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ArribaAbajoCapítulo IV

Organización política


El gobierno de Cortés y sus tenientes. La Primera Audiencia. La Segunda Audiencia.

     La nueva España nació independiente: Cortés ejercía una especie de gobierno absoluto, limitado por su posición misma y por su interesado deseo de entrar en contacto normal y definitivo con la Metrópoli; cuando este contacto se estableció y el rey sancionó su obra y legalizó sus títulos, siguió atribuyéndose el poder que creyó conveniente; era, en realidad, árbitro de la tierra; las primeras disposiciones legislativas, digámoslo así, que de Castilla le llegaron (las relativas a los repartimientos) fueron para él letra muerta, no las obedeció. Por desgrada, su espíritu aventurero se atravesaba a descomponer todos sus planes políticos; tenía notables facultades de hombre de gobierno, pero no podía dejar de ser un conquistador. Por eso apenas aquistado, que no pacificado, el imperio guerrero de los aztecas; apenas trazado y deficientemente organizado el núcleo (Tenochtitlán) de donde debía irradiar su programa de pacificación y administración (sobre lo cual tenía Cortés ideas muy prácticas, como sus cartas lo demuestran), puso en ejecución su marcha a las orillas del mar Caribe, en busca de nuevos imperios de fabulosa riqueza.

     Dejó en México a sus tenientes: dos de los cuatro oficiales reales que la Corte había mandado y un licenciado amigo suyo (los licenriados eran oráculos jurídicos) debían componer el triunvirato gobernador, que había de marchar en plena armonía con un Rodrigo de Paz, representante de los intereses de Cortés. A la noticia de los primeros disturbios, Cortés envió, con plenos poderes para determinado caso, a los otros dos oficiales que con él iban. Estos hombres de puño y de codicia brutal se propusieron hacerse dueños del campo: eran el recaudador de los tributos (el factor Salazar) y el inspector de ellos (el veedor Chirinos); los que habían quedado en México eran el tesorero Estrada, bastardo de Don Fernando el Católico, según decía, y el contador Albornoz.

     Desde la llegada de Salazar y su compañero se abrió en la ciudad, apenas formada, apenas desembarazada de escombros, apenas organizados sus barrios indios (con pequeñas iglesias y caserones en edificación todavía, donde se albergaban el Ayuntamiento, los frailes de la custodia de fray Martín de Valencia, y en el mejor dispuesto, los criados de Cortés), una era de disturbios que por poco da al traste con la obra de consolidación de la Conquista.

     Para luchar unos contra otros y para hacer del Ayuntamiento un instrumento de sus ambiciones desapoderadas, se valían de la autoridad de Cortés, en la que unos y otros fundaban sus sinrazones y desmanes; pero éste desapareció en las Hibueras, se hizo correr la noticia de su muerte, se celebraron sus solemnes exequias, se permitió a las mujeres de los soldados que con Cortés habían ido, tornar a casarse; y como el apoderado de Cortés, Rodrigo de Paz, rehusaba dejar al Salazar y al Chirinos, que con exclusión de todos ejercían una dictadura desatentada, incautarse de los bienes del conquistador, objeto de ardentísima codicia, porque se creían fabulosos, lo atacan en la casa misma de don Hernando, entrada a saco por los asaltantes, y lo reducen a prisión; como a Cuauhtémoc Cortés, así al dependiente de Cortés le aplican los españoles el tormento para que revelase el secreto en que guardaba el conquistador sus tesoros, y luego lo hicieron subir, sangrientamente mutilado, al cadalso.

     Muerto Paz, comenzaron el Factor y su cómplice a repartir los indios repartidos de antemano por Cortés; el despojo y la arbitrariedad eran su única regla de conducta, y se necesitó toda la energía del angélico custodio franciscano, y de sus frailes, para que no concluyese todo en una espantosa exterminación de indios o en la sublevación general de los conquistados. Cuando comenzó a conocerse la verdad y hubo noticia de Cortés, y llegó al fin un enviado suyo, sus amigos, bajo el amparo del convento franciscano, se concertaron, insurgieron a la población, derrocando a los tiranos y los pusieron en unas jaulas en la plaza principal. Los oficiales reales, desposeídos por Salazar, recobraron su autoridad, y siguieron las conspiraciones, las ejecuciones y las violencias hasta que Cortés volvió, en medio de un triunfo inmenso y saludado como un ángel de salvación.

     Asombrada la Corte al conocer lo que en la flamante colonia pasaba, llamó a Cortés a España y encargó el gobierno de la Nueva España a un tribunal análogo al que con tan buen suceso gobernaba la isla Española bajo la regencia del obispo Fuenleal; era lo indicado: se trataba de dirimir tantos conflictos como de la repartición de indios y la distribución de encomiendas habían surgido, de definir tantos derechos y de hacer justicia, con tanta energía, a los conquistados, a quienes los reyes se empeñaban en considerar como vasallos y no como siervos, que sólo un grupo de jueces íntegros, revestidos del pleno imperio sobre la fuerza pública, podía llevar a cabo el programa.

     Por desgracia su realización, encomendada a hombres de violencia y de rapacidad desmedidas, presididos por el feroz Nuño de Guzmán, y aconsejados por los famosos Salazar y Chirinos, se convirtió en una serie de vejaciones y atropellos sin nombre. Como antes Martín de Valencia, hoy el obispo Zumárraga, ya lo dijimos, se interpuso entre los déspotas y las víctimas, y no suavemente y con mansedumbre, sino acudiendo con vehementísimo celo a las armas de la Iglesia, a la excomunión y al entredicho y hasta a los levantamientos populares. Era que ya rebosaba la copa de iniquidad. Por fortuna volvió Cortés colmado de honores de España y resuelto a poner, y así lo hizo el nuevo Marqués (del Valle de Oaxaca), todo su enorme ascendiente al servicio del segundo tribunal enviado de España, bajo la presidencia del insigne Fuenleal. El gobierno de la segunda Audiencia calmó el celo de los frailes, refrenó el uso excesivo que de sus derechos pretendía hacer Cortés y reparó los daños causados en los ominosos años que acababan de transcurrir en la oprimida familia indígena, hacia la cual se inclinaron, rodeadas del nimbo de los santos, las cabezas venerandas de los Fuenleal, los Quiroga y los Zumárraga.

     En el año de 1535 llegó el primer virrey. El Consejo de Indias, definitivamente organizado ya, había comprendido que, para apoyar la justicia de la Audiencia y sobreponerse a los derechos que creían tener los que habían ganado la tierra, y las reivindicaciones de la Iglesia, que se había atribuído la personería absoluta de la familia conquistada, se necesitaba la presencia en la colonia del monarca mismo, encarnado en un vicario, en un virrey; por eso vino a la Nueva España el cuerdo y excelente don Antonio de Mendoza, de ilustre prosapia, pero más interesante que por su prosapia, por cierto trágico reflejo que sobre él proyectaba su hermana, la heroica viuda del vencido de Villalar, don Juan de Padilla.

     Nos hemos extendido hasta desequilibrar un tanto las proporciones obligadas de nuestro trabajo, con el propósito de caracterizar los elementos que iban a entrar en la composición del organismo nuevo, a cual más interesante; dudamos haber acertado a precisar nuestro análisis sin dejar de mostrar esos componentes viviendo en la historia. Antes de seguir adelante vamos a resumir, en breves rasgos, nuestra impresión, así como quien recoge la vista para apreciar mejor el conjunto de un cuadro un poco diseminado e inarmónico.

     El centro es el grupo conquistador: lo formaban hombres de un vigor de carácter insuperable; imprimieron su sello en la obra y ese sello fue perdurable; eran conquistadores: quisieron señorear un vasto imperio, dominar un grupo numeroso de pueblos, reemplazar una cultura, por muchos capítulos inferior, con una cultura superior; forzaron, pues, el lento camino que seguía la evolución indígena, produjeron una revolución. Pero de esta revolución fluyó un Señorío, no una Colonia. Los conquistadores desdeñaban explotar por sí mismos las riquezas del país conquistado; no habían nacido para eso, no habían batallado con ese fin; eran guerreros, no explotadores directos; la explotación se organizó por medio de la raza conquistada, fue la explotación de los vencidos, a quienes se disputaron, con fines disímiles en apariencia, el grupo de pacificadores, redentores del indio, y el de los conquistadores. La transacción se verificó sobre la servidumbre más o menos legal, lentamente benévola, del indio; sobre su sumisión a la tutela de la Iglesia, vigilada por la autoridad civil; sobre su conformidad con un estado de menor edad que disminuía sus cargas, pero que le impedía salir del statu quo: la familia indígena fue lo primero que amortizó la Iglesia en América; fue un bien inmediato; fue por solo el hecho de durar, un mal reagravado de generación en generación.

     La población conquistadora se aglomera en México, en donde la refacciona incesantemente la burocracia administrativa; y, por grupos cortos, se disemina a lo largo de las costas meridionales del Golfo, en busca de comarcas situadas entre el oro soñado y el mar, es decir, entre el comercio y las minas, los dos aspectos supremos de sus ensueños de explotación de la tierra. Las minas no existían por allí; una riqueza agrícola, que eran impotentes para dominar, pero cuyos gérmenes (plantas y animales exóticos) arrojaron negligentemente sobre la tierra, era lo que allí los retenía en raquíticos grupos; pero la gran vía comercial del Centro al Golfo, de México a Veracruz, se poblaba sí con cierta rapidez y, en el interior del país, los centros mineros sobre todo. Estas poblaciones de amos fueron creciendo con criollos y mestizos; en torno de esos focos de explotación, como en los núcleos celulares del protoplasma orgánico, iba informándose un mundo nuevo; regulaba su acción la espada, pronto enmohecida, pero siempre temida del conquistador; dominaba su vida moral la cruz de esa espada.




ArribaAbajoCapítulo V

El crecimiento social (Siglos XVI y XVII)


Despotismo Paternal de la Casa de Austria; los Organizadores: Mendoza, los Velazcos. Progresos de la Conquista y Pacificación; Transacciones y Soluciones; Ensayos Políticos; Audiencias y Visitadores. La Obra de Conciliación en el siglo XVII; Crecimiento Territorial; Fundaciones. El Marqués de Mancera; Fray Payo Enríquez. La Iglesia y el Estado; Conflictos. Crecimiento Social: La Riqueza Pública; La Educación. Paso a un Estado Superior.

     El virrey era el rey; su misión era mantener la tierra, es decir, conservar a todo trance el dominio del soberano: la Nueva España. Conservarla pacificándola; de aquí el enlace íntimo con la Iglesia; la Iglesia, en virtud de los privilegios concedidos por los pontífices al monarca español en América, puede decirse que dependía de él: esto se llamaba el regio patronato; pero la importancia que en la América española había adquirido, porque convirtiendo, consolidaba la obra de la Conquista, hacía de ella la suprema colaboradora en el gobierno. El virrey conservaba, manteniendo la autoridad, toda la autoridad del rey; de aquí la lucha contra los que querían mermar la potestad del rey sobre los vasallos, haciéndolos sus esclavos o sus tributarios: el rey necesitaba en América hombres libres que le tributaran a él directamente; la Casa de Austria apuró su período histórico en España, sin llegar al cabo de este empeño. La verdad es que, considerado todo el reino nuevo como la encomienda del rey, administrada por el virrey, el monarca debía conformarse al tipo del buen encomendero, el creado legalmente por el Consejo de Indias: un padre que vigilara por la conversión de los indios, que no les exigiera trabajos sin remuneración, que respetara su libertad y los auxiliara en sus desgracias. Así entendieron su misión la mayor parte de los virreyes de los siglos XVI y XVII; todos tuvieron buenas intenciones, muchos las realizaron, algunos fueron políticos superiores, que comprendieron admirablemente las necesidades de la sociedad que iban a regir y hallaron los medios apropiados a satisfacerlas.

     El primer virrey, los dos Velascos y don Martín Enríquez fueron agentes de primer orden en la inmensa labor de organizar definitivamente una sociedad que ya lo estaba de antemano, siglos hacía, por su historia, que los encomenderos o conquistadores trataron de desorganizar para feudalizarla en su provecho y que la Iglesia se empeñaba en reorganizar, no como una sociedad civil, sino como una teocracia.

     Ímproba tarea la del virrey; muchos no pudieron con ella y se ocuparon en aparejar el cumplimiento de su deber con su medro personal. Otros no; otros tuvieron desde luego, un gran prestigio propio; acabamos de citar sus nombres: esto les venía de su gran probidad, de su conducta severa para con los españoles, basada en la corrección de su vida privada, en su paternidad con la raza conquistada, en su dignidad frente a la Iglesia; en suma, eran hombres de carácter, que es casi el genio en los repúblicos, y, como políticos verdaderos, procedieron por medio de transacciones y actos de autoridad para imponerlas.

     Mendoza vino investido hasta de autoridad eclesiástica, pues podía castigar a los clérigos malos; como apenas salía la Nueva España del período épico de la Conquista, como los grandes conquistadores vivían aún, como todos ellos proyectaban sin cesar nuevas empresas, y como el virrey creía necesario ensanchar los dominios de los reyes, buena parte de su labor se empleó en suplantar a los aventureros gigantescos, como Cortés y Alvarado, y poner en su lugar la acción normal y directa de la autoridad regia que él representaba. Consumar la obra de la Conquista, retirar los límites de la Colonia hasta donde fuese posible, someter el mar del Sur (el Pacífico) a la dirección de los virreyes, fijar de una vez la suerte de las clases sociales en Nueva España, fundar ciudades, fomentar núcleos religiosos de futuras provincias, tal fue el programa del virrey; quedó en herencia a sus sucesores.

     Sus conquistas, las de Occidente, que personalmente dirigió, se debieron más que a sus armas, al estado mayor de frailes que le acompañaban; sus exploraciones hacia el Norte en busca de los imperios quiméricos trajeron, andando los tiempos, los establecimientos raquíticos de más allá del Bravo; en el Pacífico, la toma de posesión definitiva de las Filipinas fue obra suya. En el interior se había adelantado, en parte gracias a las Nuevas Leyes, que algo aliviaron la suerte material de los indios, dejando libre y expedita la acción del visitador que venía a imponer el Código nuevo de libertad, aunque procurando moderación suma en su aplicación. En resumen, la colonia salió casi organizada de manos del primer virrey. Los dos Velascos, el virrey Enríquez, marchando de acuerdo con la Iglesia, continuaron la obra; la cuestión de la supresión de las encomiendas se modificó; en realidad, no llegó a resolverse nunca con una medida general; pero reyes, virreyes y frailes lograron introdrcir mayor bondad y justicia entre encomenderos y tributarios; fue el tiempo, sin embargo, el que transformó el régimen de encomiendas, a pesar de que solía ser renovado, y, de fragmento del poder político, lo convirtió en propiedad pura de la tierra, a la que de hecho estaba el indio ligado (lo está todavía en muchas partes) como el siervo a la gleba. Pero la esclavitud en las minas, sobre todo, necesitaba ser destruida con urgencia; Mendoza lo intentó, lo realizó Velasco: «Más importa, decía, la libertad de los indios que todas las minas del mundo, y no es tal la naturaleza de las rentas reales que por ellas deban atropellarse las leyes divinas y humanas». Estas palabras son dignas de ser grabadas en tablas de bronce en el pedestal de una estatua. La fundación de hospitales, el establecimiento de una universidad con anhelos de ser el Alma Mater de la sociedad criolla, y que daba a la Nueva España el rango de potencia intelectual, la consagración ilimitada a mejorar la condición de los indios, la sumisión y pacificación de las regiones centrales de la Altiplanicie, labor cuyas etapas marcaban núcleos de futuras ciudades, tal fue la obra del segundo virrey. Otros la continuarán; en el tránsito del siglo XVI al XVII, el segundo Velasco llena la historia del imperio hispano-americano.

     La ciudad de México, centro de la inmensa labor organizadora do los virreyes, extraía a España buena parte de su escasa población masculina, que las guerras europeas de los monarcas austriacos mermaban a su vez incesantemente. Pero de ese centro partía todo; tomaba la ciudad cuerpo en grandiosos edificios, religiosos sobre todo, a cuya sombra se alineaba regularmente la ciudad, casi matemáticamente relacionada con los cuatro puntos cardinales; de cuando en cuando el lago de Texcoco, que era el vaso colector de toda la región lacustre del Valle, recobraba su primitiva extensión en las tierras que Tenochtitlán y México habían conquistado sobre él, y la capital, a pesar de sus diques-calzadas y sus canales, se veía a punto de desaparecer en un siniestro: Velasco y casi todos los virreyes de los dos primeros siglos trataron de salvar del naufragio a la ciudad hija de Cortés, trasladándola a niveles superiores o librándola, por medio de una derivación artificial y parcial de las aguas del Valle, de morir ahogada por el fango; entonces ése era el negocio municipal, en eso ponía el virrey todo su cuidado, y de aquí nació la traza y ejecución lentísima y sembrada de tanto oro y tan dramáticas peripecias del desagüe de Huehuetoca.

     Pasado el peligro, tornaban los virreyes a la lucha con las hordas nómadas de la Mesa central, que el segundo Velasco pacificó definitivamente; a la lucha con las privilegiadas comunidades religiosas, que salían al paso de todas las jurisdicciones laicas, como amos y padres en Cristo de la familia indígena; a la lucha con los dueños de repartimientos, que la incierta política de los monarcas no permitía reducir a un sistema definitivo de obligaciones y derechos.

     Y ésta era la parte más grave de la misión de los virreyes, la que se refería a las relaciones entre conquistadores y conquistados; el ideal, digámoslo así, era éste: que no hubiera esclavos indios, sino esclavos negros, que se libertase a los indios del trabajo en las minas, que se mantuviese a todo trance la libertad de los indios tributarios en los repartimientos; que se les pagaran buenos jornales, que no se les emplease jamás, ni aun consintiendo ellos, como bestias de carga. Además, y en esto insistieron con sobra de razón, pero con desastroso suceso, los monarcas y algunos de los virreyes del siglo que siguió a la conquista, se quería reducir a los indios por la fuerza a formar congregaciones, a habitar en poblaciones en que pudieran ser convertidos, vigilados y civilizados, y en donde fuera fácil cobrarles el tributo; pero era imposible, volvían a sus montañas, a sus tierras, a su salvaje libertad o morían de tristeza y alguna vez acudían al suicidio. Lástima inmensa que esta tentativa no tuviera éxito feliz; las poblaciones que así se fundaron, desaparecieron; algunas, como Irapuato y Silao, probablemente, fueron repobladas por españoles.

     A más de esto, los tributos exigidos por el rey crecieron; el rey necesitaba, para mantener su posición en Europa, posición que era otra colosal aventura, dinero y dinero. Una parte lo daban las minas, otra debían darlo los indios; y ni así llegaba a España sino por intermitencias irregulares, porque mandar plata a España era también otra aventura terrible: los corsarios y los vientos hacían de cada viaje una tragedia.

     Luego había que tener cuidado con las exigencias crecientes de los hijos de los conquistadores, que solían ser mestizos, y que se creían con derecho a todos los empleos coloniales, y sobre todo a los que se relacionaban con los indios, corregidores, alcaldes, etc. Las justas observaciones de los virreyes determinaron a los monarcas a ordenar que para la provisión de los empleos se atendiera a la aptitud para el servicio, de preferencia a todo. Con esto ganaba, sin duda, la justicia social; mas el descendiente del conquistador, criollo o mestizo, creyó siempre que se le despojaba de un derecho y no lo perdonó jamás.

     Los monarcas daban gran importancia a las Audiencias, aun después de creado el virreinato. Solían reemplazar a los virreyes, y generalmente su gobierno era desacertado; así cuando, por la muerte del primer Velasco, la Audiencia de México se encargó del gobierno y tuvo noticia de que el descontento de los hijos de los conquistadores tomaba una forma hostil a la autoridad del monarca en la Nueva España, y que esa hostilidad tenía por centro al propio hijo de Hernán Cortés, al marqués don Martín, que era el jefe natural de la aristocracia criolla, el tribunal gobernador hizo crecer tanto lo que probablemente era un cúmulo de ligerezas juveniles, y se dio tales trazas para convertirlo en una formidable conjuración de independencia, que el destierro, la muerte en el cadalso, las prisiones, el tormento, parecieron poca cosa para amedrentar a la sociedad y mantener la sumisión de la tierra. Pero por lo común, la Audiencia favorecía a los encomenderos contra los virreyes, por su origen y por su interés, porque no pocos señores magistrados de aquella corte de justicia fueron convencidos de prevaricato; y como Felipe II obligó al virrey a consultar siempre con la Audiencia, ésta tomó mayores bríos y pudo poner la mano en la gobernación y en la administración de los nuevos dominios. En la Nueva Galicia, que por su población y sus minas era rica y casi se bastaba a sí misma, había una Audiencia también, y con tales humos de independencia y soberanía que, alguna vez, se puso frente a frente de un virrey, sin miedo a promover una guerra civil en defensa de sus fueros.

     Pero la institución que, modesta como fue en su origen, tomó, en ciertos casos, una importancia verdaderamente extraordinaria, era la de los visitadores; eran dictadores, en toda la fuerza de la palabra, y doblaban ante ellos las haces lo mismo las Audiencias que los virreyes. Podían destituir y penar, del virrey y los oidores abajo, a cuantos empleados quisiesen y, jueces inapelables, les era permitido imponer la pena de muerte a cuantos creyesen culpables de faltar a su deber. Visitador hubo, como Muñoz, que, con estas facultades, ensangrentó con el tormento y con el patíbulo, a la capital de la Nueva España, y queriendo dar a su amo don Felipe II, entre los neo-españoles, el mismo siniestro prestigio que el duque de Alba le daba en aquellos mismos días en los Países Bajos, estableció un régimen de terror, con el objeto de apagar hasta la más lejana vislumbre de la idea de libertad que se había querido ver relampaguear en la conjura de los íntimos de la familia de Cortés. Hubo necesidad de arrancar al tirano de encima de su presa, con una orden fulminante del rey. Y conviene reflexionar que, si la obra de Muñoz era espantosa, no habría sido buena y sí de funestas trascendencias una emancipación de la Nueva España hecha por los encomenderos; habría parado, caso de haberse realizado, en un desastre: o la esclavitud inmediata y la destrucción de los indígenas o la vuelta de la dominación de éstos; ambas cosas habrían ahogado en germen la nacionalidad mexicana.

     Por supuesto, no todos los visitadores fueron malos; hubo algunos, como Moya de Contreras, cuya severidad fue provechosa. Este sacerdote reunió en la Nueva España todos los poderes en la penúltima década del siglo XVI; era inquisidor general (él estableció, ya lo dijimos, el Santo Tribunal en México), es decir, puso el rey en sus manos el instrumento favorito de su política, el que le aseguraba el gobierno de las almas; en seguida fue arzobispo, después visitador, y a la muerte del conde de la Coruña, virrey y capitán general. Duro con los abusos, severo con los magistrados que prevaricaban, terrible con los oficiales reales (hizo ahorcar algunos), fue dulce y bueno con los indígenas. Su espíritu animó al tercer Concilio mexicano, que puso todas las amenazas de la muerte eterna, prestigiosas infinitamente entonces, entre los indios y sus tenaces explotadores.

     Los elementos puestos en obra por la dominación española para subalternarse o asimilarse definitivamente los grupos cultos de América llegan, en el siglo XVII, a su mayor grado de energía; pero como en esa misma época España cesa de ser una potencia de primer orden por el derroche insensato de su riqueza y de su sangre; como cesa de ser una gran potencia marítima sin dejar de ser una gran potencia colonial (contrasentido que había de producir la destrucción de su imperio americano); como nunca pudo ser, por la escasez de su población rural, una verdadera colonizadora, resulta una paralización en el desarrollo de la Nueva España; todo se consolida, pero todo al consolidarse queda, digámoslo así, amortizado en la rutina y en el statu quo: el siglo XVI es un siglo de creación; el siglo XVII es de conservación; el siguiente es de descomposición; bajo estos fenómenos aparentes continúa su marcha lenta el crecimiento social.

     Todos los límites coloniales eran aún inciertos en los comienzos del siglo XVII; entre los mares que ciñen el territorio y las provincias ya organizadas había aún grupos apenas sometidos y que los virreyes y las audiencias se empeñaron, con éxito apenas mediano, en reducir a la civilización. Por el Norte los virreyes, a veces en virtud de disposiciones terminantes de la corona, luchaban por ensanchar los dominios neo-españoles, ya empujando fuera de los paralelos tropicales a las numerosas hordas chichimecas, que acabaron por refugiarse en las sierras que forman los dos brazos divergentes entre los que desciende paulatinamente la Altiplanicie mexicana, ya acotando el territorio conquistado con un sistema de fuertes o presidios, algunos de los que llegaron a ser, con el tiempo, poblaciones importantes. La sumisión y la pacificación de las tribus nunca llegó a ser completa, y a cada momento el conflicto resurgía; los misioneros, sobre todo los jesuítas, fueron los apóstoles y los mártires de esta gigantesca tentativa de cerrar el Norte de la Nueva España con una zona inmensa que fuese de la California a la Florida; muchas veces ellos pacificaron, sin auxilio de las armas; otras fueron causa de sublevaciones por sus exigencias para obligar a los indios a contentarse con una sola mujer o por su guerra sin cuartel a los brujos y hechiceros, perennes promotores de las supersticiones idolátricas entre los indígenas; estas sublevaciones, que no sólo se verificaron en el Norte y en el Occidente, sino también al Sur de Oaxaca y de Yucatán, fueron siempre sangrientas y siempre vencidas, pero nunca por completo. Nuevas provincias como California, Nuevo-México o Texas, el Nayarit, se comenzaron a organizar en las regiones sometidas. Otras provincias (como la efímera de Guadalcázar, que debió su nombre a un virrey) se establecieron en el centro, y numerosas ciudades por dondequiera. Una de ellas, Córdoba, debió su fundación a la necesidad de tener en respeto a las agrupaciones negras, ya numerosas en las tierras-calientes y que solían alzarse en armas para sacudir la esclavitud. Sublevación o conato de sublevación hubo que dio motivo a verdaderas hecatombes, que presenciaba horrorizado el pueblo de la capital del nuevo reino. Esta cintura de territorios medio sometidos, ocupados, abandonados y reocupados con frecuencia, mantenía la seguridad de la dominación española en el área inmensa entre ellos comprendida, y fue, en suma, una obra de consolidación. Los nombres o los títulos de varios de los virreyes del siglo XVII están conservados en poblaciones de la actual República mexicana: Guadalcázar, Córdoba, Cadereita, Salvatierra, Cerralvo, Monclova, etc.

     En la segunda mitad del siglo gobernaron dos virreyes notables en la Nueva España: el marqués de Mancera y el arzobispo Enríquez de Rivera. La colonia corría graves riesgos al encargarse del gobierno el marqués; los abusos parecían indesarraigables, el prestigio de la autoridad menguaba, el sordo desdén de los criollos hacia los españoles de Ultramar crecía, los peligros exteriores (piratas y corsarios) paralizaban el comercio y la comunicación con la Metrópoli; la Corte exigía sin cesar auxilios pecuniarios, empleados en guerras insostenibles y en derroches insensatos; fue la época en que, casi disuelto el poder militar de España por la naciente hegemonía europea de la Francia de Luis XIV, y disuelto su poder marítimo, entró a reinar un niño, flaco de alma y de cuerpo, símbolo de la decadencia incurable de la Casa de Austria, y como tutora de ese niño doña Mariana de Austria, gobernada primero por el astuto jesuita Nithard, luego por el saleroso andaluz Valenzuela, que murió proscrito en México, y atropellada de continuo en sus derechos y sus favores por el ambicioso y brutal bastardo de Felipe IV, don Juan de Austria. En realidad, España parecía agonizar también.

     Mancera, que comenzó su gobierno en las postrimerías de Felipe IV, acudió a todo con la diligente inteligencia de que sólo es capaz un hombre superior: fue en auxilio pecuniario de la Florida, abasteció a Cuba de víveres periódicamente, promovió nuevas exploraciones en California, atendió al buen gobierno de las Filipinas, organizó una flota capaz de ayudar en su arribo y su salida a las escuadras españolas, y dio auxilios militares a los que luchaban en las Antillas con los piratas; reunió donativos cuantiosos para enviar a la Corte (él fue el primer donante) y, con el mismo objeto, allegó grandes recursos. Esto sólo podía hacerse aumentando los tributos; para hacerlos menos onerosos cortó abusos, trató de volver a todo su prístino vigor las disposiciones relativas a la completa libertad de los indígenas; se opuso al ilimitado aumento de la trata de los negros, odiosa fuente de recursos para España; contuvo los desmanes de los corregidores y alcaldes en las regiones mineras, desmanes que habían mermado este ramo de la riqueza; reparó y fortificó los dos puertos de entrada y salida de la corriente mercantil que pasaba por Nueva España; atendió a las obras de pública utilidad, como el desagüe parcial del Valle, que se continuaba a tajo abierto; concluyó el interior de la catedral de México, y fue protector de la Universidad, de las letras, de los autores (su esposa fue gran amiga de Sor Juana Inés de la Cruz, el más notable poeta de los tiempos coloniales, como Ruiz de Alarcón fue el único gran dramaturgo). Mancera había visitado las cortes europeas como diplomático, y su gran empeño era probar al mundo civilizado que la dominación española en México no era, como se decía, un padrón de ignominia para España, que la población indígena no había disminuido en el siglo XVII, que los criollos eran profundamente adictos a España (no a los españoles, a los gachupines, como empezaban a ser llamados); que la población nueva, los mestizos, eran aptos para formar un grupo social destinado a ser cada día más importante.

     Fray Payo Enríquez de Rivera, emparentado con la nobleza española, fue arzobispo y virrey; continuó y perfeccionó la obra del marqués de Mancera. La obra de pacificación del Norte cada vez era más difícil; las tribus indómitas de aquellas comarcas solían concertarse y atacaban los establecimientos españoles, con furia sólo comparable al heroísmo que desplegaban los vecinos (defensa de Santa Fe de Nuevo-México, su abandono y fundación de Paso del Norte). Estas sublevaciones, y las de Chihuahua y Sonora, eran constantes; parecía que jamás dejaría de ser precaria la dominación española en aquellas regiones; en realidad, la labor principal de pacificación se debe a los jesuítas, que no se arredraban ni por las distancias ni por el martirio. El arzobispo-virrey, en el inmenso territorio de la Nueva España que vivía en paz, cercado de sublevaciones y piratas, desplegó inesperada energía para corregir los abusos de los encargados de la conservación del erario, purificó la administración de la justicia, veló por los indios y gastó sus rentas en obras de piedad y beneficencia.

     Hemos escogido como tipos a estos dos virreyes, no porque hicieran algo extraordinario, sino porque caracterizan bien el esfuerzo posible de la España de entonces para mantener su dominación en América, defendiéndose del exterior, conservando el orden interior y haciéndose amar por las poblaciones sometidas y la sociedad nueva. Los defectos de un estado de cosas deleznable en su base misma no se pudieron corregir, pero se atenuaron y modificaron con hombres como los que acabamos de subrayar en esta síntesis histórica.

     Los reyes de España, capaces de prever por sí mismos, como Carlos I y Felipe II, habían comprendido la parte inmensa que debía tomar la Iglesia en la adquisición de América para su corona castellana, y se habían hecho autorizar por el Papa para dominar las tierras descubiertas, con la obligación de convertir sus pobladores; y al llamar a las comunidades religiosas, primero, y a todos los elementos eclesiásticos después, a colaborar en su obra gigantesca, tuvieron cuidado de reservarse expresamente el gobierno de la Iglesia americana, exceptuando, se entiende, las cuestiones dogmáticas y de disciplina superior, por medio de una serie deconcesiones del pontificado a la monarquía, que constituyeron el regio patronato: cesión de los diezmos (antiguo impuesto canónico), en cambio de ciertas obligaciones pecuniarias del Estado para con la Iglesia; necesidad del permiso de la autoridad para erigir obispados y parroquias, para edificar iglesias, monasterios y hospitales, y para poder penetrar los frailes o los clérigos en las colonias; nombramientos de obispos que solían funcionar, como el señor Zumárraga, antes de que el Papa confirmase su elección; determinación de los límites de las diócesis; presentación para todo beneficio o empleo eclesiástico (de obispo a sacristán); facultad de reprender y castigar a los servidores de la Iglesia y de detener la acción de los tribunales eclesiásticos; necesidad del consentimiento (placet) del monarca para ejecutar las órdenes del pontífice; competencia para resolver dudas y controversias eclesiásticas, tales eran los elementos de que se componía la supremacía del rey sobre la Iglesia de las Indias; aquí el rey era, en realidad, un pontífice substituto.

     Mas a la sombra de estos derechos, y reconociéndolos, la Iglesia, gran coautora en la obra de dominación, había adquirido un inmenso poder propio; si el monarca la gobernaba, ella gobernaba de hecho las Indias; a pesar de las quejas de ayuntamientos, de virreyes, de obispos, algunas veces su poder espiritual había crecido a compás de su poder territorial; los conventos se multiplicaban pasmosamente; el número de clérigos crecía sin cesar; una buena parte de la población se substraía así al principal de los deberes coloniales: el matrimonio, la multiplicación de las familias. Todas las comunidades, todas las iglesias aumentaban sin cesar sus riquezas: el secreto del ascendiente incontrastable de la Iglesia ha consistido, lo mismo antaño en la Europa católica que ogaño en la América protestante, en sumar a su poder espiritual el poder material de la riqueza.

     Es verdad que eso es transigir sabiamente con las necesidades del mundo, en que no existe el reino de los cielos, sino la lucha por la vida, tan parecida a veces al reino de los infiernos; es verdad que parte de esas riquezas eran para socorrer a los pobres y para fomentar, ¡ay! la mendicidad, el vicio mortal de los pueblos crecidos a la sombra de los conventos; es verdad que otra buena parte servía como banco para las necesidades de los particulares y de los gobiernos, que con ventajosísimas condiciones de interés y plazo obtenían préstamos incesantes de las inagotables cajas de la Iglesia, y que así pudo haber beneficencia e instrucción en la Colonia; mas no es menos cierto que una masa gigantesca de riqueza, estancada y aumentada indefinidamente en manos de una corporación, constituía, por ese solo hecho, un problema de doble aspecto: el político, porque si la riqueza es el poder, no hay duda que el poder lo tenía la Iglesia, y que el Estado, quisiera o no, y a pesar del patronato, le estaba subalternado, esto era indeclinable; y el económico: no existía riqueza circulante, sino escasísima, en torno de la enorme masa amortizada en manos de la Iglesia; pues sin riqueza circulante el crecimiento social es raquítico y malsano.

     Este mal lo comprendieron admirablemente los hombres de esas épocas; ese problema quedó formulado con precisión al finar los tiempos coloniales; para aplazar indefinidamente su solución, la Iglesia consumó la independencia de la colonia; la lucha por resolverlo en favor del poder civil es la clave de nuestro desenvolvimiento histórico en el siglo actual; la República no pudo entrar en el camino del progreso y del pleno contacto con la civilización sino cuando, en el tercer cuarto de esta centuria, lo hubo definitivamente resuelto.

     Sometida como estaba la Iglesia al dominio del rey, que la había dejado crecer y que no pudo hacer otra cosa, con las inmunidades y privilegios que del rey había recibido hizo un arma para defenderse y consolidar sus fueros, y se atrevió a ponerse frente a frente de la autoridad virreinal.

     Así sucedió con el primer virrey que gobernó la Nueva España en tiempo de Felipe IV, el conde de Priego: un sacerdote procesado por la autoridad común alegó la violación de las inmunidades eclesiásticas en su persona; intervino el arzobispo, resistió el virrey y le secundó la Audiencia; el prelado excomulgó a las autoridades, puso en entredicho la ciudad y se retiró, con el clero; el virrey, ordenó su aprehensión; tumulto popular, destrucción de una parte del palacio, fuga del virrey, vuelta triunfal del arzobispo a México. El virrey no volvió a España a pesar de que se le dio la razón: valía moralmente muy poco; el arzobispo fue depuesto y los fautores del tumulto duramente castigados; mas una serie de observaciones pudo hacer el inquisidor enviado por el rey para averiguarlo todo: que el clero era omnipotente; que la adhesión a España estribaba en la adhesión a la Iglesia; que las masas populares aborrecían la dominación española; que sólo la aceptaban en la forma de gobierno supremo de la Iglesia. Que la Iglesia era, pues, el instrumentum regni. ¿Podía cambiar de polos esta situación?

     Si frecuentes eran los conflictos entre las autoridades civiles y eclesiásticas, y no pocas veces degeneraron en serias perturbaciones del orden, en cambio cada vez que, con motivo de alguna calamidad pública, el pueblo se atumultuaba, el clero formaba el ejército moral del gobierno, casi siempre desprevenido y sin fuerza material que oponer a una revuelta. Así sucedió en México en los tiempos del conde de Galve, en que la insuficiencia de las cosechas, la miseria y el hambre, produjeron un tumulto espantoso en que los indígenas, al grito de viva el rey y muera el mal gobierno (el mismo que fue, a un siglo de distancia, el de los indígenas sublevados por Hidalgo), incendiaron el palacio y las casas del cabildo, y habrían acabado por destruir buena parte de la ciudad si los clérigos y los frailes no hubieran intervenido y calmado a la multitud.

     Pero la Iglesia misma estaba minada, y no por cierto por herejías ni judaísmos, de que las prisiones de la Inquisición y los quemaderos daban buena cuenta, sino por la eterna controversia entre el clero secular y las órdenes religiosas, que se inició, como dijimos, en tiempo del segundo arzobispo de México y que llegó a su período agudo cuando la Compañía de Jesús hubo logrado su mayor poder. La población, y algunas veces las audiencias, apoyaban a los frailes; mas la Corte ordenaba sin cesar a los virreyes que no permitiesen frailes sin licencia en la Colonia, que se redujese al orden a los que relajaban sus reglas (caso ya muy común) y hasta que se demoliesen las iglesias y conventos edificados sin permiso; muy poco consiguieron los obispos, casi nada los virreyes.

     A mediados del siglo XVII ocupaba la silla episcopal de Puebla don Juan de Palafox, muy conocido en la Corte por su romancesco origen, por su juventud galante, por sus aptitudes políticas; en el mundo universitario por sus grandes dotes intelectuales, y en la Iglesia por su virtud, su energía de carácter y su navarra tenacidad. Vino a México como obispo de Puebla, juez de residencia de algunos virreyes y visitador general. Al estallar la guerra de independencia de Portugal, como el virrey duque de Escalona, que por su fausto extraordinario, el favor que dispensaba a prevaricadores y agiotistas y su codicia era el escándalo de la Nueva España, fuese sospechado de simpatías hacia Portugal, la corte de Madrid, haciendo del visitador Palafox: un arzobispo de México y virrey al mismo tiempo, puso en sus manos los medios de destituir al virrey y de realizar o intentar graves reformas en la corrompida administración. Cuando hubo dejado sus dos encargos temporales, volvió a Puebla, en donde, dedicado a recoger, todas las facultades y derechos mermados de su iglesia, tropezó con los privilegios extensísimos de la Compañía de Jesús y entabló con ella una lucha tenaz, que estuvo a punto de ser trágica. Hubo prédicas de los jesuítas contra el obispo, exigencias, decretos de suspensión y excomuniones episcopales, nombramiento ilegal de jueces para dirimir la contienda, sentencia de estos jueces, apoyados por el virrey (el conde de Salvatierra), contra el obispo, ceremonias de entredicho celebradas en la catedral (erigida por Palafox con pasmosa rapidez), tumultos, fuga del obispo y decisión final de la Corte en favor del prelado, que ocupó una silla episcopal en España, dejando huellas imperecederas de su talento y entereza y de su amor a la instrucción en la Nueva España. Los jesuítas, a pesar de todo, siguieron creciendo.

     El régimen señorial implantado en la Nueva España daba ya todos sus frutos al morir el siglo XVII. La población indígena no continuaba decreciendo; la mexicana aumentaba visiblemente; la criolla (de que formaban parte algunas familias mestizas descendientes de los conquistadores y de la nobleza indígena) andaba con más lentitud el mismo camino; a su cabeza había una nobleza colonial, de que apenas quedan reliquias en la sociedad actual, pues los antiguos títulos representados en ella son comprados por antiguos campesinos, mercaderes y mineros, de humildísimo abolengo, a la famélica corte de Madrid; poquísimos se deben a buenos servicios prestados a la patria colonial, que sean, por ende, dignos de respeto.

     Hijos de dos razas guerreras, cada vez que eran llamados para combatir indios nómadas, sublevaciones interiores, corsarios, y hasta invasores del territorio de las otras posesiones españolas (como sucedió en Jamaica y Santo Domingo), criollos y mestizos empuñaban las armas con entusiasmo, combatían con bravura y alguna vez se cubrieron de gloria venciendo fuerzas europeas (a los franceses, en Santo Domingo). Pasados estos momentos todo volvía a su reposo: el criollo a lucir sus caballos y sus vajillas de plata, a jugar incesantemente en todas las fiestas públicas, casi siempre religiosas, y privadas: uno que otro a los cursos universitarios; los mestizos a imitar a los criollos en las ciudades o a sus industrias pequeñas, a colmar los colegios, seminarios y universidad para poder llegar a los altos puestos de la Iglesia (hubo en el siglo XVII un arzobispo y un superior general de los dominicos mexicanos), que a veces los rechazaba y algunas veces sólo a ellos admitía; el criollo segundón o pobre, el mestizo, y alguno que otro indio constituyeron como abogados, como clérigos, como médicos, la aristocracia intelectual de la Nueva España.

     La tierra se distribuía y redistribuía sin cesar; los pueblos y comunidades de indios poseían, casi nunca individualmente, casi siempre en común, como antes de la conquista, las tierras que rodeaban a sus pueblos y de las que intentaban desposeerlos frecuentemente los españoles y sus descendientes; ellos se defendían con una obstinación extraordinaria y sus procesos eran interminables; subían a las audiencias, llegaban al virrey, y con ellos hacían su agosto leguleyos y rábulas. El rey había hecho repartir el territorio, que era suyo en virtud del principio de conquista, a unos por don o merced (y en éstos entraban los terrenos de indígenas), a otros por ventas más o menos ficticias, cuando se trataba de realengos o baldíos como hoy decimos. Podía haberse cubierto el territorio de la Nueva España con los expedientes de los litigios a que esta distribución de la tierra dio lugar. El resultado era, dos siglos después de la conquista, la amortización en manos del clero y las corporaciones de la mayor parte de la propiedad territorial; la constitución de grandes propiedades, inmensas a veces, en poder de un número reducido de propietarios. Estas propiedades o haciendas no se cultivaban sino en parte; los cereales, las gramíneas constituían el cultivo principal, fuera de los cultivos regionales como el del maguey; algunos cultivos industriales, como el de la morera, estaban prohibidos. En estas tierras trabajaba el indio, como ahora todavía en muchas de ellas, por un jornal de dos reales (el jornal rural clásico), que en realidad se le pagaba en semillas, en aguardiente, en pulque; el resto de su ganancia iba a la iglesia (limosnas, ceras, ex votos). Pero, ¿había ganancia para el jornalero? No; había deudas, contraídas para esos gastos principalmente: porque los de la familia, ropa, alimentos, que nunca pudieron pasar de maíz, frijoles (muy azoados y nutritivos) y un estimulante, el chile, las aves de corral, los puercos, sólo formaban excepcionalmente parte de la alimentación, eran insignificantes. Las deudas aumentaban sin cesar, nunca podían pagarse; el indígena nunca pagaba, quedaba por este sistema, que no violaba la letra de las disposiciones benéficas de la legislación de Indias, mantenido en el estado de servidumbre: era el servidor de la finca, que pasaba con ella de heredero en heredero, de vendedor en comprador, era (es en muchas partes todavía) el siervo de la gleba, del terruño.

     La hacienda producía principalmente maíz, el grano americano por excelencia, el que había permitido fundar civilizaciones en el Norte de la América precortesiana, porque había sido causa del establecimiento de grupos sociales sedentarios de cultivadores, y que, desconocido en los países civilizados antes del descubrimiento de América, forma, cada día en mayor escala, una parte considerable de la alimentación del viejo mundo; el frijol, que la completaba por su fuerza nutritiva (unido al maíz duplica o más todos los elementos nutritivos del trigo) y que parece también de origen americano, y el trigo, importado por los españoles y que es un alimento sintético (como la leche), pero que no estaba al alcance de los indígenas rurales. El poder de apropiación del maíz al medio hacía fácil su producción en todos los climas escalonados del mar a la Altiplanicie. Gracias al maíz y a la abundancia de gramíneas, el ganado bovino, el caballar y el lanar, traídos en exigua cantidad de España, se multiplicaron prodigiosamente, encorralados primero y luego en libertad, componiendo inmensas manadas, de caballos sobre todo, que huían junto con los nómadas hacia el Norte y que sirvieron para mantener a las tribus en su huraña y feroz independencia. La barbarie a caballo escapa a la acción de la civilización; es la civilización por regla general la que sucumbe ante ella; luego quizás la domina mentalmente. El gobierno español se vio obligado a instituir tribunales especiales para entender de cuanto a los ganados montaraces atañía, los que se llamaron de la Mesta, como los que con el mismo objeto existían en España y que, por sus privilegios, llegaron a ser odiosos.

     La agricultura, tanto la de la tierra caliente, servida por los mestizos de procedencia africana y por los negros (producía azúcar, tabaco, algodón, todo en corta escala) y de la que, poco a poco, quedó excluido el indígena puro (exceptuando en las regiones ístmicas y su prolongación hasta Yucatán y en buena parte de los litorales del Pacífico), como la de las tierras altas, apenas bastaba para el consumo interior. Entonces la pérdida sucesiva de cosechas en una región, por lo mal distribuido de las explotaciones, por su escasez y por la falta de vías de comunicación, traían el hambre y su fúnebre cortejo de epidemias y tumultos desde Yucatán hasta Jalisco.

     La fuente principal de energía económica en la Colonia era la minería, sobre todo desde el descubrimiento del sistema de amalgamación de la plata y el azogue. El indígena, esclavizado en los comienzos al minero, pero obstinadamente emancipado por el virrey, que lo arrancó así a la muerte, porque la anemia de las minas lo mataba rápidamente, cedió el paso al negro y al mestizo, más fuertes, más activos. La minería, fuente principal de la riqueza del país, invertía sus productos en la agricultura (los ricos mineros se hicieron dueños de vastísimos predios) y en fomentar el comercio y la religión; algo la asistencia pública y la instrucción. Como había en ella mucho de aleatorio, como era una especie de albur, entonces más que ahora, constituyó la aventura a que se entregaron con pasión los aventureros españoles después de la conquista y sus descendientes. Los imperios quiméricos en donde había ríos de oro, con que los españoles contemporáneos de Cortés soñaban, resultaron ocultos bajo la tierra, eran subterráneos, verdaderos imperios infernales; en el fondo, el espíritu de aventura, que consiste en fiar la felicidad a la buena suerte a todo riesgo, sin pedirlo al trabajo normal, sobrevivió, gracias a las minas, en el corazón de los neo-españoles.

     El azogue, que sólo venía de España, mantuvo a la minería colonial bajo la dependencia de la metrópoli, que lo enviaba en flotas periódicas de cuyo arribo dependía la vida momentánea de las minas y en cuya distribución, presidida por el virrey o sus agentes, llegaba a su maximum el favoritismo y la venalidad.

     El comercio de metales, de grana y de pieles directamente con España (estaba prohibido el de las colonias entre sí), y el de artefactos chinos con Asia, constituían el aspecto exterior de este motor de riqueza (movimiento que se trasunta en color, es decir, en lujo, en comodidades, en placeres, en bienestar); el comercio interior, sin vías naturales de comunicación, con escalas artificiales y con el estorbo clásico de la alcabala (recientemente suprimida por el mejor de los administradores de la hacienda pública que ha habido en México de la Conquista a nuestros días), apenas existía.

     El descubrimiento y la toma de posesión de las Filipinas por España fue el hecho más transcendental en la historia del comercio del siglo XVI, después del descubrimiento de América. Allí se estableció la escala más propicia a la comunicación del Asia industrial con Europa a través de América: en el Parián (Manila) se estableció un emporio de ese comercio; en Acapulco el segundo mercado; cerca de la costa del Golfo el tercero. México alistaba al paso las mercancías, hacía una selección de ellas, y el país se enriquecía de porcelanas finas y espléndidas sederías, decoro y lujo de las casas criollas. Luego la mercancía asiática unida a la americana seguía la ruta del Atlántico, cuando la flota que había traído el artefacto europeo al español que se empleaba en la oficina o en la tienda de comestibles, y el azogue, navegaban la vuelta de España.

     Este comercio enriqueció a los españoles europeos y americanos en América; enriqueció o, mejor dicho, cayó en el tonel de las danaides de las arcas reales: no enriqueció a la nación española. Su industria, una de las más florecientes del mundo en la época del descubrimiento, fue desamparada por el soldado que iba a Italia, a Alemania, a Flandes; por el emigrante que iba a hacer fortuna a América en las minas; por el entusiasta o el holgazán que buscaban abrigo, en los conventos de allá y de acá. El amor al trabajo tendió a desaparecer a medida que crecía el orgullo invencible y la codicia aspérrima. La industria de la Europa occidental llenó el hueco que España dejaba, y sin dejar más que un tributo en las arcas reales, pasó el artículo fabricado por la Casa de Contratación de Sevilla rumbo a América.

     Pero mientras el poder marítimo de España decaía en el siglo XVI, se organizaba espontáneamente, unas veces sin acuerdo de los gobiernos, dirigida por ellos otra, una formidable conjura que duró dos siglos contra el comercio español. En ella tomaron parte activa Francia, Inglaterra y Holanda: la toma de posesión de Jamaica, en las Antillas, por los ingleses, la conquista de las magníficas colonias portuguesas de la Insulindia por los holandeses, dieron una organización definitiva a esta colosal empresa de pillaje internacional en el Pacífico y sobre todo en el golfo mexicano. Decir cómo instalaron, cómo mantuvieron, aun en plena paz, entre España y Francia o Inglaterra, sus establecimientos los corsarios, desde las Antillas hasta la isla de Términos (el Carmen); cómo depositaban las mercancías robadas en islas desiertas en épocas de paz internacional, en donde se proveían los mismos mercaderes españoles, necesitaría una historia especial; lo mismo que las peripecias trágicas de los ataques incesantes de los piratas a la mayor parte de las poblaciones de la costa desde la Florida hasta los paralelos brasileños. En la Nueva España, Campeche y Veracruz, que hubo necesidad de resguardar con inexpugnables fortalezas, sufrieron sobre todo depredaciones aterradoras; pronto tal estado de cosas se hizo ordinario, y el contrabando fue un régimen casi normal en la vida mercantil de las colonias; algunas veces era tolerado hasta el grado de permitirse en los puertos, con cualquier pretexto, la libre entrada de los buques destinados a él; tenía en las Antillas sus emporios, donde se surtían los mercaderes. Tal fue el resultado del monopolio absoluto que España, como todas las naciones europeas que tuvieron colonias, implantó en sus posesiones americanas, sin tener el colosal poder marítimo que necesitaba para sostenerlo. El resultado fue un aumento de la población española en América; tenía más cuenta vivir en el centro de la producción de la riqueza colonial, única riqueza de España, que en el lugar del consumo, cada vez más precario y transformado, casi completamente, en centro de tránsito de los artículos coloniales y de los metales para el resto de Europa.

     La educación, durante el período de consolidación, tendió a fomentar el crecimiento mental de la Nueva España, no siempre con buen éxito.

     El afán justísimo y civilizador de unificar el idioma fue persistente en los monarcas y virreyes; para ello se crearon escuelas y se establecieron clases en la Universidad, en los colegios de las comunidades religiosas, en los seminarios; nunca se trató como en otras naciones, aun en nuestros días, de prohibir el uso de los idiomas nacionales, y la nacionalización del español se encomendó únicamente a la persuasión y a la necesidad; bastante se logró, era obra de mucho tiempo; hoy no está concluida todavía, porque los gobiernos se han desentendido casi completamente de ella y el clero la prosigue con cierta flojedad.

     En todas las clases, lo mismo la indígena que la criolla, pero principalmente en la mexicana, se reclutaba la clientela de los colegios y la Universidad, que mereció una constante protección del Estado. Ese instituto fue importantísimo; allí se formaba el cerebro de la personalidad mexicana, que iba creciendo y en él se encendía un alma. La educación superior que daban a los mexicanos los profesores venidos de España o en la Colonia nacidos, que eran los más, era eminentemente extra-científica; gravísimo mal, que no era remediable en aquella época y del que toda la Europa civilizada se resentía. Lo que no quiere decir que fuesen menospreciadas las ciencias: se cultivaba la matemática, la cosmografía, se barruntaba la física (aún en pañales); hubo autores que escribieron sobre puntos de ciencia, como Enrico Martínez (cuya historia personal, ligada a la del primer desagüe del valle de México, es tan singular), como Sigüenza y Góngora; los jesuitas producían hombres notables por su curiosidad científica, por sus conocimientos prácticos. Mas las ciencias, como entonces se decía, eran la teología, la filosofía, el derecho; la clase instruida se afiliaba en uno o en ambos regimientos: el de los clérigos, el de los abogados. Los españoles, sobre todo la masa de la población española pura, bastante dada a los litigios y enredos jurídicos, respetaba mucho al abogado, al licenciado; era la forma en que temían al neo-español, al nativo de la Nueva España; les atemorizaban los tribunales, tenían un temor profundo al enredo ya notable de la legislación; era un laberinto en que cualquiera podía dejar la libertad y, sobre todo, la hacienda, si no tenía una Ariadna conocedora del hilo conductor.

     La teología, la filosofía y hasta la jurisprudencia se enseñaban con espíritu medieval; eran eminentemente escolásticas, eran el triunfo del puro método deductivo, y como las dos primeras partían de los dogmas religiosos y la jurisprudencia de los axiomas de la legislación romana, de la canónica, de la española y de la de Indias, sin permitirse el menor análisis ni observación, todo se reducía a inferir de esos axiomas cadenas silogísticas; y los ejercicios apasionantes de las clases consistían en esconder sofismas dentro de los vericuetos dialécticos para darse el placer de destruirlos luego, o en la infinita labor de conciliar textos de los libros patrológicos y leyes del Digesto entre sí. Este vicio mental dominó en el espíritu del futuro grupo director que España creaba, inconscientemente quizás.

     Faltaba la filosofía; faltaba el contacto con las ideas que se encendían en el cielo intelectual del siglo de Descartes, de Newton, de Leibniz; faltaba el conocimiento real, y no por las refutaciones sumarísimas de los tratados escolares, de los grandes sistemas filosóficos de la antigüedad; faltaban alas al pensamiento, imposibilitado así de vivir fuera de su crisálida; el alma de aquel pueblo nuevo iba a ser abortiva. La tremenda clausura intelectual en que aquella sociedad vivía, altísimo, impenetrable muro vigilado por un dragón negro, la Santa Inquisición, que no permitía la entrada de un libro o de una idea que no tuviera su sello siniestro, produjo, no la atrofia, porque en realidad no había órgano, puesto que jamás hubo función, sino la imposibilidad de nacer al espíritu científico.

    Si faltaba filosofía, sobraba, en cambio, literatura; llovían los poetas, menudeaban en colegios e iglesias las festividades literarias, y en ellas los versos en latín, en español, en mexicano eran servidos profusamente a los oyentes. Nada genial, algo de ingenioso y sentimental, hasta producir la emoción estética, en Juana Inés de la Cruz. El hombre de genio, acaso el único, que la España mexicana haya producido, un verdadero creador, fructificó en España, fue don Juan Ruiz de Alarcón. Las funciones dramáticas en la iglesia y fuera de la iglesia se parecían a las que en sus orígenes produjo el gran teatro español; con ellas gozaban nuestros lejanísimos abuelos: tenían mal gusto. Y los pueblos jóvenes, como el mexicano, que formaba su intelecto de la conjunción de almas disímiles, no aciertan a imitar más que las debilidades, las exageraciones viciosas de los pueblos fuertes que contribuyen a reengendrarlos; mientras el alma nueva se formaba, y no puede decirse que se haya formado todavía, su difusa y profusa literatura no podía ser sino un reflejo de la luz, bastante velada ya, que brillaba en Ultramar. Literatura seria no había sino en las crónicas históricas, como en la grande obra de Torquemada: La Monarquía Indiana, y en las descripciones y viajes.




ArribaAbajoCapítulo VI

El crecimiento social (El siglo XVIII)


La Casa de Borbón: Inmutabilidad del régimen. El reinado de Carlos III. Los jesuitas. El espíritu innovador, ensayo de transformación del régimen. Los últimos virreyes del siglo. La revolución española y su repercusión colonial. La Nueva España al concluir el Antiguo Régimen.

     La división clásica entre la historia colonial bajo la casa de Austria y bajo la de Borbón, es ficticia; en nada cambió el régimen político, ni el económico, ni el social. La sociedad mexicana con sus defectos (sus pequeñeces), tan finamente observados por el duque de Linares, su composición heterogénea, siguió creciendo en la misma dirección que en sus comienzos. Pero era un crecimiento real y fuerte; ya tenía el organismo nuevo conciencia de su personalidad, y formaba ya desde el siglo XVII y continuó formando en el siglo XVIII, un cuerpo aparte: socialmente lo gobernaba un clero apático y profundamente corrompido; no había ya distinción entre el catolicismo del indio y el del criollo: todo él era una serie interminable de prácticas devotas, sin substancia alguna luminosa; el criollo, lo mismo que el indio, ignoraban la religión. El mestizo sí tenía vislumbres de creencias ilustradas por su espíritu esencialmente curioso, inquieto, descontentadizo, mientras fuera levantisco, y esa era la levadura de la sociedad mexicana del porvenir. Dos cosas se infieren claramente de las observaciones del sagaz duque de Linares: primera, que la educación clerical y los sentimientos sumados del criollo y del indígena, ostensibles en los primeros y recónditos en los segundos, de que todo lo que aquí disfrutaban los españoles era usurpado sobre los derechos de los aquí nacidos (ellos decían robados), daba el carácter de pecado venial a cualquier atentado contra la propiedad e imponía a todos un deber de caridad de proteger al ladrón y una facilidad pasmosa de imitarlo. Esto de cogerse lo ajeno debe de haber sido un defecto capital cuando lo han criticado tanto a los mexicanos, y todavía lo censuran, los de dentro y los de fuera: el desprecio a la propiedad individual, predicado con el ejemplo y la palabra por las órdenes mendicantes, es el origen del mal. Segunda, que una pasión de igualdad, un desconocimiento absoluto de que las distinciones entre mandantes y mandados tuvieran otra base que la injusticia y la fuerza, era característica del alma naciente de la sociedad nueva; éste era el contingente psicológico del neo-mexicano, esto era lo que formaba el fondo de su espíritu, esto le hacía rechazar mentalmente toda autoridad mientras podía hacerlo positivamente. Como no podía hacerlo, adquirió el hábito del disimulo y de la adulación; no hay adulación que no envuelva desprecio: precisamente se exagera la expresión de la sumisión con el objeto de esconder la protesta interior. Desgraciadamente, estos hábitos congénitos del mexicano han llegado a ser mil veces más difíciles de desarraigar que la dominación española y la de las clases privilegiadas por ella constituidas. Sólo el cambio total de las condiciones del trabajo y del pensamiento en México podrán realizar tamaña transformación.

     Pero la sociedad crecía, abajo, es decir, en lo menos visible, por la mezcla del mestizo y del indio; arriba, por la mezcla del español con el mestizo y el criollo. El español que así se mezclaba no era el empleado que de España venía; era el mercader, lo mismo el gran monopolizador del tráfico, el que formaba la aristocracia de los ricos, el que gobernaba desde el Consulado (tribunal de comercio), hasta el que vendía aceite y vinagre, como el duque de Linares decía. Este abarrotero, en las costas y en la mesa central, fue quien formó la substancia de la mezcla hispano-americana; extraordinariamente rudo, explotador sin misericordia del pueblo comprador, del marchante, fiel a sus compromisos, y una vez enriquecido, honrado a carta cabal, adorador de su familia mexicana, conservador religioso de sus hábitos, costumbres y rutinas, pero celosísimo de dar a sus hijos la superioridad social que él no había podido lograr, el abarrotero, y no el conquistador, es el verdadero padre español de la sociedad mexicana, con sus defectos risibles y sus sólidas virtudes; la mujer mexicana, infinitamente dulce y sumisa, débil por la fuerza misma del amor, admirablemente casta y buena, dominó a aquel hombre rudo y despertó en él la nobleza de carácter que yace dormida en el fondo del terrible luchador por la vida, en su período ascensional. Linares (don Fernando de Alencastre), Casafuerte (don Juan de Acuña), Amarillas (don Agustín de Ahumada), fueron virreyes del mismo genio, del mismo carácter y capaces de prestar los mismos servicios que los mejores de los que aquí mandó la monarquía austriaca; en nada cambió, pues, la faz de las cosas. El desgobierno de España durante el reinado de los grandes privados y del mentecato don Carlos II, en el siglo XVII, en nada había influido en la paralización de la máquina gubernamental de la Nueva España; estaba demasiado bien montada, dados los tiempos, para que pudiese sufrir alteraciones graves. Se había relajado harto la virtud de los agentes del poder real, se cometían mayores abusos, había más escándalos, se improvisaban más rápidas fortunas, y eso era todo; la corrupción espontánea del cadáver de la realeza española lo contaminaba todo, y resultaron extraordinarios los hombres cuyos nombres se acaban de citar. La casa de Borbón traía en su equipaje, al pasar los Pirineos, los hábitos de administración minuciosa y de centralización rigorosa establecidos tiempo ha en Francia, y el deseo de implantarlos en España y su imperio colonial. Pero las guerras constantes impidieron administrar normalmente; todo se dejó como iba y sólo se trató de buscar hombres honrados para desempeñar los primeros puestos en las colonias, y no siempre se acertó en la empresa.

     Y así se pasó la primera mitad del siglo; los virreyes fueron constructores de edificios notables en esa época (Casa de Moneda-Aduana), de buenos caminos; desempeñaron en las hambres y pestes, terribles algunas de ellas, que asolaron al país, el papel paternal de jefes de la beneficencia pública; pacificaron algunas comarcas que quedaron definitivamente sometidas, como el Nayarit, en jurisdicción de la Audiencia de Guadalajara, y en la Sierra Occidental la comarca marítima y fluvial que recibió el nombre de Nueva Santander, en los litorales del Golfo (Tamaulipas); fundáronse poblaciones nuevas como Linares (Nuevo León), se enviaron expediciones a Texas, se vigiló constantemente la defensa de las costas, en la que se gastaron sumas considerables, y se procuró remitir a España cuanto dinero se podía y del que llegaba cuanto los piratas y corsarios, que pululaban en los dos mares, no alcanzaban a apresar.

     Todo era, pues, lo mismo; en los intervalos de paz con Inglaterra (el reinado de Fernando VI) venía la necesidad de ayudar con cuanto dinero fuese posible a la liquidación del período de guerra. Los impuestos crecían, la exacción era empírica y arbitraria y los gobernantes, como el primer conde de Revilla Gigedo, aumentaban a la par las rentas reales y las propias. La gran tentativa de Alberoni para rehacer la potencia marítima de España, condición primera de la seguridad del imperio colonial, había fracasado lastimosamente desde los principios del siglo, y la ausencia de marina guardadora y el crecimiento formidable de la marina inglesa trazaban con caracteres bien visibles, en el cielo del porvenir, el destino de la España colonial.

     Si el reinado innovador de Carlos III hubiera sido también un reinado pacífico como el de su antecesor, quizás España no habría perdido su imperio continental en América en las desastrosas condiciones en que lo perdió. Pero empeñado, en sus alianzas onerosas con Francia y animado de una especie de odio personal hada Inglaterra, todo lo subordinó al famoso Pacto de familia, y al fin de su largo reinado el balance le fue completamente desfavorable y el desmembramiento del poder colonial español era claramente inevitable. Por supuesto, por gran rey que Carlos haya sido y, probablemente, después de Enrique IV, no lo hubo mejor que él en la familia; por gran rey, no en el sentido directo de que fuese una inteligencia superior en el orden político o administrativo, sino en el indirecto, por haber comprendido, a fuerza de honradez y buena intención, algunas de las grandes necesidades de la España de su época, y haber sostenido con tesón a los hombres capaces de remediar en parte esos males, el despotismo monárquico no se alteró en el fondo; al contrario, fue más absoluto porque organizó mejor la centralización del poder, a la francesa, pero dejó el carácter patriarcal del de los Austrias para tornar un carácter rigorosamente administrativo: no era un padre el tirano, era un gerente omnímodo, pero sometido a sus propios reglamentos.

     La primera preocupación, por instinto natural de conservación, fue la de establecer una serie de mejoras hacendarias que aumentasen las rentas reales; por desgracia, la suprema reforma hacendaria es la paz, y esa no existió sino por intermitencias. Sin embargo, mucho se hizo y se proyectó; mas dominados por el espíritu del tiempo (soplaba entonces un ciclón de filosofía negativista y destructora sobre la Europa intelectual, que tenía por foco la Enciclopedia) los consejeros del rey eran enemigos de la autoridad de la Iglesia católica, o por muy regalistas o por poco religiosos, y el rey no era hombre bastante penetrante para hacerse cargo de lo segundo, que habría lastimado su conciencia cristiana, pero sí suficientemente poseído de lo divino de su poder para abundar en las ideas de los primeros. Si hubiesen podido, probablemente habrían intentado desde aquellos años el desarme de la Iglesia en lo temporal, obligándola a transformar su propiedad territorial, enajenándola o tomando posesión de ella en nombre del Estado, con la condición de asalariarla; en ninguna parte era aquello posible entonces, menos en la España europea o colonial; pero uno de los órganos del poder de la Iglesia, la Compañía de Jesús, había crecido tanto, sus riquezas, aun haciendo a un lado las exageraciones, eran tales, su poder sobre inmensos grupos sociales tan profundo, que pareció a los políticos un suicidio del Estado tolerar tamaña fuerza dentro de su seno, fuerza que no podía ni quería ser nacional y era por esencia anti-laica, y pareció a los financieros que sería remedio radical para la situación precaria de la real hacienda secuestrar y vender los bienes verdaderamente colosales de aquel instituto que, por su maravillosa actividad comercial, tenía ciertos puntos de contacto con la célebre orden medieval de los Templarios; los ejemplos de Portugal y Francia, que habían asestado golpes mortales a los jesuitas, animaban a sus enemigos españoles.

     Y es bien conocida esta historia: imprudencias de la Compañía, poniendo enfrente del patronato regio sus privilegios en materia de pago de diezmos, concedidos por el Papa a la Corona en América; pretexto tomado en el famoso motín de capas y sombreros en Madrid, que hirió profundamente la susceptibilidad del rey y en el que se fingió creer complicados a los jesuitas; órdenes para la expulsión de los padres y sus servidores, a un mismo tiempo, de todos los dominios españoles, ejecutadas con pasmosa precisión en todas partes, y en la Nueva España por el honradísimo soldado marqués de Croix, para quien la obediencia ciega al rey y a la disciplina era una religión.

     Hubo en el país protestas, murmuraciones, tumultos sangrientos; pero todo pasó al fin, y cuando el Papa suprimió la Compañía de Jesús, no quedó más que inclinar la cabeza. Era cierto lo que militarmente decía, en un célebre bando en que anunciaba la expulsión, el marqués de Croix: «De una vez para lo venidero deben saber los vasallos del Gran Monarca que ocupa el trono de España, que nacieron para callar y obedecer, y no para discutir ni opinar en los altos asuntos del gobierno». Las personas capaces de medir la formidable dosis de despotismo que encerraba esa fórmula, contradicha por toda la primera parte del bando, que era una explicación sumaria del acto brutal del gobierno, callaron delante del virrey; pero opinaron y discurrieron a su gusto en la sacristía del curato, en el cuarto de la casera, en la celda del lego, en el refectorio del convento, en el corredor del seminario, en la casa de la hacienda, en el salón del oidor, en la sala de la marquesa y en la cámara del obispo. La medida causó estupor, angustia, indignación en los más; pocos comprendieron su trascendencia; fue ésta: los mexicanos ilustrados eran en su mayoría discípulos o admiradores de los jesuitas; los padres de la Compañía, al mismo tiempo que formaban las clases en que la nueva personalidad nacional tomaba conciencia de sí misma, la mantenían adicta a España; ya lo hemos dicho, el lazo moral de unión entre la metrópoli y la colonia era el clero, y para los que discurrían y opinaban, lo eran los jesuitas; sus inmensos servidos a la corona, porque con una legión de predicadores y de mártires habían conquistado para ella la zona septentrional de Nueva España, los hombres ilustres que en aquellos momentos precisos de la expulsión brillaban en sus colegios (Alegre, Clavijero, Abad), hacían más dura la expatriación.

    El espíritu de innovación no sólo soplaba para barrer obstáculos, sino que procuraba erigir y realizar un nuevo programa político y económico, en que no había, por cierto, un solo átomo de libertad. Como las exigencias del estado de guerra casi constante en que vivió el imperio español durante el reinado de Carlos III eran más premiosas cada día, resolvióse la Corte a dar un paso cuyas consecuencias, si no preverse, sí pudieron desde entonces presentirse: organizar un ejército colonial permanente que reemplazase a las milicias de voluntarios, que se levantaban en las localidades cuando había algún peligro y se disolvían cuando éste pasaba. De España vinieron oficiales, un inspector general, que entró desde luego en pugna con el virrey Cruillas (don Joaquín de Montserrat), y elementos de instrucción, que pronto produjeron el resultado apetecido: reclutado por medio del enganche, o por esa especie de plagio o secuestro criminal que se llamó la leva, el ejército, compuesto en los comienzos de dos o tres regimientos (infantería y caballería) y algunos piquetes, entre ellos uno de ingenieros (luego hubo artillería), costaba en 1765 más de seiscientos mil pesos: los mexicanos tomaron así las armas; no las volvieron a soltar. En la parte administrativa es capital la visita que, con la investidura de visitador, pero en realidad con poderes omnímodos, hizo al virreinato don José de Gálvez, el futuro marqués de la Sonora y ministro de Indias. Fue motivo de admiración en México la actividad del visitador; seco y severo, mas infatigable, pronto nulificó casi por completo la autoridad del virrey. Sus instrucciones secretas se referían precisamente a investigar la verdad del formidable peculado de que sus enemigos acusaban a Cruillas. Gálvez atendió a todo: a mejorar el estado militar del virreinato, a establecer en él un régimen financiero honrado, aunque partiendo de ideas que hoy pudieran juzgarse anti-económicas (estancos, loterías), pero que dieron por resultado un aumento constante en las rentas reales, que en pocos años pasaron de seis a veinte millones; a pacificar definitivamente y organizar las provincias septentrionales de California y Sonora, tarea que el visitador dirigió personalmente, poniendo las misiones en manos de los franciscos, con quienes se substituía a los expulsados jesuitas, y tomando parte en cuanta medida fue preciso llevar a cabo para atenuar las consecuencias de las disposiciones reales, que constituían tamañas novedades en el virreinato y que acarrearon muy serias dificultades, sobre todo las referentes a los jesuitas, a la venta de sus bienes confiscados y depositados (que se llamaron temporalidades) y al establecimiento del estanco del tabaco, de que se prometía Gálvez una renta muy pingüe para la corona. Pero se notaba en todo que el país se movía, que había un deseo de protestar, de sacudir lo que sobre él pesaba, y se resumía en esta frase: los españoles no nos dejan tomar parte en el gobierno de nuestro país y se llevan todo nuestro dinero a España. Los proyectos político-administrativos de Gálvez, sobre todo el relativo a intendencias, no se ejecutaron sino cuando, a su vuelta de México, fue nombrado ministro universal de Indias. Su intento era, creando una verdadera administración de la América española, administración que hasta entonces no había existido propiamente, hacer más sólida la adherencia entre la metrópoli y sus colonias. Esos hombres de Carlos III tenían miras muy vastas, mas habrían necesitado para realizarlas que el rey hubiese vivido cincuenta años más, y una paz ininterrumpida; posible es que hubiesen llegado a realizar la emancipación de las colonias. Hay que tener presente el famosísimo proyecto del conde de Aranda, presentado al rey algunos años después de que el marqués de la Sonora comenzase a realizar su vasto programa de reformas administrativas; en ese documento, profetizando con pasmosa clarividencia el engrandecimiento de los Estados Unidos, que acababan de nacer (1783), decía: «V. M. debe deshacerse de todas las posesiones que tiene sobre el Continente de las dos Américas, conservando solamente las islas de Cuba y Puerto Rico en la parte septentrional y alguna otra que pueda convenir en la parte meridional, con el objeto que pueda servirnos de escala de depósito para el comercio español».

     Por desgracia, toda la política exterior de Carlos giró en torno del Pacto de familia, y esto era condenarse a la guerra marítima incesante; no puede la historia hacerle por ello un grave reproche; el crecimiento marítimo de Inglaterra era, a la larga, la absorción del imperio colonial español; para limitar ese crecimiento, España no bastaba; su alianza con Francia parecía equilibrar las probabilidades de éxito, y esto decidió la orientacián de la política del rey español.

     Mas el resultado fue terrible: España se vio obligada a dos cosas de gravísima trascendencia: a crear un ejército colonial y a ayudar a la emancipación de las colonias inglesas de América. Lo primero fue un mal, porque absorbió la savia del presupuesto colonial, admirablemente mejorado desde las reformas de Gálvez; porque despertó el espíritu militar, bien dormido en la América española, pero latente en la sangre del mexicano, formada por la combinación de dos sangres guerreras y aventureras; porque el ejército, lejos del centro de autoridad y de obediencia, suele tornarse en opresor o insubordinado; porque hizo concebir a los mexicanos la idea de que podía aquí mismo encontrar la sociedad, que ya empezaba a sentir anhelos de libertad, como lo demostraron las pesquisas hechas en tiempo del marqués de Croix, la fuerza militar necesaria para realizarlos. Lo segundo, la ayuda a las colonias inglesas, fue un ejemplo que poco tardó en llamar la atención de los mexicanos: lo que era lícito contra Inglaterra, ¿cómo no lo era contra España? En principio, en teoría, en la opinión de los pensadores, la independencia, es decir, la conciencia de la virilidad plena, que hace pasar a un grupo social de la patria potestad a la autonomía jurídica, era un fenómeno en completa evolución aquí en el último tercio del siglo XVIII.

     Por fortuna para la dominación española los últimos virreyes del siglo fueron, con una excepción, hombres buenos, y dos de ellos excelentísimos: me refiero a Bucareli y al segundo Revilla Gigedo.

     Croix fue muy duro, pero honrado y justiciero; Mayorga, virrey ocasional, gobernó durante la guerra entre Inglaterra y España, aliada de Francia y los Estados Unidos, y procuró ayudar a los gobernadores de Luisiana y Yucatán, que atacaron, no sin éxito, a los ingleses en Panzacola y en Walix (Belice); los dos Gálvez, un anciano probo y protector del arte el primero, y luego su hijo, un oficial lleno de ambición de gloria y popularidad, que habría sido un gran virrey a no haber muerto tan presto, representaron el nepotismo del famoso ministro universal de las Indias. La rápida sucesión de virreinatos e interinatos de audiencias y arzobispos trajo no poca confusión y desconcierto; Flores se empeñó en corregirlo todo, poco pudo hacer: el deficiente era de más de un millón, la deuda ascendía a veinte, era preciso aumentar más y más los recursos militares; la Nueva España tenía ya su intendente general del ejército y la real armada (Mangino), especie de ministro de Guerra y Marina que compartía el gobierno con el virrey; el resto del reino se había dividido definitivamente en intendencias, que se iban implantando trabajosamente y con mucha resistencia. Llegamos al año de 1788; en el anterior había muerto el tenaz reorganizador de la administración colonial, don José de Gálvez; en éste murió Carlos III, que dejó gran memoria, sin ser un gran rey, y con él concluyó la aptitud de la dinastía borbónica para producir hombres adecuados a los pueblos que gobernaban. Al mismo tiempo que el inepto Carlos IV subía al trono, llegaba a México el segundo conde de Revilla Gigedo.

     Ya lo dijimos; Bucareli y él casi reconciliaron a la sociedad mexicana con la dominación española, repugnada por buena parte de la nueva generación criolla y mestiza, y pasivamente odiada por los indígenas, como todo amo es odiado, en principio, por el siervo. Bucareli fue uno de esos hombres capaces, a fuerza de bondad y celo, de hacer aparecer bueno un régimen malo. Lo era éste: el aislamiento, la incomunicación entre la Colonia y el resto del mundo se acentuó más, y era que, inhábiles los gobernantes para llevar a cabo una reforma absoluta del sistema colonial, que habría exigido otra en la misma España, tenían miedo redoblado y justo de que el contacto de las colonias con la civilización indujera a los colonos a sacudir el yugo: y, por otra parte, sabían que, mientras más se retardaba este momento fatal, el peligro de una explosión sería mayor... y atendían al mal próximo y encomendaban al tiempo lo demás. Mal cálculo. Sea lo que fuere, y a pesar de sus empeños en pacificar las zonas vagas limítrofes con Texas, Chihuahua y Sonora, en donde las hordas nómadas, clandestinamente armadas por los ingleses, mantenían un estado igual a aquél en que se hallaba el centro al día siguiente de la conquista, y de que aumentaban los gastos, mejoró la hacienda, dio alas al comercio, que tomó un incremento extraordinario en su época, y subió el crédito a un grado inverosímil. Fue aquélla una época dichosa en la colonia, que acalló sus aspiraciones; fue la época en que el meritísimo arzobispo Lorenzana, un ángel de caridad, establecía planteles de socorro para las formas más conmovedoras del desamparado, y reunía el cuarto Concilio mexicano para reproducir en él las muestras de celo evangélico y de amor por los conquistados que caldeó el corazón de los apóstoles del siglo XVI.

     Diez años después del eximio Bucareli llegó Revilla Gigedo. Este hombre fue pasmoso de actividad y acierto; México era una gran ciudad, sus habitantes amaban el lujo; pero como buenos hijos de españoles y educandos de frailes, sus habitantes no tenían noción clara de la policía, del aseo público, de la higiene, de la verdadera comodidad, de la cultura en suma. Todo esto quiso transformar el virrey, y logró tanto, que algunas de sus disposiciones serían todavía benéficas a la capital de la República si tornasen a regir.

     Pero no fue sólo el mejor edil que México ha tenido, fue un gran gobernante: la milicia, la hacienda, las intendencias, los tribunales, todo fue inspeccionado por él, en todo puso la mano; en todo, bien. Se enpeñó en dar conciencia de sí mismo al pueblo, mexicano, y creó escuelas primarias y fomentó las superiores; protegió los estudios históricos, los artísticos, la agricultura, la minería, el comercio, pero todo en medidas prácticas, con verdadero criterio político. ¿Cómo Bucareli y Revilla Gigedo no tienen sus estatuas en México, que les debe tanto? No, en su tiempo el grito de independencia, muera el mal gobierno, habría sido imposible.

     Del gobierno de Carlos III al de su hijo la transición fue una caída, fue un salto en el abismo, el problema cada vez más premioso de la reforma interior cesó de resolverse lenta y normalmente. Ni podía: las circunstancias exteriores se impusieron con tremenda energía sobre un pueblo que se desprendía de lo pasado, sin ver claro en lo porvenir; había ideales administrativos, no nacionales; las circunstancias exteriores se sumaban en este hecho, la guerra en estas dos formas: o guerra con Inglaterra y pérdida del imperio colonial, o guerra con Francia (con la Francia de la Revolución y la del imperio napoleónico) y naufragio de la dinastía y de la independencia nacional. Para encontrar un paso entre estos dos terribles extremos no habrían sido bastantes el talento y la experiencia de los hombres de Carlos III; estos hombres fueron postergados. Carlos IV era un hombre bueno, un príncipe inepto y débil, absolutamente incapaz de sacudir el dominio de su mujer; era un Luis XVI rebajado. La reina, cuya fealdad, que no se atrevió a disimular el realista pincel de Goya, había crecido con los partos numerosos y con los años, reunía a una inteligencia notable y a una sorprende aptitud para la intriga, una sensualidad feroz, como es siempre la de las mujeres feas. Entre el rey y la reina aparece don Manuel Godoy, el favorito de entrambos; explotador desenfrenado de la pasión que María Luisa había concebido por él, supremo farsante que quiso rescatar ante la historia su cínica grandeza de alcoba con algunas buenas determinaciones, que lo enmascaran de gobernante ilustrado y patriota; el privado, ascendió a puestos de distinción en el ejército, logró desembarazar su camino de Florida Blanca, a quien debimos el excelente gobierno de Revilla Gigedo, y que, espantado por las prácticas revolucionarias en Francia, había abandonado sus programas reformistas declarándose absolutista intransigente. Dio Godoy el poder al conde de Aranda, que se manifestó inhábil en grado extremo y sometido casi incondicionalmente a la política francesa; por fin fue ministro el favorito a los veinticinco años. Su retrato, revestido de sus galanos arreos militares, pintado por Goya, traduce bien la inmensa nulidad moral del cortesano, encubierta por una figura simpática y sensual, por el estilo de la del famoso Barrás, el jefe desvergonzado del Directorio francés. Bajo esta trinidad regia comenzaba a erguirse, planta venenosa nacida de todo aquel cieno y reconcentrándolo en una de las almas más espontáneamente viles de que la historia ofrece ejemplo, el joven príncipe de Asturias, el futuro don Fernando VII.

     Godoy, en cuanto se sintió dueño oficial del poder, comenzó a hacer ostensiblemente lo que ya estaba haciendo desde el retrete de S. M. la reina: la distribución de los puestos, de los honores y de los dineros públicos entre sus parientes y favoritos. Aquella Corte, contaminada y corrompida hasta la médula de los huesos, se disputaba las sonrisas y los favores del favorito. A esta política debimos los mexicanos la administración del italiano Branciforte (don Miguel de la Grua Talamanca), hombre venal, que vino al virreinato para hacer su agosto, como suele decirse, y a cuyas extraordinarias aptitudes adulatorias debió México la admirable estatua de Carlos IV, obra del artífice español don Manuel Tolsá, en que la desgraciada figura del rey de don Manuel Godoy queda embebida hasta desaparecer bajo una máscara de bronce imperial soberanamente majestuosa y noble. La prisión y el proceso de Luis XVI causaron en España espanto e indignación; su muerte, que Carlos IV se esforzó por evitar hasta el último instante, atrayéndose las injurias de la Convención, provocó estupor general, rabia luego y deseo de venganza; el entusiasmo fue indecible, y Godoy se encontró a la cabeza de un pueblo heroico. La guerra, en que los ejércitos españoles hicieron el papel menos desairado que pudieron, terminó en 1795 con la paz de Basilea, a la que siguió pronto un tratado de alianza entre España y la República francesa contra Inglaterra (1796). Godoy, que en todo esto se dio la importancia de un gran general y un diplomático constimado, fue creado príncipe de la Paz; era cuando de veras empezaba la guerra.

     Inglaterra comenzó asestando un golpe casi mortal a la marina española (San Vicente), bombardeó a Cádiz, se apoderó de la isla importantísima de la Trinidad, cerca de la desembocadura del Orinoco, atacó algunos establecimientos de las costas americanas, aunque sin éxito, y comenzó a sembrar en la América del Sur ideas de insurrección contra España y hasta a fomentar tentativas formales como la del general Miranda (un caraqueño que había militado con Dumouriez en los ejércitos de la Revolución) en Venezuela, que fracasó. Branciforte se preparó a la lucha con Inglaterra; el gobernador de Yucatán, O'Neil, intentó sin buen suceso la reconquista de Belice y, en mitad de la tremenda crisis financiera que provocaron los derroches del favorito y la guerra marítima, que iba acostumbrando a las colonias a vivir aisladas de España, el rey se vio obligado a separar a Godoy, cohibido por la indignación universal y por las exigencias francesas; un ministerio honrado, presidido por Saavedra y jovellanos, subió al poder; inmediatamente fue reemplazado Branciforte por el ilustrado señor Azanza, que desempeñaba el ministerio de la Guerra en España; esto indicaba la gran importancia que allí se daba a la seguridad de las colonias, cuya insurrección entraba ya ostensiblemente en los planes de Inglaterra y menos aparentemente en los de los Estados Unidos. Sin el levantamiento de España en 1808, México y toda la América española habrían sido, no una colonia, que esto era ya imposible, sino un dominion inglés, compartido luego con los anglo-americanos. Pronto Jovellanos, que había querido reducir a la Inquisición a sujetarse a las reglas del derecho penal ordinario, lo que la nulificaba, abandonó el ministerio, y una caterva de aventureros y charlatanes reinvadió los puestos públicos. Azanza, que sólo había podido ocuparse en armar las costas y en vigilar ciertos movimientos inquietantes en el interior (conjuración de los machetes), que eran más bien síntomas que peligros, porque indicaban que ya el pensamiento de la emancipación podía implantarse fácilmente en los cerebros mexicanos, abandonó el virreinato en el último año del siglo. Su sucesor, Marquina, se ocupó también en vigilar conspiradores y en reprimir extraños alzamientos de indígenas. Vuelto Godoy, no a la privanza, que llegó a entibiarse aunque no a desaparecer, sino al solio, envió a encargarse del virreinato a don José Iturrigaray. Habíase celebrado el año anterior (1802) la paz de Amiens, entre Francia, España e Inglaterra. Fue una paz efímera, una tregua: no había conciliación posible entre aquellos intereses, dadas las circunstancias, desde que el jefe del Estado en Francia, el dictador Bonaparte (cónsul vitalicio y luego, en 1804, emperador), comprendió esto, se propuso herir en el corazón a Inglaterra invadiéndola; necesitaba para ello de todos los recursos marítimos de España que, aunque a la ruptura de la paz deAmiens había pactado su neutralidad, ante las exigencias de Francia y las tropelías de los ingleses, tuvo que someterse a la dura necesidad y declarar de nuevo la guerra a éstos. El emperador abandonó momentáneamente su tentativa contra Inglaterra para hacer frente a la coalición de Austria y Rusia; mientras la vencía, Nelson y la escuadra inglesa herían de muerte en Trafalgar (1805) al poder marítimo de Francia y España, que hacían el esfuerzo supremo; desde entonces no pudo esta nación recuperar un puesto importante entre las potencias marítimas; su imperio colonial estaba a la merced de los dueños del mar.

     Napoleón, obligado por Trafalgar a renunciar a la invasión de Inglaterra, empezó a concebir el proyecto inmenso de impedir al comercio inglés la entrada en los puertos europeos y reducir por inanición a aquel pueblo de mercaderes a solicitar la paz: este proyecto se llamó el bloqueo continental. Creyendo que España consistía en una corte profundamente corrompida, en la familia real, en que las desavenencias entre el favorito Godoy y el príncipe de Austurias habían tomado las proporciones de una rebelión, en la ignorancia del pueblo, que la Inquisición había disputado a las ideas reformistas, en la miseria pública, que era espantosa, en la bancarrota perenne del erario, que aumentaba de año en año por las centenas de millones el deficiente, dispuso de ella a su arbitrio. Primero, la lanzó sobre el reino de Portugal, que podía considerarse como una dependencia inglesa y que distribuyó de antemano entre unos Borbones de Italia, Francia y un futuro rey de los Algarbes, que debía ser don Manuel Godoy. Mas la impopularidad y el odio por el favorito aumentaba de día en día, a compás de la creciente simpatía por el príncipe Fernando y del inmenso prestigio de Napoleón; éste era tal que, cuando con el pretexto de invadir a Portugal los ejércitos franceses penetraron en España, el pueblo español aplaudió, creyendo que iban a derrocar a Godoy. Pero pronto las cosas tomaron otro cariz; el emperador que, haciendo a un lado sus promesas a España, había ocupado militarmente a Portugal, se apoderó descaradamente de algunas plazas fuertes en el norte de la Península, y en los primeros meses de 1808 su ejército avanzó hasta Madrid. Entonces la familia real proyectó huir a América y venir a establecerse en la Nueva España, como los Braganzas lo habían hecho en el Brasil.

     El populacho de Aranjuez, resuelto a impedir la fuga, azuzado por los partidarios de Fernando y auxiliado al fin por la tropa, logró derrocar a Godoy, y la rebelión obtuvo, al fin, la abdicación de Carlos IV en favor del príncipe de Asturias que, proclamado rey, hizo su entrada solemne en Madrid delirante y en presencia de las tropas francesas, mandadas por el gran duque de Berg (Murat). Napoleón, al saber esto, llamó a Bayona a todos: a los reyes, al príncipe, al favorito, para pronunciar como árbitro; todos fueron, y allí deshizo la abdicación de Carlos, que la renovó en favor del emperador de los franceses, quien cedió la corona de España a su hermano José. El pueblo de Madrid contestó con la insurrección del Dos de Mayo a tamaño atentado; la insurrección fue ahogada en sangre en su foco, pero cundió por todas partes, y en ausencia de los reyes se procedió a la creación de Juntas organizadoras del levantamiento; en ellas los hombres de todas las opiniones tomaron parte, los que venían del pasado y los que iban al porvenir. Estas Juntas multiplicaron los focos de resistencia, y se pusieron en contacto con los agentes de Inglaterra, que observaba con profunda atención los acontecimientos; precisamente había terminado ya sus aprestos marítimos para invadir e insurgir las indefensas colonias, y el mismo futuro héroe de las guerras de España y de la lucha final contra Napoleón, el después duque de Wellington, iba a mandar toda la operación. La revolución española hizo cambiar de orientación a la política inglesa y las fuerzas británicas se dirigieron a Portugal.

     La revolución española, porque esto fue, en suma, pues que de ella iba a nacer, dolorosa pero indefectiblemente, la destrucción del régimen antiguo, tuvo un rechazo formidable en México; era fácil contener la exteriorización de las ideas, era imposible impedir que siguiesen su camino en la sombra; la Inquisición, desprestigiada y quebrantada, luchaba para cerrar los intersticios de las puertas cerradas, para hacer hermética la clausura. ¡Imposible! Por entre sus dedos mismos filtraban los rayos de la luz nueva; las refutaciones de los abominables errores políticos y religiosos, como se decía, que habían informado a la Revolución francesa y los que habían sido su consecuencia, revelaban la parte más brillante de esas abominaciones, que se sumaban en estos dos divinos sofismas: el individuo es libre; el pueblo, es decir, la mayoría social, es soberano. Luego vinieron los acontecimientos, la intimidad del gobierno español y la revolución maldecida (Aranda), las doctrinas impías de algún ministro de la corona (Urquijo), los escándalos, erigidos por Godoy en sistema de gobierno, y luego la popularidad de Napoleón, que como era un aventurero supremo, exaltó toda la levadura de aventurerismo que existía en la sangre de los mexicanos y produjo en ellos el insaciable afán de conquistar en lo desconocido un mundo nuevo.

     Iturrigaray armaba a los mexicanos, como lo habían hecho sus antecesores, para acudir a los apremios de la guerra con los ingleses, y así quedó definitivamente constituida una clase militar que en más de dos siglos no había existido y que exigió con arrogancia fueros y privilegios. Iturrigaray buscaba la popularidad en esta clase, y en los acantonamientos de Jalapa, se daba ínfulas de monarca; entretanto se enriquecía de cuantos modos le era posible, tendiendo la mano a todos los obsequios y ayudando a todos los prevaricadores. Era un Godoy; y como las comunicaciones con la Península eran escasas y precarias, y como tenía contento al gobierno de Madrid enviando cuando, había ocasión cuanto dinero podía, estaba seguro de ser irresponsable de hecho, y seguía tranquilo desde aquí el curso de los acontecimientos, confiado del favor de su amo y en la buena estrella de éste.

     En México, sin embargo, la opinión se agrupaba en centros diversos de un modo ostensible. La lucha entre los criollos y los españoles se exacerbaba de un momento a otro: más que nunca se creían los primeros con derecho a ser los agentes del rey de España en el gobierno del país; en los tiempos de Carlos III habían elevado al rey la más razonada de las manifestaciones en este sentido, poco habían obtenido; pero en la inmensa crisis que envolvía a Europa, sentían instintivamente que se iba a presentar la coyuntura de lograr sus propósitos. Los españoles puros, que no eran ni la décima parte de los españoles criollos, compartían con éstos la riqueza, y casi monopolizaban los cargos en las Audiencias y los altos empleos; en algunas ciudades gobernaban los ayuntamientos (como en Zacatecas y Veracruz); suyo eran el clero superior y el Consulado, que les servía de centro de resistencia, y estaban resueltos a luchar a todo trance antes que dejarse arrebatar la presa. ¿Cómo iban a entrar en acción y pasar a los hechos estos elementos incompatibles?

     Llegó a México la noticia del motín de Aranjuez, de la abdicación de Carlos IV, de la exaltación al trono de Fernando VII, que Iturrigaray, profundamente inquieto, hizo jurar en México por rey de España y de las Indias. El naufragio de Godoy lo arrastraba al abismo; procuró salvarse, y esperó; esperó poco: los acontecimientos de Bayona y la noticia de la sublevación de Madrid contra el régimen francés cayeron en México como el rayo: de hecho no existía el gobierno de España; la Colonia rechazaba unánimemente, por lealtad a los reyes destronados, el gobierno de José Napoleón, y el virrey y la Audiencia, por la fuerza de las cosas, reasumieron el poder. ¿Con quiénes lo iban a compartir? ¿Con los criollos? Equivalía esto a la independencia. ¿Con los españoles? Sería una declaración de guerra a los mexicanos. Pronto se vio esto: Iturrigaray se inclinaba a los mexicanos; la Audiencia se apoyaba en los españoles intransigentes. El virrey provocó juntas de la Audiencia, el Ayuntamiento de México, órgano del partido criollo, y algunos notables; en septiembre de 1808 llegaron representantes de Juntas españolas que se apellidaban soberanas, y si esto aumentó la confusión, alentó a los españoles, porque indicaba que la resistencia se organizaba en la Península. El partido mexicano sostenía que no debía reconocerse a ninguna Junta, que debía convocarse un Congreso en México y que éste y el virrey deberían gobernar hasta que Fernando recobrase su libertad. En la sesión solemne que se celebró en Palacio, se vio claramente cuánto habían adelantado las ideas nuevas, cuánto habían leído los mexicanos y cuán impotente había sido la Inquisición para impedir la transformación del alma de un pueblo. El programa de los españoles era reconocer a la Junta de Sevilla e impedir y ahogar en México todo conato de libertad. «Esta palabra, decían los individuos del Consulado, suena aquí a independencia». Para llegar al resultado que deseaban los cónsules, los oidores, los españoles ricos se concertaron; sus asalariados invadieron una noche el Palacio, prendieron al virrey, lo depusieron, nombraron a un anciano militar español en su lugar, capturaron a los jefes del movimiento favorable a la emancipación provisional, y la Audiencia usurpadora gobernó. Los mexicanos no desperdiciaron la lección: supieron que desde entonces gobernaría el que pudiera más; era preciso poder.

     Coincidió con la venida a México de Iturrigaray, la del insigne polígrafo Alejandro de Humboldt, que hacía algún tiempo realizaba una exploración científica de América, con los permisos del gobierno español. Su impresión, al conocer la Nueva España, viniendo de Sud-América, fue la del que pasa de la semi-barbarie a la civilización; describió el aspecto físico, que solía ser maravilloso, del país que visitaba, sus inmensas riquezas mineras principalmente, su producción en metálico, superior a la del mundo entero y, a pesar de que apuntó sabiamente lo que disminuía, desde el punto de vista económico, el valor de estas riquezas la falta de población y de comunicaciones, de ríos sobre todo, contribuyó a acreditar este tremendo error, sobre el cual ha tenido su indolencia mendicante el pueblo mexicano desde que se sintió libre: México es el país más rico de la tierra. Describió con admirable proximidad a lo cierto (en relación con los escasos recursos estadísticos de la época) el estado social de México, apoyándose en autoridades fehacientes, en testimonios de los mismos privilegiados, del clero sobre todo. Clasificó y distribuyó la población, aproximadamente, en cerca de tres millones de indígenas, en algo más de dos millones de mestizos y en menos de millón y medio de blancos, de los cuales unos cien mil eran nativos de España. Subiendo del indígena al criollo, mostró cómo, a pesar del empeño de los ministros de Carlos III para emancipar al indio de la tiranía del Alcalde y del Corregidor (que fueron reemplazados por el subdelegado); a pesar de la supresión de los repartimientos y de la extinción casi total de las encomiendas, el indio, recluido, aislado, casi sin posibilidad de adquirir propiedad territorial individual, y por consiguiente de reforzar su personalidad, seguía siendo el siervo de la Iglesia, del español y del criollo. Mostró al casta o mestizo (como hubo pocos negros, comparativamente, en la Nueva España, la mezcla era casi toda de blancos e indios), confundido en las propiedades rurales con el indio, levantado un poco en la población urbana, en que comenzaba a recibir alguna instrucción, trabajador activo y a veces de una honradez soberana (a los porteadores, v. g. , los comerciantes les fiaban todo; jamás faltaron a sus compromisos); pero frecuentemente dominado por los vicios, que la inactividad profunda de la sociedad tenía en suspensión, como gérmenes patogénicos; se distinguía por sus aptitudes para asimilarse todo cuanto de fuera venía, bueno o malo, y por su odio profundo al blanco; y encima el criollo, propietario, frecuentemente vicioso y aborrecedor del español puro, que consideraba como usurpador de cuanto poseía en la Nueva España: el empleo, la tienda de abarrotes, la de seda y lencería y la finca de campo. Humboldt señaló los esfuerzos recientemente hechos para hacer subir el crecimiento intelectual de la Nueva España; si en los seminarios y antiguos colegios de jesuitas dirigidos por el clero secular, continuaba la fábrica de clérigos y abogados, por medio de la más rutinera e indigente de las enseñanzas, con un programa de cursos científicos deplorable, lo que iba a acarrear al país el inmenso mal de ser dirigido más tarde por hombres de educación puramente literaria (los abogados), en cambio la instrucción científica, en el espléndido palacio que se llamaba el Colegio de Minas, construido por Tolsá, y en otros institutos de las provincias, era notablemente avanzada. Habló también con gran encomio de la educación artística y de la Academia de las Bellas Artes.

     El ilustre viajero se refirió a la división política del país: los dos grupos de las provincias internas al Norte, en que dominaba la población blanca, pero surcadas incesantemente por tribus nómadas; su división en provincias del Oeste (Sonora, Durango o Nueva Vizcaya, Nuevo México y California) y del Este (Coahuila, Texas, Colonia del Nuevo Santander, Nuevo Reino de León), que constituían verdaderos gobiernos militares, mezclados, en parte con el régimen de intendencias, y las intendencias de México (1.511.900 habitantes), Puebla (813.300), Veracruz (156.000), Oaxaca (534.800), Yucatán (465.800), Valladolid (476.400), Guadalajara (630.500), Zacatecas (153.300), Guanajuato (517.300) y San Luis Potosí (230.000). Todo era paz, tranquilidad y prosperidad en la apariencia; todo corrientes fervorosas de ideas y anhelos y aspiraciones nuevas en el fondo social.

     A Iturrigaray había sucedido, tras breve interregno, el arzobispo Lizana, hombre bueno, ocupado principalmente en atajar el descontento de los mexicanos, a fuerza de lenidad e indulgencia (se conspiraba frecuentemente), y en enviar dinero a España, más que nunca comprometida en la lucha sin tregua por la Independencia.




ArribaAbajoCapítulo VII

La independencia (I)


Los antecedentes; el Cura de Dolores; Insurrección General; los Triunfos. Calleja; la Guerra a muerte; Represión y Conquista. Morelos; la Guerra en el Sur; Organización legal de la Insurrección. Virreinato de Calleja.

     Iturrigaray, al estallar en España la lucha contra la intervención francesa, había proclamado, en cierto modo, la independencia provisional de México. «Concentrados en nosotros mismos, decía, sólo obedecemos al rey y desobedeceremos a las Juntas que el rey no hubiese creado [lo que era imposible dada la situación de Fernando], y en este solo caso las obedeceremos en los términos que marquen las leyes.» Los españoles lo derrocaron, ya lo vimos, y pusieron a la Nueva España bajo la dependencia de la Junta Central. Los mexicanos no perdonaron esto; entendían, casi unánimemente, que dependían del rey de España, no del pueblo español, entidad nueva, legalmente extraña a la conquista y al gobierno de la Colonia. Esperaron, conspiraron; se sentían (hablo del grupo superior por su educación y su posición social) llegados a la mayor edad; de la conciencia de que eran ya un pueblo formado, sacaban la convicción de que podían emanciparse, y de la situación de España la de que debían hacerlo.

     Se conspiraba en Morelia, en Querétaro: la conspiración de Querétaro, de que era centro y alma un joven oficial, que había conocido a Iturrigaray en el cantón de Jalapa, don Ignacio Allende, se organizaba trabajosamente hasta que tomó parte en ella el cura del pueblo vitícola de Dolores, en la intendencia de Guanajuato. El cura don Miguel Hidalgo se acercaba a los sesenta años; era hijo de un español radicado en una aldehuela de la jurisdicción de Pénjamo, había recibido cierta esmerada educación literaria y teológica y, a pesar de que la poca corrección canónica de algunas de sus doctrinas le había merecido severas amonestaciones, después delaber sido el rector de uno de los mejores seminarios del país (San Nicolás, en Valladolid, hoy Morelia), había logrado el buen curato de Dolores; en él, sin duda, continuaba sus lecturas de libros franceses y españoles prohibidos, y meditaba. Pero no era un contemplativo, era un hombre de reflexión y de acción; pretendía, por medio del trabajo y creando y fomentando industrias (la industria vinícola, la sericícola, la alfarería), lo que era poco grato a las autoridades de la Nueva España, mejorar la situación de sus feligreses indígenas. Atento, con ardor profundo y contenido, a cuanto pasaba en España y a las consecuencias que aquí tenían estos sucesos, cuando consintió en formar parte del grupo que Allende organizaba, comenzó, desde luego, a fabricar armas. La seguridad de que los españoles, a pesar de su heroísmo, no vencerían la invasión napoleónica, la exasperación que producía la extracción constante de numerario (once millones en 1809 y 1810) para favorecer una causa perdida, el mezquino decreto de la Junta Central concediendo a cada uno de los virreinatos americanos el derecho de hacerse representar en la Central por un diputado, producían una tensión indecible en los ánimos. A la primera parte de la lucha, que terminó en Bailén y en la retirada del rey intruso de Madrid, había sucedido el período de los triunfos franceses, inaugurados personalmente por Napoleón; ya no había remedio, la causa de Fernando VII era desesperada; así lo sabían los mexicanos cuando la invocaron al hacer la Independencia. La Regencia organizada en Cádiz, último y al parecer precario baluarte de la nación española, lanzó sobre los americanos, que ya comenzaban a sublevarse en Sud-América; una proclama en que les reconocía su pleno derecho a tomar parte en su propio gobierno, convocándolos para hacerse representar en las Cortes; decía en esa proclama, que podía servir de preámbulo y justificación a cualquier movimiento emancipador: «Desde este momento os veis elevados a la dignidad de hombres libres, españoles-americanos; no sois ya los mismos que antes, encorvados bajo un yugo mucho más duro mientras más distantes estabais del centro del poder; mirados con indiferencia vejados por la codicia y destruidos por la ignorancia». La Nueva España nombró sus diputados a Cortes, lo que puso en movimiento a todo el poder municipal e hizo concebir insólitos anhelos de autonomía y libertad.

     Los antiamericanos, o gachupines, como de tiempo inmemorial solían motejarlos los criollos, el comercio, es decir, el Consulado, que era el senado mercantil de la Nueva España e influía en los ministros de la Regencia por medio de sus aparceros los mercaderes de Cádiz, lograron que el arzobispo fuera removido y que la Audiencia, en que había hondas divisiones, pero que estaba animada por el espíritu antiamericano, se encargase provisionalmente del gobierno. El inquisidor Alfaro había sido el oráculo del señor Lizana; el oidor Aguirre, hombre resuelto y ambicioso, recién vuelto del destierro a que lo había condenado el arzobispo, fue, a pesar de su poca amistad con Catani, el presidente de la Audiencia, el alma directora de ésta, que naturalmente tomó un marcadísimo tono reactor, hostil a las ideas nuevas; con ella se entronizó de nuevo el partido que había derrocado a Iturrigaray y cuyo programa podía condensarse en esta fórmula: la Nueva España para los españoles. Los conjurados se dispusieron a entrar en acción.

     Del acantonamiento de tropas en Perote y Jalapa, al mando de Iturrigaray, brotó la idea de la insurrección; muchos brillantes oficiales mexicanos allí se vieron y se entendieron; la primera forma que asumió para ellos la idea de Patria, que en estado difuso era ya dueña de grandes grupos de almas, fue la que esbozaron en sus proposiciones los síndicos del Ayuntamiento de México ante Iturrigaray, el jefe simpático que en los acantonamientos militares había adquirido gran popularidad entre los oficiales criollos. Todos sus ensueños de autonomía vinieron por tierra con el destronamiento brutal del virrey, y cuantos conocen la forma seca y profundamente humillante y exasperadora que suele tomar el despotismo español, aun cuando en el fondo pudiera ser más generoso que otros, comprenderán el estado de ánimo de los oficiales mexicanos. Algunos se mantuvieron fieles a la causa española, como el joven oficial Iturbide; otros compañeros suyos conspiraron en Valladolid (Morelia), pero fueron descubiertos y suavemente castigados; mas la conspiración, abortada en Valladolid, renació en Querétaro, en donde los afiliados formaron un grupo considerable que bajaba del corregidor Domínguez, jefe del poder judicial en la localidad, hombre probo, instruido y apocado, hasta los González, que tenían gran ascendiente en los grupos del pueblo a que pertenecían. La conspiración estaba ramificada en diversas ciudades, pueblos y haciendas del Bajío, en septiembre de 1810. El capitán de dragones del regimiento de la Reina, don Ignacio Allende, que había podido evadir las persecuciones dirigidas contra los conspiradores de Valladolid, de quienes era activo agente, fue el promotor de esta organización revolucionaria. El sentimiento patriótico se condensaba en esta fórmula: la Nueva España para los mexicanos, o americanos, como decían nuestros abuelos; pero para llegar allí era preciso arrebatarla a los españoles; era necesaria la lucha, y una lucha probablemente desesperada. Esta idea, perfectamente justa, entró bien en el cerebro de Allende y sus coadjutores. Hidalgo, a quien el soldado quería confiar el primer papel en la acción, por el inmenso prestigio que le daba sobre las multitudes su carácter sacerdotal, porque en él la idea de la independencia tenía un sello superior, eminentemente social, pues equivalía a la emancipación del indio, declarándolo mayor de edad y abriéndole con el trabajo industrial, no ejercido por tolerancia, sino por derecho, el camino de la libertad (el cura Hidalgo era el más celoso y notable industrial del país); Hidalgo, decimos, dio todo su inmenso valor moral a la obra común, presagiando que pagarían su intento con su vida; él dio el ejemplo. Desde el momento en que Hidalgo tomó parte en la conspiración de Querétaro, lo dominó todo con su voluntad y su conciencia; su conducta como jefe de la insurrección, digna a veces de justísima censura humana, se la dictaron las circunstancias; su propósito se lo dictó el amor a una patria que no existía sino en ese amor; él fue, pues, quien la engendró: él es su padre, es nuestro padre.

     La revolución debía estallar en diciembre de 1810, durante una gran feria en una de las ciudades del Bajío; graves indicios de que algo había llegado a noticia de las autoridades españolas, obligaron a los jefes a acortar el plazo, señalando los principios de octubre; mas lo que era sospecha se convirtió en certidumbre: la conspiración, que, al ramificarse, se había puesto en contacto con muchos, había sido denunciada en México, en Guanajuato, en Querétaro. Los conjurados militares se agruparon instintivamente en derredor de Hidalgo; allí les llegó la noticia, enviada por la heroica esposa del corregidor Domínguez, la primera mexicana, de que todo estaba descubierto y de que se aprisionaba a los conjurados. Hidalgo no vaciló; reunió la gente que pudo, le dio las armas que tenía, la entusiasmó con su palabra y con su ejemplo en la mañana del 16 de septiembre, en el atrio de la parroquia, y salió rumbo a San Miguel (hoy Allende); en el camino tomó un cuadro de la Virgen de Guadalupe, la Madre de Dios de los indígenas, lo declaró lábaro de su estupenda empresa, y las multitudes rurales, abandonando sus arados y sus cabañas, lo siguieron como a un Mesías; al grito de: «¡Viva Nuestra Señora de Guadalupe y muera el mal gobierno!» (mueran los gachupines, como decían las turbas), la conjuración de Querétaro se había tornado inmenso levantamiento popular: era la Insurrección.

     Hidalgo se esforzaba en mantener su ascendiente sobre aquellas masas indisciplinables, que como sucede con todas las multitudes humanas comprimidas de generación en generación, se dilataba repentinamente, al cesar la presión, en efervescencias salvajes; la libertad, para aquellos grupos, no era un derecho, era una embriaguez; no era una actitud normal, era una explosión de odio y de alegría; aquélla era indisciplinable, incontenible; tenía el aspecto de una fuerza de la naturaleza en toda su violencia: tromba, huracán, inundación. Allende se empeñaba en crear un núcleo militar dentro de aquella horda y luego desprenderse de ella, empresa imposible. La del cura podía realizarse a fuerza de complacencias, que fueron tristísimas y crueles algunas veces como las matanzas de españoles en Guanajuato, en Morelia, en Guadalajara; abominaciones que duelen, porque quisiéramos ver inmaculada la figura del mexicano supremo en la historia, pero que tuvieron por resultado tender un infranqueable mar de sangre entre insurgentes y dominadores; así toda transacción resultó imposible.

     Los caudillos recorrieron en triunfo el Bajío; se apoderaron de Guanajuato, en donde el honrado intendente Riaño improvisó una brava defensa en el macizo edificio llamado «Alhóndiga de Granaditas», a cuyas puertas murió. Abundaron los desmanes y crímenes de aquellas hordas frenéticas, que luego tomaron el rumbo de la capital por Valladolid; en esta ciudad no tropezaron con otra resistencia que la que les opuso con sus edictos de excomunión el obispo Abad y Queipo, hombre eminente por su saber y su espíritu observador y recto, y personal amigo del caudillo de la insurrección; el edicto, refutado de un modo irrefragable por Hidalgo (no es cierto, decía el Cura, que para ser buen católico sea necesario ser buen español), mostraba el estupor y la ira que la sorprendente tentativa de Hidalgo había causado aun en los españoles de alto valer intelectual. Los insurgentes pasaron por encima de las excomuniones, que el jefe del cabildo de Valladolid se apresuró a levantar, y el gran cura decretó la abolición de la esclavitud y la supresión del tributo que pagaban los indios; las multitudes que Allende era impotente para disciplinar, tomaron el rumbo del valle de México por Toluca; vencieron, casi en las puertas de la capital, a su escasa guarnición, y retrocedieron sin intentar apoderarse de México, a pesar de que recibieron invitaciones para ello.

     Hidalgo no había tenido tiempo de organizar plan ninguno: sus disposiciones se referían a asuntos del momento y las ideas generales que contenían podían resumirse así: «acabar con el elemento español en la Nueva España, para que ésta, dueña de sí misma, pudiera conservarse intacta para Fernando VII, rey legítimo [que, naturalmente, se esperaba que nunca saliese del cautiverio].» ¿Qué clase de gobierno se establecería en la nueva nación americana? Algo pensó Hidalgo sobre esto: un congreso, un sufragio municipal, era la base. Mas sea como fuere, el movimiento había cundido; por dondequiera se levantaban grupos en armas; multitud de hombres devotos de las ideas nuevas aceptaban bravamente el puesto de peligro en estos levantamientos parciales: algunos militares, más abogados, muchos clérigos; ellos eran los más resentidos contra el alto clero, eran los más conocedores de las teorías nuevas, enseñadas por sus mismos refutadores, ellos palpaban el mal social, la inmovilidad de la masa indígena y, sintiendo mejor el mal de la dominación española, se horrorizaban de que ya no tuviera por contrapeso la autoridad siempre moderada y humanitaria del monarca y, por ello, eran más patriotas.

     Mientras que el edicto del obispo electo de Michoacán despertaba sendos ecos en todas las sedes episcopales del reino y se reagravaba, la excomunión de Hidalgo y sus secuaces, «los protervos» como les llamaba la Iglesia, el flamante virrey Venegas, que precisamente en esos días se había hecho cargo del gobierno, organizaba la escasa guarnición de México que, ya lo dijimos, fue vencida no tanto por las temerarias chusmas de Hidalgo cuanto por la bravura de los soldados de Allende, y llamaba en su auxilio al brigadier Calleja, que salió de San Luis Potosí, se reforzó con las tropas del conde de la Cadena, en Querétaro, alcanzó en los primeros días de noviembre al ejército insurgente en plena retirada y lo venció y casi desarmó; por fortuna, en los mismos días la insurrección obtenía señalados triunfos en el interior y se adueñaba de Guadalajara, Zacatecas y Tepic.

     Los caudillos principales, que consideraban la lucha bajo dos aspectos distintos (como un levantamiento popular Hidalgo, como un problema militar Allende), se separaron poco acordes; el primero fue a Guadalajara, después de permitir horribles asesinatos en Valladolid, y el segundo marchó a Guanajuato. Hidalgo comenzó a regularizar el insólito e informe poder que las circunstancias le habían conferido, desde que llegó, en medio de la alegría delirante de la multitud, a Guadalajara y repitió los decretos redentores de Valladolid sobre tributos y esclavos. Calleja, con temible actividad, había arrebatado a Allende. Guanajuato, ensangrentada a porfía por la ferocidad de insurgentes y realistas, y avanzó a Guadalajara. Después de la reñida batalla del Puente de Calderón, en que cuarenta mil insurgentes, armados muchos de ellos con picas, hondas y flechas, fueron completamente vencidos, Hidalgo tomó fugitivo el camino de Zacatecas, en unión de Allende y los promotores principales de la insurrección, que acordaron que éste reasumiera toda la dirección militar del movimiento. Parece que el intento de los fugitivos era dirigirse por Texas a los Estados Unidos, en donde podían allegar recursos suficientes para armar la insurrección. Entre el Saltillo y Monclova fueron sorprendidos por un oficial traidor (inútil es manchar con su nombre estas rápidas hojas), y conducidos a Monclova primero, y de allí a Durango los clérigos, con excepción de Hidalgo, y a Chihuahua éste y los demás. Desde su captura hasta su muerte estos hombres atravesaron un verdadero viacrucis; la exaltación frenética de las multitudes, a quienes se había dicho que estaban los caudillos en connivencia con Napoleón, y la fría crueldad de sus guardianes, hicieron de ellos unos mártires; no se quejaron. Parece que durante el remedo de proceso que se les instruyó en Chihuahua (no hay más dato que las constancias del mismo proceso, hecho a gusto de los jueces) hubo mutuas y dolorosas recriminaciones: aquellos hombres habían vivido en un estado de excitación febril sólo comparable a la gigantesca temeridad de su empresa; no es extraño, es profundamente humano, que al venir el período de depresión causado por la certeza absoluta de una muerte próxima, hayan revivido en ellos las creencias y estados de ánimo de toda su vida anterior y haya habido debilidades y retractaciones; pero ninguna, absolutamente ninguna, tuvo por objeto salvar su vida: al contrario, apechugaron, sobre todo Hidalgo, con las más tremendas responsabilidades. La Patria, nacida de su heroica sangre, los reconcilia en su gratitud inmensa y los absuelve en su gloria. Unos en Monclova, otros en Durango, Hidalgo y sus compañeros en Chihuahua, fueron sacrificados al mediar el año de 1811.

     En esos mismos días, Morelos y López Rayón habían conflagrado los distritos montañosos del Sur del virreinato, extendían el radio de su acción por las serranías que separan la altiplanicie central del océano Pacífico, y Rayón había constituido una junta de Gobierno en Zitácuaro. Las padres de la Independencia habían sido, pues, capturados en plena derrota, pero en plena insurrección; la marcha de Rayón y del heroico Torres, el insurgidor de Jalisco, desde el Saltillo al corazón de Michoacán por Zacatecas, de batalla en batalla, había demostrado que el poder español, a pesar de sus victorias, estaba desquiciado, la reconquista de las ciudades principales estaba hecha, pero no la del país, que ardía en guerrillas, ni la de la sociedad, que ardía en conspiraciones. Y como la represión iba siendo indeciblemente cruel, al anhelo infinito de la emancipación se unía el deseo fiero de la venganza; el duelo fue a muerte.

     El cura don José María Morelos y Pavón, que había pasado su juventud entera recorriendo como arriero las sierras del Sur y que, ya hombre de gran ascendiente entre los montañeses y resuelto a buscar, sin duda, una posición que le sirviera de égida contra el despotismo profundamente despectivo de los amos españoles o criollos, había estudiado en el colegio de San Nicolás de Valladolid, guiado por los consejos de Hidalgo, que ejerció desde entonces sobre él el irresistible prestigio de su inteligencia penetrante y de su voluntad de buscar a todo trance los caminos de la reforma social, logró obtener las órdenes y un curato de Michoacán. De allí partió a reunirse con el gran cura, cuando pasó por la provincia con el ejército insurrecto; recibió la comisión de levantar las poblaciones del Sur y de hacerse de algún puerto que pudiera comunicar a la insurrección con el exterior. Cuando el general insurgente Rayón, ex-secretario de Hidalgo, logró establecer un núcleo de organización política en Zitácuaro, Morelos no había podido apoderarse de Acapulco, pero sí había improvisado, fogueado y disciplinado un ejército rural con el que tenía en jaque a los realistas en una zona inmensa; en su estado mayor, digámoslo así, descollaban las nobles figuras de los Galeanas, los Bravos, Guerrero, y luego el audaz e infatigable cura Matamoros.

     El gobierno virreinal hacía esfuerzos para impedir al nuevo caudillo salir de los montañosos distritos surianos, en donde creía poderlo destruir después; entretanto, la tentativa de crear un centro político y gubernamental había atraído sobre Rayón todo el esfuerzo de la represión, y el general Calleja se encargó de esta campaña; a haber logrado Rayón prolongarla, el triunfo de los realistas habría quedado nulificado por la importancia de las comarcas que Morelos, aprovechando la concentración de las tropas españolas en Michoacán, habría logrado dominar; mas apenas éste comenzaba a ejecutar sus planes, cuando supo el aniquilamiento de los insurgentes por Calleja en Zitácuaro y su regreso triunfal a México. Morelos se movió rápidamente en medio de las fuerzas realistas, obteniendo ventajas con frecuencia y adoptando, por fin, el plan de atraer sobre sí el grueso del ejército de Calleja, dando campo a la insurrección para adquirir vigor en toda la zona meridional. El sitio de Cuautla por el ejército realista fue el resultado de este plan; constituyó ésta la operación militar más seria y mejor organizada durante la guerra de insurrección, y Calleja, que la llevó a cabo, no omitió medio alguno estratégico ni recurso táctico de ninguna especie para rendir a Morelos. Cuando, después de una serie de heroicos episodios, consideró éste su situación insostenible, rompió el cerco, frustrando admirablemente los planes del general español, y reapareció más brioso y más temible que nunca en el Sur de Puebla, en las comarcas veracruzanas, logrando desconcertar todos los planes de campaña de los realistas por la celeridad de sus marchas y lo inesperado de sus golpes. Después de salvar al impertérrito Trujano que, hacía largo tiempo cercado, estaba a punto de sucumbir en Huajuapam, y de sorprender a Orizaba, cuando nadie lo esperaba, se recibió en México la noticia de la toma de Oaxaca por Morelos. Entonces fue cuando trató de dar cima a su programa de organización política; era preciso que la nación insurrecta se unificase ante la nación sometida y tomase la palabra ante el mundo; esto y buscar un puerto por donde comunicarse con el exterior y solicitar, auxilios de los otros americanos independientes, de los Estados Unidos, para poder armar a los ejércitos insurrectos, que casi no contaban con armas de fuego, le indujeron a hacer la campaña coronada con la toma de Acapulco, que tanto ha sido censurada al genial cura.

     Con los restos de la junta de Zitácuaro, con algún resultado de elecciones parciales y con nombramientos hechos por Morelos, como investido de supremas facultades por las aspiraciones casi unánimes del pueblo mexicano, se organizó en Chilpancingo una asamblea, que tomó la voz ante el país y fue el vehículo de un pensamiento tenaz y perfectamente justo del caudillo. El general don Félix María Calleja, ascendido después a teniente general y al fin condecorado con el título de conde de Calderón, se había encargado del virreinato en principios de 1813, y esto indicaba bien que la guerra de exterminio iba a sistemarse mejor. Morelos estaba resuelto a usar de las más terribles represalias, y ya había demostrado que sabía llevar este propósito a los más crueles extremos; para ello necesitaba tener una investidura legal, que sólo los representantes de la insurrección podían darle; mas no fue ésta su mira principal al organizar el Congreso de Chilpancingo: quería que, sin ambajes ni reservas, se viera claro que el pensamiento de la nación, rebelada contra el gobierno español, era la independencia absoluta. Las noticias de España mostraban al ojo perspicaz del cura que, la Península libre ya casi al mediar 1813 de la ocupación francesa, era inminente la vuelta de Fernando VII, y entonces dejaba de tener razón de ser la insurrección, que siempre había proclamado la obediencia al rey cautivo. No sin trabajo logró Morelos realizar su deseo, y la declaración de independencia, de noviembre de 1813, fue tan clara y terminante que no dejaba lugar a duda; nada podía cambiar en ella el entronizamiento de Fernando.

     Investido Morelos de la plenitud del poder ejecutivo, pero debilitado por la ingerencia que en todo se atribuía la Asamblea, a la cual jamás intentó imponerse, ni pretendió doblegar, dando así un supremo ejemplo de civismo, emprendió una nueva gran campaña, para la que allegó todos sus recursos y que debía de hacerlo dueño de Michoacán. Pero fracasó en el ataque a Valladolid, defendido por Llano e Iturbide, y pasando de la defensiva a la ofensiva, estos enérgicos jefes realistas emprendieron una serie de operaciones victoriosas que terminaron en la sangrienta batalla de Peruarán, que disolvió casi al ejército independiente; Morelos ya no logró reunir el que necesitaba para tentar de nuevo en grande, como gustaba hacerlo, la fortuna de las armas; sus mejores tenientes morían o eran reducidos a la impotencia; Oaxaca y Acapulco eran reocupados por los realistas, y el Congreso mexicano y el poder ejecutivo trashumaban en las agrias sierras del Sur, a riesgo de ser capturados; el período de eclipse y depresión, que siempre sucede en las grandes revoluciones al de iniciación y expansión, comenzó en la lucha de independencia el año de 1814; iba a durar seis años.

     La liberación definitiva del territorio peninsular, la vuelta de Fernando VII al trono, la caída de Napoleón y la derogación de la teórica y generosa Constitución de 1812, más bien fórmula de los grandes ideales de un grupo de hombres, núcleo del pueblo español por venir, que condensación de las aspiraciones y de las necesidades reales de la España de principios del siglo, se sucedieron rápidamente; el noble Código de Cádiz desapareció allá, entre los aplausos imbéciles de las multitudes y el odio de los privilegiados; aquí, en donde apenas había sido puesto en vigor, y había dado lugar a la persecución de quienes, como Fernández Lizardi (el Pensador mexicano), habían querido hacer uso por medio de la prensa de las libertades que otorgaba, entre el júbilo cínico de las autoridades y del partido español, la indiferencia de los independientes y la calma ignara del pueblo, atrofiado sistemáticamente en su voluntad y su pensamiento. El Congreso mexicano, desde el fondo de Michoacán, respondió a la desaparición de la Constitución española con una Constitución, en parte trasunto de la que había asesinado el rey de todos los perjurios y de todas las ignominias; la Constitución mexicana de Apatzingán o, para darle su título histórico, el Decreto constitucional para la libertad de la América mexicana (octubre de 1814), no fue promulgada como definitiva, sino como provisional, «mientras que la nación, libre de los enemigos que la oprimen, dicta su Constitución». Como la Constitución española, comprendía una ley electoral, una de administración de justicia y organización de tribunales, indicio todo ello de inexperiencia, pero de profunda convicción de la necesidad de innovar el régimen antiguo; la Constitución de Apatzingán se distingue de la de 1812 por su carácter netamente republicano (hasta llegar al error estupendo, en aquella época de lucha por la vida, de distribuir el poder ejecutivo en un triunvirato incesantemente renovable) y por una importancia mayor dada al predominio exclusivo del catolicismo: ya había decretado el Congreso el restablecimiento de los jesuitas, y en la ley constitucional se declaró que los herejes, los apóstatas, los extranjeros no católicos, no podían ser ciudadanos. Como los marinos que a punto de naufragar invocan al cielo con todo el ímpetu de sus almas indomables, aquellos primeros padres de la República se asían de sus creencias religiosas como de una tabla de salvación; cuando ellos decían Dios y Patria, traducían toda la fe de su conciencia y todo el amor de su corazón: hijos de este siglo que muere escéptico, desilusionado y frío hasta en su médula, sepamos respetar y admirar a los que identificaron su fe y su esperanza en una religión sola, hasta en las gradas del cadalso.

     Cuando después de algunos meses, ya en el otoño de 1815, el Congreso quiso situarse en donde su acción pudiera hacerse sentir mejor en medio de los grupos independientes, por todas partes vencidos, y acordó trasladarse de las sierras michoacanas a un punto cercano a Puebla, Oaxaca y Veracruz (Tehuacán), Morelos se propuso escoltar y defender a los diputados sus compañeros. Atacados por los realistas, los diputados lograron ponerse en salvo, gracias al sacrificio de su heroico defensor, que fue capturado, conducido a México, degradado por la Iglesia y sacrificado por Calleja; esto era fatal. En Morelos era preciso ejecutar a la insurgencia en su encarnación más enérgica, más implacable, más bravía, más dueña de sí misma, más grande.

     Con Morelos concluyó el año de 1815 y comenzó la disgregación de la nación insurgente: el Congreso fue disuelto por un jefe insurrecto, primer golpe de Estado en la historia de la República apenas en el período de gestación, y aunque podía calcularse que cerca de treinta mil hombres luchaban todavía por la causa de la Independencia, diseminados entre el Istmo y la Mesa central, ya no podían dominar sino efímeramente comarcas de importancia. En el otoño de 1819 el virrey Calleja fue llamado a España: él simboliza y personifica la política de represión ilimitada; él, como muchos agentes de la dominación española en América y Europa, han creído que aterrando se vence, sin ver que el inextinguible rencor que pasa del alma de los muertos a la de los sometidos suele asegurar para después el suceso de todo movimiento emancipador; la política de Calleja convirtió la insurrección en una guerra inexpiable, y la Independencia, reprimida y ahogada en sangre, revivía en los corazones de los mexicanos: esto se vio claro en 1821. El mismo Calleja pronunciaba el juicio de su política en documentos publicados después: «Seis millones de habitantes decididos a la Independencia, decía, no tienen necesidad de acordarse ni convenirse».




ArribaAbajoCapítulo VIII

La independencia (II)


El nuevo Virrey y la nueva política. Un episodio heroico: Mina. La pacificación. Guerrero en el Sur. La independencia.

     El ejército que Calleja dejó a su sucesor constaba de cuarenta mil hombres bien organizados y de otros tantos distribuídos en cuerpos locales; podía decirse que unos ochenta mil hombres se ocupaban en la tarea laboriosa de la represión, que adelantó sin cesar. La Hacienda no carecía de recursos, gracias a los nuevos impuestos y a pesar de las dilapidaciones de Calleja y sus favoritos; pero dos circunstancias fueron, sobre todo, de funesta transcendencia para los insurgentes, devorados por las disensiones e incapaces de reconocer un centro de gobierno y acción: primero, las instrucciones de observar una política de perdón y olvido, hasta donde fuese posible, dadas al nuevo virrey Apodaca, que hacía contraste con su antecesor Calleja por su bondadosa índole; y segundo, la facilidad de enviar fuerzas de la Península, en donde estaba casi desocupado el ejército que había hecho la guerra y que no había sido licenciado. La gravedad de esta última circunstancia se atenuaba, para los mexicanos, por la necesidad que tenía España de diseminar su atención y sus recursos en toda la América, española-que, idénticamente a nosotros, ardía en levantamientos y combates desde el istmo de Panamá hasta el Sur de Buenos Aires y Chile.

     Obrando sin unidad ni concierto, y a pesar de la superioridad que la disciplina, el armamento y los recursos daban a los realistas, verdaderamente sorprende y admira lo que los insurgentes lograban hacer. Habían construido, en lugares casi inaccesibles, fuertes en donde depositaban cuanto podían allegar en materia de armas y municiones; los más célebres de estos cerros fortificados, algunas veces con maravilloso instinto militar, fueron Cóporo, en Michoacán, el Sombrero y los Remedios en las sierras que dominan el Bajío y Jaujilla, en medio de la laguna pantanosa de Zacapu (Michoacán), que servía de refugio a los últimos vestigios del Congreso de Apatzingán, constituídos en Junta gubernativa que difícilmente podía extender su radio de acción hasta el Bajío. Terán y Victoria en las sierras orientales, entre Puebla y Veracruz; Guerrero, Ascensio, Bravo, los Rayón en el macizo orográfico que une las dos cordilleras, y Torres, Moreno y otros en los límites de la Nueva Galicia y el Bajío; en las llanadas orientales de la Mesa central, Osorno, los Villagrán y otros recorrían infatigablemente el país. En el lago de Chapala un puñado de héroes, adueñado de los islotes; principales, desafió años enteros todos los esfuerzos del gobierno español.

     Los insurgentes vivían sobre el país y esquilmaban las haciendas, destruidas casi siempre cuando eran de españoles; además de las contribuciones y rescates que exigían de los pueblos, frecuentemente incendiados por cabecillas feroces, como Osorno en los llanos de Apam o el segundo padre Torres en el Bajío, se proporcionaban recursos con los peajes que les pagaban las mercancías en su tránsito, con lo que solían producirles los asaltos a los convoyes, etc. Todos acudían a estos medios, pero eran necesariamente precarios e imposibles de concentrar, dada la organización de los patriotas. A esto hay que añadir, para poderse hacer cargo del agotamiento del país, cinco años después de haber estallado la revolución, agotamiento que fue el origen principal de la pacificación lograda por el nuevo virrey Apodaca, la conducta de la mayor parte (hubo muy honrosas excepciones) de los jefes realistas. No nos referimos a sus crueldades: lo cierto es que compitieron unos y otros en ferocidad en la guerra, y Morelos nada tiene que envidiar a Calleja, ni la inhumanidad de Iturbide es superior a la de Hidalgo, por desgracia; por eso brilla tan alto y tan puro el acto de clemencia de Bravo perdonando a los prisioneros españoles y dándoles libertad al saber el fusilamiento de su anciano padre; es una estrella divina en aquel infierno moral. Nos referimos a los abusos de los jefes realistas para enriquecerse; los brigadieres Cruz y Arredondo habían constituido en su provecho, en Nueva Galicia el primero, y en las provincias internas de Oriente el segundo, unas verdaderas satrapías, en las que nada podía de hecho el virrey y en las que el comercio estaba absolutamente a merced de los gobernadores. En el Sur, Armijo, en el Bajío, Iturbide, y otras cien en todas partes, estaban empeñados en mantener viva una guerra que les producía pingües rentas y que extraía a torrentes la sangre y el oro de la exhausta Nueva España.

     Apodaca tuvo la fortuna de modificar algo este estado de cosas, procurando a todo trance llegar al fin de la lucha y mezclando la fuerza y el perdón, los regimientos que llegaban de España y los indultos, aun a los más sanguinarios cabecillas insurrectos. Antes de la expedición de Mina, en 1817, la laguna de Chapala, después de cinco años de resistir y combatir sin tregua, fue pacificada por Cruz, gracias a una capitulación honrosa del grupo de indígenas que se había adueñado de la isla de Mexcala; fue ésta la primera capitulación oficial en aquella terrible lucha. Lo mismo sucedió con Cóporo, en cuyas faldas habían sido tan frecuentemente rechazados los realistas, que capituló también; y Mier y Terán, el más ilustrado de los jefes militares de la insurrección, también se vio obligado a rendirse junto a Tehuacán. Gran número de cabecillas insurgentes, como Osorno, se acogieron a los indultos. Victoria, Bravo, Guerrero, Rayón, la Junta de Jaujilla, los fuertes de los Remedios y el Sombrero, resistían; mas todo era ya cuestión de tiempo: la insurrección parecía tocar a su término.

     Apareció entonces en las costas del Golfo un caudillo español que venía a renovar la lucha. Mina no tenía treinta años; escapado del colegio al estallar el levantamiento nacional contra Napoleón en España, había sublevado Navarra y el alto Aragón; capturado por los franceses, completó su educación al lado de un incansable conspirador contra Napoleón, el general Lahorie, en los calabozos de Vincennes. Regresó a España a la caída del Emperador, lleno de anhelos de libertad el corazón y de ideas de regeneración social y política el espíritu; la actitud de Fernando VII en el trono que su cobarde abyección debió haberle hecho perder para siempre, lo sorprendió, lo indignó, y protestó contra ella con las armas en la mano. Fue vencido, huyó a Inglaterra; allí, el padre Mier, un dominico que por sus ideas había sido víctima de las persecuciones de la Iglesia y del Estado, lo convenció de que, sirviendo la causa de la Independencia en México, combatía contra Fernando y por sus ideales de libertad, y que era en la libertad y no en la guerra en donde España y sus libres colonias podían tornar a unirse en lo porvenir. Mina, que por su importancia en las logias masónicas podía ponerse en contacto con hombres dispuestos a sacrificar sus vidas en aras de sus propósitos de emancipación humana, pasó, con un puñado cosmopolita de aventureros ávidos y entusiastas, de Inglaterra a los Estados Unidos, a Haití, al puerto de Galveston, en donde organizó definitivamente su expedición, y abordando en Soto la Marina las costas mexicanas, dio principio al período heroico de su temeraria empresa en abril de 1817.

     La marcha del nuevo caudillo mexicano desde Soto la Marina al fuerte del Sombrero, combatiendo, venciendo y sembrando el estupor en las autoridades españolas, es una epopeya: su resistencia a Liñán, el flamante oficial llegado de España con las tropas auxiliares; sus tentativas para salvar el fuerte del Sombrero, capturado al fin por el jefe, que tuvo oportunidad de ejercer con los prisioneros actos de crueldad abominable, asombran por la energía y el valor desplegados. Pocos y buenos quedaron a Mina de sus compañeros de expedición; convencido de que, para salvar el fuerte de los Remedios, sitiado también por Liñán, había que llamar la atención con un golpe certero sobre alguna de las poblaciones del Bajío, lo recorrió, organizando sobre la marcha los grupos que se le habían reunido; penetró en Michoacán, intentó sorprender a Guanajuato y, al fin, vencido y fugitivo, cayó en poder de los realistas y fue ejecutado. En aquella época, aurora de nuevas ideas y nuevas patrias, las causas santas, como la que en España y en México sostuvo Mina, eran una suerte de patria común y más alta. Mina fue considerado por los españoles como un traidor; jamás lo fue, jamás creyó deservir a España luchando contra el abominable tirano de Madrid; hoy, viendo ya de lejos y serenamente las cosas, puede decirse que tenía razón, y que si no la hubiese tenido para España, sí la tuvo para México, que lo adoptó como hijo, que confundió su memoria con la de los heroicos padres de la Indepedencia y que la glorifica y la bendice.      El cerro de los Remedios no cayó a consecuencia de la muerte de Mina, largo tiempo resistió; los combates que en él se libraron son hazañas de primer orden en que los oficiales extranjeros de Mina obtuvieron prodigios de valor de sus soldados mexicanos. Al fin sucumbió el aliento que la revolución comenzaba a recobrar con la presencia de Mina, tornó a apagarse; los cabecillas morían, algunos bravísimamente; otros se indultaban, así lo hicieron casi todos los oficiales de Mina; otros, como Rayón y Bravo, eran capturados, perdonados y mantenidos en prisión. En 1820 el país estaba casi pacificado. El supremo esfuerzo hecho por los cien mil realistas, que combatían contra partidas sin armas, sin conexión y sin disciplina, produjo los resultados esperados; los que no estaban en las prisiones se acogieron al indulto, y muchos figuraron en las fuerzas realistas. Todos, menos Guerrero y Ascensio en el Sur, que rechazaron la oferta de indulto y continuaron combatiendo sin tregua; otros esperaban ocultos, como Victoria, el día del triunfo indefectible; todos lo esperaban. El movimiento de independencia se transformaba en los espíritus en calor de esperanza, ¡que las fuerzas psicológicas se transforman las unas en las otras como las fuerzas físicas! El país era una ruina inmensa; del Istmo al Norte, llanos y montes habían sido empapados en sangre. Nuevas condiciones exteriores favorables, y el fenómeno de 1810 se reproduciría con fuerza incontrastable. Así fue.

     La primera insurrección había podido estallar gracias a las circunstancias singulares por que atravesaba España entre 1808 y 1810; la reorganización del absolutismo, a la caída de Napoleón, había hecho posible la represión momentánea del movimiento; pero éste se había adueñado completamente de los espíritus, al grado de que, en la porción activa de la sociedad la dominación española sólo tenía de su lado a las autoridades superiores, parte del alto clero, la mayoría de los españoles europeos, no todos, una minoría de criollos y unos cuantos entre los mestizos, como el coronel Armijo, y otros tantos entre los indios educados. En cambio, una buena fracción del clero superior, de la Audiencia, casi todo el clero bajo, casi todo el personal mexicano empleado en la justicia o la administración, la mayoría de los criollos, la inmensa mayoría de los mestizos, que habían soportado todo el peso de la lucha por la independencia desde 1811, y las masas indígenas, trabajadas por los curas, formaban el partido de la independencia y atisbaban en el correo de España el momento propicio para entrar en acción. El ejército, con excepción de pocos jefes y soldados, estaba completamente minado por la francmasonería, importada en España desde fines del siglo por los franceses, con un tremendo espíritu de proselitismo; todos los españoles masones eran enemigos del absolutismo y anhelaban el advenimiento del gobierno constitucional; los oficiales mexicanos eran, en su totalidad casi, independientes, aun los mismos que habían combatido a los insurgentes, y todos los indultados; muchos de ellos eran también francmasones. Tal era la situación psicológica, digamos, del país en 1820; de esto se hablaba en todas las reuniones, corrillos y tertulias de españoles o mexicanos. Las noticias de España, que mostraban claramente la efervescencia precursora de una revolución, alarmaron a los absolutistas, no porque fueran radicalmente enemigos de un gobierno constitucional, sino de la Constitución de 18l2, que les parecía una puerta abierta para la destrucción del catolicismo en España; de aquí que algunos clérigos y funcionarios prominentes se reunieran para departir sobre lo que convendría hacer en caso de que la Constitución fuese proclamada; e íntimamente convencidos de que el régimen constitucional tendría por consecuencia indeclinable la independencia, preferían promoverla ellos con exclusión de la Constitución española, haciendo algo derechamente contrario a lo que sostuvieron al derrocar a Iturrigaray.

     Cuando se supo en México la noticia del triunfo de la revolución constitucionalista en España, los partidos se exaltaron y los contertulios anticonstitucionalistas del doctor Monteagudo, la persona de mayor prestigio quizás entre el clero, se dispusieron a pasar a la acción. Buscaron su hombre: era el coronel realista mexicano don Agustín de Iturbide.

     Dotado de admirable valor, de ese atractivo indefinible que magnetiza a los soldados y a las multitudes, y de una vaga pero extraordinaria ambición, que en esa época tomaba, en los ánimos predispuestos, proporciones gigantescas, gracias a la leyenda real de Napoleón, Iturbide tenía detrás una negra historia de hechos sangrientos y de abusos y extorsiones; era la historia de su ambición. Deseoso de la independencia, la combatió, porque no hallaba en el movimiento iniciado por Hidalgo elementos de triunfo que le asegurasen el primer papel, y para llegar a un puesto eminente entre los realistas exageró su celo, lo calentó al rojo blanco, por lo mismo que no era sincero, y la espada de la represión se tiñó en sus manos de sangre insurgente hasta la empuñadura; cuando creyó desconocido su mérito y cerrado su camino por el lado español, puso todos sus conatos en abrirse paso por otro lado. Los absolutistas le ofrecieron una importante comisión militar, la única posible en aquellos momentos, la que acababa de dejar Armijo, que se había manifestado impotente para aniquilar a Guerrero en el Sur; el virrey se la dio de buen grado; no que creyese que de allí iba a surgir una revolución, pero seguro de que un ejército en manos de Iturbide podría servirle para reducir a los constitucionalistas en caso de que el rey, a quien se consideraba prisionero de los liberales, lo mandase o él mismo se presentase a exigirlo, lo que no parecía muy remoto.

     En esos momentos de caótica confusión en las ideas y de profunda indeterminación en los deberes, no era posible exigir de un soldado que seguía su bandera la conducta que más hubiera cuadrado a sus enemigos. Cuando en enero de 1821, Guerrero, el indómito e inmaculado co laborador de Morelos, dio el famoso abrazo de reconciliación a Iturbide, no lo absolvió de la sangre derramada: lo perdonó en nombre de la patria, en virtud del supremo servicio que iba a hacerla; y la patria ha perdonado en el Iturbide de 1821 al Iturbide de 1813; ha confirmado el indulto del gran corazón del general Guerrero. En cuanto a la traición hecha al virrey Apodaca, que la condenen los españoles, nosotros no. Nosotros creemos que en el espíritu capaz de alzarse de aquel ambicioso, tentado por el insuperable impulso de crear una nación, y de hacer a un tiempo un gran beneficio a España, la personalidad casi nula del virrey nada fue; nada era en verdad. El desenlace del drama fue rápido e incruento casi; más sangre se derramó en cualquier combate del período heroico de la insurgencia que en toda la revolución iniciada en Iguala. Allí reveló su idea Iturbide (febrero de 1821) por medio de su manifiesto y de un plan que juró su ejército, después que estuvo seguro de sus oficiales y de haberse puesto de acuerdo con los principales jefes militares del interior, mexicanos y españoles. Hubo, al conocerse el plan de Iguala, un movimiento de reacción: una parte del ejército abandonó a Iturbide, otra se agrupó en torno del virrey; pero esto fue pasajero y la revolución cobró rápidamente, en la zona cercana al Golfo primero, luego en Michoacán y el Bajío, un impulso irresistible; el general Cruz, que nunca pensó resistirle seriamente, tuvo que entregar a su segundo, Negrete, el sultanato que había erigido para sí en la Nueva Galicia, y huyó; Arredondo entregó el de las provincias internas de Oriente, y también huyó; todas las capitales de provincia cayeron en poder del ejército que se llamó trigarante, por sostener el plan de Iguala, basado en tres garantías: religión, unión e independencia, materialmente simbolizadas en la bandera tricolor, adoptada por la patria y divinizada por el río desangre heroica que ha corrido por ella.

     En esta situación, Apodaca fue derrocado en México por la soldadesca española, y un nuevo gobernante, nombrado en España por los constitucionalistas, don Juan O'Donojú, se presentó en la Nueva España. Este hombre comprendió, con gran perspicacia, lo que pasaba, y con un patriotismo español que España no ha podido valorizar sino después de un siglo de tremendas lecciones, reconoció el hecho irreparable y firmó con Iturbide, en Córdoba, los tratados que fueron la ley suprema del flamante imperio. España reconocía y sancionaba el derecho de los mexicanos, mayores de edad, como su energía en la lucha lo había demostrado, para emanciparse, y aprobaba estas bases sobre que se había realizado la emancipación: creación de un imperio mexicano; designación de Fernando VII o de un príncipe de su casa para el trono; nombramiento inmediato de una Junta gubernativa o Consejo de legislación y administración para asistir en el gobierno del país a un Ejecutivo o Regencia compuesta de varios miembros; elección de unas Cortes o Congreso constituyente, que daría al país nuevo su ley fundamental, basada sobre las tres garantías, reservándose el derecho de designar, si el caso llegaba, al emperador.

     El 27 de septiembre de 1821, el ejército trigarante, en medio del júbilo febril del pueblo, hacía su entrada triunfante en la capital del imperio mexicano; la Nueva España había pasado a la historia.

     Un capítulo se trescientos años de historia española quedó cerrado el 27 de septiembre de 1821; comenzaba la historia propia de un grupo nacido de la sangre y el alma de España, en un medio sui generis físico y social; ambos influyeron sobre la evolución de ese grupo, el primero por el simple hecho de obligarlo a adaptarse a condiciones biológicas bastante, si no absolutamente, distintas de la ambiencia peninsular, y el otro, el social, la familia terrígena, transformándolo por la compenetración étnica lenta, pero segura, de que provino la familia mexicana. Es verdad que a su vez el grupo indígena fue transformado; admirablemente, adaptado al medio en que se había desenvuelto, había adquirido un núcleo social que estaba en plena actividad en la época de la conquista: ésta, al mismo tiempo que le proporcionó, con nuevos medios de subsistencia, comunicación y cultura moral e intelectual, la facultad de ensanchar esa actividad indefinidamente, lo sumergió de golpe en una pasividad absoluta sistemáticamente mantenida durante tres siglos y que se extendió poco a poco a toda la sociedad nueva.

     La evolución española, cuya última expresión fueron las nacionalidades hispano-americanas, no tuvo por objetivo consciente (a pesar de que éste debe ser el de toda colonización bien atendida, y todo menos eso fue la dominación española en América) la creación de personalidades nacionales que acabaran por bastarse a sí mismas; al contrario, por medio del aislamiento interior (entre el español y el indio, abandonado a la servidumbre rural y a la religión, que fue pronto una superstición pura en su espíritu atrofiado), aislamiento concéntrico con el exterior, entre la Nueva España y el mundo no español, trató de impedir que el agrupamiento que se organizaba y crecía, por indeclinable ley, en la América conquistada, llegara a ser dueño de sí mismo.

     Pero la energía de la raza española era tal, que el fenómeno se verificó, y al cabo de tres siglos, gracias a que la comunicación, como fenómeno osmótico, entre los grupos en el interior, y las ideas en el exterior, se encontró España con que había engendrado Españas americanas que podían vivir por sí solas, lo que ella se esforzó en impedir por medio de una lucha insensata. Esta violencia, que tanto ha influido en el porvenir de las nacionalidades nuevas, habría podido evitarse si el profundo patriotismo previsor de O'Donojú hubiese animado a los estadistas españoles al día siguiente de la Revolución francesa.

     Las personalidades nuevas, que mostraban su deseo de emanciparse y su fuerza para lograrlo, no estaban educadas para gobernarse a sí mismas; no las podía educar para ello la nación en que el absolutismo de los Austrias y el despotismo administrativo de los Borbones habían ahogado todo germen político; y se encontraron con las mismas deficiencias de España cuando quisieron ensayar las instituciones libres, y México perdió su tiempo y su sangre, y estuvo a pique de perder su autonomía en el cenagal interminable de las luchas civiles, que no fueron más que la forma nueva del espíritu de aventura, propio de la raza de que provenía, y cuya explicación psicológica consiste en la creencia de que toda dificultad individual y social se resuelve por la intervención directa del cielo en forma de milagro. Otra creencia hereditaria domina desde entonces nuestra historia: así como el pueblo español había heredado de los judíos la creencia de que era el nuevo pueblo escogido de Dios, así el mexicano se creyó un pueblo escogido también, que tenía la marca de la predilección divina en las riquezas de su suelo: era el pueblo más rico del globo.

     Afortunadamente, el instinto, cada vez más exacerbado en el grupo que había comenzado a formar el núcleo intelectual del país, desde los tiempos coloniales, comprendió pronto lo vano de este dogma y lo funesto de aquellas tendencias, y el problema económico, que yace en el fondo de toda evolución o toda regresión social, surgió claro a sus ojos y comprendió que era preciso ponerlo en camino de solución partiendo de estos axiomas: México, por la falta de medios de explotación de sus riquezas naturales, es uno de los países más pobres del globo; el espíritu aventurero es una energía que hay que encauzar por la fuerza hacia el trabajo. Planteado el problema así, había que adoptar, para resolverlo, una política absolutamente contraria a la de la España conquistadora y levantar todas las barreras interiores y exteriores. Vamos a trazar a grandes rasgos la historia dolorosa y viril de esta obra magna.