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Expedición de los catalanes y aragoneses contra turcos y griegos


Francisco de Moncada, Marqués de Aytona




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Proemio

Mi intento es escribir la memorable expedición y jornada que los catalanes y aragoneses hicieron a las provincias de levante cuando su fortuna y valor andaban compitiendo en el aumento de su poder y estimación, llamados por Andrónico Paleólogo, emperador de griegos, en socorro y defensa de su imperio y casa; favorecidos y estimados en tanto que las armas de los turcos le tuvieron casi oprimido y temió su perdición y ruina; pero después que por el esfuerzo de los nuestros quedó libre dellas, maltratados y perseguidos con gran crueldad y fiereza bárbara, de que nació la obligación natural de mirar por su defensa y conservación, y la causa de volver sus fuerzas invencibles contra los mismos griegos y su príncipe Andrónico, las cuales fueron tan formidables que causaron temor y asombro a los mayores príncipes de Asia y Europa, perdición y total ruina a muchas naciones y provincias, y admiración a todo el mundo.

Obra será ésta, aunque pequeña por el descuido de los antiguos -largos en hazañas, cortos en escribirlas-, llena de varios y extraños casos, de guerras continuas en regiones remotas y apartadas con varios pueblos y gentes belicosas, de sangrientas batallas y vitorias no esperadas, de peligrosas conquistas acabadas con dichoso fin por tan pocos y divididos catalanes y aragoneses, que al principio fueron burla de aquellas naciones y después instrumento de los grandes castigos que Dios hizo en ellas.

Vencidos los turcos en el primer aumento de su grandeza otomana, desposeídos de grandes y ricas provincias de la Asia menor, y a viva fuerza y rigor de nuestras espadas encerrados en lo más áspero y desierto de los montes de Armenia; después, vueltas las armas contra los griegos, en cuyo favor pasaron, por librarse de una afrentosa muerte y vengar agravios que no se pudieron disimular sin gran mengua de su estimación y afrenta de su nombre; ganados por fuerza muchos pueblos y ciudades, desbaratados y rotos poderosos ejércitos, vencidos y muertos en campo reyes y príncipes, grandes provincias destruidas y desiertas, muertos, cautivos o desterrados sus moradores; venganzas merecidas más que lícitas; Tracia, Macedonia, Tesalia y Beocia penetradas y pisadas, a pesar de todos los príncipes y fuerzas del Oriente; y últimamente, muerto a sus manos el duque de Atenas con toda la nobleza de sus vasallos y de los socorros de franceses y griegos, ocupado su Estado, y en él fundado un nuevo señorío.

En todos estos sucesos no faltaron traiciones, crueldades, robos, violencias y sediciones; pestilencia común, no sólo de un ejército colecticio y débil por el corto poder de la suprema cabeza, pero de grandes y poderosas monarquías. Si como vencieron los catalanes a sus enemigos vencieran su ambición y codicia, no excediendo los límites de lo justo, y se conservaran unidos, dilataran sus armas hasta los últimos fines del Oriente, y viera Palestina y Jerusalén segunda vez las banderas cruzadas. Porque su valor y disciplina militar, su constancia en las adversidades, sufrimiento en los trabajos, seguridad en los peligros, presteza en las ejecuciones, y otras virtudes militares, las tuvieron en sumo grado, en tanto que la ira no las pervirtió; pero el mismo poder que Dios les entregó para castigar y oprimir tantas naciones, quiso que fuese el instrumento de su proprio castigo. Con la soberbia de los buenos sucesos, desvanecidos con su prosperidad, llegaron a dividirse en la competencia del gobierno; divididos, a matarse; con que se encendió una guerra civil tan terrible y cruel, que causó sin comparación mayores daños y muertes que las que tuvieron con los extraños.






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Capítulo I

Estado de los reinos y reyes de la casa de Aragón por este tiempo


Antes de dar principio a nuestra historia, importa para su entera noticia decir el estado en que se hallaban las provincias y reyes de Aragón, sus ejércitos y armadas, sus amigos y enemigos: principios necesarios para conocer dónde se funda la principal causa desta expedición.

El rey don Pedro de Aragón, a quien la grandeza de sus hechos dio renombre de Grande, hijo de don Jaime el Conquistador, fue casado con Gostanza, hija de Manfredo, rey de Sicilia, a quien Carlos de Anjou, con ayuda del Pontífice romano, enemigo de la sangre de Federico emperador, quitó el reino y la vida. Quedó Carlos con su muerte príncipe y rey de las dos Sicilias, y más después que el infeliz Conradino, último príncipe de la casa de Suevia, roto y deshecho, vino preso a sus manos, y por su orden y sentencia se le cortó la cabeza en público cadahalso, para eterna memoria de una vil venganza, y ejemplo grande de la variedad humana. Don Pedro, rey de Aragón, no se hallaba entonces con fuerzas para poder tomar satisfación de la muerte de Manfredo y Conradino, ni después de ser rey le dieron lugar las guerras civiles, porque los moros de Valencia andaban levantados, y los varones y ricoshombres de Cataluña estaban desavenidos y malcontentos; y también porque mostrándose enemigo declarado de Carlos, provocaba contra sí las armas de Francia y las de la Iglesia, formidables por lo que tienen de divinas; los reinos de Sicilia y Nápoles lejos de los suyos, sus armas ocupadas en defenderse de los enemigos más vecinos.

Todas estas dificultades detenían el ofendido ánimo del rey, pero no de manera que borrasen la memoria del agravio. En unas vistas que tuvo con el rey de Francia Filipe, su cuñado, entrevino Carlos, hijo del rey de Nápoles, y deseando el rey de Francia que fuesen amigos y se hablasen, siempre don Pedro se excusó, y mostró en el semblante el pesar y disgusto que tenía en el corazón, de que todos quedaron mal satisfechos y desabridos; y sin duda entonces Carlos se previniera y armara, si creyera que las fuerzas del rey de Aragón fueran iguales a su ánimo y pensamiento. Pero el cielo se las dio bastantes para tomar entera y justa satisfación de la sangre innocente de Conradino por medios tan ocultos, que no se supieron hasta que la misma ejecución los publicó.

Los míseros sicilianos, incitados de la insolencia francesa, desenfrenada en su afrenta y deshonor, tomaron las armas, y con aquel famoso hecho que comúnmente llaman Vísperas Sicilianas, sacudieron de la cerviz pública el insufrible yugo de los franceses y de Carlos, que injustamente les oprimía, dejándoles al arbitrio y sujeción de ministros injustos: causa que las más de las veces produce mudanzas en los Estados y casos miserables en sus príncipes. Acudió luego Carlos con poderoso ejército a castigar el atrevimiento y rebeldía de los súbditos. Ellos, viendo cerrada la puerta a toda piedad y clemencia, pusieron la esperanza de su remedio y amparo en don Pedro, rey de Aragón, que en esta sazón se hallaba en África, como verdadero príncipe cristiano, con ejército vitorioso y triunfante de muchos jeques y reyes de Berbería, asistido de la mayor parte de la nobleza y soldados de sus reinos.

Llegaron ante su presencia los embajadores de Sicilia, llenos de lágrimas, de luto y sentimiento; bastantes con esta triste demostración a mover no sólo el ánimo de un rey ofendido por particular agravio, pero el de cualquier otro que como hombre sintiera. Acordáronle la muerte desdichada de Manfredo y la afrentosa de Conradino, facilitáronle la venganza con ayuda de los pueblos de Sicilia, tan aficionados a su nombre y enemigos del de Francia; últimamente le propusieron el estado peligroso de su libertad, vidas y haciendas, si no les amparaba su valor, porque ya Carlos estaba sobre Mesina, y amenazaba el rigor de su castigo un lastimoso fin a todo el reino.

Movido destas razones y de las que su venganza le ofrecía, acudió antes que su fama a Trápana con todo su poder, y fue con tanta presteza sobre su enemigo, que apenas supo Carlos que venía, cuando vio sus armas, y se halló forzado a levantar el sitio y retirarse afrentosamente a Calabria.

Con este hecho el Pontífice como amigo, y el rey de Francia como deudo, descubiertamente se mostraron favorecedores de Carlos y enemigos de don Pedro, y tomaron contra él las armas. El rey de Castilla, que por el deudo y amistad debiera ayudalle, se salió afuera, y se inclinó a seguir el mayor poder. Don Jaime, rey de Mallorca, su hermano, también le desamparó, dando ayuda y paso por sus estados a sus contrarios, aunque se excusó con las débiles fuerzas de su reino, desiguales a la defensa y oposición de tan poderoso enemigo; disculpa con que muchas veces los príncipes pequeños encubren lo mal hecho, atribuyendo a la necesidad lo que es ambición. Don Pedro con esto se halló sin amigos, sólo acompañado de su valor, fortuna y razón de satisfacer el ultraje y afrenta de su casa.

Al tiempo que le juzgaron todos por perdido, venció a sus enemigos varias veces, reforzados de nuevas ligas y socorros; todo lo deshizo y humilló en mar, en tierra; mantuvo el nombre de Aragón en gran reputación y fama, y fue el primer rey de España que puso sus banderas vencedoras en los reinos de Italia, sobre cuyo fundamento hoy se mira levantada su monarquía.

Echado Carlos de Sicilia, intentó con mayor poder reducilla a su obediencia, y en ésta hubo grandes y notables acontecimientos; pero siempre la casa de Aragón se aseguró en el reino con vitorias, no sólo contra el poder de Carlos, pero de todos los mayores príncipes de Europa que le ayudaban.

Murieron ambos reyes competidores en la mayor furia y rigor de la guerra, y por derecho de succesión heredó a Carlos, rey de Nápoles, su hijo primogénito del mismo nombre, que en este tiempo se hallaba preso en Cataluña. A don Pedro, rey de Aragón, sucedieron sus dos hijos, Alfonso, mayor, en los reinos de España; Jaime en el de Sicilia. Prosiguióse la guerra hasta la muerte de Alfonso, que por morir sin hijos fue don Jaime llamado a la sucesión, y hubo de venir a estos reinos, dejando en Sicilia a don Fadrique, su hermano, para que la gobernase y defendiese en su nombre. Después de su vuelta a España, don Jaime, recuperadas algunas fuerzas de sus reinos, renunció el de Sicilia a la Iglesia, temiendo que las armas castellanas, francesas y eclesiásticas a un mismo tiempo no le acometiesen y persuadido de su madre Gostanza, que como mujer de singular santidad, quiso más que su hijo perdiese el reino, que alargar más tiempo el reconciliarse con la Iglesia.

Enviáronse a Sicilia, para poner en efeto la renunciación, embajadores de parte de don Jaime y de Gostanza, y entregar el reino a los legados del Pontífice romano; pero la gente de guerra y los naturales, indignados de la facilidad con que su rey renunciaba lo que con tanto trabajo y sangre se había adquirido y sustentado, y les entregaba tan sin piedad a sus enemigos, de quien forzosamente habían de temer servidumbre y muerte; pareciéndoles a los sicilianos cierto el peligro, y a los catalanes y aragoneses mengua de reputación que lo que no pudieron las armas de sus contrarios alcanzar en tantos años, se alcanzase por una resolución de un rey mal aconsejado, volvieron a tomar las armas, y oponiéndose a los legados, persuadieron a don Fadrique, como verdadero sucesor del padre y del hermano que se llamase rey y tomase a su cargo la defensa común.

Fue fácil de persuadir un príncipe de ánimo levantado, en lo más florido de su juventud, y que por otro medio no podía dejar de ser vasallo y sujeto a las leyes del hermano: ocasión bastante, cuando no fuera ayudada de tanta razón, a precipitar los pocos años de don Fadrique. Llamóse rey, y como a tal le admitieron y coronaron. Prevínose para la guerra cruel que le amenazaba, asistido de buenos soldados y del pueblo fiel y pronto a su conservación, teniéndole por segundo libertador de la patria. Opúsose luego a Carlos, su mayor y más vecino enemigo; al Papa, que amparaba y defendía su causa, y al rey don Jaime, que de hermano se le declaró enemigo; cuyas fuerzas juntas le acometieron y vencieron en batalla naval; con que la guerra se tuvo por acabada, y don Fadrique por perdido. Pero por la oculta disposición de la Providencia divina, que algunas veces fuera de las comunes esperanzas muda los sucesos para que conozcamos que sola ella gobierna y rige, don Fadrique se mantuvo en su reino con universal contento de los buenos, asombro y terror de sus enemigos y gloria de su nombre.

Deshízose poco después la liga, por apartarse della don Jaime, rey de Aragón, con gran sentimiento y quejas de sus aliados, porque sin las fuerzas de Aragón parecía cosa fatal y casi imposible vencer un rey de su misma casa; y la experiencia lo mostró, pues apartado don Jaime de la liga, siempre los enemigos de don Fadrique fueron perdiendo, y él acreditándose con vitorias, hasta forzalles a tratar de paces, quedándose con el reino: cosa que de sólo pensalla se ofendían. Concluyéronse después de algunas contradiciones, y se establecieron con mayor firmeza con el casamiento que luego se hizo de Leonor, hija de Carlos, con don Fadrique; con que el reino quedó libre y sin recelo de volver a la servidumbre antigua, y el rey pacífico señor del Estado que defendió con tanto valor.

El rey don Jaime, su hermano, sustentaba sus reinos de Aragón, Cataluña y Valencia con summa paz y reputación, amado de los súbditos, temido de los infieles, poderoso en la mar, servido de famosos capitanes, aguardando ocasión de engrandecer su corona, a imitación de sus pasados. El rey de Mallorca, príncipe el menor de la casa de Aragón, gozaba pacíficamente el señorío de Mompeller, condados de Rosellón, Cerdaña y Conflent, difíciles de conservar, por estar divididos y tener vecinos más poderosos, entre quien siempre fueron fluctuando sus pequeños reyes; pero por este tiempo vivía con reputación y con igual fortuna que los otros reyes de su casa.




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Capítulo II

Elección de general


Tenían los reyes de Aragón, Mallorca y Sicilia, el estado que habemos referido, cuando los soldados viejos y capitanes de opinión que sirvieron al gran rey don Pedro, a don Jaime su hijo, y últimamente a don Fadrique en esta guerra de Sicilia, juzgándola ya por acabada, hechas las paces más siguras por el nuevo casamiento de Leonor con Fadrique, vínculo de mayor amistad entre los poderosos en tanto que el interés y la ambición no lo disuelven y deshacen, y deshecho, causa de más viva enemistad y odios implacables; pareciéndoles que no se podía esperar por entonces ocasión de rompimiento y guerra, trataron de emprender otra nueva contra infieles y enemigos del nombre cristiano en provincias remotas y apartadas. Porque era tanto el esfuerzo y valor de aquella milicia, y tanto el deseo de alcanzar nuevas glorias y triunfos, que tenían a Sicilia por un estrecho campo para dilatar y engrandecer su fama; y así, determinaron de buscar ocasiones arduas, trances peligrosos, para que ésta fuese mayor y más ilustre.

Ayudaban a poner en ejecución tan grandes pensamientos dos motivos, fundados en razón de su conservación. El primero fue la poca seguridad que había de volver a España, su patria, y vivir con reputación en ella, por haber seguido las partes de don Fadrique con tanta obstinación contra don Jaime, su rey y señor natural; que aunque don Jaime no era príncipe de ánimo vengativo, y se tenía por cierto que, pues en la furia de la guerra contra su hermano no consintió que se diesen por traidores los que le siguieron, menos quisiera castigar a sangre fría lo que pudo y no quiso en el tiempo que actualmente le estaban ofendiendo, siguiendo las banderas de su hermano contra las suyas; pero la majestad ofendida del príncipe natural, aunque remita el castigo, queda siempre viva en el ánimo la memoria de la ofensa; y aunque no fuera bastante para hacelles agravios, por lo menos impidiera el no servirse dellos en los cargos supremos; cosa indigna de lo que merecían sus servicios, nobleza y cargos administrados en paz y guerra. El segundo motivo, y el que más les obligó a salir de Sicilia, fue ver al rey imposibilitado de podelles sustentar con la largueza que antes, por estar la hacienda real y reino destruídos por una guerra de veinte años, y ellos acostumbrados a gastar con exceso la hacienda ajena como la propia cuando les faltaban despojos de pueblos y ciudades vencidas. Como entrambas cosas cesaron hechas las paces y fenecida la guerra, juzgaron por cosa imposible reducirse a vivir con moderación.

El rey don Fadrique y su padre y hermano, con su asistencia en la guerra, y como testigos de las hazañas, industria y valor de los súbditos, pocas veces se engañaron en repartir las mercedes, porque dieron más crédito a sus ojos que a sus oídos, y siempre el premio a los servicios y no al favor. Con esto faltaban en sus reinos quejosos y malcontentos, pero no pudieron dar a todos los que les sirvieron estados y haciendas; con que algunos quedaron con menos comodidad que sus servicios merecían. Pero como vieron que los reyes dieron con suma liberalidad y grandeza lo que lícitamente pudieron a los más señalados capitanes, atribuyeron sólo a su desdicha, y a la virtud y valor incomparable de los que fueron preferidos, el hallarse inferiores.

Estas fueron las causas que movían los ánimos en común para tratar de engrandecerse en nuevas empresas y conquistas. Los más principales capitanes que animaban y alentaban a los demás, fueron cuatro, debajo de cuyas banderas sirvieron: Roger de Flor, vicealmirante de Sicilia; Berenguer de Entenza, Ferrán Jiménez de Arenós, ambos ricoshombres, y Berenguer de Rocafort; todos conocidos y estimados por soldados de grande opinión. Comunicaron sus pensamientos entre sus valedores y amigos, y hallándoles con buena disposición y ánimo de seguilles en cualquier jornada, se resolvieron de emprender la que pareciese más útil y honrosa. Para la conclusión de este trato se juntaron en secreto, y antes de discurrir sobre su expedición, quisieron dalle cabeza, porque sin ella fuera inútil cualquier consejo y determinación, faltando quien puede y debe mandar. Con acuerdo común de los que para esto se juntaron, fue nombrado por general Roger de Flor, vicealmirante poderoso en la mar, valiente y estimado soldado, plático y bien afortunado marinero; persona que en riquezas y dinero excedía a todos los demás capitanes: causa principal de ser preferido.




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Capítulo III

Quién fue Roger de Flor


Roger de Flor, a quien los nuestros eligieron por general y suprema cabeza, nació en Brindiz, de padres nobles: su padre fue alemán, llamado Ricardo de Flor, cazador del emperador Federico; su madre italiana y natural del mismo lugar. Murió Ricardo en la batalla que Carlos de Anjou tuvo con Conradino, cuyas partes seguía, por ser nieto de Federico, su príncipe y señor. Carlos, insolente con la vitoria, después de haber cortado la cabeza a Conradino, confiscó las haciendas de todos los que tomaron las armas en su ayuda. Con esta pérdida quedó Roger y su madre con suma pobreza, y con la misma se crió hasta edad de quince años, que un caballero francés, religioso del Temple, llamado Vassaill, se le aficionó con ocasión de asistir en Brindiz con el Alcón, nave del Temple, cuyo capitán era. Navegó juntamente con él Roger algunos años, y ganó tan buena opinión en el ejercicio que profesaba, que la religión le recibió por suyo, dándole el hábito de fray sargento, en aquel tiempo casi igual al de caballero. Con él Roger comenzó a ser conocido y temido en todo el mar de levante, y al tiempo que Ptolemaide, dicha por otro nombre Acre, se rindió a las armas de Melech Taseraf, sultán de Egipto, Roger, como refiere Pachimerio, era uno de los que asistían en un convento del Temple; y viendo que la ciudad no se podía defender, recogió muchos cristianos en un navío, con la hacienda que pudieron escapar de la crueldad y furia de los bárbaros.

No le faltaron a Roger enemigos de su misma religión, que invidiosos de sus buenos sucesos, le descompusieron con su Maestre, haciéndole cargo que se había aprovechado por caminos no debidos a su profesión, y defraudado los derechos comunes, y alzádose con todos los despojos que sacó de Acre; que como ya esta célebre y famosa religión se hallaba en su última vejez y cerca de su fin, sus partes se habían enflaquecido con los vicios de la mucha edad y tiempo. La envidia, la avaricia y la ambición habían ocupado sus ánimos en lugar del antiguo valor y de la mucha conformidad y piedad cristiana que los hizo tan estimados y venerados en todas las provincias.

Quiso el Maestre con esta primera acusación prendelle, pero Roger tuvo alguna noticia de estos intentos; y conociendo la codicia de su cabeza y ruindad de sus hermanos, no le pareció aguardar en Marsella, donde a la sazón se hallaba, sino retirarse a lugar más siguro, y dar tiempo a que la falsa y siniestra acusación se desvaneciese.

Retiróse a Génova, donde, ayudado de sus amigos, y particularmente de Ticin de Orla, armó una galera, y con ella fue a Nápoles y ofrecióse al servicio de Roberto, duque de Calabria, a tiempo que se prevenía y armaba para la guerra contra don Fadrique. Hizo Roberto poco caso de su ofrecimiento y del ánimo con que se le ofrecía, juzgándole por tan corto como el socorro. Obligó a Roger este desprecio a que se fuese a servir a don Fadrique, su enemigo, de quien fue admitido con muchas muestras de amor y agradecimiento: efetos no sólo de su ánimo generoso y condición apacible para con los soldados, pero de la fuerza de la necesidad de la guerra; porque no fuera cordura desechar al que voluntariamente ofrece su servicio en tiempos tan apretados como en los que corren riesgo la vida y libertad, y cuando se apartan los mayores amigos y obligados. El que llega a ser amigo en los peligros y cuando el príncipe es acometido de armas más poderosas, sin obligación de naturaleza y fidelidad de súbdito, debe ser admitido y honrado, aunque le traiga su proprio interés o algún desprecio o agravio del contrario; que cuanto más ofendido, más útil y seguro será su servicio.

Fuese luego encendiendo la guerra entre Roberto y Fadrique, y Roger acreditóse en ella con importantes servicios, socorriendo diversas veces plazas apretadas del enemigo, y con la pequeña armada que llevaba a su cargo impidiendo la libre navegación de los mares y costas de Nápoles, con que llegó a ser vicealmirante, y en menos de tres años hizo cosas tan señaladas, que fue una de las más principales causas de conservar a su príncipe en Sicilia, alcanzando juntamente para sí nombre inmortal y riquezas más que de vasallo. En este estado se hallaba Roger cuando le tomaron los catalanes y aragoneses por general de la empresa que intentaban.




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Capítulo IV

Determinan los capitanes su jornada, y suplican al rey les favoresca


Trataron con el nuevo general los capitanes cuál sería la más conveniente y provechosa empresa, y resolvieron, de común parecer, de ofrecerse al emperador de los griegos, Andrónico Paleólogo, casi oprimido de las armas de los turcos; porque a más de que Andrónico se tenía por cierto que buscaba socorros de naciones extranjeras, dudoso de la fidelidad de los suyos, era príncipe que tenía poca correspondencia con el Papa, a quien Roger temía por haber maltratado en tiempo de guerra las provincias de la Iglesia, y siempre vivía con recelos de que el Papa pidiese a don Fadrique su persona como de religioso templario, para vengarse dél, entregándole a su maestre y religión. Y aunque no se podía esperar de la grandeza de don Fadrique hecho tan feo; pero como los reyes algunas veces no miden sus intereses con lo que deben a su estimación y fama, olvidan con facilidad los servicios por otras mayores conveniencias; y pudiera ser que, rehusando don Fadrique el entregar a Roger, fuera ocasión de rompimiento y guerra; y así, no quiso Roger poner a don Fadrique en nuevos cuidados, ni su libertad en peligro si se quedara en Sicilia.

Pachimerio que el Papa se lo pidió a don Fadrique, y que juzgando no ser justo entregar a quien tan bien le había servido, ofreció entonces de escribir y rogar al emperador Andrónico le trajese a su servicio, porque desta manera saldría honrado de sus tierras, y el Papa no podría quejarse de que él amparaba los fugitivos de las religiones. Pero en este caso me parece dar más crédito a Montaner, porque al principio deste capítulo escribe Pachimerio que si en esta relación se apartare de la verdad, no tendrá la culpa el escritor, sino la fama de quien él lo supo; y como la que corría entre los griegos de nuestras cosas era siempre falsa, no se le debe de dar crédito en lo que difiere de Montaner, y fácilmente en este caso les podemos conciliar, porque sólo difieren en que Pachimerio da por constante que el Papa pidió la persona de Roger a don Fadrique, y Montaner dice que se temió el caso, pero que no sucedió; y así no fue mucho que la fama de tan lejos añadiese lo demás.

Después de haber resuelto todos la jornada, y platicado por algunos días los medios más convenientes para su ejecución, dieron cargo a Roger que hablase a don Fadrique y le descubriese sus intentos, y le suplicase de parte de todos que los favoreciese, porque no fuera justo que se tratara públicamente sin haber precedido su consentimiento y gusto. Roger vino a Mesina, donde el rey estaba, poco después de concluido su casamiento con Leonor, hija de Carlos; y acabadas las fiestas y regocijos de las bodas, hablando en secreto con el rey, le dijo cómo los catalanes y aragoneses se querían salir de Sicilia y pasar a Levante, no tanto por el beneficio común de todos ellos como por la quietud y provecho que le resultaría si le dejaban un reino tan trabajado por las guerras pasadas, libre de carga tan molesta y pesada como eran ellos en tiempo de paz; que sus personas las tendría siempre a su devoción, y que cuando importase le vendrían a servir de los últimos fines de la tierra; pero que por entonces le suplicaban facilitase su jornada y les ayudase con su autoridad y fuerzas; paga bien merecida a sus servicios.

Respondió el rey que advirtiesen que la resolución que habían tomado de salir de Sicilia, aunque le estaba bien para su conservación, no para su fama, porque muchos podrían entender que su salida era trazada por su orden para quedar libre de sus obligaciones; y que eran de tal calidad las que él reconocía, que por este medio no se podía librar dellas sin conocida nota de ingrato. Pero si la esperanza de mayores acrecentamientos les llamaba a nuevas empresas, y estaban resueltos, que él les asistiría y ayudaría con sus fuerzas, con que ellos fuesen testigos y publicasen la verdad del hecho; y que primero aventurara el reino y la vida que faltara a la obligación de tan señalados servicios; pero que la estrecheza del tiempo, por los excesivos gastos de la guerra, no daba lugar a que el premio igualase a su deseo. Digna respuesta de príncipe tan esclarecido, tanto más de estimar cuanto es más rara en los príncipes la virtud del agradecimiento y satisfacer grandes servicios, cuando son tales que no se pueden pagar con ordinarias mercedes. Roger estimó, en nombre de todos, tan señalado favor y la honra que les hacía, y fuese luego a dar razón a los capitanes de lo que el rey había respondido; y entendido por ellos, lo celebraron y agradecieron con alabanzas.

Fue don Fadrique uno de los más señalados príncipes de aquella edad, por la grandeza de su ánimo y gloria de sus hechos, cuyo valor deshizo y quebrantó las fuerzas unidas para su ruina, de Italia, Francia y España, y el que a pesar de todos sus competidores quedó con el reino de Sicilia para sí y su posteridad, en quien hoy felizmente se conserva. No pudo suceder a don Fadrique cosa que más le importase para la seguridad y quietud de su nuevo reinado, que librar a su pueblo de las contribuciones y alojamientos de huéspedes tan molestos como suelen ser los soldados mal pagados. Después que las paces y parentesco desterraron la guerra, por mantenella daban los pueblos de Sicilia con mucha liberalidad sus haciendas a los soldados que los defendían y amparaban contra Carlos, a quien temían; pero después que con la paz se les quitó este miedo, comenzaron a sentir la mala vecindad de los soldados y a desavenirse con ellos; disgustos que forzosamente habían de causar daños gravísimos, si la nueva expedición no los atajara.




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Capítulo V

Embajada de los nuestros al emperador Andrónico, y su respuesta


Roger y las demás cabezas principales del ejército resolvieron que luego se enviasen dos embajadores al emperador Andrónico a proponelle su servicio. Hiciéronse las instrucciones, asistiendo a ellas, con otros capitanes, Ramón Montaner, uno de los escritores de mayor crédito, que intervino siempre en los consejos y ejecuciones más graves desta expedición. Entregáronse a dos caballeros, cuyos nombres el tiempo y el descuido dejaron envueltos en tinieblas, para que luego partiesen a Constantinopla y diesen su embajada de parte de toda la nación. Llegaron en breves días con una galera reforzada de Roger. Sabida su venida, y con alguna noticia de la embajada que traían, fueron recebidos de Andrónico con agradecido semblante y muestras de mucho amor.

Propuso uno de los dos embajadores, el más antiguo en años, su embajada: que los catalanes y aragoneses, después de hechas las paces entre Carlos, rey de Nápoles, y don Fadrique, rey de Sicilia, a quien ellos servían, determinaron no buscar reposo en su patria, sino acrecentar con nuevos hechos la gloria militar y fama adquirida en las pasadas guerras; que tenían para esto fuerzas bastantes en número y valor, soldados ejercitados por una larga y peligrosa guerra, capitanes conocidos por sus vitorias y nobleza de sangre; que en nombre de todos ellos le ofrecían su ayuda contra los turcos con doblado gusto y afición, por ocupar sus armas en favor de la casa de los Paleólogos, amigos únicos de la de Aragón cuando sus partes estaban muy caídas, y dilatar su imperio, destruyendo juntamente el de los enemigos del nombre cristiano, que con tanta audacia y orgullo le querían establecer en las provincias usurpadas al imperio griego.

Quedaron los emperadores contentísimos con la no esperada embajada y ofrecimiento de los catalanes, a su parecer tan importante para sus intereses, porque entendieron que aquellos mismos que se les venían a ofrecer eran los que con tanto espanto y temor de toda Italia ganaron y sustentaron el reino de Sicilia. Agradeció con palabras magníficas el gusto con que toda la nación le ofrecía servir, y con el mismo les recibió.

Quiso que luego se platicasen las condiciones con que hablan de militar; y así, los embajadores pidieron, conforme sus instrucciones, el sueldo para la gente de guerra y que a Roger se le diese el titulo de megaduque y por mujer una de sus nietas, porque quería con tales prendas asegurarse más en su servicio. Andrónico, sin alterar ni mudar cosa de las que le pidieron, las concedió, sin reparar en la calidad y estado de Roger, desigual al de su nieta; pero toda esta desigualdad pudo igualar la reputación de la gente que como general gobernaba, y verse el griego tan oprimido de las armas de los turcos, y poco seguro de la fidelidad de los suyos.

Vivía ciego y desterrado en una aldea de Bitinia Juan Láscar, legítimo sucesor del imperio, y aunque inútil para ocupalle, viviendo él era la posesión de Andrónico tiránica y causa muy justificada para tomar las armas los mal contentos del gobierno presente; y así, lleno de temores y recelos, le fue forzoso valerse de naciones extranjeras para la guerra y defensa de su persona. Recibió en su servicio diez mil masagetas, a quien el vulgo llama alanos, gente bárbara de costumbres, cristianos en la fe más que en las obras. Tenían su morada de la otra parte del Danubio, y reconocían por señores a los scitas de Europa. Enviaron primero al emperador su embajada ofreciendo serville. Nicéforo Gregoras, autor griego de aquellos tiempos, refiere lo mucho que Andrónico la estimó, con estas mismas palabras: «Fuele tan agradable al emperador como si viniera del cielo». Decía que todos los griegos le eran sospechosos y enemigos, y así continuamente procuraba amistades y ligas con los extraños, que ojalá nunca lo hiciera. También recibió en su ejército muchas compañías de turcoples, que dejaron a sultán Azan y se bautizaron. Todas estas ayudas las deseaba Andrónico y las estimaba como grandes; y así la que los nuestros le ofrecían no se puede con palabras encarecer la estimación que hizo della, por ser de gente tan aventajada a las demás que le servían y tan temida en aquellos tiempos. Remitió Andrónico los dos embajadores a Roger, concertado el casamiento, y le llevaron las insignias de megaduque, que es lo mismo que entre nosotros general de la mar; dignidad grande de aquel imperio, pero no de las mayores.




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Capítulo VI

Señala sueldo el emperador a la gente de guerra, y hace muchas honras y mercedes a sus capitán


Señaló Andrónico las pagas según la diferencia de las armas y ocupación: cuatro onzas de plata cada mes a los hombres de armas, a los caballos ligeros dos, y lo mismo a los pilotos y gente de mando de la armada; a los infantes y marineros una onza, y que siempre que llegasen a la costa de alguna provincia del imperio se les diesen cuatro pagas, y cuando quisiesen volver a sus casas, juntos o divididos, se les librasen dos para el viaje.

George Pachimerio, autor griego, cuyos fragmentos ilustran mucho esta relación; aunque enemigo grande de los catalanes, dice que las pagas de los catalanes eran doblado mayores que la de los turcoples y masagetas; con que claramente se muestra la estimación que se hizo de la milicia catalana y aragonesa, pues con tanta excesiva diferencia la aventajaron a todos los que servían en su imperio. De las pagas, entretenimientos y ventajas que ofreció a la nobleza y capitanes, no señalan los historiadores cosa con particularidad; sólo el oficio y dignidad de megaduque en Roger, y el de senescal en Corberán de Alet; de donde sospecho que su gusto era el que limitaba sus pagas y sueldo; porque, según adelante veremos, los generales pedían a su voluntad el dinero, con sólo señalar la cantidad, sin que para esto hubiesen de dar cuenta a los contadores y ministros de la hacienda de Andrónico.

Los embajadores volvieron a Sicilia y hallaron a Roger en Licata, donde aguardaba su vuelta, y sabido el buen despacho que traían, se fue luego a ver con el rey, a dalle razón del honroso acogimiento que Andrónico hizo a sus embajadores, y cuán largo andaba en ofrecelles mercedes. Publicóse la jornada, y los capitanes recogieron su gente en Mesina, donde la armada se aprestaba, que en pocos días estuvo en orden para navegar.

Era la armada de treinta y seis velas, y entre ellas había diez y ocho galeras y cuatro naves gruesas, la mayor parte armadas con dinero del rey y de Roger, que para la ejecución desta jornada gastó la hacienda que adquirió en las guerras pasadas, y tomó veinte mil ducados de los genoveses en nombre del emperador Andrónico. Fue mucho menos el número de la gente de lo que se creyó; porque los dos Berengueres, de Entenza y Rocafort, no pudieron juntarse con Roger ni seguirle, porque difirieron su partida para el siguiente año. Berenguer de Entenza esperaba nuevas compañías de gente de Cataluña para acrecentar sus fuerzas y pasar con mayor reputación. Berenguer de Rocafort se detenía en unos castillos de Calabria, y rehusaba el entregarlos al rey Carlos de Nápoles hasta quedar enteramente satisfecho de lo que se le debla por razón de su sueldo.

Roger, aunque la falta destos dos capitanes le pudiera con justa causa detener, por ser una de las más principales partes de su ejército, determinó partirse, y embarcó su gente el día que tenía aplazado. El rey, a más de los navíos y galeras que les dio para su viaje, les mandó proveer de vituallas y bastimentos, y el dinero que pudo un príncipe que del reinar sólo conocía las fatigas y los peligros.

Este fue el premio que se dio a la milicia más invencible y vitoriosa de aquella edad, y que sirvió por largos veinte años a tres reyes, Pedro, Jaime y Fadrique, alcanzando de sus enemigos cinco vitorias navales, tres en tierra, sin otros encuentros notables, y sin las expugnaciones de fuertes y grandes pueblos, y otros defendidos con loable obstinación y valor increíble. Tal era la moderación de aquellos tiempos, bien diferente de los que hoy tenemos, pues vemos soldados que apenas han visto al enemigo cuando ya juzgan por cortas las mayores mercedes.




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Capítulo VII

Parte de Sicilia la armada, y qué gente y milicia fue la de los almugávares


Embarcóse toda la gente en el puerto de Mesina, y antes de salir del Faro se tomó muestra general, y se hallaron, según Montaner, efectivos mil quinientos hombres de cabo para el servicio de la armada, sin los oficiales, y cuatro mil infantes almugávares. Nicéforo Gregoras, autor poco fiel en algunos destos sucesos, dice que Roger pasó sólo mil hombres a Grecia; pero George Pachimerio ya concuerda con Montaner, y afirma que fueron ocho mil los que pasaron. Este, a mi parecer, es el verdadero número; porque seis mil y quinientos soldados de paga es cierto que llegaron hasta el número de ocho mil con los criados y familia de los capitanes y ricoshombres. Y aunque estos dos autores no concordaran, la fe de Nicéforo fuera siempre dudosa; porque a Roger, siendo capitán de solos mil hombres, no me puedo persuadir que Andrónico le hiciera megaduque, y le casara con su nieta sin haber precedido servicios. No parecerá ajeno del intento, pues toda nuestra infantería fue de almugávares, decir algo de su origen.

La antigüedad, madre del olvido, por quien han perecido claros hechos y memorias ilustres, entre otras que nos dejó confusas, ha sido el origen de los almugávares; pero según lo que yo he podido averiguar, fue de aquellas naciones bárbaras que destruyeron el imperio y nombre de los romanos en España, y fundaron el suyo, que largo tiempo conservaron con esplendor y gloria de grande majestad, hasta que los sarracenos en menos de dos años le oprimieron y forzaron a las reliquias deste universal incendio que entre lo más áspero de los montes buscasen su defensa, donde las fieras muertas por su mano les dieron comida y vestido. Pero luego su antiguo valor y esfuerzo, que el regalo y delicias tenían sepultado, con el trabajo y fatiga se restauró, y les hizo dejar las selvas y bosques, y convertir sus armas contra moros, ocupadas antes en dar muerte a fieras.

Con la larga costumbre de ir divagando, nunca edificaron casas ni fundaron posesiones; en la campaña y en las fronteras de enemigos tenían su habitación y el sustento de sus personas y familias: despojos de sarracenos, en cuyo daño perpetuamente sacrificaban las vidas, sin otra arte ni oficio más que servir pagados en la guerra, y cuando faltaban las que sus reyes hacían, con cabezas y caudillos particulares corrían las fronteras, de donde vinieron a llamar los antiguos el ir a las correrías ir en almugavería.

Llevaban consigo hijos y mujeres, testigos de su gloria o afrenta; y como los alemanes en todos tiempos lo han usado, el vestido de pieles de fieras, abarcas y antiparas de lo mismo. Las armas, una red de hierro en la cabeza, a modo de casco, una espada, y un chuzo algo menor de lo que se usa hoy en las compañías de arcabuceros; pero la mayor parte llevaban tres o cuatro dardos arrojadizos. Era tanta la presteza y violencia con que los despedían de sus manos, que atravesaban hombres y caballos armados; cosa al parecer dudosa, si Desclot y Montaner no lo refirieran, autores graves de nuestras historias, adonde largamente se trata de sus hechos, que pueden igualar con los muy celebrados de romanos y griegos.

Carlos, rey de Nápoles, puestos ante su presencia algunos prisioneros almugávares, admirado de la vileza del traje y de las armas, al parecer inútiles contra los cuerpos de hombres y caballos armados, dijo con algún desprecio que si eran aquellos los soldados con que el rey de Aragón pensaba hacer la guerra. Replicále uno dellos, libre siempre el ánimo para la defensa de su reputación: «Señor, si tan viles, te parecemos y estimas en tan poco nuestro poder, escoge un caballero de los más señalados de tu ejército, con las armas ofensivas y defensivas que quisiere; que yo te ofrezco con sola mi espada y dardo de pelear en campo con él». Carlos, con deseo de castigar la insolencia del almugávar, aplazó el desafío, y quiso asistir y ver la batalla. Salió un francés con su caballo armado de todas piezas, lanza, espada y maza para combatir, y el almugávar con sola su espada y dardo. Apenas entraron en la estacada, cuando le mató el caballo, y queriendo hacer lo mismo de su dueño, la voz del rey le detuvo, y le dio por vencedor y por libre.

Otro almugávar en esta misma guerra, a la lengua del agua, acometido de veinte hombres de armas, mató cinco antes de perder la vida. Otros muchos hechos se pudieran referir si no fuera ajeno de nuestra historia el tratar de otra largamente. La duda que se ofrece sólo es del nombre, si fue de nación o de milicia en sus principios. Tengo por cosa cierta que fue de nación, y para asegurarme más en esta opinión tengo a George Pachimerio, autor griego, cuyos fragmentos dan mucha luz a toda esta historia, que llama a los almugávares descendientes de los avares, compañeros de los hunos y godos; y aunque no se hallará autor que opuestamente lo contradiga, por muchas leyes de las Partidas se colige claramente que el nombre de almugávar era nombre de milicia, y el ser esto verdad no contradice lo primero, porque entrambas cosas pueden haber sido.

En su principio, como Pachimerio dice, fue de nación, pero después, como no ejercitaban los almugávares otra arte ni oficio, vinieron ellos a dar nombre a todos los que servían en aquel modo de milicia, así como muchas artes y ciencias tomaron el nombre de sus inventores. Pero dudo mucho que hubiese quien se agregase a los almugávares, milicia de tanta fatiga y peligros, sin ser de su nación, porque la inclinación natural les hacía seguir la profesión de los padres; ni hay hombre que, pudiendo escoger, siguiese milicia que desde la primera edad se ocupase con tanto riesgo de la vida, descomodidad y continuo trabajo. Nicéforo Gregoras dice que almugávar es nombre que dan a toda su infantería los latinos (así llaman los griegos a todas las naciones que tienen a su poniente); pero no hay para qué contradecir con razones falsedad tan manifiesta, y más contra un autor tan poco advertido en nuestras cosas como Nicéforo.

Salió la armada de Mesina, y con próspera navegación llegó a Malvasía, puerto de la Morea, donde fueron bien recebidos y ayudados con algún refresco por orden del Emperador. Antes de salir llegaron cartas suyas, en que mandaba a Roger que apresurase la navegación. Partió alegre la gente con el refresco, y en pocos días la armada arribó a Constantinopla, por el mes de enero, indicción segunda, según Pachimerio, con universal regocijo de la ciudad, viendo las armas que les habían de amparar y defender. Andrónico y Miguel, emperadores, y toda la nobleza griega, con mucho amor y muestras de sumo agradecimiento les recibieron y honraron. Mandó luego Andrónico desembarcar toda la gente y que alojase dentro de la ciudad, en el barrio que llamaban de Blanquernas y el siguiente día se repartieron cuatro pagas, como estaba concertado.




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Capítulo VIII

Roger se casa. Pelean catalanes y genoveses dentro de Constantinopla


Parecióle al emperador Andrónico que convenía a su seguridad y crédito dar a entender que los ofrecimientos hechos a los nuestros se habían de cumplir con mucha puntualidad, y para que esto se mostrase luego con las obras, dio principio por lo que parecía más difícil, que fue el casamiento de Roger con su sobrina María; con que todos quedaron satisfechos, juzgando por ciertas las demás mercedes, como inferiores y más fáciles de cumplir.

Hiciéronse las bodas con la solemnidad de personas reales, porque el valor de Roger pudo igualar la nobleza de la mujer. Era María hija de Azan, príncipe de los búlgaros, y de Irene, hermana de Andrónico; de quince años de edad, hermosa y por extremo entendida.

Entre el mayor placer y gusto de la boda sucedió un alboroto y pendencia entre catalanes y genoveses, que casi fue batalla muy sangrienta, nacida, como muchas veces acontece, de pequeña causa; y aunque Pachimerio dice que fue sobre la cobranza de los veinte mil ducados que prestaron a Roger en Sicilia, y que por sosegallos ofreció el Emperador de pagallos; pero la más cierta ocasión de la pendencia fue que un almugávar, discurriendo por la ciudad, dio ocasión a dos genoveses, viéndole solo, que burlasen con mucha risa de su traje y figura; pero el ánimo militar del almugávar, mal sufrido en los donaires y motes cortesanos, más osado de manos que de lengua, les acometió con la espada y trabó la pendencia. Acudieron de una y otra parte valedores y amigos, estando ya los ánimos prevenidos y alterados como sospechosos, y con esto las fuerzas de entrambas naciones se encontraron para su total ruina y perdición. Los genoveses sacaron su bandera o guión y acometieron los cuarteles de los almugávares repartidos en el barrio de Blanquernas. Nuestra caballería, reconociendo el peligro de sus almugávares, dividida en tropas cerró con la gente genovesa mal ordenada. Con esto se dio lugar a que los almugávares saliesen de sus alojamientos y se juntasen para tomar satisfación de quien tan injustamente los maltrataba. Peleóse de una y otra parte con obstinación, hasta que los genoveses, muerto su capitán Roseo del Final, se fueron retirando con notable pérdida y daño.

Andrónico, de las ventanas de su palacio, atento y con gusto miraba la pendencia, cuando los genoveses levemente fueron maltratados y algunos muertos, y con palabras mostró su ánimo mal afecto contra ellos; pero cuando vio que los almugávares, con su acostumbrado rigor iban degollando cuanto se les ponía delante, temió que todos los genoveses de Constantinopla no muriesen aquel día, cosa peligrosa para su conservación, porque dependía de ellos la paz de su imperio. Tiénese por cierto que Andrónico quisiera sacudirse el yugo de genoveses si pudiera con seguridad; pero era difícil, por tener ellos el poder dividido para que se pudiera oprimir a un tiempo, y si consintiera que los de Constantinopla perecieran, fuera irritar las otras fuerzas que quedaban enteras; y así, con ruegos y promesas pidió a los capitanes que recogiesen y retirasen los suyos, y George Pachimerio refiere que mandó Andrónico a Esteban Marzala, gran drungario y almirante, que fuese a quietar el tumulto y apaciguar las partes, y que fue muerto y despedazado. Finalmente, la presencia y autoridad de Roger y de los otros capitanes pudo tanto, que obedecieron todos, y con mucho peligro les retiraron, porque habían sacado sus banderas con ánimo de acometer a Pera y saquearla, juntando a su venganza su codicia.

Era esta población de genoveses dividida por un estrecho cerco del mar de la ciudad de Constantinopla, llamado de los antiguos Cuerno de Bisancio, y hoy de los turcos y griegos, Galata. Retirados y sosegados los nuestros, les mandó el Emperador, en agradecimiento de su puntual obediencia, librar una paga. Quedaron muertos de los genoveses en la ciudad cerca de tres mil, y aunque lo peor llevaron ellos entonces, fue causa de mayores daños en lo venidero para los nuestros, porque con esto quedó irritada una nación émula y poderosa, que importaba su amistad para conservar nuestras armas en aquel imperio; porque en estos tiempos era grande y temido su poder en todo el oriente. Árbitros de la paz y de la guerra, tenían ilustres colonias y presidios en Grecia, en Ponto, en Palestina; armadas poderosas; poseían muchas riquezas adquiridas con su industria y valor, y absolutamente eran dueños del trato universal de Europa; con que mantenían fuerzas iguales a las de los mayores reyes y repúblicas. Con esto llegaron a ser casi dueños del imperio griego.

En este tiempo, cuando los catalanes llegaron a Constantinopla y reconociendo las fuerzas que traían, les pareció a los genoveses peligrosa la vecindad de sus armas; y así siempre se mantuvo entre estas dos naciones aborrecimiento y enemistad implacable, que duró muchas edades, hasta que el valor de entrambos se fue perdiendo, juntamente con el imperio del mar, y cesó la emulación por cuya causa muchas veces con varia fortuna se combatió.




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Capítulo IX

Pasa la armada a la Natolia, y echa la gente en el cabo de Artacio


Con el peligro de la pendencia entre catalanes y genoveses advirtió Andrónico los que pudieran suceder, por tener dentro de la ciudad diferentes y varias naciones armadas y ofendidas, que con menos ocasión que la vez pasada vinieran sin duda a rompimiento. Llamó a nuestros capitanes y les explicó brevemente el gusto que tendría de ver sus armas en el Asia, amparando sus miserables y cristianos pueblos, oprimidos de los turcos, y quitada la ocasión de nuevas pendencias y desórdenes. Roger, con sus capitanes, ofreció que embarcaría su gente luego; pero para que su partida fuese con más gusto, y el ejército quedase satisfecho y seguro de tener en la armada ciertos los socorros y retiradas, le suplicaron nombrase por general della algún caballero o capitán que fuese de su nación, para que dependiese dellos, temiendo que Andrónico diese este cargo a griegos o genoveses, y fuera cosa peligrosa para su seguridad tener el socorro en poder de gente extraña, con quien siempre hay emulación y competencias, ocasión de graves pendencias y daños, y más en los socorros de mar, tan sujetos a las mudanzas del tiempo, que puede la ruindad y malicia de un general retardar el socorro, y hallar razón que disculpe y apruebe lo mal hecho, y atribuyendo al tiempo y a peligros imaginados su tardanza,

Andrónico cumplidamente satisfizo a la demanda, dando el cargo de general de la armada, con título de almirante, a Fernando de Aonés, caballero de conocida sangre y gallardo por su persona, y juntamente quiso que se casase con una parienta suya, para que el nuevo parentesco diese más autoridad a su cargo. El título de almirante en aquel imperio no era tan supremo como lo fue entre nosotros, porque estaba sujeto al megaduque y dél recibía las órdenes. Mandó el emperador que un insigne capitán de romeos, que se llamaba Marulli, hombre de sangre y estado, fuese siguiendo las banderas de Roger con su gente, y George con la mayor parte de los alanos hiciese lo mismo. Embarcose el ejército en los navíos y galeras de su armada, y atravesando el mar de Propóntide, dicho hoy de Mármora, tomaron tierra en el cabo de Artacio, poco más de cien millas lejos de Constantinopla, lugar acomodado para la desembarcación de la caballería. A este cabo llama Montaner Artaqui, y los antiguos Artacio, no lejos de las ruinas de la famosa ciudad de Cízico.

Llegó Roger con la armada, y supo que los turcos aquel mismo día habían querido ganar una muralla o defensa de media milla de largo, puesta en la parte que el cabo se continúa con la tierra firme, y que dejaron el combate, más por la fortaleza del sitio, que por el valor de los que le defendían. Extiéndese este cabo desde esta defensa o muralla algunas leguas dentro del mar, y en él hay muchas poblaciones y abundantes valles y fértiles colinas. Era en los tiempos antiguos isla, pero después se vino a cerrar con las arenas.

Con el aviso cierto que Roger tuvo de que los turcos habían acometido el reparo y defensa del cabo, y que no podían estar muy lejos, dióse prisa a desembarcar la gente, y envió luego a reconocer el campo de los enemigos, y dentro de pocas horas se supo como estaban alojados seis millas lejos, entre dos arroyos, con sus mujeres, hijos y haciendas.

En aquel tiempo los turcos, no olvidados aún de las costumbres de los scitas -de quien se precian suceder- vivían la mayor parte y la más belicosa en la campaña, debajo de tiendas y barracas, mudándose según la variedad del tiempo y comodidades de la tierra. Tenían puesta su mayor fuerza en la caballería, gobernada por capitanes y príncipes de valor, no de sangre, a quien obedecían más por gusto que por obligación. Tenían perpetua guerra con los vecinos, sin orden militar, a imitación de los alárabes que hoy poseen el África. Esta forma de vivir tuvieron desde que dejaron las riberas del río Volga y entraron en la Asia menor, hasta que la vileza de las naciones de la Asia y Grecia les dio crédito y reputación. A las monarquías y naciones sucede lo mismo que a los hombres, que nacen, crecen y mueren. Nació Grecia cuando se defendió de Jerjes, y cuando su valor deshizo el poder de tan numerosos ejércitos y forzó al bárbaro monarca que se retirase vencido y pasase el estrecho del mar del Helesponto en una pequeña barca, que poco antes soberbio y desvanecido humilló con puente. Tuvo su aumento cuando las armas de Alejandro pasaron más allá del Ganges, y los límites y fines inmensos de la misma naturaleza no lo fueron de su ambición. Fue su muerte cuando las armas de los bárbaros, por flojedad de sus príncipes y poca fidelidad de sus capitanes, la pusieron en dura servidumbre.

En este tiempo que Andránico ocupaba el imperio de Oriente, los turcos se dividieron, y hubo entre ellos algunas guerras civiles; pero por el consejo y autoridad de Orthogules se sosegaron, remitiendo a la suerte sus pretensiones, que, como refiere Gregoras y Chalchondilas, se dividieron por suerte las provincias entre siete capitanes, pretensores todos del gobierno universal. Dio la suerte a Caramano la parte mediterránea de la provincia de Frigia hasta Cilicia y Filadelfia, aunque algún autor quiere que éste no fuese de los siete capitanes, y que sólo reinó en Caria; a Carcano la parte de Frigia que se extiende hasta Esmirna; a Calami y a su hijo, Carasi. La Lidia hasta Misia, Bitinia y las demás provincias junto al monte Olimpo cayeron en la suerte de Otomano, que en aquella edad comenzó a ser temido y a levantar poco después su monarquía, venciendo y sujetando los demás tiranos de las provincias que vamos nombrando, con que quedó absoluto señor y príncipe de todas ellas. La Paflagonia y las demás tierras que caen a la parte del Ponto Euxino las ocuparon los hijos de Amurat. En esta forma hallaron los nuestros repartida el Asia, y a los turcos señores della; que fue grande ayuda para nuestras vitorias el estar sus fuerzas divididas.




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Capítulo X

Vencen los catalanes y aragoneses a los turcos


Con el aviso que Roger tuvo de cómo los turcos estaban cerca, temiendo perder tan buena ocasión, si advertidos de la llegada de los nuestros, se previnieran o retiraran, juntó el campo, y en una breve plática les dijo cómo el siguiente día quería dar sobre los alojamientos de los enemigos, fáciles de romper por estar descuidados. Propúsoles la gloria que alcanzarían con vencer, y que de los primeros sucesos nacía el miedo o la confianza, y que, la buena o mala reputación pendía dellos. Mandó que no se perdonase la vida sino a los niños, porque esto causase más temor en los bárbaros, y nuestros soldados peleasen sin alguna esperanza de que vencidos pudiesen quedar con vida. Dispuesto el orden con que se había de marchar, dio fin a la plática. Oyéronle con mucho gusto, y aquella misma noche partieron de sus alojamientos, a tiempo que al amanecer pudiesen acometer a los turcos.

Guiaba Roger con Marulli la vanguardia con la caballería, y llevaba solos dos estandartes, en el uno las armas del emperador Andrónico y en el otro las suyas. Seguía la infantería, hecho un solo escuadrón de toda ella, donde gobernaba Corbarán de Alet, senescal del ejército. Llevaba en la frente solas dos banderas, contra el uso común de nuestros tiempos, que suelen ponerse en medio del escuadrón, como lugar más fuerte y defendido. La una bandera llevaba las armas del rey de Aragón don Jaime, y la otra las del rey de Sicilia don Fadrique; porque entre las condiciones que por parte de los catalanes se propusieron al Emperador, fue de las primeras que siempre les fuese lícito llevar por guía el nombre y blasón de sus príncipes, porque querían que adonde llegasen sus armas llegase la memoria y autoridad de sus reyes, y porque las armas de Aragón las tenían por invencibles. De donde se puede conocer el grande amor y veneración que los catalanes y aragoneses tenían a sus reyes, pues aun sirviendo a príncipes extraños y en provincias tan apartadas, conservaron su memoria y militaron debajo della; fidelidad notable, no sólo conocida en este caso, pero en todos los tiempos; porque no se vio de nosotros príncipe desamparado, por malo y cruel que fuese, y quisimos más sufrir su rigor y aspereza que entregarnos a nuevo señor. No fue llamado el hermano bastardo, ni excluido el rey natural; no fue preferido el segundo al primogénito: siempre seguimos el orden que el cielo y la naturaleza dispuso; ni se alteró por particular aborrecimiento o afición, con no haber apenas reino donde no se hayan visto estos trueques y mudanzas.

Pasaron los nuestros a media noche la muralla o reparo que divide el cabo de tierra firme, y al amanecer se hallaron sobre los turcos, que como en parte segura, y a su parecer lejos de enemigos, estaban sin centinelas, reposando dentro de sus tiendas con descuido y sueño. Cerró Roger y Marulli con la caballería, metiéndose por las tiendas y flacos reparos que tenían, con grande ánimo. Siguiéronle los almugávares con el mismo, dando un sangriento y dichoso principio a la nueva guerra. Los turcos a quien la furia y rigor de nuestras espadas no pudo oprimir en el sueño, al ruido de las armas y voces despertaron, y con la turbación y miedo que semejantes asaltos suelen causar en los acometidos, tomaron las armas para su defensa; pero fueron pocos, divididos y desarmados; con que su resistencia fue inútil y sin provecho contra el esfuerzo y gallardía de nuestra gente, que ya lo ocupaba todo. Pelearon los turcos con desesperación, viendo a sus ojos despedazar y degollar a sus más caras prendas, de gente que ni aun por el nombre conocían.

Alcanzóse cumplidísima vitoria, dejando en el campo muertos de los turcos tres mil caballos y diez mil infantes. Los que quedaron vivos fueron los que, reconociendo con tiempo el desorden y pérdida, y que los catalanes eran impenetrables a los golpes de sus dardos, se pusieron en seguro con la huida; y el querer muchos hacer lo mismo después, les causó más presto la muerte, porque ocupados en retirar sus hijos y mujeres, dejaban la batalla, y luego perecían. La presa fue grande, y los niños cautivos muchos. Refiere Nicéforo, griego de nación y enemigo declarado de la nuestra, el espanto y terror que causó en los turcos este primer acometimiento con estas mismas palabras: «Como los turcos vieron el ímpetu feroz de los latinos -que así llama a los catalanes-, su valor, su disciplina militar y sus lucidas y fuertes armas, atónitos y espantados huyeron, no sólo lejos de la ciudad de Constantinopla, pero más adentro de los antiguos límites de su imperio.» Nuestra gente siguió el alcance poco rato, por no tener la tierra conocida, y volvieron aquella misma noche al cabo, por tener el alojamiento reconocido y seguro.




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Capítulo XI

Retírase el ejército, para invernar en el cabo de Artacio, a sus alojamientos


Dieron aviso al emperador del buen suceso de su vitoria, enviando cuatro galeras con riquísimos presentes para entrambos príncipes, Andrónico y Miguel, y en nombre de los soldados se envió a María, mujer del megaduque Roger, lo más precioso y rico de la presa. Causó notable admiración entre los griegos la brevedad con que se alcanzó tan señalada vitoria, y el pueblo la celebró con alabanzas, libre del temor de los turcos, que insolentes con las vitorias alcanzadas de los griegos de la otra parte del estrecho, amenazaban la ciudad con los alfanjes desnudos; pero casi toda la nobleza, que como fuera justo debiera mostrarse más agradecida a tan grande beneficio, manifestó el veneno de sus ánimos, que la invidia de la ajena felicidad no dio lugar a que se pudiese más encubrir. Los privados de Andrónico, y las personas de mayor estimación de su nación comenzaron a temer nuestras fuerzas, juzgándolas por superiores a las que ellos tenían, y que dentro de casa tanto poder en manos de extranjeros era cosa peligrosa. Estas pláticas y discursos las alentaba el emperador Miguel, incitado de un oculto sentimiento que causó en su ánimo la vitoria, porque algunos meses antes había pasado el estrecho con un ejército poderosísimo, y por miedo de los turcos o poca seguridad de los suyos se retiró, con gran pérdida de su reputación, sin trabar ni aun una pequeña escaramuza con el enemigo; y como los catalanes, siendo tan pocos, vencieron a los que él no se atrevió a acometer con tan excesivo número de gente, desto nació su corrimiento, y dél un grande aborrecimiento y deseo de nuestra perdición. Los príncipes sienten mucho que haya quien se les iguale en valor, y aun en la dicha aborrecen a quien se les aventaja, porque el poder no sufre virtud y partes aventajadas en ajeno sujeto, y más cuando en su competencia sucede el aventajarse. Si una baja y vil emulación de un príncipe en hacer versos causó la muerte a Lucano, ¿cuánto mayor fuera si de valor y fortuna se compitiera? Y así, no se debe tener por capitán cuerdo el que intenta una empresa errada por su príncipe, si ya no quiere competir con él del imperio.

Con el buen suceso que tuvieron, no trataron de pasar adelante ni seguir la vitoria; cosa que les hizo perder reputación, y fue ocasión de hacer muchos excesos en aquella comarca, que irritaron gravemente el ánimo de los naturales y griegos. Cuando quisieron entrar la tierra adentro, comenzó el primer día de noviembre a entrar con tanto rigor el invierno, con vientos fríos y agua, que les detuvo. Los ríos por sus crecientes sin poderse vadear, la campaña estéril llena de enemigos, los caminos difíciles por donde se había de marchar para socorrer a Filadelfia, eran causas bastantes para diferir cualquier empresa. Roger, con el parecer y consejo de sus capitanes, se resolvió de invernar en Cízico, lugar acomodado por la fortaleza del sitio y abundancia de las vituallas, y porque el año siguiente fuese menos embarazosa la salida que si hubieran de partir de Grecia y embarcar y desembarcar la caballería tantas veces, cosa de suyo tan molesta.

Dieron luego aviso al Emperador de esta resolución, y aprobóla con mucho gusto, porque era lo que más le convenía, por tener el ejército alojado en la frente del enemigo, y apartado de Constantinopla y de los demás pueblos griegos, donde no faltaran quejas y pesadumbres, aunque cerca de tres meses anduvieron alojados por Asia sin efeto, trabajando la tierra con insoportables contribuciones. Mandó Andrónico que con mucha diligencia se llevasen por mar las vituallas que no se hallaban en el cabo; con que pasaron los nuestros un invierno muy apacible. El megaduque Roger envió con cuatro galeras por su mujer María.

El orden que se tuvo en los cuarteles para excusar pendencias entre los soldados y sus huéspedes fue el siguiente: Los soldados nombraron seis de su parte, y los de la tierra otros tantos, para que de común parecer y acuerdo se pusiese precio a las vituallas; porque encareciéndose más de lo justo, fuera gran descomodidad para los soldados, y dándose a precio muy bajo, no resultase en notable daño de los huéspedes, a más de que faltara el comercio y provisión ordinaria, que acudía de todas partes con abundancia. Ordenóse a Fernando Aonés, almirante, que con la armada fuese a invernar a la isla del Xio, puerto seguro y vecino de las costas enemigas. Es el Xio isla de las más señaladas del mar Egeo, por nacer en ella sola el almaste, cosa que negó naturaleza a las demás partes de la tierra.




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Capítulo XII

Ferrán Jiménez de Arenós se aparta de los suyos


Concertadas en la forma dicha las cosas de mar y tierra, se pasaba el invierno con sosiego y mucha conformidad; pero luego nuestras fuerzas se fueron enflaqueciendo con algunas divisiones y discordias civiles. Ferrán Jiménez de Arenós, caballero de gran linaje y buen soldado, se desavino con Roger sobre el gobierno de sus gentes; y pareciéndole desigual la competencia, se apartó del ejército con los suyos; y volviéndose a Sicilia, pasando por Atenas, se quedó a servir a su duque, que le recibió agradecido y honró con cargos militares, en cuyo servicio se detuvo hasta que la necesidad de sus amigos en Galípoli le llamó, y volvió a juntarse con ellos, aventurando, como buen caballero, la libertad y la vida. Pachimerio dice que la ocasión de apartarse Ferrán Jiménez de Roger fue porque muchas veces le advirtió que reprimiese y castigase los soldados, y como vio que en esto no andaba como debía, se apartó de su compañía con los que le quisieron seguir. ¡Notable fuerza de inclinación, que apenas se apartaba el peligro de las armas extranjeras, cuando ya las competencias y guerras civiles se encendían entre ellos!

En abriendo el tiempo, el megaduque Roger y su mujer María se fueron a Constantinopla con cuatro galeras, a tratar con el emperador de la jornada, y a pedirle dinero para hacer pagamento general antes que el ejército saliese en campaña. Miguel estaba en Constantinopla, y queriendo Roger visitalle y dalle razón de lo que se pensaba hacer aquel año, no le dio lugar, porque se tenía por ofendido del mal tratamiento que había hecho a los de Cízico, sus vasallos. Esto dice Pachimerio. Lo cierto es que Roger alcanzó de Andrónico el dinero con tanta largueza, que pudo dar dobladas pagas: liberalidad grande, si la falta de hacienda y dinero con que se hallaba permitiera que se le pudiera dar este a nombre. Tiénese por virtud heroica en un príncipe la liberalidad, si en ella concurren dos calidades: tener que dar, y que lo merezca a quien se da; y cualquiera de estas dos que falte no es liberalidad, sino injusticia; y así, aunque Andrónico repartió las mercedes en personas de grandes merecimientos, como le faltó la primera calidad, que es tener que dar, túvose por muy excesivo este donativo, y por yerro muy grave, porque estaba el fisco y cámara imperial tan destruida, que no podía acudir a las pagas ordinarias ni a otros gastos forzosos del imperio. No hay cosa más perniciosa que el dinero recogido para la defensa común desperdiciarle en gastos voluntarios, y cuando la necesidad aprieta acudir a nuevas imposiciones y pechos, dando por razón y causa justa el aprieto y la falta que nace de sus excesos y demasías. Las imposiciones son justas cuando es forzosa la necesidad que obliga a ponerlas; pero cuando el príncipe consume la hacienda con dádivas o gastos impertinentes y excesivos, ninguna justificación pueden tener, pues sólo proceden de sus desórdenes o descuidos.

Trataron Roger y el emperador de cómo se había de hacer la guerra aquel año, y Andrónico sólo le encargó el socorro de Filadelfia; lo demás dejó al arbitrio de los demás capitanes y suyo, porque desde lejos y antes de las ocasiones mal se puede ordenar lo que conviene, ni tomar parecer cierto en cosas tan inciertas y varias como se ofrecen en una guerra.

Dejó Roger a su mujer María en Constantinopla, y navegó con sus cuatro galeras la vuelta del cabo el primer día de marzo del año mil trecientos y tres. Luego que llegó se pasaron las cuentas con los huéspedes, tomóse muestra general, y se halló que los soldados en poco más de cuatro meses -que fue el tiempo que invernaron- habían gastado las pagas de ocho, y algunos de un año. Sintió Roger el exceso y desorden de los soldados, que como capitán prudente y plático, conoció el mal, aunque como dependía su autoridad del arbitrio de los soldados, no se atrevió a poner el remedio que convenía, porque no se disminuyese o perdiese. Mal puede un capitán conservar un ejército con puntual y estrecha obediencia si el poder y fuerzas con que los ha de castigar le dan ellos mismos, de que nace la insolencia y libertad.

Roger, conociendo el tiempo, satisfizo los huéspedes, pagando todo lo que habían gastado en mantener los soldados, y no quiso se les descontase de su sueldo; y así les quedó libre el dinero de las cuatro pagas, que luego les dio, y tomando Roger sus libros de las raciones y cuentas, donde constaba de los gastos excesivos que los soldados habían hecho, los quemó en la plaza pública de Cízico; con que quedaron todos obligados y agradecidos a su liberalidad. Los autores griegos dicen que Cízico y toda su comarca quedó destruida por las crueldades y robos de los catalanes, y que temiendo el emperador Andrónico que Roger no alargase el salir en campaña por la mala disciplina y poca obediencia de los soldados, envió su hermana a los últimos de marzo a Cízico para que exhortase a Roger, su yerno, saliese con el ejército, pues el tiempo y la ocasión convidaban a la guerra, y los soldados recién pagados saliesen con más gusto.




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Capítulo XIII

Parte el ejército a socorrer a Filadelfia, y vencen a Caramano, turco, general de los que la tenían sitiada


El deseo que tenía Roger de salir en campaña, ayudado de la persuasión de su suegra, hizo que luego se pusiese en ejecución la salida, y así se señaló para los nueve de abril. Estando apercibiéndose ya todos para el viaje, dos masagetas o alanos, esperando en un molino que les moliesen un trigo, llegaron algunos almugávares a tratar con descompostura una mujer que estaba dentro a tomar la harina; salieron a la defensa los alanos, y entre otras razones que dieron contra Roger, su capitán, fue decir que si les daban tales ocasiones, harían del megaduque Roger lo que hicieron del Gran Doméstico. Este fue Alejos Raúl, que en una fiesta militar le mataron éstos a traición, de un flechazo. Refirieron estas palabras a Roger, y por su mandado o consentimierto, aquella misma noche los almugávares dieron sobre los alanos, y si la escuridad de la noche y el cuidado de los vecinos no les defendiera, los degollaran todos. Murieron muchos, y entre ellos un mozo valiente, hijo de George, cabeza de los alanos. A la mañana volvieron a toparse, y quedaron los catalanes superiores, habiendo muerto más de trecientos alanos; y si no se temiera a los vecinos de Cízico, a quien por los malos tratamientos tenían irritados, que no tomasen las armas y se pusiesen de parte de los alanos, los hubieran sin duda degollado todos.

Por este caso se apartó la mayor parte de los alanos del ejército de Roger; sólo quedaron con él hasta mil, que con promesas y ruegos los detuvieron. Roger quiso con dinero aplacar al padre por la muerte del hijo; pero George menospreció el dinero, y al agravio del hijo muerto se añadió la afrenta del ofrecimiento; con que el bárbaro quedó irritado, aunque encubrió la ofensa para mayor venganza.

Este suceso alargó la partida hasta los primeros de mayo, que salieron de Cízico seis mil con nombre de catalanes, mil alanos y las compañías de romeos debajo del gobierno de Marulli; pero todos sujetos y a orden de Roger. Iba también Nastago, gran primiserio. Llegaron con estas fuerzas a Anchirao, y de allí con gran valor y confianza, que así lo dice Pachimerio, fueron a sitiar a Germe, lugar fuerte donde los turcos estaban; y entendida por ellos la resolución, con sola la fama de su venida dejaron el lugar y se retiraron; pero no pudo ser esto tan a tiempo, que su retaguarda no fuese gravemente ofendida de los catalanes.

De allí pasaron a otro lugar que la historia de Pachimerio no le nombra; sólo dice que estaba dentro para su defensa Sausi Crisanislao, famoso soldado y capitán de búlgaros, a quien mandó ahorcar con doce de sus soldados los más principales, sin decir con certeza la ocasión deste castigo; sólo se presume que habrían defendido mal algún lugar que estaba a su cargo, o entregado alguna fortaleza; y queriendo Sausi disculparse, atravesó razones con Roger, que le movieron a meter mano a la espada y herirle, y después fue entregado a los que le habían de ahorcar. Los capitanes griegos detuvieron la ejecución y alcanzaron de Roger el perdón, porque le advirtieron el disgusto que tendría el emperador Andrónico si castigase un hombre de tanta calidad y tan buen baldado sin habelle dado razón. Era Crisanislao uno de los capitanes búlgaros que prendió Miguel, padre de Andrónico, en la guerra de la Chana; y detenido gran tiempo en prisión, fue puesto en libertad por Andrónico, y honrado en cargos militares y en gobiernos de provincias, y entonces se hallaba en esta parte de Frigia, ocupado en servicio del emperador.

Luego de allí pasó el ejército a Geliana, camino de Filadelfia, donde le llegó aviso a Roger de algunos lugares fuertes que ocupaban los turcos, significándole la violencia que padecían, y por carta le suplicaban les ayudase, pues eran romeos que se dieron a la fuerza del tiempo, y que se querían levantar contra los enemigos. Roger les respondió que estuviesen de buen ánimo, que él les socorrería. Con esto pasó adelante a meter el socorro en Filadelfia, que era el principal intento que llevaban. Caramano Alisurio, que la tenía sitiada, cuyo gobierno se extendía por esta provincia, con el aviso que tuvo de la venida del ejército de los catalanes, levantó el sitio con la mayor parte de su ejército, y caminó la vuelta dellos, con deseo de vengar la rota del año antes que los catalanes dieron a sus compañeros. Esto pareció que le convenía, y no aguardallos sobre Filadelfia, ciudad grande y con gente armada, que animada del ejército amigo, saldría a pelear. Dejó algunos fuertes guarnecidos, con que le pareció que los de la ciudad no intentarían el salir; pero dos millas lejos, al amanecer se reconocieron de una y otra parte y se pusieron en orden para pelear. El ejército de los turcos llegaba a ocho mil caballos y doce mil infantes, caramanos todos, los más valientes y temidos de toda la nación, superiores en número a los nuestros, pero muy inferiores en el valor, en la disciplina, en la ordenanza militar y en las armas ofensivas y defensivas; sólo había igualdad en el ánimo y deseo de pelear.

Roger dividió en tres tropas su caballería: alanos, romeos y catalanes; y Corbarán de Alet, a cuyo cargo estaba la infantería, la dividió en otros tantos escuadrones; y hecha señal de acometer, se embistieron con gallardo ánimo y bizarría. Trabóse la batalla muy sangrienta para los turcos, porque los catalanes, más pláticos en herir, y más seguros por las armas de ser ofendidos, hacían gran daño en ellos con muy poco suyo. Junto a los conductos de la ciudad fue donde más reciamente se embistieron. Pero los turcos, valientes y atrevidos, no dejaban por todos los caminos que podían de ofender a los nuestros y poner en duda la vitoria, que hasta el medio día anduvo varia; pero el valor acostumbrado de los catalanes la hizo declarar por su parte, con notable daño de los turcos. Escapáronse huyendo hasta mil caballos, de ocho mil que entraron en la batalla, y solos quinientos infantes, y Caramano Alisurio se retiró herido. De los nuestros perecieron ochenta caballos y cien infantes. Rehechos sus escuadrones, pasaron la vuelta de Filadelfia, siguiendo lentamente al enemigo, y temiendo alguna gran emboscada de sus copiosos ejércitos. Los turcos de los fuertes, sabida la rota, los desempararon, y fueron siguiendo su capitán vencido. Fue la presa y lo que se ganó en esta batalla, según Montaner, de mucha consideración.

Con esta vitoria comenzaron a levantar cabeza las ciudades de Asia, viendo que los nuestros habían dado principio a su libertad, que los turcos tenían tan oprimida. Llegó esta opresión a tanto extremo, que les quitaban las mujeres y los hijos para instruilles en su seta. Profanaban los templos y monasterios tan antigos, donde había depositados tantos cuerpos de santos, y grande memoria de nuestra primitiva Iglesia, que tanto floreció en aquellas provincias; trocando el verdadero culto en falsa y abominable adoración de su profeta. Pero como por los justos juicios de Dios estaba ya determinada la destruición y servidumbre de todo aquel imperio y nación, fue de poco provecho para alcanzar entera libertad todo lo que los nuestros hicieron; antes parece que se confirmó con esto su perdición, pues cuando los grandes remedios no curan la dolencia por que se dan, es casi cierta la muerte. Nuestros capitanes se detuvieron antes de entrar en Filadelfia, reconociendo algunos lugares vecinos, adonde se pudieron haber retirado y rehecho; pero todo lo hallaron libre de los turcos, a quien el miedo hizo alargar muchas leguas.




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Capítulo XIV

Entra en Filadelfia el ejército vitorioso. Gánanse algunos fuertes que el enemigo tenía cerca de la ciudad, y dan segunda rota a los turcos junto a Tiria


Libres los de Filadelfia del sitio, que tan apretados les tuvo, por el valor de las armas de los catalanes, salieron a recebir el ejército los magistrados y el pueblo, con Teolepto, su obispo, varón de rara santidad, y por cuyas oraciones se defendió Filadelfia más que por las armas del ejército que la guardaba. Entraron las tropas de nuestra caballería primero, con los estandartes vencidos y ganados de los turcos. Seguían después el carruaje lleno de los despojos enemigos, y gran número de mujeres y niños cautivos, y algunos mozos reservados para el triunfo desta entrada. Las compañías de infantería eran las últimas, y en medio dellas las banderas y los capitanes más señalados, con lucidísimas armas y caballos, que como cosa nunca vista de los del Asia, les causó grande admiración. No hubo en aquella entrada soldado, por particular que fuese, que no vistiese seda o grana, aunque en aquel tiempo los turcos no usaban trajes costosos; pero entre los despojos de los griegos habían alcanzado gran cantidad de ropa y vestidos de mucho precio, que en esta vitoria se cobraron.

Detuviéronse quince días en la ciudad, entretenidos con las fiestas y regocijos que se les hicieron; porque fue cosa notable el amor y el respeto con que los trataron los naturales, como quien reconocía dellos la libertad y la vida, que tan aventuradas las tuvieron. La necesidad siempre es agradecida, pero como con el beneficio que recibe, se acaba.

Roger salió de Filadelfia a poner en libertad a algunos pueblos de que estaban apoderados los turcos, y entre otros a Culla, algunas leguas más adelante hacia el levante de la ciudad; pero sabida la retirada y huida de su ejército, se retiraron los turcos. Los naturales los recibieron abiertas las puertas, como quien escapaba de tan dura servidumbre; pareciéndoles que con esto alcanzarían perdón de haberse entregado antes fácilmente a los turcos. Roger perdonó la multitud del pueblo, pero castigó gravemente a muchos. Cortó la cabeza al gobernador, y al más principal viejo del regimiento condenó a la horca. Estuvo un rato pendiente della sin morir, y atribuyéndolo a milagro, cortaron la soga los que estaban presentes, y le libraron.

Volvió el ejército a Filadelfia, y según Pachimerio dice, Roger recogió muchos ducados y se hizo contribuir más de lo que debiera, por sentirse ya en la ciudad la falta de bastimentos, por ser muy populosa de suyo y tener dentro el ejército, después de haber padecido un largo sitio, que fue tan apretado, que una cabeza de jumento se vendió por un precio increíble. Nastogo, duque y primiserio del imperio, que militaba en este ejército con Roger, se apartó dél y se fue a Constantinopla, porque no podía ver, como griego, maltratar a los naturales y las demasías que Roger hacía con ellos; y así, llegado a Constantinopla, quiso que el emperador le oyese; y como esto se le negó por los deudos y amigos de la mujer del megaduque, a lo que yo puedo entender, se fue al patriarca, y por su medio el emperador dio oídos a las quejas que traía contra Roger, de que se encendió en el palacio una gran discordia entre los amigos y émulos del megaduque.

Pareció a los capitanes del ejército que convenía echar primero al enemigo de las provincias marítimas, porque no quedase poderoso a las espaldas, y porque la vecindad de su armada les diese más fuerzas y seguridad. Con esta determinación partieron luego de Filadelfia para Niza, ciudad de Licia, y de allí a Magnesia, la que está en la ribera del río Meandro, donde apenas llegó Roger, cuando dos ciudadanos de Tiria vinieron a pedille socorro, diciendo que la ciudad no estaba bastantemente fortificada que pudiese defenderse de los terribles asaltos del enemigo, y que si el socorro se tardaba, era cierto el perderse; que los turcos con poco cuidado se podían coger a tiempo que estuviesen derramados por aquellas vegas, y hacer alguna buena suerte, con grande honra del ejército y provecho suyo; que en llegando la noche se retiraban a los bosques, y salido el sol volvían a talar y destruir la campaña. Roger, con la mayor presteza y diligencia que pudo, tomó la gente más desembarazada y suelta, y fue la vuelta de Tiria para meterse dentro della antes del día. Llegó a tan buen tiempo, que los turcos ni le pudieron descubrir ni sentir, habiendo caminado treinta y siete millas en diez y siete horas.

Vino la mañana, y los turcos comenzaron a bajar a la llanura y llegarse a la ciudad, y ya estaban cerca de las puertas para hacer sus acostumbrados acometimientos, cuando Corbarán de Alet, senescal, salió a rebatillos con ducientos caballos y mil infantes. Cargó sobre ellos con tanta gallardía, que les rompió y degolló la mayor parte; pero la que quedaba entera, en reconociendo a los nuestros, se fue retirando hacia la aspereza de la montaña. Corbarán les siguió con parte de la caballería; pero como los caballos de los turcos estaban desembarazados, y los nuestros cargados con el peso de las armas, llegaron a la falda del monte a tiempo que los turcos, temerosos y cuidadosos sólo de sus vidas, habían dejado los caballos y mejorádose de puesto, porque tomaron los altos, de donde mejor se podían guardar y ofender, impidiendo la subida a sus enemigos. El senescal, con mejor ánimo que consejo, mandó que se apeasen los suyos, y él hizo lo mismo, y acometió segunda vez a los turcos; pero como ellos estaban en lo alto y tenían algunos reparos, con piedras y flechazos defendían la subida, y tiraban golpes más seguros y ciertos a los que más se señalaban. Corbarán, como valiente y esforzado caballero, era de los que más les apretaban por su persona, y para subir con más ligereza y andar más suelto se quitó las armas y después el morrión, ocasión de su muerte, porque le dieron un flechazo en la cabeza, de que luego murió; con cuya pérdida los demás se retiraron.

Con la muerte de tal capitán trocóse la vitoria deste día en tristeza y sentimiento; porque perder una buena cabeza suele causar algunas veces inconvenientes y daños de mayor consideración que no lo es el provecho que resulta de la vitoria que se adquiere con su muerte. Sintiólo Roger mucho, que le tenía concertado de casar con una hija suya y puesta en su persona su mayor esperanza. Perdió la vida Corbarán con más honroso fin que los demás capitanes, porque cayó con la espada en la mano y en la misma vitoria, y no por manos de traidores, como otros compañeros suyos. Es corto el discurso de los hombres, que se tiene por gran desdicha lo que se pudiera contar entre los prósperos sucesos de la vida. Prevínole a Corbarán una muerte honrada a otra cruel y afrentosa, pues corriera, como es de creer, el mismo riesgo que los demás capitanes. Enterráronle en un templo dos leguas de Tiria, adonde dice Montaner que estaba el cuerpo de San Jorge. Hiciéronle compañía diez cristianos, que solos murieron en aquel encuentro. Levantáronle un sepulcro de mármol, y honráronle con grandes obsequias, pues sólo para cumplir con su memoria se detuvieron ocho días.

De Tiria despacharon orden a su armada, que estaba en la isla del Xio, para que lo más presto que pudiese pasase a tierra firme de la Asia, y que se detuviese en Ania, aguardando segundo orden.




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Capítulo XV

Llega Berenguer de Rocafort con su gente a Constantinopla, y por orden del emperador se junta con Roger en Éfeso


Llegó de Sicilia Berenguer de Rocafort por este tiempo a Constantinopla con algunos bajeles y dos galeras, y con docientos hombres de a caballo y mil almugávares, habiendo cobrado ya del rey Carlos el dinero que le debía, y restituido los castillos de Calabria, que estaban en su poder. Mándole luego Andrónico que, navegando la vuelta de la Asia, procurase juntar sus fuerzas con las de Roger; y así, con mucha brevedad llegó al Xio, adonde halló a Fernando Aonés de partida, y juntos llegaron a Ania, de donde avisaron a Roger con dos caballos ligeros de la venida de Rocafort con los suyos. Llegó esta nueva antes de salir de Tiria, y causó generalmente en todo el campo grandísimo contento, así por la gente que Rocafort traía, que era mucha y escogida, como por la opinión que tenía de muy valiente y esforzado capitán. Envió luego Roger a visitarle con Ramón Montaner, y con orden de que se partiese luego de Ania y viniese a Éfeso, dicha por otro nombre Altobosco.

Partió Montaner con una tropa de hasta veinte caballos y con alguna gente plática para que le guiasen por caminos desviados, por no encontrarse con los turcos, que ordinariamente corrían la tierra y salteaban los caminos más pasajeros. Valióle a Montaner poco esta diligencia y cuidado, porque muchas veces hubo de abrir camino con la espada: llegó al fin a la ciudad de Ania libre destos peligros. Dio a Rocafort la bienvenida de parte de los suyos, y le dijo lo que Roger ordenaba acerca de su partida. Rocafort obedeció, y dejando para la guarnición de la armada quinientos almugávares, con lo restante de la gente tomó el camino de Éfeso, adonde llegó, acompañado de Montaner, dentro de dos días.

Esta ciudad es una de las más señaladas de toda el Asia por su famoso templo dedicado a la diosa Diana. Fue no solamente reverenciada de los romanos, pero de los persas y macedones, que tuvieron antes el imperio, y todos conservaron sus inmunidades y derechos, sin que se mudasen jamás mudándose los imperios: tanto era el respeto con que veneraban los antiguos las cosas que se persuadían que tenían algo de divinidad y religión. Pero el mayor título que esta ciudad tiene para ser famosa y celebrada es haber puesto en ella el apóstol y evangelista san Juan los primeros fundamentos de la fe. De este santo referiré lo que Montaner escribe, que por referirlo en esta misma historia no parece ajeno de la nuestra.

Dicen que en esta ciudad de Éfeso está el sepulcro donde san Juan se encerró cuando desapareció de los mortales, y que poco después vieron levantar una nube en semejanza de fuego, y que creyeron que en ella fue arrebatado su cuerpo, porque después no pareció. La verdad desto no tiene otro fundamento mayor que la tradición de aquella gente, referida por Montaner. El día antes de san Juan, cuando se dicen las vísperas del Santo, sale un maná por nueve agujeros de un mármol que está sobre el sepulcro, y dura hasta el poner del sol del otro día, y es en tanta cantidad, que sube un palmo sobre la piedra, que tiene doce de largo y cinco de ancho. Curaba este maná de muchas y graves dolencias, que con particularidad las refiere Montaner.

Después de cuatro días que Rocafort y Montaner llegaron a Éfeso, entró también Roger con todo el ejército. Alegráronse todos de ver a Rocafort, amigo y compañero en todas las guerras de Sicilia, por el socorro que les traía, que hallándose lejos y en tierras enemigas, fue de grande importancia, y aumentó mucho las fuerzas de los aragoneses. Diósele luego el oficio de senescal, que vacó por muerte de Corbarán, y para que en todo le sucediese, le dio Roger su hija por mujer, habiendo sido primero concertada con Corbarán; porque con este nuevo parentesco aseguraba Roger la condición y aspereza de Rocafort, aparejada para intentar cosas nuevas. Dióle cien caballos para la gente que traía, con armas de a caballo y cuatro pagas. En Éfeso dice Pachimerio que Roger y los catalanes hicieron notables crueldades para sacar dinero, cortando miembros, atormentando, degollando los desdichados griegos, y que en Metellin un hombre rico y principal, llamado Macrami, fue degollado porque prontamente no quiso dar cinco mil escudos que le pidieron: licencia militar y atrevimiento ordinario en gente de guerra mal disciplinada.

Roger, todo el dinero, caballos y armas que recogió de las contribuciones de las ciudades vecinas, envió a Magnesia con una buena escolta; porque en esta ciudad, como la más fuerte de aquellas provincias, determinó poner su asiento para invernar. De Éfeso se fueron todos juntos a la ciudad de Ania, adonde estaba Fernando Aonés con la armada. Hiciéronles un grande recibimiento a Roger y a Rocafort los soldados que se hallaban en Ania, saliéndoles a recibir con grande alegría y regocijo; porque ya les parecía que juntos eran bastantes a recuperar el Asia, echando della a los turcos. Roger agradeció y satisfizo este buen recebimiento, dando una paga a todos los soldados de la armada; y porque Tiria quedaba desarmada y sin defensa, determinaron que se enviase alguna gente para su seguridad. Fue Diego de Orós, hidalgo aragonés, buen soldado, con treinta caballos y cien infantes, porque con esto les parecía que quedaría en defensa la ciudad y su comarca, fiando más en la reputación de sus armas que en el número de la gente; que muchas veces alcanza la reputación lo que no pueden las fuerzas.




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Capítulo XVI

Reprimen los nuestros el atrevimiento de Sarcano, turco. Llegan nuestras banderas a los confines de la Natolia y reino de Armenia


Tuvieron nuestros capitanes consejo del camino que tomarían, y concordaron todos en que volviesen otra vez hacia las provincias orientales, y pasados los montes, entrasen en Pánfila, adonde les pareció que estarían las mayores fuerzas de los turcos y habría ocasión de venir con ellos a batalla; que este fue siempre el intento principal que se llevaba; porque siendo nuestro ejército tan pequeño, no se podía hacer la guerra a lo largo y ocupar ciudades y lugares, habiendo de dejar en ellas guarnición, porque era dividir y deshacer sus fuerzas; y así, pareció siempre acertado caminar la vuelta de los turcos y pelear con ellos. Pero en tanto que se trataba de poner en ejecución la salida, Sarcano, turco, con saber que el ejército de los catalanes estaba dentro de la ciudad, se atrevió a correr su vega, llevando a sangre y fuego cuanto se le puso delante. Pagó presto su atrevimiento y locura; porque salieron los nuestros sin aguardar orden ni esperar los capitanes -tanto les ofendía la osadía deste bárbaro- y dieron con tanta prestez sobre él y los suyos, que aunque luego quiso retirarse, no pudo sin mucho daño, porque se halló tan empeñado, que hubo de pelear para huir. Siguieron los nuestros el alcance hasta la noche, y volvieron a la ciudad con nuevos bríos, dejando muertos en la campaña de los enemigos mil caballos y dos mil infantes: cosa apenas creída de los que quedaron dentro de la ciudad, porque la salida fue muy tarde y con mucho desorden.

Roger y los demás capitanes, considerando cuán dañosa les pudiera ser la detención si los soldados advirtieran el peligro de la jornada y camino que intentaban, con el gusto de la vitoria pasada, quisieron que dentro de seis días marchase el campo. Partieron de Ania, y atravesaron la provincia de Caria y todo aquel inmenso espacio de provincias que están entre la Armenia y el mar Egeo, sin que hubiese enemigo que se les opusiese.

Marchaba el campo, según la comodidad de los lugares, muy de espacio, consolando los pueblos cristianos y animándoles a su defensa, y con universal admiración de todos los fieles eran recebidos los nuestros, alegrándose de ver armas cristianas tan adentro, las cuales los que entonces vivían jamás vieron en sus provincias, aunque su deseo siempre las llamaba y esperaba; pero la flojedad de los griegos nunca les dio lugar a que las vieran, hasta que el valor de los catalanes y aragoneses se las mostró.




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Capítulo XVII

Pelean con todo el poder de los turcos los catalanes y aragoneses en las faldas del monte Tauro, y alcanzan dellos señaladísima vitoria


Poco antes que llegasen a las faldas del monte Tauro, que divide la provincia de Cilicia de Armenia la menor, hicieron alto, y trataron de que primero se reconociesen las entradas y pasos peligrosos, sospechando siempre, como sucedió, que el enemigo no les aguardase. En tanto que esto se consultaba, nuestra caballería, que reconocía la campaña, descubrió el ejército enemigo, que aguardaba el nuestro entre los valles de las faldas del monte. Tocóse arma en ambos ejércitos; y los turcos, viéndose descubiertos y que su traza había salido vana y sin fruto, se resolvieron luego de salir a lo llano y acometer a los nuestros, que venían algo fatigados del camino, antes que pudiesen descansar ni mejorar de puesto.

Había en el campo de los turcos veinte mil infantes y diez mil caballos, y la mayor parte dellos eran de los que habían escapado de las rotas pasadas. Tendióse su caballería por el lado izquierdo y la infantería por el derecho, la vuelta del campo cristiano. Opúsose Roger con su caballería a la del enemigo, que por la frente y costado cerró con la nuestra. Rocafort, con su infantería, y Marulli hizo lo mismo, habiendo primero los almugávares hecho su señal acostumbrada en los encuentros más arduos, que era dar con las puntas de las espadas y picas por el suelo, y decir: ¡Despierta, hierro!; y fue cosa notable lo que hicieron aquel día, que antes de vencer se daban unos a otros la norabuena, y se animaban con cierta confianza del buen suceso.

Trabóse la batalla en puesto igual para todos, con grandes y varias voces, peleándose valerosamente, porque pendía la vida y libertad de entrambas partes de la vitoria de aquel día. Si los nuestros quedaran vencidos, por ser poco pláticos en la tierra y tener tan lejos la retirada, fuera cierta su muerte, o lo que se tuviera por peor, quedar cautivos en poder de aquellos bárbaros ofendidos. Los turcos tenían también igual peligro; porque los naturales de aquellas provincias cristianas adonde estaban, viéndoles rotos y vencidos, les acabaran sin duda, satisfaciendo en ellos una justa venganza.

En el primer encuentro, por la multitud y número infinito de los bárbaros, se corrió gran riesgo y estuvo la vitoria muy dudosa; pero cobraron nuevo ánimo y vigor, porque los capitanes repitieron segunda vez el nombre de Aragón, y desde entonces parece que esta voz infundió en los enemigos temor y en los nuestros un esfuerzo nunca visto. Y como ya de una y otra parte se había llegado a los golpes de alfanjes y espadas, en que los nuestros tenían tanta ventaja por las armas defensivas, luego se comenzó a inclinar la vitoria por nuestra parte. Los catalanes ejecutaban en los vencidos su rigor y furia acostumbrada en las guerras contra los infieles, que aquel día en los turcos todo fue desesperación, ofreciéndose a la muerte con tanta determinación y gallardía, que no se conoció en alguno dellos muestras de quererse rendir, o fuese por estar resueltos de morir como gente de valor, o porque desesperaron de hallar en los vencedores piedad. En tanto que sus brazos pudieron herir, siempre hicieron lo que debían, y cuando desfallecían con el semblante y los ojos mostraban que el cuerpo era vencido, no el ánimo. Los nuestros, no contentos de haberlos hecho desamparar el campo, les siguieron con el mismo rigor que pelearon en la batalla. La noche y el cansancio de matar dio fin al alcance. Estuvieron hasta la mañana con las armas en la mano. Salido el sol, descubrieron la grandeza de la vitoria; grande silencio en todas aquellas campañas, teñida la tierra en sangre, por todas partes montones de hombres y caballos muertos, que afirma Montaner que llegaron a número de seis mil caballos y doce mil infantes, y que aquel día se hicieron tantos y tan señalados hechos en armas, que apenas se pudieran ver mayores; y con encarecer esto no refiere alguno en particular, con grande injuria y agravio de nuestros tiempos, pues tales hazañas merecieran perpetua memoria.

Quedó con tanto brío nuestra gente después desta vitoria, y tan perdido el miedo a las mayores dificultades, que pedían a voces que pasasen los montes y entrasen en la Armenia, porque querían llegar hasta los últimos fines del imperio romano, y recuperar en poco tiempo lo que en muchos siglos perdieron sus emperadores; pero los capitanes templaron esta determinación tan temeraria, midiendo como era justo sus fuerzas con la dificultad de la empresa.




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Capítulo XVIII

Con la entrada del invierno vuelven los nuestros a las provincias marítimas. Rebélanse los de Magnesia; póneles sitio Roger; pero llamado de Andrónico, le levanta, y llega a la boca del estrecho con todo el ejército


Detuviéronse ocho días en el lugar de la vitoria, y fueron pocos para recoger la presa. Prosiguieron su camino hasta un lugar que Montaner llama Puerta del Hierro, término y raya de la Natolia y Armenia. Detúvose tres días Roger, dudoso del camino que tomarían; pero al fin, viendo cerca el otoño, y hallándose tan adentro de las provincias que aún no estaban bien aseguradas a su devoción, se resolvió, con el parecer de sus capitanes, de volver a la ciudad de Ania y pasar en ella el invierno, hasta que fuese tiempo de salir en campaña, pues aquel año se había roto cuatro veces al enemigo y recuperado tantas provincias. Nicéforo dice que por faltar las espías y gente plática en la tierra dejaron de pasar adelante, porque sin ella fuera cosa muy peligrosa, y Roger era tan diestro capitán que no se aventurara temerariamente.

Hacíanse las jornadas muy cortas, porque no pareciese que la retirada era por algún temor, caminando por los puestos que tenían ya reconocidos a la ida. En esta retirada cargan los historiadores griegos a los nuestros de insolentes y crueles, que hicieron más daño en las ciudades de Asia que los turcos enemigos del nombre cristiano; y aunque creo que fueron algunos los daños, pero no tantos como ellos lo encarecen. Porque el tiempo que los nuestros estuvieron en Asia fue muy poco, y éste se ocuparon siempre en vencer y alcanzar señaladas vitorias de sus enemigos, de donde les resultaba infinita ganancia de las presas que hacían, que eran tantas, que algunas veces las dejaban, o por no poderlas llevar, o por estimarlas en poco; pero yo doy por verdadero lo que dicen los griegos; mas no por eso se les puede quitar la gloria de sus vitorias. ¿Qué ejército se ha visto que diese ejemplo de moderación y templanza, y más el que alcanza muy a tarde sus pagas? No hay duda que un ejército amigo mal disciplinado es tan dañoso en una provincia como el del enemigo; y así los griegos la mayor parte de sus historias entretienen en las quejas destos daños, encareciéndolos más de lo que debe un historiador.

Veníase el ejército retirando hacia Magnesia, donde Roger tenía la mayor parte de sus riquezas y tesoro, cuando le llegó aviso de los de Magnesia cómo Ataliote, su capitán, se había rebelado y degollado la guarnición de los catalanes que Roger había dejado, y alzádose con sus tesoros, que había recogido dentro de la ciudad. El caso pasó desta manera.

Magnesia era una ciudad fuerte y grande, y por entrambas cosas difícil de ganar si los ánimos de los naturales estaban unidos. Sucedió que Roger, mal advertido, les entró a pedir que para cuando él volviese le tuviesen a punto caballos y dinero para socorrer su gente. Ellos, valiéndose del aborrecimiento que los alanos que estaban dentro tenían a los catalanes, y movidos de la codicia de hacerse dueños de los tesoros que Roger había recogido, se resolvieron de tomar las armas y rebelarse. Comunicado su consejo con Ataliote, y aprobado por él, les pareció ponelle en ejecución; porque como antes vivían a modo de ciudad libre, temían venir en sujeción. Los ciudadanos eran muchos y armados, los alanos también, y los graneros con abundancia de trigo, armas, dinero y otros pertrechos militares; finalmente, recibiendo fe y juramento entre sí de valerse unos a otros, pasaron a cuchillo parte de los catalanes que estaban dentro, parte prendieron y los pusieron en cárceles muy seguras. Con esto se confirmaron en su rebelión, porque no hay cosa que más la asigure que un hecho semejante, cuando la atrocidad quita la esperanza del perdón. Este hecho no le parece al griego Pachimerio, que lo refiere, digno de vituperio, antes lo aprueba y alaba; con que claramente se debe tener por apología más que por historia la suya.

Sabida la rebelión de los de Magnesia por Roger, quiso castigalla luego; y así, con parte de los alanos que le seguían, de los romeos, y con todos los catalanes fue a poner sitio a la ciudad para castigalla, como merecía tan fea maldad. Hizo venir con notable diligencia máquinas y artificios para batilla, y a pocos días dio un asalto general, en que fueron rebatidos los nuestros con grande mofa y escarnio de los cercados, y a Roger con palabras injuriosas lo afrentaban. Quiso Roger rompelles los conductos; pero ellos advertidos, hicieron una salida con que impidieron el efeto.

El cerco se continuaba, y en este mismo tiempo les vino un despacho de Andrónico en que les mandaba que, dejado el sitio de Magnesia, viniesen a juntarse con Miguel, su hijo, para socorrer al príncipe de Bulgaria, cuñado de Roger, porque un tío suyo se le había levantado con parte del estado, y estaba en punto de perderse si no se le acudía presto con socorro. Tengo por muy cierto que este levantamiento fue fingido por Andrónico, por dar alguna razón aparente para sacar los nuestros de la Asia, de quien temió siempre que, acreditados con tantas vitorias, se alzarían con ella, negándole la obediencia; y para más obligar a Roger, le puso delante el peligro de su cuñado. A estos daños vive sujeto el capitán que sirve a príncipes tiranos o pequeños, en quien siempre la sospecha y recelos tienen el primer lugar en sus consejos. Dichoso el que obedece y sirve a grande y poderoso monarca, en cuya grandeza no puede caber ofensa nacida del aumento de su vasallo.

Para tener por ciertos estos movimientos me hace gran dificultad el ver que no trata Nicéforo dellos, antes bien da diferente causa por que los nuestros no pasaron adelante con sus vitorias, que fue el miedo grande de Andrónico, y sin duda este fue el que detuvo la buena dicha de los nuestros y el que impidió que no se restaurasen todas las ciudades y provincias del antiguo imperio de los romanos. Estas son las mismas palabras de Nicéforo: «Roger, después de haberse juntado en consejo, resolvió de replicar al emperador, y en tanto ver si podía ganar a Magnesia; pero la resistencia de los de dentro fue de manera, que Roger se hubo de retirar con pérdida de reputación y gente; y aunque llegó a tratar de concierto con ellos, con sólo que le volviesen el dinero, no lo pudo alcanzar. Por esto, y porque los alanos se despidieron, trató Roger de levantarse del sitio, dando por disculpa que el emperador se lo mandaba; pero muchos no dejaron de tener un oculto sentimiento de salir de aquellas provincias sin castigar los magnesiotas y dejar lo que habían ganado a la furia y rigor de los bárbaros, que luego las habían de ocupar viéndolas sin defensa. No faltaban entre los soldados ordinarios algunos que, con secretas pláticas, alteraban los ánimos para nuevos movimientos, diciendo: «¿Qué nos importa haber vencido tantas veces, si se nos quita el premio de las manos? ¿Para esto salimos de nuestra tierra y del regalo de la patria, para tener por recompensa del peligro de la vida, tantas veces aventurada, una pequeña paga? ¿Después de ganada una primincia, sacarnos della y darnos por galardón de tantos servicios una nueva y peligrosa guerra?» Los capitanes y la demás gente de lustre, aunque disimulaban y en lo exterior se dejaban engañar, sentían mal desta partida, y creyeron que más había nacido de los recelos de Andrónico que de los movimientos de Bulgaria.

Llegaron los nuestros a la ciudad de Ania, y de allí tomaron el camino hasta la boca del estrecho por todas aquellas provincias marítimas, navegando siempre la armada al paso que ellos marchaban por tierra. Con esta orden llegaron al cabo que está en el estrecho, enfrente de Galípoli, que Montaner llama Boca de Aner. Avisaron de allí al emperador cómo estaban a punto para embarcarse, aguardando nueva orden para partirse. Quedó contentísimo Andrónico de que los catalanes le hubiesen obedecido, y alabándoles por cartas su puntualidad en cumplir sus órdenes, les hizo saber cómo los movimientos de Bulgaria con sólo la fama de que venía el ejército de los catalanes se sosegaron. Esto es lo que dice Montaner; pero Pachimerio parece que refiere con más verdad la ocasión que tuvo Andrónico en este segundo despacho de decir que ya estaba todo sosegado; porque Miguel Paleólogo, su hijo, a persuasión de los griegos ofendidos y de los soldados de otras naciones que tenía en su servicio, que como inferiores en número y valor temían a los catalanes, escribió a su padre Andrónico que no quería que Roger se juntase con su ejército, porque temía guerras civiles, y que la insolencia de los catalanes no la pudiera sufrir si con la misma libertad que en Asia habían de proceder y vivir, y que George, cabeza de los alanos, estaba con él ofendido por la muerte de su hijo, y que viendo a Roger y a los suyos sería ocasión de algún gran rompimiento. Con esto Andrónico le pareció que sería conveniente buscar algún medio para que esto se compusiese y así mandó a su hermana Irene y a su sobrina María que se fuesen luego a Galípoli, y tratasen con Roger que, dejando la mayor parte de su ejército en Asia, con solos mil hombres escogidos pasase a juntarse con Miguel. Consultó el caso Roger con los más principales capitanes, y a todos les pareció cosa peligrosa el dividir sus fuerzas, y sospecharon luego que esto no fuese principio de alguna muy grande traición; y así, Roger respondió a su suegra que él no se hallaba con ánimo bastante de persuadir a los catalanes que se dividiesen, pasando mil dellos a Grecia y que los demás quedasen en Asia. La suegra volvió al Emperador y le dio razón de lo que había pasado con su yerno. Con esto se acabó la guerra de Asia en poco más de dos años, corto espacio de tiempo para tan señalados hechos, bastantes a ilustrar un siglo entero.




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Capítulo XIX

Alójase el ejército en la Tracia Chersoneso, y Roger parte a Constantinopla


Embarcóse el ejército en las galeras y navíos de su armada, y siguiendo el orden que tenían del emperador Andrónico, atravesaron el estrecho y desembarcaron toda la gente en la Tracia Chersoneso, tomando por plaza de armas y principal cabeza de sus alojamientos a Galípoli, ciudad en aquel tiempo tenida por la más principal de la provincia, puesta casi a la boca del estrecho que mira al Norte. Extiéndese este istmo o Chersoneso de Tracia setenta millas a lo largo y seis en ancho, y en algunas partes menos de tres. Por la parte del Oriente le baña el mar del estrecho, llamado de los antiguos Helesponto, que divide la Europa del Asia. Cíñele el mar Egeo por la parte del ocaso y Mediodía, y por el setentrión el mar del Propántide, llamado en nuestros tiempos de Mármora. Fue en lo pasado este istmo morada de los cruseos, y hubo en la parte que se continúa con la tierra firme, Lisimachia, célebre por su fundador Lisimacho, que le dio el nombre, y Sexto, lugar conocido por los amores de dos infelices amantes. Pero al tiempo que los catalanes y aragoneses llegaron a esta provincia, apenas parecían sus ruinas; sólo en las de la antigua Lisimachia había un castillo llamado Examille, y muchas aldeas y poblaciones pequeñas, adonde los nuestros se alojaron en tanto que pasaba el rigor del invierno, tomando, como tengo dicho, a Galípoli, ciudad de mediana población, por principal fuerza y presidio para la defensa común. Guardóse el mismo orden en los alojamientos que el año antes se tuvo en el cabo de Artacio, quedando al parecer todos satisfechos y sosegados.

Se fue Roger a Constantinopla con cuatro galeras y con parte de la infantería más escogida, a verse con el emperador Andrónico y darle la norabuena de la restauración de tantas provincias del Asia, y recebir juntamente mercedes y honras debidas a tantas vitorias. Llegaron a la ciudad los nuestros acompañando su general, y con universal admiración de todos les recibieron y acompañaron hasta el palacio, donde el emperador, con demonstraciones y palabras nunca antes usadas, le honró, y Roger, después de habelle dado entera relación del estado de las provincias que puso en libertad, le pidió dinero para hacer pagamento general. Respondió el emperador con mucho cumplimiento, diciendo que era muy debido a su valor no dilatar pagas tan bien ganadas, y que él se las mandaría librar luego. Pero aunque esta respuesta en lo exterior fue la que Roger podía desear, quedó el emperador muy desabrido desta demanda, porque después de tan grandes presas y despojos riquísimos de las provincias conquistadas, pedirle luego una pequeña paga, era señal de una codicia insaciable y que difícilmente todo el poder del imperio griego la pudiera satisfacer. Lo que alcanza el soldado en premio de la vitoria sirve más para el gusto que para la necesidad, y así se distribuye con mucha largueza en juegos, en camaradas y en banquetes; pero la paga se estima siempre como cosa que se da en precio de su trabajo y de su sangre, y acude con ella a su necesidad, y siente mucho que ésta se le niegue o se dilate, y más cuando el príncipe gasta con gran largueza en una vana ostentación de su majestad, y deja de acudir a esta obligación, en la cual se funda y apoya la verdadera grandeza de los reyes.




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Capítulo XX

Berenguer de Entenza con nuevo socorro llega a Constantinopla, donde se le dio el cargo de megaduque, y a Roger le ofrecieron el de césar


Roger quedó en la ciudad algunos días solicitando al emperador para su despacho y a los ministros de su hacienda, que maliciosamente ocultaban el dinero y ponían dificultades y estorbos en los medios y arbitrios que se daban para su cobranza; artes usadas siempre de los que manejan hacienda de príncipes, aunque en esta detención concurría el emperador.

En este medio llegó a Galípoli Berenguer de Entenza, hombre conocido por su sangre y valor, llamado con grande instancia del emperador Andrónico; que aunque Berenguer tenía ya ofrecido que le vendría a servir, envió segunda vez por él con embajada particular, ofreciendo hacerle muy aventajadas mercedes. Partió de Mesina Berenguer, solicitado de este segundo llamamiento, y llegó a Grecia con algunas galeras y cinco bajeles armados, y en ellos mil almugávares y trecientos hombres de a caballo, toda gente muy lucida. Detúvose en Galípoli diez días, donde fue recibido con notable gusto de toda la nación, hasta saber lo que Roger ordenaba, a quien envió dos caballos para que le diesen aviso de su llegada.

Holgóse mucho Roger de tener a Berenguer de Entenza en su compañía, porque había entre los dos estrechísima amistad y grandes obligaciones para conservalla. Escribióle que viniese luego a Constantinopla, porque el emperador quería honrar su persona, como se contenía en dos cartas del mismo emperador con sellos pendientes de oro, que juntamente con la suya le enviaba. Con esto Berenguer de Entenza se fue a Constantinopla, y luego, acompañado no solamente de Roger y de todos los de nuestra nación, pero también de muchos griegos principales que en público profesaban nuestra amistad, entró en el palacio imperial. Recibióle Andrónico con semblante alegre, pero con ocultos temores y sospechas, porque los catalanes se aumentaban no sólo en reputación, pero con nuevos suplementos de gente; y aunque Andrónico procuró con particular instancia que Berenguer viniese a servirle, fue antes que los catalanes alcanzasen tantas vitorias de los turcos. Pero después que por ellos creció su estimación, tuvo por sospechosa compañía tan poderosa dentro de su casa; y Pachimerio dice que el emperador no le quiso recibir a su sueldo porque venía con más compañías de gente que él pedía.

Roger de Flor, entre las muchas partes que le hicieron famoso, fue el ser agradecido y reconocer en público sus obligaciones a Berenguer de Entenza, que en los tiempos que pobre y desvalido llegó a Sicilia le amparó y ayudó a levantar su fortuna. Pidió licencia al emperador para renunciar el oficio de megaduque en Berenguer, dando por motivo su valor y nobleza, igual a la de los reyes, y que caballero de tan alta sangre era justo que tuviese el primer lugar en el ejército. Berenguer de Entenza con igual correspondencia suplicó al emperador que el título de césar que le ofrecía fuese servido de dalle a Roger, persona de tantos servicios, y por el casamiento de su nieta adoptado en la casa real; que él quedaría honrado si Roger lo quedaba: competencia pocas veces usada, no sólo en los tiempos presentes, pero ni en los antiguos, donde la moderación y templanza parece que tuvieron alguna estimación. Roger, poderoso en riquezas, acreditado con vitorias, estimado por el nuevo parentesco; Berenguer, por sangre y por valor ilustre, parece que entrambos pudieran tener razón de pretender el supremo lugar; pero las mismas calidades que les debieran incitar a la emulación fueron las que les moderaron, juzgando por muy aventajadas las ajenas y por muy inferiores las proprias.

El siguiente día después de la llegada de Berenguer, asistiendo toda la nobleza de la corte, así extranjeros como naturales, Roger de Flor, habida licencia de Andrónico, se quitó el bonete, insignia de su dignidad de megaduque, y juntamente con el sello, bastón y estandarte de su oficio, le entregó a Berenguer: rehusólo, y sin duda no lo admitiera si el emperador resueltamente no se lo mandara. Causó en los griegos gran admiración la cortesía de Roger, y Andrónico la celebró y honró con otra más señalada merced, ofreciendo a Roger título de césar, uno de los mayores de su imperio; con que entrambos quedaron obligados, y los griegos ofendidos de ver que Andrónico diese el título de césar, desusado ya en aquel imperio por sospechoso a los príncipes.

En los tiempos antiguos, cuando floreció el imperio romano, llamar a uno césar era señalarle por su sucesor, como lo es entre los emperadores occidentales el rey de romanos, en Francia el Delfín y en nuestra España el Príncipe. Pero declinado ya el poder de los romanos después de dividido el imperio, los emperadores griegos daban solamente el título de césar sin algún derecho de sucesión; pero siempre quedó estimado este oficio, puesto que sólo es sombra de lo que fue. Túvose después por el primero hasta que la dignidad de sebastocrator fue preferida cuando Alejos Comneno dio su segundo lugar en el imperio a Isacio. Esta también perdió después su precedencia y autoridad, cuando el mismo Alejos, por quedar sin hijo varón, casó su hija primogénita Irene con Alejos Paleólogo, dándole título de déspota, que es lo mismo que llamarle a uno señor, y fuera sin duda emperador si no muriera antes que su suegro; de suerte que la dignidad de césar en aquel imperio es la tercera, por ser la primera la de déspota y la segunda la de sebastocrator. Dice Curopalates que estas tres dignidades no tienen particular ocupación a que acudir, y que al césar le llaman señor, palabra tenida por soberbia, y debida sólo a Dios en los tiempos antiguos, aun de los mismos emperadores, pues leemos de Augusto, de Tiberio y de algunos otros que jamás consintieron que les llamasen señores. Tratábanle de majestad al césar; el bonete que llevaba era de oro y grana, y su remate casi como el del emperador; la capa, de grana; las medias y zapatos, de color celeste, y la silla como la del mismo emperador, pero sin águilas; iba junto al emperador en las públicas entradas y acompañamientos y vive dentro de su palacio. Todo este suceso que se ha referido es conforme se saca de lo que Montaner en su historia, y Berenguer en sus relaciones, nos dejó escrito. Pero George Pachimerio, en el cap. 11, del lib. 12, refiere con alguna variedad este suceso; y así me ha parecido no confundillo con lo de arriba, ya que no los podía conciliar, para que el que lo leyere pueda con claridad hacer juicio de lo que le pareciere más verdadero.

Determinado ya el emperador de recebir a Berenguer de Entenza, le envió a llamar muchas veces, que se decía estaba en Galípoli, y para asegurarle le envió sus patentes con sellos pendientes de oro, en que le prometía con juramento que, queriéndose quedar, le trataría con buena voluntad y ánima amigable, y que cuando se quisiese ir no lo impediría. Berenguer, recibidos los despachos, con la fe y palabra del emperador, se fue a Constantinopla con dos navíos; pero llegado, no quiso salir fuera dellos, y envió el aviso al emperador de su llegada. Mandóle luego el emperador llamar, y le envió coches y caballos para que entrase con mucha autoridad y honra; pero Berenguer ni quiso salir de los navíos ni obedecer, pidiendo que el emperador le enviase en rehenes a su hijo el déspota Juan. Pareció esto mal, así al emperador como a todos, pues no se fiaba de su palabra y juramento; y así, le dejó muchos días en los navíos. Finalmente, llegándose el día de Navidad, le envió a llamar, diciéndole que estuviese de buen ánimo, pues le había asegurado con su fe y palabra. Estuvo dudoso mucho tiempo, hasta que se desengañó, y se fue al emperador, de quien fue magníficamente recebido, pero siempre se retiraba a los navíos; adonde el emperador tuvo siempre cuenta de regalalle.

El día de Navidad le tomó el emperador el juramento de fidelidad, y con esto le dio la dignidad de megaduque del Senado, y le dio la vara dorada, invención nueva del emperador, y le vistieron al modo y uso de senador; con que dejó sus navíos y se fue a posar a Cosmidio, donde estaban sus catalanes, que algunos dellos fueron también honrados con títulos y mercedes grandes; y desde entonces Berenguer tuvo grande autoridad con los privados y en los consejos de Andrónico. En el juramento de fidelidad que hizo Berenguer disimuló su engaño, dando muestras de verdad y llaneza, pues habiendo de jurar que sería amigo de los amigos del emperador y enemigo de sus enemigos, exceptó a Fadrique de los enemigos, porque decía que le había jurado antes amistad. Esto pareció a los inteligentes que encerraba en sí algún gran secreto más de lo que exteriormente parecía; otros lo tomaron bien, diciendo que, como fue fiel a Fadrique, así lo sería al emperador; con que ganó opinión y gloria, siguiendo la sentencia de Platón, de cuánta importancia sea el parecer bueno y justo para ganar opinión y poder engañar.




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Capítulo XXI

Los genoveses persuaden al emperador la guerra contra los catalanes, y Miguel Paleólogo hace lo mismo, y alborótase en Galípoli la gente de guerra


Los genoveses de Pera, que poco antes fortificaron y engrandecieron con focos y murallas, fueron los primeros que hicieron sospechosas nuestras armas y pusieron en duda nuestra fidelidad, diciendo al emperador Andrónico que tenían nuevas de Poniente que se preparaba una grande y poderosa armada para acometer las provincias del imperio a la primavera, y que esto lo tenían por cierto por manifiestas conjeturas, y que los catalanes que antes estaban en su servicio, y los que después con Berenguer de Entenza vinieron, estaban unidos para su daño, y no para su defensa; porque se correspondían secretamente con los de Sicilia, y que el hermano bastardo de don Fadrique, rey de Sicilia, se entendía que venía con doce navíos para juntarse con ellos, y que para entonces aguardaban el declararse y poner en ejecución sus intentos. Estos fueron los embustes con que los genoveses quisieron destruir los catalanes, y ellos introducirse y hacerse muy confidentes y celosos del bien común del imperio. Aconsejaron a Andrónico, según dice Pachimerio, que acometiese desde luego a los catalanes con guerra descubierta; que ellos tenían cincuenta navíos en orden, y que con otros tantos que se armasen por el emperador, o se les diese dinero a ellos, aunque fuese en largos plazos, los pondrían ellos en la mar, y que a esto sólo les movía ver a los griegos maltratados, la tierra que ya tenían por patria maltratada y destruida de los que vinieron para defendella. No dio el emperador por entonces crédito a los genoveses, creyendo que eran quimeras fingidas de su maldad y envidia, nacida desde que pusieron los catalanes el pie en Grecia. La fe y juramento prestado de los catalanes también lo aseguraba; pero respondióles que agradecía su cuidado y lo que se dolían de los trabajos de los griegos. Mandóles que callasen, y que él consultaría lo que se debía hacer, y que consultado, lo ejecutaría.

En este mismo tiempo la honra y merced que Andrónico hizo a Berenguer irritó el ánimo de Miguel Paleólogo para nuestra ruina, y persuadido de los griegos, comenzó luego a tratar della, intentando para esto todos los medios más eficaces que pudo, atropellando leyes divinas y humanas. Estaban los griegos tan invidiosos y soberbios, que con rabia y furor increíble, aunque con algún secreto, andaban maquinando traiciones y alevosías; con lengua y manos solicitaban a Miguel, ya mal afecto contra nosotros, encareciendo la gran reputación de las armas de los catalanes y que ocupaban los supremos cargos de su imperio en grande mengua de su majestad y deshonor suyo.

Creyeron siempre los griegos que nuestros catalanes fueran como los alanos y turcoples, que no se les levantaban los pensamientos a más que vivir con una triste y miserable paga; pero cuando vieron proveídos en ellos los oficios de césar, megaduque, senescal y almirante, y que tenían bríos para aspirar a los que quedaban, advirtieron su daño y comenzaron a sentirse de que las fuerzas y honras del imperio se pusiesen en manos de extranjeros.

Al tiempo que entre los griegos corrían estas pláticas y sentimientos, los soldados de los presidios, por parecerles que la paga se dilataba, maltrataron a los griegos de los pueblos donde estaban alojados; mal forzoso de la guerra, y que difícilmente el rigor militar de los más insignes capitanes lo ha podido atajar. Miguel Paleólogo, atento a todas las ocasiones de calumniar toda nuestra nación, se valió desta para persuadir a su padre, diciendo que si no se atajaba luego la insolencia de los catalanes, sería la total perdición del imperio y de su casa; porque no contentos con la paga y sueldos tan excesivos y con los despojos riquísimos del Asia, oprimían los pueblos amigos para satisfacer su codicia; que no por haber vencido a los turcos quedaba el imperio libre de servidumbre si se esperaba más insufrible y cruel de los catalanes, en cuya mano estaba puesta la libertad común; que en vano la había recuperado su agüelo Miguel Paleólogo, echando a los latinos del imperio, si segunda vez se les había de entregar voluntariamente; que esto estaba muy cerca de suceder si no se atajaba su insolencia; que les quedaban aún fuerzas a los griegos, si sus trazas saliesen vanas, para que de cualquier manera se oprimiese a los catalanes; que la obligación en que le habían puesto con librar sus provincias de los turcos, ya su arrogancia y mala correspondencia lo había borrado, y sus vitorias merecían nombre de agravios, no de servicios, pues en vez de establecer sus armas en una segura paz el imperio, hacían nueva guerra a los pueblos amigos con intolerables contribuciones y malos tratamientos.

Andrónico, apretado de la persuasión del hijo y de sus privados, que continuamente con quejas y sentimientos lloraban la miseria de los griegos en tanto deshonor suyo, mostró luego contra los catalanes el efeto de sus pláticas, respondiendo a Roger y a Berenguer, que le pedían dinero para la guerra, que no les quería pagar hasta que hubiesen pasado a la Asia y diesen principio a la guerra; lenguaje nunca antes usado de Andrónico, que hasta entonces fue más largo en hacerles merced y darles dinero que solícitos ellos en pedille.

La respuesta de Andrónico llegó a los oídos de los de Galípoli, y fue tan grande el alboroto y motín que causó en todo el campo, que forzaron a los capitanes a tomar las armas para acometer los lugares del imperio y apoderarse de algunas fuerzas y presidios. En tanto que Andrónico dilataba el darles satisfación, mostraron gran sentimiento de sus dos capitanes Roger y Berenguer, por parecerles que con su peligro y sangre se querían engrandecer, y que por no disgustar al emperador, de quien esperaban sus mayores acrecentamientos, no le apretaban como debieran para que se les diese a ellos pagas tan bien merecidas. Estas sospechas llegaron a tanto, que resolvieron de enviar embajadores al emperador, pidiendo que les pagasen, y que continuarían su servicio con mucha fidelidad, castigando les excesos de los que se atreviesen a ofender y maltratar los pueblos amigos. Esta embajada tan cortés, dice Pachimerio que fue por el miedo que tuvieron del ejército de Miguel Paleólogo, que se había juntado para reprimir su atrevimiento y osadía. Recebida del emperador esta embajada, luego le pareció imposible el satisfacer, por las grandes pagas que le pedían; pero por no llegar a rompimiento y a una guerra declarada, les remitió a Berenguer de Entenza para que por su medio se quietasen con dalles parte del dinero que le pedían. Contentáronse por entonces con el dinero que se les dio, y con él se fueron a Galípoli, donde ya había llegado Roger con su mujer, suegra y cuñado, que quisieron acompañarle, y también a lo que yo sospecho, por tener Roger cerca de sí a Irene, su suegra y hermana del emperador, como en rehenes, por si acaso contra él se quisiese proceder como rebelde cuando el alboroto y motín pasara más adelante.




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Capítulo XXII

Págase la gente de guerra, por orden de Andrónico, con moneda corta, de donde nacieron nuevos alborotos


Andrónico, forzado de la necesidad, con astucia y fraude griega mandó librar la moneda de plata que se dio a los embajadores para hacer el pagamento muy menoscabada y falta en más del tercio de su antiguo valor, y quiso que la recibiesen los soldados como si fuera muy entera. Los capitanes, poco advertidos del engaño, fácilmente se dejaron persuadir, y solicitados de los soldados, que casi amotinados pedían sus pagas, tomaron el dinero y le trajeron a Galípoli, donde se tomó muestra y repartió con quejas y sentimientos; pero al fin con sólo el nombre de que los pagaban, aunque conocieron la falta, se sosegaron. Diferentemente lo hicieron los genoveses poco después, que concertados con el emperador por cierta cantidad de dinero, de enviar su armada contra los catalanes, pagándoles con esta misma moneda, se la volvieron a enviar y deshicieron la armada.

Cuando los aragoneses y catalanes, contentos con el dinero de las pagas, quisieron pagar los huéspedes griegos y dalles entera satisfación, rehusaron recebir la moneda al precio que se les daba, y como la comida y sustento necesario no sufre dilaciones, forzaban a los griegos a que se las diesen y recibiesen la moneda. Con esto se fueron alterando los griegos, y los catalanes a buscar la comida con las armas; con que todos los pueblos de aquella comarca quedaban desiertos. Andrónico, con infinitas quejas de los desórdenes y demasías de los soldados, se inclinó a seguir el parecer de su hijo, y poner remedio eficaz y violento a tantos daños. Pudiérase atajar si la diversidad de cabezas que había en nuestro ejército tuvieran entera autoridad con los súbditos, y ellos estuvieran unidos; porque siempre que un príncipe usa de trazas tan indignas de su obligación, como fue dar a los catalanes moneda tan falta por su antiguo precio, y no mandar con universal edicto que la recibiesen todos los súbditos de su imperio al mismo precio, es dar ocasión cierta de venir a rompimiento el pueblo y la milicia. Tiénese por cierto que este medio fue trazado por entrambos emperadores Andrónico y Miguel para que los catalanes maltratasen a los griegos, y ellos, ofendidos, tomasen las armas para su venganza; con que les pareció que los catalanes quedarían perdidos y ellos libres de su obligación. Salió bien la traza; porque los nuestros, faltos de dinero, se entraban por las aldeas y pueblos grandes y se hacían contribuir, y en hallando resistencia, con la acostumbrada licencia militar maltrataban de manos y de lengua a quien se les oponía.

Nicéforo, autor griego, como de la parte ofendida, cuenta largamente los excesos de aquella milicia, y mucho más Jorge Pachimerio, que dando lugar a su pasión, muerde con mayor malignidad; pero Montaner niega que los catalanes se mostrasen implacables y crueles con los griegos; antes dice que les ayudaban y socorrían, porque con la furia de los turcos, los fieles de las provincias de la Asia, huyendo de tan cruel servidumbre, se recogían a Constantinopla, y perecían en los muladares de hambre y de miseria, sin que a los griegos les moviese a lástima la desdicha de los que tenían por compañeros y amigos; y que los catalanes con mucha liberalidad y largueza socorrían a muchos que padecían en este común trabajo. El crédito que se debe dar a estos historiadores, el que leyere esta relación puede fácilmente ser juez, precediendo primero la noticia de sus calidades. Nicéforo y Pachimerio, griegos, y en muchas partes poco cuidadosos de escribir la verdad, ofendidos por comunes y particulares agravios de los nuestros, lejos de las ocasiones; Montaner, español, testigo de vista de todos estos sucesos, y que la llaneza de su estilo y del tiempo que escribió parece que asiguran la verdad de los acontecimientos que refiere.

El emperador Andrónico, temiendo que Roger descubiertamente no tomase las armas contra él y siguiese la voluntad de los catalanes, ofendidos del engaño que hubo en las monedas de sus pagas, quiso que el príncipe Marulli, general de los romeos que militaban con Roger en el Oriente, fuese de su parte a Constantinopla, y le asegurase de su voluntad, que siempre había sido de hacelle merced y engrandecelle; y juntamente le ordenó que dijese a su hermana Irene que se viniese con él, por parecelle que tendría autoridad con el yerno para persuadille lo que importase. Llegó con esta embajada Marulli a Galípoli, y Roger claramente le respondió que no pensaba salir de Galípoli sin hacerse más sospechoso a los suyos con asistir en Constantinopla. Irene también se excusó por la falta de salud, que no le daba lugar de ponerse en camino.

Con esto Marulli volvió a Constantinopla, y desengañó al emperador, que si no pagaba el ejército por entero, no había tratar de conciertos. Con todo este desengaño porfió segunda vez, por medio de su hermana, a persuadille que pasase al Oriente con algún socorro que le enviaría, porque Filadelfia estaba en mayor aprieto que el año antes, y que la necesidad que padecían no perdonaba aun a los muertos. Bien quisiera Roger obedecer al emperador; pero los soldados estaban más irritados que nunca, y si Roger entonces mostrara gusto de dársele al emperador, peligrara su autoridad y su vida.

En este mismo tiempo Berenguer de Entenza, viendo que todo estaba lleno de sospechas y miedos, y que los griegos le miraban como catalán, y los catalanes entraban en desconfianza de su fe porque estaba cabe el emperador en lugar tan supremo, y que aquello no podía ser sino estando de su parte, aprobando lo mal que el emperador lo hacía con ellos; finalmente, estando ya las cosas de los catalanes y Andrónico en términos que no se podía estar neutral ni ser medianero entre estas diferencias sin gran riesgo de perdellos a todos, Berenguer se resolvió de acudir a su primera obligación, y preferir a su particular acrecentamiento el público honor y estimación de la nación, que estaba cerca de perderse. Pidió licencia a Andrónico para volverse a Galípoli, y aunque el emperador, con ruegos y dádivas, le procuró detener, no dejó de embarcarse en dos galeras que tenía al puerto de Blanquernas, por la puerta del emperador, y dice Pachimerio que se embarcó con el semblante triste, y que mostraba el combate de pensamientos que llevaba. De la galera volvió a enviar al emperador treinta vasos de oro y plata que le había dado, y añade el mismo autor que las insignias de la dignidad de megaduque las arrojó en el mar, mostrando que desde entonces renunciaba la amistad del imperio. Esta acción, que en los griegos se condena por muy infame y vil, fue la más digna de alabanza que este gran caballero hizo en el Oriente; porque ni las honras ni los cargos no le pudieron apartar de lo justo: ejemplo grande para los que quieren introducirse con daño del bien público y reputación de la patria, como a muchos acontece, que olvidados de lo que deben su sangre y a su naturaleza, la dejan maltratar por pequeños intereses, que las más veces dellos no les queda sino sólo la infamia por premio de su ruindad.

Estando ya para partirse Berenguer, el emperador le envió a llamar muchas veces, sin que pudiese creer que Berenguer le dejaría. Ofreciéronle al emperador ciertos hombres de Malvasía de acometer las dos galeras de Berenguer y vengar la poca estimación que hacía de su amistad, y juntamente cobrar ellos una galera que tenían a partido en servicio de Berenguer; pero el emperador no permitió que se ejecutase, porque pensó reducille. Aquella noche Berenguer se hizo a la vela y se vino a Galípoli, donde halló todas las cosas llenas de mil sospechas y recelos.




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Capítulo XXIII

Da el emperador Andrónico en feudo a los capitanes catalanes y aragoneses las provincias del Asia


El emperador deseaba dividir los catalanes entre sí para después podelles castigar más a su salvo. Volvió a persuadir a Roger lo que antes, por medio de Canavurio, familiar ministro de Irene, su suegra, el cual, después de ir y venir muchas veces de Constantinopla a Galípoli, concertó el mayor negocio para los catalanes que se pudo desear para su grandeza y aumento, si como se les ofreció se les cumpliera; pero la insolencia de los soldados, la envidia de los griegos, la instancia del hijo, trocó el amor y afición que Andrónico tenía a nuestras cosas en mortal aborrecimiento; y así, se determinó entre el emperador y su hijo dar aparente y honrosa satisfación a los catalanes, y ocultamente trazar su perdición y ruina; y aunque esto no lo dicen los historiadores, déjase fácilmente entender por lo que después se hizo.

Andrónico, por medio deste Canavurio, y forzado del temor de las armas de los catalanes y del socorro que la fama había publicado que venía de Sicilia, y que con tan largas pagas estaba el flaco y cámara imperial destruida, y que las rentas del imperio no eran suficientes para los gastos ordinarios y forzosos, y que como a príncipe le tocaba prevenir el remedio, y ellos, como capitanes obligados y amigos, debían ayudalle a poner en ejecución lo que a todos les importaba igualmente, al fin se concertó entre el emperador y Roger, después de largas y pesadas consultas, lo siguiente: que desde luego diese Andrónico las provincias de la Asia en feudo a los ricoshombres y caballeros catalanes y aragoneses, con obligación que siempre que fuesen llamados y requeridos por él o por sus sucesores, acudiesen a serville a su costa, y que el emperador no estuviese obligado a dar después de la. conclusión deste trato sueldo a la gente de guerra; sólo les había de socorrer cada un año con treinta mil escudos y con ciento y veinte mil modios de trigo, dándoles el dinero de las pagas corridas hasta el día deste concierto.

Con este trato quedaron nuestras cosas, al parecer, en suma grandeza; porque los catalanes se vieron señores de todas las provincias de Asia, así por dárselas el emperador en paga de sus servicios, como porque las ganaron con las armas y libraron de la servidumbre de los turcos; títulos que cualquiera dellos era bastante a darles el derecho de señorío de todas ellas.

Esta fue una de las cosas más señaladas desta expedición y que más puede ilustrar la nación catalana y aragonesa; pues cuando los romanos, vencido Mitrídates, ganaron el Asia, alcanzaron una de sus mayores glorias, y lo que el valor de tantos famosos capitanes y ejércitos conquistó en muchos años lo adquirieron los nuestros en menos de dos; y si con engaños y traiciones no les atajaran su fortuna, quedaran absolutos señores y príncipes de la Asia, y quizá, si se conservaran, detuvieran los turcos en sus principios y no les dieran lugar a dilatar ni engrandecer los límites inmensos del imperio que hoy poseen.

Estos conciertos se juraron delante de la imagen de la Virgen, costumbre antiga de aquel imperio. En esta donación concuerdan Pachimerio y Montaner; sólo el griego difiere en una circunstancia, porque dice que Andrónico exceptó algunas ciudades, que no quiso que se incluyesen en la donación.




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Capítulo XXIV

La gente de guerra con mayor furia que antes, se alborota porque tiene alguna desconfianza de Roger


El emperador Andrónico, para cumplimiento del juramento hecho, envió a Teodoro Chuno que llevase a Roger los conciertos firmados y sellados con sellos de oro y treinta mil escudos y las insignias de césar, y que el trigo estaba ya recogido para entregarle a quien Roger ordenase. Caminaba la vuelta de Ripi Teodoro, y como cuerdo y plático, junto a Ripi se detuvo, porque supo que las cosas de Galípoli y de los catalanes se iban empeorando. Resolvió de no pasar adelante hasta saber de cierto el estado de las cosas, a más de que temía a Roger por estar ofendido de un hermano suyo, que estaba en Cancilio, de donde muchas veces había salido con gente armada en su daño. Así, parece que por cierta providencia envió a Canavurio que fuese antes a la hermana del emperador, para que primero a ella le diese aviso de lo que pasaba, y juntamente volviese a significalle la disposición y estado del nuevo motín, porque su persona y el dinero no lo quería aventurar sin más siguridad de la que tenía. Pasó adelante, caminando siempre muy despacio, para dar tiempo a Canavurio que se pudiese informar y volvelle a encontrar antes del peligro. Junto a Brachialio tuvo nuevas llenas de sospechas, porque tuvo aviso que Roger no recibiera las insignias de césar por no hacerse más sospechoso a los suyos, de quien ya comenzaban a tener alguna desconfianza, por velle rico y honrado, y ellos, defraudados de su sueldo. Temió Teodoro, y resolvió de asigurarse, retirándose al fuerte de Ripi, donde estuvo algunos días. Como vio que no se sosegaba la gente, temió que si los catalanes entendieran que él estaba en Ripi con treinta mil escudos, no le acometiesen para quitalle el dinero; y así, una noche con gran secreto, con todos los recaudos que traía, se fue a Constantinopla, y dio razón al emperador de lo que le había detenido y forzado a volver atrás sin ejecutar su orden.

Roger juzgó que convenía para su reputación y seguridad satisfacer al ejército de las sospechas viles de su fe; y así, ordenó a las principales cabezas del ejército que se viniesen a Galípoli, dejando aseguradas las plazas que tenían a su cargo. Juntos todos, les dijo que los trabajos y peligros que había padecido por el aumento y bien de la nación catalana y aragonesa no merecían tan mala correspondencia como tener duda de su fidelidad; que él había probado su intención en la guerra de Sicilia, sirviendo al rey y gobernando siempre gente catalana, y con ser aquellos tiempos tan sospechosos, nadie se atrevió a ofendelle; que en las guerras del Asia había acudido a la obligación que fue llamado, y que el emperador, aunque le había hecho muchas honras, no las tenía él por iguales a sus servicios, y cuando lo fueran, que él no era hombre que por corresponder a ellas olvidaría las obligaciones que tenía en primer lugar; que el emperador le quería hacer césar, y que él no quería más recebir honras sin que a ellos se les diese entera satisfación, y que por sólo venirles a socorrer y animar había salido de Constantinopla y dejado al emperador, que le quería detener y acrecentar; que él estaba resuelto de correr la fortuna que ellos, y que si el emperador con su ejército les acometiere, procuraría, por el juramento hecho, ceder si pudiese a su rigor; pero que cuando conviniese forzosamente habían de venir a las armas, y las suyas siempre se habían de emplear en la defensa común contra los griegos. Con esta plática Roger asiguró su crédito, y los catalanes, satisfechos de sus sospechas; y así con el reconocimiento que siempre, le dieron disculpa de los recelos mal fundados de algunos.

En este mismo tiempo sucedió, para mayor descrédito de nuestras armas, que los turcos acometieron la isla del Xio, que estaba a cargo de Roger y los suyos, y casi toda ella la tomaron, si no fueron algunos que se pudieron retirar a la fortaleza en cuarenta barcos que pudieron juntar, y éstos también se perdieron lastimosamente, rotos y deshechos de una furiosa tormenta junto a la isla de Sciro. Con esta pérdida los ánimos de los unos y de los otros se fueron irritando; los griegos porque les pareció que los catalanes, ya que les molestaban tanto con las ordinarias contribuciones, no fuesen bastantes para defendelles del rigor y sujeción de los infieles; los catalanes también atribuyeron esta pérdida a la dilación de Andrónico en no cumplilles lo que tantas veces se les había ofrecido, y que si se les pagara con tiempo pudieran ellos acudir a su obligación y defender lo que estaba a su cargo. La falta de dinero les obligó a que con mayor desorden le fuesen a buscar por todos los lugares de Tracia.




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Capítulo XXV

Conclúyese el trato de pasar al Oriente, y Roger recibe las insignias de césar y dinero


Llegó a los oídos de los emperadores Andrónico y Miguel lo que Roger públicamente dijo; y ofendidos gravemente, quisieron con el ejército que tenían junto a Andrinópoli acometer el de los catalanes; pero Andrónico, a persuasión de Azan, cuñado de Roger, a quien poco antes había dado la dignidad de panipersebastor, mandó a su hijo que no lo ejecutase, esperando siempre por medio de su sobrino reducir a Roger, a quien Azan escribió la justa indignación del emperador, y que la mayor disculpa que podría dar sería pasar el ejército en Asia y comenzar la guerra.

Respondió Roger a su cuñado, y al emperador en la misma conformidad escribió que la necesidad le había obligado a dar de palabra satisfación a todo el ejército, porque si no lo hiciera, se acabaran de confirmar en sus sospechas, y que sin duda le mataran; que él siempre sería fiel y reconocido a las muchas honras y mercedes que de su mano había recebido, y que si de lengua le había ofendido, fue porque los catalanes no le ofendieran con efeto, tomando por cabeza otro capitán que libremente les dejara ejecutar su ímpetu; que se sirviese de socorrelles con algo, porque de otra manera no se atrevía a reducillos, porque él apenas tenía mil hombres que le obedeciesen. Con esta carta el emperador volvió a mandar a su hijo que no les ofendiese, pero que impidiese sus correrías.

Azan, que deseaba conservar a su cuñado Roger, persuadió al emperador que le volviese a enviar lo que Teodoro Chuno poco antes le llevaba, y que con esto pasaría a la Asia; y así el emperador le envió las insignias de césar, y el día de la resurreción de Lázaro fue vestido y aclamado por césar, y se le dieron treinta y tres mil escudos y cien mil modios de trigo; pero resueltamente le mandó el emperador que despidiese toda la gente; sólo se quedase con mil hombres. Roger mostró con aparentes demostraciones que obedecía, pero con secreto disponía sus consejos para cualquier acontecimiento. Envió a Berenger de Entenza parte de su gente, que ya estaba declarado por rebelde y enemigo del imperio; la otra envió a Cízico y Metellin, donde ya había guarnición de catalanes. Recogió, a más del trigo que el emperador le daba, otra mayor cantidad de la que los catalanes recogieron de las contribuciones.




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Capítulo XXVI

Pártese Roger a verse con Miguel Paleólogo; contradícelo María su mujer y los demás capitanes


En este tiempo que los catalanes andaban llenos de tantos temores y esperanzas, ya Andrónico y Miguel trazaban de qué manera podían hacer un castigo señalado en ellos y castigar con sumo rigor su atrevimiento; que aunque esto claramente no lo dicen los historiadores griegos, el efeto lo publicó, y descubrió su alevosía. La desdichada suerte de Roger abrió el camino para que esto se ejecutase con gran seguridad de los griegos y notable pérdida nuestra.

Llegóse el tiempo de la partida de Grecia para proseguir la guerra, y Roger determinó de ir a verse con Miguel Paleólogo para darle razón de lo que se había tratado con su padre en materia de la guerra, y pedirle dinero, como Nicéforo dice. Pero María, mujer de Roger, y su madre y hermanos, que como ladrones de casa conocían bien la condición de los suyos, sentían muy mal desta ida; y María, como a quien más importaba, advirtió a su marido en secreto que no fuese ni se pusiese voluntariamente en las manos de Miguel, y que no ofreciese la ocasión a quien con tanto cuidado la buscaba; que advirtiese cuán huérfana quedaba ella, cuán desamparados los suyos si faltase su gobierno; que no se fiase tanto de su ánimo; que no diese crédito a sus palabras, nacidas no sólo de su cuidado, pero de ciertas y seguras señales que tenía de que Miguel Paleólogo procuraba su ruina. Todas estas razones, acompañadas con lágrimas y ruegos, dijo María a su marido Roger, porque como griega y persona tan íntima de la casa del Príncipe, aunque se recelaban della porque no descubriese sus trazas, con todo este recato llegaban a su noticia muchas, que como mujer cuerda y cuidadosa de la vida del marido, pudo advertir y descubrir algo de lo que se maquinaba contra él. Hizo poco caso Roger de sus consejos, y ella, cuanto menos recelo descubría en el marido, tanto más crecía su cuidado, y procuraba intentar algunos medios para persuadirle, y el que debiera ser más eficaz fue llamar a los capitanes más principales del ejército, y descubrióles sus justas sospechas, para que pidiesen a Roger que suspendiese su ida de Andrinópoli para visitar a Miguel Paleólogo. Al fin todos los capitanes juntos, a instancias de María, cuyas sospechas no les parecían vanas fueron a Roger y le pidieron que dejase o siquiera difiriese la jornada hasta estar más asegurado y satisfecho del ánimo de Miguel. Respondióles resueltamente que por ningún temor que le pusiesen delante dejaría de hacer su viaje y cumplir con obligación tan forzosa como visitar a Miguel, a quien debía el mismo respeto que al emperador su padre; que si antes de partir de Grecia para la jornada de Asia no se le daba razón de todos sus consejos y determinaciones, era darle ocasión de desavenirse con ellos; cosa de grande inconveniente para la conservación de todos ellos; que los recelos de María, su mujer, nacían de amor y temor de perdelle, y que pues eran sin otro fundamento, no era justo que le detuviesen.

Llamado Roger de su fatal destino, ni advirtió su peligro, ni, advertido, lo temió. Muchas veces, por más avisos que un hombre tenga, no puede escapar de la muerte y fines desastrados; y aunque Dios nos advierte con señales manifiestos y claros, puede tanto una loca confianza, que nos quita el discurso para que no veamos los peligros donde está determinado nuestro fin y castigo. En este c:aso de Roger, ni su buen discurso ni el conocimiento grande de la naturaleza de los griegos, ni los avisos de su mujer, ni los ruegos de los suyos, pudieron detenerle para que voluntariamente no se entregase a la muerte.

Resuelto ya de partirse, María su mujer, con todos los de su casa, no quiso quedarse en Galípoli, porque como tenía por cierta nuestra perdición, no le pareció aventurarse, pues la obligación de asistir en Galípoli faltaba con ausentarse su marido. Mandó Roger que Fernando Aonés, con cuatro galeras, la llevase a Constantinopla, y él, con trecientos caballos y mil infantes, dejando en su lugar a Berenguer de Entenza, caminó la vuelta de Andrinópoli, dicha por otro nombre Orestiade, ciudad principal de Tracia y corte de muchos emperadores y reyes, y que entonces lo era de Miguel. Zurita quiere que Andrinópoli y Orestiade sean lugares diversos, porque no llegó a su noticia que esta ciudad tenía entrambos nombres. Nicéforo la llamó Orestiade con el nombre más antiguo, y Montaner, Andrinópoli, que fue el más moderno y el que entonces le daban los griegos, y el que hoy conserva con poca diferencia.

Supo el emperador Miguel a 22 de abril cómo el césar Roger venía, porque Azan, su cuñado, se lo hizo saber. Alteróse extrañamente Miguel desta venida, y con un caballero de su casa le envió a preguntar, una jornada antes que llegase, si el emperador su padre se lo había mandado, o él movido de su sola voluntad. Respondió el césar con palabras llenas de humildad que sólo iba para darle obediencia y mostrar la servitud que le debía, y juntamente para conferir con él el viaje que había de hacer al Oriente. Con esta respuesta se sosegó Miguel y mostró que gustaba de su venida. Envió luego a recibirle con la benignidad y cortesía que convenía. Era miércoles de la segunda semana de la pascua que llaman de Santo Tomás. Vióse aquella misma noche con el emperador, de quien fue recebido y acariciado con grandes demostraciones de amor.




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Capítulo XXVII

Matan a Roger con gran crueldad los alanos, estando comiendo con los emperadores Miguel y María, y a todos los que fueron en su compañía


Con el buen acogimiento que Miguel hizo a Roger y a los suyos, creyeron que las sospechas de María fueron sin fundamento, y vivían tan sin cuidado ni recelo del daño que tan vecino tenían, que divididos y sin armas discurrían por la ciudad como entre amigos y confederados. Estaban dentro della los alanos con George, su general, cuyo hijo mataron en Asia los catalanes. Estaban también los turcoples, parte debajo del gobierno del búlgaro Basila; la otra obedecía a Meleco. Los romeos estaban debajo del gran primiserio Casiano y del duque y gran príncipe de compañías llamado Etriarca. Todos estos tuvieron por sospechosa la venida de Roger, y que sólo venía a reconocer las fuerzas de Miguel, con pretexto de dalle obediencia, y según ellas disponer sus consejos. El que más alteraba y movía los ánimos contra Roger y los catalanes era George, cabeza de los alanos, que, con deseo de tomar satisfación, intentaba todos los medios que podía; finalmente, o fuese por sólo su motivo, o con permisión y orden del emperador Miguel, el día antes de la partida de Roger, estando comiendo con el emperador Miguel y la emperatriz María, gozando de la honra que sus príncipes le hacían, entraron en la pieza donde se comía George, alano; Meleco, turcople, con muchos de los suyos, y Gregorio: el primero cerró con Roger, y después de muchas heridas, con ayuda de los suyos le cortó la cabeza, y quedó el cuerpo despedazado entre las viandas y mesa del Príncipe, que se presumía había de ser prenda segurísima de amistad, y no lugar donde se quitase la vida a un capitán amigo y de tantos y tan señalados servicios, huésped suyo, pariente suyo, y como tal honrado en su casa, en su mesa y en presencia de su mujer y suya.

No se pudieron juntar, a mi parecer, mayores circunstancias para acrecentar la infamia deste caso; hecho, por cierto, indigno de lo que tiene nombre y obligaciones de príncipe, que las más principales son las que más se apartan de parecer ingrato y cruel, aunque es verdad que los príncipes raras veces se reconocen por obligados, y cuando se tienen por tales, aborrecen la persona de quien les tiene obligados; pero esto no llega a tanto que, perdiendo de todo punto el miedo a la fama, descubiertamente le acaben y destruyan. Lo cierto es que comúnmente puede más en un príncipe un pequeño disgusto para castigar, que grandes y señalados servicios para perdonar o disimular algunas ofensas de poca o ninguna consideración. Pero ¿qué maldad hay que no acometa un príncipe injusto si se le antoja que importa para su conservación? Porque el juicio y castigo de Dios, a quien sólo se sujetan y temen, le miran tan de lejos, que apenas le descubren, no acordándose por cuán flacos medios vienen también a ser castigados, pues la mano de un hombre resuelto suele quitar reinos y vidas.

Este desastrado fin tuvo Roger de Flor, de edad de treinta y siete años, hombre de gran valor y de mayor fortuna, dichoso con sus enemigos y desdichado con sus amigos, porque los unos le hicieron señalado y famoso capitán y los otros le quitaron la vida. Fue de semblante áspero, de corazón ardiente y diligentísimo en ejecutar lo que determinaba; magnífico, liberal, y esto le hizo general y cabeza de nuestra gente, pues con las dádivas granjeó amigos que le pusieron en este puesto, que fue uno de los mayores, fuera de ser emperador o rey, que hubo en aquellos tiempos. Dejó a su mujer preñada, y después parió un hijo, que Montaner refiere que vivía en el tiempo que él comenzó su historia. Nicéforo sólo dice que junto al palacio del emperador Miguel le mataron, sin decir por cuyo orden fue ni quien lo hizo; pero Pachimerio concuerda con Montaner en lo más esencial, porque refiere que saliendo el césar fuera de la cámara imperial después de haber comido con los emperadores, le embistieron los alanos de George, y que Roger, viéndose acometido, se retiró hacia donde estaba la emperatriz augusta, y cayó muerto junto a ella, atravesado de una estocada por las espaldas; y que cuando le llegó la nueva a Miguel, que estaba en otro cuarto de su palacio, del suceso de Roger, y que todo estaba alborotado por las muertes que los alanos ejecutaban en los catalanes descuidados, perdió casi el sentido, y preguntó si la emperatriz había recebido algún daño y si estaba segura; pero luego supo la ocasión de la muerte de Roger, y mandó que George viniese a su presencia, y le preguntó la ocasión que había tenido para hacer la muerte de Roger, y que le respondió que porque el imperio tuviese un enemigo menos. Así disculpa Pachimerio esta maldad; pero ya que Miguel expresamente no fue autor desta muerte. pero por lo menos la consintió y dejó de castigalla, con que se hizo participante del delito.

No se satisfacieron los alanos con sólo la muerte de Roger; porque al mismo tiempo acometieron todos los catalanes y aragoneses que estaban en su compañía, y con atroces muertes los despedazaron; y dice Pachimerio que Miguel mandó a su tío Teodoro, que detuviese a los alanos y a las demás naciones, que encarnizadas con nuestra sangre salieron de Andrinópoli a degollar todos los que topasen de nuestra nación, que había muchos alojados por aquellas aldeas, y que esto lo hizo Miguel porque temió que los suyos no fuesen vencidos y que su ímpetu no les perdiese.

Con esto me parece que claramente se descubre el ánimo de Miguel, que fue sin duda de acaballes a todos. Toda la gente de a caballo que estaba junta acometieron a todos los catalanes y aragoneses dentro la ciudad y fuera della; pero algunos heridos y maltratados tomaron las armas y perdieron la vida que les quedaba con igual daño del enemigo. Escaparon sólo tres caballeros desta lastimosa tragedia, puesto que Nicéforo dice que escapó la mayor parte. El uno se llamaba Ramón Alquer, hijo de Gilabert Alquer, natural de Castellón de Ampurias; los otros dos eran Guillem de Tous y Berenguer de Roudor, de Llobregat; los demás, aunque no murieron luego, fueron entonces puestos en hierros, y después con mayor crueldad quemados como después se referirá, por relación de Pachimerio. Estos tres caballeros, defendiéndose valerosísimamente, ganaron una iglesia, y apretándoles mucho en ella, se hubieron de retirar a una torre della, peleando con tanta desesperación desde lo alto, que no fue posible, por más que se procuró, matarles ni rendirles. Miguel, después de haber ejecutado su crueldad, quiso ganar fama de piadoso y clemente, y así mandó que nadie les ofendiese, y dióles salvoconducto para volver a Galípoli. Nicéforo difiere algo de Montaner en este hecho, porque dice que Roger fue con solos docientos caballos a Andrinópoli, y no para sólo verse con Miguel y darle cuenta de lo que se había determinado en materia de la guerra, como Montaner escribe, sino para pedirle dinero, y cuando lo rehusase, hacérselo dar por fuerza. Estas son palabras de Nicéforo, y a lo que yo puedo entender, dichas con poco acuerdo de lo que antes había referido, que Miguel estaba en Andrinópoli con un poderoso ejército; y no parece que un capitán tan prudente como Roger, a quien los mismos griegos llaman, siempre que se ofrece ocasión, hombre de gran prudencia, hiciese tan gran desatino, como lo fuera ir con solos trecientos de a caballo a amenazar un emperador que se hallaba dentro de una ciudad grande y con un ejército poderoso.




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Capítulo XXVIII

La gente de guerra toma descubiertamente las armas contra los griegos, y en diferentes partes del imperio se matan los catalanes y aragoneses


La gente de guerra que estaba con Berenguer de Entenza y Rocafort les pareció tentar el último medio para que Andrónico les pagase. Enviaron al emperador tres embajadores para que resueltamente le dijesen que si dentro de quince días no se les acudía con parte de lo mucho que se les debía, les era forzoso apartarse de su servicio y dar lugar a que sus armas alcanzasen lo que su razón y justicia nunca pudo. Recibió el emperador estos tres embajadores, que fueron Rodrigo Pérez de Santa Cruz, Arnaldo de Moncortés y Ferrer de Torrellas, y en presencia de la mayor parte de sus consejeros y ministros, y con mucha aspereza, les dijo que el imperio de los griegos no estaba tan acabado y destruido que no pudiese juntar ejércitos poderosos para castigar su atrevimiento y rebeldía, y aunque eran muchos los servicios que le habían hecho en la guerra de Oriente, ya los habían borrado con sus excesos y demasías y con la poca obediencia y respeto que tenían a su corona; que él haría lo que tocaba y fuese razón: en lo demás les aconsejaba que no se precipitasen con desesperación a lo que tan mal les estaba, y que no pidiesen con violencia lo que con la misma se les podía negar; que la fidelidad de que ellos tanto se preciaban se perdía si las mercedes se pedían por fuerza a su príncipe. Sin querer oír su respuesta ni dar lugar a más satisfación, les mandó el emperador que con más acuerdo se resolviesen y le hablasen. Después, dentro de pocos días, llegó la nueva a Constantinopla de la muerte de Roger y de algunas crueldades que los nuestros hicieron en Galípoli, y el pueblo se levantó contra los catalanes, según dice Pachimerio; pero Montaner refiere que en un mismo tiempo en todas las ciudades del imperio se degollaron los catalanes por orden de Andrónico y Miguel. Puede ser que en esto Montaner ande algo apasionado, atribuyendo toda la culpa a los emperadores; pero lo que yo tengo por cierto que el pueblo irritado ejecutó esta maldad y ellos no la atajaron.

En Constantinopla se levantó el pueblo, y acometió los cuarteles a do estaban los catalanes y como si fueran a caza de fieras, les iban degollando y matando por la ciudad. Después de haber degollado muchos, fueron a casa de Raúl Paqueo, pariente de Andrónico y suegro de Fernando Aonés el almirante, y pidió el pueblo que luego se les entregasen los catalanes que había dentro; y porque esto no se hizo tan presto como ellos quisieron, pegaron fuego a la casa, con que se abrasó todo cuanto había dentro; y aquí tengo por cierto que los tres embajadores y el almirante perecieron. El patriarca de Constantinopla salió a reprimir la multitud amotinada, y sin hacer efeto, con mucho peligro se retiró. La mayor dificultad que se ofreció para no poder oprimir a los catalanes todos a un tiempo fue por estar Galípoli bien defendido, y los que estaban alojados en las aldeas, con las armas en la mano, y más advertidos que los otros que estaban en diferentes partes.

Miguel, temiendo que los de Galípoli, sabida la muerte de Roger, no le acometiesen, mandó que el gran Primiserio fuese con todo lo grueso del ejército sobre Galípoli. Ejecutóse luego, y con la caballería más ligera se enviaron algunos capitanes para que les acometiesen antes que pudiesen ser avisados. Cogieron a la mayor parte divididos por sus alojamientos, en sus lechos y en sumo descanso, porque entre los que tenían por amigos les parecía inútil el cuidado de guardarse. Entró esta caballería por algunos casales, pasando por el rigor de la espada todos los aragoneses y catalanes que toparon. Las voces y gemidos de los que cruelmente se herían y mataban avisaron a muchos, que se pudieron poner en seguro, y la codicia de los vencedores, que ocupados en el robo dejaban de matar, también dio lugar a que muchos se escapasen.

En Galípoli, aunque lejos, se sintió el ruido y voces confusas con que los nuestros tomaron las armas, y quisieron salir a reconocer la campaña y certificarse del daño que temían; pero Berenguer de Entenza y los demás capitanes detuvieron el ímpetu de los soldados, que en todo caso querían que se les diese franca la salida; y como la obediencia de aquella gente no estaba en el punto que debiera, no se atrevió Berenguer a enviar algunas tropas a batir los caminos y tomar lengua, porque temió que tras dellas seguiría el resto de la gente, y quedaría Galípoli sin defensa, de cuya conservación pendía la salud común.

Discurríase variamente entre los nuestros la causa de tanto alboroto en las campañas y caserías vecinas de Galípoli. Decían unos que los griegos, oprimidos de la gente militar, se habrían conjurado Y tomado las armas para alcanzar su libertad; otros que, atravesando aquel angosto espacio de mar, los turcos acometían sin duda a nuestros cuarteles; pero en esta variedad de discursos jamás pudieron atinar la verdad de caso tan inhumano. Con la noche y confusión del caso algunos de loa nuestros llegaron a Galípoli libres, y sólo dieron noticia de que dentro de sus casas, en sus alojamientos, habían sido acometidos de gente militar y armada.




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Capítulo XXIX

Berenguer de Entenza y los que estaban dentro de Galípoli, sabida la muerte de Roger, degüellan todos los vecinos de Galípoli, y el campo enemigo los sitia


Estando en esta turbación, tuvieron aviso cierto de la muerte de Roger y de la universal matanza de los catalanes y aragoneses en Andrinópoli, y juntamente de la que en la comarca de Galípoli se ejecutaba por orden de Miguel. Fue tanta la rabia y coraje de los catalanes, que dice Nicéforo, y concuerda con él Pachimerio, aunque Montaner lo calla, que mataron todos los vecinos de Galípoli, no perdonando a sexo ni edad; y Pachimerio encarece más la inhumanidad del caso, diciendo que hasta los niños empalaban: fiereza y maldad abominable, si fue verdad, aunque se puede dudar, por ser griego y enemigo este autor. Pero si en algún exceso tiene lugar la disculpa, fue en éste, pues con el ímpetu de la cólera la ejecutaron contra los griegos que tuvieron delante, en satisfación de otra mayor crueldad hecha por ellos con mucho acuerdo y sin causa.

Desde este punto todo fue crueldad, rabia y furor de entrambas partes, que parece que la guerra no se hacía entre hombres, sino entre fieras. Pero sin duda que las crueldades de los griegos excedieron sin comparación a las que hicieron los catalanes; porque nunca violaron el derecho de las gentes ni ofendieron a sus enemigos debajo de palabra ni seguro, aunque en otras cosas los nuestros anduvieron muy sobrados y no guardaron las leyes de una guerra justa; pero la ocasión desto fue no quererlas guardar los griegos, con que quedan bastantemente disculpados los catalanes y aragoneses en esta parte, pues forzosamente la guerra se hubo de hacer con igualdad.

Juntáronse los capitanes con harta confusión y sentimiento a tratar de su remedio. Estaban en un estado tan lastimoso, que aun los mismos enemigos se podían compadecer de su miseria. Perdidos todos sus servicios, con que algún tiempo pensaban alcanzar quietud y descanso; perdida la reputación por el castigo, porque con él se había dado ocasión para que todo el mundo les tuviese en poco, pues tras tantas vitorias merecían tal premio; muertos gran parte de sus amigos, y su muerte a los ojos.

Hallábase a la sazón Galípoli sin bastimentos y sin fortificación alguna, cuando los enemigos, que allegaban al número de treinta mil infantes y catorce mil caballos, entre las tres naciones de turcoples, alanos y griegos, se pusieron casi sobre sus murallas, amenazando a los nuestros un lastimoso fin; porque el emperador Miguel juntó las fuerzas que pudo de Tracia y Macedonia, a más de la gente que ordinariamente llevaba sueldo del imperio; y para dar más calor se salió de Andrinópoli, y se fue a Panfilo, y de allí envió al gran duque Eteriarca a Basila, y al gran bausi Umberto Palor a Brachialo, cerca de Galípoli, para apretar más los cercados.

La primera resolución que se tomo fue fortificar el arrabal, porque el enemigo no le ocupase y no llegase sin perder gente y tiempo, cubierto de las casas, a nuestros fosos y murallas, aunque en esto no dejaba de haber dificultad, por ser grande el espacio de los arrabales, y desigual para su defensa el pequeño número de nuestra gente. Hecho esto, determinaron de enviar embajadores al emperador Andrónico, que en nombre de toda nuestra nación se apartasen de su servicio, y le retasen para que ciento a ciento o diez a diez conforme al uso de aquellos tiempos, combatiesen en satisfación de su agravio y de la muerte afrentosa de Roger y de los suyos, hecha tan alevosamente por Miguel su hijo y por los demás griegos. Enviáronse un caballero que Montaner llama Siscar, y a Pedro López, adalid, y dos almugávares y otros tantos marineros, que eran de todas las diferencias de milicia que había en nuestro ejército; y esto fue antes que se supiese en Galípoli la muerte de los tres embajadores primeros que fueron por orden de Berenguer de Entenza. En tanto que se esperaba la última resolución de Andrónico por medio destos embajadores, el enemigo, poderoso en la campaña, apretó el sitio de Galípoli, y los nuestros, con su valor acostumbrado, con salidas y escaramuzas ordinarias, le fatigaban y detenían.




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Capítulo XXX

Tienen los nuestros consejo; síguese el de Berenguer de Entenza, no por el mejor, pero por ser del más poderoso


Había entre los capitanes de Galípoli diversas opiniones sobre el modo de hacer la guerra; y así convino que las principales cabezas se juntasen en consejo para resolverse. Berenguer de Entenza dijo: «Si el valor y esfuerzo de hombres que nacieron como nosotros, amigos y compañeros, en algún trabajo y desdicha pudiera faltar, pienso sin duda que fuera en la que hoy padecemos, por ser la mayor y más cruel con que la variedad humana suele afligir los mortales, el ser perseguidos, maltratados y muertos por los que debiéramos ser amparados y defendidos. ¿De qué sirvieron las vitorias, tanta sangre derramada, tantas provincias adquiridas, si al tiempo que se esperaba justa recompensa, debida a tantos servicios, con bárbara crueldad se ejecuta contra nosotros lo que vemos y apenas damos crédito? Por mayor suerte juzgo la de nuestros compañeros que murieron sin sentir el agravio, que la nuestra, que habemos de perecer con tan vivo sentimiento, porque dejar de tomar satisfación de tantas ofensas y retirarnos a la patria, fuera indigno de nuestro nombre y de la fama que por largos años habemos conservado; ni los deudos ni amigos nos recibieran en la patria, ni ella nos conociera por hijos, si muertos nuestros compañeros alevosamente, no se intentara la venganza y se borrara con sangre enemiga nuestra afrenta. Las pocas fuerzas que nos quedan, avivadas con el agravio, al mayor poder se podían oponer, y más favorecidas de la razón, que tan claramente está de nuestra parte. Vuestro ánimo invencible en la dificultad cobra valor, y en el mayor peligro mayor esfuerzo. El Asia quedó libre de la sujeción de los turcos por nuestras armas; nuestra reputación y fama también lo ha de quedar por ellas; y si Grecia se admira de tantas vitorias, hoy sentirá el rigor de vuestras espadas, que no supo conservar en su valor y defensa. Todos nos deben de tener por perdidos, o por lo menos navegando la vuelta de Sicilia con los navíos y galeras que nos quedan; pero su daño les desengañará, que ni el ánimo les acobardó, ni el agravio antes de su venganza permitió nuestra vuelta. Defender a Galípoli es lo que ahora nos importa, por estar a la entrada del estrecho, de donde se puede impedir la navegación y trato destos mares siempre que no corrieren por ellos armadas superiores a la nuestra; y así es forzoso buscar bastimentos y dinero para sustentalle. Los socorros tenemos lejos, tardos y quizá dudosos, porque a nuestros reyes ocupan otros cuidados más vecinos. Todos los príncipes y naciones que nos rodean son de enemigos; no hay que esperar otro socorro sino el que estos navíos y galeras que nos quedan podrán alcanzar de nuestros contrarios. Con esto haremos dos cosas importantes, buscar el sustento, que nos va ya faltando, y divertir al enemigo del sitio que tanto nos aprieta; y puesto que la guerra se deba hacer, como ya está determinado, es bien que sea en parte donde los enemigos no estén superiores, y se pueda más fácilmente alcanzar alguna vitoria, para que el crédito y reputación de nuestras armas vuelva a su debido lugar y estimación. Las costas destas provincias vecinas viven sin recelo, pareciéndoles que nuestras fuerzas no son bastantes a defendernos en Galípoli, y en tanto que el sitio durare, no dejaremos estas murallas. Este descuido parece que nos ofrece una ocasión cierta de hacelles mucho daño si con nuestras galeras y navíos acometemos estas islas y costas de su imperio; y pues soy autor del consejo, lo seré de la ejecución».

A las últimas palabras de Berenguer de Entenza, Rocafort se levantó con semblante y voz alterada, señales de su ánimo ocupado de la ira y venganza; dijo: «El sentimiento y pasión con que me hallo por la muerte de Roger y de nuestros capitanes y amigos no es mucho que turbe la voz y el semblante, pues enciende el ánimo para una honrada y justa satisfación. Por el rigor de nuestro agravio, más que por la razón, debiéramos hoy de tomar resolución; porque en casos semejantes la presteza y poca consideración suelen ser útiles, cuando de las consultas salen dificultades. Retirarnos a la patria, mengua y afrenta de nuestro nombre sería, hasta que nuestra venganza fuese tan señalada y atroz como lo fue la alevosía y traición de los griegos; y así, en este punto siento con Berenguer de Entenza; pero en lo que toca al modo de hacer la guerra, opuestamente debo contradecille, porque paréceme yerro notable dividir nuestras fuerzas, que juntas son pequeñas y desiguales al poder del enemigo que nos sitia. Yo doy por cierto y constante que Berenguer robe, destruya y abrase las costas vecinas, como él ofrece; pero ¿quién nos asegura que al tiempo que él estuviere corriendo los mares, los pocos que quedaren en Galípoli no sean perdidos? Y entonces Berenguer, ¿adónde pondrá su armada, dónde los despojos de su vitoria? No le queda puerto ni lugar seguro hasta Sicilia; pues yo por más cierto tengo el perderse Galípoli, si él sacare la gente que está en su defensa para guarnecer la armada, que seguro de su vitoria. Todos los capitanes famosos ponen su mayor cuidado en socorrer una plaza que el enemigo tiene sitiada, y para esto aventuran no sólo lo mejor y más entero de su campo, pero todas sus fuerzas; ¿y Berenguer estando dentro se ha de salir? ¿Quién asegura al soldado que su ida ha de ser para volver? El miedo y recelo común no se puede quitar, aunque su sangre y hechos claros son siguras prendas para los que nacieron como él. Nuestra venganza ya no pide remedios tan cautos y dudosos, ni a nosotros nos conviene el dilatar la guerra por ser poca, antes de ser menos; ejecutemos la ira; aventúrese en un trance y peligro nuestra vida; y así, mi último parecer es de que salgamos en campaña y demos la batalla a los que tenemos delante. Y aunque por la muchedumbre del ejército enemigo se puede tener la muerte por más cierta que la vitoria, la causa justa que mueve nuestras armas y el mismo valor que venció a los turcos, vencedores de los griegos, también puede darnos confianza de romper sus copiosos escuadrones, y abatir sus águilas como se abatieron sus lunas, y cuando en esta batalla estuviere determinado nuestro fin, será digno de nuestra gloria que el último término de la vida nos halle con la espada en la mano y ocupados en la ruina y daños de tan pérfida gente.» Prevalió este último parecer en los votos de los que se consultaban, por ser el más pronto, aunque de más peligro y de más gallardía; pero el poder de Berenguer de Entenza, mayor entonces que el de Rocafort, no dio lugar a que la ejecución fuese la que determinó la mayor parte. Y Ramón Montaner dice que las razones y ruegos de muchos no le pudieron hacer mudar de parecer,

En este medio tuvieron aviso que el infante don Sancho de Aragón había llegado con diez galeras del rey de Sicilia a Metellin, isla del Archipiélago y de las más vecinas a Galípoli. Berenguer de Entenza y los demás capitanes enviaron luego a suplicalle viniese a Galípoli a tomalles los homenajes y juramento de fidelidad por el rey de Sicilia. Encarecieron su peligro y el descrédito del nombre de Aragón si no los socorría; súbditos que le habían hecho tan ilustre y grande. Don Sancho mostró luego con su presta resolución el deseo de su bien y conservación. Partió de Metellin con sus diez galeras, y vino a Galípoli, donde fue recebido con universal aplauso, creyendo que les ayudaría para tomar entera satisfación de sus agravios, sirviéndole con parte de los pocos bastimentos y dinero que tenían; y sin precisa obligación de obedecelle, todos le reconocieron por cabeza.




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Capítulo XXXI

Los embajadores de nuestro ejército, a la vuelta de Constantinopla, por orden del emperador fueron presos y muertos cruelmente en la ciudad de Rodesto


Los embajadores de nuestra nación enviados a fin de romper los conciertos que tenían con el emperador, y hecho esto desafialle, con harto peligro llegaron a Constantinopla, y puestos ante el bailío de Venecia y la potestad de Génova, y de los cónsules de los anconitanas y pisanos, magistrados y cabezas destas naciones que tenían trato y comunicación en las provincias del imperio, dieron las manifiestas siguientes: que habiendo entendido que por orden del emperador Andrónico y su hijo Miguel, en Andrinópoli y en los demás lugares de su imperio se habían degollado todos los catalanes y aragoneses que se hallaron en ellos, tanto soldados como mercaderes, viviendo ellos debajo de su protección y amparo, por cuya satisfación los catalanes y aragoneses de Galípoli estaban resueltos de morir, y que estimaban en tanto su fe y palabra, que querían antes de romper la guerra, que constase como ellos, en nombre de todos los de su nación, se apartaban de los conciertos y alianzas hechas con el emperador, y que así los públicos instrumentos de allí adelante fuesen inválidos y de ningún valor, y que le retaban de traidor, y ofrecían de defender lo dicho en campo, ciento a ciento o diez a diez, y que esperaban en Dios que sus espadas serían el instrumento con que su justicia castigaría caso tan feo, pues a más de violar la fe pública matando los extranjeros que pacíficos y descuidados trataban en sus tierras, habían dado cruel y afrentosa muerte a quien les había librado della, defendido sus provincias, abatido sus enemigos y engrandecido su imperio. Que la insolencia de los soldados no era bastante causa para que contra ellos se ejecutara tan inhumana resolución. Castigáranse los soldados culpados a medida de sus delitos, sin que sus servicios les sirvieran de moderar la pena. Diéranles navíos y con que volver a la patria; que bastante castigo fuera enviarles sin premio; pero sin perdonar a sexo ni edad, llevando por aparejo inocentes y culpados, malos y buenos, había sido suma crueldad.

Dado el manifiesto, el bailío de Venecia con los demás dieron razón al emperador desta embajada, y queriendo tratar de algún acuerdo, no se pudo concluir, estando los ánimos tan ofendidos y cualquier palabra y fe tan dudosa; y así, se tuvo por más conveniente para entrambas partes una guerra declarada que una paz mal sigura; que adonde falta la fe, el nombre de paz es pretexto y materia de mayores traiciones.

Respondió el emperador que lo sucedido contra los catalanes y aragoneses no había sido hecho por su orden; y que así, no trataba de dar satisfación, siendo verdad que poco antes mandó matar a Fernando Aonés el almirante y a todos los catalanes y aragoneses que se hallaron en Constantinopla, que habían venido con cuatro galeras, acompañando a María, mujer del césar, a su madre y hermanos; y aun Montaner aprieta más el hecho, pues dice que el proprio día se ejecutaron estas muertes. Pidieron los embajadores que se les diese seguridad para su vuelta a Galípoli; fueles luego concedido, dándoles un comisario: con tanto se partieron a Rodesto, treinta millas lejos de Constantinopla, y por orden del comisario que les acompañaba fueron presos y, hasta veinte y siete, con los criados y marineros, y en las carnicerías públicas del lugar les hicieron cuartos vivos.

Esta maldad me parece que puede disculpar todas las crueldades que se hicieron en su satisfación, porque ninguna pudo llegar a ser mayor que violar con tan fiera demostración el derecho universal de las gentes, defendido por leyes humanas y divinas, por inviolables costumbres de naciones políticas y bárbaras.

Este desdichado fin tuvieron las finezas de un capitán poco advertido. Dignas de alabanza son cuando hay siguridad en la fe y palabra del príncipe enemigo; pero cuando está dudosa, por yerro tengo el aventurarse. Nuestro rey el emperador Carlos V pasó por París, y se puso en las manos de su mayor émulo; fue su confianza tan alabada como la fe de Francisco; pero si la reina Leonor no avisara a Carlos, su hermano, de lo que se platicaba, fuera la confianza juzgada por temeridad, y la fe por engaño; con que claramente se muestra que alabamos o vituperamos por los sucesos, no por la razón. Berenguer de Entenza hizo notable yerro en enviar embajadores a príncipe de cuya fe se podía dudar; porque quien con tanta alevosía y crueldad quitó la vida a Roger y a los suyos, de creer es que en todo lo demás no guardara fe, ni diera por legítimos embajadores a los que venían de parte de los que él tenía por traidores; a más de que habiendo en los vecinos de Galípoli ejecutado tan gran crueldad, se había de temer otra mayor siempre que la ocasión se la ofreciera.




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Capítulo XXXII

Envíanse embajadores a Sicilia, y sale Berenguer con su armada; gana la ciudad de Recrea, y vence en tierra a Calo Juan, hijo de Andrónico


Luego que se supo en Galípoli la muerte de sus embajadores, no se puede con palabras encarecer lo que alteró los ánimos y encendió los corazones a la venganza el verse maltratar tan inhumanamente de los que debieran ser amparados y defendidos. Cargaba todos los días sobre Galípoli gente de refresco, y apretaban a los de dentro más con el impedirles que no entrasen bastimentos por tierra, que con las armas, Berenguer de Entenza y todos los capitanes, con la resolución que habían tomado de no salir de Grecia sin haberse vengado, prevenían socorros; y así, les pareció que hiciesen dueño de sus armas al rey don Fadrique, y que le jurasen fidelidad para obligalle más a su defensa. Este fue su principal motivo, aunque al rey con razones de mayor consideración y de mayor utilidad le persuadían. Recibió el juramento de fidelidad en nombre del rey don Fadrique un caballero de su casa, que se llamaba Garcilópez de Lobera, soldado que seguía las banderas de Berenguer, y juntamente le eligieron por su embajador al rey, con Ramón Marquet, ciudadano de Barcelona, hijo de Ramón Marquet, ilustre capitán de mar, a lo que yo presumo, del gran rey don Pedro, y Ramón de Copona para que fuesen testigos del juramento de fidelidad que habían prestado en manos de Garcilópez de Lobera, y le diesen larga relación del estado en que se hallaban; que si en su memoria tenía sus servicios, se acordase de dalles favor, pues en ello no solamente interesaban ellos, pero su aumento y grandeza; que advirtiese la puerta que le abrían ellos para ocupar el imperio de Oriente, y que se valiese de su venganza y desesperación, pues ellos ya estaban aventurados.

Partiéronse los tres embajadores a Sicilia; con que la gente quedó con algunas esperanzas de que don Fadrique les socorrería; porque siempre, aunque sean muy flacas, animan y alientan a los muy necesitados.

El infante don Sancho, a la partida destos mensajeros ofreció, no sólo de seguir y acompañar a Berenguer en la jornada que tenía dispuesta, pero asistilles con sus diez galeras hasta que se supiese el ánimo y voluntad del rey. Entenza, en nombre de todos, aceptó el ofrecimiento, y agradeció al infante el haber tomado tan honrada resolución, digna de un hijo de la casa de Aragón. Con esto apresuró Berenguer su partida y embarcó la gente; pero al tiempo que quiso salir, don Sancho mudó de parecer, olvidado de la palabra que poco antes había dado, y faltando a su mismo honor y reputación; cosa que causó en todos novedad ver en tan poca distancia tomar tan diversas y encontradas resoluciones, sin haberse podido ofrecer, por la cortedad del tiempo, nuevos accidentes que le pudieran obligar. Y si los pudiera haber de tal calidad que obligaran a romper palabras dadas con tanto fundamento y razón, no se puede averiguar por lo que los antiguos nos dejaron escrito, la causa que pudo mover al infante a tomar resolución tan en descrédito suyo; pero por lo que respondió a Berenguer cuando le pidió que cumpliese su palabra, que fue decir solamente que así cumplía al servicio de su hermano, se puede presumir que advirtió el infante que había paces entre Andrónico y don Fadrique, y que sin expreso orden suyo no había de ocupar sus galeras en daño de un príncipe amigo. Esto bien me parece que pudiera disculpar al infante para no quedarse cuando no lo hubiera ofrecido; pero empeñada su palabra, y viendo maltratar los mejores vasallos y súbditos del rey su hermano, grande desconocimiento y mengua fue el de no asistilles y ayudalles; porque ya Andrónico, degollando a los catalanes y aragoneses que se hallaban en su imperio, rompió las paces primero.

Berenguer, con el sentimiento que debía, según él refiere en su relación que envió al rey don Jaime II de Aragón, dijo al tiempo que se partía, cuando sus ruegos y razones no le pudieron detener, que el infante fue como le plugo, y no como hijo de su padre. No perdieron los nuestros ánimos con la partida de don Sancho, ni verse desamparados de la mayor fuerza les hizo mudar parecer. Berenguer de Entenza embarcó en cinco galeras, dos leños con remos y diez y seis barcos, ochocientos infantes, cincuenta caballos, y salió de Galípoli la vuelta de la isla de Mármora, llamada de los antiguos Propóntide. Llegó a ella, entró su gente en tierra, y saqueó la mayor parte de sus pueblos, degollando sus moradores, sin perdonar edad ni sexo, destruyendo y abrasando lo que les pudiera ser de algún provecho y comodidad; porque como fue esta empresa la primera que ejecutaron después de tantos agravios, más se dio a la venganza que a la codicia.

Con la misma presteza y vigor volvió Berenguer a las costas de Tracia, y continuando los buenos sucesos, después de algunas presas de navíos, acometió a Recrea, ciudad grande y rica, y con poca pérdida de los suyos la entró a viva fuerza. Ejecutóse en los vencidos el rigor acostumbrado; y recogido a los navíos y galeras lo más lucido y rico de la presa, entregaron a la violencia del fuego los edificios, porque hasta las cosas insensibles y mudas quisieron que fuesen testigos y memoria de su venganza.

Andrónico tuvo aviso de la pérdida de Recrea en tiempo que juzgaba a los pocos catalanes huyendo la vuelta de Sicilia, y para atajar los daños que Berenguer hacía de toda aquella ribera de mar que los griegos llamaban de Natura, mandó a Calo Juan, déspota, su hijo, que con cuatrocientos caballos y la infantería que pudiese recoger se opusiese a Berenguer, y le impidiese el echar gente en tierra. Junto a Puente Regia supo Berenguer que Calo Juan venía, y el número y calidad de sus fuerzas, y aunque en lo primero se juzgó por muy inferior, en lo segundo le pareció que aventajaba a su enemigo; y así, resolvió de echar su gente en tierra, y recebir a Calo Juan, que, avisado también por sus corredores cómo Berenguer con su gente habían puesto el pie en tierra, apresuró el camino, temiendo que no se retirasen, porque nadie pudiera creer que ricos y llenos de despojos quisieran los nuestros aventurarse sino forzados. Llegaron con igual ánimo a embestirse los escuadrones, y en breve espacio se mostró claramente que el valor es el que da las vitorias, y no la multitud, porque los nuestros quedaron vencedores siendo pocos, y los griegos rotos y degollados siendo muchos. Calo Juan escapó con la vida, y llegó a Constantinopla destrozado. Andrónico hizo tomar las armas al pueblo, porque toda la gente de guerra estaba sobre Galípoli, y temió que Berenguer no le acometiese la ciudad. Esta rota se dio el último día de mayo del año 1304. Fueron tan prontas estas vitorias, y alcanzadas en tan diversas partes y tan a tiempo, que los griegos juzgaron por mayores nuestras fuerzas, y que no era uno solo, Berenguer, el que les hacía el daño, sino muchos.




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Capítulo XXXIII

Prisión de Berenguer de Entenza, con notable pérdida de los suyos


Con tan dichoso principio como tuvieron nuestras armas contra los griegos, gobernadas por Berenguer de Entenza, pareció pasar adelante y valerse de la fortuna y tiempo favorable, siendo el fin y remate de una vitoria el principio de otra. Resolvieron los nuestros acometer los navíos que estaban sumergidos en los puertos y riberas de Constantinopla y quemar sus atarazanas, empresa de mayor nombre que dificultad. Navegaron para ejecutar su determinación por la playa entre Paccia y el cabo de Gano con buen tiempo; pero al amanecer, descubriendo velas de la parte de Galípoli, tomáronse pareceres sobre lo que se debía hacer, viéndose cortados para volver a Galípoli, y todos conformes se metieron en tierra, y puestas en ella las proas lo más cerca que pudieron, las popas al mar, porque en aquellas que las proas no iban guarnecidas de artillería la mayor defensa era lo alto de las popas, tomaron las armas, y bien apercebidos aguardaron lo que las diez y ocho galeras intentarían, que ya venían a dar sobre las nuestras. Estas diez y ocho galeras eran de genoveses, que ordinariamente navegaban aquellos mares, porque su valor o codicia les llevaba por lo más remoto de su patria, como a los catalanes de aquel tiempo. Reconocidos de una y otra parte, los genoveses fueron los primeros que les saludaron, con que los nuestros dejaron las armas, y como amigos y aliados se comunicaron y hablaron.

Advirtieron luego los genoveses, por lo que oyeron platicar de los sucesos que Berenguer había tenido, la mucha ganancia que les resultaría y el gusto que darían al emperador Andrónico y a los griegos si prendiesen a Berenguer y le tomasen sus galeras; y juzgando por menor inconveniente romper su fe y palabra que dejar de las manos tan importante y rica presa, enviaron a convidar a Berenguer de Entenza, dándole palabra de parte de la Señoría que no se les haría agravio ni ultraje alguno; que viniese a honrar su capitana, donde tratarían algunos negocios importantes a todos. Con esto Berenguer, sin advertir en lo pasado, y en los daños en que su confianza le había puesto, se fue a la capitana, donde Eduardo de Oria, con otros muchos caballeros, le recibió y acarició. Comieron y cenaron juntos con mucho gusto y amistad; tanto, que Berenguer se quedó a dormir en la capitana prosiguiendo hasta muy tarde algunas pláticas en razón de su conservación.

A la mañana, cuando quiso volverse a su galera, Eduardo de Oria le prendió y desarmó, y otros genoveses hicieron lo mismo con los demás que le acompañaban, y las diez y ocho galeras dieron sobre las nuestras, desapercibidas y descuidadas. Ganáronse luego las cuatro, con pérdida de 200 genoveses; pero la galera de Berenguer de Villamarín, que tuvo algún poco de tiempo para ponerse en defensa, la hizo de manera, que con tener sobre sí diez y ocho proas, no la pudieron entrar hasta que todos los que la defendían fueron muertos, sin escaparse un hombre solo: tanta fue la obstinación con que pelearon. Murieron en el combate desta sola galera 300 genoveses, y fueron muchos más los heridos. Pachimerio dice que los genoveses aquella noche que llegaron a juntarse con las galeras catalanas despacharon secretamente una de sus galeras a Pera, dándoles aviso que estaban con los catalanes, los cuales les decían que Andrónico estaba indignado contra ellos y que les quería castigar, y que les persuadían que juntos acometiesen a Constantinopla. Llegado el aviso a Pera, los genoveses dieron razón al emperador, y que él les ordenó que les acometiesen, ofreciendo de hacelles muchas mercedes; y así, al otro día ejecutaron lo referido.

Este lastimoso fin tuvo la jornada de Berenguer, mal determinada, bien ejecutada, digna de mayor fortuna; pero ¡qué difícilmente los consejos humanos pueden prevenir casos semejantes! Discurrióse en la determinación desta jornada entre los capitanes, de los peligros que pudieran sobrevenille, y con ser tantos y tan varios los que se propusieron, fue este accidente ni imaginado ni previsto; con que claramente se muestra que los juicios de los hombres, aunque fundados en razón, no pueden prevenir los de Dios. Al infante don Sancho se debe culpar, porque fue la más cercana causa desta pérdida. Si, como debiera, acompañara a Berenguer, fueran las vitorias que se alcanzaran mayores, los genoveses no se atrevieran, y las fuerzas de Galípoli se aumentaran; con que la guerra se hiciera con mayores ventajas y reputación.

Berenguer con serviles prisiones fue llevado, con algunos caballeros de su compañía, a Pera; y porque temieron que Andrónico no se les quitase para satisfacer en su persona los daños recebidos, le pasaron a la ciudad de Trapisonda, puesta en la ribera del mar de Ponto, donde los genoveses tenían factoría, y le tuvieron en ella hasta que las galeras volvieron. Los genoveses hicieron una cosa bien hecha; porque luego que tomaron las galeras catalanas se vinieron a Pera, sin querer entregar ningún prisionero a los griegos ni vender cosa de la presa, aunque el emperador les acarició y honró.

Con este buen suceso trató el emperador con los mismos genoveses que emprendiesen de echar a los catalanes que estaban en Galípoli, y ellos se lo ofrecieron con que les diese seis mil escudos. Fue contento Andrónico de dallos, y así se los envió; pero ellos, como gente atenta a la ganancia, pesaron el dinero, y hallándole falto, se lo volvieron a enviar. Andrónico replicó que les satisfaría el daño, y entonces ya no quisieron, porque informados mejor de lo que emprendían, no les pareció igual paga. Supo el emperador que traían a Berenguer preso; procuró con amenazas y riegos que se le entregasen, y últimamente ofreció por su persona veinte y cinco mil escudos. Todo se le negó, temiendo, a lo que yo sospecho, que el rey de Aragón no hiciese gran sentimiento si Berenguer, tan grande y principal vasallo suyo, padeciera afrentosa muerte en poder del emperador Andrónico; el cual tentó el medio más eficaz que pudo, ofreciendo a ciertos patrones destas galeras, para que con algún engaño se le entregasen, ocho mil escudos y diez y seis pares de ropas de brocado; pero descubierto el trato, no quisieron que Andrónico tentase alguna violencia; y así, se partieron, dejando muy desabrido al emperador.

A la entrada del estrecho Ramón Montaner, de parte de los que quedaban en Galípoli, llegó con una fragata a pedir a Eduardo de Oria le diesen la persona de Berenguer, y ofreció el dinero que pudieron recoger por su rescate, que fueron hasta cinco mil escudos; pero los genoveses no quisieron, o por parecelles poca la cantidad, a lo que tengo por más cierto, o por no irritar el ánimo de Andrónico si ponían en libertad un enemigo suyo en puesto que se tenía por sus mayores enemigos, de donde con mayor daño pudiese segunda vez destruir sus provincias y asolar sus ciudades. Desesperado Montaner de alcanzar su libertad, dióle parte del dinero que traía, y le ofreció que en nombre del ejército se enviarían embajadores al rey de Aragón y al de Sicilia para que se satisfaciese agravio tan notable como prender debajo de seguro un capitán de un rey amigo.




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Capítulo XXXIV

Los pocos que quedaron en Galípoli dan barreno a todos los navíos de su armada


Preso Berenguer de Entenza, y muertos los mejores caballeros y soldados que le siguieron, quedaron solos en Galípoli con Rocafort su senescal, mil y ducientos infantes y ducientos caballos, y cuatro caballeros, buenos soldados, Guillén Siscar y Juan Pérez de Caldés, catalanes, y Fernando Gori y Jimeno de Albaro, aragoneses, y con ellos Ramón Montaner capitán de Galípoli. Este tan poco número de gente defendió aquella plaza, y cuando supieron que Berenguer con su armada se había perdido, y que el socorro que esperaban había de venir por su mano ya no tenía lugar, aunque reconocieron el peligro cierto, no perdieron el ánimo; antes cobrando de la adversidad mayor esfuerzo, dieron ejemplo raro a los venideros de lo que se debe hacer en casos donde el honor corre riesgo de que alguna mal advertida resolución manche su limpieza, conservada largos años sin nota de infamia.

Tuvieron consejo, y en él hubo diferentes pareceres. Hubo algunos que les pareció forzoso el desamparar a Galípoli, y que tratar de defendella era desatino; que se embarcasen en sus navíos y fuesen la vuelta de la isla de Metellin, porque con facilidad la podrían ganar y con la misma defendella, de donde correrían aquellos mares con más seguridad suya y daño del enemigo; y que sus pocas fuerzas no daban lugar a mayor satisfación. Fue tan mal recebido este consejo de los más, que con palabras llenas de amenazas le contradijeron, y determinaron que Galípoli se defendiese, y que fuese tenido por infame y traidor el que lo rehusase. Estimaron en tanto su determinación, que por quitarse el poder de mudalla barrenaron los navíos; con que perdieron la esperanza de la retirada por mar, quedándoles la que abriesen sus espadas en los escuadrones enemigos. Siguieron el ejemplo de Agatocles en África, y le dieron a Hernando Cortés en el Nuevo Mundo; entrambos celebrados en la memoria de los hombres por los más ilustres que el valor humano pudo emprender. Agatocles, rey de Sicilia, pasó con una armada a la África contra los cartagineses. Echada su gente en tierra, echó a fondo sus navíos, con que forzosamente hubo de vencer o morir; pero éste tenía más confianza y razón de vencer, porque llevaba consigo treinta mil hombres y la guerra solamente contra Cartago. Los catalanes se hallaron pocos, lejos de su patria y la guerra contra todas las naciones del Oriente. Superior a la mayor alabanza fue la determinación de Cortés; porque ¿quién pudo en ignotas provincias, distando inmenso espacio de su patria, echar a fondo sus navíos y escoger una muerte casi cierta por una vitoria imposible, sino un varón a quien Dios con admirable providencia permitió que fuese el que a su verdadero culto redujese la mayor parte de la tierra? No quiero hacer juicio si éste o el de los catalanes fue mayor hecho, porque pienso que son entrambos tan grandes que fuera hacelles notable injuria si para preferir al uno buscáramos en el otro alguna parte menos ilustre por donde le pudiéramos juzgar por inferior. Españoles fueron todos los que lo emprendieron; sea común la gloria.



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