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Evolución de la poesía en el siglo XVIII


Emilio Palacios Fernández


Doctor en Literatura Hispánica
Profesor de Literatura Española en la Universidad Complutense



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Introducción

Realizar un estudio coherente de la poesía dieciochesca implica hoy, todavía, excesivas dificultades. Por un lado, el llamado Siglo de las Luces sufre con demasiada frecuencia la visión negativa que legara la crítica romántica, tan opuesta a él, no sólo en interpretaciones estéticas sino también políticas, sociales y culturales, en general. Por otra parte, la lírica de este siglo está necesitando estudios más profundos y desapasionados: análisis parciales sobre escritores, ediciones de obras, recuperación de otros muchos escritos, tanto de crítica como de creación, que hoy únicamente son conocidos por muy pocos especialistas. Sólo después, cuando ya haya acopio de datos suficiente, cuando se conozcan la mayor parte de los textos poéticos escritos, será posible dar interpretaciones más certeras y ecuánimes. Mientras tanto, iremos aventurando opiniones provisionales que intenten acercarse, en la medida de lo posible, a la realidad de una época en la que la poesía sigue siendo un género literario importante, pero que, quizá, exige unas claves interpretativas más historicistas y sociales, desligadas de nuestra concepción moderna del hecho poético.

La crítica tradicional ha sabido distinguir en la lírica del siglo XVIII dos periodos bien diferenciados, coincidentes en su evolución con otros géneros literarios: la poesía de tradición barroca y la nueva poesía dieciochesca. Así, el tradicional estudio, tan meritorio en la recuperación de datos y tan desafortunado en interpretación, de Leopoldo Augusto de Cueto, Marqués de Valmar, marcó esta línea que ha sido seguida por la mayor parte de los críticos despreocupados. Sólo los estudiosos más recientes han intentado analizar con más profundidad y desapasionamiento esta poesía. Algo que llama a primera vista la atención es la consideración unitaria, sin matizaciones, de la nueva poesía dieciochesca, a la que se denominaba «poesía neoclásica». Últimamente se han empezado a marcar unas líneas de cambio y diferenciación dentro de esta producción. Sin embargo, sigue existiendo todavía excesiva confusión.

Recordemos, a modo de muestrario constructivo, las opiniones más significativas a este respecto en la última década. El profesor J. L. Alborg, en su monumental estudio del siglo XVIII, sigue la línea tradicional en la distribución general, aunque en los análisis particulares haga algunas matizaciones:

«la primera mitad viene a representar una continuación de la lírica barroca del Seiscientos, que prolonga penosamente su decadencia; luego, hacia mediados del siglo, el mundo ideológico y la sensibilidad propia de la época están ya lo suficientemente difundidos para despertar una nueva expresión que es la que viene calificándose de poesía neo clásica»


(«La lírica en el siglo XVIII»..., p. 365)                


Reconoce después, en esta segunda mitad de siglo, «diversidad de rumbos poéticos», pero no analiza sus caracteres y circunstancias, aunque acepta la clasificación de J. Arce.

Los estudios del hispanista inglés N. Glendinning tampoco introducen mayores matizaciones sistemáticas, que por la definición preliminar parece más bien hacerla coincidir con la poesía ilustrada. Sin embargo, el análisis de los autores le obliga a hacer diferenciaciones.

Los estudios más innovadores, en este sentido, son los del profesor italiano M. di Pinto y los de los españoles Francisco Aguilar y Joaquín Arce. Fue este último quien se planteó por primera vez, con seriedad, este problema en dos estudios fundamentales para el crítico de la poesía dieciochesca («Rococó, neoclasicismo y prerromanticismo en la poesía española del siglo XVIII» y «Diversidad temática y lingüística   -24-   en la lírica dieciochesca»), que sirvieron de base a otros análisis de conjunto posteriores. En ellos se marcan y se analizan, en sus temas y lenguajes, los movimientos que, en su opinión, configuran el quehacer poético en la segunda mitad del siglo XVIII. En sus trabajos posteriores ha profundizado en la misma línea. Así, distingue distintas corrientes promovidas por generaciones de poetas que han vivido estímulos sociales y culturales distintos:

-primera mitad de siglo, reinado de Felipe V (1700-1746);

-escritores que escribieron y publicaron en torno a 1750, reinados de Fernando VI (1746-1759) y principios de Carlos III (1759-1788);

-poetas de la Ilustración: desde, aproximadamente, 1770 hasta principios del XIX y corresponde a la plenitud del reinado de Carlos III y al de Carlos IV (1788-1808).

Sin embargo, confiesa la no posibilidad de periodización en escuelas o tendencias que estudia aparte: posbarroco, rococó, neoclasicismo y poesía de la Ilustración. En resumen, dice:

«Lo característico del siglo en su culminación, a partir de 1770, es la influencia de corrientes poéticas asignables a escuelas distintas».


(«La poesía en el siglo XVIII»..., p. 138)                


Partiendo de los estudios iniciales de J. Arce, el profesor Mario di Pinto había recorrido y profundizado en el mismo interesante camino, añadiendo contenidos ideológicos a dichos movimientos.

El investigador Aguilar Piñal, por su parte, distingue en la segunda mitad de siglo diversos estilos que define como: neoclasicismo, racionalismo y primer romanticismo.

Resulta difícil, como se ve, presentar un panorama coherente en el que se conjuguen periodos y estilos. Pero se ha de evitar caer en el error de hablar de la poesía del siglo como un fenómeno de transición entre Barroco y Romanticismo, sin personalidad e importancia. Cualquier intento de ordenar y definir la lírica del siglo XVIII será siempre constructivo si se basa en el reconocimiento de su entidad. Volviendo a la clasificación, podríamos establecer los siguientes periodos con los correspondientes dominios estilísticos:

1. Poesía barroca: la poesía del XVII, que llegó a cotas importantísimas en las plumas de Lope, Quevedo y Góngora, se continuó a lo largo de un cierto periodo del siglo XVIII, primero plenamente aceptada (Álvarez de Toledo, Torres Villarroel, Lobo, Porcel...) y después sometida a profundas críticas que incluso llegaron a minar el prestigio de alguno de nuestros gran poetas barrocos.

2. Poesía rococó: estas reacciones llegan a concretarse en 1737 con la publicación de la Poética de Luzán, de claro carácter clasicista. Sus ideas venían preparadas por la labor crítica del Padre Feijoo más moderada, y se vieron favorecidas por la defensa del Diario de los literatos y la famosa Sátira contra los malos escritores de este siglo de Jorge Pitillas publicada en 1742. Tuvo un primer efecto purificador de lo barroco y fue de marcado carácter cortesano.

3. Poesía neoclásica: abundando en un movimiento anterior, y casi simultáneo en su origen aunque no en su evolución, tiene un mayor interés por una pureza más clasicista en formas y temas. Estuvo apoyada por la labor de la Real Academia de la Lengua.

4. Poesía ilustrada: se recuerda la famosa carta de Jovellanos a sus amigos en 1776, como el punto de partida hacia una preocupación por lo civil, filosófico y didáctico en la poesía. No quiere decir esto que la lírica ilustrada surja en este momento; ya con anterioridad podemos encontrar algunos poemas dentro de este estilo, sin embargo, parece evidente que a partir de esta circunstancia su cultivo es más importante.

5. Poesía prerromántica: el fracaso de los ideales ilustrados, por la política regresiva de Carlos IV tras la Revolución Francesa, trajo notas tristes a la poesía de los escritores que más se habían significado en la construcción de una nueva sociedad. Muchos de ellos acabaron en el exilio. No es extraña, pues, su poesía de lamentos tristeza, que encontró su cauce expresivo en el Romanticismo europeo y que inicia su poesía prerromántica española. De todas formas, se puede afirmar que en 1808 queda cerrado en sus líneas generales periodo que estudiamos, aunque el empeño neoclásico durará más tiempo.

Hecha esta clasificación, cuya explicación y matización ocupará las páginas siguientes, conviene realizar algunas precisiones que eviten errores momentáneos. Cada uno de estos estilos nace al calor de situaciones sociales y estéticas distintas, y por eso es posible aislarlos y definirlos en la preferencia de sus modelos, géneros predominantes, temas, aspectos formales... Bastaría coger cualquiera de los géneros que atraviesan el siglo de un extremo a otro para constatar esta evolución: es lo que se ha dado en llamar «la ruptura de los géneros». Justamente por eso no es posible

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Cronología de los poetas más importantes del s. XVIII


Esquema aproximado de la pervivencia de los distintos estilos poéticos dieciochescos

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Las tertulias y salones literarios, en los que la poesía jugaba un papel importante, promocionaron en gran medida los distintos estilos líricos que podemos observar a lo largo del s. XVIII. «Parnaso», por Nicolás Poussin. Museo del Prado, Madrid

encasillar a los autores exclusivamente en un estilo. Los escritores, salvo casos de pertinacia del periodo barroco, van emparejando su experiencia vital con la social y con la estética dominante. Por eso su obra sólo es posible estudiarla desde una perspectiva diacrónica y no como visión de conjunto. Meléndez Valdés sería la síntesis más representativa de los nuevos estilos. Sin embargo, en algún caso se suele asimilar un autor a un estilo determinado, o por ser su defensor más conocido o porque la mayor parte de su producción se engloba en ese estilo.

Igualmente conviene tener en cuenta que cada uno de esos periodos tiene una larga vida: un nacimiento titubeante en los comienzos, un momento de esplendor y el olvido, a veces envuelto en duras críticas, cuando va siendo sustituido por otras maneras. Por eso es posible la convivencia de estilos y su mutua influencia: lo clasicista del neoclásico se tiñe a veces con el regusto decorativo del rococó, o incluso las formas insustanciales del rococó expresan, en época tardía, temas más didácticos o reflexivos.

Se puede definir el contenido de cada uno de los periodos, pero es más difícil precisar su cronología (a no ser que simplemente se indiquen sus momentos de esplendor y nos olvidemos de concretar los límites, más difusos, entre los que vive), sobre todo encontrándonos con la dificultad de datar muchos de los poemas. Cada uno de estos momentos se puede analizar en relación a ciertas polémicas, publicación de textos críticos en la prensa, presencia de determinadas poéticas, y quizá cierto grupo de poetas, que reunidos en tertulias literarias, recogen lo mejor de ese estilo. Eso no es impedimento para que encontremos, como en cualquier otro momento de la Historia de la Literatura, escritores rezagados, atípicos o premonitores de nuevos estilos en época de predominio de otra manera distinta.

Conviene, asimismo, defender al siglo poético, como lo ha hecho con corrección el hispanista R. P. Sebold, de los prejuicios que los románticos le cargaron de antinacional y antipoético. Lo más granado del siglo XVIII tuvo una honda preocupación por la Patria, que fue incluso más alla del sentimiento mismo de independencia nacional: tal es el caso de Meléndez Valdés, colaborador del invasor napoleónico con la intención de llevar adelante sus ideales de   -27-   progreso y reforma de la nación. Si antinacionalismo es dar cabida en sus esquemas de pensamiento a las ideas extranjeras, cosa que no se puede defender sin error y sin condenar incluso a muchos tenidos por patriotas, es cierto. El hombre, el poeta renovador, sobre todo el ilustrado, abrirá su espíritu a cualquier idea que pueda ser transformadora de una nación en ruinas en lo social o en lo estético. Así, tornará sus ojos a los clásicos antiguos, que generarán su neoclasicismo, y a los clásicos modernos, que renovará con la frescura del cosmopolitismo (en ideas, temas y formas) una poesía caduca. Nunca, además, se olvidarán de las mejores raíces hispánicas: nuestros poetas del Renacimiento.

Por otra parte, su antipoetismo no estriba en una incapacidad poética, sino que es fruto maduro de unas coordenadas estéticas y de pensamiento. Sólo intentando comprender la reforma ilustrada juzgaremos con ecuanimidad las esencias poéticas del siglo, lo cual no quiere decir, esencialmente, deleitarse en ellas, porque es obvio que están lejos de nuestros gustos actuales.




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La Tradición Barroca


Sociedad y cultura

El final de siglo y el cambio de dinastía no supuso ni una transformación social en profundidad, ni una nueva consideración estética. La sociedad española vivía sumida hacía largo tiempo en una penosa decadencia tras la pérdida de la hegemonía mundial y la depreciación económica en la que había caído el país, por mantener su prestigio, con las guerras europeas.

Tal situación no fue en absoluto favorable a la cultura que, después de los grandes genios del Barroco, vivía un estado de incuria y abandono. La decadencia cultural de los inicios del siglo XVIII no es sino una continuación del caos social del siglo anterior.

No es fácil que en este devaluado panorama se levantaran voces de creación artística que se elevaran sobre la mediocridad del ambiente. Cada sociedad tiene lo que procrea su situación y esto es justamente lo que merece. El aislamiento que había creado la política del seiscientos impedía, por otra parte, abrir las puertas a las nuevas corrientes culturales en las que se movía Europa, caminando España desde entonces a destiempo de los movimientos estéticos y de pensamiento.

El proceso de recuperación cultural tenía que ser forzosamente lento, pues no existía una decidida política oficial en este campo. Fue hito importante la fundación de la Real Academia de la Lengua en 1714 gracias a la acción voluntariosa de D. Juan Manuel F. Pacheco, Marqués de Villena. Su labor por la purificación del lenguaje fue muy encomiable y trajo como fruto maduro la publicación del Diccionario de Autoridades (1726). La Academia, sin embargo, tuvo en sus inicios pocas preocupaciones estéticas y de promoción literaria, sobre todo si lo comparamos con su actuación en épocas posteriores. No debe extrañarnos, pues, encontrar entre sus primeros miembros al poeta gongorino Gabriel Álvarez de Toledo, y defender a los escritores del Barroco que aún alimentaban las voces desmedidas de sus epígonos.




El Barroquismo poético

La literatura se resentía de esta situación de decadencia general. Todos los géneros vivían una vida lánguida basada en pobres reiteraciones de los temas y formas del pasado, cuando no las propias obras de autores del siglo XVII seguían teniendo más vitalidad que las producciones del momento.

En lo que se refiere a la poesía, se ha dicho con frecuencia, tras los estudios de Dámaso Alonso, que con la obra de Góngora, muerto en 1627, el género poético había llegado al extremo de sus posibilidades expresivas. Nada nuevo se podía hacer, pues, recorriendo la misma senda, y sólo una renovación más profunda, la rococó-neoclásica, trajo nuevos aires a una poesía en decadencia.

Cuantos estudiosos han analizado la lírica de este primer tercio del siglo XVIII, han denunciado los mismos errores. Ya los críticos literarios de la Ilustración habían atacado, algunos con lujo de detalles, tal estado, intentando hallar las raíces de tan desastrado fenómeno. Fundamentalmente la polémica se centró en la figura de Góngora, al que se culpó como verdadero iniciador de la degeneración. Volviendo nuevamente a los inicios de siglo, podemos recordar las palabras definitorias del Marqués de Valmar cuando dice que la poesía

«había quedado reducida a un enredado y monótono laberinto de ridículos conceptos, de narraciones chocarreras, de monstruosas hipérboles, de agudezas sin intención ni alcance moral, de alambicamientos peregrinos, expresados en frases más peregrinas todavía. Hasta la poesía religiosa, que no vive sino con la dignidad del pensamiento, con la sencillez de la expresión, con la magnificencia de las imágenes, se hallaba pervertida y ahogada en aquel raudal de retruécanos y trivialidades».


(Bosquejo histórico-crítico... p. VI)                


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La poesía popular de la primera mitad de siglo cultiva la subliteratura del pliego de cordel contando historias de santos, amores trágicos... y otros relatos truculentos muy del gusto del pueblo. Los poetas se doblegaron con frecuencia a estos intereses populares. Portada del romance «El alarbe de Marsella». Biblioteca Nacional, Madrid

Efectivamente, la poesía había perdido la profundidad ideológica del Barroco, para cultivar sólo sus aspectos más superficiales, quedándose en una decoración insustancial. El genio poético, sin una motivación auténtica, carecía de espontaneidad y vigor creativo. Practican nuestros poetas un barroquismo intranscendente, recargado e inútil.

Una piedra de toque para conocer la actitud estética de estos momentos es observar en el Diccionario que prepara la Academia cuáles son las autoridades en el campo del lenguaje. Queda definido su gusto literario cuando no rechaza el Barroco y propone nombres como Quevedo, Góngora, Carrillo, Paravicino o Calderón, tan denostados en época posterior. Quevedo y Góngora ejercen un magisterio total sobre los poetas de este periodo. Sin embargo, conviene tener en cuenta que se trata de un aprendizaje mal asimilado, o que por lo menos pasa por un mal gusto general, no achacable exclusivamente a los propios poetas. Cuando se hace poesía para un público, se le da a este lo que le gusta (y se puede vender). El conceptismo y culteranismo, degradados ya en el siglo XVII, pasan por un segundo proceso de degeneración, salvo en algunos poetas marcadamente cultos. Sigue viva, por otra parte, la polémica que la aparición de estos movimientos había provocado en su tiempo, y todavía podemos oír tal o cual voz de extraviado clasicismo que no encontraba ningún eco entre unos creadores que seguían los impulsos de su «musa envejecida».

La poesía, sin embargo, forma parte esencial de la sociedad de esta época si juzgamos la cantidad de libros publicados, o los humildes pliegos de cordel, o las numerosas justas poéticas que por motivos varios se celebran, siguiendo la tradición del seiscientos, o las tertulias literarias que atraen a otros más nobles o más cultos. Así, en las justas poéticas en honor a San Luis Gonzaga y San Estanislao de Kostka, que se celebran en Murcia en 1727, participan ciento cincuenta poetas.

Normalmente el poeta se define por su propia intención. Entre los que escriben por estos años los hay quienes tienen conciencia de poetas cultos, y quienes dirigen sus versos a un público más iletrado y popular. En consonancia con esto, en el panorama poético de esta época podríamos diferenciar dos tipos de poesía: la popular y la culta.

Cuando hablamos de poesía popular, conviene hacer ciertas precisiones por lo ambiguo del término. No nos referimos a la poesía tradicional, lírica o romance viejo, que por tanto tiempo se ha transmitido en el pueblo y cuya trayectoria en el siglo XVIII aún no ha sido estudiada, aunque no debemos dudar de su existencia a juzgar por ciertos rasgos que nos transmite la poesía culta y por informaciones, excesivamente escasas, de los estudiosos del siglo. Nos referimos, fundamentalmente, a una poesía con asuntos más del momento, generalmente más pobre de estilo, y dirigida al pueblo. Estaría formada por romances de temas varios (historias de santos, amores trágicos, bandoleros, asuntos contemporáneos...) que recitaban o vendían los ciegos en forma de pliegos de cordel. Pero tampoco debemos olvidar otras composiciones menores, no narrativas, como villancicos o coplas, generalmente decires ingeniosos o versos satíricos y burlescos, eróticos, graciosos, críticos... Tienen un gran arraigo entre el pueblo e incluso merecieron la publicación en pliegos sueltos. Algunos autores más cultos, como Lobo,   -29-   Benegasi o Torres Villarroel, fueron buenos cultivadores de este género. Tanto se desarrolla este tipo de composiciones que todavía en época ilustrada seguían cultivándose, incluso a escondidas, por sus críticos más acerbos, que llamaban a estos poetas, en plan satírico, copleros. Tal aceptación popular nos habla de costumbre inveterada, y también de un público ansioso de emociones fuertes, milagrero y supersticioso, amante del donaire y de la burla.

Frente a esta poesía menor están los poetas más elitistas, medidores de la palabra, idealizados en sus temas, que evitan cualquier contagio con esta «poesía vulgar». Amantes del hecho poético en sí, practican un neo-conceptismo o un neo-gongorismo cuyos destinatarios son ellos mismos y su grupo social o cultural.

Cultivan estos poetas temas y géneros conocidos en el Barroco: poesía amorosa, heroica, mitológica... Pero se nota un interés peculiar por asuntos de política e historia actuales, de crítica social, de circunstancias, de religión y vidas de santos, de temas insignificantes que presagian detalles pintorescos del rococó, o simplemente versos burlescos con aliento de grandes poemas o de coplas inocentes.


Los poemas de tipo religioso y hagiográfico alimentaron la piedad, entre morbosa y supersticiosa, de comienzos de siglo. Ejemplo de ello es el poema que escribió Fray Pedro de Reinoso, en octavas, a Santa Casilda. «Santa Casilda», por Zurbarán. Museo del Prado, Madrid

Nada nuevo, por otra parte, en sus recursos métricos, y constatamos la consabida presencia de sonetos, romances, silvas o cualquier otra forma definida en los usos de los géneros poéticos. Quizá anotar, con Glendinning, una generalizada carencia de sentido musical que acerca muchos versos al ripio y a un apoetismo esencial.

El estilo barroco llega en estos poemas al extremo del barroquismo. Lo que en época anterior fue innovación vigorosa, se convierte ahora en grosera acumulación de violentas metáforas, hiperbatones disparatados, juegos de palabras, sutilezas del lenguaje, alusiones clásicas, alambicadas frases..., toda una complicada maraña que destruye la estructura interna del poema quedándose en un puro decorativismo. El poeta busca la brillantez y abusa de su pretendido ingenio. Con esta envoltura los temas más nobles pierden su verdadero contexto.

Pocos son los poetas que se salvan de este mal gusto generalizado y lo son, generalmente, quienes más se acercan a sus modelos e imitan con descaro, o quienes teniendo una mayor formación clásica encuentran en ella un cierto freno a la exuberante expresividad de la época. A veces podemos encontrar nobles imágenes o versos conseguidos en medio de la intrincada espesura que anula su valor en la desproporción.




Copleros y poetas

La nómina de poetas en este primer tercio de siglo es abundantísima, siendo más los cultivadores de la poesía popular que de la culta. El Marqués de Valmar, cuyo estudio sigue siendo aún el de mayor acopio de datos, y D. Julio Cejador y Franca presentan gran número de ellos, de valor muy desigual. Muchos son autores de obra escasa, por lo menos si juzgamos solamente lo editado. Y otros sobresalen fundamentalmente en otros géneros, aunque secundariamente practican la poesía.

Llama la atención la cantidad de poetas, clérigos o laicos, que escribieron poesía de tipo religioso y particularmente hagiográfica. Corre parejo este interés con el manifestado por las comedias de santos que, junto con las de magia, fueron los tipos más cultivados. Se escriben en octavas y romances, uniendo lo heroico a lo divino, aunque a veces se utilizan versos de arte menor, seguidillas y redondillas de sabor más popular. Ni tan siquiera lo sagrado del tema eleva la inspiración de estos poetas, pues escriben, en general, poemas de conceptos bajos y aun chabacanos, y, por su puesto, conceptuosos. Esteban Cabrera   -30-   publica Sonoro clarín celestial, cuyas canciones son romances espirituales (Córdoba, 1720, 2 vols.); y de Gabriel de León y Luna es el Viaje y destierro de Nuestra Señora a Egipto (Madrid, 1722, 1734) y la colección de poemas Sacra y humana lira (Madrid, 1734); Ignacio Loyola y Oyanguren, Marqués de Olmeda, tiene, entre otras colecciones de versos, una Cuaresma poética (Madrid, 1739); Fray Pedro de Reinoso escribió el poema en octavas Santa Casilda (Madrid, 1722); de Manuel González del Valle es un largo romance de arte mayor titulado Cúmulo sacro... a su amada esposa Santa Gertrudis (Madrid, 1723). Otros poetas dirigieron sus versos a Santo Tomás de Aquino, San Jerónimo, San Cayetano, San Isidro...


El madrileño José Joaquín de Benegasi y Luján fue poeta festivo y satírico, aunque también escribió algunos poemas de tono más elevado. Mantuvo el espíritu poético del tiempo en las tertulias que durante cierto tiempo se celebraron en su casa. Grabado de J. J. Benegasi y Luján. Biblioteca Nacional, Madrid

Cabría colocar junto a estos versos, que alimentaban una espiritualidad supersticiosa y milagrera, contra la que luchó el contemporáneo Feijoo y posteriormente los ilustrados, la ingente cantidad de poemas y que se hicieron con motivo de justas poéticas, generalmente convocadas por circunstancias religiosas y dirigidas a los santos del momento: San Juan de Mata, San Estanislao de Kostka y San Luis Gonzaga.

Quizá hay que mirar con más respeto la poesía religiosa, con ambiciones de mística, de tres monjas de la época: la sevillana Sor Gregoria de Santa Teresa (1653-1736), que trata, con estilo conceptuoso, los temas habituales de la mística (ansia de Dios, amor divino, deseo de muerte...); la portuguesa, afincada en Sevilla, Sor María del Cielo (1658-1752), en cuyos poemas se combina el gusto popular y la técnica alegórica; y la madrileña, franciscana en Granada, Sor Ana de San Jerónimo (1696-1771), hija del Conde de Torrepalma, mujer virtuosa y culta, cuyas Obras poéticas (ed. póstuma, Córdoba, 1773) se han alabado por su sabor clásico y castizo.

Los poetas encuentran en los asuntos contemporáneos de historia, hechos cortesanos o sociales, motivos frecuentes de inspiración. Para unos, aduladores o poetas oficiales de la nobleza o Corte, sus versos se convierten en alabanza. Otros, sin embargo, hicieron de la poesía un arma política, no desdeñando incluso el sistema de pliego de cordel para su mayor difusión. Son, en general, poetas ligados al espíritu tradicional que ven con malos ojos las ligeras innovaciones a la francesa que ha traído la dinastía borbónica. Tienen un estilo agudo y castizo en el que se une la tradición barroca con concesiones a la infraliteratura popular.

Figura destacada en este grupo fue el P. José Antonio Butrón, jesuita, nacido en Calatayud en 1677. Escribió un farragoso poema épico-religioso titulado Harmónica vida de Santa Teresa (Madrid, 1722) formado por casi dos mil octavas de estilo barroco y confusa estructura. Pero destaca, sobre todo, por sus versos de sátira política en los que se muestra «más insolente que satírico», al decir del Marqués de Valmar. Por su acerada pluma pasan mal parados: frailes, la princesa de Ursinos, Macanaz, el Duque de Berry, el confesor del Rey y cualquier persona o cosa que sonara u oliera a francés. Tiene Butrón otros versos más serenos sobre asuntos de historia o arte («A la muerte de la reina doña Luisa de Borbón», «La estatua de San Bruno», «La heroica acción del Duque de Béjar»...), donde se manifiesta más poeta, aunque siempre dentro de los alambicamientos y confusiones poéticas de la época.

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Mención especial merece también el madrileño José Joaquín Benegasi y Luján (1707-1770) de gran influencia en la poesía de la época, pues, en su casa se reunía dos veces por semana una tertulia literaria. Fue poeta habilidoso, pero de escasa calidad. Practica, sobre todo, la poesía festiva haciendo de ella su finalidad poética («Diome Apolo mi destino / para lo festivo sólo»). Pero, a veces, sus versos se tornan cáusticos y duros para criticar a la nobleza. Siendo noble él también, resulta extraña su actitud, que le obligó al anonimato en aquellas composiciones que publicaba en pliegos de cordel y vendían los ciegos.

Tiene también otro tipo de poemas de asunto más elevado («A Santa Teresa», «Lo que es el mundo, la hermosura, la nobleza y el aplauso»...), de épica religiosa con estilo festivo (Vida de San Benito de Palermo, 1750, en seguidillas, y Vida de San Dámaso, 1752, en redondillas) y otros intranscendentes, incluso chabacanos.

Sus obras poéticas -también escribe comedias, entremeses y bailes- se recogieron fundamentalmente en dos libros: Poesías líricas y joco-serias (Madrid, 1743) y Obras métricas a distintos asuntos, así serios como festivos (Madrid, 1760).

La intencionalidad festiva y el destino popular de la mayoría de sus versos le llevaron a cultivar un estilo natural, a veces vulgar; y su desmedida fantasía se opuso a los que, ya en el reinado de Fernando VI, trabajaron por poner orden y normas en la literatura sin freno.

Amigo de Benegasi fue Fray Juan de la Concepción, carmelita descalzo madrileño, que gozó en su tiempo de muchísima fama. Crítico literario, teólogo, académico de la lengua a partir de 1774, fue conocido, sobre todo, por ser fácil versificador y repentista. Cuenta Álvarez y Baena en su libro Hijos de Madrid a este respecto:

«Para su correspondencia y despacho de lo que se le encargaba, ya de los tribunales o ya de su religión, tenía siempre cinco o seis amanuenses, a quienes dictaba a un tiempo, sin embarazo, diferentes asuntos. Esto de dictar a cinco, seis o siete a un tiempo, y a cada uno en distinta especie de verso y diferente asunto, lo hacía frecuentemente en las casas de los Grandes que lo dispensaban mil honores, y particularmente Medina-Sidonia, ante los Duques, y en la de otros sujetos literatos».


Toda una atracción la de este clérigo beligerante a quien en su época se le llamaba Monstruo de sabiduría y elocuencia.

Su poesía, conceptuosa (a pesar de que él llamaba a quienes cultivaban este estilo «secta de los anochecidos»), tuvo casi siempre una provocante intención de crítica política y social, que ocultaba bajo pseudónimo, según recuerda L. A. de Cueto, como El patán de Carabanchel, El poeta oculto... cuando aparecían en papeles volanderos más agresivos.


Portada barroca, creación de Manuel Violat, de la iglesia de Santa María, Alicante

Frente a estos poetas populares hay otros que manifiestan mayores pretensiones cultas, sin que por eso se separen o de su agudo concepto o de su desmedida metáfora. Pero por lo menos intentan alejarse del decir vulgar. José León y Mansilla publicó en 1718 la Soledad tercera, continuando, con desmadejado estilo y estructura perdida, las de Góngora. El aragonés Rebolledo de Palafox, Marqués de Luzán, compuso su Métrica historia (Zaragoza, 1734), veintidós cantos en octavas, contando con exceso de erudición y no poca afectación, a pesar de conseguir pasajes   -32-   brillantes, la historia del mundo partiendo del Génesis. El mercedario Fray Luis Interián de Ayala (1656-1730) fue hombre admirado por su cultura como exégeta, teólogo, canonista y conocedor de lenguas. Fue cofundador de la Academia de la Lengua. Como poeta compuso sonetos y epigramas de inspiración clásica en Marcial, Ausonio y Juvenal. También escribió poemas en latín recogidos en el libro Opuscula poetica (Madrid, 1729).

Poeta de mayores pretensiones fue el sevillano Gabriel Álvarez de Toledo (1662-1714), hombre culto, bibliotecario real y cofundador de la Academia de la Lengua. Se recuerda, entre otras, su obra en prosa Historia de la Iglesia y del mundo (1713), de la que tan sólo publicó el primer tomo.

Suelen distinguirse dos etapas, paralelas a su vida, en la producción poética de Álvarez de Toledo. Su juventud sevillana se llena de discreteos y enamoramientos que produjeron una poesía de amores y de temas ligeros, de la cual nos han quedado pocos ejemplos. Su vida madrileña, llena de actividades políticas y culturales, después de «los tremendos avisos de unas misiones que oyó en Sevilla», según nos cuenta su primer biógrafo Torres Villarroel, está marcada por una mayor austeridad y espiritualidad que hace que su poesía se torne meditación. Alguno de sus poemas, recogidos en Obras poéticas póstumas (1744), presentan títulos como los de los sonetos «La soberbia es el principio de la idolatría», «La muerte es la vida», o el romance endecasílabo «Al martirio de San Lorenzo».


En la tradición barroca se encuentra también la obra del aragonés José Tafalla y Negrete, poeta abundante y admirado en las reuniones por su habilidad como repentista. Iglesia barroca de Santa Isabel, Zaragoza


«Sitio, ataque y rendición de Lérida» es uno de los poemas más conocidos de Gerardo Lobo, militar, que perpetuó en versos los episodios bélicos más importantes de su vida. Vista de la Seo antigua de Lérida

Sin embargo, el nombre de Álvarez de Toledo va unido indefectiblemente a su incompleto poema burlesco La Burromaquia. Las ciento cincuenta octavas que nos han llegado están divididas en dos capítulos que titula Rebuznos. Es tema que está en la tradición lopiana de La Gatomaquia y de los poemas burlescos del Barroco. Parece extraño que hombre tan serio tuviera preocupación por el mundo asnal, pero importa más quizá en su intención hacer un alarde de erudición mitológica, que resulta harto pesada y su ostentación de seguidor de Góngora Quevedo y Calderón. Alguna estrofa brillante podría destacarse por más delicada, pero en general, la pedantería y el desmadre verbal abortan sus pretensiones de poesía más culta.

Para cerrar este primer periodo del siglo, y entre las muchas figuras que aún podríamos citar, tres referencias finales. La primera, para el aragonés José Tafalla y Negrete, al que sus contemporáneos llamaron El divino aragonés recordando su capacidad improvisadora, que hicieron de él figura destacada en tertulias y justas poéticas. Escribió poesía religiosa y hagiográfica, narrativa épica en romances y octavas,   -33-   lírica amorosa... recogida fundamentalmente en dos libros: Poesías varias (Zaragoza, 1706) y Ramillete poético (Zaragoza, 1714). Dice de él el Marqués de Valmar:

«Su estilo es claro, su lenguaje suele ser castizo y propio, y si rinde culto a la moda de los conceptos, se echa de ver al propio tiempo que es costumbre y alarde, no tendencia natural de su ingenio».


(Bosquejo histórico crítico..., p. XLIII)                


Figura más destacada, y posiblemente la más representativa de estos momentos, es la de Gerardo Lobo (1679-1750). Nació en Cuerva (Toledo) y fue militar de profesión, participando en las campañas de Lérida (1707), Orán (1732), Nápoles y Sicilia (1734-1736) y otras, dejando constancia de ellas en sus versos.

Lobo fue poeta de fácil versificación, como si en él fuera algo connatural:


«No busco las consonantes
ellas son las que me eligen,
porque en la naturaleza
se ha de fundar lo sublime».


Tampoco daba él demasiado valor a su capacidad versificadora, y miraba sus versos «como frívolos devaneos». Sin embargo, fue poeta abundante, que convertía en verso, quizá no en poesía, cualquier acontecimiento de su existencia. Felipe V le llamaba el capitán coplero.

Este desdén por su labor literaria le llevó a despreocuparse también por su publicación, lo cual no fue óbice para que circularan sus versos manuscritos, o aparecieran en pliegos sueltos en Sevilla (1713) o en libro no autorizado: Selva de las Musas (Cádiz, 1717). Con posterioridad se publicaron otras colecciones con su consentimiento, Jardín ameno de las Musas (Granada, s.a.), Obras poéticas (Pamplona, 1724 y Madrid, 1738, 1758, 1765), en dos volúmenes.

Cultiva Gerardo Lobo todo tipo de temas. Escribe poesía épica en la que con acento heroico, y a veces no escasa fuerza narrativa, describe sus experiencias militares: «Sitio, ataque y rendición de Lérida» o el largo poema en octavas «Rasgo épico de la conquista de Orán» (1732). El tono elevado le lleva a un mayor cuidado decorativo al estilo gongorino.

Su colección de sonetos es quizá lo más perfecto de su producción. Trata en ellos los conocidos tópicos amorosos de la poesía petrarquista, algunos asuntos de circunstancias o biográficos y otros más reflexivos de la tradición ascética barroca. Merecen, quizá, destacarse el titulado «A la muerte de Luis I, rey de España» y el que empieza «Tronco de verdes ramas despejado». Siguen modelos en temas, estilo, lenguaje poético, y tal que otra deuda, de Quevedo y Góngora.


La obra de Gerardo Lobo es representativa de la situación poética de su época: poesía festiva, intrascendente o tópica, lejos de la frescura del ingenio de verdad que no se pierde en la palabra o en la brillantez de la imagen. Portada de las «Obras poéticas» de Gerardo Lobo (Pamplona, 1724)

Pero Gerardo Lobo es recordado fundamentalmente por su poesía festiva, en la que da pruebas de su desmedido ingenio. Son octavas, romances, décimas, letrillas y otras composiciones donde se ve al poeta que sorprende el rasgo curioso, el chiste, la situación grotesca, o la costumbre divertida.

En general, el estilo de Lobo varía poco del de su época y se mueve entre lo más rebuscado de sus poemas serios y algo de mayor naturalidad en sus poemas ligeros. Admira a Góngora, «el Horacio cordobés», e insensiblemente se deja envolver por su estilo. En cierta ocasión exclama:


...«¿Qué es esto?
Yo llego a engongorizarme».


Pero cuando escribe poemas más ligeros rebaja su tono de retruécanos y metáforas para acercarse a una mayor sencillez,   -34-   que poetas más cultos criticaban. A estos respondía:


«Que escribo versos en prosa,
muchos amigos me dicen;
como si el ponerlo fácil
no fuera empeño difícil».



Torres Villarroel fue poeta, dramaturgo e importante prosista. Hombre culto y estrafalario, se convirtió, sin embargo, en personaje famoso por sus pronósticos y por su dedicación a la astrología y matemáticas. Grabado de Torres Villarroel. Biblioteca Nacional, Madrid

Con Torres Villarroel (1694-1770) -genial prosista, dramaturgo y poeta-, cerramos este periodo. No es la poesía justamente lo mejor de la producción de este hombre culto, estrafalario y famoso, pero no podemos olvidarla porque no es escasa y además está contagiada de su originalidad e ingenio, lo cual hace que sea uno de los mejores poetas de su época. Sus versos aparecen dispersos en toda su producción literaria, pero fundamentalmente están recogidos en dos colecciones (Ocios políticos en poesías de varios metros, Madrid, 1726; y Poesías, Madrid, 1761) y en los volúmenes VII, VIII y IX de sus Obras Completas (1794 -1799).

Es Villarroel un consumado sonetista. Tiene algunos sonetos amorosos, otros de reflexión ascética, pero los más son satíricos. Recuerdan a Quevedo en el estilo, temas y algún que otro verso recuperado. No oculta él esta deuda y en alguna de sus composiciones dialoga con su venerado maestro. La crítica ingeniosa vapulea cortesanos, ricos y nobles, mujeres coquetas, cornudos, médicos, letrados...

Coplas, seguidillas, romances, letrillas o pasmarotas descubren también su vena fácil y festiva, aunque muestran menor calidad estética. Nuevamente nos llevan al recuerdo de poemas similares de Quevedo y Góngora. Son versos espontáneos y naturales, a los que él no les da mayor importancia, y llama coplas, en las que nos presenta asuntos ligeros o satíricos como en los sonetos.

En Torres se confunden la vena barroca de influencia quevedesca y la popular, tan viva en estos inicios de siglo. Viene a ser así modelo y prototipo de los poetas y copleros que definen este periodo, que si no es rico en calidad y buen gusto, sí lo es en cantidad y popularismo. Decía el propio Torres en sus Sueños Morales:

«Eso de poetas grandes no es fruta de este siglo. En lo lírico se ha perdido ya la elegante cultura y hermosa locución de Góngora... En este miserable siglo, poetas grandes, doncellas honestas y jueces desinteresados son las paradojas del Fénix... De la divina poesía se perdieron los moldes»...







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La renovación poética: Rococó y Neoclasicismo


Reacción contra la estética barroquista

En medio de la degeneración poética del primer tercio de siglo van surgiendo voces aisladas que denuncian la poesía vulgar y los excesos barroquistas. Esta crítica se centra fundamentalmente en la figura de Góngora, a quien se cree culpable de tal corrupción. En la década de los veinte G. Mayans (1699-1781) había lanzado los primeros ataques, que se harán más insistentes con la aparición de la prensa periódica interesada por las letras.

Hemos de destacar, en este sentido, los intentos de renovación literaria y poética en la obra crítica del P. Feijoo (1676-1764), que se inician con su primer tomo del Theatro critico (1726). En volúmenes sucesivos y en sus Cartas eruditas y curiosas (1741-1760) hay toda una estética literaria y una normativa moderada de renovación. Intenta   -35-   recuperar el «buen gusto», que irá, en el futuro, ligado al clasicismo. Su poesía, sin embargo, practica el conceptismo, aunque no la chabacanería. Sus ideas provocaron múltiples discusiones de las que se hicieron eco los periódicos de la época, en particular el Diario de los literatos (1737-1742), que tanto contribuyó a la extensión de la nueva estética.


Como poeta, Torres se encuentra en la línea de Quevedo a quien admiró profundamente. Como él, practica la sátira en la que observa la realidad con visión crítica y agresiva de cortesanos, ricos y nobles, cornudos, letrados, médicos. La mujer coqueta, sobre todo la madura que quiere ocultar las arrugas de su cara con afeites, es el principal blanco de sus versos. Goya: Capricho 55, «Hasta la muerte», Museo del Prado, Madrid


Este dibujo de Goya resume, junto con las palabras de Torres, la poesía de la primera mitad del siglo: «En este miserable siglo, poetas grandes, doncellas honestas y jueces desinteresados son las paradojas del Fénix». Museo del Prado, Madrid


La «Poética» de Luzán sirvió de base a las nuevas corrientes literarias de signo más clasicista. Significó un albadonazo en las conciencias de los poetas sin normas, que fue escuchado por quienes habían apreciado la decadencia poética del país. Portada de la «Poética» de Luzán, Zaragoza, 1737

El mismo año que aparecía el susodicho periódico, el aragonés Ignacio de Luzán (1702-1754) publicaba en Zaragoza la primera edición de su Poética (1737), obra que estaba destinada a ejercer una influencia primordial en el cambio del gusto, pero que en un principio quizá no tuviese demasiada difusión.

La Poética intenta actualizar las reglas clásicas de Aristóteles y Horacio, aunque filtradas por estéticas españolas, italianas y francesas (Vid. Russell P. Sebold, «Análisis estadístico de las ideas poéticas de Luzán: sus orígenes y su naturaleza», en El rapto de la mente, pp. 57-97). En ella se define el buen gusto poético, que se basa en la imitación, la naturalidad (uso comedido del ornato) y función utilitaria. Leemos:

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«Poesía es imitación de la naturaleza en lo universal o en lo particular, hecha con versos, para utilidad o para deleite de los hombres o para uno y otro juntamente».


La belleza poética está en «la luz y resplandor de la verdad» y se manifiesta en la brevedad, claridad, evidencia, energía, novedad, honestidad, utilidad, magnificencia, proporción, disposición, verosimilitud. La naturalidad es indispensable, así como no acumular las imágenes poéticas. Este principio fundamental le obliga a revisar críticamente a nuestros escritores del Barroco y a sus seguidores dieciochescos. Ataca la afectación de Góngora y los gongorinos:

«Góngora, dotado de ingenio y de fantasía muy viva pero desarreglada y ambicioso de gloria, pretendió conseguirla con la novedad de estilo que en todas sus obras (excepto los romances y alguna que otra composición que no sé como se preservaron de la afectación de las otras) es sumamente hinchado, hueco y lleno de metáforas extravagantes, de equívocos, de antítesis y de una locución a mi parecer del todo nueva y extraña para nuestro idioma».


Sin embargo, aplaude a Garcilaso («príncipe de la lírica española»), a Gutierre de Cetina («padre de las musas españolas»), Luis de Ulloa, los Argensola, Fray Luis de León, Luis Barahona de Soto... La segunda edición, póstuma, de la Poética (1789), que corrió a cargo del ilustre Llaguno y Amírola, muestra posiciones de más intransigente clasicismo, seguramente fruto de la evolución de su pensamiento.

Ignacio de Luzán quiso hacer prácticas sus teorías en sus propios versos: inicia así una poesía de tono clasicista, quizá excesivamente rígida y sin inventiva, que contrasta con la producción del periodo que le correspondió vivir, pero que está acorde con su formación italiana.

Una de las más demoledoras censuras contra la poesía vulgar y conceptista apareció en 1742 en el Diario de los literatos. Su texto, titulado Sátira contra los malos escritores de este siglo, aparecía firmado por Jorge Pitillas, pseudónimo de José Gerardo de Hervás. La crítica, plagada de citas clásicas y de referencias más o menos concretas a personajes y ediciones de la época, sigue de cerca el Discours sur la satire de Boileau.


La nueva estética clasicista revaloriza a nuestros poetas renacentistas principalmente a Garcilaso, a quien Luzán llama «príncipe de la lírica española». Castillo de Batres (Madrid), que perteneció a Garcilaso de la Vega

El panorama poético que se perfila en los años que corren hacia la mitad de siglo   -37-   resulta por demás confuso y polémico. Esta complejidad no es fruto solamente de tensiones literarias, sino que cabe adivinar bajo las inocentes polémicas una oposición política entre los conservadores, defensores de la tradición nacional, y los innovadores-clasicistas, aliados a la nueva política de origen francés. Así, por un lado, se sigue la tradición de la poesía popular, incluso de los pliegos de cordel; perviven poetas copleros tan conocidos como Benegasi, Lobo o Fray Juan de la Concepción. Intentando elevarse sobre este panorama, pero dentro de la tradición barroca, volviendo a un neo-gongorismo militante, aparecen los componentes de la Academia del Trípode (1738-1748).


El Barroco, tan ligado a la ciudad de Granada, se renueva en el siglo XVIII con sentido culto, gracias a la acción de los poetas de la Academia del Trípode, que cultivan un neogongorismo que pretende elevarse sobre la chabacanería poética del ambiente. Sacristía, de estilo barroco, de la Cartuja de Granada

Forman esta academia un grupo de poetas granadinos: Urbano de Castilla, Nicolás Heredia Barnuevo, Alonso Dalda, Pedro Veluti, José Antonio Porcel y Alonso Verdugo de Castilla. Esencialmente pretenden una renovación sin perder el espíritu de Góngora, dando además a la poesía la dimensión culta perdida. Es una reforma dentro de la tradición. Nace así un neo-culteranismo que halla sus mejores temas en los poemas narrativos de carácter heroico o trágico. Desprecian la poesía popular, burlesca e ingeniosa.

«Se intenta reaccionar contra ella, dice Francisco Aguilar, escribiendo una poesía culta, aristocrática, mitológica y sublime que mira más al pasado que al futuro, sin originalidad renovadora».


(Poesía y teatro..., p. 10)                


Sin embargo, Joaquín Arce cree en su valor innovador:

«representan, dice, el final de una escuela, o mejor de un gusto y de una tendencia literaria que se resuelve en la interpretación rococó de la gran litera ura barroca».


(«La poesía en el siglo XVIII», p. 368)                


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«Retrato de Alonso Verdugo de Castilla, Conde de Torrepalma», por Ginés de Aguirre (1768). Real Academia de la Historia, Madrid

No veo tan claramente la solución rococó a la que se refiere el profesor Arce, quizá absorbido por la personalidad de Porcel, poeta de larga vida, y poroso a influencias de estilos posteriores, pero gongorino convencido en esta época.

Alonso Vergudo de Castilla, Conde de Torrepalma (1706-1767) fue el mentor de la Academia del Trípode en su casa granadina. Poeta conocido en ambientes culturales, no dejó publicados sus versos. Póstumo apareció su poema mitológico Deucalión (1770) en el Parnaso Español de Sedano, algunos otros versos fueron editados por Marqués de Valmar (1854).

Gustaba el Conde de Torrepalma de los temas elevados que se prestaban a un mayor lucimiento en la decoración mitológica, en la complicación sintáctica, y en las licencias poéticas. El Deucalión, basado en el primer libro de las Metamorfosis de Ovidio, emplea los recursos del lenguaje gongorino. Lo mismo se observa en el poema en octavas «El juicio final», composición atribuida a Porcel por algunos críticos.

Tiene todavía Verdugo otros poemas de tono elegíaco y reflexivo que pertenecen a su época de madurez, y en los que tampoco están ausentes las alusiones mitológicas de tipo culterano; entre ellos destaca el titulado «Las ruinas. Pensamientos tristes».


Mediado el siglo XVIII se pusieron de moda las reuniones sociales culturales en los salones de la nobleza siguiendo usos franceses. Tuvieron importancia literaria porque fueron promotores de las nuevas tendencias artísticas. La Academia del Buen Gusto puede ser un ejemplo del interés de estos actos. «Una reunión en casa de Mme. Geoffrin en 1755», por Lemonnier. Museo de Bellas Artes de Rouen (Francia)

José Antonio Porcel (1715-1794) es, en opinión de Glendinning, el epígono más original de Góngora. Tuvo especial predilección por los temas mitológicos, entre los que podemos recordar «Fábula de Alfeo y Aretusa», «Acteón y Diana», burlesca, y sobre todo, El Adonis, quizá el mejor poema barroco del siglo. Este largo poema subtitulado «Églogas venatorias», está dividido   -39-   en cuatro partes en las que se cuenta la leyenda de Venus y Adonis. Completan el relato escenas de caza y otras historias mitológicas de amor trágico, que recuerdan similares asuntos de Garcilaso. Ovidio, como casi siempre, es la fuente de los temas (Metamorfosis, L. VII y X). Rezuma El Adonis una cierta sensualidad y paganismo de raigambre clásica, que apenas pueden ocultar algunas discretas lecciones morales. Se emplea un estilo culto y elevado, que justifica el propio autor en la introducción Al lector benévolo, previniendo a los que encuentren en él la naturalidad de la égloga pastoril:

«pero siendo égloga venatoria, y los que hablan cazadores, que pueden ser, no meramente hombres de campo, sino aún reyes, príncipes y otras personas instruidas, no es impropia la erudición y frase elevada».


Escribió Porcel otros poemas de estilo más purificado, seguramente de su época de la Academia del Buen Gusto. Recuerdos de Garcilaso en algunos sonetos. Y algunos poemillas de gusto rococó entre los que podemos recordar su «Epitafio a una perrita llamada Armelinda». Insiste J. Arce, en este sentido, en el interés de Porcel por la miniatura íntima, lo pequeño, que se manifiesta a nivel lingüístico en el uso de diminutivos o los adjetivos de significado empequeñecedor.


La clásica historia mitológica de Venus y Adonis es revivida por José Antonio Porcel en su poema «El Adonis», que pasa por ser la mejor composición barroca del siglo XVIII. «Venus y Adonis», por Ticiano. Museo del Prado, Madrid

El Conde de Torrepalma y Porcel fueron también contertulios de la Academia del Buen Gusto (1749-1751), en la capital de España. El celo protector de la Marquesa de Sarria reunió, siguiendo la moda de los salones franceses, a conocidos miembros de la nobleza con aficiones literarias: el Conde de Saldueña, el Marqués de la Olmeda, el Marqués de Valdeflores, los Duques   -40-   de Béjar y Medinasidonia; damas tan reputadas como la Duquesa de Arcos, Marquesa de Estepa, Condesa de Ablites... Más tarde se unió a ellos la intelectualidad literaria madrileña: Luzán, Blas Antonio de Nasarre y José Velázquez. Y después los poetas José Villarroel y los citados Torrepalma y Porcel. Ejercía de secretario el clasicista Agustín G. Montiano y Luyando, en cuya casa continuó la tertulia una vez desaparecida la Academia, aunque con la ausencia de la nobleza. Los intentos de innovación poética, que desde la publicación de la Poética de Luzán van buscando la voz del clasicismo, son ya más que una realidad. La poesía ha sufrido una purificación en sus excrecencias barrocas y camina ahora por vías clasicistas. En este ambiente resulta extraña la presencia en la Academia de José Villarroel, coplero menor, y la de los confesos gongorinos Porcel y Torrepalma, a quien, no sin razón, los contertulios innovadores pusieron el sobrenombre de El Difícil.


Por los años 50 Montiano y Luyando, conocida figura política, fue el gran difusor de las ideas clasicistas tanto en la Academia del Buen Gusto, donde ejerció como secretario, como en las reuniones privadas de escritores que durante mucho tiempo se realizaron en su casa. Grabado de Agustín Montiano y Luyando. Biblioteca Nacional, Madrid


Litografía del Madrid dieciochesco: Fuente de la Cibeles y puerta de Alcalá. Museo Municipal, Madrid

La vía del clasicismo acaba por afianzarse en las décadas 50-60. Aumentan los que atacan sin piedad la tradición barroca, la más antigua y la reciente. La Academia de la Lengua, por otra parte, aparece implicada ya en cuestiones estéticas y ha tomado claro partido por la reforma, ya que bastantes de sus miembros son hombres cultos, conocedores de los clásicos y modernos, e incluso participan en las tertulias   -41-   donde se siguen las ideas más novedosas. Promocionará, además, concursos literarios dentro de los temas neoclásicos y sus gustos estéticos.

Igualmente hay que reseñar cómo por estas fechas vuelven a reeditarse los autores clásicos españoles que pudieron servir de modelo a las nuevas generaciones y restaurar el buen gusto. Son fundamentalmente los escritores de nuestro Renacimiento: Francisco de la Torre (1753), Fray Luis de León (1761, 1785, 1791), Garcilaso (1765), Villegas (1774), Ercilla (1776), Argensola (1786)... nada sospechosos de impureza lingüística y estilística. Sólo parcialmente son recuperados algunos escritores barrocos.

De la misma manera se acuden a las fuentes más puras del clasicismo, los autores griegos y latinos. Se hacen comentarios, ediciones y traducciones de Anacreonte, Marcial, Virgilio, Horacio... Clásicos antiguos y clásicos españoles renacentistas seguirán reeditándose a lo largo del siglo y ejerciendo su benéfico influjo.

Todo ello se completa con el recuerdo de algunos autores europeos modernos también de marcado carácter clasicista.

Por si la Poética de Luzán había quedado lejana y no fueran efectivas sus lecciones, aparecen nuevos libros y artículos sobre estética que recuerdan las normas del estilo y buen gusto. Gregorio Mayans y Síscar publica su Rhetorica (Valencia, 1757, 1787); se reedita la Poética de Horacio (en 1768, trad. de Pedro Bés y Labet; 1777, 1787 la trad. de Tomás de Iriarte, etc.); Boileau, Batteux...

Podemos decir que se vive una resurrección de lo clásico, en las teorías y en la práctica, que justifica el apelativo de Neoclasicismo.

La aceptación total de la nueva estética puede comprobarse en la famosa tertulia de la Fonda de San Sebastián, hacia 1767. Es esta una tertulia, entre bohemia y culta, en la que sólo se permitía hablar de «teatro, de toros, de amores y de versos». Reuníanse en ella lo más granado de la literatura madrileña del momento. Junto al fundador, Nicolás Fernández de Moratín, relacionado con intelectuales extranjeros, encontramos a Ignacio López de Ayala, José María Vaca de Guzmán, Tomás de Iriarte, Vicente de los Ríos, el P. Estala, Juan José López Sedano, José Cadalso y los italianos Ignacio Bernascone, Mariano Pizzi, Juan Bautista Conti y P. Napoli Signorelli.

La importancia de la tertulia fue grande, tanto por la clarificación de sus miembros en las discusiones, como por la difusión exterior de sus ideas por medio de folletos y artículos. El clasicismo de Luzán se vio apoyado con estudios de la Poética de Boileau y otras retóricas italianas y francesas. Se hicieron lecturas de escritores extranjeros: Rousseau y poetas italianos principalmente. Y los propios miembros leyeron allí muchos de sus versos, y otras obras (Cadalso las Cartas Marruecas y López de Ayala su Numancia destruida).

Uno de los contertulios, López de Sedano, comenzó a publicar por entonces una antología de la poesía española, bajo el nombre de Parnaso Español (Madrid, Sancha, 1768-78, 9 vols.), desde la perspectiva de la nueva estética. Ya antes había publicado su Belianís literario (1765) en defensa de la «bella literatura», el «buen gusto» y la «reformación». Sin embargo, la labor del antólogo no es aceptada totalmente por todos los tertulianos; Fernández de Moratín y López de Ayala escriben unas Reflexiones críticas dirigidas al colector de El Parnaso. Esto nos permite comprender cómo, en la época, el clasicismo se entendía de distintas maneras. El mismo López de Sedano, según iba publicando sus volúmenes, empleaba un criterio más riguroso en la selección, valorando, sobre todo, la sencillez en el ornato poético.




Rococó y Neoclasicismo

De la renovación estética, que desde la Poética de Luzán va afianzándose en el mundo literario español, surgen dos estilos: Rococó y Neoclasicismo. Ambos son movimientos clasicistas. Clásicos son, en general, sus temas, y sus autores se basan en los principios de las poéticas clásicas. El Rococó se hizo clásico por depuración de la estética barroca, por eso parece haber una cierta ligazón entre el barroquismo más refinado de época anterior y el nuevo estilo, caminando ahora por una mayor sencillez expresiva. Quizá, por eso, este estilo se materializó antes en el proceso de evolución de la poesía dieciochesca. Su marcado carácter cortesano lo ligó más directamente a la tradición anterior de poetas cultos. Pero, de todas formas, es impensable sin influencias europeas modernas.

El Neoclasicismo, por el contrario, nació como reacción intransigente con lo anterior; carece de la ligereza temática del Rococó y es cultivado con la intención de hacer de la poesía un objeto que vale por sí mismo, «bello», y sujeto a normas.

Tampoco debemos olvidar que estos movimientos responden no sólo a razones literarias, sino también ideológicas. Se imponía por entonces en España el racionalismo europeo. Y también la razón juega su baza poética: detener la imaginación desbordada, someterla a normas para producir

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Jardines del Palacio Real de Aranjuez

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la claridad y orden que permita la comprensión. Esto es simplemente el buen gusto.




Rococó

El Rococó significa una purificación formal, con simplificación expresiva, del periodo anterior. Al mismo tiempo, la poesía se carga de un sensualismo que viene a nuestros poetas de las filosofías europeas Condillac, Locke) y, también, de la sensación de bienestar unida a las nuevas conquistas científicas y sociales: el amor, la buena mesa y la vida cortesana. Es una manera de ser y de vivir que tiene su propia literatura. Esta no podría entenderse fuera de las intensas relaciones sociales, las reuniones, el chocolate y el cortejo, cierto relajo moral...

La poesía rococó es una poesía de salón, despreocupada y frívola, que tiene su expresión en la anacreóntica y en la versificación de temas intrascendentes. Ha sido Joaquín Arce quien ha definido con mayor precisión este estilo:

«Lexicalmente, la lengua utilizada está en íntima conexión con los elementos que determinan unas modas cortesanas, un refinamiento de modales y una preferencia por determinados objetos con valor meramente decorativo, aunque esencial en ese ambiente; métricamente se aspira a un ritmo bien marcado a base de versos cortos y estrofas breves y cerradas; gramaticalmente se busca una disposición paratáctica, casi lineal, sin interrupciones, con tendencia a formas exclamativas que expresan el arrobamiento del poeta; y, como indicio morfológico bien evidente, el diminutivo, increíblemente extendido hasta para lo que ya no necesitaría aminoramiento expresivo; frecuentes asimismo los epítetos, pero huyendo de las notas estridentes o de lo intensamente cromático para tender hacia los tonos suaves y nacarados. El paisaje suele concentrarse en escenas movidas y recortadas, con flores y pájaros inocentes, con evocadoras grutas a las que se junta la presencia del agua contorneada de espumas y siempre fluyente en forma de arroyuelos, de fuentes con estatuas, de surtidores. Y como temas dominantes, el amor y la belleza femenina, pero en su adecuado marco de fiestas, de rico vestuario, dominado por la coquetería y frivolidad. Frente a la virilidad intelectual que supondrán los ideales de la Ilustración, éste es un mundo afeminado, agraciado, con predominio de lo aparentemente ingenuo incluso en la utilización de la mitología reducida a meras dimensiones domésticas.

Toda la lengua de la poesía barroca en su aspecto lexical sigue en vigor en el posbarroquismo dieciochesco y en el Rococó. Lo que no se incorpora es la arquitectura del periodo, los retorcimientos hiperbáticos, las alusiones a una cultura desconocida. Es el mismo material, simplificado y aligerado pero estructurado de manera más clara y perceptiva».


(J. Arce, «Diversidad temática y lingüística en la lírica dieciochesca», pp. 35-36)                



El amor es el tema central de la poesía rococó, que se enmarca en fiestas galantes de salones o de jardines decorados con estatuas y surtidores. «Fiesta en el parque» por Watteau. Museo del Prado, Madrid

Fundamentalmente se expresa a través de la anacreóntica, lo cual significa una resurrección de Anacreonte, Villegas y Cetina, aunque a veces encontramos también contaminaciones de otros poetas ligeros (Catulo, Metastasio, Parny) o recursos de Garcilaso. Tiene, sin embargo, un nuevo tono que le da un aire de modernidad y originalidad. Se canta el amor y el vino, la alegría de los convites, las danzas y bailes, la amistad... Es una poesía elegante, culta y cándida. Cadalso (1741-1782) fue uno de sus principales cultivadores y en sus Ocios de mi juventud (1773) nos da excelentes ejemplos. Él llevó la moda al grupo salmantino en la época de estancia en la ciudad del Tormes. Meléndez Valdés (1754-1817) se convirtió en maestro consumado de la anacreóntica con sus cantos al amor, a la amada, con palabras delicadas y un intimismo superficial. Pero también la cultivaron Fray Diego T. González, Iglesias de la Casa, León Arroyal («su principal hermosura consiste en la viveza de los   -44-   pensamientos, la veracidad de la alocución y lo festivo de los argumentos, que casi siempre brindan con el deleyte, la alegría», Odas, Madrid, Ibarra, 1784, p. VIII) y casi todos los poetas, tanto que acabó por convertirse en una auténtica plaga. Dice Forner en la Introducción a las suyas:

«Es increíble lo que han delirado los copleros de Madrid con las furias de anacreontizar en estos años últimos».


El mismo tono poético tienen algunos poemillas ligeros convertidos en miniaturas o «bodegones humanos»: El abanico, El gabinete, El ricito, Los hoyitos... de Meléndez Valdés; o A la quemadura en el dedo de Filis de Diego T. González.

Habría que añadir una parte de la poesía festiva, mezcla de espíritu quevedesco y el rococó en las formas, de Iglesias de la Casa, Salas, Noroña... que tiene idéntico tono ligero y despreocupado. Poesía convertida en juego y diversión.

Los poemas rococó utilizan, preferentemente, composiciones como la letrilla, el romance o la silva.


La poesía amorosa fue tema central de la poesía neoclásica que recuperó los tópicos garcilasianos, aunque dejando también en ella la huella de los nuevos modos de vida y de moral que provocaron una reinterpretación del viejo tema. «Diana y Endimión», cerámica del Buen Retiro (hacia 1765). Museo Arqueológico, Madrid




Poesía Neoclásica

Pero más interés que el Rococó tuvo el redescubrimiento de lo clásico, que se asimila en una visión propia y original creando el Neoclasicismo.

Este estilo, desde el punto de vista de la forma, significa moderación y armonía. El poeta domina su imaginación y somete el texto a la regularidad, lo cual implica mitigar el ornato poético. El poeta no rechaza la metáfora, el retruécano, el hipérbaton ni la alusión mitológica, pero sabe que estos elementos hay que utilizarlos sin excesos y tienen que ser clarificadores, naturales. Busca a través de esta naturalidad, en imitación de la naturaleza, la sencillez y armonía expresiva. Evidentemente, esto, ante los desmanes barrocos, es prosaísmo. Quizá el intento de purificación poética obliga al poeta a un cierto alejamiento espiritual respecto al texto, produciendo una sensación de frialdad.

Es además una poesía sujeta a normas que busca siempre la adecuación natural y preceptiva entre lenguaje y contenido, métrica y temas, dando a cada composición un tono conveniente. En este sentido esta producción no puede ser particularmente innovadora.

En cuanto a los conceptos, se rehuyen las intrascendencias y chabacanerías. Entre amigos, y como producción privada, es posible encontrar poemas menores obscenos o sobre asuntos desagradables.

Vuelven a repetirse, como temas centrales, los grandes motivos del Renacimiento, aunque se ven aspectos novedosos que nos hablan de ideas, moral y modos de vivir distintos. En líneas generales podemos encontrar:

a) Poesía mitológica: el sentido paganizante que de manera progresiva fue adquiriendo la sociedad dieciochesca permite a nuestros poetas acercarse a la mitología sin trabas religiosas. Por otra parte, después de la depreciación de los temas mitológicos en el declive barroco, había vuelto a resurgir con el neogongorismo de la Academia del Trípode. Estamos, pues, en una tradición que no acabó de perderse. Esta moda concuerda con el gusto por el ornato mitológico en fuentes, casas y jardines. Muchos poemas, además, sin ser mitológicos, están adornados con la antigua presencia paganizante de dioses y diosas. Esto provocó en la sociedad de la época encontradas posturas sobre el uso de la mitología: los más tradicionalistas arremetieron contra ella y su paganismo, pero siguió utilizándose de manera habitual, o bien, a veces, con el corrector de la moralidad.

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La poesía neoclásica siguió cultivando los temas mitológicos en largos poemas de marcado carácter clasicista. «La educación de Amor por Mercurio y Venus», por Van Loo. Academia de Bellas Artes de S. Fernando, Madrid

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«Diana y Acteón», copia de Mazo del Tiziano. Museo del Prado. Madrid

Desde el Endimión de García de la Huerta (1734-1787) hasta Terpsícore de Juan Bautista Arriaza (1770-1837), hallamos una tradición ininterrumpida (Vid. José M.ª de Cossío, Fábulas mitológicas en España, Madrid, España-Calpe, 1952).

b) Poesía amorosa: la mayor parte de la producción sobre el amor quedó como manifestación poética juvenil unida a las anacreónticas. Sin embargo, entre la poesía amorosa entresacamos para este apartado todos aquellos poemas, esencialmente sonetos, que hunden sus raíces en la tradición Petrarca-Garcilaso. Podemos encontrar excelentes ejemplos en la poesía de Iriarte, Jovellanos, García de la Huerta y, sobre todo, en Meléndez Valdés. Estos sonetos tienen, en general, una frescura de la que carecen otras composiciones del mismo tema. Incluso la artificiosidad rococó aparece sustituida por una mayor armonía de tono renacentista: hasta se da cabida a cierto ornato poético, sobre todo la metáfora, sin que por eso nunca sea desmedido. Como en Garcilaso, el tema amoroso puede usar el ropaje pastoril.


También renació la poesía épica, siguiendo la tradición de la épica culta renacentista. La Academia propició el desarrollo de esta literatura promoviendo dos concursos sobre temas de historia española: Las naves de Cortés destruidas y la rendición de Granada. Cuadro anónimo en cobre que representa la destrucción de las naves por Hernán Cortés, por Monleón. Museo Naval, Madrid

  -47-  

c) Poesía épica: al igual que en el Renacimiento, la poesía épica tuvo un amplio cultivo. En general, son poemas de tema español que corren parejos al interés histórico de la tragedia neoclásica. La misma Academia, portadora de los más puros ideales clasicistas, convocó en 1777 un concurso, cuyo tema fue Las naves de Cortés destruidas, a cuyo primer premio accedió J. M. Vaca de Guzmán y al segundo Nicolás Fernández de Moratín (fueron cuarenta y tres los poetas presentados). De nuevo en 1779 convoca otro concurso con el tema de La toma de Granada por los Reyes Católicos, que nuevamente volvió a ganar Vaca de Guzmán, seguido por Leandro Fernández de Moratín (1760-1828).

Cabe, además, señalar una gran cantidad de poemas de carácter histórico. No debe extrañarnos tal abundancia si pensamos en la afición de nuestro siglo XVIII por la historia. Incluso tendríamos que añadir que el tema histórico intenta caminar, según el gusto de la época, por unos cauces de mayor veracidad. Hoy no se puede sostener, sin error, que la literatura de carácter histórico nació en el Romanticismo. Fundamentalmente se usó para estos menesteres el romance, con tanto éxito cultivado. A tal efecto podríamos recordar algunos de Nicolás Fernández de Moratín, García de la Huerta, Vaca de Guzmán y de Montengón.


La poesía pastoril tuvo un gran desarrollo ligada al tema amoroso, y recogiendo igualmente la tradición renacentista. Sin embargo, los tristes amores en idílico ambiente rústico irán dando paso a una concepción de lo bucólico más ilustrada, valorando los elementos de la realidad y la problemática pastoril. «Pastor con ganado», de Philip Peter Roos. Museo del Prado, Madrid

d) Poesía bucólica: la poesía pastoril tuvo un gran desarrollo. Sabido es que la mayor parte de nuestros poetas estaban organizados en Arcadias poéticas y que su personalidad y la de sus amadas se disfrazaban bajo nombres pastoriles. Se vuelven a repetir, en mero juego literario, la afición por la vida campestre. Unas veces el tema está ligado más a la tradición rococó y entonces se desarrolla en bailes pastoriles y juegos al aire libre. Pero también podemos observar cómo lo pastoril se carga del pensamiento ilustrado. Entonces se menosprecia realmente a la ciudad y se alaba la vida primitiva y virtuosa de campesinos y pastores, o se busca en la naturaleza un refugio de las penas. En el tratamiento de lo pastoril se deben diferenciar, pues, muchos matices, que irían desde lo más intrascendente a lo más ilustrado o ideológico del periodo siguiente.

La bucólica dieciochesca toma esencialmente dos direcciones representadas en la égloga y el idilio. Es la valoración de los modelos clásicos (Virgilio-Garcilaso) y los modelos modernos (Gessner).

La égloga significa la resurrección de las raíces clásicas y renacentistas. Gran parte de los poetas neoclásicos escribieron églogas.   -48-   En 1779 convocó la Real Academia un concurso de poesía bajo el lema de Elogio de la vida campestre. A él concurrieron muchos poetas y el primer premio fue para Meléndez Valdés con su égloga Batilo, quedando en segundo lugar Iriarte con La felicidad de la vida del campo. No le sentó bien al poeta canario la decisión académica y la envidia le llevó a escribir su polémico folleto Reflexiones sobre la égloga intitulada Batilo, donde, amén de un minucioso análisis estilístico de la égloga de Meléndez, inutilizado en su mayor parte por su animadversación, hay una disquisición teórica sobre la égloga. Destaca sobre todo porque él tiene una visión más ilustrada respecto al hecho pastoril. En Meléndez se sigue así la visión tradicional de la pastoral clásica, aunque adobada en algunos momentos con ideas que nos hablan de un nuevo espíritu. Pero tiene razón Iriarte al afirmar que Batilo no es en modo alguno la suma del espíritu ilustrado: sobra la ficción pastoril y faltan los aldeanos racionales y reales en su verdadero contexto. Son dos maneras de concebir la poesía frente a frente; y es curioso anotar que el Meléndez que supo mostrar sus ideas ilustradas al hablar de aradores, segadores o vendimiadores, no pudo nunca desprenderse de la hojarasca pastoril. Contestó al canario el antiguo contertulio de Salamanca Forner con su Cotejo de las Églogas, quien, después de expresar su teoría de la literatura, se pone de parte de Meléndez:

«Pastores, gente sencilla, zagales simples y apasionados requiere sencillez de su estado. Discursos puros, y naturales que dejan el sabor de la rusticidad y el olor de la simplicidad de los que pronuncian, atribuye a las personas de la égloga el que traslada a sus versos la verdad de la Naturaleza».


(J. P. Forner, Cotejo de las Églogas, ed. de F. Lázaro, Salamanca, 1951, p. 32)                


Con estas apreciaciones hemos entrado en el mundo de la Ilustración.

La égloga vuelve a rescatar el viejo tópico tradicional: oposición hombre de campo-virtud / ciudadano-vicios. Mientras los habitantes de la ciudad son víctimas de sus gustos, y su moral se quebranta una y otra vez en el engaño, la envidia, la gula... o el odio; el hombre de campo vive su inocencia de la edad primitiva, la edad del siglo de oro que tanto añoraban los clásicos. Y este neoclasicismo eglóguico entra por los cauces de la poesía ilustrada y el viejo tópico se especifica en el mito del buen salvaje moderno: el indio americano. No es esto sino una revitalización clasicista promovida por las ideas rousseaunianas.

Otra versión distinta del espíritu pastoril se manifiesta en los idilios. La tradición clásica de Teócrito se había resucitado en la poesía del suizo Gessner. El idilio estuvo de moda en Europa mediado el siglo XVIII. A Gessner hay que unir las figuras de Fontenelle y Metastasio y quizá el análisis de la naturaleza de Thomson y Saint Lambert. Sin embargo, el triunfo definitivo en España de esta tendencia será más tardío. En noviembre de 1794, encontramos en el Diario de Madrid un anónimo «Discurso sobre la poesía bucólica», donde leemos:

«Ninguno de los modernos ha comprendido tan bien como Gessner toda la extensión del género bucólico, sus poesías de este género son el más bello modelo que se puede presentar para la imitación. Allí se puede ver la gran variedad de asuntos, propios de la poesía pastoril, que hasta ahora no se había tocado; el estilo es el más propio: los sentimientos, las imágenes, todo es pastoril y todo encanta».


Aún podemos encontrar otros temas menores de alabanza de las artes, amistad... que tendrán un cumplido desarrollo en épocas posteriores.






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Poesía de la Ilustración


Neoclasicismo e Ilustración

Neoclasicismo e Ilustración son términos que se confunden con harta frecuencia. Se habla de Ilustración como una filosofía o sociología de la que el Neoclasicismo sería su expresión artística. Otros asimilan poesía neoclásica e ilustrada o llaman a***1 esta segunda racionalismo, sin determinar que este es una filosofía que subyace a toda manifestación literaria desde mediados de siglo.

En el contexto evolutivo de la nueva poesía dieciochesca, que estamos estudiando, es posible hacer alguna precisión clarificadora. La poesía ilustrada no es esencialmente un estilo nuevo, sino que nace y vive en los cauces estéticos del Neoclasicismo. Sin embargo, hay profundas modificaciones ideológicas que hacen que establezcamos entre ambas algunas diferenciaciones. Ahora la poesía se convierte en un compromiso con las ideas y con la sociedad, lo cual exige un cambio de temas y ciertas rectificaciones formales del estilo neoclásico. En este sentido podemos decir que existe un nuevo concepto de la poesía y del poeta.

Los límites de la lírica ilustrada son los propios límites de la Ilustración. A partir de los años 50 podemos observar la presencia   -49-   de algunos temas ilustrados, que se van acrecentando según transcurre el reinado de Carlos III. Pero es en la década de los 70 cuando comprobamos que esta poesía se va convirtiendo en mayoritaria.


«Inauguración del Jardín Botánico por Carlos III» por Paret y Alcázar. Museo Lázaro Galdiano, Madrid. Es una hermosa estampa de la época, en la que la vistosidad cortesana se une a la preocupación ilustrada por las ciencias y la naturaleza

Las tendencias gongorinas no tienen prácticamente cultivo en el último tercio de siglo. Y Góngora y su escuela siguen siendo científicamente atacados en historias de la poesía, poéticas y demás estudios. Sí persiste, en parte, el estilo conceptuoso en la poesía vulgar, al margen de las modas e ideas reinantes, e incluso los pliegos de cordel, contra los que escribió Meléndez Valdés su Discurso sobre la necesidad de prohibir la impresión y venta de jácaras y romances vulgares por dañosos a las costumbres públicas y de sustituir las otras canciones verdaderamente nacionales, que unan la enseñanza y el recreo. Leyendo este texto nos hacemos idea de sus temas y formas en la época de Meléndez:

«Reliquias vergonzosas de nuestra antigua germanía, y abortos más bien que producciones de la necesidad famélica y la más crasa ignorancia o, a veces, de otros tales como los héroes que celebran, nada presentan al buen gusto ni a la sana razón que los deba indultar de la proscripción que solicito. Son sus temas comunes guapezas y vidas mal forjadas de forajidos y ladrones con escandalosa resistencia a la justicia y sus ministros, violencias y raptos de doncellas, crueles asesinatos, desacatos de templos, y otras tales maldades que aunque contadas groseramente y sin entusiasmo y aliño, creídas cual suelen serlo del ignorante vulgo, encienden las imaginaciones débiles para quererlo imitar, y ha llevado al suplicio a muchos infelices. O son historias groseras de milagros supuestos y vanas devociones, condenados y almas aparecidas,   -50-   que dañando la razón desde la misma infancia con falsas o injuriosas ideas de lo más santo de la religión y sus misterios, de sus piadosas prácticas y la verdadera piedad, hacen el resto de la vida supersticiosa y crédula. O presentara en fin narraciones y cuentos indecentes, que ofenden a una el recato y la decencia pública, corrompen el espíritu y el corazón y dejan sin sentirlo en uno y otro impresiones indelebles, cuyos funestos resultados ni se previenen al principio, ni acaso en lo futuro, es dado el reparar aún a la atención más cuidadosa».


(J. Meléndez Valdés, Discursos forenses, Madrid, Imp. Nacional, 1821, pp.170-171)                


Y siguen, de manera particular, temas y formas de la poesía rococó y neoclásica, sin adquirir evidentemente la importancia de su época de hegemonía. No pocas veces sus géneros se convierten en vehículo de las nuevas ideas. Más adelantado el siglo advertiremos también la aparición de otra poesía que denota una sensibilidad distinta, de tonos tristones y vocabulario no usual, que presagia nuevos cambios. El último tercio de siglo presenta un panorama complejo en el que se entrecruzan corrientes poéticas varias entre las que predomina la poesía ilustrada que define el gusto de este momento.

La presencia de la poesía ilustrada corre pareja al desarrollo de las ideas que la alimentan. Pero en su evolución hay que recordar algunos hitos importantes. Todavía en la década de los 60 se recuerda la labor del reformista y viajero Olavide, quien en su mansión de Madrid reunió a las personas más inquietas de la aristocracia y las letras. En su lujosa casa, de gusto francés, se celebraron tertulias poéticas, y en su teatro se representaron comedias y dramas de autores galos que él mismo había traducido.

Esta actividad la continuó, después, en el palacio que se hizo construir en La Carolina durante la colonización de Sierra Morena. Y, siendo ya Intendente del gobierno en Andalucía, reunía en el Alcázar de Sevilla a la intelectualidad de la ciudad, convirtiendo la tertulia en foco de divulgación de ideas ilustradas, que encontraron con frecuencia reflejo en las letras. En este ambiente vivieron los poetas Cándido María Trigueros y Jovellanos, que serán los principales difusores de la poesía ilustrada. Sintomática es, en este sentido, la respuesta de Jovellanos a una carta de Trigueros en la que le comunicaba su intención de escribir un poema sobre España:

«Haga usted, le contesta, cosas más útiles, unas memorias agrícolas, comerciales o artísticas de Sevilla, por ejemplo».


En otra ocasión comentaba Trigueros a Jovellanos la poesía de sus comunes amigos de Salamanca:

«Yo creo que es lástima que tales ingenios no piensen en lo grande, en lo sublime, en lo útil... Mientras la Filosofía se emplea en descubrir verdades, ejercítese la Poesía en hacerlas agradables, en fijarlas en nuestra memoria... No todo ha de ser amor; hay cosas más dignas de un buen poeta. Homero, Virgilio, Pope, Milton, Thomson, Voltaire y Klopstok son mayores poetas que Ancreonte, Propercio, Garcilaso, y Villegas, aunque no sean tan dulces».


(cit. por F. Aguilar en Poesía y teatro del siglo XVIII, páginas 30-31)                


El cambio de temas y la preferencia de nuevos modelos nos hablan bien a las claras de que el mundo de la poesía busca nuevos cauces. Confirman tales ideas la conocida Epístola I (1776) que Jovellanos dirige a sus amigos salmantinos instándoles al cambio:


¿Siempre, siempre
dará el amor materia a nuestros cantos?
Cuántas dignas obras, ¡ay!, privamos
a la futura edad, por una dulce,
pasajera ilusión, por una gloria
frágil y deleznable, que nos roba
de otra gloria inmortal el alto premio.


Y sigue recomendando nuevos temas: a Diego T. González, Delio, la filosofía moral; Meléndez, Batilo, la épica; Fernández Rojas, Liseno, el teatro. De ellos el que mejor aprendió la lección fue Meléndez que, arrebatando su misión a Fray Diego T. González, practicará sin desmayo la poesía civil, según las indicaciones que marcara Jovellanos:


Y canta las virtudes inocentes
que hacen al hombre justo y le conducen
a eterna bienandanza. Canta luego
los estragos del vicio y con urgente
voz descubre a los míseros mortales
su apariencia engañosa, y el veneno
que esconde y los desvía dulcemente
del buen sendero y lleva al precipicio.
Después, con grave estilo, ensalza al cielo
la santa religión de allá abajada,
y canta su alto origen, sus eternos
fundamentos...





Poeta y poesía ilustrada

La literatura, y la poesía en particular, se convierte en un arma de difusión de las ideas ilustradas. La estética está en razón directa de la claridad de pensamiento y su comunicación: «La verdad es la mejor belleza», leemos en Samaniego. La nueva mentalidad ha provocado un cambio de sensibilidad que se manifiesta en:

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-El desarrollo de conceptos filosóficos (racionalistas), ideas políticas y sociales.

-Aparición de nuevos criterios morales, más laicos.

-Nueva valoración del escritor y su quehacer literario.

-Preocupación reformista que abarca a todos los campos, aliada a una fe grande en el progreso, en la capacidad de la razón.


La figura del ilustrado Olavide fue fundamental en el cambio hacia la poesía ilustrada, por su contagio ideológico en poetas como Trigueros y Jovellanos, iniciadores y defensores de esta lírica, con quienes convivió en Sevilla donde ejerció el cargo de Intendente de Andalucía. Plano de Sevilla, según G. Braun, Biblioteca Nacional, Madrid


Grabado de Pablo Olavide, colección privada, Madrid

Frente a la imaginación barroca, los ilustrados imponen la razón ordenadora y comunicativa. Buscan el buen gusto poético y procuran hallarlo en una sencillez expresiva que quiere tener raíces clásicas y se expresa en nuevos temas. No hay, sin embargo, una igualdad interpretativa de lo racional, de la misma manera que este periodo se nos presenta cruzado de estilos varios. A la base está el clasicismo, como lo podemos confirmar con las nuevas poéticas que surgen por estas fechas: Esteban Arteaga, Investigaciones filosóficas sobre la Belleza ideal (1789), que defiende un eclecticismo clasicista, el mismo año en que se hacía la segunda edición de la Poética,   -52-   de Luzán; y, ya atravesado el quicio del siglo, la poética de Masdeu (1801), Sánchez Barbero (1805), Gómez Hermosilla (1826) y la de Martínez de la Rosa (1827), que cierra definitivamente el periodo clasicista cuando ya la sociedad española vive las vísperas del Romanticismo.


«Ascensión de un globo Montgolfier», por Carnicero. Museo del Prado, Madrid. La admiración del público mientras sube el globo define la admiración por la ciencia del hombre ilustrado. El poeta la convertirá en tema de sus versos

En la nueva estética el poeta ha dejado de ser el hombre que derrocha ingenio con sus versos. Estamos ahora ante el poeta educador, «de rapto nacional» (Vid. R. Sebold, Tomás de Iriarte, poeta de rapto nacional, Oviedo, 1961). Su orgullo creador se encuentra sometido a la capacidad de comunicación: hay que dominar artesanalmente la forma para conseguir el máximo de comunicación (Vid. Ricardo Molina, «El Poeta ilustrado», en Función social de la poesía, Madrid, Guadarrama, s.a., pp. 263-268).

En general, el poeta ilustrado desprecia la poesía como algo no concordante con su posición filosófica, política o social. La mayor parte habla de ella como cosa juvenil. La aceptarán en la medida en que la poesía se aúpe a su propia dignidad y se convierta en un sistema más de expresión de sus ideas, no de sus sentimientos. Sólo en época más tardía, Meléndez acabará por aceptar que el sentimiento también es humano, y, por lo tanto, puede convertirse en mensaje poético. Pero hay también poetas, con vocación de tales, que han hecho de la poesía su misión fundamental y ellos buscarán en el poetizar el placer de sentirse famosos y aplaudidos.

El desprecio por la poesía inútil, de temas gastados y triviales, corre parejo al interés por utilizarla en una misión educadora y doctrinal. El tono poético se rebaja y la poesía cae de la torre de marfil de la palabra bella. Esto permite descubrir «poesía» en objetos que nunca lo tuvieron. Del «utile dulci» horaciano el poeta de ahora preferencia a la utilidad. Por eso la poesía tiene una dimensión personal, pero sobre todo, una proyección social.

Se acusa a la poesía ilustrada de prosaísmo, lo cual según sus autores puede ser su principal virtud. Cuando se hace esta crítica, naturalmente, se ha perdido la perspectiva histórica. La razón impone la anulación de muchos elementos imaginativos. La metáfora es objeto de dura crítica, y reemplazada por su grado mínimo, la comparación. Falta de muchos de los elementos embellecedores, puede parecernos una poesía sin emoción, fría, carente de intuición lírica. Y no es que el poeta esté desprovisto de emoción, sino que la ha dominado y aquilatado para producir una poesía sencilla y clara. Esto no implica una despreocupación formal, sino una atención peculiar por determinados aspectos de la forma que suponen una purificación total del ornato poético. Si la poesía   -53-   es comunicación, hay que hacerla comunicativa.

En esta misma línea hay que hacer notar el interés por la métrica. Con demasiada precipitación se ha dicho que la poesía ilustrada es pobre en métrica. Y no es cierto. Podrá no ser particularmente novedosa, pero el poeta pone el número y la armonía entre sus principales preocupaciones al componer. Leemos en carta de Jovellanos a su amigo Ramón de Posada:

...«el juez de esta materia es el oído, y que éste decide siempre con justicia de la exactitud, de la belleza, de la armonía y del número de versos, y seguramente quien observe sus leyes habrá cumplido con las de la poesía».


(José M.ª Caso, La poética de Jovellanos, p. 156)                





Temas poéticos de la Ilustración

La poesía ilustrada tiene, pues, un cierto tono peculiar en su expresión dentro del clasicismo: desnudez poética, rigor expresivo, claridad de ideas y la presencia de un vocabulario peculiar con el que se comunican las nuevas conquistas e intenciones de la Ilustración. Pero lo que realmente hay de nuevo en esta poesía son los temas. Decía Meléndez definiendo la nueva poesía:

«Pintemos además con colores sencillos cuanto vivos, las delicias de la vida privada; celebremos las profesiones que ornan la sociedad, y la animan un tiempo y enriquecen; ofrezcamos con suelos a todos los estados y hagámosles palpables los bienes y dulzuras que tienen a la mano, y por inadvertencia desconocen; que así contribuiremos a que amando su clase y su destino, logren vivir en paz con sus deseos, sembrándoles de flores y consuelos el amargo camino de la vida».




Las «Poesías filosóficas» de Trigueros, publicadas bajo el pseudónimo de Juan Nepomuceno González de León (Sevilla, 1774) iniciaron un nuevo tema poético de amplio cultivo en la razonadora época ilustrada


Portada de «Investigaciones filosóficas sobre la belleza ideal», de Esteban de Arteaga (Madrid, 1789)

Sigue, después, con lo que deben ser motivos poéticos: niñez, educación, historia, artes, críticas de vicios...

Intentando sistematizar los temas habituales de la poesía ilustrada, podríamos establecer los siguientes grupos:

a) Poesía filosófica: su iniciador fue el toledano Cándido María Trigueros (1736-1798), que publicó en 1774 su libro El poeta filósofo o Poesías filosóficas en verso pentámetro. En monótonos versos   -54-   nos habla sobre el hombre, la libertad y el libertinismo, tristeza... Se traslucen por doquier las ideas de Pope, a quien confiesa admiración. De Diego T. González (1732-1794) es el poema Las edades, cuyo plan aconsejó Jovellanos y que habla sobre el hombre y el mundo. En la misma escuela salmantina escribirán poemas similares Cadalso y Meléndez Valdés, que en sus Odas filosóficas y sagradas nos legará los mejores ejemplares (el hombre, el tiempo, el fanatismo, el mundo y los astros...). Igualmente la cultivó Jovellanos, y en particular se debe reseñar la obra de J. P. Forner, Discursos filosóficos sobre el hombre (Madrid, Imp. Real, 1787). El modelo fundamental de todos ellos fue Pope, aunque también podemos encontrar ideas de Rousseau, Voltaire...


Goya, Capricho 61, «Volaverunt». Uno de los manuscritos comenta: «Tres toreros levantan de cascos a la Duquesa de Alba que pierde al fin la chaveta por su veleidad». La Duquesa protectora de toreros, artistas y «otra gente de mal vivir» fue criticada por no acomodarse a su condición social

b) Poesía político-social: los poetas de la Ilustración encontraron en la poesía una herramienta fundamental para extender las ideas del despotismo ilustrado, al mismo tiempo que de arma de crítica de la sociedad. Se habla de protección a la agricultura, desarrollo de la cultura, de la educación, valoración del trabajo, la beneficiencia, la mendiguez... Y se hacen severas críticas contra las lacras sociales, particularmente contra la nobleza y su tradicional ocio, desprecio del trabajo, su mal educación... Recordamos las figuras de Montegón, Cadalso, Forner (Sátira contra los vicios de la Corte), y, sobre todo, las de Meléndez Valdés y Jovellanos.

No siempre los poetas se quedan en este sentido a un nivel de abstracción hablando del humanitarismo y el hombre, sino que con frecuencia usan la palabra con dureza en críticas que debieron producir un desasosiego social en la nobleza conservadora contraria a las luces.


«Inmaculada concepción», por J. B. Tiépolo. Museo del Prado, Madrid

c) Poesía religioso-moral: en un periodo particularmente laico como la Ilustración, por lo menos en la intelectualidad que propicia el cambio, no es fácil la existencia de una abundante poesía religiosa. Podemos encontrar algunos versos fervorosos en los clérigos del Parnaso, como Diego T. González o Iglesias de la Casa, y rara vez en otros escritores. Ejemplo especial es el poema de Leandro Fernández de Moratín A la Virgen Nuestra Señora (1795). A veces, en momentos más difíciles, los poetas se encierran en una intimidad que, partiendo de las cosas, muy filosóficamente (religión racional) asciende a los astros y su perfección de movimientos, que acaba por encontrarse con el Ser Supremo, inconmesurable, eterno,... precisiones que hicieron pensar a los críticos que algunos de nuestros escritores fueron   -55-   masones. No deja de ser un error: los ilustrados, en general, defienden una religión purificada, y accedieron a lo religioso, en lo posible, por la vía de la razón. Sus críticas a la Iglesia se centraron en su poder civil y en la Inquisición, como puede observarse en algunos poemas.

Por las mismas razones la moral se torna ciudadana, utilitaria. Se trata de principios pragmáticos para vivir en ciudades con ciudadanos mal educados, o es una moral que pretende regir el comportamiento ilustrado del hombre nuevo. Ejemplo claro son las Fábulas en verso castellano (1781) de F. M. Samaniego, que iniciaron un género de gran cultivo.


Portada de Tomás de Iriarte y tres grabados del interior, «La música», Madrid, 1779. Pertenece a la poesía didascálica, que es la que emplea el verso con intención de enseñar una ciencia. Fue afición frecuente en algunos poetas ilustrados, para quienes la misión educadora priva, esta vez, sobre el sentimiento poético

d) Poesía didascálica: la disposición en forma métrica para un mejor aprendizaje o   -56-   una presentación más galana de un tema, fue hábito común en el siglo XVIII. Cualquier materia podía acomodarse en largas y pesadas tiradas de versos para ser explicada al lector. La consecuencia fue la superficialidad en la exposición, y la falta de precisión por exigencias de ritmo y métrica. De Nicolás Fernández de Moratín recordamos La Diana o Arte de la caza (1765) y quizá haya que incluir su Arte de las Putas. Iriarte fue el otro gran poeta didascálico, no sólo por su traducción del Arte poética (1777) de Horacio en verso, sino también por su poema La música (1779) y sus famosas Fábulas literarias (1782), escritas a imitación de las de tema moral de su oponente Samaniego.

La utilización de la poesía para el aprendizaje es, pues, recurso habitual para temas muy varios: caza, música, literatura, poética, amor putanesco, historia, métrica...


Fuente de la Cibeles (1777-1792) constituida con proyecto de Ventura Rodríguez y esculturas de Roberto Michel y Francisco Gutiérrez. Es el símbolo, junto con la puerta de Alcalá, del Madrid ilustrado, con sus preocupaciones por el urbanismo tan marcadas, que cantaron sus poetas orgullosos de los progresos sociales

e) Poesía de circunstancias: representa una de las direcciones poéticas de más amplio cultivo. El orgullo ilustrado, la promoción de obras sociales y culturales, la vida cortesana, las relaciones internacionales, actos públicos... quedaron recogidos en poemas de tono elevado para la posteridad. Aquí podemos incluir títulos como el de N. Fernández de Moratín A los niños premiados por la Sociedad Económica de Madrid en la distribución de 1779, o toda la abundancia de elegías en torno la muerte de familiares (Meléndez Valdés, En la muerte de mi hermano Esteban...), reyes y gente de nobleza (N. F. de Moratín, A la muerte de Luis XVI, Sánchez Barbero, En la muerte de la Duquesa de Alba) personajes de las artes y las letras.

f) Poesía de crítica literaria: habiéndose tomado la literatura como uno de los caminos de corrección de la sociedad, era preciso purificar primero la expresión poética existente, para hacerla útil. Esto provocó ingentes polémicas en las que se enfrentan no sólo dos formas de entender la literatura, sino que por debajo corren dos maneras de entender y defender la sociedad: tradicionalistas e ilustrados. El verso fue con frecuencia el vehículo de expresión de estas contiendas. Pocos escritores quedaron al margen de esta literatura. Forner fue maestro consumado de la crítica literaria,

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La preocupación social llevó al poeta ilustrado a su interés por los temas patrióticos que hablan de la guerra, la paz y las leyes. «Alegoría a la villa de Madrid» por Goya. Ayuntamiento de Madrid

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quizá por ser el más polemista de todos. También destaca Iriarte. Recordemos que en 1782 la Real Academia propuso un concurso sobre el tema Sátira contra los vicios introducidos en la poesía castellana, que ganó Forner, seguido de Leandro Fernández de Moratín. Del escritor extremeño es también una Sátira contra la literatura chapucera de estos tiempos.

g) Poesía civil y patriótica: temas que tratan sobre la patria, sus leyes... El iniciador de este género debió ser Meléndez Valdés con sus dos Alarmas (1808), que es una llamada a los españoles todos para defender la patria. De 1810 es un Canto guerrero para los asturianos de Jovellanos, escrito en tono vibrante. Ambos dos crearon un estilo que se adentró en el siglo XIX. También cultivaron este tipo de poesía Quintana, Sánchez Barbero (El patriotismo, A la nueva Constitución)...


El mundo sexual y de la prostitución es retomado una y otra vez en los dibujos de Goya, respondiendo al mismo interés de los poetas ilustrados por semejantes temas. Capricho 31, «Ruega por ella», que representa a una prostituta preparándose para recibir a sus clientes. Le acompañan una criada que la peina y una celestina que le buscará clientela

e) Poesía realista: toda literatura burguesa, y la ilustrada lo es, ha estado unida a manifestaciones realistas. Pero el sentido de rectitud y seriedad de los ilustrados, marginaron este tipo de poesía de sus manifestaciones más o menos oficiales. Sin embargo, conviene, para completar el panorama, señalar dos corriente de poesía ligadas al realismo:

-Poesía erótica: tiene su justificación en la relajación social y en la ruptura ideas morales del hombre de la Ilustración. Una moral más laica no se opone al mundo del sexo. Contrasta además con la poesía oficialista del amor cortesano e idealizado con una llamada a la realidad. Sin embargo, no pasaron del manuscrito. Las raíces literarias están fundamentalmente en Quevedo y los eróticos europeos, en particular La Fontaine. Destacan las figuras de Nicolás Fernández de Moratín, Arte de las putas; Samaniego, El jardín de Venus; Meléndez Valdés, Los besos de Amor; Leandro Fernández de Moratín, Fábulas futrosóficas; y textos dispersos de Iriarte, Vargas Ponce, Sánchez Barbero, Marchena... La presentación del erotismo es de grado diverso: lo erótico-burlesco unido a la tradición popular del cuento en Samaniego, junto a la chabacanería de Iriarte y la delicadeza de fino erotismo en Meléndez Valdés.

-Poesía costumbrista: lo costumbrista pasó generalmente a través de la crítica social. Sin embargo, hay poemas que no pretenden sino presentarnos llanamente aspectos curiosos de la sociedad: el mundo taurino en Moratín padre, el pintoresquismo popular y abigarrado de los barrios en Gregorio de Salas (Observatorio rústico, 1772 y 1774; Nuevas poesías serias y jocosas, 1775), o la gente a la moda de Forner (Definición de una niña de moda, Definición de un petimetre...) presentada con cierta visión irónica.





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