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Creyendo Eusebio haber ganado mucho camino la noche que zarpó el navío, y hallarse lejos de la costa, se vio al siguiente día a la vista del mismo puerto, a cuya capa estuvieron por haberse vuelto el viento enteramente contrario. Estas mudanzas en la mar son comunes; mas entonces pareció que la fortuna llevase la mira de servirse de aquella repentina variación de viento, para dar tiempo a un faluón que a toda boga salía del puerto y se encaminaba hacia el navío. Luego que abordó, uno de los que venían en él pidió hablar al capitán. Lo recibió éste a bordo, y después de haber estado con él como una media hora, salió para dar la mano a una mujer muy linda y joven, que consigo traía un niño de dos o tres años. La persona que los acompañaba, y que entró en el navío para hablar con el capitán, se volvió a embarcar en la falúa, dejando sola con el niño a la madre.

El viento, que pareció interesarse por aquellos dos pasajeros, se mudó otra vez de repente en favor, apenas estuvieron embarcados. Se le dieron todas las velas que, hinchadas de un soplo propicio, robaron en poco tiempo a los ojos de Eusebio la vista de las costas. No sabía comprender él mismo aquel misterioso arribo de la mujer y del niño, especialmente viendo que quedaban solos en la embarcación sin hombre que los acompañase. Empeñaba mucho más su curiosidad la hermosura de aquella mujer, que manifestaba no pasar los veinte años de edad, realzando a su juventud la ternura y gracia de su talle y facciones. El niño estaba siempre asido de la misma, notando Eusebio que sus inocentes caricias sacaban lágrimas a la madre, que lo miraba con enternecimiento adolorido.

El triste silencio y la inapetencia que mostraba en la mesa del capitán, en que se hallaba también Eusebio, sin prestarse ella a sus discursos, indicaban bastante que era juguete infeliz de alguna gran desgracia. Movido Eusebio a compasión por ella, fomentaba deseos de aliviar su tristeza, aunque ignoraba la causa después de algunos días que se hallaba en el bastimento y que navegaban prósperamente. El capitán sabía sólo que se llamaba Ana Govea y que iba encomendada a un mercader de Filadelfia. Nada pudieron sacar de ella, aunque repetidas veces la importunase el capitán para que insinuase el motivo del dolor de que la veían penetrada. Un día en que insistía el capitán sobre ello, viendo empañarse sus ojos de lágrimas, le dijo en tono de quererla consolar y de hacerla comer: Ea, buen ánimo misstres Ana, que hallaréis sano a vuestro marido.

No pudo herirla más en lo vivo. Arroja un doloroso suspiro, el color de su rostro desfallece y cae desmayada en el asiento. El capitán, Eusebio, Altano y Taydor, que los servían en la mesa, acuden para socorrerla. Sus diligencias son vanas; Ana no daba señal de vida. Fue preciso que Eusebio echase mano de su milagroso licor, con el cual pudieron restituirle la vida que parecía haber perdido. Apenas recobró el conocimiento, comenzó a decir con rostro consternado: ¿Dónde está mi infeliz marido? ¡Ah, quién podrá devolvérmelo! Dicho esto, prorrumpe en tales sollozos, que ni las exhortaciones del capitán, ni el compasivo empeño y consejos de Eusebio podían acallarla, echando de ver por sus lamentos que la funesta muerte de su marido era la causa de su inconsolable sentimiento.

Esto fue motivo para que el capitán se le mostrase más humano y oficioso, y para que ella, cediendo a la confianza que le merecieron las ofertas y atenciones del compasivo Eusebio, les descubriese toda la funesta historia, después de algunas preguntas que le hizo el capitán sobre su patria, padres y apellido; pues éste era portugués y extrañaban que saliese ella de un puerto de España sin saber la lengua española ni la portuguesa, hablando sólo la inglesa. A esto le dijo ella que había nacido en el Maryland, a donde iba y en donde se establecieron sus padres que eran portugueses, como lo era también su infeliz marido, con el cual había ido de Oporto, donde la dejó en casa de un pariente suyo, mientras él iba a Lisboa por intereses de su comercio, bien que oculto, a causa de una muerte que había dado a uno que le agravió en el honor, por lo que se había ausentado de su patria.

Que habiendo llegado enfermo a aquella ciudad hizo llamar a el mercader a quien iba recomendado pero que por desgracia había otro del mismo nombre y apellido en Lisboa, a quien llevaron el recado de su marido, y a quien éste se descubrió incautamente, oyendo se llamaba López: Parara como el otro, sin poder sospechar que éste fuese pariente del difunto, el cual fue inmediatamente a delatarlo a la justicia, que procedió criminalmente contra su triste marido, y hecho el proceso, fue condenado a muerte, cuya sentencia se ejecutó, dejándola viuda y con aquella criatura en tierra no conocida y sin saber la lengua del país.

Las lágrimas y sollozos en que prorrumpió la inconsolable Ana al contar la muerte de su marido, interrumpieron su narración que no pudo proseguir en aquel día. Dijo en otro el modo cómo ella había salido de Oporto, luego que lo supo, con el pariente de su marido, en cuya casa estaba hospedada, y con la mujer y una hija del mismo, a quienes sacó fuera de la raya de Portugal, refugiándose en un lugarcito de España donde, habiéndose informado que había en el Puerto de Santa María aquel navío que partía para la América, la llevó a aquella ciudad y la acompañó a bordo con la lancha, en que se volvió él mismo, para llevar a lugar seguro a su mujer e hija, a quienes dejó para poder ponerla a ella en salvo.

Esta triste historia, animada de las vivas expresiones de la desdichada Ana, así como era digna de la compasión de todo corazón humano y piadoso, así también dio motivo a Eusebio para hacer muchas reflexiones sobre aquel funesto caso que tanto interesó a su compasión y que distrajo su ánimo y pensamientos del consuelo que probaba, al considerar que se acercaba a la América y a su amada Leocadia, cuya memoria volvió poco a poco a ocupar toda su mente, sustituyendo a las tristes ideas que había suscitado la desgracia de Ana, los dulces y suaves sentimientos del amor que le representaba el recibimiento que le haría su amada esposa; los ojos con que lo miraría, los interiores vencimientos de su alborozo contenidos de su recato, lo que le diría cuando llegase y las ardientes demostraciones que el mismo Eusebio le haría, valiéndose del derecho que le daría el gozo de su llegada.

Otras veces solemnizaba en su imaginación las bodas, después de haberle jurado con tantas mayores veras eterna fidelidad, cuanto mayores habían sido las pruebas en que lo habían puesto las ocasiones que se le presentaron en el viaje y a que había constantemente resistido. Luego, su amor irritado de aquellos pensamientos, consolaba los temores de la inocencia de Leocadia; precipitábase en sus brazos y disfrutaba idealmente de los deliciosos transportes de sus mutuos afectos. Otras veces se regalaba su memoria con el indecible gozo y consuelo que tendría su buen padre Henrique cuando lo viese llegar a salvo a su casa. El sentimiento que tendría al mismo tiempo al verlo llegar sin su amado Hardyl. Lo suponía informado ya de su muerte, por la carta que le escribió el mismo Eusebio desde S... en la cual le participaba su llegada y aquella fatal desgracia.

Ocupaba otras veces su imaginación en el arreglo de su futura familia, en el método con que emprendería sus estudios, comenzándolos desde los primeros rudimentos. El modo cómo se comportaría con su esposa, la educación que daría a sus hijos en caso de que los tuviese. Enajenado de todas estas ideas pasaba de unas a otras y las repasaba en su imaginación, siendo Leocadia, sus prendas, su amor, su casamiento, los principales objetos que más empeñaban sus afectos y sentimientos. Los mismos eran causa de que a cualquiera alteración y mudanza de la mar y vientos palpitase su corazón, temiendo que le robasen el cumplimiento de sus ardientes deseos y de la dicha que se prometía.

Pareció que la fortuna y el amor, interesados en los votos y súplicas que se imaginaba haría de continuo Leocadia por su feliz arribo, tuviesen casi siempre encadenados a los contrarios vientos, pues fuera de un asomo de borrasca que tuvo sumamente angustiado el corazón de Eusebio, y que se disipó en el mismo día, le fue el tiempo siempre propicio, de modo que a los treinta y cinco días que salió del puerto, llegó a embocar en el Delaware. Asemejábase a un sueño el gozo que sentía Eusebio al ver que llegaba al suspirado término. Se cree comúnmente imposible que suceda lo que sumamente se anhela: el temor mismo es el que así nos lo representa en el corazón y fantasía.

La mayor dicha, el más puro contento es sólo aquel que los deseos y esperanzas se forjan en la mente. La fortuna mayor, los mayores placeres, no son jamás ni tan grandes, ni tan apetecibles, probados, cuanto concebidos de antemano en la imaginación. La fantasía se los representa entonces exentos de todos los estorbos, de todas las molestias y cuidados que lo acompañan. Ella lo pinta cuales los espera, cuales quisiera que fuesen, no como son en sí. Andamos desasosegados por conseguir lo que más irrita nuestros deseos, pero al paso que se allanan los obstáculos y se acortan las distancias que servían de pábulo a nuestras esperanzas, éstas pierden su vigor y se entibian en la posesión.

Hubiera acontecido esto a Eusebio si los sentimientos de su amor no fueran de metal tan puro. Habíalos acrisolado la virtud con muchos sacrificios de fidelidad a su Leocadia, para que pudiera entibiarse su gozo en la adquisición de su adorable esposa, ni disminuirse el sumo contento que concibió de antemano por su llegada al Delaware, cuya contraria corriente iba ganando el bastimento, dando lugar para que la fama divulgase en Salem su arribo antes que aportase a Filadelfia. Súpolo luego el padre de Leocadia, como interesado en su cargazón y en la venida de Eusebio, y quiso tener la complacencia de ir a dar a su hija tan agradable noticia, y de tener el gusto de ver cómo la recibía.

Hallábase ella ocupada en bordar un cobertor de seda para su casamiento. Su trabajo no era sólo material, sabía dibujar con la aguja. Habíalo comenzado poco después que Eusebio partió para la Inglaterra; hízoselo interrumpir la enfermedad, motivo por el cual no lo tenía acabado a su llegada, aunque trabajase sobre él de día y de noche. Un sencillo pero delicado encadenado a la griega, cubría a lo largo los cuatro bordes del cobertor. En medio se veía un gracioso paisaje en que estaba representada la diosa Venus en la mar sobre su carro, abrazada con Cupido, que con ella sonreía con cariñoso gracejo.

No eran las palomas las que tiraban el carro, sino dos alados genios, vueltas sus cabezas hacia la diosa. El uno llevaba abrazada una áncora, símbolo de la esperanza; y el otro dos palomas sobre una mano que se acariciaban con sus picos, viva imagen de su futuro casamiento. Veíanse asomar en el fondo del paisaje los dorados celajes de la aurora. Acompañaban al carro diversas ninfas, cada una con las señales características de los afectos amorosos que representaban. Y acaso estaba acabando Leocadia una de estas ninfas, cuando llegó su padre para darle la noticia de la llegada de Eusebio. Mas queriendo hacérsela desear, para ver qué afectos producía en ella la incertidumbre, después de haberse sentado junto a la hija con aire indiferente y distraído, hallándose presente la madre ocupada en su labor cerca de la hija, comenzó a decir:

EL PADRE.-  Vengo cansado. He caminado mucho para certificarme de una noticia.

LA MADRE.-  ¿Qué noticia es ésa?

EL PADRE.-  Adivínalo.

LA MADRE.-  ¡Bueno está eso! Si fuera tema de alguna adivinalla, pudiéramos hilarnos los sesos por acertarla; pero una noticia, entre infinitas que se pudieran combinar, no merece tomarse ese trabajo.

LEOCADIA.-  Diga vmd. padre mío, ¿es noticia que nos interesa?

EL PADRE.-  Sí, nos interesa.

LEOCADIA.-  ¿Y nos interesa a todos igualmente, o a mí más que a vmd.?

EL PADRE.-  Eso, ni yo ni vos lo podemos decidir.

LA MADRE.-  Que vas, hija mía, a cansarte en vano; tal vez nos saldrá con alguna fruslería.

EL PADRE.-  ¿Fruslería? No por cierto.

LEOCADIA.-  ¿Qué es, pues, padre mío? Díganoslo vmd. que comienzo a entrar en cuidado.

EL PADRE.-  Ea pues, lo diré: llegó de vuelta al Delaware el paquebot que llevó las cartas al Puerto de Santa María.

La mano de la doncella queda asida a la aguja que tenía medio metida en el telar; su corazón comienza a palpitar, sin atreverse a preguntar si venía Eusebio en el paquebot. Temía en su afanosa incertidumbre salir ella con engaño del dulce presentimiento de la llegada de Eusebio, que su corazón le hacía. No pudiendo por otra parte ni proseguir su trabajo, ni resistir a la penosa incertidumbre, exclamó:

EL PADRE.-  ¡Cielo!, ¿si vendrá don Eusebio? Madre mía, ¿si vendrá don Eusebio?

LA MADRE.-  ¡Quién lo sabe, hija mía! Vuestro padre enviará sin duda a Filadelfia para informarse.

LEOCADIA.-  ¿No lo podemos saber antes que llegue a Filadelfia? ¿No pudiéramos ir a recibirlo?

LA MADRE.-  A la doncella, hija mía, toca refrenar esas ansias y no mostrarse tan impaciente. Si vuestro padre dispone que vayamos, iremos, como manifestó desearlo don Henrique. Si no, lo esperaremos aquí, pues esto nos está mejor.

Leocadia, oído esto, calló, suspirando en su interior y dando motivo de complacencia a su padre que las dejaba decir. Pero viendo que su mujer había cortado el discurso, volvió a moverlo, diciendo:

EL PADRE.-  Envié ya a la ribera para saber si viene don Eusebio, porque en ese caso, quiero ir a Filadelfia a recibirlo.

LEOCADIA.-  ¿Solo irá vmd. padre mío?

EL PADRE.-  Iremos todos, pues espero que seremos bien recibidos, a no ser que quieras quedar tú sola en Salem.

LEOCADIA.-  ¡Oh!, no señor; sola no quiero quedar; iré con vmd. y con mi señora madre.

EL PADRE.-  Pero vamos, di la verdad, ¿sientes muchas ganas de ver a don Eusebio?

LEOCADIA.-   Sí señor, muchas; lo confieso.

EL PADRE.-  Amo esa ingenuidad y mereces que te saque de dudas.

LEOCADIA.-  ¿Cómo? ¿Viene don Eusebio, padre mío, viene don Eusebio?

EL PADRE.-  Sí; viene.

¡Oh Dios mío, exclamó Leocadia, cuán gran gozo siento! Manifestóse de hecho su gozo al rostro con sonrisa, teñida de tierno llanto, prosiguiendo a decir mientras se enjugaba las lágrimas: Me lo decía el corazón que don Eusebio venía, me lo decía el corazón. ¿Habláis de veras?, preguntó la madre a su marido. Tan de veras, respondió él, que voy a dar el orden para que se disponga cuanto antes la comida. Entretanto podéis ir tomando disposiciones para partir.

La noticia se esparce por la casa, toda ella rebosa de contento. Leocadia arrima su amado telar; la madre su labor. Una y otra no necesitaban de gran atavío, habiendo tomado el uso del vestir decente de las cuáqueras. Sumo aseo y limpieza eran sus favoritas galas. No dejó, sin embargo, Leocadia de ataviarse con mucha decencia y esmero, animada del gozo de la noticia. Las viruelas apenas habían dejado señal perceptible en su terso y fino rostro. Aunque la despojaron enteramente de su hermosa cabellera, prestaba bastante el ya crecido cabello para disimular el defecto de la cortedad en que quedaba, cubriéndolo con una toca de ricos encajes, que hacía comparecer su semblante más amable y delicado.

Llamadas a la mesa, Leocadia no tiene ganas de comer. No importa, dice el padre, esfuérzate; ¿quieres hacer el viaje sin tomar cosa alguna? No temas, que no se escapará don Eusebio. No es por eso, dice Leocadia, sino porque no me siento con ganas de comer. Mejor es esa razón, que esa otra, dice el padre, come; las ganas vienen comiendo. No siempre es así, especialmente cuando un extraordinario gozo se llega a apoderar del esófago, engendrando en él una especie de desmayo que absorbe enteramente al apetito. Leocadia se esforzaba con todo a probar de todo lo que el padre la ponía en el plato, donde quedaba el manjar apenas gustado. La memoria de su amado Eusebio y la impaciencia interior que sentía por llegar a verlo, borraba en ella todos los demás objetos de la tierra, si no eran aquellos que habían de servir para abreviarle el plazo de tan larga ausencia.

No quisiera que llegase Eusebio a Filadelfia antes que ella, para poder tener el gozo de recibirlo. Quisiera verse ya en el coche; apresurar y detener al mismo tiempo el curso del bastimento; lo uno para que llegase cuanto antes Eusebio, lo otro para poder llegar antes ella. Da finalmente orden el padre para que se pongan los caballos. Los criados van y vienen con los trastos. Leocadia, ya en pie, espera entre brasas a la madre que se entretenía en menudencias. El padre da priesa; la madre comparece finalmente, dejando sus órdenes a las criadas, que les desean buen viaje y mil consuelos a Leocadia con afectuosas expresiones. Bajan, entran en el coche, éste arranca. ¿Qué gozo iguala al que inunda al corazón de Leocadia? Quisiera poder descubrir el río desde el camino, quisiera poder ver al bastimento entre los espacios que dejaban a lo lejos las arboledas las veces que le parecía se acercaba a la ribera.

No era menos su complacencia, cuando oía a sus padres que trataban sobre el casamiento, sobre el tiempo en que lo podían celebrar, sobre la fortuna, que así a ellos como a la hija, les cabía. A esto añadían el padre y la madre algunos consejos a Leocadia con que emplearon el ocio del camino, hasta que llegaron a Filadelfia. Henrique Myden, que acababa de saber la llegada de Eusebio al Delaware, los recibió con particulares demostraciones de consuelo, pues los había convidado y deseaba que estuviesen en su casa para hacer más solemne y gustoso el recibimiento de su amado y suspirado Eusebio, a quien esperaba al siguiente día, según el aviso que le había enviado por tierra. Había dado inmediatamente orden Henrique Myden para que le previniesen una barca con sus remeros en donde se embarcarían todos para salir al encuentro.

Sobre esto trataba Henrique Myden después que los llevó a descansar al aposento que les tenía aparejado, complaciéndose en hacer mil preguntas a Leocadia. Era ya algo tarde cuando ella y sus padres llegaron a Filadelfia. Entreteníanse en suave y dulce conversación haciendo tiempo para la cena, muy ajenos de esperar a Eusebio en aquella hora, cuando oyeron dar recios y repetidos golpes a la puerta de la casa. La hora extraordinaria y el más extraordinario llamamiento, despiertan en todos las sospechas si sería Eusebio que llegaba. Henrique Myden, a pesar de su edad avanzada, acude a la ventana presuroso para preguntar quién era el que así tocaba. Oyóse entonces la voz de Gil Altano, que decía gritando: Abra vmd., mi señor don Henrique, que llega mi señor don Eusebio en cuerpo y alma, y llego yo también con él. Henrique Myden, fuera de sí, entra diciendo: Aquí está Eusebio, aquí está Eusebio. Apresuraba el paso hacia la escalera diciendo esto.

Leocadia y sus padres, llenos todos de indecible alborozo, lo seguían, mientras Eusebio, hallando la puerta, entró en la casa subiendo precipitadamente la escalera. Allí, encontrándose con su buen padre Henrique, se abraza con él, transportados entrambos del gozo, en fuerza del cual se estrechaban mutuamente en sus abrazos, besándose y dándose los tiernos y dulces nombres de padre y de hijo, y bañándose de sus deliciosas lágrimas. No advirtió Eusebio, enajenado del gozo que sentía abrazando a Henrique Myden, que estuviesen allí presentes los padres de Leocadia, y ésta también que, con lágrimas en los ojos, envidiaba aquellos abrazos a Henrique Myden de quien Eusebio no acababa de desprenderse. Don Alonso, padre de Leocadia, se acercó entonces, y asiendo a Eusebio de un brazo, le dijo: ¿Pues qué, no ha de haber abrazos para todos, don Eusebio?

Eusebio, reconociéndolo con sorpresa, deja a Henrique Myden para darle un abrazo; mas viendo al mismo tiempo a su amada Leocadia, no sabía a quién atendería primero. Llevado del ímpetu del primer ademán, se deja arrebatar de él; da dos estrechos abrazos al padre de Leocadia y se arroja luego a su Leocadia, a la cual abraza también con ardiente transporte, aunque contenido del respeto y freno de la modestia, diciéndole con encendido júbilo: ¡Oh mi dulce Leocadia! ¡Oh precioso momento tanto tiempo suspirado y finalmente conseguido! Permitid, dulce amor mío, que manifiesten mi sumo júbilo los labios a la presencia de vuestros padres y del mío. Dicho esto le besó la frente, continuando en decirle otras tiernas expresiones. Ella, enajenada del excesivo consuelo al verse en los brazos de su Eusebio, ora bajaba los ojos, ora los fijaba empañados del tierno llanto en el rostro de Eusebio, a quien decía que no podía explicar el sumo gozo que sentía de verlo llegar salvo.

Pero llegando la madre a darle la bienvenida, hubo de ceder Eusebio y desistir de sus amorosas demostraciones, inclinándose a besar la mano de la madre sin soltar la de Leocadia, agradeciéndole los parabienes que la madre le daba con apasionada ternura. Llegaron entonces Altano y Taydor para manifestar su consuelo a Henrique Myden. Altano no pudo contener sus lágrimas, especialmente cuando llegó a manifestar su gozo a su señora doña Leocadia, diciéndole mil cosas con expresiones nacidas de su enternecido respeto y de su afectuosa sencillez. Henrique Myden hizo luego entrar a Eusebio para que descansase, antes que los llamasen a cenar. Entrados en el aposentamiento, vuelven todos a los transportes de su alborozo, de su amor y ternura. Eusebio no sabía desprender su mano de la de Leocadia, ni sus ojos de los de ella; la cual no acababa de volver en sí, viendo a su lado su suspirado Eusebio.

Henrique Myden quiso saber lo primero de todo cómo era que llegaba en aquella hora, habiéndolo avisado que sólo llegaría al otro día; satisfecho de la respuesta de Eusebio, pasó a preguntarle sobre su viaje. Comenzó luego a encarecerle el dolor que tuvo y las lágrimas que le costó la carta que le envió desde S... en que le participaba la desgraciada muerte de su buen Hardyl, y especialmente el descubrimiento de ser su tío. Todos a una desearon oír de su boca aquel funesto accidente. Eusebio se lo contó por extenso, no sin lágrimas y sin que las dejasen de derramar todos los oyentes, especialmente Leocadia, tan interesada por su respetable libertador, acordándosele las misteriosas palabras que Hardyl le dijo cuando, después que la libró de Orme, la hizo sentar en el ribazo del camino mientras iba en busca del jumento: que tal vez llegaría a saber algún día que era poco menos que padre de Eusebio.

Acordóse también Henrique del extraordinario movimiento de sorpresa que hizo el mismo Hardyl, cuando le dijo Eusebio su nombre y apellido la primera vez que vino a su casa con los cestos, asomándosele las lágrimas a los ojos y haciendo un vivo ademán de sorpresa que pareció contener él mismo y que, aunque entonces le hizo alguna especie, sólo ahora comprendía lo que significaba. Comenzó a alabar con admiración la fortaleza de los sentimientos de Hardyl, su admirable desinterés, no queriendo admitir ningún emolumento por el trabajo de la educación de Eusebio, ni por su sustento; pues aunque le era tío, pudiera haber vivido más holgadamente con los socorros de Henrique Myden, que no quiso jamás admitir fuera de las guineas que le pidió para socorrer a Jonh Bridge. Mostró también extrañar Henrique Myden los motivos que pudo tener Hardyl para ir a establecerse a Filadelfia y para hacer en ella el oficio de cestero, mudando su verdadero nombre en el de Hardyl. Esto dio motivo a Eusebio para contar lo que había sabido del viejo Eumeno, poco después de la muerte de su tío.

La cena interrumpió estos tiernos discursos y memorias. Sobre ella deseó Henrique Myden que lo informase del estado en que dejaba el pleito con su tío don Gerónimo. No bastando tampoco el tiempo que duró la cena, y después de acabada, para satisfacer a otras preguntas, que así Henrique Myden como el padre de Leocadia le hacían, hubo de remitir, las respuestas al otro día por ser ya tarde y por hallarse muy cansado y falto de sueño. Volvieron con este motivo a renovarse los parabienes y demostraciones de su alborozo por la feliz llegada de Eusebio, separándose con apasionado afecto, en especial los dos amantes, cuyos corazones parecía que se les salían del pecho en la separación.

Eusebio, rendido al cansando de aquel día, que pasó en una barquilla de pescadores para poder llegar más presto a Filadelfia, y satisfecho su corazón de la vista de su amada Leocadia, durmió plácidamente hasta bien entrado el día. No así Leocadia, pues su alborozo y consuelo, contenido de su mismo recato y modestia, quedó reconcentrado en su corazón, desahogándolo sólo con los dulces pensamientos que la tuvieron desvelada casi toda aquella noche, ansiando que llegase el venturoso día para volver a complacerse con la vista y presencia de su devuelto amante, y para dejarse ver ataviada y compuesta como deseaba. Tuvo tiempo para ello antes que Eusebio compareciese, habiéndose dejado apoderar del sueño.

Quería Henrique Myden que Leocadia y sus padres se desayunasen, mas ellos quisieron esperar a Eusebio para tomar el té en su compañía. Dejóse ver finalmente, compareciendo a los ojos de Leocadia como suelen pintar a Apolo, lleno de amable majestad y de varonil belleza cuando aparece a la hermosa Corónide. Eusebio, después de haber cumplido con los padres de Leocadia y con Henrique Myden, fue con ellos a tomar el té. Tenía a su lado a Leocadia, en cuyo rostro fijaba al descuido sus curiosos ojos para ver si descubría en él, a la luz del día, alguna señal de las pasadas viruelas. Pero viéndolo tan terso y delicado cuanto lo estaba antes, tuvo motivo de alborozarse, huyendo enteramente de su ánimo las sospechas que concibió en París de que pudiese quedar afeada de aquella enfermedad.

Ni dejó de manifestar a Leocadia el contento y gozo que tenía por ello, dándole a hurto de sus padres una mirada tan viva, acompañada de un ademán tan afectuoso, que encendió no poco a la risueña modestia con que ella la recibía. Acabado de tomar el té, deseo Henrique Myden que Eusebio les hiciese una sucinta relación e todo su viaje, pues les quedaba toda la mañana por suya. Él satisfizo inmediatamente a sus deseos, comenzando por su salida del Delaware, hasta su llegada a Inglaterra, su caída en la mar, su llegada a Douvres, la pérdida de su coche y caballos en Dartford y los afanes con que entró en Londres, viéndose precisados a recobrarse en la pobre casa del viejo Bridway, cuya triste historia contó también de paso. El modo como pusieron tienda de cestos en la plaza de Spittle-Fields por sugerimiento de Felipe Blund, y el robo que éste les imputó, motivo porque los prendieron y llevaron a Newgate, donde reconoció a Orme.

Al oír nombrar a Orme la madre de Leocadia, interrumpió la narración de Eusebio, deseando certificarse de lo que contaba; él la satisfizo y dijo cómo se halló presente a su suplicio en Tiburn, donde los llevó, sin haberlos antes prevenido, Jonh Bridge, aquel mismo para quien Hardyl pidió a Henrique Myden las treinta guineas; el cual, habiéndolos reconocido cuando eran llevados a la cárcel, fue a ella para certificarse de su sospecha y para salir fiador por ellos, a fin de librarlos de la prisión y llevarlos a su casa, donde los hospedó magníficamente en reconocimiento del favor que había recibido de Hardyl en Filadelfia. Contó también el modo cómo el mismo Bridge pudo restituirse a su patria; ni pasó por alto la pública demostración que hizo el pueblo de Londres cuando salían de la cárcel, llevándolos por fuerza en hombros hasta la plaza en que los prendieron, para dar testimonio de su inocencia.

Siguió inmediatamente su viaje a Francia, dejándose en Inglaterra el caso de la hija de Howen y los amores que sintió por ella, aunque después hizo esta confianza a Leocadia. No hizo mención tampoco de la cena de Armanda y de Hernestina en París, donde lo llevó el lord Som... Contó bien sí su muerte, su generosa manda, que dejó Eusebio toda entera a sir Carlos Towsend y a sus dos hijas; cómo éstas vinieron con su padre a darle las gracias, postrándosele de rodillas. Al oír la relación de este caso, no pudieron contener las lágrimas los padres de Leocadia, la hija y Henrique Myden; la madre y la hija prorrumpieron en tales sollozos que hicieron también llorar a Eusebio y cortaron la relación.

Volvió a tomar el hilo al cabo de rato, diciendo cómo les llegó entonces a París la carta de Henrique Myden, en que les participaba el pleito de su tío don Gerónimo y la enfermedad de Leocadia, en fuerza de la cual apresuraron su viaje a España. Refirió cómo los prendieron los vivareses y los llevaron al general David, el cual los remitió al profeta Jurieu. El alma de Leocadia, pegada a los labios de Eusebio, hacíala mudar de color, temiendo que su vida quedase víctima de aquellos soldados montaraces, como si de hecho lo viese en peligro y no presente y salvo como lo tenía, dando por bien hecho el regalo del reloj que compró en Londres para ella y que envió al general David. Contó luego su feliz llegada a España y la tragedia del padre de Gabriela y de don Fernando en Toledo, y la que le aconteció a él y Hardyl con el encuentro de los toros, funestísima causa de su muerte, cuya triste memoria no pudo renovar Eusebio sin lágrimas, con las cuales dio fin a su narración, sacándolas a sus oyentes.

Apenas las habían enjugado, cuando llegó Guillermo Smith; el cual, acabando de saber la llegada de Eusebio, quiso ir inmediatamente a abrazarlo y a renovarle el tierno cariño que le profesó siempre, pues él fue el que propuso a Henrique Myden que tomase a Hardyl por maestro de Eusebio. Era el mismo Smith padre de aquella Henriqueta por quien Eusebio comenzó a sentir los primeros asomos del amor. Fue por lo mismo muy tierno el abrazo que se dieron, acompañándolo con llanto que participaba del consuelo que probaba Smith en el feliz arribo de Eusebio, y del dolor de verlo llegar sin su amigo Hardyl, cuya muerte había sabido por medio de Henrique Myden, tomando pie de esto para extenderse en alabanzas de la virtud y carácter de aquel hombre incomparable.

A Smith siguieron otros amigos y conocidos de Henrique Myden que venían a darle el parabién por la llegada de Eusebio. Pasóse así todo aquel día y el siguiente en recibir visitas, sin poder tener Eusebio la satisfacción de disfrutar a solas, como lo deseaba, la dulcísima conversación de su amada Leocadia, fuera de dos cortos momentos que pudieron lograr, facilitándoles el tiempo y lugar la madre, que sabía lo que podía prometerse de la honestidad de su hija y de Eusebio, concediendo aquel desahogo a los ansiosos corazones de los amantes, después de tanto tiempo de ausencia y en las inmediaciones del casamiento.

Esta fue la materia de sus discursos las dos veces que pudieron estar a solas, diciéndole la fidelidad que le había guardado en el viaje, a pesar de la pasión que le atizaron los atractivos y gracias de la hija de Howen, cuya historia no se recató a contar entonces a Leocadia. No dejó la misma de manifestar alguna duda, nacida de los celos de su amor y de algunos reproches que cedieron a la sinceridad con que le protestaba Eusebio haber combatido con la pasión. Lo que excitó en el ánimo de Leocadia un sentimiento tan tierno y reconocido, que la impelió a manifestárselo con cariñoso ademán que, aunque contenido en parte de su recato, puso harto cebo en sus ojos y continente, para que hiciese Eusebio lo que ella no se atrevía: apoderarse de su tersa mano en que, transportado del amor, imprimió sus labios.

¿Cuál fue entonces la dulce sorpresa de Eusebio, cuando Leocadia en vez de retirar la mano como lo hacía antes, usando de su modesta severidad, apretó al contrario la de Eusebio? Enajenado éste de tan cariñosa demostración, cuando menos la esperaba, se deja arrebatar del incendio que suscitó de repente en su pecho y, doblándole una rodilla, prorrumpió en ardientes suspiros, dándole mil dulces nombres, teniéndola asida de la mano en que renovaba sus amorosas adoraciones, al tiempo que entraba la madre; la cual lo sorprende en aquel ademán y postura de afectuosa confianza, sin advertirlo Eusebio por estarle de espaldas. Leocadia vio bien sí a su madre, y aunque manifestó alguna turbación, se resentía más ésta de la conmoción amorosa que le causó la demostración de Eusebio, que de la repentina aparición de la madre, en cuyo rostro y expresiones había leído de antemano la tácita condescendencia para tales cariñosas confianzas con quien le era esposo prometido.

Por esto, aunque se compuso un poco en su asiento, no por eso hizo ningún esfuerzo para desasir su mano de las de Eusebio, ni para que éste se levantase del suelo en que le tenía doblada la rodilla, dejándolo en aquella postura hasta que, llegando a él la madre, le tocó el hombro, diciéndole con sonrisa:

LA MADRE.-  Muy devoto venís de vuestro viaje, don Eusebio.

EUSEBIO.-   Tan devoto me fui, señora; no hay otra diferencia, sino que ahora la deidad me permite darle las adoraciones que antes desechaba, a lo menos en apariencia.

LA MADRE.-  Entonces había motivo para dudar de las intenciones del culto, y el ara no estaba trazada todavía. Pero ahora las intenciones son puras; el ara está levantada y la deidad pronta para dejarse adorar en ella.

EUSEBIO.-  ¡Ah! si llego de hecho a ese altar, cuánto más ardientes serán entonces mis adoraciones.

LA MADRE.-  Temo, a la verdad, que la diosa necesite de armarse de su amoroso imperio para que no os propaséis en su culto.

EUSEBIO.-  ¡Cruel sugerimiento de que se burlará tal vez el amor! El de Leocadia no necesitará de tales precauciones.

LEOCADIA.-  Nada de eso entiendo, don Eusebio, ¿qué precauciones son esas?

EUSEBIO.-  No lo dudéis; vuestra madre tendrá el cuidado de explicároslas antes de tiempo.

LA MADRE.-  Las explicaré cuando esté concluido el tapete que ha de servir para ese misterioso altar.

EUSEBIO.-  Eso sí que yo no entiendo, ¿qué tapete es ese?

LA MADRE.-  El cobertor nupcial que está bordando Leocadia y que no tiene todavía concluido.

EUSEBIO.-   ¡Ah, señora! Que el más puro y ardiente amor no necesita de recamados cobertores. ¿No es así, dulce amor mío?, ¿no os parece bien, Leocadia, lo que digo?

Entró entonces Henrique Myden, diciendo:

HENRIQUE MYDEN.-  Pues, hijos, de qué se trataba.

EUSEBIO.-   Del día en que habíamos de celebrar nuestro casamiento; y doña Cecilia nos quería dar sugerimientos.

LA MADRE.-

Eso se me antoja lo de la copla que aprendí de niña:

Señor, es vuestro criado
Como el mal encantador,
Que quier con ajena mano
Sacar la culebra viva,
De do estaba en el forado.

HENRIQUE MYDEN.-  No importa, no importa; di, Eusebio, ¿cuándo quieres que se celebre?

EUSEBIO.-  Decídalo Leocadia. Gustaré de oír su determinación.

LEOCADIA.-  Cuando quiera mi señora madre.

EUSEBIO.-  Ya habéis oído que vuestra madre no quiere ser como el mal encantador, y gustará también que lo determinéis.

LA MADRE.-  Tienes nueva prueba, hija mía, que don Eusebio que quiere con ajena mano sacar la culebra viva, y así no cuente conmigo para nada, di lo que sientes.

LEOCADIA.-  Cuando quiera don Henrique.

HENRIQUE MYDEN.-  Lo entiendo, lo entiendo; comencemos a tomar desde ahora providencias y se celebrará cuanto antes. ¿No es así, Leocadia, hija mía?, ¿no lo deseas así, Eusebio?

EUSEBIO.-  Así sea, padre mío, así sea.

Confirmó Eusebio su voluntad abrazando a Henrique Myden, que lo abrazó también él, diciéndose mutuamente tiernas expresiones, nacidas del paterno afecto y del filial reconocimiento a tan buen padre. Interrumpió estas dulces demostraciones Taydor, que traía del bastimento la cajita de los regalos para Leocadia. Consistían en algunas joyas engastadas con sumo primor, y en otras preciosas bujerías de gusto, sin las cuales no sabe pasarse la generosidad de un amor tierno y puro cual era el de Eusebio. En ellas no ponía otro aprecio que el que sólo se merecían por el fin para que las compró. Así se lo manifestó a Leocadia al entregarle la cajita, diciéndole:

EUSEBIO.-  Aquí tenéis, Leocadia, esta prueba de mi memoria, mas no de mi afecto; pues sólo es señal que tuve dinero para emplearlo en esos lucientes dijes; espero que los recibiréis como demostración igual a la que hace un pobre labrador a su amada con las flores que sólo le cuestan el cogerlas.

LEOCADIA.-  Así las recibo, don Eusebio; estad seguro que la más preciosa joya para mí es vuestro corazón; vuestro solo amor pudiera suplir en mi aprecio a todas las joyas de la tierra.

EUSEBIO.-  Y vos sola, divina Leocadia, y vuestros virtuosos sentimientos suplirán en mi estimación a todos los bienes de este suelo. ¿Qué son para mí todas las riquezas de la tierra, en cotejo de vuestras gracias y hermosura, y de la virtud que las realza?

LA MADRE.-  ¡Lindas preseas son!, ¿dónde las habéis comprado, don Eusebio?

EUSEBIO.-  En Londres las compré. Vuestra pregunta ha enfriado el encendido transporte con que iba a besarlas, no porque son joyas, sino porque son de Leocadia.

LEOCADIA.-  Las besaré, pues, yo, no por lo que valen sino por quien me las regala.

EUSEBIO.-  Provocado de tan amable ejemplo, lo imito según mi intención ardiente.

LA MADRE.-  Quien os viera y oye, tacharía de sobrado pueril ese vuestro cariñoso entretenimiento.

EUSEBIO.-  No lo dudo, doña Cecilia, si los ojos que nos vieran fueran ávidos, secos y endurecidos del interés y de la vanidad, que sofocan en el corazón los más tiernos y dulces sentimientos del amor; ni le dejan probar sino los efectos vanos de la codicia y de la ambición, que forman el débil cimiento de sus sórdidos casamientos.

LA MADRE.-  ¿Y al vuestro qué cimiento le queréis dar?

EUSEBIO.-  La educación que habéis dado a Leocadia y los adorables sentimientos de la misma, me hacen esperar que el solo cimiento de nuestra unión será la virtud, exenta de ambición y de vanidad, y superior a todos los objetos exteriores que absorben y enfrían los afectos de la mutua correspondencia de dos amables genios. La virtud hace que éstos se ocupen sólo de sí mismos; la misma los estrecha con fuerza poderosa para resistir a la de los trabajos y desgracias, si con ellos quiere combatirlos la fortuna. La misma consume todos los leves disgustos, si por ventura los hace nacer algún desarreglado sentimiento de contragenio, o de demandada voluntad, como consume el sol las nubes y manchas de que no anda exento a nuestros ojos, sin menoscabarse su esplendor en su carrera luminosa.

LA MADRE.-  Aunque en elevado estilo me dais motivo, don Eusebio, para complacerme mucho más en la fortuna de Leocadia y mía, siento que llegue gente, según parece, a interrumpir vuestro discurso y mi complacencia.

Entró de hecho Altano para avisar que llegaban la mujer e hija de Guillermo Smith; venían a visitar a doña Cecilia y a Leocadia en atención de Henrique Myden y del casamiento de Eusebio. Leocadia no ignoraba que Henriqueta Smith fue la primera llama de Eusebio, como se lo acababa de decir él mismo. Fue grande a la verdad la conmoción que produjo la vista de Henriqueta en su pecho, renovando en él aquellos tiernos y suaves movimientos que le causó en otro tiempo su presencia. Habíanse perfeccionado las gracias y hermosura de Henriqueta, y aunque no era tan hermosa como Leocadia, era no menos linda y agraciada, y tenía tal vez más vivos alicientes en su persona.

Todo esto indujo insensiblemente a Eusebio a cortejarla con el despejo y afabilidad mayor que había contraído en el viaje, usando con ella de demostraciones que, aunque no nacían de pasión amorosa, no iban exentas de liga, de inclinación y genio, que hacían su discurso y trato más amable. Fueron más animadas aquellas demostraciones en la despedida, acompañándola hasta el zaguán, ajeno de imaginarse que pudiese resentirse por ello Leocadia, ni causarle los celos que le causó. Fueron éstos tanto más fuertes, cuanto más ignoraba ella el trato y sus corteses demostraciones, por haberla criado su madre con algún rigor y alejada de visitas.

Eusebio, después de haber cumplido con Henriqueta y con su madre, volvió a verse con doña Cecilia y Leocadia, en cuyo rostro, aunque echó de ver alguna especie de serio desvío, no hizo atención distraído de Gil Altano que llegó para preguntarle dónde quería que pusiese los cajones de libros que llegaban del bastimento. Después de haber estado con Altano, volvió a la estancia, donde encontró a Henrique Myden y a don Alonso que lo distrajeron de aquel reparo; hasta que llegada la hora de ir a comer, asió de la mano a Leocadia para acompañarla. Ella no rehusó dársela, mas lo hizo con tan seria frialdad y sus ojos persistieron en tan serio enajenamiento, que Eusebio no pudo dejar de preguntarle en presencia de sus padres qué era lo que sentía, pues estaba tan desganada.

El padre, advertido de la pregunta de Eusebio, reparó en el desabrimiento de la hija y le hizo la misma pregunta, temiendo que tuviese alguna cosa. Mas ella, a quien bastaba haber hecho conocer a Eusebio su resentimiento, supo distraerlos a todos de tal cuidado, reponiéndose en su modesto y afable sosiego y diciendo con risa extraviada que nada tenía. No quedaba sin embargo satisfecho Eusebio, ni de su respuesta ni de su continente, no pudiendo encontrar sus miradas, aunque frecuentemente se las buscaba. Veíala sólo atenta a sosegar las sospechas de los demás y a dejarlo a él en las suyas. Crecieron éstas tanto con su afectado extravío, que ansiaba Eusebio el momento que la mesa se acabase para saber de la misma causa de aquella repentina mudanza, sin ocurrirle que pudiesen ser los celos que había suscitado en ella el manifestado afecto a Henriqueta Smith.

Luego que la madre e hija se encaminaron a su aposento, siguiólas inmediatamente Eusebio, y en presencia de la madre le volvió a preguntar la causa de la aflicción que manifestaba. Había ella puesto a recobrar su seriedad, y aunque persistía en decir que nada tenía, decíalo con aire y tono tan modestamente despegado, que dio motivo a la madre para conocer que embarazaba su presencia a la confesión de la hija, y la dejo sola con Eusebio. Ansiaba él este momento no menos que Leocadia para explicarse, aunque ella quería que Eusebio conociese la causa de su triste extravío sin declararlo. Viéndose, pues, solo con ella y penetrado su tierno corazón de la tristeza que le manifestaba, le dijo con enardecido afecto y con llanto asomado a los ojos:

EUSEBIO.-  ¿Qué extraña mutación es ésta, dulcísima Leocadia? ¿No noto por ventura en vuestros ojos una desdeñosa sequedad, que no sé por qué me trastorna? ¿No podré saber de dónde procede? ¿Cuál puede ser la causa que ajó de repente vuestra suave afabilidad y aquella dulce confianza que inundaba a mi corazón de celestial alborozo? Decidlo, prenda de mi dicha, solo y eterno amor mío.

LEOCADIA.-  ¿Solo y eterno? No lo sé.

EUSEBIO.-  ¿Cómo? ¿Qué me queréis significar? ¡Cielo!, ¿qué escucho? ¡Oh crueles tiranos del más puro y sincero afecto! Leocadia, ¿es posible que hayan podido anublar los celos la serena dicha de vuestro corazón? ¿Qué es lo que dio motivo a un sentimiento tan ajeno de vuestro amor y del mío? Pronto estoy para borrarlo con mi llanto, con mi juramento, cuan sacrosanto lo queráis.

LEOCADIA.-  ¿Juramento? No por cierto, no pido juramentos. Puede ser muy bien que vuestro llanto y protestas sean sinceras, y serlo tanto, cuanto vuestras demostraciones y justa afición para con quien es tal vez más acreedora a ellas que Leocadia.

EUSEBIO.-  Y cuál, ¿cuál puede ser el objeto de esas injustas sospechas? ¿Qué otra hermosura puede haber en la tierra que más que vos empeñe mi amor ardiente? ¡Esto me faltaba que probar, antes de la dicha que yo me prometía enteramente pura! Leocadia, no merezco ese cruel tormento. Acabad, explicaos: ¿es acaso Henriqueta Smith la que dio ese temor injusto?

LEOCADIA.-  Pudiera ser tal vez injusto si vos mismo, conociendo que es ella, no la nombrarais, y si sola su hermosura me la hubiera causado. ¿Mas las afectuosas demostraciones que le hicisteis, no me confirman demasiado en mi temor? ¿No sirve de prueba a éste mismo la confesión que me hicisteis de la pasión que encendieron en vuestro pecho las gracias de Henriqueta antes que conocierais a la desdichada Leocadia? ¡Ah! conozco ahora ser verdad que la primera impresión del amor es, como dicen, la más fuerte y duradera.

EUSEBIO.-  ¡Dios inmortal! ¿Es sueño lo que me pasa o devaneo de mi imaginación? ¿La mayor prueba de mi amor para con vos, ha de ser cabalmente la más contraria? Aunque un dicho del vulgo llevara el sello de la verdad, ¿no lo debiera desmentir a vuestros ojos el más sublime y puro afecto, cual me glorío que lo es el mío, y cual lo fue siempre para con vos? Mi misma confesión sincera, ¿no os debiera confirmar en la entereza de mis sentimientos? Si mi corazón hubiera querido reservarse algún oculto seno para el afecto de esa Henriqueta, ¿creéis que hubiera sido tan fácil y tan inocente en descubríroslo?

LEOCADIA.-  ¿Eso mismo no pudiera ser prueba de la inconsideración de un arrepentido afecto?

EUSEBIO.-  ¿Lo podéis creer del mío? ¿Os persuadís que el inconsiderado Eusebio, por sobrado sincero, se arrepienta ahora de amaros y de adoraros, como os ama y adora, a pesar de todos vuestros injustos recelos y de quien los causó? Si soy tan desgraciado que no merezcan ser creídos, ni este mi llanto ni mi juramento, decid qué queréis que haga para destruir esos temores y devolver a vuestro corazón la perdida tranquilidad.

LEOCADIA.-  Todas las pruebas que me pudierais dar ¿llegarían por ventura a destruir vuestra amorosa inclinación?

EUSEBIO.-  ¿Mi inclinación? Y aunque hiciera prueba de mi entereza en confesaros que la tengo, ¿la inclinación es por ventura amor? ¿Está en nuestra mano el impedir que nazca en nuestro genio el agrado de un objeto que lo excita? ¿Creéis que no habrá otras Henriquetas que a pesar de mi mayor amor para con vos, produzcan en mi pecho aprecio de su hermosura? ¿Podréis dejar de creer también que habrá otros mil más apuestos que vuestro amante Eusebio, y tal vez menos, que se granjearán vuestra inclinación?

LEOCADIA.-  No; no habrá ninguno.

EUSEBIO.-  ¡Oh expresión tanto más dulce, cuanto más inocente, a pesar de los celos que os la sacan para endulzar en parte la amargura que ocasionan! Mas, Leocadia, padecéis un amable engaño. Sólo el tiempo y la experiencia lo harán desvanecer con la vista y trato del mundo. Padeciera yo también otro engaño semejante si me lisonjeara poder destruir con razones vuestras celosas sospechas, que no las sufren. Mas como sintiera dejaros clavado en el corazón su agudo dardo os ruego queráis indagar conmigo el origen del mal, pues si no se llega a conocer, costará mucho más eludir sus funestos efectos. Sufrid pues por un momento que tiente la herida y supongamos que me agrade esa Henriqueta, que sienta yo por ella alguna propensión, y aunque era en daño de la verdad, que esta propensión sea amor verdadero.

¿Todo esto que quiere significar? Que Henriqueta tiene calidades que engendran esta propensión en mi genio y que éste es susceptible de sentirla. Mas esta propiedad no es de sola Henriqueta, pues sabéis que me han agradado otros objetos mucho más y cualquier hombre está sujeto a semejante sensibilidad. Tal es el aliciente que infundió a lo bello la naturaleza, tales son los sentimientos inevitables que nacen en el corazón, aun respecto de objetos irracionales e insensibles. Y si supierais las fábulas, os trajera el ejemplo de Pigmalión que se enamoró de la belleza de la estatua que hizo él mismo.

Quiero, sin embargo, que extrañéis y que sintáis esta mi inclinación a Henriqueta, porque supongo que no habéis reflexionado que ella nace de la naturaleza y no de la voluntad. Esta es la que hace sólo culpables los afectos que desdicen de la entereza del corazón que los fomenta. ¿Mas podéis persuadiros que mi voluntad tome parte en una inclinación que sólo merece ser comparada a la que produjera en mí una excelente pintura, o una estatua semejante a la que dije que enamoró a su artífice? ¿Podéis temer que Eusebio, renunciando a sus honrados sentimientos, se deje llevar del afecto que pudo infundirle un objeto extraño para él, a costa de desmentir los principios de su integridad y de la pureza de su palabra? Si lo teméis, no hay para qué nos fomentemos un injusto tormento que puede acibarar la dicha y la tranquilidad que me prometía de nuestro himeneo. Pero quedamos libres todavía para determinarnos mutuamente a más dichosa elección.

LEOCADIA.-  ¡Oh amarga de mí! ¿Qué escucho?... ¿Son éstas las protestas que debía sellar vuestra sangre? ¿Este es el remate de vuestra constancia, para destruir unos celos que no sin razón os importunan? ¡Ah! lo veo. Tenéis pronta a Henriqueta para hacer más dichosa elección; mas yo, ¡infeliz de mí!, ¿a quién?, ¿a quién? ¡Oh desventurada Leocadia! ¿Esperabais acaso los últimos momentos para hacerme más cruel la declaración? ¿En qué lo merecí? ¡Cielos!, ¿en qué lo merecí?

Un río de lágrimas brota de sus ojos, acompañado de altos sollozos que dejan a Eusebio mudo y consternado, y lo hacen arrepentir de la proposición que, a pesar suyo, le hizo para destruir la celosa pasión de Leocadia. No pudiendo resistir finalmente a la compasión y ternura que le causaba, arrójase a sus pies, y tomándola la mano, la besó diciendo:

EUSEBIO.-   No despedacéis, dulce amor mío, a un corazón que os adora, que es y será sólo vuestro. Ved, Leocadia, los muchos disgustos a que los celos nos arrastran. Ellos, es verdad, nacen del amor y le son inseparables compañeros, mas la razón y la virtud los deben tener sujetos y mirarlos con menosprecio. Ellos no osan bullir cuando conocen que han de ser mal mirados. ¿Mas para qué pierdo tiempo en persuadir con la razón lo que con ella no se recaba? Breve, Leocadia, decidme vos misma lo que deseáis que haga para dejaros enteramente sosegada. ¿Queréis que no vea, ni me presente más a Henriqueta?

LEOCADIA.-  ¡Ah, no me amáis más don Eusebio!

EUSEBIO.-   ¡Santo Dios! ¿Es esto lo que deducís de todas mis protestas y de mis amorosas demostraciones? También os halláis con esa injusta y tormentosa desconfianza. No, dulcísimo y eterno amor mío; ante el cielo, ante Dios, os juro en esta mano que adoro que ha de recibir la promesa de mi fidelidad, que no habrá ni hermosura ni gracia que tenga poder para rendir ni avasallar a un honrado y ardiente corazón, que os quedará para siempre consagrado.

Dicho esto, le cruza el brazo por la cintura llorando tiernamente, teniendo aplicados los labios al hombro de Leocadia, en que resonaban sus suspiros mezclados de tiernas expresiones. Demostración que ella consintió recibir, llorando también en silencio, como prueba de que quedaban sosegadas con ella sus celosas sospechas. Aunque Eusebio echó de ver que esta pasión de Leocadia procedía del amor propio del sexo, de la inocencia de la misma y del grande amor que le tenía, antes que de la persuasión de lo que sentía, quiso, sin embargo, combatirla de recio en sus principios para desarraigarla de su ánimo, pues es pasión que como las demás cobra fuerza, dejándola a su voluntad, especialmente en ciertos genios más susceptibles de sus molestas impresiones. Éstas son a veces el acíbar de los mejores casamientos y que tal vez los hacen desgraciados.

En todas las amorosas demostraciones que hasta entonces había hecho Eusebio a Leocadia, no sintió jamás tan vivos incentivos de amor, cuanto en el estrecho abrazo que le acababa de dar. Pareció que el pasado contraste le hiciese reconcentrar todo el fuego de su afecto, para hacerlo abrasar en más ardiente ternura. Mas si pudo contenerse sin ofender a la modestia de Leocadia, se desprendió de ella determinado a no dejar pasar el día siguiente sin probar por entero la dicha que le hizo concebir el amor en aquel tierno abrazo. Se encaminó en derechura a decírselo a Henrique Myden que, aunque se excusó al principio por falta de preparativos, condescendió a la instancia de Eusebio, remitiéndolo a la determinación de los padres de Leocadia.

Halló en éstos mayor dificultad, no llevando a bien don Alonso que se celebrase el casamiento sin tener su hija el competente vestido y ajuar. Se allanaron sobre mesa todas estas pequeñas dificultades que ponían los padres de Leocadia, diciendo Eusebio que después del casamiento podían hacer o no hacer cuantos vestidos quisiesen a Leocadia. Que, entretanto, no estaba tan indecente, que su vestido era cual pudiera llevar la más rica cuáquera. Que le serían tanto más agradables los desposorios, cuanto menos estorbos tuviesen de exteriores vanidades que disipasen el puro consuelo y satisfacción que quería sacar de su solo amor y de la íntima complacencia de su mutuo afecto.

Cedieron los padres a las razones de Eusebio, y a los deseos que manifestaba de celebrar al otro día su casamiento. Henrique Myden dio entretanto parte a sus amigos e hizo disponer convite, sin declarar a Eusebio su intención. Don Alonso se aprovechó del corto plazo para prevenir en cédulas la cantidad del dote que prometió dar a su hija, y formó las capitulaciones del contrato. Eusebio nada quiso saber de ellas, remitiéndose a Henrique Myden. Sin aliciente de interés, estaba demasiado persuadido que la capitulación más esencial eran las prendas y calidades de Leocadia, pues todas las demás, sin éstas, están expuestas a ser quebrantadas de la voluntad de los maridos o de la desgracia.

Dejó, pues, ocupados en el contrato a Henrique Myden y a don Alonso, y él se fue a ver con Leocadia, que quedaba enteramente serenada con la última demostración de Eusebio, especialmente con la resolución que tomó de anticipar el casamiento. Hallóla trabajando en compañía de la madre. Eusebio se sentó a su lado y, cruzando su brazo sobre el de la silla de su amada, comenzó a decirle, mirándolo ella tiernamente de soslayo sin dejar de las manos la labor:

EUSEBIO.-  Acabo de dejar a nuestros padres empleados en formar las obligaciones que debemos guardar en nuestro casamiento, o que debo guardar yo. Parecióme hacer agravio a la pureza de mi amor si asistía a la junta. Como si necesitase de capitulaciones para no faltar a lo que de mí exigen vuestro amor y el mío. ¿Os lo parece, Leocadia?

LEOCADIA.-  No entiendo de eso, don Eusebio.

LA MADRE.-  Hacéis, sin embargo, mal, don Eusebio, pues tal capitulación pudiera haber que os pudiera ser sensible.

EUSEBIO.-  Si es así, será culpa de la confianza que puse en la discreción y honradez de don Alonso. Fuera de esto, no sé qué justa capitulación pudiera haber que pudiese serme sensible. Mas dado el caso que así lo sea, ¿no puedo lisonjearme que el amor de Leocadia le quitará todo el desagrado que, pudiera causarme? Dadme, no obstante, una norma de esa capitulación sensible.

LA MADRE.-  No sé qué pretensiones pudiera llevar don Alonso, pero me acuerdo de un caso, semejante al vuestro, que sucedió en España, en que tuvo motivo de arrepentirse el marido de su fácil condescendencia.

EUSEBIO.-  No creo que haya acontecido ese solo caso en España. Antes bien diré más: que apenas encontraréis marido que no tenga motivo de saberle mal alguna capitulación a que vino bien a sabiendas, antes de cerrar el contrato. A más de esto, ¿creéis que por ser obligación impuesta, sea inviolable a los maridos? No permita el cielo que os haga esta objeción, porque lleve yo intenciones de imitarlos. Serán para mí sacrosantas las que se me impusieren, a que desde ahora me someto. Lo digo solamente para que conozcáis que procedo por otros principios y que mi amor es de otro temple que el de los otros.

LA MADRE.-  Todos los amantes hablan así.

EUSEBIO.-  ¿Y hablan así también las amantes? Decidlo, Leocadia, pues vine también a oír vuestra voz: deseara que me manifestarais los quilates de vuestro afecto. ¿Es por ventura el toque de los celos...?

LEOCADIA.-  ¿Celos?, ¿quién tiene celos?

EUSEBIO.-  Cielos, quise decir; perdonad la equivocación. Seguiré la metáfora, aunque es demasiadamente alta; porque, ¿quién hizo jamás a los cielos piedra de toque para quilatar en ellos al amor? Sin embargo, ¿qué semejanza más cabal que la de un puro y ardiente amor con los cielos? ¡Qué serenidad, qué tranquilidad y brillantez reina siempre en ellos! Las nubes pueden cubrirlo a nuestros ojos, mas no llegan a él. ¡Qué dulce paz la de los astros en su plácido curso! Qué resplandor el del sol que todo lo vivifica en su carrera majestuosa. ¡Ah! ¿Si fuera tal vuestro amor y el mío, no perdonaríais a los celos el habernos sugerido esta deliciosa imagen?

LEOCADIA.-  Pero estamos en la tierra, don Eusebio; el amor está sujeto en ella a nubes y a contrariedades que le pueden robar la paz y la serenidad que a lo lejos se promete.

EUSEBIO.-  ¡Ah! Leocadia, si vuestro amor llegase a fomentar los fuertes y ardientes sentimientos que alimenta el mío, pudiera prometerme llevarlo a un templo donde tomase alas para levantarse en ellas sobre la tierra, sobre esas nubes y contrariedades que decís.

LEOCADIA.-  ¿Cuál es ese templo?

LA MADRE.-  ¿Dónde tenéis, don Eusebio, ese templo? Sin duda debe estar lejos de la Pensilvania, y poco más allá de nuestras tierras.

EUSEBIO.-  No está tal vez tan lejos cuanto pensáis.

LA MADRE.-  ¿No será semejante al que hizo nacer el refrán, cuádrelo vmd.?

LEOCADIA.-  Decid, don Eusebio, ¿qué templo es ése?

EUSEBIO.-  ¿O tenéis todavía curiosidad de saberlo, después que vuestra madre lo quiso destruir con una cuadratura semejante a la del círculo?

LA MADRE.-  ¿Qué sé yo que no queráis usar de otra metáfora como la de los cielos? Y como pintan con alas al amor, no sé si las toma en ese templo para levantarse tan alto.

EUSEBIO.-  En el templo que digo no se concede la entrada al amor profano, sino sólo al amor santo que nace de la virtud, cuyo es el templo en que convierte la misma el corazón que le da entrada. La moderación, la mansedumbre, la templanza, hacen en él de vestales que conservan su fuego inextinguible. En él renace el afecto como el fénix y toma como él las alas que yo decía, para levantarse sobre las tempestades de la tierra y sobre los disgustos y contrariedades que en ella encuentra.

LA MADRE.-  ¿Quién os ha de seguir en vuestros vuelos, don Eusebio?

EUSEBIO.-  Me basta que me siga Leocadia.

LEOCADIA.-   De buena gana si pudiera.

EUSEBIO.-  Basta que lo queráis. Viene vuestro padre a llamarme.

Entró don Alonso para avisar a Eusebio, que había llegado el escribano y los testigos. Eusebio le dijo que, siendo también interesados doña Cecilia y Leocadia, podían ir todos juntos. Le respondió don Alonso que irían también después que hubiese él leído las capitulaciones; mas replicando Eusebio que para eso no iría solo, instó entonces don Alonso a su mujer e hija para que fuesen, como lo ejecutaron. Estando ya todos juntos, después que el escribano leyó las capitulaciones aprobadas de Henrique Myden, tomó la palabra don Alonso, diciendo:

Señores: como en el convenio del contrato, supongo, que a más de los veinte mil pesos que destino de dote a mi hija Leocadia, queda también heredera de mis bienes, y sus hijos si los tuviere, debo hacerles una confesión, por lo mismo que no me pareció bien hacerla entrar en la escritura. Para descargo pues de mi conciencia, sepan vmds. que tuve un hijo varón que di a criar a una ama fuera de mi casa, a quien se lo robaron unos gitanos, según se creía. A pesar de todas mis diligencias y de las de la justicia, no me fue posible tener el consuelo de encontrarlo. A esta desgracia sucedió inmediatamente la otra, que me obligó a dejar para siempre mi patria y establecerme en la América. Esto hizo más difíciles mis diligencias y pesquisas que encargué a otras personas en fuerza de mi ausencia.

Sólo dos años después que me hallaba establecido en Salem, recibí una noticia incierta que mi hijo murió en Flandes; mas las circunstancias de tener mudado el nombre, aunque de una sola letra, y de la de tres años más de edad que tenía el mozo difunto que suponían ser mi hijo, me pareció que desmentían a la noticia, y no me dejan ahora entera seguridad para prometer a vmds. y a mi amada hija Leocadia lo que no puedo, en caso que viva y exista aquel hijo que me fue robado; pues pudiera comparecer algún día y pretender de don Eusebio lo que le sería sensible ceder, si lo recibía con mala fe y engaño del dador. Mas en caso que mi hijo haya muerto, o que el cielo permita que permanezca en la oscuridad del estado en que cayó, ratifico ampliamente mi promesa.

Esta declaración hizo alguna sensación en el ánimo de Henrique Myden; de suerte que, después que acabó de hacerla don Alonso, no supo aquél qué decir, fijando sus ojos en Eusebio. Éste esperaba también que su padre Henrique dijese sobre ella su sentir, y callaba por lo mismo; lo que dio no poca pena a don Alonso, a la madre y a Leocadia, temiendo todos que aquella declaración fuese invencible impedimento para el casamiento. Viose precisado don Alonso a preguntar a Henrique Myden si quedaba enterado de lo que acababa de decir. Myden dijo entonces que no era él el que se había de casar, sino Eusebio. Pues yo, dijo entonces Eusebio, me caso con Leocadia y no con su herencia; levantóse de su asiento y fue a firmar el ya establecido contrato. Esta generosidad de Eusebio penetró al alma de Leocadia y de su padre don Alonso, y echó el sello a la ternura y afecto que las prendas y virtud de Eusebio les habían siempre merecido.

Idos ya los testigos y el escribano dieron mutuamente los parabienes, en que don Alonso no pudo contenerse sin abrazar a Eusebio en presencia de su mujer e hija, y de Henrique Myden, diciéndole con apasionada ternura: Me disteis a probar, don Eusebio la mayor dicha de mi vida; quiera el cielo bendeciros y daros gozo y consuelo igual en vuestro casamiento al que mi alma experimenta. Eusebio, conmovido de las expresiones y enternecimiento de don Alonso que lo apretaba entre sus brazos, abrazálo también, diciéndole: Por grande que sea la dicha que me deseáis, de vos la reconoceré toda entera, como autor de esa prenda inestimable que me la acarrea, y que adoro y amo con el más puro afecto.

Dicho esto, se desprende de don Alonso para ir a besar la mano de Leocadia que, enternecida también de la demostración de su padre, lloraba de consuelo. Eusebio, besándole la mano, le decía: Vos sois, adorable Leocadia, la prenda de mi dicha, la más preciosa joya que poseo, que puedo ya llamar mía. Quiera la virtud presidir a nuestro casamiento y hacer uno de dos corazones que le quedan consagrados y que esperan de ella el colmo de su bienaventuranza en el suelo. No fueron menos afectuosas las demostraciones que se dieron Eusebio y su padre Henrique, participando el corazón del buen viejo del alborozo y consuelo de su amado Eusebio.

En estos y otros semejantes transportes de gozo pasaron lo restante de aquella tarde, precedente al día de su dichoso casamiento. Concebía de antemano el enajenado corazón de Eusebio la pureza de las delicias que había de gustar, teniéndolo desvelado casi toda aquella noche su imaginación, alimentándola de las especies e ideas que su amor ardiente le sugería. Todo le venía de nuevo a la entereza de su honestidad, no a las luces de sus conocimientos. Cebábase por lo mismo su fantasía en las prendas y perfecciones de su esposa, en su amabilidad, en la dulzura de su genio, en su inocencia, que suscitaban en su corazón mil deliciosos afectos, los cuales participaban antes de la pureza de la correspondencia y confianza de su mutua estimación que del deleite, inferior para el amor más tierno y puro.

El día tanto tiempo suspirado llegó finalmente a dar alma con sus claros resplandores al gozo de todos los interesados, participando hasta los criados del contento y complacencia que acarreaba la solemnidad de aquel casamiento. Altano era el que mayor alborozo manifestaba entre ellos, como quien más se creía autorizado a declararlo a su buen amo, a quien fue a darle los parabienes, diciéndole:

ALTANO.-  Mi señor don Eusebio, si hoy no me vuelvo loco, no espere vmd. verme morir encerrado en una jaula. El contento me lleva al alma por esos cerros como una peonza. Tantas vueltas la hace dar el gozo, que temo perder el seso. Vea vmd. como no hay plazo que no llegue. ¿Quién me lo había de decir, cuando saqué a vmd. rapazuelo del naufragio, que lo había de llegar a ver hombre hecho y derecho, y casado con una beldad sin par? Créame vmd., que tengo mayor consuelo por ello que si a mí mismo me tocara, aunque no naciese para mis bigotes.

EUSEBIO.-  Por lo mismo sois acreedor, Altano, a toda mi dicha y al agradecimiento que quisiera hoy manifestaros en lo que más desearais, si me lo significáis.

ALTANO.-  Señor, lo que más deseo es el cumplimiento de la dicha de vmd.; otra cosa no deseo ni tengo por qué desear. Vista ésta, muéranse mis ojos, como decía Simeón por boca del cura de la parroquia de S...

EUSEBIO.-  Podían también venirte ganas de casarte, y morirse en paz tus ojos en el seno de tu familia.

ALTANO.-  ¡Para pitos está por cierto el alcacer! ¿Hay cosa más risible que un viejo que sube al tálamo con babador?

EUSEBIO.-  Medimos los ajenos deseos por los nuestros: el que tengo de manifestarte mi agradecimiento, me sugirió esa especie; no tienes por qué extrañarla, después que sientes en ti que el gozo te saca al alma de sus quicios.

ALTANO.-  ¡Y cómo que me la saca!, que si no fuera por el deseo que tengo de ver las bodas de vmd. que me hace atiesar las piernas y estar firme en ellas, ya hubiera dado conmigo por esas paredes, destinado como un moscardón que va de aquí para allá dando golpes y zumbidos sin saber lo que se pesca.

EUSEBIO.-  ¿De dónde sacas, Altano, tan lindas comparaciones?

ALTANO.-  Ya previne a vmd. que estoy poco menos que loco de contento. Vale más que lo manifieste en seso con esas expresiones, que con los hechos sin él.

EUSEBIO.-  Te confieso que no sé comprender la causa del exceso de esa alegría por mi casamiento; ¿qué es lo que te incita a tales extremos de contento?

ALTANO.-  ¿No oyó decir vmd. que en días tales se suele echar la casa por la ventana? Eso es lo que yo quiero significar e imitar.

EUSEBIO.-  ¿Y viste jamás echar la casa por la ventana?

ALTANO.-  No señor; pero se dice, como digo yo también, de que estoy fuera de mí de gozo, y ve vmd. que estoy muy quedo y muy sobre mí.

EUSEBIO.-  Echaba ya de ver que había alguna exageración en tus expresiones; por eso me vino deseo de saber la causa particular que te movía a tal exceso de gozo en mi casamiento.

ALTANO.-  La causa particular no es otra que la de alegrarse todo hombre en tales días.

EUSEBIO.-  Esa cabalmente es causa muy general, y que manifiesta que te alegras porque los otros se alegran y nada más.

ALTANO.-  No señor; porque aunque todos los demás lloraran, yo solo saltara de gozo como una cabra en el casamiento de vmd.

EUSEBIO.-  ¿Qué es pues lo que a ti solo te incitara a saltar como una cabra, ya que estás tan fecundo en semejanzas?

ALTANO.-  Porque me está diciendo el corazón que ha de llegar vmd. al colmo de su dicha en su casamiento.

EUSEBIO.-  Eso será porque crees que el estado del matrimonio es el más dichoso.

ALTANO.-  Lo debiera ser, no hay duda, y lo fuera, tal vez, si todos los casados fueran como vmd.

EUSEBIO.-  ¿Si todavía no lo soy, cómo lo puedes inferir?

ALTANO.-  Lo infiero de los sentimientos y de la bondad de vmd.

EUSEBIO.-  ¿Pues qué, no habrá otros muchos más buenos que yo?

ALTANO.-  Sí señor; pero ellos serán buenos como las brevas, y vmd. como fruta en real cercado.

EUSEBIO.-  A la verdad estás hoy de semejanzas; y algunas, tales que no sé alcanzarlas, como ésta de las brevas.

ALTANO.-  Me explicaré pues: las brevas, cuando maduras, o caen de buenas o las pican los pájaros; amén de esto, ellas crecen en las higueras a Dios y a la ventura. La fruta del real jardín es respetada en su bondad y toma mejora del cultivo. A más de esto, vmd. es bueno como la paloma, con asomos de cordura de serpiente, y finalmente, vmd. es bueno como Guzmán el Bueno, y no como el buen Guzmán, de quien se dijo: qué lindos pintores que lleva el buen Guzmán.

EUSEBIO.-  Ya estaba temiendo que llegases a profanar tus comparaciones. No sabes llevar adelante un discurso sin ensartar alguno de tus ridículos estribillos.

ALTANO.-  Mi señor don Eusebio, esto no es mentar la soga en casa del ahorcado, pues vmd. está por casar todavía, y su casamiento es excepción de regla; quiero decir, lo será. Si todos los hombres fueran como vmd. me echaba a misionero de casamientos.

EUSEBIO.-  No dejarías de hacer lindos sermones y en algunas partes pudieras sacar gran fruto.

ALTANO.-  Eso se lo aseguro a vmd., y no hayga miedo que subsistiera entonces el refrán: mal me quieren las comadres, porque las digo las verdades; que todas ellas vendrían desalmadas a oír al predicador de casamientos. ¿Pues qué, si me oyeran en una rejita de parlatorio? No digo más, porque sólo de pensarlo se me derrite el gusto en el buche.

EUSEBIO.-  Estás hoy de extrañas ocurrencias. ¿Cuándo oíste jamás ningún predicador de casamientos?

ALTANO.-  ¡Guarte! De todos los otros sacramentos sí; pero de ese no. ¿Cómo quiere vmd. que prediquen el matrimonio los que le dieron de pie, mirando como a víboras a las pobres hijas de Adán? Fortuna que la naturaleza predica callandito por otra parte, porque si no, ¡adiós noble raza de los godos!

EUSEBIO.-  También pudieran decirte a ti: ¿por qué no nos diste ejemplo de lo que predicas?

ALTANO.-  ¿Y sabe usted lo que les respondiera? Hijos míos, por eso os lo predico, porque mi mala ventura hízome errar la vocación.

EUSEBIO.-  Vale más que acortemos, porque si no estás en trotes de decir muchos días disparates. Ve a ver si vino el clérigo irlandés.

ALTANO.-  Voy a servir a vmd., mi señor don Eusebio, pero a lo mejor me rompió vmd. el discurso.

Altano fue a cumplir con lo que Eusebio le mandaba. Entretanto Leocadia, sin haber cerrado los ojos al sueño en toda la noche, se dejaba ataviar de su cariñosa madre, para salir a desposarse con toda la decente gala que las circunstancias le permitían. La mayor parte de los convidados de Henrique Myden se hallaban ya en casa. Eusebio salió a agradecerles su atención, y recibía de ellos los parabienes, cuando se dejó ver Leocadia acompañada de sus padres. ¡Cielo, quién hará de ella una cabal pintura! Su donoso talle y agraciada presencia, ataviada de la mano del primor y del gusto; la brillantez de sus ojos templada de su suave modestia; la tersa candidez de su semblante y su blando colorido, avivado de su virginal rubor que encendía sus mejillas; el casto y amable temor que agitaba a su relevado seno y el pudor vergonzoso que revestía a su majestuoso continente de la suavidad y ternura de la inocencia, hacíanla parecer semejante a la esposa de Titono, cuando se deja ver a la tierra admirada desde el puro horizonte, ceñida del suave resplandor que arrebata y enajena a la vista de los que la contemplan amanecida, infundiendo nueva vida a la naturaleza, y recibiendo el homenaje de las aves, que con alegres trinos y gorgeos celebran su venida.

Tal pareció Leocadia a los ojos de los convidados, de quienes ella recibía los parabienes. Ni menos bella y agraciada pareció a Eusebio que, arrebatado de su vista, fue a saludarla y a presentarse a ella, sintiendo excitarse en su corazón mil suaves y deliciosos afectos y sentimientos que le avivaron la idea de su felicidad en la posesión inmediata de un objeto tan bello y digno de sus adoraciones. Henrique Myden fue el primero en mover la comitiva a la capilla que había hecho aderezar Eusebio en un aposentillo de la casa, cuyos adornos y alhajas había traído consigo de S... para poder cumplir en ella las obligaciones de su religión, cuyo culto no era público todavía en Filadelfia.

Allí desposó a los novios el clérigo irlandés que se hallaba establecido en Filadelfia, estando presentes los cuáqueros amigos de Henrique Myden a las ceremonias de la iglesia. Las que ellos usan en sus casamientos son meramente civiles, pues se reducen a ir los padres de los esposos con ellos al templo, a cuyas puertas hacen entrega de sus hijos, llamando por testigo de su casamiento a Dios y a los presentes que dicen serlo, y les dan el parabién. Eusebio quiso atenerse a la ceremonia de su religión, para que su gozo fuese más templado; ni pudo tomar sin tierno llanto la mano de la palpitante Leocadia, jurándose mutuamente eterna fidelidad y amor, no sin envidia enternecida de los circunstantes que conocían los virtuosos sentimientos de Eusebio y las amables prendas de Leocadia.

Renováronse después de la celebración de los desposorios todas las demostraciones de gozo y de consuelo, así los convidados como los padres de Leocadia y Henrique Myden, cuyos corazones rebosaban de la dulce satisfacción de ver cumplidos sus deseos y de la tierna confianza que manifestaban los esposos en su mutua posesión, prenda del virtuoso amor y de la eterna fidelidad que acababan de jurarse. Eusebio, cuya encendida llama se alimentaba de la ternura de sus afectos, antes que de los incentivos de la concupiscencia, sentía la dulce satisfacción que le daban a probar sus virtuosos sentimientos, y ansiaba desahogarse en compañía de su amada esposa, haciéndole un virtuoso discurso. Impedíaselo la política debida a los convidados, a quienes Henrique Myden hizo servir un largo refresco, reservando el solemne convite para sus más allegados.

Pero Leocadia y su madre, poco acostumbradas al concurso, y que se hallaban desairadas con gentes a quienes no conocían, encontraron pretexto para ausentarse y para ir a poner sus ánimos en libertad de la sujeción que padecían. Con este motivo la madre, viéndose sola con la hija, la hizo un tierno y patético razonamiento sobre las obligaciones de su nuevo estado y sobre el modo como debía comportarse en él. Pasó de aquí a tirar el velo de los ojos de su inocencia, descubriéndola los misteriosos secretos del amor, acallando con su honesta explicación los sustos que daba a su sonrosado pudor e ignorancia virginal. Hízole tras esto una tierna despedida, cediendo la autoridad que sobre ella había tenido hasta entonces y acordándole los cuidados y esmeros que había empleado en educarla, para ofrecerla a la patria y hacer de ella una digna madre de familia.

A las afectuosas expresiones de su buena madre, no pudo Leocadia contener el llanto, abrazándose con ella, y diciéndole que no quería apartarse de su compañía. Cuanto más se esforzaba la madre en acallarla tanto más prorrumpía Leocadia en sollozos y en tiernas expresiones. En ellas la sorprendió Eusebio que, no pudiendo sufrir más tiempo la flema de los convidados, se ausentó para ir a confirmar a su amada esposa el inexplicable júbilo de sus impacientes afectos y sentimientos. La madre, al verlo entrar, se desprende de la hija, y le dice: Os quiero ahorrar, don Eusebio, el enfado de nuevas enhorabuenas; en vez de ellas, os traslado la autoridad de madre: aquí tenéis a vuestra esposa, vos la sabréis acallar mejor que yo. Dicho esto, se ausenta y deja solos a los esposos.

La repentina llegada de Eusebio cortó los transportes de ternura con que desahogaba Leocadia el cariño para con su madre. Eusebio, conmovido también del llanto de su esposa y de la pronta salida de la madre, no supo que responder a lo que ésta le decía. Turbáronse todos sus sentidos al ver que doña Cecilia lo dejaba de industria solo con la hija, con que le confirmaba los derechos que acababa de darle sobre ella el sagrado matrimonio y los que le concedía la tímida modestia de Leocadia, en cuyos ojos consternados y llorosos veía también el triunfo que le daba su amorosa condescendencia, libre de las ataduras que acababa de romper la bendición del cielo.

Todo esto enardeció sumamente el amor de Eusebio; mas las tímidas y vergonzosas miradas, empañadas del llanto con que Leocadia lo recibía, contuvieron a su pasión y la convirtieron en afectuoso enternecimiento, infundiéndole al mismo tiempo sospechas, si la madre la dejaba instruida en los secretos del himeneo. No pudo, sin embargo, dejar de exhalar su ternura amorosa, dándole un estrecho abrazo; sentóse luego a su lado, y asiéndola la mano con cariñoso respeto, la dijo:

EUSEBIO.-  ¿Qué es lo que veo, eterno y dulce amor mío? ¿En este felicísimo momento en que esperaba disfrutar con vos la sublime satisfacción de reconocerme vuestro, de ofreceros alma, corazón, voluntad y todos mis sentidos, veo el llanto asomado a vuestros hermosos ojos?, ¿de dónde procede ese llanto?

LEOCADIA.-  Nada os toca este llanto, don Eusebio; me lo sacó una expresión de mi madre.

EUSEBIO.-  ¿No podré saber, prenda de mi dicha, esa expresión, motivo de un llanto tan amable?

LEOCADIA.-  Me dijo que yo en nada la pertenecía y que era toda vuestra.

EUSEBIO.-  ¿Y llorabais porque sois mía?

LEOCADIA.-  ¡Ah! No es eso lo que me enterneció, sino el decírmelo del modo como me lo dijo, que ya no la pertenecía. Veis que una hija cariñosa, aunque conozca el significado de la expresión y los derechos que os da el amor, siente desprenderse para siempre de la dulce compañía de una madre y de su íntima y afectuosa confianza.

EUSEBIO.-  Tenéis sobrada razón, Leocadia; y en vez de oponerme a tan justo y tan tierno llanto, ved aquí que mis ojos os presentan el mío para unirlo al vuestro. ¡Oh qué cosa tan dulce llorar de ternura! Si supierais qué colmo de celestial suavidad inunda a mi alma, participando de vuestra inocente aflicción, unida al suave placer de la correspondencia de vuestro afecto. Más, ¿qué es, amor mío, toda la confianza que podéis tener en el seno de vuestra madre, respecto de la que os da en su corazón el amor ardiente de un esposo que os adora, que os posee? ¡Oh hechizo de la vida!, ¡felicidad suprema de la tierra!... ¿Necesita por ventura nuestro amor de apurar la copa del deleite que nos tiene prevenida el himeneo, para probar la mayor, la más pura delicia del alma?

LEOCADIA.-  Sí, don Eusebio, os amo.

EUSEBIO.-  ¿Me amáis, Leocadia?, ¿me amáis?, ¡oh naturaleza, dame otro corazón, otro pecho que abarque al torrente de dulzura que arrebata mi espíritu y mis sentidos a un abismo de bienaventuranza que hasta ahora no conocía!, ¡cielo! ¿Me amáis, divina Leocadia?

LEOCADIA.-  ¿Pues qué, no os debo amar?

EUSEBIO.-  ¿Me amáis porque lo debéis? ¡Ah! ¿Temíais que pereciese en ese torrente de dulzura? ¿Me amáis por sola obligación?

LEOCADIA.-   ¿No os contenta que os ame porque debo amaros? ¿Esta obligación no añade precio al amor?

EUSEBIO.-  ¡Oh Leocadia! El verdadero, el ardiente amor desdeña toda obligación. Esta es un yugo a que sólo la fuerza lo somete y que llega a romper fácilmente, resintiéndose de tal servidumbre. Quiere amar libremente y ama solo, porque a ello lo impelen sus propios estímulos, mas no en fuerza de ninguna ley a que su cerviz libre no se somete.

LEOCADIA.-  ¿Y amándoos porque debo amaros, no durará mi amor? No lo creáis, don Eusebio; os amaré siempre.

EUSEBIO.-  ¿Siempre me amaréis, dulcísimo amor mío, siempre? Esa adorable confianza con que lo decís, desmiente vuestra obligación, o le presupone otro principio sin que vos lo echéis de ver.

LEOCADIA.-  ¿Qué otro principio queréis decir? ¿Qué otro motivo más fuerte puede haber para amar que la obligación de amar?

EUSEBIO.-  Mas decidme, Leocadia, ¿de cuándo acá os reconocéis en obligación de amarme?

LEOCADIA.-  Después que soy vuestra y que vos sois mío con el casamiento.

EUSEBIO.-   ¿Antes, pues, de ser vuestro no me amabais?

LEOCADIA.-   Os amaba, mas no con la libertad con que ahora os amo, después que me la concedió el cielo, aunque por otra parte unió nuestros corazones con un lazo indisoluble.

EUSEBIO.-   ¿Y en fuerza de ese lazo que os precisa, os lisonjeáis amarme siempre, Leocadia? ¿Creéis que no pueda padecer quiebra nuestro amor, ni desunirse nuestros sentimientos?

LEOCADIA.-  ¿Y vos, don Eusebio, teméis lo que yo no temo?

EUSEBIO.-  ¡Oh confianza adorable y lisonjera! Confunde, aniquila mis recelos y haz que triunfe de ellos la constancia de nuestro amor inalterable.

LEOCADIA.-  ¿Esa exclamación no lleva visos de un temor injusto?

EUSEBIO.-  Fuera injusto, Leocadia, si tan frágil no fuera nuestra naturaleza. Esta queda expuesta a mil accidentes, circunstancias y momentos que la sorprenden y combaten. El amor está sujeto como las demás pasiones a perder con el tiempo su ardor y su violencia. Puede verse sujeto a trabajos, a desgracias y dejarse arrebatar de otros objetos que lo corrompan, a pesar de las sagradas obligaciones. Entonces no presta fuerza bastante el amor para resistir a los extraños alicientes, si no se abroquela de antemano con la virtud. Sin ésta no esperemos, Leocadia, tener entera felicidad en nuestro casamiento. La alegría, el contento podrá durar dos, tres años si queréis; mas luego sentiremos las agudas puntas del disgusto, de la desazón, del empalagamiento y de mil pesares que reproducirán nuestros afectos mismos, o que nos vendrán de lejos si la virtud no fortalece nuestros sentimientos, o si no amolda a sus sabios consejos e inspiraciones nuestra interior naturaleza. Ella sola quebrantará la dureza y altivez de nuestros siniestros afectos y dispondrá insensiblemente nuestros ánimos para recibir las impresiones de la moderación, de la modestia, de la constancia, de la fortaleza y de la templanza.

Coronadas éstas en el templo del corazón por mano del amor y animadas de su puro fuego, desdeñan avasallarse a la vanidad, a la ambición, al liviano contento que presto se disipa, que no conoce las más apuradas delicias del afecto de los humanos corazones. Suple tal vez a la falta de la virtud un dulce genio, cual es el vuestro, y cual procuraré que lo sea el mío; mas aquel mismo, no sostenido ni fortalecido de la virtud, cede a los pesos y disgustos que les sobrevienen, a las desgracias y trabajos impensados con que tan frecuentemente acomete a los hombres la suerte, y a las flaquezas mismas a que está más sujeta la bondad de un genio blando y suave, que sin ejercicio de los consejos y máximas de la divina sabiduría que lo sostengan, se deja oprimir de la aflicción y tristeza que lo combaten. ¿Queréis, pues, dulce amor mío, que hagamos estudio de la virtud y que nuestro amor le forme un templo de nuestros corazones?

LEOCADIA.-  Sí, don Eusebio; haré lo que queráis. Mi madre procuró siempre instruirme en la devoción y piedad.

EUSEBIO.-  No quisiera, Leocadia, que padecierais el engaño de muchas otras que creen ser virtuosas por ser devotas y piadosas. Si la piedad y la devoción, tan conformes al genio del sexo, son virtudes en él, son dos solas virtudes que se pueden hermanar muy bien con muchas pasiones desordenadas. Tal madre mientras instruye en la devoción a su hija, le está fomentando la vanidad y la da ejemplos de galanteo y de cortesanía, le ceba todas sus malas inclinaciones, la deja inclinar a la holgazanería y pasatiempo, y con vanos adornos del tocado, le infunde sentimientos de ambición y de altanería. Finalmente, alienta todas sus pasiones que se hallan muy bien con los actos piadosos y devotos a que fácilmente inclinan y que más fácilmente acallan los remordimientos de su interior, creyendo tener con ellos propicia a la deidad y hacerla familiar y amiga.

¿Cuántas mujeres piadosas y devotas veréis que, descuidando enteramente de los siniestros de sus malos genios, parecen estatuas de santificación en los templos y demonios en sus casas? O, si a tanto no llegan, hácense importunas e intolerables a sus familias, o por la tenacidad de sus caprichos y pareceres extravagantes a que quisieran que todo se plegase, o por sus desvanecidos antojos que quieren satisfacer, aunque sea a costa de los sudores y trabajos de su marido y del hambre de sus hijos mismos, o por mil otras sinrazones y extravagancias que, sin el estudio y ejercido de la virtud, no es posible desarraigar de sus ánimos, que por otra parte se muestran muy devotos y piadosos. ¿Pues qué, si a todo esto sobreviene algún contratiempo o desgracia? El matrimonio que ya de sí era pesado e infeliz, hácese una carga intolerable que abruma sus ánimos y los reduce a una rabiosa aflicción.

La virtud, al contrario, ¡oh dulce Leocadia!, enfrena insensiblemente con las reflexiones y con el ejercicio de la moderación los ímpetus de un mal genio, sofoca sus siniestras inclinaciones y reprime con los consejos de la templanza todo desmandado afecto de la vanidad, de ambición y de altanería. De este modo fortalece los sentimientos del corazón y los dispone y arma para que se sobrepongan no sólo a los caseros y familiares disgustos que son inevitables, sino también a los pesares más graves y sensibles de la desgracia y de la ignominia misma, si a ella la contraria fortuna los sujeta. Así no ven dos dichosos casados alterarse la paz y tranquilidad de su amor puro y constante, en que estriba la dicha de su unión, y que enteramente no desmedra en las desgracias y trabajos. Antes bien les hace sacar de ellos la virtud un sublime consuelo, ininteligible a los que no la conocen, y que aunque lleva visos de modesta aflicción, es mil veces más precioso que la ufana jovialidad y satisfacción de los que fomentan en los vicios su enajenada altanería.

No sé si vuestra madre os habrá hecho leer el Evangelio.

LEOCADIA.-  ¿No es el libro en que dicen misa los clérigos?

EUSEBIO.-   No, hija mía, ese libro se llama misal, y aunque contiene parte del Evangelio, no es el libro del Evangelio. Este es el libro de la divina sabiduría, en que el hombre Dios, nuestro adorable redentor, nos enseña la ciencia principal del alma que nos vino a revelar, y que consiste en purgarla de los vicios siniestros de las pasiones y en perfeccionarla con las virtudes, de que dejó tan sublimes ejemplos y consejos. Si no queremos ser cristianos de solo nombre, conviene que ejercitemos las máximas y consejos de Jesucristo. Ni pensemos, como aquellos que dicen: sólo nos obligan sus preceptos, los consejos evangélicos son para los que aspiran en los claustros a la perfección. Contentos con esto, cumplen con la sola ley y se quedan con todos los siniestros de sus pasiones.

Ni esto se me hace extraño, porque desde niños se les presenta una imagen de la virtud tan austera, tan penitente y tan rústica, que apenas hay quien quiera abrazarla. Les pintan la santidad en traje de anacoreta, ceñida del cilicio, cubierta de ceniza, silenciosa, cabizbaja, reñida con el mundo; dura y severa para consigo y para con los demás, ignorando que las exterioridades poca o ninguna fuerza tienen para domar los interiores afectos del alma, que es lo que principalmente nos enseñó nuestro divino salvador y en lo que consiste la práctica de la virtud. Ésta es toda interior, y sólo se manifiesta exteriormente en asomos de decencia y de afabilidad suave, que arrebata los corazones de los que la descubren. Tal se manifestó a los hombres Jesucristo, el más humano y afable en ellos, ora solemnizase las bodas de los esposos cananeos, ora presidiese a las cenas pobres de sus discípulos; ni nos dio jamás austera y áspera idea de la virtud. La pobreza misma, a quien tanto exalta, la limita por lo común a la interior voluntad para desapegar del alma el aprecio de las riquezas y sofocar en ella los afectos de la codicia, de la avaricia y de la ambición.

Dulce Leocadia, ahora veo que el discurso me alejó insensiblemente del amor. Si alguno me oyera, diría ciertamente: éstos se disponen para ir a encerrar su libertad en los claustros y no para recibir las preciosas coronas de mano del amor y del himeneo; como si un santo discurso fuera preparativo extraño para un santo amor. ¿Mas vos que lo habéis oído, suave prenda de mi dicha, lo reputáis acaso ajeno del más solemne y alegre día que amaneció para mí?

LEOCADIA.-  No, Eusebio; antes bien siento que se avivó en mi pecho la ternura y estimación para con vos, y que al mismo tiempo aseguráis la confianza de que vuestro amor será eterno para conmigo.

EUSEBIO.-  ¡Oh cielo! Lo será, Leocadia, y lo será también el vuestro, si...

Henrique Myden, que echaba menos la presencia de sus amados hijos y de doña Cecilia, entró entonces en el cuarto e interrumpió el santo y tierno entretenimiento de los esposos, a quienes halló solos sin doña Cecilia. Eusebio estaba sentado junto a su esposa, a quien la tenía cruzado el brazo por la cintura. Vamos hijos, les dice Henrique Myden, que vuestra ausencia se hace notable entre los convidados; luego pregunta por doña Cecilia. Eusebio, cuya tierna sensibilidad se hallaba ya conmovida de la última expresión de Leocadia, no habiéndola podido desahogar con la demostración que iba a hacerle por habérsela impedido la entrada de Henrique Myden, la convierte en tierno y amoroso agradecimiento a su buen padre, acordándole su presencia que él era el autor de aquella su cumplida dicha.

Impelido de esta idea, se levanta de la silla y echa los brazos al cuello a Henrique Myden, a quien decía con lágrimas: ¡Oh amado padre mío, a quién sino a vos solo debo el colmo de la felicidad que pruebo, que disfruto, al reconocerme hijo de vuestro entrañable amor, y esposo de mi adorada Leocadia! ¡Quiera el cielo, padre mío, que os podamos dar este dulce nombre por largos años, y que dándonos vos los cariñosos nombres de hijos, podamos al mismo tiempo merecerlos! Henrique Myden, no menos enternecido de la demostración y de las palabras de Eusebio con aquel repentino transporte, lo abrazó también, diciéndole: Quiera el cielo, hijo mío, que se cumplan vuestros deseos y los míos, y que tenga yo el consuelo sumo que siento en reconocerme padre de tan buen hijo, cual lo probáis vos en tenerme por padre y en reconoceros esposo de vuestra dulce Leocadia. Y tú, hija mía, pues ya por tal te tengo, reconoce en mí un padre tierno y amoroso, que no te dejará echar menos el cariño de los que te engendraron, y que contribuirá en todo a tu mayor contento y felicidad.

Decía esto Henrique Myden a Leocadia, teniéndola abrazada en pie con el otro brazo, que apartó a este fin de los hombros de Eusebio, para tenerlos a los dos entre sus brazos. Caíanle al buen viejo las lágrimas de gozo de sus ojos, entre las tiernas expresiones que proseguía en decirles, cuando compareció doña Cecilia. Enternecida también ésta al ver aquel afectuoso ademán y postura de Henrique Myden, llegó diciendo: Vengo a unir mis lágrimas a las vuestras, don Henrique; jamás supe hasta ahora lo que fuese llorar de gozo en un casamiento. Me lo dio a probar don Eusebio, pero esta vez toca vivamente a mi corazón, viendo en los brazos de tan buen padre a un hijo tan digno y a esta hija mía que pierdo... No, madre mía, no me perdéis, dijo entonces prorrumpiendo en llanto Leocadia; os amaré siempre, como siempre os amé. En vez de perder a una hija, dijo luego Eusebio, ganáis al contrario un nuevo hijo, que reconoce de vos su felicidad.

El cielo nos la conserve a todos, dijo Henrique Myden, y vamos a donde nos echan menos los convidados. Tan larga ausencia no parece bien, hijos míos. Debieron todos enjugarse las lágrimas para dejarse ver. El llanto que no nace de dolor, cede luego a la más pura alegría que le está inmediata y que regala al alma, bañándola de la más sublime y suave satisfacción. El rostro de Leocadia parecía haber tomado más encendida y viva amabilidad, como la rosa del rocío sacudido del blando soplo del céfiro por la mañana, compareciendo en compañía de Eusebio ante los convidados, con quienes pasaron el tiempo hasta que llegó la hora del solemne convite. El adorno, gusto y magnificencia de la mesa y de los manjares, manifestaban la generosidad del rico dueño, que solemnizaba el día del mayor gozo y complacencia de su vida.

La modesta jovialidad y alegría de los convidados y sus festivos discursos, adaptados a las circunstancias de los esposos, daban alma al banquete, sin rozarse con alusiones que pudiesen ofender los oídos modestos y delicados. Fuera más enfadoso describir la suntuosidad de la comida de lo que fue para Eusebio su prolija duración; pero, aunque tarde, dio lugar finalmente a la visita y nuevo refresco, con que el generoso consuelo de Henrique Myden quiso acabar de llenar el día hasta bien entrada la noche.


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