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ArribaAbajoParte tercera

La era actual


     Hemos llegado al fin de nuestra larga tarea; temimos, al emprenderla, que fuera superior a nuestras fuerzas, y sólo por esa suerte de fascinación que ejerce sobre los hombres de estudio la magnitud y dificultad casi insuperable de una empresa intelectual, tuvimos arrestos para acometerla; al terminar, nos confesamos vencidos. Era, efectivamente, mayor que nuestro aliento. No podía menos en un país en que apenas van tomando cuerpo los trabajos estadísticos; en donde no ha existido, sino por modo muy individual y deficiente, la devoción por los datos coleccionados y clasificados; en donde nuestros archivos, todavía sin organización, sin catálogos, sin facilidades de trabajo, son inmensos hacinamientos de papeles viejos que el tiempo y la incuria van reduciendo a polvo; en donde nuestros escritores han hecho de sus obras armas de partido, como era ineludible, basando sólo sobre hechos muy aparentes y muy rápidamente explicados sus apreciaciones, y consolidado las teorías con que han interpretado nuestra historia y los prejuicios con que la han falseado. Y descuidamos adrede el contingente de los documentos oficiales, también incompletísimo, porque éstos nunca tienen valor de probanza, puesto que obedecen a miras especialísimas, sino cuando están minuciosamente confrontados con otros orígenes distintos.

     En suma, el hecho, el fenómeno, o político o administrativo, o económico, o jurídico o moral, algunas veces diminuto y de todos modos oculto o velado por los acontecimientos de primer término, pero que, determinado por las condiciones de medio y de heredismo, es a su vez el determinante de la historia ostensible, el hecho social, en sus elementos constitutivos, nos huye casi siempre, porque, o no dejó huellas, o sus huellas se han perdido. Y sin él todo estudio resulta frustráneo, efímero, provisional cuando menos.

     Y esto hemos hecho: una labor provisional; con mayor copia de datos más científicamente depurados, otros reharán lo que hemos intentado hacer, y con mejor suceso. Pero nuestro empeño no habrá sido inútil, sin embargo. En primer lugar, si hemos procurado estudiar sin prejuicios las condiciones dinámicas de nuestra sociedad, no la hemos estudiado sin sistema. No nos toca exponerlo aquí en estilo de escuela; pero el título solo de nuestro libro indicaba que, aun cuando pudiéramos disentir en la fórmula de las leyes sociales, y unos, siguiendo la escuela spenceriana, las asimilasen profundamente a las leyes biológicas, y otros las considerasen, de acuerdo con Giddings, esencialmente psicológicas, y la mayor parte acaso fundamentalmente históricas, en consonancia con Augusto Comte y Littré, todos hemos partido de este concepto: la sociedad es un ser vivo, por tanto, crece, se desenvuelve y se transforma; esta transformación perpetua es más intensa a compás de la energía interior con que el organismo social reacciona sobre los elementos exteriores para asimilárselos y hacerlos servir a su progresión.

     La ciencia, convertida en un instrumento prodigiosamente complejo y eficaz de trabajo, ha acelerado por centuplicaciones sucesivas la evolución de ciertos grupos humanos; los otros, o se subordinan incondicionalmente a los principales y pierden la conciencia de sí mismos y su personalidad, o precisamente apoyándose en ideales que son fuerzas morales, de tan perfecta realidad como las fuerzas físicas, tienden a aprovechar todo elemento exterior para consolidar su ecuación personal, y logran por resultante imprimir a su evolución una marcha, si no igual a la de quienes por condiciones peculiares llevan la vanguardia del movimiento humano, sí al nivel de sus necesidades de conservación y de bienestar.

     Con este criterio hemos expuesto los fenómenos sociales mexicanos, que libros y documentos y observaciones propias ponían a nuestro alcance; y lógicamente hemos inferido que, si todos los hechos de cuya certeza teníamos conciencia acusaban, aunque en bien distintos grados, un movimiento creciente que resultaba del impulso interior conjugado con otros exteriores, ese movimiento es la evolución social mexicana. A este resultado total nos hemos atenido, aun cuando las condiciones y razones íntimas y profundamente reales de esa evolución sean, por escasez de datos y de estudios, más conjeturales que verdaderamente conocidas.


ArribaAbajo- I -

     Definitivamente libre de la presión exterior que, iniciada al día siguiente de la Independencia, había de concluir en una intervención resuelta en nuestra vida interior para marcarle e imponerle determinados senderos, la República en el año de 67 había aquistado el derecho indiscutible e indiscutido de llamarse una nación. Fuerte en el exterior, gracias al prestigio que había logrado por su energía en la lucha contra Francia y el Imperio, prestigio que crecía en razón directa del descrédito que había arrojado sobre el gobierno de Napoleón III el triple inmenso error diplomático, político y militar que se llamó «la cuestión de México», firme con el apoyo de los Estados Unidos, interesado o no, pero real y seguro, el país no tenía que pensar más que en su problema interior. ¿Cómo se organizaría la República rediviva? Las condiciones políticas parecían inmejorables: el partido reformista, heredero del liberal, era dueño incondicional del país político; tenía su programa en la ley suprema, la Constitución del 57, a la que se incorporarían pronto las leyes de Reforma; tenía por jefe al hombre que había encarnado ante el mundo la causa triunfante, y ese jefe era el Presidente mismo de la República, era Juárez; sus individuos poblaban casi exclusivamente los puestos públicos federales y los gobiernos de los Estados, y no tenía enemigos; el partido contrarrevolucionario, que había identificado su suerte con la invasión francesa y el Imperio, había muerto con ellos y sólo con ellos podía resucitar: no resucitaría jamás. El ejército nacional reducido, pero seleccionado después de la lucha, se agrupaba, ardiente de admiración por el gran ciudadano que con su incontrastable fe le había permitido rehacerse y triunfar, vibrante de heroísmo y de odio a los enemigos de la patria, en torno del gobierno y de la ley.

     Factores eran éstos de primera importancia para producir un estado social caracterizado por la entrada definitiva del pueblo mexicano en el período de la disciplina política, del orden, de la paz, si no total, sí predominante y progresiva, y para acercarse así a la solución de los problemas económicos que preceden, condicionan y consolidan la realización de los ideales supremos: la libertad, la patria...

     Colonización, brazos y capitales para explotar nuestra gran riqueza, vías de comunicación para hacerla circular, tal era el desiderátum social; se trataba de que la República (gracias principalmente a la acción del Gobierno, porque nuestra educación, nuestro carácter, nuestro estado social así lo exigían) pasase de la era militar a la industrial; y pasase aceleradamente, porque el gigante que crecía a nuestro lado y que cada vez se aproximaba más a nosotros, a consecuencia del auge fabril y agrícola de sus Estados fronterizos y al incremento de sus vías férreas, tendería a absorbemos y disolvemos si nos encontraba débiles.

     Para poner en vía de realización el desideratum, Juárez y sus ministros concibieron el único programa posible: reforzar a todo trance el poder central dentro del respeto a las formas constitucionales, de que Juárez, por su historia y su educación jurídica, era devoto sin llevar esa devoción hasta el fetichismo, como lo demostró siempre que creyó ver en peligro la salus populi; reforzarlo porque el poder central era el responsable ante el mundo, a quien íbamos a pedir los elementos activos de nuestra transformación económica, del orden, de la paz, de la justicia, es decir, de la solvencia de nuestro erario, del poder del Gobierno en todos los ámbitos del país, del respeto al derecho, de todo cuanto fuese indicio de organización y progreso.

     Temerosa, inmensurable era la tarea; se trataba de volver a su cauce un río desbordado y poner diques perpetuos a las inundaciones futuras. Toda la gente de acción del país había tomado parte en la lucha, por patriotismo los menos, por espíritu de aventura y de revuelta los más, no pocos por miras interesadas y para explotar, expoliar y defender los abusos a cuya sombra medraban y exprimían al pueblo.

     No era ésta labor de un día, y Juárez jamás pensó en poder darle cima, pero decidido a crearla cimientos de granito. Un ejército, un instrumento de hierro, capaz de imponer respeto y miedo, era lo urgente; el ministro de la Guerra era el hombre ad hoc: conocedor penetrante de las personalidades importantes en la enorme masa armada que había triunfado, afable y persuasivo, accesible a la adulación, aunque inflexible y duro en el fondo, comenzó inmediatamente su labor de selección, agrupando, casi siempre con acierto, los elementos de verdadera fuerza en derredor del gobierno y disponiéndose, porque era capaz de decisiones, pero no de ilusiones, a combatir y a vencer; sabía que la guerra civil era inevitable y no la temía; lo que deseaba era vencer a la revuelta rápidamente y dar esa prueba de fuerza.

     Para lograr tener en la mano y hacer suyo al ejército, había un obstáculo casi insuperable: los generales vencedores, los héroes de la guerra reciente. Todos ellos aspiraban a situaciones privilegiadas, a especies de autonomías militares de honor, de consideración y de poder, no sólo para ellos, sino para los grupos guerreros que se habían formado a su sombra. La masa armada, la que no era propiamente un elemento militar, vuelta a sus hogares o a sus guaridas, había quedado licenciada o dispersa, lista para las futuras revueltas o disuelta en gavillas de bandoleros que mantenían en toda la extensión del país la alarma, la inquietud y la desconfianza; de lo que se originaba un estado nervioso que indicaba que la República no volvería a la salud sino en tiempos indefinidamente lejanos.

     La habilidad del ministro de Juárez consistió en desarmar a los elementos hostiles, cuando eran útiles, halagándolos, colmándolos de consideraciones y esperanzas; y en donde las primeras personalidades eran de un temple bastante fuerte para resistir a estos halagos, entonces las otras, los generales de segunda fila, los coroneles, y entre ellos había magníficos soldados eran solicitados, atraídos, afiliados, desligados de sus jefes: el gran prestigio de Juárez hacía lo demás.

     El jefe más conspicuo del ejército, el que gozaba lo mismo entre las legiones del Norte que del Occidente o del Centro de gran simpatía e incontrastable ascendiente en el antiguo ejército de Oriente, que se mantenía a sus órdenes personalmente adicto, y huraño, casi hostil al Gobierno, que desconocía sus méritos y despreciaba sus servicios, hemos nombrado al general Porfirio Díaz, era el peligro, la preocupación y el obstáculo; aconsejado por un patriotismo extraviado, pero intensamente enérgico, era apto para provocar una revolución, pero incapaz de dirigir un pronunciamiento. Entretanto el jefe de la 2ª división, desprendido y rígido ante el halago, se retiró tranquilo, descontento y fuerte.

     Con él perdió su escudo de acero la resistencia a la acción niveladora del Gobierno, y la transformación fue rápida: el ejército normal de la República, bravo, disciplinado, leal, nació de allí; el ejército no volvió a pronunciarse; pudo dejar caer en el abismo de las revueltas algunos de sus fragmentos, pudo en horas de desorganización del Gobierno quedar sin brújula y diseminarse, siguiendo pasivamente diversas banderas; pero tomar en masa la iniciativa de la guerra civil como los Echávarri, los Bustamante, los Santa-Anna, los Paredes, los Zuloaga, ya esto no volvió a ser; ¡no volverá a ser nunca!

     La obra gubernamental era, empero, irrealizable sin finanzas, y la creación de ellas parecía más irrealizable aún, por la dificultad tremenda de la reorganización del país y nuestra falta absoluta de crédito en el exterior, producida no sólo por la inmensa desconfianza y el invencible recelo con que se veía nuestra tentativa de fundar un verdadero gobierno, indiscutido en sus principios, consentido en sus medios y nacionalmente aceptado en sus fines (cosa que, puede decirse, era insólita en nuestra historia), sino por la entera y legítima actitud que habíamos tomado frente a nuestros acreedores extranjeros, considerando unos créditos como nulos de origen y otros sujetos a revisión y a pactos nuevos. La considerable merma de la riqueza pública, consecuencia de once o doce años de guerra no interrumpida; la imposibilidad de definir sin estadística, ni incipiente siquiera, el asiento del impuesto; la seguridad de encontrar obstáculos en dondequiera que se intentara reintegrar a la Federación en el aprovechamiento de sus recursos legales, retenidos por las administraciones locales, que necesitaban vivir y que, en realidad, administraban la bancarrota y capitulaban con la anarquía, autorizaban todos los pronósticos pesimistas y mostraban el punto negro que pronto se convertiría en el final desastre de nuestra nacionalidad: nuestro pueblo, que, como decía por entonces un prelado poeta mexicano, mandar no sabe, obedecer no quiere, iba fatalmente a la impotencia y a la absorción norteamericana.

     Los ministros de Juárez formularon un programa financiero que, sin excluir en la práctica (lo que era imposible por la brega cerrada con las necesidades de la vida cotidiana) el expediente premioso y el llamamiento al agio, el cáncer de nuestro erario, el parásito invasor que nos había impedido vivir, y las transacciones ruinosas con las avideces de los partidarios, trazaba el plan racional de las reformas viables de nuestro sistema hacendario, plan que todavía es, en sus líneas directrices, el que nos ha permitido aprovechar y fomentar, cada vez más normalmente, nuestra transformación económica: recoger y concentrar la recaudación y administración de los impuestos; hacer uso de una política de transacciones perennemente revisables en materia de tarifas; crear el timbre con la tendencia de transformar la base de nuestras rentas haciéndola interior principalmente; buscar una nivelación posible del presupuesto (sin lograrlo nunca, aunque en la práctica emparejaba los ingresos con los egresos el implacable nivel de la necesidad), organizar la cuenta del Tesoro y perseguir el peculado y el fraude hasta donde fuera posible; tal fue substancialmente, el programa. Un hombre dotado de paciente energía, de increíble laboriosidad y de honradez intachable, más bien gran oficinista que gran financiero, tuvo principalmente a su cargo la realización de una obra que sólo profundas modificaciones económicas han podido sacar con el transcurso del tiempo de la órbita de lo ideal.

     La situación política facilitaba cada día menos tamaña empresa. Desde la víspera del triunfo los estadistas que formaban el Consejo oficial de Juárez, todos resueltos a aplicar la Constitución, pero decididos a sobreponer a ella (así lo habían hecho en Paso del Norte) la salud de la República, comprendieron que urgía modificarla para hacerla viable. Y perfectamente seguros de que estas modificaciones no se obtendrían de los Congresos exaltados que debían preverse, sino muy tarde y muy deficientemente, creyeron que debían, dado el carácter profundamente anormal de aquel momento histórico, llamar al país votante a una manifestación plebiscitaria que reformase la ley fundamental desde los colegios electorales: tiratábase de reforzar el poder ejecutivo por medio del veto; de impedir el despotismo neurótico de la Cámara popular obligándola a compartir su poder con un Senado, y, seguros de que el partido liberal triunfante, al encontrarse sólo con el cadáver del partido retrógrado a los pies, se dividiría en banderías personalistas, trataron de dar vida legal a un partido conservador sometido a las instituciones, pero aspirando a modificarlas por los medios legales, y para ello creyose lo más eficaz devolver el voto al clero, excluido por la Constitución.

     La idea que informaba este audacísimo plan, menos en lo relativo al clero, era acertada en conjunto; el procedimiento plebliscitario fue un funesto error. Los descontentos, los antiguos adversarios de Juárez, los más o menos disimuladamente enemigos de Lerdo (a quien se atribuía toda la tentativa), levantaron el guante, lo convirtieron en una bandera constitucional y el plebiscito fracasó lastimosamente; tuvo ya razón de ser una oposición que se reclutó entre lo más florido y elocuente del partido constitucionalista, y hasta la candidatura de Juárez, que era una necesidad de honra nacional, halló opositores en todos los grupos que acababan de obtener la victoria.

     En la formación de la Cámara aseguró el Gobierno una mayoría; pero una mayoría poco sumisa y asaz indisciplinada, que hizo gala de repudiar solemnemente la frustránea política plebiscitaria, y que más bien hallaba ocasiones de aplaudir que de combatir la ardiente y algunas veces la grandilocuente y soberbia tribuna de la oposición. Todo el prestigio de Juárez, toda la influencia que daba a Lerdo su talento, que se comparaba al del gran canciller Bismarck, todo el respeto que inspiraba Iglesias con su palabra formidablemente armada de cifras y datos, todo el crédito de la infatigable laboriosidad de Romero y el temor por la acción cada vez más firme de Mejía sobre el elemento armado, se aplicó a disciplinar y a gobernar plenamente la mayoría parlamentaria, y así comenzó a vivir la República en su segunda era.

     No la seguiremos paso a paso. Pero sí haremos constar que, a pesar de los obstáculos que hemos apuntado y de la sorda resistencia que oponía a la evolución gubernativa una buena parte de la sociedad mexicana en los grandes centros, sobre todo en México, Puebla, Guadalajara, San Luis, Mérida; resistencia compuesta de retraimiento de los ricos desconfiados y recelosos, de resentimiento de los grupos conspicuos que habían quedado heridos y ensangrentados a la caída del Imperio, y de miedo de los que veían en la Reforma, encarnada en Juárez, una empresa antirreligiosa, en vez de una arma anticlerical; a pesar de todo ello, el Gobierno marchó y la República se sintió gobernada; una garantía superior para el trabajo apareció en la firme voluntad del Presidente de hacer respetar su autoridad y de mantener a todo trance el orden, y el país volvió a la vida normal.

     Como por ensalmo, los ánimos comenzaron a serenarse, los capitales a entrar en circulación, y la solvencia del erario y el pago casi siempre regular del ejército de empleados, que constituye importantísimo elemento social y mercantil, dieron cohesión creciente al poder. Este estado de cosas se reflejó en el exterior; los intereses extranjeros aquí radicados, ejercieron su fuerza de atracción sobre los que fuera de aquí estaban en conexión con ellos, y el gran, problema de las vías de comunicación tuvo un principio de solución al organizarse definitivamente los trabajos que iban a unir con un gran ferrocarril la capital, no sólo política sino mercantil de la República, con el principal de nuestros puertos.

     En otro orden de actividades puso el Gobierno la mano con impulsadora energía: Juárez creía de su deber, deber de raza y de creencia, sacar a la familia indígena de su postración moral, la superstición; de la abyección religiosa, el fanatismo; de la abyección mental, la ignorancia; de la abyección fisiológica, el alcoholismo, a un estado mejor, aun cuando fuese lentamente mejor, y el principal instrumento de esta regeneración, la escuela, fue su anhelo y su devoción; todo debía basarse allí. Un día dijo al autor de estas líneas, estudiante impaciente de la realización repentina de ideales y ensueños: «Desearía que el protestantismo se mexicanizara conquistando a los indios; éstos necesitan una religión que les obligue a leer y no les obligue a gastar sus ahorros en cirios para los santos». Y comprendiendo que las burguesías, en que forzosamente se recluta la dirección política y social del país, por la estructura misma de la sociedad moderna, necesitaban realmente una educación preparadora del porvenir, confió a dos eximios hombres de ciencia (uno de los cuales tenía toda la magnitud de un fundador) la reforma de las escuelas superiores; la secundaria, o preparatoria, resultó una creación imperecedera animada por el alma de Gabino Barreda.

     Flor de aquellas horas de esperanza y de reposo, cuyo perfume era el espíritu mismo de la patria resucitada, la literatura tuvo su epifanía triunfal. Tornó la República a oír las voces amadas de sus grandes oradores, de sus grandes poetas: Ramírez, Altamirano, Prieto, Zamacona, Zarco, y, a su sombra refrigerante y fecunda, las de los dioses menores y del enjambre sonoro de los nuevos, de los que tenían veinte años. A ellos vinieron los vencidos, y parecía que al son de la lira una nueva república de concordia y de amor iba a levantarse en la aurora de la era nueva.




ArribaAbajo- II -

     Por desgracia, las nubes malas se alzaban en el horizonte; ya lo hemos dicho, jamás había habido en la República, a pesar de haberse sucedido sin interrupción las guerras civiles y los estados anárquicos, una masa de gente armada semejante a la que estaba en pie en todos los ámbitos del país, de Yucatán a Sonora, al día siguiente del triunfo; los Estados, al reabsorber una gran mayoría de esas fuerzas, cuando hubo sido hecha la selección del ejército nacional, se encontraron con que aquellos hombres hechos a la aventura, al merodeo, al pillaje, al combate, desdeñaban el trabajo industrial o agrícola, tan poco remuneratorio que parecía irrisión ofrecérselo; les era más ventajosa la guerrilla por cuenta de cualquier plan político, o la gavilla por cuenta propia y no era fácil distinguir los matices que diferenciaban unos grupos de otros. Esta era la substancia, el plasma que debía aglutinarse en torno de núcleos que a toda prisa se constituían a la vista del Gobierno, que los vigilaba y se preparaba a deshacerlos. Los oficiales excluidos del ejército, injustamente no pocos, por necesidad muchos, otros por razones claras de dignidad y conveniencia; los que, aunque republicanos, resultaban excomulgados políticos, porque estuvieron a punto de desintegrar en las horas más rudas de la prueba al partido republicano, y los excomulgados de la patria como traidores, que aunque estaban bien penetrados de la imposibilidad de restaurar el Imperio, eran víctimas de la imposibilidad de llevar otra vida que la militar, éstos eran los elementos irreductibles de los focos de la revuelta futura. Y como con ellos confinaba el ejército mismo, resultaba éste accesible a la tentación, al soborno, a la indisciplina y a la rebelión, no en su cuerpo mismo, pero sí en muchos de sus componentes viciados, aquellos, sobre todo, que intentaban, bajo la influencia de las tendencias locales, resistir la acción cada vez más concentradora del gobierno federal.

     A raíz de la elección de Juárez, que fue, como hemos dicho, un gran acto de honra nacional, las manifestaciones esporádicas de la anarquía latente comenzaron; pero a todas se sobreponía un gran esfuerzo del país para vivir en paz y un gran esfuerzo del Gobierno por mantenerla. Desde entonces esta idea entró en lo más hondo del cerebro nacional, fue una obsesión: la paz es nuestra condición primera de vida; sin la paz marchamos al estancamiento definitivo de nuestro desenvolvimiento interior y a una irremediable catástrofe internacional.

     Pero el Gobierno agotaba sus recursos a medida que hacía sentir su acción a mayor distancia: ya en Sonora y Sinaloa, en donde las enconosas rencillas locales encendían la lucha; ya en Yucatán, en donde el imperialismo había tenido gran séquito, y en donde, si ya había muerto como programa, vivía como rencor, y ya en el centro mismo, en Puebla, de que estuvo a punto de adueñarse un voluble y quimérico condotier de nuestras reyertas fratricidas, aquel que tuvo la suerte de retener un día, en los bordados de su kepí de general, un destello del sol de mayo de 62 y que fraguó el asalto de una «conducta de caudales» con el mismo desplante con que tramaba un plan político. Todo ello era sintomático de un estado agudo que precisaba transformar a todo trance: las medidas conducentes a precipitar la evolución mental del pueblo mexicano por medio de la escuela, y la evolución económica por medio de la vía férrea, no se descuidaron, sin embargo, un momento; pero eran de resultados muy lentos y hervían los elementos malos.

     El ejército mismo, mal retribuido con frecuencia, resistente a todo trabajo severo de reorganización, minado por las ambiciones de los jefes, tradicionalmente habituados a encontrar el premio del ascenso en la lotería del pronunciamiento, y complicado en las contiendas políticas de los Estados, en que había un grupo siempre dispuesto a arrancar por la violencia del poder y de la caja del erario al grupo gobernante, el ejército mismo comenzó a ser una amenaza. Pero esto sirvió para probarlo, rehacerlo y disciplinarlo mejor; por dondequiera el Gobierno se sobreponía y castigaba rudamente a los rebeldes, y eso que alguna vez la asonada fue formidable y envolvió a los Estados más importantes del interior, como San Luis, Zacatecas, Jalisco. La represión solía ser muy sangrienta; mas ella indujo a la masa social a comenzar a creer que el Gobierno se sobrepondría a toda revuelta; era una esperanza.

     Pero llegó la época electoral en pleno trabajo de reconstitución, en lo más delicado y difícil de una labor penosísima; ni en la Cámara, ni en la prensa, ni en la opinión aparecía un caudillo capaz de hacer contrapeso a Juárez; Lerdo, a pesar del gran prestigio de su inteligencia y del grupo de hombres importantes que le rodeaba, no era popular y no podía aspirar a la suprema magistratura sin el apoyo de Juárez; el general Porfirio Díaz, que con sus laureles inmarchitos y gloriosos había pasado de la victoria al retraimiento, era el centro de los anhelos, de los despechos, de los resentimientos del elemento militar excluido del presupuesto o excomulgado de la vida pública, su ascendiente, su entereza, su probidad lo habían transformado de caudillo militar en caudillo político, y era temible, y era popular, como lo son siempre los hombres de espada cuando se les cree capaces de acometer una gran empresa y triunfar; mas había gran desconfianza de sus aptitudes de estadista y su popularidad propia no se transmitía a sus amigos civiles, que todos señalaban y a quienes parecía irremediablemente subalternado.

     La brevedad del período presidencial, copiado de la Constitución de los Estados Unidos, pueblo en que los factores de estabilidad tienen incalculable potencia, nos condenaba o a obras gubernativas diminutas y fragmentarias, o a renovar periódicamente, con las reelecciones, el argumento de la violación del sufragio, bastante ridículo en un país cuya inmensa mayoría no votaba, pero que tenía que producir gran efecto, porque precisamente por nuestros hábitos y nuestra educación, será siempre quizás un argumento jurídicamente irrefutable. ¿Cómo probará nunca un gobernante que se hace reelegir, que no ha violado clandestinamente el voto público? Y como las violaciones del sufragio en los pueblos latinos, aun cuando sean sancionadas por el juicio del poder constitucional a ello destinado, no tienen por corolario, como en los pueblos sajones, un aplazamiento para la nueva lucha electoral, sino la protesta a mano armada y la revuelta, era claro que la decisión de Juárez de hacerse reelegir (decisión acertada, porque, de lo contrario, habría sido irremediable la anarquía) sería el prefacio de la guerra civil.

     La actitud del general Díaz, la escisión entre Juárez y Lerdo, cosa tenida por imposible, tanto así parecían unimismados en propósitos estos hombres, y, a consecuencia de esto, la formación de una oposición parlamentaria que se acercaba a la mayoría, sostenida en la prensa con un talento, una pasión y un exceso de lenguaje temibles, señalaron muy a las claras la importancia de la crisis. El Presidente, firme en su propósito, resolvió afrontarlo todo; estimulado por una ambición, perfectamente humana, de conservar el poder, del que creía que podría hacer buen uso en favor de la consolidación de las instituciones y de la paz, a costa ciertamente de una guerra interior, que, lo repetimos, consideraba como la prueba suprema de la fortaleza del poder central; convencido de que su renuncia a la candidatura, único modo acaso de evitar la reelección, parecería una retractación de sus miras o una deserción de sus deberes, cuando en realidad ninguna de las otras candidaturas podía aspirar al triunfo sino por el peso del grupo juarista yuxtapuesto a ellas, asumió a la cara de la tormenta deshecha que amenazaba, su ya clásica imperturbabilidad; volvió a mostrarse el bronce que los huracanes llegan a hacer vibrar, pero que no alcanzan a conmover.

     Y vino la tormenta, y furiosa, mayor sin duda de lo que se creía; en vísperas del período electoral, una asonada militar se hizo dueña de uno de los más importantes puertos del Golfo; el Gobierno pasó sobre la resistencia de la liga parlamentaria a concederle facultades extraordinarias, y ahogó en sangre la asonada. Las elecciones se verificaron; el pueblo, socialmente considerado, se abstuvo, como de costumbre, u obedeció en pasivos rebaños a los comités políticos que lo encaminaban a las urnas; el país político, el interesado en la gran batalla del presupuesto, mostró inusitada actividad, pero los elementos de sedición y revuelta lo complicaban todo con su levadura de sangre y desolación. En la Cámara, por la voz de elocuentísimos tribunos, con el tono de los grandes días de los conflictos patrios, en los despachos mismos de algunos gobernadores, se anunciaba la apelación indefectible a la revolución. La sociedad burguesa de algunas capitales, a quien era profundamente antipático Juárez, que personificaba la Reforma y el desenlace trágico del Imperio, o que, en su parte reflexiva, veía con incertidumbre y espanto la guerra civil, era secretamente hostil; y eso fue muy grave, pero estaba hasta cierto punto compensado con la devoción y la fidelidad casi total del elemento burocrático, que, por interés y miedo a la enorme turba de despojantes que militaba en las filas de los contrarios, o por adhesión real al Presidente, a pesar de la falta frecuentísirna de los sueldos, no extremó esta vez, por ventura, el trabajo terrible de disgregación y disolución que opera en los cimientos de todo gobierno insolvente. Detrás, como formando el telón de fondo de esta escena en que empezaban a desenvolverse anhelosos los episodios primeros del drama fratricida, los vicios cacicazgos tradicionales, a donde no podía llegar aún la acción del Gobierno y que se declaraban neutrales, pero que en realidad servían de reparo a la revuelta, los viejos cacicazgos de las sierras del Nayarit, de Guerrero, de Querétaro, de Tamaulipas, de Puebla, semejantes a enormes monolitos de granito embadurnados de sangre, que recordaban las piedras de los sacrificios...

     El resultado de la elección, en que el elemento oficial tomó parte descaradamente, era ineludible; el Presidente Juárez obtuvo mayoría absoluta, Díaz y Lerdo compartieron con él, en proporciones distintas, el sufragio. No se ha hecho la declaración cuando estalló en México mismo un motín que, si como fue desacertadamente combinado, hubiera sido dirigido por una cabeza medianamente previsora, habría tenido consecuencias decisivas y terribles. Por fortuna, nada supieron organizar los amotinados, y la represión fue fulminante. Todo era, en suma, un tristísimo pródromo de la lucha encarnizada que se anunciaba.

     Después de la elección, la insurrección de todos los elementos militares y políticos de descontento tomó temerosa importancia; de Oaxaca a la frontera del Norte todas las sierras se pusieron en pie, todas obedecieron a un plan concertado de antemano; muchos de los hombres más conspicuos de la guerra de Intervención saltaron a la palestra, y, no sin vacilaciones y escisiones, el Estado natal de Juárez vio formarse en su seno el núcleo principal de la protesta armada. Como en Oaxaca, el general Díaz vaciló mucho en poner en la balanza su autoridad moral sobre sus conciudadanos, sólo inferior a la de Juárez, y el inmaculado, prestigio de su vida de soldado y de patriota, al servicio de la revuelta: creyó, sin duda, que el país necesitaba renovaciones profundas que sólo podía obtener por la fuerza; sus desilusiones, sus amargos resentimientos con el receloso gabinete de Juárez, que había cerrado fría e indefinidamente la puerta al ascendiente a que tenía derecho quien había prestado los servicios que él, la sugestión perenne de las ambiciones y rencores inextinguibles que lo rodeaban premiosos, arrastrándolo a compromisos irreparables, todo ello, probablemente, constituyó el elemento primordial de su decisión, que una vez tomada, fue irrevocable. Desde entonces, en su conciencia de republicano y de hombre de gobierno se incrustó con dolorosa y persistente tenacidad esta idea, que podía parecer un delirio entonces, que ahora vemos bien que no lo era: «Sólo puedo compensar el deservido inmenso que hago a mi país al arrojarlo a una guerra civil, poniéndolo alguna vez en condiciones que hagan definitivamente imposible la guerra civil».

     Esta fue empeñadísima; una red roja podía marcar, sobre la carta de la República, los itinerarios de la revuelta en torno de los grandes centros militares, hábilmente escogidos por el Gobierno; en todas partes la resistencia fue desorganizada, yugulada, vencida. Cuando mediaba 1872, no quedaban más que jirones de la tormenta enredados en los picos de las más lejanas serranías: la revolución, herida de muerte y fugitiva, buscaba refugios, ya no reparos para apoyar nuevos ataques.

     La autoridad y la fuerza moral del Gobierno habían cobrado energías nuevas en la brega: obligar al país político, educado en la revuelta perpetua, a la paz a todo trance, ahogar en sangre el bandolerismo y la inseguridad, empujar la gran mejora material de que dependían las otras, entrar en relaciones diplomáticas con las naciones europeas para dar pábulo y seguridad al comercio internacional, poner en estudio todas las grandes soluciones prácticas posibles de nuestro estado económico: la colonización, la irrigación sistemática del país agrícola, la libertad interior de comercio, y conjugar con esto el avance constante en la reorganización de nuestro régimen hacendario; aumentar los elementos de educación para transmutar al indígena y al mestizo inferior en valores sociales, tal era el programa de la paz con tan cruenta labor reconquistada. Pero no por eso descuidaba Juárez la mejora política: sus dos miras finales, ansiosas, persistentes, convertidas en hierro por su voluntad, eran la creación de un Senado para equilibrar la acción legislativa, sin contrapeso alguno en nuestra ley fundamental, y la constitucionalización de los principios de Reforma, para hacer de ésta la regla normal de nuestra vida política y social...

     En los primeros capítulos de este grandioso programa, la sorpresa traidora de la muerte truncó la nueva labor... Fue una gran desgracia... Había elementos eternos en su obra, que él ansiaba transformar de pasiva en activa; logró mucho, habría logrado más; cuando Juárez murió, un soplo de clemencia y de concordia oreaba ya todos los campos de batalla, los antiguos, los recientes... Eran las ráfagas precursoras de la primavera, del renacimiento; con él comenzó la Era nueva, la Era actual; la República, bajo sus auspicios, tuvo conciencia plena de la nécesidad de transformar la revolución en evolución y el esfuerzo era perceptible. Hidalgo y Juárez son las más altas, las más grandes columnas miliarias de nuestra historia; sus tumbas son altares de la patria...

     La muerte de Juárez, que en el conjunto de nuestra historia puede considerarse como una calamidad nacional, en los momentos en que se produjo pareció un bien, porque desarmó incontinenti a la guerra civil.

     En medio de una paz por todos hondamente anhelada, subió a la presidencia interina el presidente de la Suprema Corte Federal, y poco después este mismo ciudadano fue electo Presidente constitucional de la República sin competidor ni obstáculo. La renovación tranquila y normal del Gobierno, el desenlace definitivo del drama militar y la confianza absoluta de todos en el talento superior del señor Lerdo de Tejada, fueron los factores principales de una situación bonancible por extremo, la primera que aparecía sin nubes desde los tiempos en que inauguraba su período constitucional el Presidente Victoria. Cerca de medio siglo hacía que no veía el país una situación semejante.

     La elección había sido unánime; el pueblo elector, no el analfabético, a quien los agentes de la autoridad arrastran a la elección primaria o le suplantan en ella, sino el grupo de los electores secundarios, que cualquiera que sea su origen, es muy considerable, sabe leer, tiene personalidad, suele estar en contacto con las pasiones o necesidades locales y a veces con la política general; ese pueblo, en donde residen más o menos latentes los elementos genésicos de la democracia nacional, había estado en acuerdo perfecto con la opinión. De aquí en el organismo social entero una sensación de descanso, de reposo y de bienestar plenamente perceptible; de aquí, no sólo una esperanza, es decir, una especie de deseo inactivo, sino una aspiración, que es el deseo unido al esfuerzo, una aspiración inmensa, no sólo a la paz, sino al afianzamiento de esa paz por medio de cambios profundos en las condiciones económicas del país; ambas cosas en la conciencia nacional no constituían un círculo vicioso, sino una interdependencia de componentes necesarios que obraban alternativamente como causas y efectos.

     El nuevo Presidente se dio cuenta clara de su misión, y cuando inauguró su gobierno con la obra que había sido uno de los grandes empeños de Juárez, la línea férrea entre México y Veracruz, todo el mundo creyó que la transformación económica había pasado del largo y laborioso proemio a su capítulo primero. Pocos meses después, estaban bien delineados los grandes propósitos del programa presidencial, a cual más patriótico: incorporar la Reforma a la Constitución y crear en ésta mayores elementos de conservación y estabilidad; integrar el territorio nacional, disgregado de hecho por la existencia de cacicazgos que vivían substraídos a la ley; confiar la inmensa tarea de las vías de comunicación en el interior de la República, sin la cual las consecuencias de apertura de la línea de Veracruz no podrían ser generales, al capital europeo y nacional combinados. Todo ello era grave. La opinión liberal y reformista se puso entera y armada con sus razonamientos, sus exaltaciones y sus anhelos, como en los días de lucha épica, del lado del Presidente. La prensa clerical, guiada por algunos de sus más avezados veteranos, daba tono a la batalla con el acento irreverente y cruelmente sarcástico de su resistencia apasionada. Parecía la víspera de una nueva guerra de religión.

     Los resultados fueron previstos con inteligencia certera por el Presidente y llevados a su fin con tranquila firmeza para dar su carácter definitivo a la conquista legal, para marcar bien su significación: convertidos en fórmulas claras y precisas lo que se llamaba «los dogmas liberales»; la separación de la Iglesia y el Estado; la supresión de las comunidades religiosas como asociaciones absolutamente ilegales; la prohibición de adquirir bienes raíces a todas las corporaciones, y las consecuencias de todo esto en el estado civil de las personas, en las manifestaciones externas del culto, formaron el cuerpo de derecho de la nueva sociedad nacional mexicana. La discusión de esas leyes, su promulgación, produjeron una sacudida temerosa en las conciencias.

     Ese estremecimiento no fue una conmoción, fue una emoción social; la Iglesia, desacertadamente, porque nadie como ella ha aprovechado moral y materialmente quizás la situación creada por la Reforma, pero inspirada por el estrecho criterio intransigente de Pío IX, hogaño como antes, fulminó sus rayos, aunque con la cortesía y ductilidad propias del que era entonces el primado mexicano, y todo el elemento femenino de la sociedad, que había aplaudido en el advenimiento del señor Lerdo el reinado de la gente decente, volvió la espalda al Presidente y comenzó con implacable tenacidad esa guerra sorda de los salones y las cocinas, que ataca y enmohece los más íntimos resortes gubernamentales. Lo que se ha llamado, no sabemos por qué, la expulsión de las hermanas de la Caridad y la expulsión de algunos individuos de la Compañía de Jesús, puso el sello a este profundo malestar doméstico, colocando del lado de los perseguidos la conmiseración y la ternura.

     Una intentona de guerra civil, bajo pretexto religioso, organizada en Michoacán con elementos rurales de ínfima especie, ensangrentó al Estado y parecía que iba a ser incoercible, convirtiendo aquella comarca, cuna de eminentes reformistas, en una Vendée mexicana. No fue así, y aislado prontamente el foco de la revuelta, pudo la conflagración ser extinguida.

     El peligro de aquella situación era psicológico, estaba en el señor Lerdo mismo; estaba en un defecto intelectual que suele ser propio de los talentos extraordinarios, como el suyo indudablemente lo era: no creía necesitar de nadie para la acción; todos los hombres le eran iguales, todos eran para él instrumentos fácilmente manejables con el señuelo del interés; no preveía el caso de que el interés precisamente los volviera resistentes a su impulso; no creía necesitar de consejo, no deliberaba, se informaba negligentemente y decidía sin elementos suficientes muchas veces. El orgullo, factor de los grandes aislamientos, no estaba blindado en el Presidente por una de esas voluntades enérgicas que se sobreponen a todo y se imponen a todos, y este defecto de carácter se complicaba con cierta tendencia a retardar indefinidamente el estudio de las cuestiones más importantes, a desempeñar su encargo en una especie de perpetua conversación en que ofuscaba a sus interlocutores con su penetración y su ingenio y los desconcertaba con su pereza fatalista para resolver y su incurable escepticismo. De temperamento profundamente conservador y autoritario, irónicamente ajeno a toda creencia, aunque tenía la religión de la grandeza de la patria, que consideraba en buena parte como obra suya, el Presidente Lerdo era un gran señor, capaz de hacer cosas admirables arrimado a un gobernante de carácter soberano, incapaz de transigir con ningún temor cuando se trataba del decoro de su país y capaz de transigir con la libertad por desprecio a los hombres.

     En dos años rápidos, 74 Y 75, se le vio pasar del prestigio al desprestigio, de la popularidad sin sombras perceptibles a una impopularidad que pudo al fin llamarse absoluta. Soberbiamente aislado, con mucho más amor propio que ambición de poder, no había tenido inconveniente en perder a sus antiguos amigos, en cuyas dotes administrativas no tenía confianza alguna y que le parecían alardear de un derecho a compartir con él un poder que en puridad no les debía, y sostuvo en el gabinete a los amigos de Juárez, por no verse obligado a colocar a los suyos, y los amigos de Juárez no llegaron a tener con él, sin embargo, más vínculo que el del interés en su forma más deleznable.

     Siguiendo el programa del gran Presidente, que no descuidó medio legal de fortificar en los Estados la acción del poder central, prohijó con laudable empeño y obtuvo la reforma constitucional que daba en la representación nacional un papel de suprema importancia a la representación de las entidades federadas: la erección de un Senado, en que, más que un contrapeso a las tendencias absorbentes de la Cámara popular, vieron los gubernamentales un medio de armar al poder para impedir que los conflictos interiores de los Estados pudieran convertirse en conflagraciones generales. Ya antes, la cruzada contra los cacicazgos de las sierras, que tenía que ser muy lenta en sus efectos, pero que era indispensable, y no sólo a la cohesión nacional sino al lustre de nuestra dignidad, había comenzado con éxito brillantísimo en Jalisco y Tepic con la exterminación del jefe Lozada, un feroz patriarca de tribus montañesas organizadas en forma de gobierno primitivo.

     Todo parecía salir al señor Lerdo a medida de sus deseos, si el prurito de sostener gobernadores impopulares en los Estados o de imponerlos haciendo alarde de la fuerza federal, no hubiese producido pronto una situación especialísima en que llegó a encontrar forma la protesta vaga de un indefinible, pero profundo malestar público, y la antipatía violenta que inspiraba, en grupos cada vez más numerosos de la sociedad, no el hombre sino el gobernante. De este sentimiento, que tenía en la prensa de oposición ecos popularísimos, llegó a ser como la encarnación genuina un semanario de caricaturas que se propuso ridiculizar implacablemente a los individuos del Gobierno, y lo logró, aliando el incomparable talento humorístico del general Riva Palacio con el lápiz diabólicamente travieso de Villasana.

     Aquella hostilidad inmensa, pero difusa, no se cristalizó en cuerpos de resistencia invencible hasta que la Suprema Corte de Justicia habló. Recientemente se había hecho cargo de la dirección de aquel cuerpo, a un tiempo judicial y político, según la Constitución, el más conspicuo de los ministros de Juárez, después del señor Lerdo. Repúblico de temperamento estoico, preconizador y observador escrupuloso de la religión del deber, poseedor de una vasta inteligencia nutrida por pasmosa erudición filosófica y literaria, el licenciado Iglesias subió a la presidencia de la Corte, que era al mismo tiempo la vicepresidencia de la República, resuelto a facilitar la cada vez menos feliz labor administrativa del Presidente Lerdo, de quien era amigo excelente, hasta donde sus funciones se lo permitieran, hasta donde no lo atajara el infranqueable muro de granito de su conciencia.

     Y sucedió que los desmanes de los gobernadores de los Estados obligaron a la Corte a intervenir por medio de las formas constitucionales del recurso de amparo en la política local; y sucedió que en las peripecias de esas tremendas batallas jurídicas, que excitaron por extremo la atención del país, la mayoría del supremo tribunal definió la famosa teoría de la competencia de origen, es decir, la de las facultades de la Corte autorizada por el texto del artículo 16º de la ley fundamental, para investigar si los títulos de cualquiera autoridad, contra la que se interponía el recurso de amparo, eran legítimos, pues que sin esa legitimidad la competencia era originariamente nula. Por esta teoría, que no es el caso de analizar, el papel de la Corte tomaba tal importancia que podía decirse que se constituía en árbitro infalible (jurídicamente este vocablo equivale a inapelable) de la política del país. El señor Lerdo resistió sin suceso apreciable a este ensanche de facultades que destruía realmente el equilibrio de los poderes; pero la Corte se mantuvo firme, guiada por su presidente. Cuando por una mera cuestión de carácter local estalló en Oaxaca el movimiento de Tuxtepec, el país, en su inmensa mayoría, abrigaba esta opinión: el señor Lerdo no puede continuar en el poder.

     Por orgullo, por desdén a quienes se creían intérpretes de la opinión, por reacción contra un estado de ánimo que se había generalizado y que él creía soberanamente injusto, porque le negaba el derecho y la aptitud de gobernar a un pueblo a quien creía haber prestado innegables servicios, el Presidente admitió su candidatura para un nuevo período, y entonces el grito de no-reelección lanzado al comenzar el año de 76 en el Estado de Oaxaca, repercutió en todos los ámbitos de la República; los amigos del Presidente, en secreto, sus enemigos, ostensiblemente, todos estaban de acuerdo en el desideratum revolucionario.

     Una vigorosa política de mejoras materiales habría conjurado la tormenta, mas la porción total que, explotadora o no de la política, hacía gala de serle ajena, había secundado tibiamente la idea que el Presidente con plena fe creyó siempre patriótica, pero que era irrealizable: la de encargar al capital europeo, sumado hasta donde fuera posible con el capital nacional, las magnas obras materiales que debían transformar nuestro ser económico, verdadera causa de la periodicidad de las guerras civiles. De esto infería la masa pensante que, por recelo de los americanos, las mejoras materiales se aplazarían indefinidamente, y que el peligro de que se huía acabaría por tomar tremendas proporciones cuando no fuese ya tiempo de conjurarlo.

     La revuelta, que se llamó «Revolución de Tuxtepec» no pudo ser vencida, y el gobierno logró sólo aislarla en Oaxaca, no sin cruentísimos lances. Sabíase que el ministro de la Guerra tenía entre los rebeldes amigos y partidarios, y esto hacía sospechar que su acción para contener la revuelta era floja, acaso desleal. Y la verdad era que el ministro estaba más convencido que nadie de que la reelección era imposible.

     Cuando, con la ocupación de Matamoros, entró el general Díaz en escena, la revuelta tomó el carácter de una insurrección del país; más o menos ostensiblemente la secundaban algunos gobernadores, la favorecían grandes empresas particulares, la aplaudían los infinitos devotos de la bola, simpatizaba con ella la sociedad. Sin embargo, la ya excelente constitución del ejército federal se sobrepuso a todo, por lo pronto, y la insurrección completamente vencida en el Norte y el Interior, se encontró en las serranías de Puebla, Veracruz y Oaxaca. Sobre ella podía el Gobierno hacer converger casi todo el ejército. Pero el país seguía estremecido, impaciente; el incendio dominado parecía pronto a renacer en cualquier parte. Algo extraordinario y decisivo se esperaba.

     El Presidente de la Suprema Corte de Justicia, después de una larga deliberación con su conciencia de hombre, de magistrado, de funcionario político, decidió desconocer la elección presidencial verificada ya, y que exclusivamente hecha por el elemento burocrático había resultado favorable al señor Lerdo cuando buena parte de los Estados votantes se hallaban oficialmente en estado de sitio, es decir, legalmente tutoreados por la autoridad militar e incapacitados de ejercer libremente sus funciones políticas. Ese desconocimiento, si bien era extraconstitucional, fluía directamente de la doble función de magistrado y vicepresidente que en el señor Iglesias se reunían y no era por ningún concepto una rebelión contra la ley, sino una medida de salvación pública en un estado perfectamente anárquico; el probo funcionario creyó necesario allegar todos los elementos de resistencia y de respeto en torno de su actitud, que de otro modo habría terminado obscura y ridículamente en una prisión. El Vicepresidente aceptó el apoyo del Gobierno y Estado de Guanajuato, se trasladó a él, y en cuanto la reelección fue proclamada en México, expidió un manifiesto asumiendo el poder, cuyos títulos legales habían abandonado, al infringir la Constitución, el Presidente y la Cámara de representantes. Esto era inusitado, singular en supremo grado, y respondía con un hecho obra de un magistrado que por él no perdía su investidura, a otro hecho autorizado por otro magistrado que no podía renovar sus funciones sino dentro de la Constitución y que había salido de ella. Al concluir el período legal del Presidente Lerdo, nada podía quedar del poder ejecutivo sino un título intacto, el del Vicepresidente de la República.

     La actitud del presidente de la Corte produjo un inmenso desconcierto, de donde surgió el triunfo de la Revolución. Para el señor Iglesias era esto seguro, nunca dudó de él y sabía y decía que no contaba con el éxito personal; al contrario, presentía que su obra sería absolutamente adversa a su interés, que su actitud sería discutida con rabia y pasión indesarmables, que era un calvario, así decía, el que para él empezaba; lo que no era capaz de hacerlo desistir de un propósito. Pretendía, y esto sí fue vano empeño, poner un puente a la revolución para constitucionalizarla; la revolución logró el éxito gracias a la actitud del señor Iglesias, que paralizó la acción del gobierno central, y luego se desembarazó de su involuntario, pero formidable colaborador. Era otro orden de cosas, era otro orden de ideas.

     Desde la aparición del señor Iglesias en Guanajuato, todo fue muy rápido. El ejército del Interior, destinado a reforzar al que estaba llamado a exterminar la rebelión en las sierras, se detuvo en torno del nuevo Estado en armas y se fue desmoronando en todas sus vanguardias, que se unían a las fuerzas de Guanajuato. Y no sólo esa fracción del ejército, sino todo él, desorientado por el manifiesto de Salamanca y minado por la opinión, vacilaba; la mayor parte de sus jefes resolvieron que, pasado el último día del período legal del señor Lerdo, se agruparían en torno del Vicepresidente.

     En vano con los cambios de gabinete y la promoción de medidas de alta energía en México se trató de conjurar el peligro. Las dos grandes porciones armadas de la revolución se reunieron en los campos de Tecoac, por encima de las tropas del Gobierno, deshechas en sangrientos pedazos, y pronto se adueñaron de la capital, de donde salió para el extranjero el señor Lerdo. Entonces la marcha victoriosa del ejército revolucionario, acaudillado por el general Díaz, fue incontenible: un instante pareció detenerse ante el derecho claro del Vicepresidente, pero dictando condiciones que no pudo aceptar la estoica entereza del señor Iglesias; luego, arrollándolo todo a su paso, continuó su marcha hasta el Pacífico. Al amanecer el año de 1877, la revolución tuxtepecana era dueña del país.




Arriba- III -

     El país estaba desquiciado; la guerra civil había, entre grandes charcos de sangre, amontonado escombros y miserias por todas partes; todo había venido por tierra; abajo, para el pueblo rural, se había recrudecido la leva, una de las enfermedades endémicas del trabajo mexicano (las otras son el alcohol y la ignorancia), que dispersaba al pueblo de los campos en el ejército, como carne de cañón; en la guerrilla, como elemento de regresión a la vida de la horda salvaje, y en la gavilla, la escuela nómada de todos los vicios antisociales. El pueblo urbano o en las fábricas, paradas por el miedo a la guerra o por la inutilidad de producir para mercados atestados, o en los talleres sin ocupación, de las ciudades, se entregaba a la holganza o se escapaba rumbo a la bola o se dejaba llevar en cuerda al cuartel. La burguesía, exprimida sin piedad o por los régulos locales o por los gobiernos en lucha, escondía su dinero y retraía sus simpatías; había visto la caída del gobierno central con gusto (exceptuando en dos o tres Estados en que el lerdismo significaba la emancipación de odiadas tiranías locales); pero había sido indiferente a la tentativa del señor Iglesias, que le parecía una sutileza constitucional con todas las apariencias de un pronunciamiento de abogados y literatos, y se sentía asaltada de recelos y temores hondos ante aquella masa heterogénea de apetitos insaciables, de resentimientos implacables y de intereses inconfesables, señoreada de la República con el nombre de revolución tuxtepecana, en que se habían resumido todos los elementos de desorden removidos por la guerra civil. Creía en la buena fe del jefe de la revolución, creía en su probidad, pero lo suponía, entonces como antes, irremediablemente subalternado a las ambiciones muy enérgicas, pero muy estrechas, de un grupo de sus consejeros; y si le concedía dotes administrativas, persistía en negarle dotes políticas; este hombre, se repetía en los grupos urbanos, en nuestra guisa familiar de condensar las opiniones, este hombre no sacará al buey de la barranca.

     Eso era la sociedad. Los factores oficiales eran pésimos: el ejército federal que, desorientado, perplejo, descontento de sí mismo, se había dividido entre las dos banderas que se apellidaban constitucionales, pero que en su inmensa mayoría se había mantenido fiel al deber, ahora ingresaba en masa en el ejército de la victoriosa revolución y se sentía humillado, comprimido, impaciente, pronto a sacudir lo que reputaba una cadena y un yugo; sus principales jefes, o lo habían abandonado, o veían desdeñosos la turba que los rodeaba con el secreto deseo del desquite. El tropel revolucionario se disponía a despojar al ejército legal de todos sus grados y prerrogativas y lanzarlo a la calle desarmado, desnudo y castigado, y exigía del jefe de la revolución este botín de guerra.

     En cuanto a la falange burocrática, mínimamente pagada, cuando lo estaba, apenas cumplía con su deber; hacía la censura despiadada de las costumbres y la ignorancia de los vencedores, organizaba la gran conspiración inferior de los servidores infieles, o desertaba; los jefes improvisados del gobierno efímero que había surgido de la revuelta, solicitaban públicamente empleados para los pueblos administrativos y solían recibir despectivas repulsas.

     En el exterior, las peripecias y el final de la guerra civil habían causado una penosa impresión. Estaba probado; México era un país ingobernable, los Estados Unidos debían poner coto a tanto desmán, ya que Europa era impotente para renovar la tentativa. Los sociologistas nos tomaban corno ejemplo de la incapacidad orgánica de los grupos nacionales que se habían formado en América con los despojos del dominio colonial de España, y el ministro de los Estados Unidos asumía una actitud de tutor altivo y descontento ante el ejecutivo revolucionario.

     La Constitución había quedado sepultada bajo los escombros de la legalidad: las reformas que la revolución había proclamado eran netamente jacobinas: ni Senado ni Reelección, es decir, omnipotencia de la Cámara popular, debilitación del Poder Ejecutivo por la forzosa renovación incesante de su jefe. Quedaba la Corte para proteger el derecho individual. Pero ¿cuándo un tribunal ha servido de valladar positivo al despotismo del poder político, si ese tribunal está también sometido a la elección popular, perennemente suplantada en México por los prestidigitadores oficiales?

     Y para colmo de inconvenientes, la prensa, o hacía cruelmente la oposición, o regañaba y aleccionaba incesantemente al Gobierno cuando le era adicta, convergiendo ambas en la exigencia del cumplimiento estricto de las promesas de los planes revolucionarios, entre las que dos descollaban como supremas aspiraciones del país: el respeto al sufragio libre, es decir, el abandono de las elecciones locales y generales a los gobernadores y sus agentes, y la abolición del impuesto del timbre, promesa popularísima, cuyo cumplimiento equivaldría al suicidio financiero de la administración.

     El deseo verdadero del país, el rumor que escapaba de todas las hendiduras de aquel enorme hacinamiento de ruinas legales, políticas y sociales, el anhelo infinito del pueblo mexicano que se manifestaba por todos los órganos de expresión pública y privada de un extremo a otro de la República, en el taller, en la fábrica, en la hacienda, en la escuela, en el templo, era el de la paz. Ese sentimiento fue en realidad el que desarmó la resistencia del Vicepresidente de la República, a pesar de su autoridad constitucional. Nadie quería la continuación de la guerra, con excepción de los que sólo podían vivir del desorden, de los incalificables en cualquier situación normal. Todo se sacrificaba a la paz: la Constitución, las ambiciones políticas, todo, la paz sobre todo. Pocas veces se habrá visto en la historia de un pueblo una aspiración más premiosa, más unánime, más resuelta.

     Sobre ese sentimiento bien percibido, bien analizado por el jefe de la revolución triunfante, fundó éste su autoridad; ese sentimiento coincidía con un propósito tan hondo y tan firme como la aspiración nacional: hacer imposible otra revuelta general. Con la consecución de este propósito, que consideraba, ya lo dijimos antes, como un servicio y un deber supremo a un tiempo, pensaba rescatar ante la historia la terrible responsabilidad contraída en dos tremendas luchas fratricidas: la sangre de sus hermanos le sería perdonada si en ella y de ella hacía brotar el árbol de la paz definitiva.

     Complicar en esa obra, que parecía irrealizable ensueño, todos los intereses superiores e inferiores, era el camino para lograrla; el caudillo creía que para eso era preciso que se tuviera fe en él y que se le temiera. La fe y el temor, dos sentimientos que, por ser profundamente humanos, han sido el fundamento de todas las religiones, tenían que ser los resortes de la política nueva. Sin desperdiciar un día ni descuidar una oportunidad, hacia allá ha marchado durante veinticinco años el Presidente Díaz; ha fundado la religión política de la paz.

     A raíz de la desaparición del estado legal, parecía imposible la vuelta a un régimen normal; todos, lo repetimos, fiaban en la energía, en el ascendiente, en la rectitud del caudillo triunfante; nadie le suponía verdaderas aptitudes políticas y de gobierno; sí se seguía con interés la marcha de tres de sus consejeros, los tres oráculos del gobierno nuevo (los señores Vallarta, Benítez y Tagle); a éstos se concedía mucho talento, pero mucha pasión. La vuelta al orden constitucional era el primer paso político; urgía para ello reconstituir los órganos legales del Gobierno. Sólo un poder había sido respetado a medias, la Suprema Corte de Justicia; para los demás era precisa la renovación.

     Una elección hecha bajo los auspicios de las autoridades revolucionarias y en medio de la abstención real del país político, dio, si no legitimidad, sí legalidad al Caudillo; fue Presidente de la República: su acción fue más desembarazada y más firme. Pero al mismo tiempo se dibujó bien el peligro; los partidarios del presidente derrocado, explotando el prestigio de nombres venerados en el ejército, promovieron, fuera y dentro del país, conspiraciones que en todas partes chispeaban conatos de incendio, para el cual había en todas ellas inmenso combustible acumulado. Los amagos exteriores en la frontera americana fueron neutralizados a fuerza de buena suerte: todos se condensaron dentro, y, a punto de estallar en terrible conflagración, fueron apagados en sangre: el siniestro estaba conjurado. La emoción fue extraordinaria: hubo protestas y dolor; muchos inocentes parecían sacrificados, pero la actitud del Presidente sorprendió; el temor, gran resorte de gobierno, que no es lícito confundir con el terror, instrumento de despotismo puro, se generalizó en el país. La paz era un hecho; ¿sería duradera?

     En este país, ya lo dijimos, propiamente no hay clases cerradas, porque las que así se llaman sólo están separadas entre sí por los móviles aledaños del dinero y la buena educación; aquí no hay más clase en marcha que la burguesía; ella absorbe todos los elementos activos, de los grupos inferiores. En éstos comprendemos lo que podría llamarse una plebe intelectual. Esta plebe, desde el triunfo definitivo de la Reforma, quedó formada: con buen número de descendientes de las antiguas familias criollas, que no se han desamortizado mentalmente, sino que viven en lo pasado y vienen con pasmosa lentitud hacia el mundo actual, y segundo, con los analfabetos. Ambos grupos están sometidos al imperio de las supersticiones, y, además, el segundo, al del alcohol; pero en ambos la burguesía hace todos los días prosélitos, asimilándose a unos por medio del presupuesto, y a otros por medio de la escuela. La división de razas, que parece compilar esta clasificación, en realidad va neutralizando su influencia sobre el retardo de la evolución social, porque se ha formado, entre la raza conquistada y la indígena una zona cada día más amplia de proporciones mezcladas que, como hemos solido afirmar, son la verdadera familia nacional; en ella tiene su centro y sus raíces la burguesía dominante. No es inútil consignar, sin embargo, que todas estas consideraciones sobre la distribución de la masa social serían totalmente facticias y constituirían verdaderas mentiras sociológicas, si se tomaran en un sentido absoluto; no, hay una filtración constante entre las separaciones sociales, una ósmosis, diría un físico; así, por ejemplo, la burguesía no ha logrado emanciparse ni del alcohol ni de la superstición. Son estos microbios socio-patogénicos que pululan por colonias en donde el medio de cultivo les es propicio.

     Esta burguesía que ha absorbido a las antiguas oligarquías, la reformista y la reaccionaria, cuyo génesis hemos estudiado en otra parte, esta burguesía tomó conciencia de su ser, comprendió a dónde debía ir y por qué camino, para llegar a ser dueña de sí misma, el día en que se sintió gobernada por un carácter que lo nivelaría todo para llegar a un resultado: la paz. Ejército, clero, reliquias reaccionarias; liberales, reformistas, sociólogos, jacobinos, y, bajo el aspecto social, capitalistas y obreros, tanto en el orden intelectual como en el económico, formaron el núcleo de un partido que, como era natural, como sucederá siempre, tomó por común denominador un nombre, una personalidad: Porfirio Díaz. La burguesía mexicana, bajo su aspecto actual, es obra de este repúblico, porque él determinó la condición esencial de su organización: un gobierno resuelto a no dejarse discutir, es, a su vez, la creadora del general Díaz; la inmensa autoridad de este gobernante, esa autoridad de árbitro, no sólo político, sino social, que le ha permitido desarrollar y le permitirá asegurar su obra no contra la crisis, pero sí acaso contra los siniestros, es obra de la burguesía mexicana.

     Nunca la paz ha revestido con mayor claridad, que al día siguiente del triunfo de la revuelta tuxtepecana, el carácter de una primordial necesidad nacional. He aquí por qué el desenvolvimiento industrial de los Estados Unidos, que era ya colosal hace veinticinco años, exigía como condición obligatoria el desenvolvimiento concomitante de la industria ferroviaria, a riesgo de paralizarse. El go ahead americano no consentiría esto, y por una complejidad de fenómenos económicos que huelga analizar aquí, entraba necesariamente en el cálculo de los empresarios de los grandes sistemas de comunicación que se habían acercado a nuestras fronteras, completarlos en México, que, desde el punto de vista de las comunicaciones, era considerado como formando una región sola con el suroeste de los Estados Unidos. El resultado financiero de este englobamiento de nuestro país en la inmensa red férrea americana, se confiaba a la esperanza de dominar industrialmente nuestros mercados.

     Esta ingente necesidad norte-americana podía satisfacerse, o declarando ingobernable e impacificable al país y penetrando en él en son de protección para realizar las miras de los ferrocarrilistas, o pacífica y normalmente si se llegaba a adquirir la convicción de que existía en México un gobierno con quien tratar y contratar, cuya acción pudiera hacerse sentir en forma de garantía al trabajador y a la empresa el país entero y cuya viabilidad fuera bastante a empeñar la palabra de varias generaciones. La guerra civil era, pues, desde aquel momento, no sólo un grave, el más grave de los males nacionales, sino un peligro, el mayor y más inmediato de los peligros internacionales. El señor Lerdo trató de conjurarlo acudiendo a la concurrencia del capital europeo; era inútil, fue inútil; el capital europeo sólo vendría a México en largos años, endosando a la empresa americana. La virtud política del Presidente Díaz consistió en comprender esta situación y, convencido de que nuestra historia y nuestras condiciones sociales nos ponían en el caso de dejarnos enganchar por la formidable locomotora yankee y partir rumbo al porvenir, en preferir hacerlo bajo los auspicios, la vigilancia, la policía y la acción del gobierno mexicano, para que así fuésemos unos asociados libres, obligados al orden y la paz y para hacernos respetar y para mantener nuestra nacionalidad íntegra y realizar el progreso.

     Muchos de los que han intentado llevar a cabo el análisis psicológico del Presidente Díaz, que sin ser ni el arcángel apocalíptico que esfuma Tolstoi, ni el tirano de melodramática grandeza del cuento fantástico de Bunge, es un hombre extraordinario en la genuina acepción del vocablo, encuentran en su espíritu una grave deficiencia: en el proceso de sus voliciones, como se dice en la escuela, de sus determinaciones, hay una perceptible inversión lógica: la resolución es rápida, la deliberación sucede a este primer acto de voluntad, y esta deliberación interior es lenta y laboriosa, y suele atenuar, modificar, nulificar a veces la resolución primera. De las consecuencias de esta conformación de espíritu, que es propia quizás de todos los individuos de la familia mezclada a que pertenecemos la mayoría de los mexicanos, provienen las imputaciones de maquiavelismo o perfidia política (engañar para persuadir, dividir para gobernar) que se le han dirigido. Y mucho habría que decir, y no lo diremos ahora, sobre estas imputaciones que, nada menos por ser contrarias directamente a las cualidades que todos reconocen en el hombre privado, no significan, en lo que de verdad tuvieren, otra cosa que recursos reflexivos de defensa y reparo respecto de exigencias y solicitaciones multiplicadas. Por medio de ellas, en efecto, se ponen en contacto con el poder los individuos de esta sociedad mexicana que de la idiosincrasia de la raza indígena y de la educación colonial y de la anarquía perenne de las épocas de revuelta, ha heredado el recelo, el disimulo, la desconfianza infinita con que mira a los gobernantes y recibe sus determinaciones; lo que criticamos es, probablemente, el reflejo de nosotros mismos en el criticado.

     Sea de eso lo que se quiera, será siempre una verdad que la primitiva resolución del caudillo revolucionario en el asunto de los ferrocarriles internacionales, fue pronta, fue segura, no se desnaturalizó luego, fue el primer día lo que ahora es; y se necesitaba por cierto sobreponerse a la angustia del porvenir con ánimo inmensamente audaz y sereno y tener inquebrantable fe en el destino de la patria, y pedir con singular energía moral una fuente de fuerza y de grandeza a lo que parecía el camino obligado de nuestra servidumbre económica, para haber abierto nuestras fronteras al riel y a la industria americana. ¡Y en qué momentos! Uno de los invencibles temores del señor Lerdo, y justificado y racional a fe, era el semillero de peligrosísirnos conflictos con los Estados Unidos que acaso surgirían del compromiso de pagar subvenciones que el estado de nuestro erario jamás podría cumplir. El señor Díaz, fiando la seguridad de evitar esos conflictos precisamente a la transformación económica, por ende financiera, que el país sufriría a consecuencia de la realización de los ferrocarriles proyectados, se atrevió a contraer obligaciones nacionales que importaban muchos millones de pesos, en momentos en que nuestro erario estaba exhausto y no había dinero en las arcas para pagar los haberes del ejército.

     Efectivamente, la cuestión financiera amenazaba paralizar todo el impulso del Presidente hacia las mejoras materiales de carácter nacional; desorganizada completamente la frontera del Norte por la complacencia o debilidad de las autoridades locales para con los reyes del contrabando, éste tomaba proporciones colosales; las plazas del interior de la República se inundaban de efectos mercantiles fraudulentamente importados, y el krac de las rentas aduanales había producido una especie de pavoroso malestar, porque se juzgaba irremediable. Vino a complicarlo todo la lucha política, no la que buscaba el favor del país elector, ni alfabeta ni inteligente, que vota en segundo grado, sino la que disputaba la preponderancia en el ánimo del Presidente, que tenía ya suficiente autoridad moral para que una indicación suya fuese acatada por los colegios electorales. Pero el término presidencial se acercaba; el general Díaz tiró entonces las muletas de Sixto V, rompió resueltamente con sus consejeros íntimos que querían imponerle un candidato; escogió el suyo, lo puso de hecho a la cabeza del ejército, y en medio de una situación preñada de amenazas, pero no exenta de esperanzas, dejó el poder a uno de los más audaces, de los más bravos, de los más leales de sus colaboradores revolucionarios. La nación estaba perpleja ante el nuevo presidente. El general González era todo un soldado. ¿Era un hombre de gobierno?

     Hubo una gran esperanza; el nuevo ministerio se componía de ciudadanos probos, el ex Presidente Díaz formaba parte de él; hubo claramente un movimiento de ascensión. Las grandes empresas ferroviarias internacionales parecían sembradoras de dollars en el surco inmenso que acotaban los rieles desde la frontera al centro del país; la cosecha inmediata consistía en el trabajo remuneratorio como jamás lo había sido para el bracero y el obrero mexicano; observose, a compás de la plenitud de las arcas fiscales, a los empleados contentos, al ejército mimado y al espíritu de empresa subido al rojo-blanco por el foco de calor, de patriotismo, de amor a la fortuna y amor al progreso que el nuevo ministerio de Fomento, Pacheco, llevaba en el alma. Al arrimo de esa situación se proyectó todo: colonizaciones, irrigaciones, canalizaciones, quiméricos ferrocarriles interoceánicos en Tehuantepec, formación artificial de puertos que no existían en el Golfo, esbozos de marinas nacionales, creadas de golpe, y poderosas instituciones bancarias en que parecía que el capital mexicano debía afluir para abrir paso a la industria y al comercio en el nuevo período que apuntaba en el horizonte. Por desgracia, al hecho positivo de la construcción de las vías férreas, que, para ser productivas, exigían otras y otras, y una red entera que fuese cubriendo el suelo nacional, se adunaba lo precario, por transitorio, del auge creado por el dinero americano invertido en las construcciones, auge que a algunos financieros pareció indefinido. A la sombra de esa engañosa bonanza, el desorden y la imprevisión administrativa se hicieron habituales; el interés del país fue, en manos de los especuladores, un instrumento de medro personal; un vértigo de negocios se apoderó de muchos y hubo más de un funcionario público que realizase, como por ensalmo, pingüe fortuna poniendo al servicio de los negociantes sus influencias y sus codicias.

     A nada de esto era extraño el Presidente nuevo: hombre de perfecto buen sentido, incapaz ni de temor ni de duplicidad, se sobreponía en él, a todo, no sé qué espíritu de aventura y de conquista que llevaba incorporado en su sangre española y que se había educado y fomentado en más de veinte años de incesante brega militar en que había derrochado su sangre y su bravura. El general González es, en el sentir del que esto escribe, aunque todos estos juicios sobre acontecimientos de ayer son revisables, un ejemplar de atavismo: así debieron ser los compañeros de Cortés y Pizarro y Almagro; física y moralmente así. De temple heroico, capaces de altas acciones y de concupiscencias soberbias, lo que habían conquistado era suyo y se erizaban altivos y sañudos ante el monarca, así fuese Carlos V o Felipe II, para disputar su derecho y el precio de su sangre. El Presidente creía haber conquistado a ese precio, en los campos de Tecoac, el puesto en que se hallaba; era suyo y lo explotaba a su guisa.

     Concluyó el período de gastos de las construcciones ferroviarias, cesó el pactolo de correr, vino la escasez del erario y luego su impotencia para pagar los más necesarios servicios administrativos; crecieron las tergiversaciones, los expedientes, el recurso cotidiano a maniobras inconfesables; y los negocios, sin embargo, no cesaban. La protesta de que se hacía la prensa eco, bien reflexivo y victorioso, o frenético y desmandado más allá de todo límite de pudor y de equidad, partía del fondo de esa especie de irreducible honradez y amor a la justicia que constituye la substancia primitiva de la conciencia social mexicana. No cabía negarlo; cuando se abrió el período electoral ya no fue posible tomar medida alguna; una moneda nueva que acaso tenía sus ventajas, fue considerada como moneda falsa, y en rabiosa asonada popular, que parecía más bien un arqueo, una náusea social, fue regurgitada y tornada imposible; un contrato necesarísimo en principio, aunque censurable en sus clásulas, pero que era condición sine qua non del restablecimiento de nuestro crédito exterior, el reconocimiento de la deuda inglesa, fue juzgado como indenominable atentado; supusiéronse, con evidente exageración, negocios fabulosos hechos a la sombra del convenio, y como era en las postrimerías administrativas de aquella situación, y como el presidente electo era el general Díaz, y todos consideraban rotos los compromisos con los que se iban y no volverían, porque efectivamente no podían volver, una oposición parlamentaria nació y creció como el mar al soplo del huracán, la sociedad se arremolinó encrespada en torno de los tribunos parlamentarios, ahogó las explicaciones de los defensores del Gobierno con la elocuencia de los oradores, que a veces fue admirable, con los gritos sin término de imberbes energúmenos que arrastraban a las masas estudiantiles y populares, y con el ruido de los aplausos y las exclamaciones de entusiasmo de las señoras y los hombres de orden.

     En medio de esta lección dada al gobierno que salía y al que iba a entrar, que mostraba cuán rápidamente podía alejarse el poder de la conciencia pública y cuán lejos estaba todavía el pueblo de la educación política, comenzó la nueva administración del general Díaz, desde entonces indefinidamente refrendada, más que por el voto, por la voluntad nacional.

     Algo así como una colérica unanimidad había vuelto al antiguo caudillo de la revolución al poder; los acontecimientos de la capital parecían indicio cierto del estado precario de la paz y de la facilidad con que podría caerse en las viejas rodadas de la guerra civil; la anarquía administrativa y la penuria financiera daban a la situación visos de semejanza con la del período final de la legalidad en 76, y a todos parecía que se habían perdido ocho años y que habría que recomenzarlo todo; la opinión imponía el poder al Presidente Díaz como quien exige el cumplimiento de un deber, como una responsabilidad que se hacía efectiva.

     En la enorme bancarrota política de ochenta y cuatro, el pasivo era abrumador; había que rehacer nuestro crédito en el exterior, sin el cual no habríamos podido encontrar las sumas necesarias para llevar a cabo las grandes obras del porvenir, haciendo recaer la obligación principal sobre el porvenir así favorecido, y esa obra parecía imposible vista la impopularidad ciega del reconocimiento de la deuda inglesa, clave de ese crédito; había que rehacer la desorganizada Hacienda y era preciso comenzar por una suspensión pardal de pagos; había que prestigiar la justicia, que imponer el respeto a la ley, que deshacer ciertas vagas coaliciones de los gobiernos locales, señal segura de debilidad morbosa en la autoridad del centro; había que dar garantías serias, tangibles, constantes al trabajo en su forma industrial, agrícola, mercantil... tal era el pasivo. En su activo contaba la nueva administración con los grandes ferrocarriles hechos y con el nombre del general Díaz. Pero para que el Presidente pudiera llevar a cabo la gran tarea que se imponía, necesitaba una máxima suma de autoridad entre las manos, no sólo de autoridad legal, sino de autoridad política que le permitiera asumir la dirección efectiva de los cuerpos políticos: cámaras legisladoras y gobiernos de los Estados; de autoridad social, constituyéndose en supremo juez de paz de la sociedad mexicana con el asentimiento general, ese que no se ordena, sino que sólo puede fluir de la fe de todos en la rectitud arbitral del ciudadano a quien se confía la facultad de dirimir los conflictos; y de autoridad moral, ese poder indefinible, íntimamente ligado con eso que equivale a lo que los astrónomos llaman la ecuación personal, el modo de ser característico de un individuo que se exterioriza por la claridad absoluta de la vida del hogar (y el del general Díaz ha estado siempre iluminado por virtudes profundas y dulces, capaces de servir de mira y ejemplo) y por la condición singularísima de no llegar jamás al envanecimiento ni al orgullo a pesar del poder, de la lisonja y de la suerte; tales fueron los elementos inestimables de esa autoridad moral.

     Con estos factores, la obra marchó no sin graves tropiezos; la exigencia general en el país y fuera del país, en cuantos habían entrado en contacto con los asuntos nuestros, en los tenedores de obligaciones mexicanas, en los anticipadores del ya enorme capital invertido en las vías férreas, era clara, apremiante, imponente; exigíase la seguridad plena de que el general Díaz había de continuar su obra hasta dejarla a salvo de accidentes fatales. A esta seguridad dio satisfacción, dentro de lo humanamente previsible, el restablecimiento, primero parcial y luego total y absoluto del primitivo texto de la Constitución, que permitía indefinidamente la reelección del Presidente de la República.

     Con esta medida había quedado extinguido el programa de la revolución tuxtepecana: sus dogmas que, bajo la apariencia de principios democráticos, envolvían, como todos los credos jacobinos, la satisfacción de una pasión momentánea, satisfacción propicia a calentar la lucha y precipitar el triunfo, y el desconocimiento absoluto de las necesidades normales de la Nación, habían muerto uno por uno: era un programa negativo fundamentalmente compuesto de tres aboliciones: el Senado, el Timbre, la Reelección; ninguna había podido quedar en pie. Ni siquiera había suscitado un grupo dominante de hombres nuevos, sino muy a medias: vencidos y vencedores se distribuían en paz el presupuesto. No había resultado de aquella honda y sangrienta conmoción, más que una situación nueva; pero esta situación nueva era una transformación: era el advenimiento normal del capital extranjero a la explotación de las riquezas amortizadas del país; y era ésta, no huelga decirlo aquí, la última de las tres grandes desamortizaciones de nuestra historia: la de la Independencia, que dio vida a nuestra personalidad nacional; la de la Reforma, que dio vida a nuestra personalidad social, y la de la Paz, que dio vida a nuestra personalidad internacional; son ellas las tres etapas de nuestra evolución total. Para realizar la última, que dio todo su valor a las anteriores; hubimos de necesitar, lo repetiremos siempre, como todos los pueblos en las horas de las crisis supremas, como los pueblos de Cromwell y Napoleón, es cierto; pero también como los pueblos de Washington y Lincoln y de Bismarck, de Cavour y de Juárez; un hombre, una conciencia, una voluntad que unificase las fuerzas morales y las transmutase en impulso normal; este hombre fue el Presidente Díaz.

     Una ambición, es verdad, ¿capaz de subalternarlo todo a la conservación del poder? Juzgará la posteridad. Pero ese poder que ha sido y será en todos los tiempos el imán irresistible, no de los superhombres del pensamiento quizás, pero sí de los superhombres de la acción, ese poder era un desideratum de la nación; no hay en México un solo ciudadano que lo niegue ni lo dude siquiera. Y esa nación que en masa aclama al hombre, ha compuesto el poder de este hombre con una serie de delegaciones, de abdicaciones si se quiere, extralegales, pues pertenecen al orden social, sin que él lo solicitase, pero sin que esquivase esta formidable responsabilidad ni un momento; y ¿eso es peligroso? Terriblemente peligroso para lo porvenir, porque imprime hábitos contrarios al gobierno de sí mismos, sin los cuales puede haber grandes hombres, pero no grandes pueblos. Pero México tiene confianza en ese porvenir, como en su estrella el Presidente; y cree que, realizada sin temor posible de que se altere y desvanezca la condición suprema de la paz, todo vendrá luego, vendrá a su hora. ¡Que no se equivoque!...

     Sin violar, pues, una sola fórmula legal, el Presidente Díaz ha sido investido, por la voluntad de sus conciudadanos y por el aplauso de los extraños, de una magistratura vitalicia de hecho; hasta hoy por un conjunto de circunstancias que no nos es lícito analizar aquí, no ha sido posible a él mismo poner en planta su programa de transición entre un estado de cosas y otro que sea su continuación en cierto orden de hechos. Esta investidura, la sumisión del pueblo en todos sus órganos oficiales, de la sociedad en todos sus elementos vivos, a la voluntad del Presidente, puede bautizársele con el nombre de dictadura social, de cesarismo espontáneo, de lo que se quiera; la verdad es que tiene caracteres singulares que no permiten clasificarla lógicamente en las formas clásicas del despotismo. Es un gobierno personal que amplía, defiende y robustece al gobierno legal; no se trata de un poder que se ve alto por la creciente depresión del país, como parecen afirmar los fantaseadores de sociología hispano-americana, sino de un poder que se ha elevado en un país, que se ha elevado proporcionalmente también, y elevado, no sólo en el orden material, sino en el moral, porque ese fenómeno es hijo de la voluntad nacional de salir definitivamente de la anarquía. Por eso si el gobierno nuestro es eminentemente autoritario, no puede, a riesgo de perecer, dejar de ser constitucional, y se ha atribuido a un hombre, no sólo para realizar la paz y dirigir la transformación económica, sino para ponerlo en condiciones de neutralizar los despotismos de los otros poderes, extinguir los cacicazgos y desarmar las tiranías locales. Para justificar la omnímoda autoridad del jefe actual de la República, habrá que aplicarle, como metro, la diferencia entre lo que se ha exigido de ella y lo que se ha obtenido.

     En suma, la evolución política de México ha sido sacrificada a las otras fases de su evolución social; basta para demostrarlo este hecho palmario, irrecusable: no existe un solo partido político, agrupación viviente organizada, no en derredor de un hombre, sino en torno de un programa. Cuantos pasos se han dado por estos derroteros, se han detenido al entrar en contacto con el recelo del Gobierno y la apatía general: eran, pues, tentativas facticias. El día que un partido llegara a mantenerse organizado, la evolución política reemprendería su marcha, y el hombre, necesario en las democracias más que en las aristocracias, vendría luego; la función crearía un órgano.

     Pero si comparamos la situación de México precisamente en el instante en que se abrió el paréntesis de su evolución política y el momento actual, habrá que convenir, y en esto nos anticipamos con firme seguridad al fallo de nuestros pósteros, en que la transformación ha sido sorprendente. Sólo para los que hemos presenciado los sucesos y hemos sido testigos del cambio, tiene éste todo su valor: las páginas del gran libro que hoy cerramos lo demuestran copiosamente: era un ensueño, -al que los más optimistas asignaban un siglo para pasar a la realidad-, una paz de diez a veinte años; la nuestra lleva largo un cuarto de siglo; era un ensueño cubrir al país con un sistema ferroviario, que uniera los puertos y el centro con el interior y lo ligara con el mundo, que sirviera de surco infinito de fierro en donde arrojado como simiente el capital extraño, produjese mieses óptimas de riqueza propia; era un ensueño la aparición de una industria nacional en condiciones de crecimiento rápido, y todo se ha realizado, y todo se mueve, y todo está en y marcha y México. Su Evolución Social se ha escrito para demostrarlo así, y queda demostrado.

     La obra innegable de la administración actual por severamente que se juzgue, no consiste en haber hecho el cambio, que acaso un conjunto de fenómenos exteriores hacían forzoso y fatal, sino en haberlo aprovechado admirablemente y haberlo facilitado concienzudamente. En esta obra nada ha sido más fecundo para el país, -y la Historia lo consignará en bronce-, que la íntima colaboración de los inquebrantables propósitos del Presidente y de las convicciones y aptitudes singulares del que en la gestión de las finanzas mexicanas representa los anhelos por aplicar a la administración los procedimientos de la ciencia. A esa colaboración se debe la organización de nuestro crédito, el equilibrio de nuestros presupuestos, la libertad de nuestro comercio interior y el progreso concomitante de las rentas públicas. A ella se deberá, se debe ya quizás, que se neutralicen, y por ventura se tornen favorables para nosotros, los resultados del fenómeno perturbador de la depreciación del metal blanco, que fue el más rico de nuestros productos consumibles y exportables, fenómeno que sí por un lado ha sido, con la facilidad de las comunicaciones y la explotación de las fuerzas naturales, un factor soberanamente enérgico de nuestra vida industrial, por otro amenazaba, por las fluctuaciones del cambio, aislar, circunscribir y asfixiar nuestra evolución mercantil. El haber es, pues, imponderable en el balance que se haga de las pérdidas y ganancias al fin de la era actual.

     Existe, lo repetimos, una evolución social mexicana; nuestro progreso, compuesto de elementos exteriores, revela, al análisis, una reacción del elemento social sobre esos elementos para asimilárselos, para aprovecharlos en desenvolvimiento e intensidad de vida. Así nuestra personalidad nacional, al ponerse en relación directa con el mundo, se ha fortificado, ha crecido. Esa evolución es incipiente sin duda: en comparación de nuestro estado anterior al último tercio del pasado siglo, el camino recorrido es inmenso; y aun en comparación del camino recorrido en el mismo lapso de tiempo por nuestros vecinos, y ese debe ser virilmente nuestro punto de mira y referencia perpetua, sin ilusiones, que serían mortales, pero sin desalientos, que serían cobardes, nuestro progreso ha dejado de ser insignificante.

     Nos falta devolver la vida a la tierra, la madre de las razas fuertes que han sabido fecundarla, por medio de la irrigación; nos falta, por este medio con más seguridad que por otro alguno, atraer al inmigrante de sangre europea, que es el único con quien debemos procurar el cruzamiento de nuestros grupos indígenas, si no queremos pasar del medio de civilización, en que nuestra nacionalidad ha crecido, a otro medio inferior, lo que no sería una evolución, sino una regresión. Nos falta producir un cambio completo en la mentalidad del indígena por medio de la escuela educativa. Esta, desde el punto de vista mexicano, es la obra suprema que se presenta a un tiempo con caracteres de urgente e ingente. Obra magna y rápida, porque o ella, o la muerte.

     Convertir al terrígena en un valor social (y sólo por nuestra apatía no lo es), convertirlo en el principal colono de una tierra intensivamente cultivada; identificar su espíritu y el nuestro por medio de la unidad de idioma, de aspiraciones, de amores y de odios, de criterio mental y de criterio moral; encender ante él el ideal divino de una patria para todos, de una patria grande y feliz; crear, en suma, el alma nacional, esta es la meta asignada al esfuerzo del porvenir, ese es el programa de la educación nacional. Todo cuanto conspire a realizarlo, y sólo eso, es lo patriótico; todo obstáculo que tienda a retardarlo o desvirtuarlo, es casi una infidencia, es una obra mala, es el enemigo.

    El enemigo es íntimo; es la probabilidad de pasar del idioma indígena al idioma extranjero en nuestras fronteras, obstruyendo el paso a la lengua nacional; es la superstición que sólo la escuela laica, con su espíritu humano y científico, puede combatir con éxito; es la irreligiosidad cívica de los impíos que, abusando del sentimiento religioso inextirpable en los mexicanos, persisten en oponer a los principios, que son la base de nuestra vida moderna, los que han sido la base religiosa de nustro ser moral; es el escepticismo de los que, al dudar de que lleguemos a ser aptos para la libertad, nos condenan a muerte.

     Y así queda definido el deber; educar, quiere decir fortificar; la libertad, médula de leones, sólo ha sido, individual y colectivamente, el patrimonio de los fuertes; los débiles jamás han sido libres. Toda la evolución social mexicana habrá sido abortiva y frustránea si no llega a ese fin total: la Libertad.