Bridge no reparase en mis medias? Pues cuando su marido me hizo pasar delante de ella para ir a la mesa, ¿no parecía que la vergüenza aguijonease mis encogidas piernas como si las llevase trabadas?

En fin, yo he padecido no poco, luego esto es un mal que nace de la vanidad. Mas de la vanidad, ¿cómo?... No hay duda en ello. Temiendo que lady me reputase pobre y me despreciase en su ánimo por ello. Esto es; esto es. ¡Oh miserable vanidad, y por dónde llegas a meter la cabeza! ¿Pero qué habrá de avasallarse mi ánimo a ella?, ¿y mi quietud y felicidad interior habrá de depender del calzado? ¡Cielos!, si Hardyl supiera esto, ¿con cuánta razón se reiría de mi necedad?

Si yo, llevado tontamente del espíritu ambicioso o del deseo de adquirir favor o protección, o amistad de ricos, me avergonzase de comparecer delante de ellos con medias rotas, tal vergüenza sería entonces justa pena de mi vil ambición. Mas yo, que nada de esto he buscado en casa de Bridge y que antes que mendigar desdeñosa protección de soberbios poderosos, me ciño a la honesta y tranquila libertad de mi oficio, ¿habré de padecer molestia vergonzosa por ir roto?

¡Oh!, no, no será así. Piense lady Bridge lo que gustare, me repute pobre, me desprecie por ello; me avasallaré mi ánimo a tan baja opinión, no debe depender mi libertad de tan ruines sentimientos. ¡Un hombre hacerse esclavo de sus medias! He aquí la grandeza de la vanidad y de la gloria y decoro del mundo. Pero una vez que yo venza este ruin temor de parecer pobre a los ojos de la lady, recobro mi señorío. Y así, antes que avergonzarme de comparecer delante de ella con estas medias, haré alarde de llevarlas, poniéndome de modo que las vea y que cuente los agujeros. ¿No parece que se trata de defender el paso de las Termópilas?, ¿y esto por tres agujeros? ¡Oh Dios!, ¡oh Dios!, compadeceos de mí, de mi bajeza. Durmamos.



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