Libro segundo
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Creyendo Eusebio
haber ganado mucho camino la noche que zarpó el
navío, y hallarse lejos de la costa, se vio al siguiente
día a la vista del mismo puerto, a cuya capa estuvieron por
haberse vuelto el viento enteramente contrario. Estas mudanzas en
la mar son comunes; mas entonces pareció que la fortuna
llevase la mira de servirse de aquella repentina variación
de viento, para dar tiempo a un faluón que a toda boga
salía del puerto y se encaminaba hacia el navío.
Luego que abordó, uno de los que venían en él
pidió hablar al capitán. Lo recibió
éste a bordo, y después de haber estado con él
como una media hora, salió para dar la mano a una mujer muy
linda y joven, que consigo traía un niño de dos o
tres años. La persona que los acompañaba, y que
entró en el navío para hablar con el capitán,
se volvió a embarcar en la falúa, dejando sola con el
niño a la madre.
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El viento, que
pareció interesarse por aquellos dos pasajeros, se
mudó otra vez de repente en favor, apenas estuvieron
embarcados. Se le dieron todas las velas que, hinchadas de un soplo
propicio, robaron en poco tiempo a los ojos de Eusebio la vista de
las costas. No sabía comprender él mismo aquel
misterioso arribo de la mujer y del niño, especialmente
viendo que quedaban solos en la embarcación sin hombre que
los acompañase. Empeñaba mucho más su
curiosidad la hermosura de aquella mujer, que manifestaba no pasar
los veinte años de edad, realzando a su juventud la ternura
y gracia de su talle y facciones. El niño estaba siempre
asido de la misma, notando Eusebio que sus inocentes caricias
sacaban lágrimas a la madre, que lo miraba con
enternecimiento adolorido.
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El triste silencio
y la inapetencia que mostraba en la mesa del capitán, en que
se hallaba también Eusebio, sin prestarse ella a sus
discursos, indicaban bastante que era juguete infeliz de alguna
gran desgracia. Movido Eusebio a compasión por ella,
fomentaba deseos de aliviar su tristeza, aunque ignoraba la causa
después de algunos días que se hallaba en el
bastimento y que navegaban prósperamente. El capitán
sabía sólo que se llamaba Ana Govea y que iba
encomendada a un mercader de Filadelfia. Nada pudieron sacar de
ella, aunque repetidas veces la importunase el capitán para
que insinuase el motivo del dolor de que la veían penetrada.
Un día en que insistía el capitán sobre ello,
viendo empañarse sus ojos de lágrimas, le dijo en
tono de quererla consolar y de hacerla comer: Ea, buen ánimo
misstres Ana, que hallaréis sano a vuestro marido.
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No pudo herirla
más en lo vivo. Arroja un doloroso suspiro, el color de su
rostro desfallece y cae desmayada en el asiento. El capitán,
Eusebio, Altano y Taydor, que los servían en la mesa, acuden
para socorrerla. Sus diligencias son vanas; Ana no daba
señal de vida. Fue preciso que Eusebio echase mano de su
milagroso licor, con el cual pudieron restituirle la vida que
parecía haber perdido. Apenas recobró el
conocimiento, comenzó a decir con rostro consternado:
¿Dónde está mi infeliz marido? ¡Ah,
quién podrá devolvérmelo! Dicho esto,
prorrumpe en tales sollozos, que ni las exhortaciones del
capitán, ni el compasivo empeño y consejos de Eusebio
podían acallarla, echando de ver por sus lamentos que la
funesta muerte de su marido era la causa de su inconsolable
sentimiento.
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Esto fue motivo
para que el capitán se le mostrase más humano y
oficioso, y para que ella, cediendo a la confianza que le
merecieron las ofertas y atenciones del compasivo Eusebio, les
descubriese toda la funesta historia, después de algunas
preguntas que le hizo el capitán sobre su patria, padres y
apellido; pues éste era portugués y extrañaban
que saliese ella de un puerto de España sin saber la lengua
española ni la portuguesa, hablando sólo la inglesa.
A esto le dijo ella que había nacido en el Maryland, a donde
iba y en donde se establecieron sus padres que eran portugueses,
como lo era también su infeliz marido, con el cual
había ido de Oporto, donde la dejó en casa de un
pariente suyo, mientras él iba a Lisboa por intereses de su
comercio, bien que oculto, a causa de una muerte que había
dado a uno que le agravió en el honor, por lo que se
había ausentado de su patria.
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Que habiendo
llegado enfermo a aquella ciudad hizo llamar a el mercader a quien
iba recomendado pero que por desgracia había otro del mismo
nombre y apellido en Lisboa, a quien llevaron el recado de su
marido, y a quien éste se descubrió incautamente,
oyendo se llamaba López: Parara como el otro, sin poder
sospechar que éste fuese pariente del difunto, el cual fue
inmediatamente a delatarlo a la justicia, que procedió
criminalmente contra su triste marido, y hecho el proceso, fue
condenado a muerte, cuya sentencia se ejecutó,
dejándola viuda y con aquella criatura en tierra no conocida
y sin saber la lengua del país.
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Las
lágrimas y sollozos en que prorrumpió la inconsolable
Ana al contar la muerte de su marido, interrumpieron su
narración que no pudo proseguir en aquel día. Dijo en
otro el modo cómo ella había salido de Oporto, luego
que lo supo, con el pariente de su marido, en cuya casa estaba
hospedada, y con la mujer y una hija del mismo, a quienes
sacó fuera de la raya de Portugal, refugiándose en un
lugarcito de España donde, habiéndose informado que
había en el Puerto de Santa María aquel navío
que partía para la América, la llevó a aquella
ciudad y la acompañó a bordo con la lancha, en que se
volvió él mismo, para llevar a lugar seguro a su
mujer e hija, a quienes dejó para poder ponerla a ella en
salvo.
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Esta triste
historia, animada de las vivas expresiones de la desdichada Ana,
así como era digna de la compasión de todo
corazón humano y piadoso, así también dio
motivo a Eusebio para hacer muchas reflexiones sobre aquel funesto
caso que tanto interesó a su compasión y que distrajo
su ánimo y pensamientos del consuelo que probaba, al
considerar que se acercaba a la América y a su amada
Leocadia, cuya memoria volvió poco a poco a ocupar toda su
mente, sustituyendo a las tristes ideas que había suscitado
la desgracia de Ana, los dulces y suaves sentimientos del amor que
le representaba el recibimiento que le haría su amada
esposa; los ojos con que lo miraría, los interiores
vencimientos de su alborozo contenidos de su recato, lo que le
diría cuando llegase y las ardientes demostraciones que el
mismo Eusebio le haría, valiéndose del derecho que le
daría el gozo de su llegada.
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Otras veces
solemnizaba en su imaginación las bodas, después de
haberle jurado con tantas mayores veras eterna fidelidad, cuanto
mayores habían sido las pruebas en que lo habían
puesto las ocasiones que se le presentaron en el viaje y a que
había constantemente resistido. Luego, su amor irritado de
aquellos pensamientos, consolaba los temores de la inocencia de
Leocadia; precipitábase en sus brazos y disfrutaba
idealmente de los deliciosos transportes de sus mutuos afectos.
Otras veces se regalaba su memoria con el indecible gozo y consuelo
que tendría su buen padre Henrique cuando lo viese llegar a
salvo a su casa. El sentimiento que tendría al mismo tiempo
al verlo llegar sin su amado Hardyl. Lo suponía informado ya
de su muerte, por la carta que le escribió el mismo Eusebio
desde S... en la cual le participaba su llegada y aquella fatal
desgracia.
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Ocupaba otras
veces su imaginación en el arreglo de su futura familia, en
el método con que emprendería sus estudios,
comenzándolos desde los primeros rudimentos. El modo
cómo se comportaría con su esposa, la
educación que daría a sus hijos en caso de que los
tuviese. Enajenado de todas estas ideas pasaba de unas a otras y
las repasaba en su imaginación, siendo Leocadia, sus
prendas, su amor, su casamiento, los principales objetos que
más empeñaban sus afectos y sentimientos. Los mismos
eran causa de que a cualquiera alteración y mudanza de la
mar y vientos palpitase su corazón, temiendo que le robasen
el cumplimiento de sus ardientes deseos y de la dicha que se
prometía.
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Pareció que
la fortuna y el amor, interesados en los votos y súplicas
que se imaginaba haría de continuo Leocadia por su feliz
arribo, tuviesen casi siempre encadenados a los contrarios vientos,
pues fuera de un asomo de borrasca que tuvo sumamente angustiado el
corazón de Eusebio, y que se disipó en el mismo
día, le fue el tiempo siempre propicio, de modo que a los
treinta y cinco días que salió del puerto,
llegó a embocar en el Delaware. Asemejábase a un
sueño el gozo que sentía Eusebio al ver que llegaba
al suspirado término. Se cree comúnmente imposible
que suceda lo que sumamente se anhela: el temor mismo es el que
así nos lo representa en el corazón y
fantasía.
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La mayor dicha, el
más puro contento es sólo aquel que los deseos y
esperanzas se forjan en la mente. La fortuna mayor, los mayores
placeres, no son jamás ni tan grandes, ni tan apetecibles,
probados, cuanto concebidos de antemano en la imaginación.
La fantasía se los representa entonces exentos de todos los
estorbos, de todas las molestias y cuidados que lo
acompañan. Ella lo pinta cuales los espera, cuales quisiera
que fuesen, no como son en sí. Andamos desasosegados por
conseguir lo que más irrita nuestros deseos, pero al paso
que se allanan los obstáculos y se acortan las distancias
que servían de pábulo a nuestras esperanzas,
éstas pierden su vigor y se entibian en la
posesión.
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Hubiera acontecido
esto a Eusebio si los sentimientos de su amor no fueran de metal
tan puro. Habíalos acrisolado la virtud con muchos
sacrificios de fidelidad a su Leocadia, para que pudiera entibiarse
su gozo en la adquisición de su adorable esposa, ni
disminuirse el sumo contento que concibió de antemano por su
llegada al Delaware, cuya contraria corriente iba ganando el
bastimento, dando lugar para que la fama divulgase en Salem su
arribo antes que aportase a Filadelfia. Súpolo luego el
padre de Leocadia, como interesado en su cargazón y en la
venida de Eusebio, y quiso tener la complacencia de ir a dar a su
hija tan agradable noticia, y de tener el gusto de ver cómo
la recibía.
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Hallábase
ella ocupada en bordar un cobertor de seda para su casamiento. Su
trabajo no era sólo material, sabía dibujar con la
aguja. Habíalo comenzado poco después que Eusebio
partió para la Inglaterra; hízoselo interrumpir la
enfermedad, motivo por el cual no lo tenía acabado a su
llegada, aunque trabajase sobre él de día y de noche.
Un sencillo pero delicado encadenado a la griega, cubría a
lo largo los cuatro bordes del cobertor. En medio se veía un
gracioso paisaje en que estaba representada la diosa Venus en la
mar sobre su carro, abrazada con Cupido, que con ella
sonreía con cariñoso gracejo.
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No eran las
palomas las que tiraban el carro, sino dos alados genios, vueltas
sus cabezas hacia la diosa. El uno llevaba abrazada una
áncora, símbolo de la esperanza; y el otro dos
palomas sobre una mano que se acariciaban con sus picos, viva
imagen de su futuro casamiento. Veíanse asomar en el fondo
del paisaje los dorados celajes de la aurora. Acompañaban al
carro diversas ninfas, cada una con las señales
características de los afectos amorosos que representaban. Y
acaso estaba acabando Leocadia una de estas ninfas, cuando
llegó su padre para darle la noticia de la llegada de
Eusebio. Mas queriendo hacérsela desear, para ver qué
afectos producía en ella la incertidumbre, después de
haberse sentado junto a la hija con aire indiferente y
distraído, hallándose presente la madre ocupada en su
labor cerca de la hija, comenzó a decir:
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EL
PADRE.- Vengo cansado. He caminado mucho para
certificarme de una noticia.
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LA
MADRE.- ¿Qué noticia es ésa?
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EL
PADRE.- Adivínalo.
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LA
MADRE.- ¡Bueno está eso! Si fuera tema de
alguna adivinalla, pudiéramos hilarnos los sesos por
acertarla; pero una noticia, entre infinitas que se pudieran
combinar, no merece tomarse ese trabajo.
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LEOCADIA.- Diga vmd. padre mío,
¿es noticia que nos interesa?
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EL
PADRE.- Sí, nos interesa.
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LEOCADIA.- ¿Y nos interesa a todos
igualmente, o a mí más que a vmd.?
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EL
PADRE.- Eso, ni yo ni vos lo podemos decidir.
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LA
MADRE.- Que vas, hija mía, a cansarte en vano;
tal vez nos saldrá con alguna fruslería.
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EL
PADRE.- ¿Fruslería? No por cierto.
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LEOCADIA.- ¿Qué es, pues, padre
mío? Díganoslo vmd. que comienzo a entrar en
cuidado.
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EL
PADRE.- Ea pues, lo diré: llegó de
vuelta al Delaware el paquebot que llevó las cartas al
Puerto de Santa María.
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La mano de la
doncella queda asida a la aguja que tenía medio metida en el
telar; su corazón comienza a palpitar, sin atreverse a
preguntar si venía Eusebio en el paquebot. Temía en
su afanosa incertidumbre salir ella con engaño del dulce
presentimiento de la llegada de Eusebio, que su corazón le
hacía. No pudiendo por otra parte ni proseguir su trabajo,
ni resistir a la penosa incertidumbre, exclamó:
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EL
PADRE.- ¡Cielo!, ¿si vendrá don
Eusebio? Madre mía, ¿si vendrá don
Eusebio?
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LA
MADRE.- ¡Quién lo sabe, hija mía!
Vuestro padre enviará sin duda a Filadelfia para
informarse.
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LEOCADIA.- ¿No lo podemos saber antes que
llegue a Filadelfia? ¿No pudiéramos ir a
recibirlo?
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LA
MADRE.- A la doncella, hija mía, toca refrenar
esas ansias y no mostrarse tan impaciente. Si vuestro padre dispone
que vayamos, iremos, como manifestó desearlo don Henrique.
Si no, lo esperaremos aquí, pues esto nos está
mejor.
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Leocadia,
oído esto, calló, suspirando en su interior y dando
motivo de complacencia a su padre que las dejaba decir. Pero viendo
que su mujer había cortado el discurso, volvió a
moverlo, diciendo:
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EL
PADRE.- Envié ya a la ribera para saber si
viene don Eusebio, porque en ese caso, quiero ir a Filadelfia a
recibirlo.
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LEOCADIA.- ¿Solo irá vmd. padre
mío?
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EL
PADRE.- Iremos todos, pues espero que seremos bien
recibidos, a no ser que quieras quedar tú sola en Salem.
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LEOCADIA.- ¡Oh!, no señor; sola no
quiero quedar; iré con vmd. y con mi señora
madre.
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EL
PADRE.- Pero vamos, di la verdad, ¿sientes
muchas ganas de ver a don Eusebio?
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LEOCADIA.-
Sí señor, muchas; lo confieso.
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EL
PADRE.- Amo esa ingenuidad y mereces que te saque de
dudas.
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LEOCADIA.- ¿Cómo? ¿Viene
don Eusebio, padre mío, viene don Eusebio?
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EL
PADRE.- Sí; viene.
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¡Oh Dios
mío, exclamó Leocadia, cuán gran gozo siento!
Manifestóse de hecho su gozo al rostro con sonrisa,
teñida de tierno llanto, prosiguiendo a decir mientras se
enjugaba las lágrimas: Me lo decía el corazón
que don Eusebio venía, me lo decía el corazón.
¿Habláis de veras?, preguntó la madre a su
marido. Tan de veras, respondió él, que voy a dar el
orden para que se disponga cuanto antes la comida. Entretanto
podéis ir tomando disposiciones para partir.
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La noticia se
esparce por la casa, toda ella rebosa de contento. Leocadia arrima
su amado telar; la madre su labor. Una y otra no necesitaban de
gran atavío, habiendo tomado el uso del vestir decente de
las cuáqueras. Sumo aseo y limpieza eran sus favoritas
galas. No dejó, sin embargo, Leocadia de ataviarse con mucha
decencia y esmero, animada del gozo de la noticia. Las viruelas
apenas habían dejado señal perceptible en su terso y
fino rostro. Aunque la despojaron enteramente de su hermosa
cabellera, prestaba bastante el ya crecido cabello para disimular
el defecto de la cortedad en que quedaba, cubriéndolo con
una toca de ricos encajes, que hacía comparecer su semblante
más amable y delicado.
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Llamadas a la
mesa, Leocadia no tiene ganas de comer. No importa, dice el padre,
esfuérzate; ¿quieres hacer el viaje sin tomar cosa
alguna? No temas, que no se escapará don Eusebio. No es por
eso, dice Leocadia, sino porque no me siento con ganas de comer.
Mejor es esa razón, que esa otra, dice el padre, come; las
ganas vienen comiendo. No siempre es así, especialmente
cuando un extraordinario gozo se llega a apoderar del
esófago, engendrando en él una especie de desmayo que
absorbe enteramente al apetito. Leocadia se esforzaba con todo a
probar de todo lo que el padre la ponía en el plato, donde
quedaba el manjar apenas gustado. La memoria de su amado Eusebio y
la impaciencia interior que sentía por llegar a verlo,
borraba en ella todos los demás objetos de la tierra, si no
eran aquellos que habían de servir para abreviarle el plazo
de tan larga ausencia.
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No quisiera que
llegase Eusebio a Filadelfia antes que ella, para poder tener el
gozo de recibirlo. Quisiera verse ya en el coche; apresurar y
detener al mismo tiempo el curso del bastimento; lo uno para que
llegase cuanto antes Eusebio, lo otro para poder llegar antes ella.
Da finalmente orden el padre para que se pongan los caballos. Los
criados van y vienen con los trastos. Leocadia, ya en pie, espera
entre brasas a la madre que se entretenía en menudencias. El
padre da priesa; la madre comparece finalmente, dejando sus
órdenes a las criadas, que les desean buen viaje y mil
consuelos a Leocadia con afectuosas expresiones. Bajan, entran en
el coche, éste arranca. ¿Qué gozo iguala al
que inunda al corazón de Leocadia? Quisiera poder descubrir
el río desde el camino, quisiera poder ver al bastimento
entre los espacios que dejaban a lo lejos las arboledas las veces
que le parecía se acercaba a la ribera.
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No era menos su
complacencia, cuando oía a sus padres que trataban sobre el
casamiento, sobre el tiempo en que lo podían celebrar, sobre
la fortuna, que así a ellos como a la hija, les
cabía. A esto añadían el padre y la madre
algunos consejos a Leocadia con que emplearon el ocio del camino,
hasta que llegaron a Filadelfia. Henrique Myden, que acababa de
saber la llegada de Eusebio al Delaware, los recibió con
particulares demostraciones de consuelo, pues los había
convidado y deseaba que estuviesen en su casa para hacer más
solemne y gustoso el recibimiento de su amado y suspirado Eusebio,
a quien esperaba al siguiente día, según el aviso que
le había enviado por tierra. Había dado
inmediatamente orden Henrique Myden para que le previniesen una
barca con sus remeros en donde se embarcarían todos para
salir al encuentro.
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Sobre esto trataba
Henrique Myden después que los llevó a descansar al
aposento que les tenía aparejado, complaciéndose en
hacer mil preguntas a Leocadia. Era ya algo tarde cuando ella y sus
padres llegaron a Filadelfia. Entreteníanse en suave y dulce
conversación haciendo tiempo para la cena, muy ajenos de
esperar a Eusebio en aquella hora, cuando oyeron dar recios y
repetidos golpes a la puerta de la casa. La hora extraordinaria y
el más extraordinario llamamiento, despiertan en todos las
sospechas si sería Eusebio que llegaba. Henrique Myden, a
pesar de su edad avanzada, acude a la ventana presuroso para
preguntar quién era el que así tocaba. Oyóse
entonces la voz de Gil Altano, que decía gritando: Abra
vmd., mi señor don Henrique, que llega mi señor don
Eusebio en cuerpo y alma, y llego yo también con él.
Henrique Myden, fuera de sí, entra diciendo: Aquí
está Eusebio, aquí está Eusebio. Apresuraba el
paso hacia la escalera diciendo esto.
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Leocadia y sus
padres, llenos todos de indecible alborozo, lo seguían,
mientras Eusebio, hallando la puerta, entró en la casa
subiendo precipitadamente la escalera. Allí,
encontrándose con su buen padre Henrique, se abraza con
él, transportados entrambos del gozo, en fuerza del cual se
estrechaban mutuamente en sus abrazos, besándose y
dándose los tiernos y dulces nombres de padre y de hijo, y
bañándose de sus deliciosas lágrimas. No
advirtió Eusebio, enajenado del gozo que sentía
abrazando a Henrique Myden, que estuviesen allí presentes
los padres de Leocadia, y ésta también que, con
lágrimas en los ojos, envidiaba aquellos abrazos a Henrique
Myden de quien Eusebio no acababa de desprenderse. Don Alonso,
padre de Leocadia, se acercó entonces, y asiendo a Eusebio
de un brazo, le dijo: ¿Pues qué, no ha de haber
abrazos para todos, don Eusebio?
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Eusebio,
reconociéndolo con sorpresa, deja a Henrique Myden para
darle un abrazo; mas viendo al mismo tiempo a su amada Leocadia, no
sabía a quién atendería primero. Llevado del
ímpetu del primer ademán, se deja arrebatar de
él; da dos estrechos abrazos al padre de Leocadia y se
arroja luego a su Leocadia, a la cual abraza también con
ardiente transporte, aunque contenido del respeto y freno de la
modestia, diciéndole con encendido júbilo: ¡Oh
mi dulce Leocadia! ¡Oh precioso momento tanto tiempo
suspirado y finalmente conseguido! Permitid, dulce amor mío,
que manifiesten mi sumo júbilo los labios a la presencia de
vuestros padres y del mío. Dicho esto le besó la
frente, continuando en decirle otras tiernas expresiones. Ella,
enajenada del excesivo consuelo al verse en los brazos de su
Eusebio, ora bajaba los ojos, ora los fijaba empañados del
tierno llanto en el rostro de Eusebio, a quien decía que no
podía explicar el sumo gozo que sentía de verlo
llegar salvo.
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Pero llegando la
madre a darle la bienvenida, hubo de ceder Eusebio y desistir de
sus amorosas demostraciones, inclinándose a besar la mano de
la madre sin soltar la de Leocadia, agradeciéndole los
parabienes que la madre le daba con apasionada ternura. Llegaron
entonces Altano y Taydor para manifestar su consuelo a Henrique
Myden. Altano no pudo contener sus lágrimas, especialmente
cuando llegó a manifestar su gozo a su señora
doña Leocadia, diciéndole mil cosas con expresiones
nacidas de su enternecido respeto y de su afectuosa sencillez.
Henrique Myden hizo luego entrar a Eusebio para que descansase,
antes que los llamasen a cenar. Entrados en el aposentamiento,
vuelven todos a los transportes de su alborozo, de su amor y
ternura. Eusebio no sabía desprender su mano de la de
Leocadia, ni sus ojos de los de ella; la cual no acababa de volver
en sí, viendo a su lado su suspirado Eusebio.
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Henrique Myden
quiso saber lo primero de todo cómo era que llegaba en
aquella hora, habiéndolo avisado que sólo
llegaría al otro día; satisfecho de la respuesta de
Eusebio, pasó a preguntarle sobre su viaje. Comenzó
luego a encarecerle el dolor que tuvo y las lágrimas que le
costó la carta que le envió desde S... en que le
participaba la desgraciada muerte de su buen Hardyl, y
especialmente el descubrimiento de ser su tío. Todos a una
desearon oír de su boca aquel funesto accidente. Eusebio se
lo contó por extenso, no sin lágrimas y sin que las
dejasen de derramar todos los oyentes, especialmente Leocadia, tan
interesada por su respetable libertador, acordándosele las
misteriosas palabras que Hardyl le dijo cuando, después que
la libró de Orme, la hizo sentar en el ribazo del camino
mientras iba en busca del jumento: que tal vez llegaría a
saber algún día que era poco menos que padre de
Eusebio.
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Acordóse
también Henrique del extraordinario movimiento de sorpresa
que hizo el mismo Hardyl, cuando le dijo Eusebio su nombre y
apellido la primera vez que vino a su casa con los cestos,
asomándosele las lágrimas a los ojos y haciendo un
vivo ademán de sorpresa que pareció contener
él mismo y que, aunque entonces le hizo alguna especie,
sólo ahora comprendía lo que significaba.
Comenzó a alabar con admiración la fortaleza de los
sentimientos de Hardyl, su admirable desinterés, no
queriendo admitir ningún emolumento por el trabajo de la
educación de Eusebio, ni por su sustento; pues aunque le era
tío, pudiera haber vivido más holgadamente con los
socorros de Henrique Myden, que no quiso jamás admitir fuera
de las guineas que le pidió para socorrer a Jonh Bridge.
Mostró también extrañar Henrique Myden los
motivos que pudo tener Hardyl para ir a establecerse a Filadelfia y
para hacer en ella el oficio de cestero, mudando su verdadero
nombre en el de Hardyl. Esto dio motivo a Eusebio para contar lo
que había sabido del viejo Eumeno, poco después de la
muerte de su tío.
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La cena
interrumpió estos tiernos discursos y memorias. Sobre ella
deseó Henrique Myden que lo informase del estado en que
dejaba el pleito con su tío don Gerónimo. No bastando
tampoco el tiempo que duró la cena, y después de
acabada, para satisfacer a otras preguntas, que así Henrique
Myden como el padre de Leocadia le hacían, hubo de remitir,
las respuestas al otro día por ser ya tarde y por hallarse
muy cansado y falto de sueño. Volvieron con este motivo a
renovarse los parabienes y demostraciones de su alborozo por la
feliz llegada de Eusebio, separándose con apasionado afecto,
en especial los dos amantes, cuyos corazones parecía que se
les salían del pecho en la separación.
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Eusebio, rendido
al cansando de aquel día, que pasó en una barquilla
de pescadores para poder llegar más presto a Filadelfia, y
satisfecho su corazón de la vista de su amada Leocadia,
durmió plácidamente hasta bien entrado el día.
No así Leocadia, pues su alborozo y consuelo, contenido de
su mismo recato y modestia, quedó reconcentrado en su
corazón, desahogándolo sólo con los dulces
pensamientos que la tuvieron desvelada casi toda aquella noche,
ansiando que llegase el venturoso día para volver a
complacerse con la vista y presencia de su devuelto amante, y para
dejarse ver ataviada y compuesta como deseaba. Tuvo tiempo para
ello antes que Eusebio compareciese, habiéndose dejado
apoderar del sueño.
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Quería
Henrique Myden que Leocadia y sus padres se desayunasen, mas ellos
quisieron esperar a Eusebio para tomar el té en su
compañía. Dejóse ver finalmente, compareciendo
a los ojos de Leocadia como suelen pintar a Apolo, lleno de amable
majestad y de varonil belleza cuando aparece a la hermosa
Corónide. Eusebio, después de haber cumplido con los
padres de Leocadia y con Henrique Myden, fue con ellos a tomar el
té. Tenía a su lado a Leocadia, en cuyo rostro fijaba
al descuido sus curiosos ojos para ver si descubría en
él, a la luz del día, alguna señal de las
pasadas viruelas. Pero viéndolo tan terso y delicado cuanto
lo estaba antes, tuvo motivo de alborozarse, huyendo enteramente de
su ánimo las sospechas que concibió en París
de que pudiese quedar afeada de aquella enfermedad.
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Ni dejó de
manifestar a Leocadia el contento y gozo que tenía por ello,
dándole a hurto de sus padres una mirada tan viva,
acompañada de un ademán tan afectuoso, que
encendió no poco a la risueña modestia con que ella
la recibía. Acabado de tomar el té, deseo Henrique
Myden que Eusebio les hiciese una sucinta relación e todo su
viaje, pues les quedaba toda la mañana por suya. Él
satisfizo inmediatamente a sus deseos, comenzando por su salida del
Delaware, hasta su llegada a Inglaterra, su caída en la mar,
su llegada a Douvres, la pérdida de su coche y caballos en
Dartford y los afanes con que entró en Londres,
viéndose precisados a recobrarse en la pobre casa del viejo
Bridway, cuya triste historia contó también de paso.
El modo como pusieron tienda de cestos en la plaza de
Spittle-Fields por sugerimiento de Felipe Blund, y el robo que
éste les imputó, motivo porque los prendieron y
llevaron a Newgate, donde reconoció a Orme.
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Al oír
nombrar a Orme la madre de Leocadia, interrumpió la
narración de Eusebio, deseando certificarse de lo que
contaba; él la satisfizo y dijo cómo se halló
presente a su suplicio en Tiburn, donde los llevó, sin
haberlos antes prevenido, Jonh Bridge, aquel mismo para quien
Hardyl pidió a Henrique Myden las treinta guineas; el cual,
habiéndolos reconocido cuando eran llevados a la
cárcel, fue a ella para certificarse de su sospecha y para
salir fiador por ellos, a fin de librarlos de la prisión y
llevarlos a su casa, donde los hospedó magníficamente
en reconocimiento del favor que había recibido de Hardyl en
Filadelfia. Contó también el modo cómo el
mismo Bridge pudo restituirse a su patria; ni pasó por alto
la pública demostración que hizo el pueblo de Londres
cuando salían de la cárcel, llevándolos por
fuerza en hombros hasta la plaza en que los prendieron, para dar
testimonio de su inocencia.
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Siguió
inmediatamente su viaje a Francia, dejándose en Inglaterra
el caso de la hija de Howen y los amores que sintió por
ella, aunque después hizo esta confianza a Leocadia. No hizo
mención tampoco de la cena de Armanda y de Hernestina en
París, donde lo llevó el lord Som... Contó
bien sí su muerte, su generosa manda, que dejó
Eusebio toda entera a sir Carlos Towsend y a sus dos hijas;
cómo éstas vinieron con su padre a darle las gracias,
postrándosele de rodillas. Al oír la relación
de este caso, no pudieron contener las lágrimas los padres
de Leocadia, la hija y Henrique Myden; la madre y la hija
prorrumpieron en tales sollozos que hicieron también llorar
a Eusebio y cortaron la relación.
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Volvió a
tomar el hilo al cabo de rato, diciendo cómo les
llegó entonces a París la carta de Henrique Myden, en
que les participaba el pleito de su tío don Gerónimo
y la enfermedad de Leocadia, en fuerza de la cual apresuraron su
viaje a España. Refirió cómo los prendieron
los vivareses y los llevaron al general David, el cual los
remitió al profeta Jurieu. El alma de Leocadia, pegada a los
labios de Eusebio, hacíala mudar de color, temiendo que su
vida quedase víctima de aquellos soldados montaraces, como
si de hecho lo viese en peligro y no presente y salvo como lo
tenía, dando por bien hecho el regalo del reloj que
compró en Londres para ella y que envió al general
David. Contó luego su feliz llegada a España y la
tragedia del padre de Gabriela y de don Fernando en Toledo, y la
que le aconteció a él y Hardyl con el encuentro de
los toros, funestísima causa de su muerte, cuya triste
memoria no pudo renovar Eusebio sin lágrimas, con las cuales
dio fin a su narración, sacándolas a sus oyentes.
|
Apenas las
habían enjugado, cuando llegó Guillermo Smith; el
cual, acabando de saber la llegada de Eusebio, quiso ir
inmediatamente a abrazarlo y a renovarle el tierno cariño
que le profesó siempre, pues él fue el que propuso a
Henrique Myden que tomase a Hardyl por maestro de Eusebio. Era el
mismo Smith padre de aquella Henriqueta por quien Eusebio
comenzó a sentir los primeros asomos del amor. Fue por lo
mismo muy tierno el abrazo que se dieron,
acompañándolo con llanto que participaba del consuelo
que probaba Smith en el feliz arribo de Eusebio, y del dolor de
verlo llegar sin su amigo Hardyl, cuya muerte había sabido
por medio de Henrique Myden, tomando pie de esto para extenderse en
alabanzas de la virtud y carácter de aquel hombre
incomparable.
|
A Smith siguieron
otros amigos y conocidos de Henrique Myden que venían a
darle el parabién por la llegada de Eusebio. Pasóse
así todo aquel día y el siguiente en recibir visitas,
sin poder tener Eusebio la satisfacción de disfrutar a
solas, como lo deseaba, la dulcísima conversación de
su amada Leocadia, fuera de dos cortos momentos que pudieron
lograr, facilitándoles el tiempo y lugar la madre, que
sabía lo que podía prometerse de la honestidad de su
hija y de Eusebio, concediendo aquel desahogo a los ansiosos
corazones de los amantes, después de tanto tiempo de
ausencia y en las inmediaciones del casamiento.
|
Esta fue la
materia de sus discursos las dos veces que pudieron estar a solas,
diciéndole la fidelidad que le había guardado en el
viaje, a pesar de la pasión que le atizaron los atractivos y
gracias de la hija de Howen, cuya historia no se recató a
contar entonces a Leocadia. No dejó la misma de manifestar
alguna duda, nacida de los celos de su amor y de algunos reproches
que cedieron a la sinceridad con que le protestaba Eusebio haber
combatido con la pasión. Lo que excitó en el
ánimo de Leocadia un sentimiento tan tierno y reconocido,
que la impelió a manifestárselo con cariñoso
ademán que, aunque contenido en parte de su recato, puso
harto cebo en sus ojos y continente, para que hiciese Eusebio lo
que ella no se atrevía: apoderarse de su tersa mano en que,
transportado del amor, imprimió sus labios.
|
¿Cuál fue entonces la dulce sorpresa de Eusebio,
cuando Leocadia en vez de retirar la mano como lo hacía
antes, usando de su modesta severidad, apretó al contrario
la de Eusebio? Enajenado éste de tan cariñosa
demostración, cuando menos la esperaba, se deja arrebatar
del incendio que suscitó de repente en su pecho y,
doblándole una rodilla, prorrumpió en ardientes
suspiros, dándole mil dulces nombres, teniéndola
asida de la mano en que renovaba sus amorosas adoraciones, al
tiempo que entraba la madre; la cual lo sorprende en aquel
ademán y postura de afectuosa confianza, sin advertirlo
Eusebio por estarle de espaldas. Leocadia vio bien sí a su
madre, y aunque manifestó alguna turbación, se
resentía más ésta de la conmoción
amorosa que le causó la demostración de Eusebio, que
de la repentina aparición de la madre, en cuyo rostro y
expresiones había leído de antemano la tácita
condescendencia para tales cariñosas confianzas con quien le
era esposo prometido.
|
Por esto, aunque
se compuso un poco en su asiento, no por eso hizo ningún
esfuerzo para desasir su mano de las de Eusebio, ni para que
éste se levantase del suelo en que le tenía doblada
la rodilla, dejándolo en aquella postura hasta que, llegando
a él la madre, le tocó el hombro, diciéndole
con sonrisa:
|
LA
MADRE.- Muy devoto venís de vuestro viaje, don
Eusebio.
|
EUSEBIO.-
Tan devoto me fui, señora; no hay otra
diferencia, sino que ahora la deidad me permite darle las
adoraciones que antes desechaba, a lo menos en apariencia.
|
LA
MADRE.- Entonces había motivo para dudar de las
intenciones del culto, y el ara no estaba trazada todavía.
Pero ahora las intenciones son puras; el ara está levantada
y la deidad pronta para dejarse adorar en ella.
|
EUSEBIO.- ¡Ah! si llego de hecho a ese
altar, cuánto más ardientes serán entonces mis
adoraciones.
|
LA
MADRE.- Temo, a la verdad, que la diosa necesite de
armarse de su amoroso imperio para que no os propaséis en su
culto.
|
EUSEBIO.- ¡Cruel sugerimiento de que se
burlará tal vez el amor! El de Leocadia no necesitará
de tales precauciones.
|
LEOCADIA.- Nada de eso entiendo, don Eusebio,
¿qué precauciones son esas?
|
EUSEBIO.- No lo dudéis; vuestra madre
tendrá el cuidado de explicároslas antes de
tiempo.
|
LA
MADRE.- Las explicaré cuando esté
concluido el tapete que ha de servir para ese misterioso altar.
|
EUSEBIO.- Eso sí que yo no entiendo,
¿qué tapete es ese?
|
LA
MADRE.- El cobertor nupcial que está bordando
Leocadia y que no tiene todavía concluido.
|
EUSEBIO.-
¡Ah, señora! Que el más puro y
ardiente amor no necesita de recamados cobertores. ¿No es
así, dulce amor mío?, ¿no os parece bien,
Leocadia, lo que digo?
|
Entró
entonces Henrique Myden, diciendo:
|
HENRIQUE
MYDEN.- Pues, hijos, de qué se trataba.
|
EUSEBIO.-
Del día en que habíamos de celebrar
nuestro casamiento; y doña Cecilia nos quería dar
sugerimientos.
|
LA MADRE.- |
|
Eso se me antoja lo de la copla que
aprendí de niña:
|
|
Señor, es vuestro
criado |
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Como el mal encantador, |
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|
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Que quier con ajena mano |
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Sacar la culebra viva, |
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|
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De do estaba en el forado. |
|
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|
|
HENRIQUE
MYDEN.- No importa, no importa; di, Eusebio,
¿cuándo quieres que se celebre?
|
EUSEBIO.- Decídalo Leocadia.
Gustaré de oír su determinación.
|
LEOCADIA.- Cuando quiera mi señora
madre.
|
EUSEBIO.- Ya habéis oído que
vuestra madre no quiere ser como el mal encantador, y
gustará también que lo determinéis.
|
LA
MADRE.- Tienes nueva prueba, hija mía, que don
Eusebio que quiere con ajena mano sacar la culebra viva, y
así no cuente conmigo para nada, di lo que sientes.
|
LEOCADIA.- Cuando quiera don Henrique.
|
HENRIQUE
MYDEN.- Lo entiendo, lo entiendo; comencemos a tomar
desde ahora providencias y se celebrará cuanto antes.
¿No es así, Leocadia, hija mía?, ¿no lo
deseas así, Eusebio?
|
EUSEBIO.- Así sea, padre mío,
así sea.
|
Confirmó
Eusebio su voluntad abrazando a Henrique Myden, que lo
abrazó también él, diciéndose
mutuamente tiernas expresiones, nacidas del paterno afecto y del
filial reconocimiento a tan buen padre. Interrumpió estas
dulces demostraciones Taydor, que traía del bastimento la
cajita de los regalos para Leocadia. Consistían en algunas
joyas engastadas con sumo primor, y en otras preciosas
bujerías de gusto, sin las cuales no sabe pasarse la
generosidad de un amor tierno y puro cual era el de Eusebio. En
ellas no ponía otro aprecio que el que sólo se
merecían por el fin para que las compró. Así
se lo manifestó a Leocadia al entregarle la cajita,
diciéndole:
|
EUSEBIO.- Aquí tenéis, Leocadia,
esta prueba de mi memoria, mas no de mi afecto; pues sólo es
señal que tuve dinero para emplearlo en esos lucientes
dijes; espero que los recibiréis como demostración
igual a la que hace un pobre labrador a su amada con las flores que
sólo le cuestan el cogerlas.
|
LEOCADIA.- Así las recibo, don Eusebio;
estad seguro que la más preciosa joya para mí es
vuestro corazón; vuestro solo amor pudiera suplir en mi
aprecio a todas las joyas de la tierra.
|
EUSEBIO.- Y vos sola, divina Leocadia, y
vuestros virtuosos sentimientos suplirán en mi
estimación a todos los bienes de este suelo.
¿Qué son para mí todas las riquezas de la
tierra, en cotejo de vuestras gracias y hermosura, y de la virtud
que las realza?
|
LA
MADRE.- ¡Lindas preseas son!,
¿dónde las habéis comprado, don Eusebio?
|
EUSEBIO.- En Londres las compré. Vuestra
pregunta ha enfriado el encendido transporte con que iba a
besarlas, no porque son joyas, sino porque son de Leocadia.
|
LEOCADIA.- Las besaré, pues, yo, no por
lo que valen sino por quien me las regala.
|
EUSEBIO.- Provocado de tan amable ejemplo, lo
imito según mi intención ardiente.
|
LA
MADRE.- Quien os viera y oye, tacharía de
sobrado pueril ese vuestro cariñoso entretenimiento.
|
EUSEBIO.- No lo dudo, doña Cecilia, si
los ojos que nos vieran fueran ávidos, secos y endurecidos
del interés y de la vanidad, que sofocan en el
corazón los más tiernos y dulces sentimientos del
amor; ni le dejan probar sino los efectos vanos de la codicia y de
la ambición, que forman el débil cimiento de sus
sórdidos casamientos.
|
LA
MADRE.- ¿Y al vuestro qué cimiento le
queréis dar?
|
EUSEBIO.- La educación que habéis
dado a Leocadia y los adorables sentimientos de la misma, me hacen
esperar que el solo cimiento de nuestra unión será la
virtud, exenta de ambición y de vanidad, y superior a todos
los objetos exteriores que absorben y enfrían los afectos de
la mutua correspondencia de dos amables genios. La virtud hace que
éstos se ocupen sólo de sí mismos; la misma
los estrecha con fuerza poderosa para resistir a la de los trabajos
y desgracias, si con ellos quiere combatirlos la fortuna. La misma
consume todos los leves disgustos, si por ventura los hace nacer
algún desarreglado sentimiento de contragenio, o de
demandada voluntad, como consume el sol las nubes y manchas de que
no anda exento a nuestros ojos, sin menoscabarse su esplendor en su
carrera luminosa.
|
LA
MADRE.- Aunque en elevado estilo me dais motivo, don
Eusebio, para complacerme mucho más en la fortuna de
Leocadia y mía, siento que llegue gente, según
parece, a interrumpir vuestro discurso y mi complacencia.
|
Entró de
hecho Altano para avisar que llegaban la mujer e hija de Guillermo
Smith; venían a visitar a doña Cecilia y a Leocadia
en atención de Henrique Myden y del casamiento de Eusebio.
Leocadia no ignoraba que Henriqueta Smith fue la primera llama de
Eusebio, como se lo acababa de decir él mismo. Fue grande a
la verdad la conmoción que produjo la vista de Henriqueta en
su pecho, renovando en él aquellos tiernos y suaves
movimientos que le causó en otro tiempo su presencia.
Habíanse perfeccionado las gracias y hermosura de
Henriqueta, y aunque no era tan hermosa como Leocadia, era no menos
linda y agraciada, y tenía tal vez más vivos
alicientes en su persona.
|
Todo esto indujo
insensiblemente a Eusebio a cortejarla con el despejo y afabilidad
mayor que había contraído en el viaje, usando con
ella de demostraciones que, aunque no nacían de
pasión amorosa, no iban exentas de liga, de
inclinación y genio, que hacían su discurso y trato
más amable. Fueron más animadas aquellas
demostraciones en la despedida, acompañándola hasta
el zaguán, ajeno de imaginarse que pudiese resentirse por
ello Leocadia, ni causarle los celos que le causó. Fueron
éstos tanto más fuertes, cuanto más ignoraba
ella el trato y sus corteses demostraciones, por haberla criado su
madre con algún rigor y alejada de visitas.
|
Eusebio,
después de haber cumplido con Henriqueta y con su madre,
volvió a verse con doña Cecilia y Leocadia, en cuyo
rostro, aunque echó de ver alguna especie de serio
desvío, no hizo atención distraído de Gil
Altano que llegó para preguntarle dónde quería
que pusiese los cajones de libros que llegaban del bastimento.
Después de haber estado con Altano, volvió a la
estancia, donde encontró a Henrique Myden y a don Alonso que
lo distrajeron de aquel reparo; hasta que llegada la hora de ir a
comer, asió de la mano a Leocadia para acompañarla.
Ella no rehusó dársela, mas lo hizo con tan seria
frialdad y sus ojos persistieron en tan serio enajenamiento, que
Eusebio no pudo dejar de preguntarle en presencia de sus padres
qué era lo que sentía, pues estaba tan desganada.
|
El padre,
advertido de la pregunta de Eusebio, reparó en el
desabrimiento de la hija y le hizo la misma pregunta, temiendo que
tuviese alguna cosa. Mas ella, a quien bastaba haber hecho conocer
a Eusebio su resentimiento, supo distraerlos a todos de tal
cuidado, reponiéndose en su modesto y afable sosiego y
diciendo con risa extraviada que nada tenía. No quedaba sin
embargo satisfecho Eusebio, ni de su respuesta ni de su continente,
no pudiendo encontrar sus miradas, aunque frecuentemente se las
buscaba. Veíala sólo atenta a sosegar las sospechas
de los demás y a dejarlo a él en las suyas. Crecieron
éstas tanto con su afectado extravío, que ansiaba
Eusebio el momento que la mesa se acabase para saber de la misma
causa de aquella repentina mudanza, sin ocurrirle que pudiesen ser
los celos que había suscitado en ella el manifestado afecto
a Henriqueta Smith.
|
Luego que la madre
e hija se encaminaron a su aposento, siguiólas
inmediatamente Eusebio, y en presencia de la madre le volvió
a preguntar la causa de la aflicción que manifestaba.
Había ella puesto a recobrar su seriedad, y aunque
persistía en decir que nada tenía, decíalo con
aire y tono tan modestamente despegado, que dio motivo a la madre
para conocer que embarazaba su presencia a la confesión de
la hija, y la dejo sola con Eusebio. Ansiaba él este momento
no menos que Leocadia para explicarse, aunque ella quería
que Eusebio conociese la causa de su triste extravío sin
declararlo. Viéndose, pues, solo con ella y penetrado su
tierno corazón de la tristeza que le manifestaba, le dijo
con enardecido afecto y con llanto asomado a los ojos:
|
EUSEBIO.- ¿Qué extraña
mutación es ésta, dulcísima Leocadia?
¿No noto por ventura en vuestros ojos una desdeñosa
sequedad, que no sé por qué me trastorna? ¿No
podré saber de dónde procede? ¿Cuál
puede ser la causa que ajó de repente vuestra suave
afabilidad y aquella dulce confianza que inundaba a mi
corazón de celestial alborozo? Decidlo, prenda de mi dicha,
solo y eterno amor mío.
|
LEOCADIA.- ¿Solo y eterno? No lo
sé.
|
EUSEBIO.- ¿Cómo?
¿Qué me queréis significar? ¡Cielo!,
¿qué escucho? ¡Oh crueles tiranos del
más puro y sincero afecto! Leocadia, ¿es posible que
hayan podido anublar los celos la serena dicha de vuestro
corazón? ¿Qué es lo que dio motivo a un
sentimiento tan ajeno de vuestro amor y del mío? Pronto
estoy para borrarlo con mi llanto, con mi juramento, cuan
sacrosanto lo queráis.
|
LEOCADIA.- ¿Juramento? No por cierto, no
pido juramentos. Puede ser muy bien que vuestro llanto y protestas
sean sinceras, y serlo tanto, cuanto vuestras demostraciones y
justa afición para con quien es tal vez más acreedora
a ellas que Leocadia.
|
EUSEBIO.- Y cuál, ¿cuál
puede ser el objeto de esas injustas sospechas? ¿Qué
otra hermosura puede haber en la tierra que más que vos
empeñe mi amor ardiente? ¡Esto me faltaba que probar,
antes de la dicha que yo me prometía enteramente pura!
Leocadia, no merezco ese cruel tormento. Acabad, explicaos:
¿es acaso Henriqueta Smith la que dio ese temor injusto?
|
LEOCADIA.- Pudiera ser tal vez injusto si vos
mismo, conociendo que es ella, no la nombrarais, y si sola su
hermosura me la hubiera causado. ¿Mas las afectuosas
demostraciones que le hicisteis, no me confirman demasiado en mi
temor? ¿No sirve de prueba a éste mismo la
confesión que me hicisteis de la pasión que
encendieron en vuestro pecho las gracias de Henriqueta antes que
conocierais a la desdichada Leocadia? ¡Ah! conozco ahora ser
verdad que la primera impresión del amor es, como dicen, la
más fuerte y duradera.
|
EUSEBIO.- ¡Dios inmortal! ¿Es
sueño lo que me pasa o devaneo de mi imaginación?
¿La mayor prueba de mi amor para con vos, ha de ser
cabalmente la más contraria? Aunque un dicho del vulgo
llevara el sello de la verdad, ¿no lo debiera desmentir a
vuestros ojos el más sublime y puro afecto, cual me
glorío que lo es el mío, y cual lo fue siempre para
con vos? Mi misma confesión sincera, ¿no os debiera
confirmar en la entereza de mis sentimientos? Si mi corazón
hubiera querido reservarse algún oculto seno para el afecto
de esa Henriqueta, ¿creéis que hubiera sido tan
fácil y tan inocente en descubríroslo?
|
LEOCADIA.- ¿Eso mismo no pudiera ser
prueba de la inconsideración de un arrepentido afecto?
|
EUSEBIO.- ¿Lo podéis creer del
mío? ¿Os persuadís que el inconsiderado
Eusebio, por sobrado sincero, se arrepienta ahora de amaros y de
adoraros, como os ama y adora, a pesar de todos vuestros injustos
recelos y de quien los causó? Si soy tan desgraciado que no
merezcan ser creídos, ni este mi llanto ni mi juramento,
decid qué queréis que haga para destruir esos temores
y devolver a vuestro corazón la perdida tranquilidad.
|
LEOCADIA.- Todas las pruebas que me pudierais
dar ¿llegarían por ventura a destruir vuestra amorosa
inclinación?
|
EUSEBIO.- ¿Mi inclinación? Y
aunque hiciera prueba de mi entereza en confesaros que la tengo,
¿la inclinación es por ventura amor?
¿Está en nuestra mano el impedir que nazca en nuestro
genio el agrado de un objeto que lo excita? ¿Creéis
que no habrá otras Henriquetas que a pesar de mi mayor amor
para con vos, produzcan en mi pecho aprecio de su hermosura?
¿Podréis dejar de creer también que
habrá otros mil más apuestos que vuestro amante
Eusebio, y tal vez menos, que se granjearán vuestra
inclinación?
|
LEOCADIA.- No; no habrá ninguno.
|
EUSEBIO.- ¡Oh expresión tanto
más dulce, cuanto más inocente, a pesar de los celos
que os la sacan para endulzar en parte la amargura que ocasionan!
Mas, Leocadia, padecéis un amable engaño. Sólo
el tiempo y la experiencia lo harán desvanecer con la vista
y trato del mundo. Padeciera yo también otro engaño
semejante si me lisonjeara poder destruir con razones vuestras
celosas sospechas, que no las sufren. Mas como sintiera dejaros
clavado en el corazón su agudo dardo os ruego queráis
indagar conmigo el origen del mal, pues si no se llega a conocer,
costará mucho más eludir sus funestos efectos. Sufrid
pues por un momento que tiente la herida y supongamos que me agrade
esa Henriqueta, que sienta yo por ella alguna propensión, y
aunque era en daño de la verdad, que esta propensión
sea amor verdadero.
¿Todo esto
que quiere significar? Que Henriqueta tiene calidades que engendran
esta propensión en mi genio y que éste es susceptible
de sentirla. Mas esta propiedad no es de sola Henriqueta, pues
sabéis que me han agradado otros objetos mucho más y
cualquier hombre está sujeto a semejante sensibilidad. Tal
es el aliciente que infundió a lo bello la naturaleza, tales
son los sentimientos inevitables que nacen en el corazón,
aun respecto de objetos irracionales e insensibles. Y si supierais
las fábulas, os trajera el ejemplo de Pigmalión que
se enamoró de la belleza de la estatua que hizo él
mismo.
Quiero, sin
embargo, que extrañéis y que sintáis esta mi
inclinación a Henriqueta, porque supongo que no
habéis reflexionado que ella nace de la naturaleza y no de
la voluntad. Esta es la que hace sólo culpables los afectos
que desdicen de la entereza del corazón que los fomenta.
¿Mas podéis persuadiros que mi voluntad tome parte en
una inclinación que sólo merece ser comparada a la
que produjera en mí una excelente pintura, o una estatua
semejante a la que dije que enamoró a su artífice?
¿Podéis temer que Eusebio, renunciando a sus honrados
sentimientos, se deje llevar del afecto que pudo infundirle un
objeto extraño para él, a costa de desmentir los
principios de su integridad y de la pureza de su palabra? Si lo
teméis, no hay para qué nos fomentemos un injusto
tormento que puede acibarar la dicha y la tranquilidad que me
prometía de nuestro himeneo. Pero quedamos libres
todavía para determinarnos mutuamente a más dichosa
elección.
|
LEOCADIA.- ¡Oh amarga de mí!
¿Qué escucho?... ¿Son éstas las
protestas que debía sellar vuestra sangre? ¿Este es
el remate de vuestra constancia, para destruir unos celos que no
sin razón os importunan? ¡Ah! lo veo. Tenéis
pronta a Henriqueta para hacer más dichosa elección;
mas yo, ¡infeliz de mí!, ¿a quién?,
¿a quién? ¡Oh desventurada Leocadia!
¿Esperabais acaso los últimos momentos para hacerme
más cruel la declaración? ¿En qué lo
merecí? ¡Cielos!, ¿en qué lo
merecí?
|
Un río de
lágrimas brota de sus ojos, acompañado de altos
sollozos que dejan a Eusebio mudo y consternado, y lo hacen
arrepentir de la proposición que, a pesar suyo, le hizo para
destruir la celosa pasión de Leocadia. No pudiendo resistir
finalmente a la compasión y ternura que le causaba,
arrójase a sus pies, y tomándola la mano, la
besó diciendo:
|
EUSEBIO.-
No despedacéis, dulce amor mío, a un
corazón que os adora, que es y será sólo
vuestro. Ved, Leocadia, los muchos disgustos a que los celos nos
arrastran. Ellos, es verdad, nacen del amor y le son inseparables
compañeros, mas la razón y la virtud los deben tener
sujetos y mirarlos con menosprecio. Ellos no osan bullir cuando
conocen que han de ser mal mirados. ¿Mas para qué
pierdo tiempo en persuadir con la razón lo que con ella no
se recaba? Breve, Leocadia, decidme vos misma lo que deseáis
que haga para dejaros enteramente sosegada. ¿Queréis
que no vea, ni me presente más a Henriqueta?
|
LEOCADIA.- ¡Ah, no me amáis
más don Eusebio!
|
EUSEBIO.-
¡Santo Dios! ¿Es esto lo que
deducís de todas mis protestas y de mis amorosas
demostraciones? También os halláis con esa injusta y
tormentosa desconfianza. No, dulcísimo y eterno amor
mío; ante el cielo, ante Dios, os juro en esta mano que
adoro que ha de recibir la promesa de mi fidelidad, que no
habrá ni hermosura ni gracia que tenga poder para rendir ni
avasallar a un honrado y ardiente corazón, que os
quedará para siempre consagrado.
|
Dicho esto, le
cruza el brazo por la cintura llorando tiernamente, teniendo
aplicados los labios al hombro de Leocadia, en que resonaban sus
suspiros mezclados de tiernas expresiones. Demostración que
ella consintió recibir, llorando también en silencio,
como prueba de que quedaban sosegadas con ella sus celosas
sospechas. Aunque Eusebio echó de ver que esta pasión
de Leocadia procedía del amor propio del sexo, de la
inocencia de la misma y del grande amor que le tenía, antes
que de la persuasión de lo que sentía, quiso, sin
embargo, combatirla de recio en sus principios para desarraigarla
de su ánimo, pues es pasión que como las demás
cobra fuerza, dejándola a su voluntad, especialmente en
ciertos genios más susceptibles de sus molestas impresiones.
Éstas son a veces el acíbar de los mejores
casamientos y que tal vez los hacen desgraciados.
|
En todas las
amorosas demostraciones que hasta entonces había hecho
Eusebio a Leocadia, no sintió jamás tan vivos
incentivos de amor, cuanto en el estrecho abrazo que le acababa de
dar. Pareció que el pasado contraste le hiciese reconcentrar
todo el fuego de su afecto, para hacerlo abrasar en más
ardiente ternura. Mas si pudo contenerse sin ofender a la modestia
de Leocadia, se desprendió de ella determinado a no dejar
pasar el día siguiente sin probar por entero la dicha que le
hizo concebir el amor en aquel tierno abrazo. Se encaminó en
derechura a decírselo a Henrique Myden que, aunque se
excusó al principio por falta de preparativos,
condescendió a la instancia de Eusebio, remitiéndolo
a la determinación de los padres de Leocadia.
|
Halló en
éstos mayor dificultad, no llevando a bien don Alonso que se
celebrase el casamiento sin tener su hija el competente vestido y
ajuar. Se allanaron sobre mesa todas estas pequeñas
dificultades que ponían los padres de Leocadia, diciendo
Eusebio que después del casamiento podían hacer o no
hacer cuantos vestidos quisiesen a Leocadia. Que, entretanto, no
estaba tan indecente, que su vestido era cual pudiera llevar la
más rica cuáquera. Que le serían tanto
más agradables los desposorios, cuanto menos estorbos
tuviesen de exteriores vanidades que disipasen el puro consuelo y
satisfacción que quería sacar de su solo amor y de la
íntima complacencia de su mutuo afecto.
|
Cedieron los
padres a las razones de Eusebio, y a los deseos que manifestaba de
celebrar al otro día su casamiento. Henrique Myden dio
entretanto parte a sus amigos e hizo disponer convite, sin declarar
a Eusebio su intención. Don Alonso se aprovechó del
corto plazo para prevenir en cédulas la cantidad del dote
que prometió dar a su hija, y formó las
capitulaciones del contrato. Eusebio nada quiso saber de ellas,
remitiéndose a Henrique Myden. Sin aliciente de
interés, estaba demasiado persuadido que la
capitulación más esencial eran las prendas y
calidades de Leocadia, pues todas las demás, sin
éstas, están expuestas a ser quebrantadas de la
voluntad de los maridos o de la desgracia.
|
Dejó, pues,
ocupados en el contrato a Henrique Myden y a don Alonso, y
él se fue a ver con Leocadia, que quedaba enteramente
serenada con la última demostración de Eusebio,
especialmente con la resolución que tomó de anticipar
el casamiento. Hallóla trabajando en compañía
de la madre. Eusebio se sentó a su lado y, cruzando su brazo
sobre el de la silla de su amada, comenzó a decirle,
mirándolo ella tiernamente de soslayo sin dejar de las manos
la labor:
|
EUSEBIO.- Acabo de dejar a nuestros padres
empleados en formar las obligaciones que debemos guardar en nuestro
casamiento, o que debo guardar yo. Parecióme hacer agravio a
la pureza de mi amor si asistía a la junta. Como si
necesitase de capitulaciones para no faltar a lo que de mí
exigen vuestro amor y el mío. ¿Os lo parece,
Leocadia?
|
LEOCADIA.- No entiendo de eso, don Eusebio.
|
LA
MADRE.- Hacéis, sin embargo, mal, don Eusebio,
pues tal capitulación pudiera haber que os pudiera ser
sensible.
|
EUSEBIO.- Si es así, será culpa de
la confianza que puse en la discreción y honradez de don
Alonso. Fuera de esto, no sé qué justa
capitulación pudiera haber que pudiese serme sensible. Mas
dado el caso que así lo sea, ¿no puedo lisonjearme
que el amor de Leocadia le quitará todo el desagrado que,
pudiera causarme? Dadme, no obstante, una norma de esa
capitulación sensible.
|
LA
MADRE.- No sé qué pretensiones pudiera
llevar don Alonso, pero me acuerdo de un caso, semejante al
vuestro, que sucedió en España, en que tuvo motivo de
arrepentirse el marido de su fácil condescendencia.
|
EUSEBIO.- No creo que haya acontecido ese solo
caso en España. Antes bien diré más: que
apenas encontraréis marido que no tenga motivo de saberle
mal alguna capitulación a que vino bien a sabiendas, antes
de cerrar el contrato. A más de esto, ¿creéis
que por ser obligación impuesta, sea inviolable a los
maridos? No permita el cielo que os haga esta objeción,
porque lleve yo intenciones de imitarlos. Serán para
mí sacrosantas las que se me impusieren, a que desde ahora
me someto. Lo digo solamente para que conozcáis que procedo
por otros principios y que mi amor es de otro temple que el de los
otros.
|
LA
MADRE.- Todos los amantes hablan así.
|
EUSEBIO.- ¿Y hablan así
también las amantes? Decidlo, Leocadia, pues vine
también a oír vuestra voz: deseara que me
manifestarais los quilates de vuestro afecto. ¿Es por
ventura el toque de los celos...?
|
LEOCADIA.- ¿Celos?, ¿quién
tiene celos?
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EUSEBIO.- Cielos, quise decir; perdonad la
equivocación. Seguiré la metáfora, aunque es
demasiadamente alta; porque, ¿quién hizo jamás
a los cielos piedra de toque para quilatar en ellos al amor? Sin
embargo, ¿qué semejanza más cabal que la de un
puro y ardiente amor con los cielos? ¡Qué serenidad,
qué tranquilidad y brillantez reina siempre en ellos! Las
nubes pueden cubrirlo a nuestros ojos, mas no llegan a él.
¡Qué dulce paz la de los astros en su plácido
curso! Qué resplandor el del sol que todo lo vivifica en su
carrera majestuosa. ¡Ah! ¿Si fuera tal vuestro amor y
el mío, no perdonaríais a los celos el habernos
sugerido esta deliciosa imagen?
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LEOCADIA.- Pero estamos en la tierra, don
Eusebio; el amor está sujeto en ella a nubes y a
contrariedades que le pueden robar la paz y la serenidad que a lo
lejos se promete.
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EUSEBIO.- ¡Ah! Leocadia, si vuestro amor
llegase a fomentar los fuertes y ardientes sentimientos que
alimenta el mío, pudiera prometerme llevarlo a un templo
donde tomase alas para levantarse en ellas sobre la tierra, sobre
esas nubes y contrariedades que decís.
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LEOCADIA.- ¿Cuál es ese
templo?
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LA
MADRE.- ¿Dónde tenéis, don
Eusebio, ese templo? Sin duda debe estar lejos de la Pensilvania, y
poco más allá de nuestras tierras.
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EUSEBIO.- No está tal vez tan lejos
cuanto pensáis.
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LA
MADRE.- ¿No será semejante al que hizo
nacer el refrán, cuádrelo vmd.?
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LEOCADIA.- Decid, don Eusebio,
¿qué templo es ése?
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EUSEBIO.- ¿O tenéis todavía
curiosidad de saberlo, después que vuestra madre lo quiso
destruir con una cuadratura semejante a la del círculo?
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LA
MADRE.- ¿Qué sé yo que no
queráis usar de otra metáfora como la de los cielos?
Y como pintan con alas al amor, no sé si las toma en ese
templo para levantarse tan alto.
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EUSEBIO.- En el templo que digo no se concede la
entrada al amor profano, sino sólo al amor santo que nace de
la virtud, cuyo es el templo en que convierte la misma el
corazón que le da entrada. La moderación, la
mansedumbre, la templanza, hacen en él de vestales que
conservan su fuego inextinguible. En él renace el afecto
como el fénix y toma como él las alas que yo
decía, para levantarse sobre las tempestades de la tierra y
sobre los disgustos y contrariedades que en ella encuentra.
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LA
MADRE.- ¿Quién os ha de seguir en
vuestros vuelos, don Eusebio?
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EUSEBIO.- Me basta que me siga Leocadia.
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LEOCADIA.-
De buena gana si pudiera.
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EUSEBIO.- Basta que lo queráis. Viene
vuestro padre a llamarme.
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Entró don
Alonso para avisar a Eusebio, que había llegado el escribano
y los testigos. Eusebio le dijo que, siendo también
interesados doña Cecilia y Leocadia, podían ir todos
juntos. Le respondió don Alonso que irían
también después que hubiese él leído
las capitulaciones; mas replicando Eusebio que para eso no
iría solo, instó entonces don Alonso a su mujer e
hija para que fuesen, como lo ejecutaron. Estando ya todos juntos,
después que el escribano leyó las capitulaciones
aprobadas de Henrique Myden, tomó la palabra don Alonso,
diciendo:
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Señores:
como en el convenio del contrato, supongo, que a más de los
veinte mil pesos que destino de dote a mi hija Leocadia, queda
también heredera de mis bienes, y sus hijos si los tuviere,
debo hacerles una confesión, por lo mismo que no me
pareció bien hacerla entrar en la escritura. Para descargo
pues de mi conciencia, sepan vmds. que tuve un hijo varón
que di a criar a una ama fuera de mi casa, a quien se lo robaron
unos gitanos, según se creía. A pesar de todas mis
diligencias y de las de la justicia, no me fue posible tener el
consuelo de encontrarlo. A esta desgracia sucedió
inmediatamente la otra, que me obligó a dejar para siempre
mi patria y establecerme en la América. Esto hizo más
difíciles mis diligencias y pesquisas que encargué a
otras personas en fuerza de mi ausencia.
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Sólo dos
años después que me hallaba establecido en Salem,
recibí una noticia incierta que mi hijo murió en
Flandes; mas las circunstancias de tener mudado el nombre, aunque
de una sola letra, y de la de tres años más de edad
que tenía el mozo difunto que suponían ser mi hijo,
me pareció que desmentían a la noticia, y no me dejan
ahora entera seguridad para prometer a vmds. y a mi amada hija
Leocadia lo que no puedo, en caso que viva y exista aquel hijo que
me fue robado; pues pudiera comparecer algún día y
pretender de don Eusebio lo que le sería sensible ceder, si
lo recibía con mala fe y engaño del dador. Mas en
caso que mi hijo haya muerto, o que el cielo permita que permanezca
en la oscuridad del estado en que cayó, ratifico ampliamente
mi promesa.
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Esta
declaración hizo alguna sensación en el ánimo
de Henrique Myden; de suerte que, después que acabó
de hacerla don Alonso, no supo aquél qué decir,
fijando sus ojos en Eusebio. Éste esperaba también
que su padre Henrique dijese sobre ella su sentir, y callaba por lo
mismo; lo que dio no poca pena a don Alonso, a la madre y a
Leocadia, temiendo todos que aquella declaración fuese
invencible impedimento para el casamiento. Viose precisado don
Alonso a preguntar a Henrique Myden si quedaba enterado de lo que
acababa de decir. Myden dijo entonces que no era él el que
se había de casar, sino Eusebio. Pues yo, dijo entonces
Eusebio, me caso con Leocadia y no con su herencia;
levantóse de su asiento y fue a firmar el ya establecido
contrato. Esta generosidad de Eusebio penetró al alma de
Leocadia y de su padre don Alonso, y echó el sello a la
ternura y afecto que las prendas y virtud de Eusebio les
habían siempre merecido.
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Idos ya los
testigos y el escribano dieron mutuamente los parabienes, en que
don Alonso no pudo contenerse sin abrazar a Eusebio en presencia de
su mujer e hija, y de Henrique Myden, diciéndole con
apasionada ternura: Me disteis a probar, don Eusebio la mayor dicha
de mi vida; quiera el cielo bendeciros y daros gozo y consuelo
igual en vuestro casamiento al que mi alma experimenta. Eusebio,
conmovido de las expresiones y enternecimiento de don Alonso que lo
apretaba entre sus brazos, abrazálo también,
diciéndole: Por grande que sea la dicha que me
deseáis, de vos la reconoceré toda entera, como autor
de esa prenda inestimable que me la acarrea, y que adoro y amo con
el más puro afecto.
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Dicho esto, se
desprende de don Alonso para ir a besar la mano de Leocadia que,
enternecida también de la demostración de su padre,
lloraba de consuelo. Eusebio, besándole la mano, le
decía: Vos sois, adorable Leocadia, la prenda de mi dicha,
la más preciosa joya que poseo, que puedo ya llamar
mía. Quiera la virtud presidir a nuestro casamiento y hacer
uno de dos corazones que le quedan consagrados y que esperan de
ella el colmo de su bienaventuranza en el suelo. No fueron menos
afectuosas las demostraciones que se dieron Eusebio y su padre
Henrique, participando el corazón del buen viejo del
alborozo y consuelo de su amado Eusebio.
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En estos y otros
semejantes transportes de gozo pasaron lo restante de aquella
tarde, precedente al día de su dichoso casamiento.
Concebía de antemano el enajenado corazón de Eusebio
la pureza de las delicias que había de gustar,
teniéndolo desvelado casi toda aquella noche su
imaginación, alimentándola de las especies e ideas
que su amor ardiente le sugería. Todo le venía de
nuevo a la entereza de su honestidad, no a las luces de sus
conocimientos. Cebábase por lo mismo su fantasía en
las prendas y perfecciones de su esposa, en su amabilidad, en la
dulzura de su genio, en su inocencia, que suscitaban en su
corazón mil deliciosos afectos, los cuales participaban
antes de la pureza de la correspondencia y confianza de su mutua
estimación que del deleite, inferior para el amor más
tierno y puro.
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El día
tanto tiempo suspirado llegó finalmente a dar alma con sus
claros resplandores al gozo de todos los interesados, participando
hasta los criados del contento y complacencia que acarreaba la
solemnidad de aquel casamiento. Altano era el que mayor alborozo
manifestaba entre ellos, como quien más se creía
autorizado a declararlo a su buen amo, a quien fue a darle los
parabienes, diciéndole:
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ALTANO.- Mi señor don Eusebio, si hoy no
me vuelvo loco, no espere vmd. verme morir encerrado en una jaula.
El contento me lleva al alma por esos cerros como una peonza.
Tantas vueltas la hace dar el gozo, que temo perder el seso. Vea
vmd. como no hay plazo que no llegue. ¿Quién me lo
había de decir, cuando saqué a vmd. rapazuelo del
naufragio, que lo había de llegar a ver hombre hecho y
derecho, y casado con una beldad sin par? Créame vmd., que
tengo mayor consuelo por ello que si a mí mismo me tocara,
aunque no naciese para mis bigotes.
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EUSEBIO.- Por lo mismo sois acreedor, Altano, a
toda mi dicha y al agradecimiento que quisiera hoy manifestaros en
lo que más desearais, si me lo significáis.
|
ALTANO.- Señor, lo que más deseo
es el cumplimiento de la dicha de vmd.; otra cosa no deseo ni tengo
por qué desear. Vista ésta, muéranse mis ojos,
como decía Simeón por boca del cura de la parroquia
de S...
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EUSEBIO.- Podían también venirte
ganas de casarte, y morirse en paz tus ojos en el seno de tu
familia.
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ALTANO.- ¡Para pitos está por
cierto el alcacer! ¿Hay cosa más risible que un viejo
que sube al tálamo con babador?
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EUSEBIO.- Medimos los ajenos deseos por los
nuestros: el que tengo de manifestarte mi agradecimiento, me
sugirió esa especie; no tienes por qué
extrañarla, después que sientes en ti que el gozo te
saca al alma de sus quicios.
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ALTANO.- ¡Y cómo que me la saca!,
que si no fuera por el deseo que tengo de ver las bodas de vmd. que
me hace atiesar las piernas y estar firme en ellas, ya hubiera dado
conmigo por esas paredes, destinado como un moscardón que va
de aquí para allá dando golpes y zumbidos sin saber
lo que se pesca.
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EUSEBIO.- ¿De dónde sacas, Altano,
tan lindas comparaciones?
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ALTANO.- Ya previne a vmd. que estoy poco menos
que loco de contento. Vale más que lo manifieste en seso con
esas expresiones, que con los hechos sin él.
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EUSEBIO.- Te confieso que no sé
comprender la causa del exceso de esa alegría por mi
casamiento; ¿qué es lo que te incita a tales extremos
de contento?
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ALTANO.- ¿No oyó decir vmd. que en
días tales se suele echar la casa por la ventana? Eso es lo
que yo quiero significar e imitar.
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EUSEBIO.- ¿Y viste jamás echar la
casa por la ventana?
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ALTANO.- No señor; pero se dice, como
digo yo también, de que estoy fuera de mí de gozo, y
ve vmd. que estoy muy quedo y muy sobre mí.
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EUSEBIO.- Echaba ya de ver que había
alguna exageración en tus expresiones; por eso me vino deseo
de saber la causa particular que te movía a tal exceso de
gozo en mi casamiento.
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ALTANO.- La causa particular no es otra que la
de alegrarse todo hombre en tales días.
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EUSEBIO.- Esa cabalmente es causa muy general, y
que manifiesta que te alegras porque los otros se alegran y nada
más.
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ALTANO.- No señor; porque aunque todos
los demás lloraran, yo solo saltara de gozo como una cabra
en el casamiento de vmd.
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EUSEBIO.- ¿Qué es pues lo que a ti
solo te incitara a saltar como una cabra, ya que estás tan
fecundo en semejanzas?
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ALTANO.- Porque me está diciendo el
corazón que ha de llegar vmd. al colmo de su dicha en su
casamiento.
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EUSEBIO.- Eso será porque crees que el
estado del matrimonio es el más dichoso.
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ALTANO.- Lo debiera ser, no hay duda, y lo
fuera, tal vez, si todos los casados fueran como vmd.
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EUSEBIO.- ¿Si todavía no lo soy,
cómo lo puedes inferir?
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ALTANO.- Lo infiero de los sentimientos y de la
bondad de vmd.
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EUSEBIO.- ¿Pues qué, no
habrá otros muchos más buenos que yo?
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ALTANO.- Sí señor; pero ellos
serán buenos como las brevas, y vmd. como fruta en real
cercado.
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EUSEBIO.- A la verdad estás hoy de
semejanzas; y algunas, tales que no sé alcanzarlas, como
ésta de las brevas.
|
ALTANO.- Me explicaré pues: las brevas,
cuando maduras, o caen de buenas o las pican los pájaros;
amén de esto, ellas crecen en las higueras a Dios y a la
ventura. La fruta del real jardín es respetada en su bondad
y toma mejora del cultivo. A más de esto, vmd. es bueno como
la paloma, con asomos de cordura de serpiente, y finalmente, vmd.
es bueno como Guzmán el Bueno, y no como el buen
Guzmán, de quien se dijo: qué lindos pintores que
lleva el buen Guzmán.
|
EUSEBIO.- Ya estaba temiendo que llegases a
profanar tus comparaciones. No sabes llevar adelante un discurso
sin ensartar alguno de tus ridículos estribillos.
|
ALTANO.- Mi señor don Eusebio, esto no es
mentar la soga en casa del ahorcado, pues vmd. está por
casar todavía, y su casamiento es excepción de regla;
quiero decir, lo será. Si todos los hombres fueran como vmd.
me echaba a misionero de casamientos.
|
EUSEBIO.- No dejarías de hacer lindos
sermones y en algunas partes pudieras sacar gran fruto.
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ALTANO.- Eso se lo aseguro a vmd., y no hayga
miedo que subsistiera entonces el refrán: mal me quieren las
comadres, porque las digo las verdades; que todas ellas
vendrían desalmadas a oír al predicador de
casamientos. ¿Pues qué, si me oyeran en una rejita de
parlatorio? No digo más, porque sólo de pensarlo se
me derrite el gusto en el buche.
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EUSEBIO.- Estás hoy de extrañas
ocurrencias. ¿Cuándo oíste jamás
ningún predicador de casamientos?
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ALTANO.- ¡Guarte! De todos los otros
sacramentos sí; pero de ese no. ¿Cómo quiere
vmd. que prediquen el matrimonio los que le dieron de pie, mirando
como a víboras a las pobres hijas de Adán? Fortuna
que la naturaleza predica callandito por otra parte, porque si no,
¡adiós noble raza de los godos!
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EUSEBIO.- También pudieran decirte a ti:
¿por qué no nos diste ejemplo de lo que predicas?
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ALTANO.- ¿Y sabe usted lo que les
respondiera? Hijos míos, por eso os lo predico, porque mi
mala ventura hízome errar la vocación.
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EUSEBIO.- Vale más que acortemos, porque
si no estás en trotes de decir muchos días
disparates. Ve a ver si vino el clérigo irlandés.
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ALTANO.- Voy a servir a vmd., mi señor
don Eusebio, pero a lo mejor me rompió vmd. el discurso.
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Altano fue a
cumplir con lo que Eusebio le mandaba. Entretanto Leocadia, sin
haber cerrado los ojos al sueño en toda la noche, se dejaba
ataviar de su cariñosa madre, para salir a desposarse con
toda la decente gala que las circunstancias le permitían. La
mayor parte de los convidados de Henrique Myden se hallaban ya en
casa. Eusebio salió a agradecerles su atención, y
recibía de ellos los parabienes, cuando se dejó ver
Leocadia acompañada de sus padres. ¡Cielo,
quién hará de ella una cabal pintura! Su donoso talle
y agraciada presencia, ataviada de la mano del primor y del gusto;
la brillantez de sus ojos templada de su suave modestia; la tersa
candidez de su semblante y su blando colorido, avivado de su
virginal rubor que encendía sus mejillas; el casto y amable
temor que agitaba a su relevado seno y el pudor vergonzoso que
revestía a su majestuoso continente de la suavidad y ternura
de la inocencia, hacíanla parecer semejante a la esposa de
Titono, cuando se deja ver a la tierra admirada desde el puro
horizonte, ceñida del suave resplandor que arrebata y
enajena a la vista de los que la contemplan amanecida, infundiendo
nueva vida a la naturaleza, y recibiendo el homenaje de las aves,
que con alegres trinos y gorgeos celebran su venida.
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Tal pareció
Leocadia a los ojos de los convidados, de quienes ella
recibía los parabienes. Ni menos bella y agraciada
pareció a Eusebio que, arrebatado de su vista, fue a
saludarla y a presentarse a ella, sintiendo excitarse en su
corazón mil suaves y deliciosos afectos y sentimientos que
le avivaron la idea de su felicidad en la posesión inmediata
de un objeto tan bello y digno de sus adoraciones. Henrique Myden
fue el primero en mover la comitiva a la capilla que había
hecho aderezar Eusebio en un aposentillo de la casa, cuyos adornos
y alhajas había traído consigo de S... para poder
cumplir en ella las obligaciones de su religión, cuyo culto
no era público todavía en Filadelfia.
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Allí
desposó a los novios el clérigo irlandés que
se hallaba establecido en Filadelfia, estando presentes los
cuáqueros amigos de Henrique Myden a las ceremonias de la
iglesia. Las que ellos usan en sus casamientos son meramente
civiles, pues se reducen a ir los padres de los esposos con ellos
al templo, a cuyas puertas hacen entrega de sus hijos, llamando por
testigo de su casamiento a Dios y a los presentes que dicen serlo,
y les dan el parabién. Eusebio quiso atenerse a la ceremonia
de su religión, para que su gozo fuese más templado;
ni pudo tomar sin tierno llanto la mano de la palpitante Leocadia,
jurándose mutuamente eterna fidelidad y amor, no sin envidia
enternecida de los circunstantes que conocían los virtuosos
sentimientos de Eusebio y las amables prendas de Leocadia.
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Renováronse
después de la celebración de los desposorios todas
las demostraciones de gozo y de consuelo, así los convidados
como los padres de Leocadia y Henrique Myden, cuyos corazones
rebosaban de la dulce satisfacción de ver cumplidos sus
deseos y de la tierna confianza que manifestaban los esposos en su
mutua posesión, prenda del virtuoso amor y de la eterna
fidelidad que acababan de jurarse. Eusebio, cuya encendida llama se
alimentaba de la ternura de sus afectos, antes que de los
incentivos de la concupiscencia, sentía la dulce
satisfacción que le daban a probar sus virtuosos
sentimientos, y ansiaba desahogarse en compañía de su
amada esposa, haciéndole un virtuoso discurso.
Impedíaselo la política debida a los convidados, a
quienes Henrique Myden hizo servir un largo refresco, reservando el
solemne convite para sus más allegados.
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Pero Leocadia y su
madre, poco acostumbradas al concurso, y que se hallaban desairadas
con gentes a quienes no conocían, encontraron pretexto para
ausentarse y para ir a poner sus ánimos en libertad de la
sujeción que padecían. Con este motivo la madre,
viéndose sola con la hija, la hizo un tierno y
patético razonamiento sobre las obligaciones de su nuevo
estado y sobre el modo como debía comportarse en él.
Pasó de aquí a tirar el velo de los ojos de su
inocencia, descubriéndola los misteriosos secretos del amor,
acallando con su honesta explicación los sustos que daba a
su sonrosado pudor e ignorancia virginal. Hízole tras esto
una tierna despedida, cediendo la autoridad que sobre ella
había tenido hasta entonces y acordándole los
cuidados y esmeros que había empleado en educarla, para
ofrecerla a la patria y hacer de ella una digna madre de
familia.
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A las afectuosas
expresiones de su buena madre, no pudo Leocadia contener el llanto,
abrazándose con ella, y diciéndole que no
quería apartarse de su compañía. Cuanto
más se esforzaba la madre en acallarla tanto más
prorrumpía Leocadia en sollozos y en tiernas expresiones. En
ellas la sorprendió Eusebio que, no pudiendo sufrir
más tiempo la flema de los convidados, se ausentó
para ir a confirmar a su amada esposa el inexplicable júbilo
de sus impacientes afectos y sentimientos. La madre, al verlo
entrar, se desprende de la hija, y le dice: Os quiero ahorrar, don
Eusebio, el enfado de nuevas enhorabuenas; en vez de ellas, os
traslado la autoridad de madre: aquí tenéis a vuestra
esposa, vos la sabréis acallar mejor que yo. Dicho esto, se
ausenta y deja solos a los esposos.
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La repentina
llegada de Eusebio cortó los transportes de ternura con que
desahogaba Leocadia el cariño para con su madre. Eusebio,
conmovido también del llanto de su esposa y de la pronta
salida de la madre, no supo que responder a lo que ésta le
decía. Turbáronse todos sus sentidos al ver que
doña Cecilia lo dejaba de industria solo con la hija, con
que le confirmaba los derechos que acababa de darle sobre ella el
sagrado matrimonio y los que le concedía la tímida
modestia de Leocadia, en cuyos ojos consternados y llorosos
veía también el triunfo que le daba su amorosa
condescendencia, libre de las ataduras que acababa de romper la
bendición del cielo.
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Todo esto
enardeció sumamente el amor de Eusebio; mas las
tímidas y vergonzosas miradas, empañadas del llanto
con que Leocadia lo recibía, contuvieron a su pasión
y la convirtieron en afectuoso enternecimiento,
infundiéndole al mismo tiempo sospechas, si la madre la
dejaba instruida en los secretos del himeneo. No pudo, sin embargo,
dejar de exhalar su ternura amorosa, dándole un estrecho
abrazo; sentóse luego a su lado, y asiéndola la mano
con cariñoso respeto, la dijo:
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EUSEBIO.- ¿Qué es lo que veo,
eterno y dulce amor mío? ¿En este felicísimo
momento en que esperaba disfrutar con vos la sublime
satisfacción de reconocerme vuestro, de ofreceros alma,
corazón, voluntad y todos mis sentidos, veo el llanto
asomado a vuestros hermosos ojos?, ¿de dónde procede
ese llanto?
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LEOCADIA.- Nada os toca este llanto, don
Eusebio; me lo sacó una expresión de mi madre.
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EUSEBIO.- ¿No podré saber, prenda
de mi dicha, esa expresión, motivo de un llanto tan
amable?
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LEOCADIA.- Me dijo que yo en nada la
pertenecía y que era toda vuestra.
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EUSEBIO.- ¿Y llorabais porque sois
mía?
|
LEOCADIA.- ¡Ah! No es eso lo que me
enterneció, sino el decírmelo del modo como me lo
dijo, que ya no la pertenecía. Veis que una hija
cariñosa, aunque conozca el significado de la
expresión y los derechos que os da el amor, siente
desprenderse para siempre de la dulce compañía de una
madre y de su íntima y afectuosa confianza.
|
EUSEBIO.- Tenéis sobrada razón,
Leocadia; y en vez de oponerme a tan justo y tan tierno llanto, ved
aquí que mis ojos os presentan el mío para unirlo al
vuestro. ¡Oh qué cosa tan dulce llorar de ternura! Si
supierais qué colmo de celestial suavidad inunda a mi alma,
participando de vuestra inocente aflicción, unida al suave
placer de la correspondencia de vuestro afecto. Más,
¿qué es, amor mío, toda la confianza que
podéis tener en el seno de vuestra madre, respecto de la que
os da en su corazón el amor ardiente de un esposo que os
adora, que os posee? ¡Oh hechizo de la vida!,
¡felicidad suprema de la tierra!... ¿Necesita por
ventura nuestro amor de apurar la copa del deleite que nos tiene
prevenida el himeneo, para probar la mayor, la más pura
delicia del alma?
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LEOCADIA.- Sí, don Eusebio, os amo.
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EUSEBIO.- ¿Me amáis, Leocadia?,
¿me amáis?, ¡oh naturaleza, dame otro
corazón, otro pecho que abarque al torrente de dulzura que
arrebata mi espíritu y mis sentidos a un abismo de
bienaventuranza que hasta ahora no conocía!, ¡cielo!
¿Me amáis, divina Leocadia?
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LEOCADIA.- ¿Pues qué, no os debo
amar?
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EUSEBIO.- ¿Me amáis porque lo
debéis? ¡Ah! ¿Temíais que pereciese en
ese torrente de dulzura? ¿Me amáis por sola
obligación?
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LEOCADIA.-
¿No os contenta que os ame porque debo amaros?
¿Esta obligación no añade precio al amor?
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EUSEBIO.- ¡Oh Leocadia! El verdadero, el
ardiente amor desdeña toda obligación. Esta es un
yugo a que sólo la fuerza lo somete y que llega a romper
fácilmente, resintiéndose de tal servidumbre. Quiere
amar libremente y ama solo, porque a ello lo impelen sus propios
estímulos, mas no en fuerza de ninguna ley a que su cerviz
libre no se somete.
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LEOCADIA.- ¿Y amándoos porque debo
amaros, no durará mi amor? No lo creáis, don Eusebio;
os amaré siempre.
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EUSEBIO.- ¿Siempre me amaréis,
dulcísimo amor mío, siempre? Esa adorable confianza
con que lo decís, desmiente vuestra obligación, o le
presupone otro principio sin que vos lo echéis de ver.
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LEOCADIA.- ¿Qué otro principio
queréis decir? ¿Qué otro motivo más
fuerte puede haber para amar que la obligación de amar?
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EUSEBIO.- Mas decidme, Leocadia, ¿de
cuándo acá os reconocéis en obligación
de amarme?
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LEOCADIA.- Después que soy vuestra y que
vos sois mío con el casamiento.
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EUSEBIO.-
¿Antes, pues, de ser vuestro no me
amabais?
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LEOCADIA.-
Os amaba, mas no con la libertad con que ahora os
amo, después que me la concedió el cielo, aunque por
otra parte unió nuestros corazones con un lazo
indisoluble.
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EUSEBIO.-
¿Y en fuerza de ese lazo que os precisa, os
lisonjeáis amarme siempre, Leocadia? ¿Creéis
que no pueda padecer quiebra nuestro amor, ni desunirse nuestros
sentimientos?
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LEOCADIA.- ¿Y vos, don Eusebio,
teméis lo que yo no temo?
|
EUSEBIO.- ¡Oh confianza adorable y
lisonjera! Confunde, aniquila mis recelos y haz que triunfe de
ellos la constancia de nuestro amor inalterable.
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LEOCADIA.- ¿Esa exclamación no
lleva visos de un temor injusto?
|
EUSEBIO.- Fuera injusto, Leocadia, si tan
frágil no fuera nuestra naturaleza. Esta queda expuesta a
mil accidentes, circunstancias y momentos que la sorprenden y
combaten. El amor está sujeto como las demás pasiones
a perder con el tiempo su ardor y su violencia. Puede verse sujeto
a trabajos, a desgracias y dejarse arrebatar de otros objetos que
lo corrompan, a pesar de las sagradas obligaciones. Entonces no
presta fuerza bastante el amor para resistir a los extraños
alicientes, si no se abroquela de antemano con la virtud. Sin
ésta no esperemos, Leocadia, tener entera felicidad en
nuestro casamiento. La alegría, el contento podrá
durar dos, tres años si queréis; mas luego sentiremos
las agudas puntas del disgusto, de la desazón, del
empalagamiento y de mil pesares que reproducirán nuestros
afectos mismos, o que nos vendrán de lejos si la virtud no
fortalece nuestros sentimientos, o si no amolda a sus sabios
consejos e inspiraciones nuestra interior naturaleza. Ella sola
quebrantará la dureza y altivez de nuestros siniestros
afectos y dispondrá insensiblemente nuestros ánimos
para recibir las impresiones de la moderación, de la
modestia, de la constancia, de la fortaleza y de la templanza.
Coronadas
éstas en el templo del corazón por mano del amor y
animadas de su puro fuego, desdeñan avasallarse a la
vanidad, a la ambición, al liviano contento que presto se
disipa, que no conoce las más apuradas delicias del afecto
de los humanos corazones. Suple tal vez a la falta de la virtud un
dulce genio, cual es el vuestro, y cual procuraré que lo sea
el mío; mas aquel mismo, no sostenido ni fortalecido de la
virtud, cede a los pesos y disgustos que les sobrevienen, a las
desgracias y trabajos impensados con que tan frecuentemente acomete
a los hombres la suerte, y a las flaquezas mismas a que está
más sujeta la bondad de un genio blando y suave, que sin
ejercicio de los consejos y máximas de la divina
sabiduría que lo sostengan, se deja oprimir de la
aflicción y tristeza que lo combaten.
¿Queréis, pues, dulce amor mío, que hagamos
estudio de la virtud y que nuestro amor le forme un templo de
nuestros corazones?
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LEOCADIA.- Sí, don Eusebio; haré
lo que queráis. Mi madre procuró siempre instruirme
en la devoción y piedad.
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EUSEBIO.- No quisiera, Leocadia, que padecierais
el engaño de muchas otras que creen ser virtuosas por ser
devotas y piadosas. Si la piedad y la devoción, tan
conformes al genio del sexo, son virtudes en él, son dos
solas virtudes que se pueden hermanar muy bien con muchas pasiones
desordenadas. Tal madre mientras instruye en la devoción a
su hija, le está fomentando la vanidad y la da ejemplos de
galanteo y de cortesanía, le ceba todas sus malas
inclinaciones, la deja inclinar a la holgazanería y
pasatiempo, y con vanos adornos del tocado, le infunde sentimientos
de ambición y de altanería. Finalmente, alienta todas
sus pasiones que se hallan muy bien con los actos piadosos y
devotos a que fácilmente inclinan y que más
fácilmente acallan los remordimientos de su interior,
creyendo tener con ellos propicia a la deidad y hacerla familiar y
amiga.
¿Cuántas mujeres piadosas y devotas veréis
que, descuidando enteramente de los siniestros de sus malos genios,
parecen estatuas de santificación en los templos y demonios
en sus casas? O, si a tanto no llegan, hácense importunas e
intolerables a sus familias, o por la tenacidad de sus caprichos y
pareceres extravagantes a que quisieran que todo se plegase, o por
sus desvanecidos antojos que quieren satisfacer, aunque sea a costa
de los sudores y trabajos de su marido y del hambre de sus hijos
mismos, o por mil otras sinrazones y extravagancias que, sin el
estudio y ejercido de la virtud, no es posible desarraigar de sus
ánimos, que por otra parte se muestran muy devotos y
piadosos. ¿Pues qué, si a todo esto sobreviene
algún contratiempo o desgracia? El matrimonio que ya de
sí era pesado e infeliz, hácese una carga intolerable
que abruma sus ánimos y los reduce a una rabiosa
aflicción.
La virtud, al
contrario, ¡oh dulce Leocadia!, enfrena insensiblemente con
las reflexiones y con el ejercicio de la moderación los
ímpetus de un mal genio, sofoca sus siniestras inclinaciones
y reprime con los consejos de la templanza todo desmandado afecto
de la vanidad, de ambición y de altanería. De este
modo fortalece los sentimientos del corazón y los dispone y
arma para que se sobrepongan no sólo a los caseros y
familiares disgustos que son inevitables, sino también a los
pesares más graves y sensibles de la desgracia y de la
ignominia misma, si a ella la contraria fortuna los sujeta.
Así no ven dos dichosos casados alterarse la paz y
tranquilidad de su amor puro y constante, en que estriba la dicha
de su unión, y que enteramente no desmedra en las desgracias
y trabajos. Antes bien les hace sacar de ellos la virtud un sublime
consuelo, ininteligible a los que no la conocen, y que aunque lleva
visos de modesta aflicción, es mil veces más precioso
que la ufana jovialidad y satisfacción de los que fomentan
en los vicios su enajenada altanería.
No sé si
vuestra madre os habrá hecho leer el Evangelio.
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LEOCADIA.- ¿No es el libro en que dicen
misa los clérigos?
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EUSEBIO.-
No, hija mía, ese libro se llama misal, y
aunque contiene parte del Evangelio, no es el libro del Evangelio.
Este es el libro de la divina sabiduría, en que el hombre
Dios, nuestro adorable redentor, nos enseña la ciencia
principal del alma que nos vino a revelar, y que consiste en
purgarla de los vicios siniestros de las pasiones y en
perfeccionarla con las virtudes, de que dejó tan sublimes
ejemplos y consejos. Si no queremos ser cristianos de solo nombre,
conviene que ejercitemos las máximas y consejos de
Jesucristo. Ni pensemos, como aquellos que dicen: sólo nos
obligan sus preceptos, los consejos evangélicos son para los
que aspiran en los claustros a la perfección. Contentos con
esto, cumplen con la sola ley y se quedan con todos los siniestros
de sus pasiones.
Ni esto se me hace
extraño, porque desde niños se les presenta una
imagen de la virtud tan austera, tan penitente y tan
rústica, que apenas hay quien quiera abrazarla. Les pintan
la santidad en traje de anacoreta, ceñida del cilicio,
cubierta de ceniza, silenciosa, cabizbaja, reñida con el
mundo; dura y severa para consigo y para con los demás,
ignorando que las exterioridades poca o ninguna fuerza tienen para
domar los interiores afectos del alma, que es lo que principalmente
nos enseñó nuestro divino salvador y en lo que
consiste la práctica de la virtud. Ésta es toda
interior, y sólo se manifiesta exteriormente en asomos de
decencia y de afabilidad suave, que arrebata los corazones de los
que la descubren. Tal se manifestó a los hombres Jesucristo,
el más humano y afable en ellos, ora solemnizase las bodas
de los esposos cananeos, ora presidiese a las cenas pobres de sus
discípulos; ni nos dio jamás austera y áspera
idea de la virtud. La pobreza misma, a quien tanto exalta, la
limita por lo común a la interior voluntad para desapegar
del alma el aprecio de las riquezas y sofocar en ella los afectos
de la codicia, de la avaricia y de la ambición.
Dulce Leocadia,
ahora veo que el discurso me alejó insensiblemente del amor.
Si alguno me oyera, diría ciertamente: éstos se
disponen para ir a encerrar su libertad en los claustros y no para
recibir las preciosas coronas de mano del amor y del himeneo; como
si un santo discurso fuera preparativo extraño para un santo
amor. ¿Mas vos que lo habéis oído, suave
prenda de mi dicha, lo reputáis acaso ajeno del más
solemne y alegre día que amaneció para mí?
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LEOCADIA.- No, Eusebio; antes bien siento que se
avivó en mi pecho la ternura y estimación para con
vos, y que al mismo tiempo aseguráis la confianza de que
vuestro amor será eterno para conmigo.
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EUSEBIO.- ¡Oh cielo! Lo será,
Leocadia, y lo será también el vuestro, si...
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Henrique Myden,
que echaba menos la presencia de sus amados hijos y de doña
Cecilia, entró entonces en el cuarto e interrumpió el
santo y tierno entretenimiento de los esposos, a quienes
halló solos sin doña Cecilia. Eusebio estaba sentado
junto a su esposa, a quien la tenía cruzado el brazo por la
cintura. Vamos hijos, les dice Henrique Myden, que vuestra ausencia
se hace notable entre los convidados; luego pregunta por
doña Cecilia. Eusebio, cuya tierna sensibilidad se hallaba
ya conmovida de la última expresión de Leocadia, no
habiéndola podido desahogar con la demostración que
iba a hacerle por habérsela impedido la entrada de Henrique
Myden, la convierte en tierno y amoroso agradecimiento a su buen
padre, acordándole su presencia que él era el autor
de aquella su cumplida dicha.
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Impelido de esta
idea, se levanta de la silla y echa los brazos al cuello a Henrique
Myden, a quien decía con lágrimas: ¡Oh amado
padre mío, a quién sino a vos solo debo el colmo de
la felicidad que pruebo, que disfruto, al reconocerme hijo de
vuestro entrañable amor, y esposo de mi adorada Leocadia!
¡Quiera el cielo, padre mío, que os podamos dar este
dulce nombre por largos años, y que dándonos vos los
cariñosos nombres de hijos, podamos al mismo tiempo
merecerlos! Henrique Myden, no menos enternecido de la
demostración y de las palabras de Eusebio con aquel
repentino transporte, lo abrazó también,
diciéndole: Quiera el cielo, hijo mío, que se cumplan
vuestros deseos y los míos, y que tenga yo el consuelo sumo
que siento en reconocerme padre de tan buen hijo, cual lo
probáis vos en tenerme por padre y en reconoceros esposo de
vuestra dulce Leocadia. Y tú, hija mía, pues ya por
tal te tengo, reconoce en mí un padre tierno y amoroso, que
no te dejará echar menos el cariño de los que te
engendraron, y que contribuirá en todo a tu mayor contento y
felicidad.
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Decía esto
Henrique Myden a Leocadia, teniéndola abrazada en pie con el
otro brazo, que apartó a este fin de los hombros de Eusebio,
para tenerlos a los dos entre sus brazos. Caíanle al buen
viejo las lágrimas de gozo de sus ojos, entre las tiernas
expresiones que proseguía en decirles, cuando
compareció doña Cecilia. Enternecida también
ésta al ver aquel afectuoso ademán y postura de
Henrique Myden, llegó diciendo: Vengo a unir mis
lágrimas a las vuestras, don Henrique; jamás supe
hasta ahora lo que fuese llorar de gozo en un casamiento. Me lo dio
a probar don Eusebio, pero esta vez toca vivamente a mi
corazón, viendo en los brazos de tan buen padre a un hijo
tan digno y a esta hija mía que pierdo... No, madre
mía, no me perdéis, dijo entonces prorrumpiendo en
llanto Leocadia; os amaré siempre, como siempre os
amé. En vez de perder a una hija, dijo luego Eusebio,
ganáis al contrario un nuevo hijo, que reconoce de vos su
felicidad.
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El cielo nos la
conserve a todos, dijo Henrique Myden, y vamos a donde nos echan
menos los convidados. Tan larga ausencia no parece bien, hijos
míos. Debieron todos enjugarse las lágrimas para
dejarse ver. El llanto que no nace de dolor, cede luego a la
más pura alegría que le está inmediata y que
regala al alma, bañándola de la más sublime y
suave satisfacción. El rostro de Leocadia parecía
haber tomado más encendida y viva amabilidad, como la rosa
del rocío sacudido del blando soplo del céfiro por la
mañana, compareciendo en compañía de Eusebio
ante los convidados, con quienes pasaron el tiempo hasta que
llegó la hora del solemne convite. El adorno, gusto y
magnificencia de la mesa y de los manjares, manifestaban la
generosidad del rico dueño, que solemnizaba el día
del mayor gozo y complacencia de su vida.
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La modesta
jovialidad y alegría de los convidados y sus festivos
discursos, adaptados a las circunstancias de los esposos, daban
alma al banquete, sin rozarse con alusiones que pudiesen ofender
los oídos modestos y delicados. Fuera más enfadoso
describir la suntuosidad de la comida de lo que fue para Eusebio su
prolija duración; pero, aunque tarde, dio lugar finalmente a
la visita y nuevo refresco, con que el generoso consuelo de
Henrique Myden quiso acabar de llenar el día hasta bien
entrada la noche.
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