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Expedición nocturna alrededor de mi cuarto

Xavier de Maistre






ArribaAbajoCapítulo I

Para que pueda tomarse algún interés por el nuevo cuarto por el cual he llevado a cabo una expedición nocturna, tengo que enterar a los curiosos cómo fue que me tocara en suerte. Continuamente distraído en mis ocupaciones en la casa llena de ruido en que habitaba, me proponía hacía ya tiempo buscar por allí cerca un retiro más solitario, cuando un día, hojeando una noticia biográfica del señor de Buffon, leí que este hombre célebre había escogido en sus jardines un pabellón aislado que no contenía ningún otro mueble más que una butaca y la mesa de despacho, sobre la cual escribía, ni ninguna otra obra más que el manuscrito en el cual trabajaba.

Las fantasías en que me ocupo tienen tanta disparidad con los trabajos inmortales del señor de Buffon, que la idea de imitarle, siquiera fuera en ese punto, no se me habría jamás ocurrido sin un percance que me determinó a ello. Un criado, al sacudir el polvo de los muebles, creyó que estaba muy sucio un cuadro al pastel que acababa yo de terminar, y lo frotó tanto con un paño, que consiguió, en efecto, dejarle limpio de todo el polvo que yo me había tomado tanto cuidado en arreglar sobre él. Después de haberme furiosamente encolerizado contra aquel hombre que estaba ausente, y no haberle dicho una sola palabra cuando volvió, según mi costumbre, me puse en seguida en busca de otra casa y volví a la mía con la llave de un cuarto pequeño que había alquilado en un quinto piso en la calle de la Providencia. Hice transportar allí el mismo día los materiales de mis ocupaciones preferidas, y allí pasé desde entonces la mayor parte del tiempo, al abrigo del trastorno doméstico y de los encargados de la limpieza de los cuadros. Las horas se deslizaban para mí como si fueran minutos en aquel retiro aislado, y más de una vez mis ensueños me han hecho olvidarme allí de la hora de comer.

¡Oh, dulce soledad! He conocido las seducciones con que deleitas a tus amantes. Desgraciado del que no puede pasar solo un día de su vida sin sentir el tormento del fastidio, y prefiere, si es necesario, conversar con necios antes que consigo mismo.

Lo confesaré, no obstante: me gusta la soledad en las grandes ciudades; pero, a menos de verme obligado por una circunstancia grave cualquiera, como un viaje alrededor de mi cuarto, no quiero ser ermitaño más que por la mañana; por la tarde me gusta volver a ver caras humanas. Los inconvenientes de la vida social y los de la soledad se destruyen así mutuamente, y estos dos modos de existencia se embellecen el uno por el otro.

Sin embargo, la inconstancia y la fatalidad de las cosas de este mundo son tales, que la vivacidad misma de los placeres de que yo disfrutaba en mi nueva vivienda habría debido hacerme prever lo poco que durarían. La Revolución francesa, que desbordaba por todos los países, acababa de pasar por encima de los Alpes y se precipitaba sobre Italia. Fui arrastrado por la primera oleada hasta Bolonia; conservé mi ermita, a la cual hice transportar todos mis muebles en espera de tiempos más felices. Vivía desde hacía algunos años sin patria; un día supe que me había quedado sin empleo. Después de un año entero pasado en ver hombres y cosas por los cuales no sentía ningún afecto y en desear cosas y hombres que no veía más, volví a Turín. Era preciso tomar una resolución. Me marché de la posada de la Buena Mujer, adonde había ido a parar, con la intención de devolver mi cuarto al casero y deshacerme de mis muebles.

Al volver a entrar en mi ermita sentí sensaciones difíciles de describir: todo allí había conservado el orden, es decir, el desorden, en el cual lo había dejado; los muebles, amontonados contra las paredes, habían sido puestos al abrigo del polvo por la altura de la habitación; mis plumas estaban todavía en el tintero seco, y encontré sobre la mesa una carta comenzada.

-Todavía estoy en mi casa- me dije con verdadera satisfacción. Cada objeto me recordaba algún suceso de mi vida, y mi cuarto estaba alfombrado de recuerdos. En vez de volver a la posada tomé la resolución de pasar la noche en medio de mis propiedades; envié a buscar mi maleta, y al mismo tiempo formé el proyecto de partir al día siguiente, sin despedirme ni aconsejarme de nadie, entregándome sin reservas a la Providencia.




ArribaAbajoCapítulo II

Mientras hacía estas reflexiones, preocupándome al mismo tiempo por la buena combinación de un plan de viaje, pasaba el tiempo y mi criado no volvía. Era un hombre que la necesidad me había hecho tomar a mi servicio hacia unas cuantas semanas y sobre la fidelidad del cual había entrado en sospechas. La idea de que podía haberse llevado mi maleta se me había apenas presentado, y me fui corriendo a la posada; ya era tiempo. Al dar la vuelta a la esquina de la calle donde está el hotel de la Buena Mujer le vi salir precipitadamente por la puerta, precedido de un mozo de cuerda que llevaba mi maleta. Se había encargado él mismo de mi saquito, y en vez de tomar del lado de mi casa, se encaminaba a la izquierda, en una dirección opuesta a la que debía seguir. Su intención era manifiesta; le alcancé fácilmente y, sin decirle nada, fui andando un rato a su lado antes de que él lo notara. Si se quisiera pintar la expresión del asombro y del espanto llegados al más alto grado en el semblante humano, mi criado habría sido el modelo más perfecto cuando me vio a su lado. Tuve tiempo de sobra para hacer el estudio de aquel modelo, porque estaba tan desconcertado por mi aparición inesperada y por la severidad con que yo le miraba, que continuó andando un rato a mi lado sin proferir una sola palabra, como si nos estuviéramos paseando juntos. En fin: balbuceó el pretexto de un quehacer en la calle Grand-Doire; pero le puse en buen camino, y volvimos a casa, en donde lo despedí.

Sólo fue entonces cuando me propuse hacer un nuevo viaje por mi cuarto, durante la última noche que allí tenía que pasar, y me ocupé en seguida de los preparativos.




ArribaAbajoCapítulo III

Ya hacía tiempo que deseaba volver a ver el país que había recorrido antaño tan deliciosamente y cuya descripción no me parecía completa. Algunos amigos, que la habían leído con agrado, solicitaban de mí que la continuase, y me habría decidido a ello más pronto, sin duda, si no hubiera estado separado de mis compañeros de viaje. Reanudé con pena la carrera. ¡Ay! Volvía solo; iba a viajar sin mi querido Joannetti y sin la amable Rosina. Mi primitivo cuarto también había sufrido la más desastrosa revolución; ¿qué digo? Ya no existía. El sitio que había ocupado formaba entonces parte de un horrible caserón ennegrecido por las llamas, y todos los inventos mortíferos de la guerra se habían reunido para destruirlo sin dejar nada en pie. La pared en la cual estaba colgado el retrato de la señora de Haut Castel había sido agujereada por una bomba. En fin: si por fortuna no hubiese hecho mi viaje antes de esta catástrofe, los sabios de nuestros días no habrían tenido nunca noticias de este cuarto memorable. Así es como, sin las observaciones de Hiparco, ignorarían hoy las gentes que existió en otros tiempos una estrella más en las Pléyades, que ha desparecido después de muerto aquel famoso astrónomo.

Ya hacía tiempo que, obligado por las circunstancias, había yo abandonado mi cuarto y transportado a otra parte mis lares. ¡Vaya una desgracia!, se me dirá. ¿Pero cómo reemplazar a Joannetti y a Rosina? ¡Ah! ¡Eso no es posible! Joannetti se me había hecho tan necesario, que su pérdida no será jamás compensada para mí. ¿Quién puede, por lo demás, vanagloriarse de vivir siempre con las personas que le son queridas? Semejantes a esos enjambres de moscardones que vemos revolotear en los aires en las hermosas noches de verano, los hombres se encuentran por azar y por bien poco tiempo. Felices todavía si en sus movimientos rápidos se dan tanta maña como los moscardones y no se rompen la cabeza unos contra otros.

Me acosté una noche. Joannetti me sirvió con su celo acostumbrado, y hasta parecía más cuidadoso. Cuando se llevó la luz le eché una mirada, y vi una alteración señalada sobre su fisonomía. ¿Iba a creer, sin embargo, que el pobre Joannetti me servía por última vez? No mantendré al lector en una incertidumbre más cruel que la verdad. Prefiero decirle sin rodeos que Joannetti se casó aquella misma noche y me abandonó al día siguiente.

Pero que no se vaya a acusarle de ingratitud por haber abandonado a su amo tan bruscamente. Yo conocía su propósito hacía tiempo y me había opuesto sin razón. Un comisionista vino muy de mañana a darme esta noticia, y tuve tiempo, antes de volver a ver a Joannetti, de encolerizarme y de calmarme; lo cual le ahorró los reproches que esperaba. Antes de entrar en mi cuarto hizo como que hablaba en alta voz con alguien desde la galería, para hacerme creer que no tenía miedo, y armándose con todo el descaro que podía caber en una buena alma como él era, se presentó con aire resuelto. Vi en seguida en su cara todo lo que pasaba en su alma, y no me disgustó en modo alguno. Los maldicientes de nuestros días han asustado de tal modo a las gentes sencillas con los peligros del matrimonio, que un hombre que acaba de casarse se parece con frecuencia a un hombre que acaba de sufrir una caída espantosa sin hacerse daño, y que está a la vez aturdido por el susto y por la satisfacción; lo cual le da un aire ridículo. No era, pues, extraño que los actos de mi fiel servidor sufriesen el contragolpe de lo raro de su situación.

«Con que ya te has casado, mi querido Joannetti», le dije riéndome. No estaba él prevenido más que contra mi cólera; de suerte que todos los preparativos no sirvieron para nada. Cayó de pronto en su actitud ordinaria, y hasta un poco más bajo, puesto que se echó a llorar. «¡Qué quiere usted señor! -me dijo con voz alterada-; había dado mi palabra.» «Eh, ¡qué caramba!, has hecho bien, amigo mío; ¡ojalá estés contento con tu mujer y sobre todo contigo mismo! ¡Ojalá tengas hijos que se te parezcan! Es preciso, pues, que nos separemos.» «Sí, señor; tenemos el propósito de ir a establecernos en Asti.» «¿Y cuándo quieres marcharte?» En este punto, Joannetti bajó los ojos como confuso y respondió bajando la voz dos tonos: «Mi mujer ha encontrado un traficante de su país que se vuelve en el coche vacío y se marcha hoy mismo. Sería una buena ocasión; pero... sin embargo... esperaré a cuando el señor disponga..., aunque una ocasión así será difícil volver a encontrarla.» «Eh, ¡cómo!, ¿tan pronto?, le dije. Un sentimiento de pena y de afecto, entremezclado con una fuerte dosis de despecho, me hizo callar un instante. «No, seguramente -le respondí con alguna dureza-, no le detendré a usted; puede usted irse ahora mismo, si eso le conviene.» Joannetti se puso pálido. «Sí, vete, amigo mío; vete con tu mujer; sé siempre tan bueno, tan honrado como lo has sido conmigo.» Dejamos arregladas unas cuantas cosas; le dije con tristeza adiós; salió. Aquel hombre me servía desde hacía quince años. Un instante nos ha separado. No le he vuelto a ver más.

Reflexionaba paseándome por mi cuarto sobre esta brusca separación. Rosina había seguido a Joannetti, sin que éste lo notara. Un cuarto de hora después la puerta se abrió; Rosina entró. Vi la mano de Joannetti empujarla en mi cuarto; la puerta se cerró, y sentí mi corazón oprimirse...¡No entra ya más en mi casa! Unos cuantos minutos han bastado para convertir en extraños uno a otro dos viejos compañeros de quince años. ¡Oh! ¡Triste, triste condición de la humanidad, no poder jamás encontrar un solo objeto estable en el cual depositar el más mínimo de sus cariños!




ArribaAbajoCapítulo IV

También Rosina vivía entonces lejos de mí. Le interesará a usted, sin duda, querida María, enterarse que a la edad de quince años era todavía el más amable de los animales y que la misma superioridad de inteligencia que la distinguía en otros tiempos de toda su especie le servía también para soportar el peso de su vejez. Habría yo deseado no separarme de ella; pero cuando se trata de la suerte de los amigos de uno, ¿se debe consultar sólo el placer o el interés propio? El interés de Rosina era dejar la vida ambulante que llevaba conmigo y disfrutar, en fin, en los días de su vejez, un reposo que su amo ya no esperaba más. Sus muchos años me obligaban a hacer que la llevasen en brazos; creía que era mi deber concederla su retiro. Una hermana religiosa se encargó de tener cuidado de ella mientras viviera, y sé que en este retiro ha disfrutado de todas las ventajas que sus buenas cualidades, su edad y su reputación la habían hecho con tanta justicia merecer.

Y puesto que tal es la naturaleza de los hombres que la felicidad parece no estar hecha para ellos, puesto que el amigo ofende al amigo sin querer y los mismos amantes no pueden vivir juntos sin regañar; en fin, puesto que desde Licurgo hasta nuestros días todos los legisladores han fracasado en sus esfuerzos para hacer felices a los hombres, tendré, por lo menos, el consuelo de haber hecho la felicidad de mi perra.




ArribaAbajoCapítulo V

Ahora que ya he contado al lector los últimos rasgos de la historia de Joannetti y de Rosina, no me queda más que decir algunas palabras del alma y de la bestia para quedar perfectamente en regla con él. Estos dos personajes, el último sobre todo, no representarán en adelante un papel tan interesante en mi viaje. Un amable viajero, que ha seguido la misma carrera que yo, pretende que deben estar cansados. ¡Ay! Tiene razón que le sobra. No es que mi alma haya perdido nada de su actividad, por lo menos en cuanto pueda darse cuenta de ello, sino que sus relaciones con la otra han cambiado. No tiene ésta ya la misma vivacidad en sus réplicas; no tiene ya... ¿cómo explicar esto?... Iba a decir la misma presencia de espíritu, como si una bestia pudiera tener espíritu. Sea como quiera, y sin entrar en una explicación dificultosa, diré únicamente que, llevado por la confianza que me mostraba la joven Alejandrina, la había escrito una carta bastante cariñosa y no tardé en recibir una contestación cortés, pero fría, que terminaba con estas mismas palabras: «Tenga usted la seguridad, señor mío, que conservaré siempre hacia usted los sentimientos de la más sincera estima.» ¡Cielos santos!, exclamé al leer estos renglones; mi perdición es segura. Desde aquel día fatal me resolví a no volver más a sacar a relucir mi sistema del alma y de la bestia. Por consiguiente, sin distinguir entre estos dos seres y sin separarlos, los haré desfilar, el uno llevando al otro, como ciertos mercaderes sus mercancías, y viajaré todo en una pieza para evitar todo inconveniente.




ArribaAbajoCapítulo VI

Sería inútil hablar de las dimensiones de mi nuevo cuarto. Se parece tanto al primero, que se les confundiría al pronto, si por una precaución del arquitecto no tuviese el techo una inclinación oblicuamente del lado de la calle, dando al tejado la dirección que exigen las leyes de la hidráulica para dar salida al agua de la lluvia. Recibe la luz por una sola abertura de dos pies y medio de ancho por cuatro pies de alto, estando unos seis a siete pies aproximadamente por encima del piso, y se llega hasta ella por una escalerilla.

La elevación de mi ventana por encima del suelo es una de las circunstancias favorables, que pueden ser debidas lo mismo al azar que al genio del arquitecto. La luz casi perpendicular que extendía por mi recinto le daba un aspecto misterioso. El antiguo templo del Panteón recibe la luz de una manera análoga. Además, ningún objeto exterior podía distraerme. Semejante a los navegantes que, perdidos en el vasto océano, no ven más que el cielo y el mar, yo no veía más que el cielo y mi cuarto, y los objetos exteriores más cercanos sobre los cuales podía llevar mi mirada eran la Luna y la estrella de la mañana; lo cual me ponía en una relación inmediata con el cielo y daba a mis pensamientos un vuelo elevado, que jamás habrían tenido de haber escogido mi vivienda en un piso bajo.

La ventana de que he hablado se elevaba por encima del tejado y constituía un precioso ventanillo. Su altura sobre el horizonte era tan grande, que cuando los primeros rayos del Sol venían a iluminarla, todavía la calle permanecía envuelta en sombras. Así es que también disfrutaba de una de las más hermosas vistas que pueden imaginarse. Pero las vistas más hermosas acaban pronto por cansarnos cuando se contemplan con demasiada frecuencia; los ojos se habitúan y se acaba por no hacer ningún caso. La situación de mi ventana me preservaba también de este inconveniente, porque no vela nunca el magnífico espectáculo de la campiña de Turín sin tener que subir cuatro o cinco escalones; lo cual me procuraba un goce siempre vivo, porque era poco frecuente. Cuando, cansado, quería proporcionarme un agradable recreo, terminaba mi jornada subiéndome a la ventana.

Desde el primer escalón no veía aún más que el cielo; no tardaba en aparecer ante mis ojos el templo colosal de Supergio. La colina de Turín sobre la cual descansa se iba elevando poco a poco ante mí, cubierta de bosques y de ricos viñedos, mostrando con orgullo al sol poniente sus jardines y sus palacios, mientras que unas viviendas sencillas y modestas parecían esconderse a medias en los valles para servir de retiro al hombre prudente y favorecer sus meditaciones.

¡Preciosa colina! Me has visto con frecuencia buscar tus retiros solitarios y preferir tus senderos apartados a los paseos brillantes de la capital; me has visto con frecuencia perdido en tus laberintos de césped, escuchando el trino de la alondra matinal, lleno el corazón de una vaga inquietud y del deseo ardiente de fijarme para siempre en tus valles deliciosos. Te saludo, preciosa colina; ¡estás grabada en mi corazón! ¡Ojalá el rocío celeste haga, si es posible, tus campos más fértiles y tus bosquecillos más frondosos! ¡Ojalá tus habitantes puedan disfrutar en paz de su felicidad y tus senderos sombreados series favorables y saludables! ¡Ojalá, en fin, tu tierra dichosa pueda ser siempre el dulce asilo de la verdadera filosofía, de la ciencia modesta, de la amistad sincera y hospitalaria que yo he encontrado en ella!




ArribaAbajoCapítulo VII

He comenzado mi viaje a las ocho de la noche en punto. Hacía buen tiempo y prometía hacer una hermosa noche. Había tomado mis precauciones para que no me molestaran las visitas, que son muy raras en las alturas en que vivía, en las circunstancias, sobre todo, en que me encontraba entonces y para estar solo hasta medianoche. Cuatro horas bastaban ampliamente para la ejecución de mi empresa, no queriendo hacer esta vez más que una simple excursión alrededor de mi cuarto. Si el primer viaje ha durado cuarenta y dos días es porque no había dependido de mí hacerlo más corto. No quería tampoco sujetarme a viajar mucho tiempo en coche como antes, persuadido de que un viajero pedestre ve muchas cosas en que no se fija el que va en diligencia. Resolví, pues, ir alternativamente, y según las circunstancias, a pie o a caballo, nuevo método que todavía no he dado a conocer y cuya utilidad pronto habrá de verse. En fin, me proponía tomar notas por el camino y escribir observaciones a medida que las fuera haciendo, para no olvidar nada.

Con el fin de poner orden en mi empresa y darle una probabilidad más de buen éxito, pensé que debía comenzar por redactar una epístola dedicatoria y escribirla en verso para que resultara más interesante. Pero tropezaba con dos dificultades que estuvieron a punto de hacerme renunciar a ello, a pesar de todas las ventajas que podía proporcionarme. La primera consistía en saber a quién había de dirigir la epístola; la segunda, cómo me las compondría para hacer versos. Después de haber maduramente reflexionado, no tardé en comprender que sería razonable escribir primero la epístola lo mejor que pudiera y buscar luego alguien a quien pudiera convenir. Puse en seguida manos a la obra, y trabajé más de una hora sin poder encontrar una rima al primer verso que me había salido, y que quería conservar porque me parecía un feliz hallazgo. Me acordé entonces muy oportunamente haber leído en alguna parte que el célebre Pope no escribía nunca nada interesante sin verse obligado a declamar un buen rato y en voz alta y a ir y venir de un lado a otro en su despacho para excitar su vena poética. Traté en el acto de imitarle. Cogí las poesías de Ossian y las recité en alta voz, paseándome por la habitación a grandes pasos con el fin de elevarme al entusiasmo.

Vi, en efecto, que este método exaltaba insensiblemente mi imaginación y me daba un sentimiento secreto de capacidad poética, del cual me hubiera aprovechado seguramente para escribir con éxito mi epístola dedicatoria en verso si, por desgracia, no me hubiera olvidado de la oblicuidad del techo de mi cuarto, cuya rápida inclinación hacia abajo impidió a mi frente ir tan lejos como mis pies en la dirección en que iba marchando. Me di tan reciamente con la cabeza contra aquella maldita pared, que sacudí el tejado de la casa; los gorriones que dormían sobre las tejas huyeron espantados y el golpazo que recibí me hizo retroceder tres pasos por lo menos.




ArribaAbajoCapítulo VIII

Mientras me paseaba de este modo para excitar mi inspiración, una mujer joven y bonita, que vivía en el piso de abajo del mío, extrañándose del ruido que hacía, y acaso creyendo que daba un baile en mi cuarto, envió a su marido para enterarse de la causa del ruido. Estaba yo todavía aturdido del golpe que me había dado, cuando se entreabrió la puerta. Un hombre de alguna edad, que tenía una cara melancólica, adelantó la cabeza y echó una mirada curiosa en mi cuarto. En cuanto pasó la sorpresa que le produjo verme solo le dejé hablar: «Mi mujer tiene jaqueca, caballero -me dijo con tono de enfadado-; permitame usted que le advierta que...» Inmediatamente le interrumpí y mi estilo se resintió de la elevación de mis pensamientos. «Respetable mensajero de mi hermosa vecina -le dije en el lenguaje de los bardos-: ¿por qué tus ojos brillan bajo tus pobladas cejas como dos meteoros en la selva negra de Cromba? Tu hermosa compañera es un rayo de luz, y yo moriría cien veces antes que querer perturbar su reposo; pero tu aspecto, ¡oh, respetable mensajero!... Tu aspecto es sombrío como la cintra más alta de la caverna de Camora, cuando las nubes, amontonadas, de la tempestad oscurecen la faz de la noche y pesan sobre las campiñas silenciosas de Morvem.»

El vecino, que por lo visto no había leído nunca las poesías de Ossian, tomó equivocadamente el arrebato de entusiasmo que me animaba por un acceso de locura, y me pareció bastante confuso. Mi intención no era ofenderle; le ofrecí asiento y le rogué que se sentara; pero advertí que se retiraba lentamente y se persignaba, murmurando entre dientes: E matto, per Baceo, e matto. (Está loco de remate, por Baco, está loco de remate.)




ArribaAbajoCapítulo IX

Le dejé marcharse sin querer profundizar hasta qué punto su observación era fundada, y me senté ante la mesa para tomar nota de estos sucesos, según mi costumbre; pero apenas hube abierto mi cajón, en el cual esperaba encontrar papel, lo volví a cerrar bruscamente, lleno de confusión por uno de los sentimientos más desagradables que se pueden experimentar: el del amor propio humillado. La especie de sorpresa que se apoderó de mí en esta ocasión se parece a la que siente un viajero sediento cuando al acercar sus labios a una fuente límpida ve en el fondo del agua una rana que le está mirando. No era, sin embargo, otra cosa que los resortes y el armazón de una paloma artificial que, siguiendo el ejemplo de Arquitas, me había en otro tiempo propuesto hacer volar por los aires. Había trabajado sin parar en su construcción más de tres meses. Llegado el día del ensayo, la puse sobre el borde de una mesa, después de haber tenido buen cuidado de cerrar la puerta, a fin de guardar el secreto del descubrimiento y causar así una amable sorpresa a mis amigos. Un hilo sujetaba inmóvil el mecanismo. ¿Quién podría imaginarse las palpitaciones de mi corazón y las angustias de mi amor propio cuando acerqué las tijeras para cortar el hilo fatal?...¡Plan!...El resorte de la paloma se tiende y se desenvuelve con estrépito. Alzo los ojos para verla volar; pero después de haber girado varias veces sobre sí misma, cae y viene a esconderse debajo de la mesa. Rosina, que estaba allí durmiendo, se alejó tristemente. Rosina, que no había visto nunca un pollo ni un pichón ni el más pequeño pájaro sin atacarlos y perseguirlos, ni siquiera se dignó mirar a la paloma que se revolvía en el suelo... Fue aquél el golpe de gracia para mi amor propio. Me marché a tomar el aire por las murallas del castillo.




ArribaAbajoCapítulo X

Tal fue la suerte de mi paloma artificial. Cuando el genio de la Mecánica la destinaba a seguir al águila en los cielos, el Destino le dio las inclinaciones de un topo.

Me paseaba tristemente y desalentado, como se está siempre tras una gran esperanza fallida, cuando al alzar los ojos vi una bandada de grullas que pasaba volando. Me paré para examinarlas. Avanzaban en orden triangular, como la columna inglesa en la batalla de Fontenay. Las veía atravesar el cielo de nube en nube. «¡Ah, qué bien vuelan! -decía yo en voz baja- ¡Con qué seguridad parecen deslizarse sobre el invisible sendero que recorren!» ¿Lo confesaré? ¡Ay! Pido por ello perdón. El horrible sentimiento de la envidia ha entrado una vez, una sola vez, en mi corazón, y lo suscitaba una bandada de grullas. Las seguía con la mirada, envidiándolas, hasta los límites del horizonte. Un largo rato inmóvil, en medio de la muchedumbre que se paseaba, observé el movimiento rápido de las golondrinas, y me asombré de verlas suspendidas en los aires, como si nunca hubiese visto aquel fenómeno. El sentimiento de una admiración profunda, ignorado por mí hasta entonces, iluminaba mi alma. Creía ver la Naturaleza por primera vez. Oía con sorpresa el zumbido de las moscas, el canto de los pájaros y ese ruido misterioso y confuso de la creación viva que entona un himno involuntario a su Creador. Concierto inefable, al cual sólo el hombre tiene el privilegio sublime de poder añadir acentos de gratitud. «¿Quién es el autor de este brillante mecanismo? -exclamé en el transporte que me animaba-. ¿Quién es Aquel que, abriendo su mano creadora, lanzó a los aires la primera golondrina? ¿Aquel que dio la orden a esos árboles de salir de la tierra y elevar sus ramas hacia el cielo? Y a ti que vas andando majestuosamente bajo su sombra, criatura hechicera, cuyos encantos imponen el respeto y el amor, ¿quién te ha puesto sobre la Tierra para hacerla más bella? ¿Cuál es el pensamiento que dibujó tus formas divinas, que fue bastante poderoso para crear la mirada y la sonrisa de la inocente beldad? Y yo mismo, que siento palpitar mi corazón..., ¿cuál es el objeto de mi existencia? ¿Qué soy yo y de dónde vengo, yo, el autor de la paloma artificial centrípeta?...» Apenas hube pronunciado esta palabra bárbara, cuando, volviendo en mí de repente, como un hombre dormido al cual arrojasen un cubo de agua, me apercibí de que varias personas me habían rodeado para examinarme, mientras mi entusiasmo me hacia hablar solo. Vi entonces a la bella Georgina que iba unos pasos delante de mí. La mitad de su mejilla izquierda, recargada de carmín, que yo entreveía a través de los rizos de su peluca rubia, acabó de ponerme al corriente de las cosas de este mundo, del cual acababa de ausentarme un momento.




ArribaAbajoCapítulo XI

En cuanto me sentí algo repuesto de la turbación que me había causado el aspecto de mi paloma artificial, el dolor de la contusión que había recibido se dejó sentir vivamente. Me pasé la mano por la frente y reconocí una nueva protuberancia precisamente en esa parte de la cabeza en la cual el doctor Gall ha colocado la protuberancia poética; pero en aquel momento no pensaba en esto, y únicamente la experiencia debía demostrarme la verdad del sistema de este hombre célebre.

Después de haberme reconcentrado en mí mismo un instante para hacer el último esfuerzo destinado a la epístola dedicatoria, cogí un lápiz y me puse a la obra. ¡Cuál no fue mi asombro!... Los versos fluían espontáneamente bajo el lápiz; llené dos páginas en menos de una hora, y saqué la conclusión de esta circunstancia: que si el movimiento era necesario a la cabeza de Pope para componer versos, no era preciso menos de una contusión para que salieran de la mía. No daré, sin embargo, al lector los que hice entonces, porque la rapidez prodigiosa con la cual se sucedían las aventuras de mi viaje me impidió corregirlos debidamente. A pesar de esta reticencia, no hay duda de que haya que considerar el accidente que me había sucedido como un descubrimiento precioso, y del cual los poetas harán bien en servirse cuanto quieran.

Estoy, en efecto, tan convencido de la infalibilidad de este nuevo método, que en el poema en veinticuatro cantos que he compuesto desde entonces, y que será publicado con la Prisionera de Pignerol, no he creído necesario hasta ahora comenzar a hacer los versos; pero he puesto en limpio quinientas páginas de notas, que constituyen, como es sabido, todo el mérito y el volumen de la mayor parte de los poemas modernos.

Como me entregase profundamente a los ensueños de mis descubrimientos, yendo y viniendo por mi cuarto, tropecé con la cama, sobre la cual caí sentado, y cayendo mi mano por casualidad sobre mi gorro, tomé el partido de ponérmelo en la cabeza y de acostarme.




ArribaAbajoCapítulo XII

Estaba acostado hacía ya un cuarto de hora y, contra mi costumbre, todavía no me había dormido. A la idea de mi epístola dedicatoria habían sucedido las reflexiones más tristes; la luz, que se estaba apagando, no daba más que un reflejo inconstante y lúgubre desde el fondo del pabilo, y mi cuarto parecía una tumba. Una ráfaga de aire abrió de pronto la ventana y apagó la vela y cerró la puerta bruscamente. El tinte sombrío de mis pensamientos aumentó con la oscuridad.

Todos mis placeres pasados, todas mis penas presentes vinieron a precipitarse a la vez sobre mi corazón, y le colmaron de tristes recuerdos y de amargura.

Por más que haga esfuerzos continuos para olvidar mis pesares y arrojarlos fuera de mi pensamiento, me ocurre, a veces, cuando me coge desprevenido, que vuelven todos a la vez a mi memoria como si les abrieran una esclusa. No me queda otro partido que tomar en estas ocasiones que abandonarme al torrente que me arrastra, y mis ideas llegan a ser entonces tan negras, los objetos todos me parecen tan lúgubres, que acabo de ordinario por reírme de mi locura; de suerte que el remedio se encuentra en la violencia misma del mal.

Estaba todavía en toda la fuerza de una de estas crisis melancólicas, cuando una parte de la ráfaga de viento que había abierto la ventana y cerrado de paso la puerta, después de haber dado unas cuantas vueltas por mi cuarto, hojeado mis libros y tirado al suelo una de las cuartillas sueltas de mi viaje, entró por último por las cortinas de la cama y vino a morir sobre mis mejillas. Sentí la dulce frescura de la noche, y considerando esto como una invitación que me hacía, me levanté en seguida y me subí a la escalerilla para disfrutar de lo apacible de la Naturaleza.




ArribaAbajoCapítulo XIII

El tiempo estaba sereno; la Vía láctea, como una ligera nube, cruzaba el cielo; un suave rayo irradiaba de cada estrella para llegar hasta mí, y al examinar una de ellas atentamente, sus compañeras parecían centellear más vivamente para atraer mis miradas.

Es para mí una delicia, siempre renovada, contemplar el cielo estrellado, y no tengo que reprocharme haber hecho un solo viaje, ni siquiera un simple paseo nocturno, sin pagar el tributo de admiración que es debido a las maravillas del firmamento. Aunque me dé cuenta de toda la impotencia de mi pensamiento, en estas elevadas meditaciones encuentro un placer que no sabría expresar ocupándome en ellas. Me gusta pensar que no es el azar lo que trae hasta mis ojos esta encarnación de los mundos remotos, y cada estrella vierte con su luz un rayo de esperanza en mi corazón. Pues qué, ¿no tendrían estas maravillas más relación conmigo que la de brillar ante mis ojos, y mi pensamiento, que se eleva hasta ellas; mi corazón, que se conmueve a su aspecto, habrían de serles extraños?... Espectador efímero de un espectáculo eterno, el hombre alza un instante los ojos hacia el cielo y los vuelve a cerrar para siempre; pero durante este instante rápido que le es concedido, desde todos los puntos del cielo y desde los confines del universo, un rayo consolador parte desde cada mundo y viene a herir sus miradas para anunciarle que existe una relación entre la inmensidad y él y que él está asociado a la eternidad.




ArribaAbajoCapítulo XIV

Un sentimiento desagradable turbaba, no obstante, el placer que yo experimentaba entregándome a estas meditaciones. ¡Cuán pocas personas, me decía a mi mismo, disfrutan ahora conmigo el espectáculo sublime que el cielo muestra inútilmente a los hombres aletargados!... Bien está, tratándose de los que duermen; ¿pero qué les costaría a los que se pasean, a los que salen en tropel del teatro, mirar un instante y admirar las brillantes constelaciones que irradian por todas partes sobre sus cabezas? No; los espectadores atentos de Scapin o de Jocrisse tendrán a menos alzar la mirada; van a volver estúpidamente a su casa, o donde sea, sin pensar que el cielo existe... ¡Qué cosa más rara!... Porque se le puede ver con frecuencia y gratis, no quieren mirarlo. Si el firmamento permaneciese siempre velado a nuestra vista; si el espectáculo que nos ofrece dependiera de un empresario, los palcos de preferencia en los tejados valdrían un dineral y las damas de Turín se disputarían con furor una luneta.

-¡Oh, si yo fuera soberano de un país -exclamé presa de justa indignación-, haría cada noche tocar a rebato y obligaría a mis súbditos de todas las edades, de todo sexo y de toda condición, a asomarse al balcón y a contemplar las estrellas!...

En este punto, la razón, que en mi reino no tiene más que un derecho dudoso de reconvención, fue, no obstante, más feliz que de ordinario en las representaciones que me propuso con motivo del edicto inconsiderado que yo quería promulgar en mis Estados: «Señor -me dijo-: ¿no se dignará Vuestra Majestad hacer una excepción en favor de las noches lluviosas, puesto que, en este caso, estando el cielo cubierto...» «Muy bien, muy bien -respondí-; no se me había ocurrido; tome usted nota de una excepción en favor de las noches lluviosas.» «Señor añadió: pienso que sería a propósito exceptuar también las noches serenas, cuando el frío es excesivo y sopla el cierzo, puesto que la ejecución rigurosa del edicto abrumaría a los felices súbditos de Vuestra Majestad con una colección de constipados y catarros.» Empezaba a ver muchas dificultades en la ejecución de mi proyecto; pero se me hacía duro tener que desandar lo andado. «Será preciso -dije- escribir al Consejo de Medicina y a la Academia de Ciencias para fijar el grado del termómetro centígrado en el cual mis súbditos puedan quedar dispensados de asomarse al balcón; pero quiero, exijo absolutamente, que la orden sea ejecutada con todo rigor.» «¿Y los enfermos, señor?» «Eso está claro: que sean exceptuados; la humanidad debe estar sobre todo.» «Si no temiera cansar a Vuestra Majestad, le haría aún observar que se podría (en el caso en que lo juzgase a propósito y en que la cosa no presentase grandes inconvenientes) añadir también una excepción en favor de los ciegos, puesto que, privados del órgano de la vista...» «Bueno; ¿está ya todo?», interrumpí de mal humor. «Perdón, señor, ¿y los enamorados? ¿El corazón tan sensible de Vuestra Majestad podría obligarles por fuerza a que contemplasen también las estrellas?» « ¡Bueno, bueno! -dijo el rey-; dejemos eso: ya pensaremos en ello más despacio. Me hará usted una Memoria sobre el asunto.»

¡Dios santo!... ¡Dios santo!... ¡Cuánto hay que reflexionar antes de promulgar un edicto de buena policía!




ArribaAbajoCapítulo XV

Las estrellas más brillantes no han sido nunca las que contemplo con mayor placer, sino que las más pequeñas, las que, perdidas en una lejanía inconmensurable, no parecen más que unos puntos imperceptibles, han sido mis estrellas predilectas. La razón es sencilla: se concebirá fácilmente que haciendo que mi imaginación recorra tanto camino al otro lado de la esfera como mis miradas recorren desde este lado para llegar hasta ellas, me encuentro trasladado sin esfuerzo a una distancia a la que pocos viajeros han alcanzado antes que yo, y me asombro, al encontrarme allí, de no estar todavía más que al principio de este vasto universo; puesto que sería, creo, ridículo pensar que existe una barrera más allá de la cual la nada comienza, como si la nada fuese más fácil de comprender que la existencia. Detrás de la última estrella me imagino aún otra que no habría razón para que fuese la última. Asignando límites a la Creación, por mucho que estén alejadas unas de otras, el universo no me parece más que un punto luminoso, comparado con la inmensidad del espacio vacío que le rodea, con esta espantosa y sombría nada, en medio de la cual estaría colgado como una lámpara solitaria. En este punto me cubrí los ojos con las dos manos para alejar de mí toda clase de distracción y dar a mis ideas la profundidad que semejante tema exige, y haciendo un esfuerzo de cavilación sobrenatural, edifiqué un sistema del mundo, el más completo que haya sido todavía publicado. Hele aquí en todos sus detalles; es el resultado de las meditaciones de toda mi vida. «Creo que el espacio, siendo...» Pero esto merece capítulo aparte, y dada la importancia de la materia, será el único que llevará título.




ArribaAbajoCapítulo XVI

Sistema del mundo


Creo, pues, que el espacio, siendo infinito, la Creación lo es también, y que Dios ha creado, en su eternidad, una infinidad de mundos en la inmensidad del espacio.




ArribaAbajoCapítulo XVII

Confesaré, no obstante, de buena fe que no comprendo del todo mejor mi sistema que todos los demás sistemas que han brotado hasta nuestros días de la imaginación de los filósofos antiguos y modernos; pero el mío tiene la preciosa ventaja de estar contenido en cuatro líneas, aun siendo tan enorme. El lector indulgente tendrá la amabilidad de observar también que ha sido lucubrado todo de una pieza en lo alto de una escalerilla. Lo habría, sin embargo, exornado con comentarios y notas si en el momento en que estaba más embebido en mi asunto no hubiera sido distraído por sonidos deliciosos que llegaron agradablemente hasta mis oídos. Una voz como jamás había oído otra tan melodiosa, sin exceptuar siquiera la de Zeneida; una de esas voces que están siempre acordes con las fibras de mi corazón, cantaba muy cerca de mí una romanza, de la cual no perdí una sílaba y que nunca se borrará de mi memoria. Escuchando con atención, descubrí que la voz salía de una ventana más abajo de la mía; desgraciadamente, no podía verla porque la extremidad del tejado, por encima del cual se elevaba mi ventanillo, la ocultaba a mis ojos. Sin embargo, el deseo de ver a la sirena que me deleitaba con su canto aumentaba en proporción con el encanto de la romanza, cuyas palabras seductoras habrían arrancado lágrimas al ser más insensible. No pudiendo resistir mi curiosidad, me di prisa a subir hasta el último escalón; puse un pie en el borde del tejado y, agarrándome con una mano a la barandilla de mi ventana, me quedé así suspendido sobre la calle, a riesgo de estrellarme.

Vi entonces en un balcón, a mi izquierda, un poco más abajo de mí, a una mujer joven que llevaba un peinador blanco; su mano sostenía su linda cabeza, lo bastante inclinada para dejar entrever, al reflejo de los astros, el perfil más interesante, y su actitud parecía imaginada para presentar a plena luz a un viajero aéreo, como yo, un talle esbelto y bien marcado; uno de sus pies desnudos, echado con negligencia hacia atrás, estaba vuelto de manera que me era posible, a pesar de la oscuridad, presumir sus dimensiones proporcionadas, mientras que una preciosa sandalia, de que se había descalzado, las determinaba todavía mejor a mis ojos curiosos. Ya podrá usted figurarse, mi querida Sofía, cuánta era la violencia de mi situación. No me atrevía a lanzar la más mínima exclamación, por miedo de asustar a mi hermosa vecina, ni a hacer el menor movimiento, por miedo de caerme a la calle. No obstante, se me escapó un suspiro a pesar mío; pero me dio tiempo a contenerme en la mitad: el resto fue llevado por el céfiro que pasaba, y pude examinar a mis anchas a la soñadora, manteniéndome en esta posición peligrosa con la esperanza de oírla cantar de nuevo. Pero, ¡ay!, la romanza se había concluido y mi infausto destino la hizo guardar el silencio más obstinado. En fin: después de haber esperado un gran rato, me pareció poder atreverme a dirigirla la palabra; no se trataba más que de encontrar una galantería digna de ella y del sentimiento que me había inspirado. ¡Oh, cuánto sentí no haber terminado mi epístola dedicatoria en verso! ¡Qué ocasión más a propósito para haberla empleado! Mi presencia de espíritu no me abandonó en este trance. Inspirado por la dulce influencia de los astros y por el deseo, más poderoso cada vez, de salir airoso cerca de una beldad, después de haber tosido ligeramente para prevenirla y para hacer más suave el sonido de mi voz: «Hace un tiempo hermoso esta noche», la dije con el tono más afectuoso que me fue posible.




ArribaAbajoCapítulo XVIII

Me parece oír desde aquí a la señora de Haut Castel, que no me perdona nada, pedirme cuentas de la romanza de que he hablado en el capítulo anterior. Por primera vez en mi vida me encuentro en la dura necesidad de rehusarla alguna cosa. Si insertase estos versos en mi viaje, las gentes me creerían probablemente el autor; lo cual acarrearía, sobre la necesidad de las contusiones, más de una broma pesada, que quiero evitar. Continuaré, pues, la relación de mi aventura con mi amable vecina, aventura cuya catástrofe inesperada, así como la delicadeza con la cual la he llevado, están hechas para interesar a toda clase de lectores. Pero antes de saber lo que ella me respondió y cómo fue recibida la galantería ingeniosa que yo la había dirigido, tengo que responder por anticipado a ciertas personas que se creen más elocuentes que yo y que me condenarán sin piedad por haber comenzado la conversación de una manera tan trivial, a juicio suyo. Les demostraré que si me hubiera mostrado ingenioso en aquella ocasión importante habría faltado abiertamente a las reglas de la prudencia y del buen gusto. Todo hombre que entra en conversación con una beldad diciendo una frase ingeniosa o dirigiéndola una galantería, por muy halagüeña que pueda ser, deja entrever pretensiones que no deben mostrarse más que cuando comienzan a ser fundadas. Además, si se muestra ingenioso, es evidente que trata de brillar y, por consiguiente, que piensa menos en su dama que en sí mismo. Ahora bien; las damas prefieren que se ocupen de ellas, y aunque no tengan siempre exactamente las mismas reflexiones que acabo de escribir, poseen un sentido exquisito y natural, que las enseña que una frase trivial dicha con el solo objeto de entablar la conversación y acercarse a ellas vale mil veces más que un rasgo de ingenio inspirado por la vanidad y más también (lo cual parecerá realmente asombroso) que una epístola dedicatoria en verso. Aún más: sostengo (aunque mi parecer haya de ser considerado como una paradoja) que este espíritu ligero y brillante de la conversación no es siquiera necesario tratándose de las uniones más duraderas, si realmente es el corazón quien las ha formado, y a pesar de todo lo que las personas que no han amado más que a medias digan de los largos intervalos que dejan entre ellos los sentimientos vivos del amor y de la amistad, las horas del día son siempre cortas cuando se pasan al lado de la amiga de uno y el silencio es tan interesante como la discusión.

Sea lo que quiera de mi disertación, es bien seguro que no vi nada mejor que decir, sobre el borde del tejado en que me encontraba, que las palabras antedichas. No había acabado de pronunciarlas cuando mi alma se trasladó toda entera al tímpano de mis oídos para no dejar perder el más mínimo matiz de los sonidos que esperaba oír. La bella levantó la cabeza para mirarme; sus largos cabellos se soltaron como un velo y sirvieron de fondo a su rostro encantador, que reflejaba la luz misteriosa de las estrellas. Ya su boca se había entreabierto, sus dulces palabras llegaban a sus labios... Pero ¡cielo santo! ¡Cuál fue mi sorpresa y mi terror!... Un ruido siniestro llegó hasta mis oídos: «¿Qué hace usted ahí, señora, a estas horas? ¡Quítese usted del balcón!», dijo una voz varonil y sonora desde dentro de la habitación. Me quedé petrificado.




ArribaAbajoCapítulo XIX

Así debía de ser el ruido que viene a espantar a los culpables cuando se abren de repente ante ellos las puertas ardientes del Tártaro, o así también debe de ser el que hacen, bajo las bóvedas infernales, las siete cataratas de la Estigia, del cual los poetas se han olvidado de hablarnos.




ArribaAbajoCapítulo XX

Un fuego fatuo atravesó en estos momentos el cielo y desapareció en seguida. Mis ojos, que la claridad del meteoro habían apartado un instante, volvieron al balcón y no vieron más que la pequeñísima zapatilla. Mi vecina, en su precipitada retirada, se había olvidado de recogerla. Contemplé largo rato aquella linda sandalia de un pie digno del cincel de Praxíteles con una emoción de la cual no me atrevería a confesar toda la fuerza; pero lo que podría parecer harto extraño, y que no me sabría explicar a mí mismo, es que un encanto irresistible me impedía apartar de ella los ojos, a pesar de todos los esfuerzos que hacía para llevarlos hacia otros objetos.

Dicen que cuando una serpiente clava su mirada en un ruiseñor, el infortunado pájaro, víctima de un encanto irresistible, se siente obligado a acercarse al reptil voraz. Sus alas rápidas no le sirven más que para llevarle a su pérdida, y cada esfuerzo que hace para alejarse le acerca al enemigo que le persigue con su mirada fatal.

Tal era sobre mí el efecto de aquella zapatilla, sin que, no obstante, pueda decir con certeza cuál de los dos, la zapatilla o yo, era la serpiente; pero según las leyes de la Física, la atracción debía ser recíproca. Es bien seguro que esta influencia funesta no era en modo alguno una ilusión de mi imaginación. Me sentía tan realmente y tan fuertemente atraído, que estuve dos veces a punto de soltar su mano y dejarme caer. Sin embargo, como el balcón al cual quería ir no estaba exactamente debajo de mi ventana, sino un poco ladeado, vi perfectamente que por la fuerza de gravitación, descubierta por Newton, combinada con la atracción oblicua de la zapatilla, habría seguido yo en mi caída una diagonal y habría venido a caer sobre una garita que no me parecía más grande que un huevo desde la altura en que me encontraba; de suerte que mi objetivo no lo habría conseguido... Me agarré, pues, con más fuerza todavía a la ventana y, haciendo un esfuerzo de resolución, logré levantar los ojos y mirar al cielo.




ArribaAbajoCapítulo XXI

Me sería muy difícil explicar y definir exactamente la especie de placer que experimenté en esta circunstancia. Todo lo que puedo afirmar es que no tenía nada parecido al que me había hecho sentir, momentos antes, el aspecto de la Vía láctea y del cielo estrellado. Sin embargo, como en las situaciones más dificultosas de mi vida me he complacido siempre en darme cuenta de lo que pasa en mi alma, quise en esta ocasión darme una idea bien clara del placer que puede sentir un hombre de bien cuando contempla la zapatilla de una dama, comparado con el placer que le hace experimentar la contemplación de las estrellas. A este efecto, escogí en el cielo la constelación más aparente. Era, si no me engaño, el carro de Casiopea la que se encontraba encima de mi cabeza, y miré alternativamente la constelación y la zapatilla, la zapatilla y la constelación. Vi entonces que estas dos sensaciones eran de naturaleza completamente diferente: la una la sentía en mi cabeza, mientras que la otra me parecía tener su asiento en la región del corazón. Pero lo que nunca confesaré sin un poco de vergüenza es que la atención que me llevaba hacia la zapatilla encantada absorbía todas mis facultades. El entusiasmo que me había causado poco antes el aspecto del cielo estrellado no existía más que débilmente, y no tardó en extinguirse del todo cuando vi que el balcón se volvía a abrir y percibí un pie diminuto, más blanco que la nieve, adelantarse suavemente y apoderarse de la zapatilla. Quise hablar; pero no habiendo tenido tiempo de prepararme, como la primera vez, no encontré ya mi presencia de espíritu ordinaria y vi cerrarse las vidrieras del balcón antes de haber imaginado algo conveniente que decir.




ArribaAbajoCapítulo XXII

Los capítulos siguientes bastarán, así lo espero, para responder victoriosamente a una inculpación de la señora de Haut Castel, que no ha tenido reparo en denigrar mi primer viaje con el pretexto de que no se tiene en él ocasión de hacer el amor. No podría hacer el mismo cargo o este nuevo viaje, y aunque mi aventura con mi amable vecina no haya ido más lejos, puedo asegurar que hallé en ella más satisfacción que en muchas otras circunstancias en que me había imaginado ser muy feliz, por falta de objeto de comparación. Cada cual disfruta de la vida a su manera; pero creería faltar a lo que debo a la benevolencia del lector si le dejase ignorar un descubrimiento que más que cualquiera otra cosa ha contribuido hasta ahora a mi felicidad (a condición, sin embargo, de que esto quedará entre nosotros, puesto que se trata nada menos que de un nuevo método de hacer el amor, mucho más ventajoso que el precedente, sin tener ninguno de sus numerosos inconvenientes). Estando este invento especialmente destinado a las personas que quieran adoptar mi nueva manera de viajar, creo deber consagrar algunos capítulos a su instrucción.




ArribaAbajoCapítulo XXIII

Había yo observado en el transcurso de mi vida que, cuando estaba enamorado según el método ordinario, mis sensaciones no respondían nunca a mis esperanzas y mi imaginación se veía defraudada en todos sus planes. Reflexionando en esto con atención, pensé que si me fuera posible extender el sentimiento que me lleva al amor individual hasta todo el sexo, que es su objetivo, me procuraría nuevos goces sin comprometerme en modo alguno. ¿Qué reproche, en efecto, podría hacerse a un hombre que se encuentra provisto de un corazón bastante enérgico para amar a todas las mujeres amables del universo? Sí, señora; yo las amo a todas, y no sólo a las que conozco o a las que espero encontrar, sino a todas las que existen sobre el haz de la Tierra. Y más aún: amo a todas las mujeres que han existido y a las que existirán, sin contar el número mayor todavía que mi imaginación saca de la nada; todas las mujeres posibles, en fin, están comprendidas en el vasto círculo de mis afectos.

¿Por qué injusto y raro capricho habría yo de encerrar un corazón como el mío en los límites estrechos de una sociedad? ¡Qué digo! ¿Por qué circunscribir sus expansiones en los límites de un reino, ni siquiera de una república?

Sentada al pie de una encina sacudida por el huracán, una joven viuda india mezcla sus suspiros con el ruido de los vientos desencadenados. Las armas del guerrero que ella amaba están colgadas sobre su cabeza, y el ruido lúgubre que hacen oír al entrechocarse lleva de nuevo a su corazón el recuerdo de su felicidad pasada. Al mismo tiempo el rayo surca las nubes y la luz lívida de los relámpagos se refleja en sus ojos inmóviles. Mientras la hoguera que ha de abrasarla se eleva, ella, sola, sin consuelo, en el estupor de la desesperación, espera una muerte espantosa, que una cruel superstición la hace preferir a la vida.

¡Cuán dulce y melancólico goce no habría de experimentar un hombre sensible al acercarse a aquella infortunada para consolarla! Mientras que, sentado en el césped a su lado, trato de disuadirla del horrible sacrificio y, mezclando mis suspiros con los suyos y mis lágrimas con sus lágrimas, me esfuerzo por distraerla en sus dolores, las gentes de la ciudad acuden a casa de la señora de A..., cuyo marido acaba de morirse de un ataque de apoplejía. Resuelta también ella a no sobrevivir a su desgracia, insensible a las lágrimas y a las súplicas de sus amigos, se deja morir de hambre, y desde esta mañana, que han venido imprudentemente a anunciarla la noticia, la infortunada no ha comido mas que un bizcocho y no ha bebido más que una copita de vino de Málaga. No concedo a esta mujer desolada más que la simple atención necesaria para no infringir las leyes de mi sistema universal y me marcho en seguida de su casa, porque soy, naturalmente, escrupuloso y no quiero confundirme con una multitud de consoladores, ni tampoco con las personas demasiado fáciles de consolar.

Las beldades desgraciadas tienen especialmente derechos sobre mi corazón, y el tributo de sensibilidad que les debo no amengua el interés que me inspiran las que son dichosas. Esta disposición varía hasta lo infinito mis placeres y me permite pasar alternativamente de la melancolía a la alegría y de una tranquilidad sentimental a la exaltación. Con frecuencia también forjo intrigas amorosas en la historia antigua y borro líneas enteras en los viejos registros del Destino. ¡Cuántas veces no he contenido la mano parricida de Virginio y salvado la vida a su hija infortunada, víctima a la vez del exceso del crimen y del de la virtud! Este suceso me llena de terror cuando se presenta a mi pensamiento; no me extraño que fuera el origen de una revolución.

Confío que las personas razonables, así como las almas compasivas, me agradecerán haber arreglado este asunto amistosamente, y todo hombre que conoce un poco el mundo estimará, como yo, que si hubieran dejado en paz al decenviro, este hombre apasionado habría seguramente hecho justicia a la virtud de Virginia; los padres habrían intervenido; el pobre Virginio, al fin, se habría calmado, y la boda habría sido el desenlace, según todas las formalidades requeridas por la ley.

¿Pero qué habría sido del infortunado amante desdeñado? Pues bien; ¿qué ha ganado con aquel homicidio el amante? Pero puesto que se empeña usted en afligirse por su suerte, le diré a usted, mi querida María, que seis meses después de la muerte de Virginia, no sólo se había consolado, sino que se había felizmente casado, y que después de haber tenido varios hijos, perdió a su mujer y se volvió a casar al cabo de seis semanas con la viuda de un tribuno del pueblo. Estas circunstancias, ignoradas hasta hoy, han sido descubiertas y descifradas en un manuscrito palimpsesto de la Biblioteca Ambrosiana por un sabio anticuario italiano. Vendrán a aumentar, desgraciadamente, con una página más la historia admirable y ya demasiado larga de la República romana.




ArribaAbajoCapítulo XXIV

Una vez salvada la interesante Virginia, me sustraigo modestamente a su reconocimiento y, deseando siempre prestar mis servicios a las beldades, me aprovecho de la oscuridad de una noche lluviosa y voy furtivamente a abrir la tumba de una joven vestal que el Senado romano tuvo la barbarie de hacer enterrar viva por haber dejado apagarse el fuego sagrado de Vesta, o puede ser acaso por haberse quemado ligeramente. Voy andando silenciosamente por las calles extraviadas de Roma, con la alegría interior que precede a las buenas obras, sobre todo cuando no están exentas de peligro. Evito con cuidado el Capitolio, por temor de despertar a los gansos y, deslizándome a través de los guardias de la puerta Colina, llego felizmente ante la tumba sin ser visto.

Al ruido que hago levantando la losa que la cubre, la infortunada saca la cabeza desgreñada del suelo húmedo del sepulcro. La veo, a la luz de la lámpara sepulcral, lanzar en torno suyo miradas extraviadas; en su delirio, la desgraciada víctima cree estar ya en las orillas del Cocito. «¡Oh, Minos! -exclama-; ¡oh, juez inexorable!; yo amaba, es cierto, en la Tierra, contraviniendo las leyes severas de Vesta. ¡Si los dioses son tan bárbaros como los hombres, abre, abre para mí los abismos del Tártaro! Amaba y amo todavía.» «No, no; no estás aún en el reino de los muertos; ¡ven, joven infortunada, vuelve a la Tierra y vuelve a renacer a la luz y al amor!» Cogí al mismo tiempo su mano, ya helada por el frío de la tumba; la levanté en mis brazos, la apreté contra mi corazón y la arranqué, en fin, de aquel siniestro lugar, palpitante de espanto y de agradecimiento.

No vaya usted a creer, señora, que un motivo personal de ningún género sea el móvil de esta buena acción. La esperanza de interesar en mi favor a la bella ex vestal no entra para nada en cuanto hago en su favor, puesto que volvería entonces al antiguo método; puedo asegurar, palabra de viajero, que todo el tiempo que ha durado nuestro paseo, desde la puerta Colina hasta el sitio en que hoy se encuentra el panteón de los Escipiones, a pesar de la oscuridad profunda y en los momentos mismos en que su debilidad me obligaba a sostenerla en mis brazos, no he dejado de tratarla con las consideraciones y el respeto debidos a su infortunio, y la he entregado escrupulosamente a su amante, que la esperaba en el camino.




ArribaAbajoCapítulo XXV

Otra vez, llevado por mis ensueños, asistí por azar al rapto de las sabinas; vi con gran sorpresa que los sabinos tomaban la cosa muy de otro modo que como lo cuenta la Historia. No comprendiendo el porqué de aquella pelea, ofrecí mi protección a una mujer que huía, y no pude contener la risa al acompañarla cuando oí a un sabino furioso exclamar, con el acento de la desesperación: «¡Dioses inmortales! ¿Por qué no habré traído a mi mujer a esta fiesta?»




ArribaAbajoCapítulo XXVI

Además de la mitad del género humano, al cual consagro un afecto tan vivo, ¿por qué no decirlo y querrán creerlo las gentes?, está dotado mi corazón de tal capacidad de ternura, que a todos los seres vivos y a las mismas cosas inanimadas las toca una buena parte. Amo a los árboles que me cobijan bajo su sombra y a los pájaros que lanzan sus trinos en la enramada, y el grito nocturno de la lechuza, y el ruido de los torrentes; amo a todo... ¡amo a la Luna!

Se ríe usted, señorita; es cómodo poner en ridículo los sentimientos que no se experimentan; pero los corazones que se parecen al mío me comprenderán.

Sí; me uno con verdadero cariño a todo lo que me rodea. Amo los caminos por donde paso, la fuente donde bebo; no me separo sin cierta pena de la rama que he cortado en la zanja; me vuelvo a mirarla después de haberla tirado: ya habíamos trabado conocimiento; siento pena por las hojas caídas, y hasta por el céfiro que pasa. ¿Dónde está ahora el que agitaba tus cabellos negros, Elisa, cuando, sentada a mi lado en las orillas del Doira, la víspera de nuestra separación eterna, me mirabas con triste silencio? ¿Dónde está tu mirada? ¿Dónde ha ido a parar aquel instante doloroso y querido?

-¡Oh, Tiempo..., divinidad terrible! No es tu cruel guadaña la que me espanta. Sólo temo a tus horribles hijos, la Indiferencia y el Olvido, que convierten en larga muerte las tres cuartas partes de nuestra existencia.

¡Ay! Aquel céfiro, aquella mirada, aquella sonrisa están tan lejos de mí como las aventuras de Ariadna. No quedan en el fondo de mi corazón más que tristes recuerdos y vanas memorias; ¡triste mezcla, sobre la cual mi vida flota todavía, como una nave desarbolada por la tempestad flota todavía unos instantes sobre el mar enfurecido!...




ArribaAbajoCapítulo XXVII

Hasta que, introduciéndose poco a poco el agua entre los maderos rotos, la desgraciada nave desaparece tragada por el abismo; las olas la cubren, la tempestad se calma y la golondrina de mar, la gaviota, surca la llanura solitaria y tranquila del océano.




ArribaAbajoCapítulo XXVIII

Me veo obligado a terminar aquí la explicación de mi nuevo método de hacer el amor, porque advierto que está cayendo en la negra tristeza. No estará, sin embargo, fuera de lugar añadir todavía algunas aclaraciones sobre este descubrimiento, que no conviene generalmente a todo el mundo ni a todas las edades. No aconsejaría a nadie ponerle en práctica a los veinte años. El mismo inventor no lo practicaba en esa época de su vida. Para sacar de él todo el partido posible es preciso haber experimentado todas las penas de la vida sin sentirse desanimado y todos los goces sin sentirse hastiado. ¡Cosa difícil! Es, sobre todo, útil en esa edad en que la razón nos aconseja renunciar a las costumbres de la juventud, y puede servir de intermediario y de transición insensible entre el placer y la sabiduría. Esta transición, como la han observado todos los moralistas, es muy difícil. Pocos hombres tienen el noble valor de pasar por ella galantemente, y con frecuencia, después de haber dado el paso, se aburren en la otra orilla y vuelven a pasar el foso con sus cabellos blancos y llenos de vergüenza. Eso es lo que evitarán sin trabajo con mi nuevo método de hacer el amor. En efecto; casi todos nuestros placeres, no siendo otra cosa más que ficciones de nuestra imaginación, es esencial presentarla alguna cosa inocente que la sirva de alimento para apartarla de los objetos a los cuales tenemos que renunciar, algo así como se presentan juguetes a los niños cuando no se les quiere dar bombones. De esta manera se tiene tiempo de afirmarse en el terreno de la sabiduría sin pensar que se está en él todavía, y se llega a ella por el camino de la locura; lo cual facilitará singularmente su acceso a muchas gentes.

Creo, pues, no haberme equivocado en la esperanza de ser útil, que me ha hecho coger la pluma, y sólo me resta defenderme contra el movimiento natural de amor propio que podría legítimamente experimentar al revelar a los hombres semejantes verdades.




ArribaAbajoCapítulo XXIX

Todas estas confidencias, mi querida Sofía, no la habrán hecho olvidar, así lo espero, la posición molesta en la cual me había quedado, agarrado a mi ventana. La emoción que me había producido el aspecto del lindo pie de mi vecina duraba todavía, y había vuelto a caer más que nunca bajo el encanto peligroso de la zapatilla, cuando un suceso imprevisto vino a sacarme del peligro en que me encontraba de precipitarme a la calle desde un quinto piso. Un murciélago que revoloteaba en torno de la casa, y que, viéndome inmóvil hacía tiempo, me tomé, al parecer, por una chimenea, vino de repente a posarse sobre mí y se agarró a una de mis orejas; sentí sobre mis mejillas la horrible frescura de sus alas húmedas. Todos los ecos de Turín respondieron al grito furioso que lancé a pesar mío. Los centinelas, a lo lejos, dieron el quién vive, y oí en la calle la marcha precipitada de una patrulla.

Abandoné sin gran pesar la vista del balcón, que ya no tenía ningún atractivo para mí. El frío de la noche se había apoderado de mí. Un ligero estremecimiento me sacudió de pies a cabeza, y al abrocharme la bata para entrar en calor vi con gran sentimiento que aquella sensación de frío, junta con el atropello del murciélago, había bastado para cambiar otra vez el curso de mis ideas. La zapatilla mágica no había tenido en aquel momento más influencia sobre mi que la cabellera de Berenice o cualquiera otra constelación. Calculé en seguida cuán poco razonable era pasar la noche expuesto a la intemperie del aire, en vez de seguir la voz de la Naturaleza, que nos ordena el sueño. Mi razón, que en aquel momento obraba sola en mí, me hizo ver esto demostrado como si fuera una proposición de Euclides. En fin: me quedé de pronto privado de imaginación y de entusiasmo Y entregado sin socorro a la triste realidad. ¡Existencia desagradable! Tanto valdría ser un árbol seco en un bosque, o bien un obelisco en medio de una plaza.

-¡Qué par de extrañas máquinas -exclamé entonces- la cabeza y el corazón del hombre! Arrastrado alternativamente por estos dos móviles de sus actos en dos direcciones contrarias, la última que sigue le parece siempre la mejor. ¡Oh, locura del entusiasmo y del sentimiento!, dice la fría razón. ¡Oh, debilidad e incertidumbre de la razón!, dice el sentimiento. ¿Quién podrá nunca, quién osará decidir entre ambos?

Pensaba yo que sería realmente grande tratar la cuestión en el mismo punto y hora y resolver de una vez a cuál de estos dos guías convenía confiarme por el resto de mis días. ¿Seguiré de hoy en adelante a mi cabeza o a mi corazón? Examinémoslo.




ArribaAbajoCapítulo XXX

Al tiempo de pronunciar estas palabras advertí un dolor sordo en aquel de mis pies que se apoyaba sobre el escalón. Estaba yo, además, muy fatigado de la posición difícil que había tenido hasta entonces. Me bajé despacio para sentarme y, dejando colgar mis piernas a derecha e izquierda de la ventana, empecé mi viaje a caballo. Siempre he preferido esta manera de viajar a todas las demás y me gustan con pasión los caballos; sin embargo, de todos los que he visto, o de las cuales he podido tener noticia, aquel cuya posesión hubiera deseado más ardientemente es el caballo de madera de que se habla en Las mil y una noches, sobre el cual se podía viajar por los aires y que partía como un relámpago cuando se daba vueltas a un pequeño tornillo que tenía entre sus orejas.

Ahora bien, puede advertirse que mi montura se parece mucho a la de Las mil y una noches. Por su posición, el viajero a caballo sobre una ventana comunica por un lado con el cielo y disfruta del imponente espectáculo de la Naturaleza: los meteoros y los astros están a su disposición; por el otro lado, el aspecto de su morada y de los objetos que contiene le llevan a la idea de su existencia y le hacen volver a entrar en sí mismo. Un solo movimiento de la cabeza reemplaza al tornillo encantado y basta para operar en el alma del viajero un cambio tan rápido como extraordinario. Alternativamente habitante de la tierra y de los cielos, su espíritu y su corazón recorren todos los goces que es dado al hombre disfrutar.

Tuve el presentimiento anticipado de todo el partido que podría sacar de mi montura. Cuando me senté bien a plomo en la silla, y arrellenado lo mejor posible, seguro de no tener nada que temer de los ladrones ni de los tropezones de mi caballo, creí la ocasión muy favorable para entregarme al examen del problema que tenía que resolver acerca de la preeminencia de la razón o del sentimiento. Pero la primera reflexión que hice sobre este asunto me paró en seco. ¿Tengo yo derecho a erigirme en juez de semejante litigio?, me dije entre dientes; ¿yo, que en mi conciencia fallo de antemano en favor del sentimiento?

Pero, por otra parte, si excluyo las personas cuyo corazón predomina sobre la cabeza, ¿a quién podré consultar? ¿A un geómetra? ¡Bah!, esas gentes están vendidas a la razón. Para decidir este punto sería necesario encontrar un hombre que hubiese recibido de la Naturaleza igual dosis de razón y de sentimiento, y que en el momento de resolver estas dos facultades estuvieran perfectamente en equilibrio... ¡Cosa imposible! Sería más fácil equilibrar una república.

El único juez competente sería, pues, el que no tuviera nada de común ni con una ni con otro; un hombre, en fin, sin cabeza y sin corazón. Esta extraña consecuencia sublevó a mi razón; mi corazón, por su parte, protestó de que él no había intervenido para nada en ella. Sin embargo, me parecía haber razonado del todo bien, y habría con este motivo tenido la más deplorable idea de mis facultades intelectuales si hubiese reflexionado que en las especulaciones de alta metafísica, como la de que se trata, filósofos de primer orden han sido con frecuencia llevados, mediante razonamientos lógicos, a deducir consecuencias espantosas, que han influido sobre la felicidad de la sociedad humana. Me consolaré, pues, pensando que el resultado de mis especulaciones no haría, por lo menos, daño a nadie. Dejé la cuestión indecisa y resolví, para el resto de mis días, seguir alternativamente a mi corazón o a mi cabeza, según que uno de los dos venciera al otro. Creo, en efecto, que es el mejor método. No he conseguido con él, en verdad, una gran fortuna hasta ahora, me decía a mí mismo. No importa; sigo mi camino; desciendo la senda rápida de la vida sin miedo y sin proyectos, a veces riendo, llorando a veces, y con frecuencia los dos a la par, o bien tarareando una vieja canción cualquiera para distraerme a lo largo del camino. Otras veces cojo una margarita en un rincón de la maleza; arranco las hojas una tras otra, diciéndome: «Me ama un poco, mucho, apasionadamente, nada en absoluto.» La última casi siempre coincide con este nada en absoluto. En efecto; Elisa no me ama ya.

Mientras me ocupo de este modo, la generación entera de los que viven va pasando; semejante a una ola inmensa, pronto va conmigo a romperse en las orillas de la eternidad, y como si el huracán de la vida no fuera bastante impetuoso, como si nos empujara demasiado lentamente a los confines de la existencia, las naciones en masa se degüellan aprisa y corriendo y anticipan el término fijado por la Naturaleza. Unos conquistadores, arrastrados ellos mismos por el torbellino rápido del tiempo, se entretienen en hacer morder el polvo a millones de hombres. ¡Eh, señores míos! ¿En qué pensáis? ¡Esperad!... Esas buenas gentes iban a morirse ellos solos; ¿no veis la ola que avanza? Ya su espuma se acerca a la orilla... ¡Esperad, en nombre del cielo, todavía un instante, y vosotros y vuestros enemigos y yo y las margaritas, todo eso va a concluir! ¿Puede uno encontrar bastante extraña semejante demencia? Vaya, pues; es una cosa resuelta: de hoy en adelante, yo mismo no volveré más a deshojar margaritas.




ArribaAbajoCapítulo XXXI

Después de haberme fijado para lo porvenir una regla de conducta prudente, mediante una lógica luminosa, como se ha visto en los capítulos precedentes, me quedaba por resolver un punto muy importante referente al viaje que iba a emprender. No se trata sólo, en efecto, de ir en coche o a caballo; es preciso también saber adónde se quiere ir. Estaba tan fatigado por las investigaciones metafísicas en que acababa de ocuparme, que antes de decidirme por la región del globo a la que daría la preferencia quise descansar un rato sin pensar en nada. Es ésta una manera de existir que es también de mi invención, y que con frecuencia me ha servido de mucho; pero no le es concedido a todo el mundo saber usar de ella, porque si es fácil dar profundidad a las ideas reconcentrándose sobre un asunto, no lo es tanto parar de pronto el pensamiento como se para el péndulo de un reloj. Molière ha puesto en ridículo, sin razón, a un hombre que se entretenía en contemplar los círculos que hacía el agua de un pozo al escupir en ella; en cuanto a mí, me sentiría inclinado a creer que aquel hombre era un filósofo que tenía el poder de suspender la acción de su inteligencia para descansar; operación de las más difíciles que pueda ejecutar el espíritu humano. Bien sé que las personas que han recibido esta facultad sin haberla deseado, y que no piensan de ordinario en nada, me acusarán de plagio y reclamarán la prioridad de la invención; pero el estado de inmovilidad intelectual de que quiero hablar es muy diferente del que ellas disfrutan, y del cual el señor Necker ha hecho la apología. El mío es siempre voluntario y no puede ser más que momentáneo; para disfrutar de él en toda su plenitud, cerré los ojos, apoyándome con las dos manos en la barandilla de la ventana, como un jinete fatigado se apoya sobre el pomo de la silla, y pronto el recuerdo del pasado, el sentimiento de lo presente y la previsión de lo porvenir se aniquilaron en mi alma.

Comoquiera que este modo de existencia favorece poderosamente la invasión del sueño, al cabo de disfrutarlo medio minuto sentí que mi cabeza cala sobre mi pecho; abrí al instante los ojos, y mis ideas volvieron a seguir su curso; circunstancia que prueba evidentemente que la especie de letargo voluntario de que se trata es muy diferente del sueño, puesto que fui despertado por el sueño mismo, accidente, que seguramente nunca le ha ocurrido a nadie.

Levantando mis ojos hacia el cielo, advertí la estrella polar sobre la cúspide de la casa; lo que me pareció de un augurio realmente bueno en el momento en que iba a emprender un largo viaje. Durante el intervalo de descanso de que acababa de disfrutar, mi imaginación había recobrado toda su fuerza y mi corazón estaba dispuesto a recibir las más dulces impulsiones: hasta tal punto ese pasajero aniquilamiento del pensar puede aumentar su energía. El fondo de tristeza que mi situación precaria en el mundo me hacía secretamente sentir fue reemplazado de pronto por un vivo sentimiento de esperanza y de ánimo; me sentí capaz de afrontar la vida y todos los azares de infortunio o de felicidad que arrastra con ella.

-¡Astro brillante -exclamé en el éxtasis delicioso que me embargaba-, incomprensible producción del eterno pensamiento! ¡Tú, que solo, inmóvil en los cielos, velas desde el día de la creación sobre una mitad de la Tierra; tú, que diriges al navegante en los desiertos del océano, y de quien un solo rayo ha devuelto tantas veces la esperanza y la vida al marinero que huía ante la tempestad; si jamás, en las noches serenas que me permitían contemplar el cielo, he dejado de buscarte entre tus compañeros, ven a mi socorro, luz celeste! ¡Ay! La Tierra me abandona; sé tú, en esta hora, mi consejo y mi guía, dime cuál es la región del globo en que yo deba ir a fijarme.

Durante esta invocación, la estrella parecía irradiar más vivamente y recrearse en el cielo, invitándome a acercarme a su influencia protectora.

No creo en absoluto en los presentimientos, pero creo en una Providencia divina que conduce a los hombres por medios desconocidos. Cada instante de nuestra existencia es una creación nueva, un acto de la omnipotente voluntad. El orden inconstante que produce las formas siempre nuevas y los fenómenos inexplicables de las nubes está determinado para cada instante, hasta en la más mínima gota de agua que las compone; los sucesos de nuestra vida no podrían tener otra causa, y atribuirlos al azar sería el colmo de la insensatez. Hasta puedo asegurar que me ha sucedido alguna vez entrever los hilos imperceptibles mediante los cuales la Providencia hace obrar a los más grandes hombres como si fueran muñecos, cuando ellos se imaginan conducir al mundo; un pequeño movimiento de orgullo que se les infiltra en el corazón basta para hacer perecer ejércitos enteros y para revolver de arriba abajo a una nación entera. Sea como quiera, creía yo tan firmemente en la realidad de la invitación que había recibido de la estrella polar, que mi resolución de ir hacia el Norte fue tomada en el mismo instante, y aunque no tuviera en esas regiones lejanas ningún punto de preferencia ni ningún objetivo determinado, cuando partí de Turín al día siguiente salí por la puerta Palacio, que está al norte de la ciudad, persuadido de que la estrella polar no me abandonaría.




ArribaAbajoCapítulo XXXII

Hasta aquí había llegado de mi viaje, cuando me vi obligado a bajar precipitadamente del caballo. No habría tenido en cuenta esta particularidad si no debiera en conciencia instruir a las personas que quisieran adoptar esta manera de viajar de los pequeños inconvenientes que presenta, después de haberles expuesto las inmensas ventajas.

No habiendo sido las ventanas, por lo general, primitivamente inventadas para el nuevo destino que las he dado, los arquitectos que las construyen no se cuidan de darles la forma cómoda y redondeada de una silla de montar a la inglesa. El lector inteligente comprenderá, creo yo, sin otra explicación la causa dolorosa que me obligó a hacer una parada. Me bajé con bastante trabajo y di unas cuantas vueltas a pie a lo largo de mi cuarto para desentumecerme, reflexionando sobre la mezcla de penas y placeres de que la vida está sembrada, así como sobre la especie de fatalidad que hace a los hombres esclavos de las circunstancias más insignificantes. Después de lo cual me apresuré a montar de nuevo en mi caballo, provisto de una almohadilla, lo cual no me habría atrevido a hacer algunos días antes por temor a las rechiflas de la caballería; pero habiendo encontrado el día antes en las puertas de Turín un destacamento de cosacos que llegaban, montados sobre parecidas almohadillas, de las riberas de los Palus-Meótidas y del mar Caspio creí, sin desdeñar las leyes de la equitación, poder adoptar la misma costumbre.

Libre ya de la sensación desagradable que he dejado adivinar, pude ocuparme sin inquietud de mi plan de viaje.

Una de las dificultades que más me preocupaban, porque provenía de mi conciencia, era saber si haría bien o mal en abandonar mi patria, cuya mitad, por su parte, me había abandonado. Semejante partido me parecía demasiado importante para decidirme a tomarlo sin pensarlo bien. Reflexionando acerca de esta palabra de patria, advertí que no tenía de ella una idea muy clara. «¿Mi patria? ¿En qué consiste la patria? ¿Sería, acaso, una reunión de casas, de campos, de ríos? No podría creerlo así. ¿Sería acaso mi familia, mis amigos, lo que constituye mi patria? ¡Pero ya me han abandonado! ¡Ah, ya estoy! ¿Sería el Gobierno? Pero lo han cambiado. ¡Dios mío! ¿Dónde, pues, estará mi patria?» Me pasé la mano por la frente en un estado de inquietud imposible de expresar. ¡El amor a la patria es de tal modo enérgico! Los tristes recuerdos que yo mismo sentía a la sola idea de abandonar la mía me probaban con tanta tristeza la realidad de la patria, que hubiera permanecido a caballo toda mi vida antes que emprender la marcha sin haber resuelto por completo esta dificultad.

Pronto eché de ver que el amor a la patria depende de varios elementos reunidos; es decir, del largo hábito que adquiere el hombre desde su infancia, de los individuos, de la localidad y del Gobierno. No se trataba ya más que de examinar en qué contribuyen estas tres bases, cada una por su parte, a constituir la patria.

El afecto a nuestros compatriotas, en general, depende del Gobierno, y no es otra cosa que el sentimiento de la fuerza y de la felicidad que nos proporciona en común; puesto que el verdadero afecto se limita a la familia y a un pequeño número de individuos que nos rodean inmediatamente. Todo lo que rompe la costumbre o la facilidad de vivir en común hace a los hombres enemigos; una cadena de montañas forma por una y otra parte ultramontanos que no se tienen afecto; los habitantes de la orilla derecha de un río se creen muy superiores a los de la orilla izquierda, y éstos, a su vez, menosprecian a sus vecinos. Esta disposición se advierte hasta en las grandes ciudades separadas por un río, a pesar de los puentes que reúnen sus orillas. La diferencia del idioma aleja mucho más todavía a los hombres que tienen el mismo Gobierno; en fin, la familia misma, en la cual reside nuestro verdadero cariño, está con frecuencia dispersa en la patria; cambia continuamente en la forma y en el número; además, puede ser transportada. No es, pues, ni en nuestros compatriotas ni en nuestra familia donde reside absolutamente el amor a la patria.

La localidad contribuye por lo menos tanto al afecto que sentimos por el país natal. Se presenta con referencia a esto una cuestión muy interesante: se ha notado siempre que los montañeses son, entre todos los pueblos, los que tienen más apego a su país, y que los pueblos nómadas habitan, en general, las grandes llanuras. ¿Cuál puede ser la causa de esta diferencia en el amor de estos pueblos a la localidad? Si no me equivoco, es ésta: en las montañas la patria tiene una fisonomía; en las llanuras no la tiene. Es una mujer sin facciones, que no hay medio de amar a pesar de todas sus buenas cualidades. ¿Qué le queda, en efecto, de su patria local al habitante de una aldea de casas de madera, cuando, después del paso del enemigo, la aldea ha sido quemada y los árboles tronchados? El desgraciado busca en vano en la línea uniforme del horizonte algún objeto conocido que pueda suscitar sus recuerdos; no existe ninguno. Cada punto del espacio le presenta el mismo aspecto y el mismo interés. Aquel hombre es nómada de hecho, a menos que la costumbre del Gobierno no le haga permanecer en su país; pero su morada estará aquí o allí, no importa dónde; su patria está dondequiera que el Gobierno ejerce su acción; no tendrá más que una patria a medias. El montañés se siente ligado a los objetos que está habituado a ver desde su infancia, y que tienen formas visibles e indestructibles; desde todos los puntos del valle ve y reconoce su pedazo de tierra sobre las laderas del monte. El ruido del torrente, que hierve entre las rocas, no se interrumpe nunca; el sendero que conduce a la aldea se tuerce cerca de un bloque inmutable de granito. Ve en sueños el contorno de las montañas, que lleva impreso en su corazón como después de haber mirado largo rato las vidrieras de una ventana todavía se las sigue viendo con los ojos cerrados; el cuadro grabado en su memoria forma parte de él mismo y no se borra nunca. En fin, los recuerdos mismos se ligan con la localidad; pero es preciso que tenga objetivos cuyo origen sea ignorado y de los cuales no se pueda prever el fin. Los antiguos edificios, los viejos puentes, todo lo que tiene el carácter de grandeza y de larga duración, reemplaza, en parte, a las montañas en el amor a la localidad; sin embargo, los monumentos de la Naturaleza tienen más poder sobre el corazón. Para dar a Roma un apelativo digno de ella, los orgullosos romanos la llamaron la ciudad de las siete colinas. La costumbre adquirida nunca puede ser destruida. El montañés, en su edad madura, no siente ya afecto hacia las localidades de una gran ciudad, y el habitante de las ciudades no puede convertirse en un montañés. De aquí viene acaso que uno de los más grandes escritores de nuestros días, que ha descrito genialmente los desiertos de América, ha encontrado los Alpes mezquinos, y el Mont-Blanc considerablemente demasiado pequeño.

La parte del Gobierno es evidente; es la primera base de la patria. Él es quien produce el afecto recíproco de los hombres y quien hace que sea más enérgico el que siente naturalmente por la localidad; él sólo, por los recuerdos de felicidad o de gloria, puede ligarles al suelo que les ha visto nacer.

¿Es bueno el Gobierno? La patria está en toda su fuerza. ¿Se convierte en vicioso? La patria está enferma. ¿Cambia? La patria muere. Se trata entonces de una nueva patria, y cada cual es dueño de adoptarla o de escoger otra.

Cuando toda la población de Atenas abandonó, esta ciudad bajo la fe de Temístocles, ¿abandonaron los atenienses su patria o se la llevaron consigo en sus naves?

Cuando Coriolano...

¡Dios mío! ¿En qué discusión voy a meterme? Me olvidé que estoy a caballo sobre mi ventana.




ArribaAbajoCapítulo XXXIII

Tenía yo una vieja parienta, mujer muy lista, cuya conversación era de lo más interesante; pero su memoria, a la vez inconstante y fértil, la hacía con frecuencia pasar de unos episodios a otros y de unas a otras digresiones, hasta el punto de verse obligada a implorar la ayuda de sus auditores. «¿Qué es lo que quería contaros?», decía, y también con frecuencia sus auditores lo habían olvidado; lo cual dejaba a toda la reunión en un apuro difícil de expresar. Ahora bien; se ha podido notar que el mismo accidente me ocurre con frecuencia en mis narraciones, y habré de convenir, en efecto, que el plan y el orden de mi viaje están exactamente calcados sobre el orden y el plan de las conversaciones de mi tía; pero no llamo a nadie en mi auxilio, porque he notado que el tema vuelve a presentarse por sí mismo y en el momento en que menos lo espero.




ArribaAbajoCapítulo XXXIV

Las personas que no aprobasen mi disertación sobre la patria deben ser prevenidas de que hacía ya un rato se apoderaba de mí el sueño, a pesar de los esfuerzos que hacía para combatirle. Sin embargo, no estoy muy seguro ahora de si me dormí de veras entonces o de si las cosas extraordinarias que voy a narrar fueron el efecto de un sueño o de una visión sobrenatural.

Vi bajar del cielo una nube brillante, que se acercaba a mí poco a poco y que recubría como con un velo transparente a una joven doncella de veintidós años. Vanamente buscaría palabras para describir el sentimiento que su aspecto me produjo. Su fisonomía, radiante de belleza y de bondad, tenía el encanto de las ilusiones de la juventud y era dulce como los ensueños del porvenir; su mirada, su apacible sonrisa, todas sus facciones, en fin, realizaban a mis ojos el ser ideal que buscaba mi corazón hacía tanto tiempo y que había perdido la esperanza de encontrar jamás.

Mientras la contemplaba, en un éxtasis delicioso, vi brillar la estrella polar entre las trenzas de su negra cabellera, que levantaba el viento del Norte, y en el mismo instante llegaron a mis oídos palabras de consuelo. ¿Qué digo palabras? Era la expresión misteriosa del pensamiento celeste, que revelaba el porvenir a mi inteligencia, mientras mis sentidos estaban encadenados por el sueño; era una comunicación profética del astro favorable al que yo acababa de invocar, y de la cual voy a tratar de expresar el sentido en un lenguaje humano.

«Tu confianza en mí no será defraudada -decía una voz que parecía resonar como el sonido de las arpas eolianas-. ¡Mira! He aquí el campo que he reservado para ti; he aquí el bien al cual aspiran en vano los hombres que piensan que la felicidad es un cálculo y que piden a la Tierra lo que no se puede obtener más que del Cielo.» Al decir esto, el meteoro volvió a las profundidades de los cielos, la divinidad aérea se perdió entre las brumas del horizonte; pero al alejarse me miró de modo que llenó mi corazón de confiada esperanza.

En seguida, ardiendo en deseos de seguirla, piqué espuelas con todas mis fuerzas, y como se me había olvidado ponerme espuelas, di con el talón derecho contra el ángulo de una teja, con tanta violencia, que el dolor me despertó sobresaltado.




ArribaAbajoCapítulo XXXV

Este accidente tuvo una real ventaja en lo tocante a la parte geológica de mi viaje, porque me procuró la ocasión de conocer exactamente la altura de mi cuarto por encima de las capas de aluvión que forman el suelo sobre el cual esta edificada la ciudad de Turín.

Me palpitaba con fuerza el corazón y acababa de contar tres latidos y medio a partir del momento en que había espoleado a mi montura, cuando oí el ruido de mi zapatilla al caer a la calle; lo cual, hecho el cálculo del tiempo que emplean los cuerpos graves en su caída acelerada y el del que habrían empleado las ondulaciones sonoras del aire para llegar desde la calle a mis oídos, determinó la altura de mi ventana a noventa y cuatro pies, tres líneas y dos décimas de línea desde el nivel del pavimento de Turín, suponiendo que mi corazón, agitado por el ensueño, latía ciento veinte veces por minuto; lo cual no puede apartarse mucho de la verdad. Es únicamente desde el punto de vista de la Ciencia por lo que, después de haber hablado de la zapatilla interesante de mi bella vecina, me he atrevido a mencionar la mía; así es que advierto que este capítulo no está escrito absolutamente más que para los sabios.




ArribaAbajoCapítulo XXXVI

La brillante visión de que acababa de disfrutar me hizo sentir más vivamente al despertarme todo el horror del aislamiento en que me encontraba. Paseé mis miradas en torno mío, y no vi más que los tejados y las chimeneas. ¡Ay! Colgado en un quinto piso, entre el Cielo y la Tierra, envuelto en un océano de tristes recuerdos, de deseos y de inquietudes, lo único que sostenía mi existencia era un luminar incierto de esperanza; apoyo fantástico, cuya fragilidad había yo experimentado con harta frecuencia. No tardó la duda en apoderarse de nuevo de mi corazón, todavía dolorido por las contrariedades de la vida, y creí de veras que la estrella polar se había burlado de mí. Injusta y culpable desconfianza, por la cual me ha castigado el astro haciéndome consumirme en diez años de espera. ¡Oh! ¡Si hubiese podido prever entonces que todas aquellas promesas habían de cumplirse, y que volvería a encontrar un día sobre la Tierra al ser adorado que sólo había entrevisto su imagen en el Cielo! ¡Querida Sofía: ¡si hubiera sabido que mi felicidad sobrepujaría todas mis esperanzas!... Pero no hay que anticipar los sucesos; vuelvo a mi tema, no queriendo intervertir el orden metódico y severo al cual me he sujetado en la redacción de mi viaje.




ArribaAbajoCapítulo XXXVII

El reloj del campanario de San Felipe dio lentamente las doce de la noche. Conté uno tras otro cada tintineo de la campana. Y el último me arrancó un suspiro. «He aquí, pues -me dije-, un día que acaba de mi vida»; y aunque las vibraciones decrecientes del sonido del bronce se estremezcan aún en mis oídos, la Parte de mi viaje que ha precedido a la medianoche está ya tan lejos de mí como el viaje de Ulises o el de Jasón. En este abismo del Pasado los instantes y los siglos tienen la misma duración; y el porvenir ¿tiene más realidad? Son dos nadas, entre las cuales me encuentro en equilibrio como sobre el filo de una hoja de espada. En verdad, el tiempo me parece algo tan inconcebible, que me faltaría poco para creer que no existe realmente y que lo que llamamos así no es otra cosa que un castigo del pensamiento.

Me regocijaba por haber encontrado esta definición del tiempo, tan tenebrosa como el tiempo mismo, cuando otro reloj dio las doce de la noche; lo cual me procuró un sentimiento desagradable. Me queda siempre un fondo de mal humor cuando me he ocupado inútilmente de un problema insoluble, y me parecía muy poco a propósito aquella segunda advertencia de la campana dirigida a un filósofo como yo. Pero sentí de veras un verdadero despecho, unos segundos después, al oír a lo lejos la tercera campana, la del convento de los capuchinos, situado en la otra orilla del Po, dar también las doce, como si lo hiciera con malicia.

Cuando mi tía llamaba a una vieja criada algo arisca, por la que tenía bastante afecto, sin embargo, no se contentaba, en su impaciencia, con tirar una sola vez del cordón de la campanilla, sino que tiraba sin parar hasta que la criada acudía. «Vamos, venga usted, señorita Branchet.» Y ésta, incomodada por aquellas prisas, acudía despacito y respondía con mucha acritud, antes de entrar en el salón: «Ya voy, señora, ya voy.» Parecido fue el sentimiento malhumorado que experimenté al oír la campana indiscreta de los capuchinos dar las doce por tercera vez. «Ya lo sé -exclamé, tendiendo las manos en dirección del reloj-; si ya lo sé; sé que son las doce; de sobra que lo sé.»

Es, a no dudarlo, merced a un consejo insidioso del espíritu maligno por lo que los hombres han encargado a esa hora dividir los días. Encerrados en sus habitaciones, duermen o se divierten, mientras la hora fatal corta un hilo de su existencia; al día siguiente se levantan alegremente, sin sospechar ni remotamente que ha pasado un día más. En vano la voz profética del bronce les anuncia la proximidad de la eternidad; en vano les repite tristemente cada hora que pasa; nada oyen, o si oyen, no comprenden. ¡Oh, medianoche.... hora terrible!... No soy supersticioso; pero esta hora me inspiró siempre una especie de temor, y tengo el presentimiento de que si alguna vez me he de morir será a la medianoche. ¿Me habré de morir, pues, algún día? ¿Cómo me moriré? Yo, que hablo, que me siento a mí mismo, que me palpo, ¿yo habré de morir? Me cuesta algún trabajo creerlo, porque, en fin, que los demás se mueran, no hay cosa más natural; eso lo vemos todos los días; vemos pasar a los muertos, ya estamos acostumbrados; pero morirse uno mismo, morirse en persona, ¡eso es un poco fuerte! Y ustedes, señores, que toman estas reflexiones como si fueran un galimatías, sabed que tal es la manera de pensar de todo el mundo, y la de usted también. Nadie piensa en que se ha de morir. Si existiera una raza de hombres inmortales, la idea de la muerte les horrorizaría más que a nosotros.

Hay en esto algo que no me explico. ¿Cómo es que los hombres, sin cesar agitados por la esperanza y por las quimeras del porvenir se inquietan tan poco por lo que ese porvenir les ofrece como cierto e inevitable? ¿No sería la Naturaleza bienhechora misma la que nos habría dado esta venturosa indiferencia, a fin de que pudiéramos cumplir tranquilamente nuestro destino? Creo, en efecto, que se puede ser una buena persona a carta cabal sin añadir a los males reales de la vida esa disposición de espíritu que lleva a las reflexiones lúgubres y sin atormentarse la imaginación con negros fantasmas. En fin: pienso que hay que permitirse la risa, o por lo menos sonreírse, cuantas veces la ocasión inocente se presenta.

Así acaba la meditación que me había inspirado el reloj de San Felipe. La habría llevado más lejos si no me hubiera asaltado algún escrúpulo acerca de la severidad de la moral que acabo de establecer. Pero como no quiero profundizar en esta duda, me puse a tararear el aire de las Locuras de España, que tiene el don de cambiar el curso de mis ideas cuando van por mal camino. Fue tan pronto el efecto, que terminé en el acto mi paseo a caballo.




ArribaAbajoCapítulo XXXVIII

Antes de volverme a mi cuarto eché una mirada sobre la ciudad y la campiña sombría de Turín, que iba a dejar quizá para siempre, y les dirigí mi último adiós. Nunca me había parecido tan hermosa la noche; nunca el espectáculo que tenía bajo mis ojos me había interesado tan vivamente. Cuando hube saludado la montaña y el templo de Supergio, me despedí de las torres, de los campanarios, de todos los objetos conocidos, que nunca hubiera creído recordar tan tristemente, y del aire, y del cielo, y del río, cuyo sordo murmullo parecía responder a mi adiós. ¡Oh! Si supiera describir el sentimiento, tierno y cruel a la vez, que llenaba mi corazón, y todos los recuerdos de la más hermosa mitad de mi vida pasada que se agolpaban en torno mío, como duendecillos, para que me quedara en Turín. Pero ¡ay! Los recuerdos de la felicidad pasada son las arrugas del alma. Cuando se es desgraciado, hay que arrojarlos fuera del pensamiento, como fantasmas burlones que vienen a insultar a nuestra situación presente; es entonces mil veces preferible abandonarse a las ilusiones engañosas de la esperanza, y sobre todo hay que hacer de tripas corazón y tener buen cuidado de no hacer a nadie confidente de las propias desgracias. He notado, en los viajes ordinarios que he hecho entre los hombres, que a fuerza de ser desgraciado acaba uno por ponerse en ridículo. En estos momentos desesperados nada hay más conveniente que la nueva manera de viajar, cuya descripción se acaba de leer. Hice entonces sobre esto una experiencia decisiva; no sólo conseguí olvidar el pasado, sino también conformarme animosamente con mis penas presentes. El tiempo se las llevará, me dije para consolarme; de todo se apodera y nada olvida al pasar, y sea que queramos pararlo, sea que lo empujemos hacia adelante, según el dicho vulgar, con los hombros, nuestros esfuerzos son igualmente vanos y en nada cambian su curso invariable. Aunque me preocupo, por lo general, muy poco de su rapidez, hay circunstancias, filiaciones de ideas, que me lo recuerdan de un modo extraordinario. Es cuando los hombres se callan, cuando el demonio del ruido permanece mudo en medio de su templo, en medio de una vida aletargada, entonces es cuando el tiempo eleva su voz y se hace oír a mi alma. El silencio y la oscuridad se convierten en sus intérpretes y me revelan su marcha misteriosa; no es ya un ente de razón, que mi pensamiento no puede comprender; mis sentidos mismos lo perciben. Le veo en el cielo, llevando delante de él a las estrellas hacia el Occidente. Allí está, empujando a los ríos al mar y rodando con las nieblas a lo largo de las colinas... Escucho: los vientos gimen bajo el esfuerzo de sus alas rápidas y la campana a lo lejos se estremece a su terrible paso.

«Sepamos aprovecharnos, sepamos aprovecharnos de su carrera -exclamé-. Quiero emplear útilmente los instantes que me va a quitar.» Queriendo sacar partido de esta buena resolución, en el mismo momento me incliné hacia adelante para lanzarme valientemente a la carrera, haciendo con la lengua un chasquido que en todo tiempo ha sido destinado a arrear a las caballerías; pero que es imposible escribir, según las reglas de la ortografía:

gh! gh! gh!

y di fin a mi excursión a caballo a galope tendido.




ArribaCapítulo XXXIX

Levantaba mi pie derecho para apearme, cuando sentí que me daban bastante bruscamente un golpe en el hombro. Si dijera que no me asusté por este accidente haría traición a la verdad; y ésta es la ocasión de hacer observar al lector y demostrarle, sin demasiada vanidad, cuán difícil sería a cualquiera otro que no fuera yo ejecutar semejante viaje. Suponiendo al nuevo viajero mil veces más medios y talentos para la observación de los que yo pueda tener, ¿podría él vanagloriarse de pasar por aventuras tan singulares, tan numerosas, como las que me han ocurrido en el espacio de cuatro horas, y que se relacionan evidentemente con mi destino? Si alguien lo pone en duda, que trate de adivinar quién me había dado aquel golpe en el hombro.

En el primer instante de mi aturdimiento, no reflexionando en la situación en que me encontraba, creí que mi caballo había tirado un par de coces y que me habla hecho dar un porrazo contra un árbol. Dios sabe cuántas ideas funestas se presentaron en mi espíritu durante el corto espacio de tiempo que tardé en volver la cabeza para mirar dentro de mi cuarto. Vi entonces, como sucede con frecuencia en las cosas que parecen más extraordinarias, que la causa de mi sorpresa era muy natural. La misma ráfaga de viento que al principio de mi viaje había abierto la ventana y cerrado la puerta de paso, y una parte de la cual se había deslizado entre las cortinas de mi cama, volvía a entrar en mi cuarto con estrépito. Abrió bruscamente la puerta y salió por la ventana, empujando la vidriera contra mi hombro; lo cual me causó la sorpresa de que acabo de hablar.

Se recordará que fue por la invitación que me había hecho aquella ráfaga de viento por lo que yo me había levantado de la cama. La sacudida que acababa de recibir era de todo punto evidente una invitación a volverme a meter en la cama, y me creí obligado a cumplirla.

Es, seguramente, muy hermoso estar así en una relación familiar con la noche, el cielo y los meteoros y saber sacar partido de su influencia. ¡Ah! Las relaciones que se ve uno obligado a tener con los hombres son mucho más peligrosas. ¡Cuántas veces no he sido victima del engaño de mi confianza en esos señores! Aquí mismo decía yo algo de eso en una nota que he suprimido, porque me ha resultado más larga que el texto entero; lo cual habría alterado las justas proporciones de mi viaje, cuya pequeña extensión es su mayor mérito.





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