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Explicación del catecismo católico breve y sencilla


Ángel María de Arcos



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[Indicaciones de paginación en nota1.]



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Prólogo

Vamos a explicar el Catecismo católico, que dimos a luz en marzo de 1896, compuesto con Ripalda y Astete, revisados nuevamente y añadidos, valiéndonos ahora de su tercera edición, en que se redujo notablemente el volumen y el precio, y se hizo alguna ligerísima enmienda2.

Nos movió a escribir aquel librito el deseo de completar la instrucción catequística de los niños, y por consiguiente del pueblo fiel, dondequiera que se hable la lengua castellana. Porque no creemos ser por nadie desmentidos, si aseguramos que los libritos de Doctrina, usados hasta aquí para la primera y segunda enseñanza, son ya insuficientes; si se ha de prevenir a las almas contra los peligros de estos tiempos, según lo ordena el papa León XIII en sus Encíclicas, y lo reclama imperiosamente la caridad de Dios y del prójimo.

¿Acaso se suplirá ese defecto en la mayor edad? Los documentos Apostólicos y aun los Episcopales, no llegan a noticia de los más, y mucho menos son quienes con ellos aprenden   -2-   lo que necesitan. Suelen leerse en periódicos que los desfiguran y desautorizan, sometiéndolos a su propio criterio; conque apenas queda sino una vaga reminiscencia de que el Papa habló, v. gr., del liberalismo y francmasonería, o contra el comunismo y socialismo. Desde el púlpito, sea por una causa o por otra, si se tocan esas materias, no se baja al terreno de la práctica, o sólo asisten los que menos lo necesitan. Es un hecho, que la generalidad de los fieles no sabe de Doctrina más de lo que aprendió en la niñez; y otro hecho, que mientras en el Catecismo no ven nada contra esos errores modernos, juzgan que el hablar en pro o en contra de ellos es cuestión de partidos, en que cada cual es libre de sentir y obrar como mejor le parezca.

Urge que el librito de Doctrina esté suficientemente completo. En el siglo XVI, al aparecer los protestantes, esparcieron catecismos heréticos entre los niños, y para atajar esa peste se publicaron multitud de Catecismos católicos. El abate Francisco Gustá, en el juicio crítico que de ellos dio, cuenta cuarenta y cuatro en italiano, sesenta y cuatro en francés, sesenta y cuatro en español, veinticinco en alemán, trece en otras lenguas europeas, y cincuenta y cinco para las Misiones de Oriente y Occidente.

Nota que en España los más generalizados fueron el de Leppe, Obispo de Calahorra; el de Vives, menor Observante, y los de Ripalda, Astete, Ledesma y Calatayud, padres, todos cuatro, de la Compañía de Jesús, como lo fue el mismo padre Gustá; el cual añade que los catecismos españoles, notables por su sana doctrina y claridad, eran, sin embargo, más breves y elementales que los de otras naciones. En éstos se armaba a los católicos contra los herejes e incrédulos, lo cual entonces hacía inútil entre nosotros la Unidad católica.

Pero ésta ya no existe, y un diluvio de herejías inunda, sin dique que lo contenga, nuestro suelo. ¡Si al publicar Pío IX el Syllabus en 1861, se hubiera completado el Catecismo español, otra sería la generación actual, y no se hubieran condenado tantas almas!

Ni hay, como alguien piensa, que aguardar al Catecismo,   -3-   que para los católicos de todo el mundo proyectó el Concilio Vaticano, como en el Tridentino salió otro extenso para los párrocos; porque van pasados veintiocho años, y ni hay trazas de que aquel deseo se realice pronto, ni sufre espera la necesidad de los pueblos.

Así lo han entendido el cardenal de Toledo Sr. Payá, el de Santiago Sr. Cuesta, el de Valladolid Sr. Sanz y Forés, y luego el Sr. Casanueva, Canónigo de Madrid, el Sr. Tobías y Ruiz, cura de San Asensio, y otros, que en España y fuera de España han ido, en una u otra forma, ampliando la enseñanza catequística; tanto que hasta en Roma el canónigo Schüller ha impreso el Belarmino en 1890 con no pocas adiciones, manifestando el mismo León XIII su deseo, de que, así añadido, lo adopte toda Italia, y tenga un mismo Catecismo.

Y ciertamente la uniformidad, siquiera en los que hablan la misma lengua, es otro bien, no tan necesario como el ya expuesto, pero sí de la mayor conveniencia.

Lo intentó entre nosotros el santo arzobispo Sr. Claret; rogó a sus hermanos en el Episcopado español le remitiesen cada cual el Catecismo de su diócesis, y quedamos, dice, asombrados al ver la multitud y diversidad de ellos3. Escogió seis: enviolos a Pío IX, y le suplicó aprobase uno para todo el reino. La respuesta fueron cuatro condiciones que ha de llenar un libro de esa clase, y los defectos de que adolecían los seis, inclusos Ripalda y Astete. Nadie se escandalice: la doctrina era católica; pero a éste faltaba, a aquél sobraba, o la expresaban sin bastante exactitud o claridad. El ilustrísimo Sr. Claret compuso el suyo, mas no logró la apetecida uniformidad. Ésta, por otra parte, se hace más urgente al paso que crece la movilidad de las familias. Trasladándose de una a otra región, los padres y maestros no saben el mismo Catecismo que aprenden en la escuela sus niños, ni éstos a veces el de sus condiscípulos. En una misma ciudad hallé, este año pasado, en la santa Misión, niños que respondían por cuatro; cada escuela por uno diverso.

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Ocurrirá tal vez que no es camino para uniformar el Catecismo aumentar con éste el número, y que al Episcopado español toca el señalar, si lo cree oportuno, el que todos aprendan. Así es: ni abrigamos la pretensión de que se adopte el nuestro en todas partes, ni hubiéramos puesto mano a la obra, a no reparar con dolor que ninguno, incluso el Claret, como anterior a la ruptura de la Unidad católica, enseñaba nada contra los enemigos actuales de la Iglesia. Pero oyendo a nuestros obispos estimular desde Sevilla a que se dé más extensión al Catecismo4, y observando el juicio que los mejores de España merecieron a la Congregación Pontificia, ¿a quién parecerá mal que tratáramos de ajustar el nuestro a las cuatro condiciones que Pío IX propuso, y lo ofreciéramos reverentemente a los prelados y a los fieles, después de examinado, aprobado y recomendado por el Arzobispo-Obispo de la diócesis donde se imprimía? Ni sólo en la de Madrid, sino en otras de España y América ha obtenido igual acogida; y, dado a los seminaristas, se ha declarado, como en Cádiz y Bolivia, Catecismo diocesano.

Pero se tropieza con la dificultad de un cambio en libro como éste. La dificultad tiene más de aparente que de real. En cuanto a la doctrina contra los errores modernos, no hay tal cambio, sino una adición exigida por el triste cambio de nuestra sociedad; y en cuanto a lo demás, para los niños que empiezan, tan nuevo es un Catecismo como otro; a los que saben el antiguo no es preciso aprender en esta parte el nuevo, y de todos modos al poco tiempo desaparece en la escuela o colegio aquel obstáculo.

A los maestros sí repugnará enseñar un libro que ellos no aprendieron; pero qué, ¿no se les fuerza hoy día, a cada paso, y por cierto sin razón tan plausible, a mudar el texto de otras asignaturas? Precisamente para facilidad de todos se han respetado hasta las palabras de Ripalda o de Astete, sin disputa los más usados, según que en uno o en otro nos pareció mejor propuesta la doctrina, y no cambiando sino lo   -5-   indispensable para que desapareciesen los defectos que con tantas ediciones y adiciones habían afeado el texto primitivo, y otros que descubre el tiempo en toda obra humana. Aún hubiéramos modificado alguna cosa más, y otros descubrirán no pocas faltas en el nuestro. Con todo, y sea dicho para satisfacción de los que lo usen, ningún prelado nos ha advertido ninguna.

Por lo demás, pues se trataba de completar, fuerza era aumentar el Catecismo, pequeño, así y todo, si se compara con los extranjeros, y casi igual al Ripalda anteriormente añadido.

Lo que está sin asteriscos forma por si solo un Catecismo sumamente breve, pero suficiente a quien no es capaz de aprender lo restante de memoria; ni el Complemento ni el Apéndice, que se reservan para los más aprovechados.

En el reciente Congreso Eucarístico de Lugo reconocen de nuevo nuestros señores obispos la necesidad de que se añada algo a los Catecismos, y particularmente en lo que concierne al Misterio de nuestros altares. Eso mismo hemos procurado al tratar de la Santa Misa y de la Sagrada Comunión.

Respecto a la Explicación que aquí se pone, no va a ser un tratado de Teología dogmática ni moral, ni de apología o controversia, ni de oración o devoción; sino precisamente, como el título del libro anuncia, breve y sencilla. Por eso escasearemos las citas, como no sea en determinados puntos para satisfacción del que lea y por si gusta consultarlas; y atendiendo a ser útiles antes que agradables, nos detendremos más en unas cosas que en otras.

El papa León XIII decía a la Iglesia católica en 1890: «Juzgamos sobremanera útil, y por extremo conforme a las circunstancias de los tiempos, el esmerado estudio de la Doctrina cristiana, según el talento y capacidad de cada cuál, empapando su inteligencia con el mayor conocimiento posible de aquellas verdades que atañen a la Religión y por la razón pueden alcanzarse». Y san Agustín escribió: «Es útil que las mismas materias sean tratadas por muchas personas,   -6-   en diversas, maneras y con estilo diferente, con tal que se defienda siempre la verdad. De este modo llegan esas verdades a noticia de muchos más, a unos por medio de un libro, a otros por otro. Acaece que algunos a cuyas manos no vinieron los libros antiguos en una materia, se la encuentran en alguno reciente»5. Católicos, aprendamos cuanto antes la doctrina de nuestra madre la Iglesia contra los errores y sectarios modernos, si no queremos caer en sus lazos, y perder la gracia de Dios, la fe, y el alma para siempre.




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Sobre el texto de la doctrina cristiana

Sirve este texto, no sólo para aprenderlo de memoria, sino también para el ejercicio diario del cristiano. En él, preparados con el recuerdo de que somos hijos de la Santa Iglesia, empezamos con la señal del cristiano, persignándonos y santiguándonos; luego, rezando el Credo, hacemos profesión de nuestra santa fe; con el Padre nuestro oramos a Dios, Nuestro Señor y Nuestro Padre; con el Ave María y la Salve a la Madre de Dios, y con el Gloria alabamos a la Santísima Trinidad. Al decir pausadamente los Mandamientos, por la mañana se hacen los propósitos de observarlos aquel día, insistiendo cada cual en el que le sea más difícil; y por la noche se examina en qué hemos faltado, deteniéndose más en lo que toca a la pasión dominante. Cuando repetimos, los Novísimos, es bueno considerarlos un rato, y nos hemos de mover a detestar nuestros pecados, rezando la confesión general, y luego, mirando devotamente el Santo Cristo, el acto de contrición, acompañando el afecto a las palabras.

Los Sacramentos se dicen para recordarlos, y agradecer al Señor el haberlos instituido. El aviso que después se pone   -7-   nos anima a practicar la caridad, enseñando estas cosas a algunos, que, o por una cosa o por otra, no se espera puedan aprender la declaración del texto.

A éstos, después de repetirles y preguntarles, uno por uno, los cuatro puntos que allí se expresan, diciéndoles que los crean porque Dios, que ha hecho el cielo y la tierra, Señor de todos, los dice; y después de ayudarles para que se confiesen y comulguen, porque Dios lo manda; explicándoles que el confesor perdona en nombre de Dios, y que Dios hecho hombre, o sea Jesu-Cristo, está en la Hostia consagrada, y que se le recibe en ayunas; se les encarga lo que sigue: 1.º Que se junten con otro que sepa, para rezar. 2.º Que los domingos y fiestas asistan a Misa y al sermón o doctrina. 3.º Que eviten la ociosidad, y no hablen ni hagan nada malo. 4.º Que al menos cada Cuaresma se confiesen, y comulguen en la parroquia. 5.º Que antes de acostarse se santigüen y luego digan muy de veras: «Señor, pequé, tened misericordia de mí. Madre de Dios, rogad por mí»; y 6.º Que, si caen enfermos o cuando traten de casarse, lo avisen al párroco. Con esto quedan esos pobrecitos suficientemente enseñados para ganarse el cielo; pero los que no son tan incapaces deben aprender más doctrina; ya para entender bien lo que en el Credo y oraciones no hace más que indicarse; ya para saber lo que en los Mandamientos sólo se apunta, para poder recibir con más fruto los Sacramentos, y por fin, para no dejarse engañar de tantos herejes e impíos, como en este siglo esparcen por todas partes sus funestos errores. La doctrina cristiana nos ha venido del cielo, y es también, por las verdades que encierra, más sublime, provechosa y necesaria que todas las ciencias humanas, sin las cuales puede uno ser virtuoso y feliz, pero no sin esta doctrina de que es resumen el Catecismo católico.



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Lección 1.ª

Sobre el nombre del cristiano


Pregunto.- Decid, niño, ¿cómo os llamáis?
Responde.- Francisco (o como se llame).
P.- ¿Sois cristiano?
R.- Sí, por la gracia de Nuestro Señor Jesu-Cristo.

El nombre en las personas designa el individuo, y el apellido la familia; y hay voces para denotar la patria, profesión, títulos, religión y alguna cualidad característica.

A nosotros nos ponen por nombre el de un Santo, para que lo tengamos por patrono; e imitando sus virtudes, imitemos al más Santo de todos, Jesu-Cristo.

Por eso es muy bueno leer u oír leer la vida de nuestro Santo, rezarle todos los días, y al oírnos llamar, acordarnos que somos hermanos de los Santos. De estos bienes privan a sus hijos los que les ponen nombres profanos; ni tampoco es loable el desfigurar por capricho el nombre del Bautismo.

Nos dan el nombre al cristianarnos, porque la mayor honra de nuestra persona y la más alta nobleza es ser cristiano; gracia inestimable, que se concede, no obstante, lo mismo a los pobres que a los ricos, al negro que al blanco, y que no nos viene por la carne   -10-   y sangre, corruptible y mortal, ni del favor de un príncipe terreno; sino de la misericordia y méritos de Nuestro Señor Jesu-Cristo.

P.- ¿Qué quiere decir cristiano?
R.- Hombre de Cristo.
P.- ¿Qué entendéis por hombre de Cristo?
R.- Hombre que tiene la fe de Jesu-Cristo que profesó en el Bautismo, y está ofrecido a su santo servicio.

Cristiano designa la Religión que tenemos; y como ésta se basa en la Fe, también nos llamamos fieles; y como es santa, Santos se llamaron al principio los fieles, hasta que en Antioquía, diez años después de haber Cristo subido a los cielos, comenzaron a decirse cristianos, o sea, que reconocen a Cristo por Señor y Maestro supremo.

El emperador Antonino, perseguidor de los cristianos, preguntó a uno que se llamaba Diádoco: -¿Y tú quién eres? -Cristiano, respondió el siervo de Dios. -¿Cómo te llamas? -Cristiano.- ¿Qué oficio tienes? -Cristiano. En fin, no os canséis, añadió, que yo nada soy ni quiero ser, sino cristiano, cristiano, cristiano. Con esto le atormentaron cruelmente hasta quitarle la vida; y Diádoco es un santo mártir.

P.- ¿Quién es Cristo?
R.- Dios y hombre verdadero.
P.- ¿Cómo es Dios?
R.- Porque es hijo natural de Dios vivo.
P.- ¿Cómo es hombre?
R.- Porque es también hijo de la virgen María.

Jesu-Cristo, a quien solemos llamar unas veces Jesús y otras Cristo, es hijo de Dios, pero no por creación, semejanza y adopción como nosotros; sino porque Dios Padre, conociéndose perfectísimamente a sí mismo, comunica a su concepto o Verbo espiritual toda su misma naturaleza, de modo que el Hijo es el mismo Dios con el Padre, y tan perfecto como Él: y como   -11-   este Hijo, sin dejar de ser Dios, tomó naturaleza humana en las entrañas de una santísima doncella, llamada María, descendiente del santo rey David, hija de san Joaquín y de santa Ana; resulta que el Verbo humanado, por nombre Jesu-Cristo, es Dios y hombre verdadero: por eso unas veces le consideramos como hombre, diciendo, v. gr., que murió para reconciliarnos con Dios; otras decimos que con autoridad propia perdona los pecados, lo cual sólo Dios puede hacerlo. El que Dios tome, además de su naturaleza divina, otra humana, es admirable, pero no imposible; como es imposible y absurdo que una criatura se convierta en Dios. Esto fingían los gentiles, cuyos dioses por eso eran falsos y abominables; que se deleitaban en engañar y hacer viciosos a los mismos que les adoraban: mientras que Jesu-Cristo es la misma verdad y santidad, que vino a enseñarla a los hombres.

P.- ¿Qué quiere decir Jesús?
R.- Salvador.
P.- ¿De qué nos salvó?
R.- De nuestro pecado y del cautiverio del demonio.
P.- ¿Por qué se llama Cristo?
R.- Por la unción y plenitud de gracia que tiene sobre todos.

Jesús es el nombre propio del Verbo encarnado, y encierra en sí cuanto al Salvador, atribuyen las Sagradas Letras, llamándole Emmanuel, Padre, Dios, Juez, Príncipe y Legislador. Nombre, que por orden de Dios su Padre, traída por el arcángel san Gabriel, le pusieron María santísima y san José el día de la Circuncisión; nombre dulcísimo para quien lo pronuncia con fe y devoción; no menos que de grande eficacia para defendernos en todo peligro de alma y cuerpo; por lo cual, la Iglesia concede indulgencias a cuantos piadosamente lo invocan, sobre todo en el trance de la muerte. El motivo de haberse Dios hecho Salvador nuestro, es el amor que nos tiene; y la ocasión fue el   -12-   pecado del hombre. El hecho fue el siguiente. A poco de criado Adán, desobedeció a Dios, y por no servir a su natural Señor, quedó esclavo de su propio pecado, y del demonio por cuya instigación pecó. No podía librarse por sí de tan horrible esclavitud, en que él y sus descendientes, pecadores como él, se hallaban; mas, ¡oh misericordia infinita de Dios!, el mismo Señor ofendido, y que justamente pudiera habernos dejado caer en el infierno con los demonios, se compadeció de nosotros y se hizo nuestro Salvador o Libertador. Para esto se unió a nuestra naturaleza, y en ese mismo primer instante recibió en su alma santísima todo el lleno de gracias, dones y virtudes que a tal Persona convenían, llamándose por esto, no sólo Jesús, sino Cristo o ungido, porque lo fue con esa especie de bálsamo divino.




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Lección 2.ª

Sobre el Mesías


P.- ¿Es este Cristo el Mesías verdadero?
R.- Sí, padre; el prometido en la Ley y en los Profetas.

Este Cristo Jesús o Jesu-Cristo es el verdadero Mesías. Pero conviene que el cristiano entienda esto de raíz. Es, pues, de saber que en el mismo Paraíso terrenal en que el hombre pecó, le prometió Dios venir a salvarnos. El género humano, en vez de agradecer tan misericordiosa promesa y acelerar su cumplimiento con oración y penitencia, abusó de la libertad y se entregó desapoderadamente a los vicios; tanto que el Señor, después de haberles reprendido y amenazado sin fruto, al cabo de unos dos mil años de criado el primer hombre, resolvió acabar con aquella raza impura, y envió el diluvio universal en que perecieron todos, excepto el justo Noé y su familia, que, con algunos animales de cada especie, se salvaron en una   -13-   nave o barca. Cesó el espantoso castigo, que duró cuarenta días con sus noches, y se secó la tierra. Dios prometió no enviar, hasta el fin del mundo, otro diluvio, y el mundo comenzó de nuevo a poblarse. Mas ¡quién lo creyera! pronto empezaron los hombres a malearse, y a olvidarse de Dios, hasta el punto de adorar, como dioses, a algunos hombres, a los astros, a los brutos y hasta a los demonios. Entonces el Señor, que no es infiel, como nosotros, a sus promesas, quiso formarse un pueblo que conservara la verdadera Religión. Llamó a Abraham, varón justo, le mandó saliese de entre sus parientes idólatras; y que viniese con su mujer Sara a Canaán, prometiéndole dar esa tierra en posesión a su descendencia, la cual sería un pueblo numerosísimo, del que naciera el prometido Mesías. Esta misma promesa reiteró a Isaac, hijo suyo, y a Jacob o Israel, hijo de Isaac y padre de los doce patriarcas o cabezas de las doce tribus, que formaron el pueblo de Israel, llamado más tarde el pueblo judío; porque a la tribu de Judá se prometió el trono o poderío sobre todas, hasta que, cayendo en manos extranjeras, naciese de esa misma tribu y de la familia real el Salvador deseado. Así los israelitas o judíos fueron el pueblo de Dios, quien les mandó se marcasen todos los varones con la Circuncisión. A ese pueblo libertó el Señor de la tiranía de Faraón, castigando a los egipcios con siete milagrosas plagas, y abriendo a los israelitas paso enjuto por el mar Rojo hasta ponerlos a salvo en el desierto.

Para ello se valió de dos hermanos, Moisés y Aarón de la tribu de Leví. Al primero nombró caudillo de su pueblo, al segundo cabeza de la familia sacerdotal. A Moisés dio en el monte Sinaí escritos en dos tablas o losas de piedra los diez Mandamientos, y luego dictó los cinco primeros libros de la Sagrada Escritura, con la traza del Tabernáculo o capilla ambulante, y todas las ceremonias religiosas y leyes que habían de guardar.

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Cuarenta años los sustentó y vistió milagrosamente en aquel desierto. Muerto Moisés, dioles por jefe a Josué, por cuyo medio y su milagrosa asistencia, los hizo dueños de la tierra de promisión, la que hoy llamamos Palestina y Tierra Santa. En ella siguió protegiéndolos cuando guardaban sus Mandamientos, y castigándolos cuando no los guardaban. Dioles jueces, y después rey que los gobernase, y profetas santos que los instruyesen en su ley, y los reprendiesen en su nombre. Al santo rey y profeta David, de la tribu de Judá, repitió la antigua promesa, añadiendo que se cumpliría en uno de sus descendientes. A Salomón, hijo de David, ordenó que, en vez de Tabernáculo, levantase un suntuosísimo templo en Jerusalén. Era esto unos mil años después del diluvio. Entre tanto, fuera del pueblo de Israel, apenas se daba culto al Criador y verdadero Dios, de modo que cada vez se sentían más las desdichas en que el pecado había sumido al hombre y la necesidad de un Salvador. En el pueblo judío algunos santos y profetas iban, bajo la inspiración de Dios, escribiendo libros sagrados, con el fin principal de mantener viva en los hombres la esperanza del Mesías y prepararlos a su venida.

Siglos antes predijeron el tiempo, lugar, y modo de su nacimiento, con otras particulares circunstancias de su vida, milagros, pasión, muerte, resurrección y ascensión gloriosa: describiendo, como si lo tuvieran a la vista, la fundación, dilatación y santidad de la Iglesia, que permanecería firme en la tierra hasta la consumación de los siglos, y en el cielo para siempre jamás. Ni sólo las profecías, sino la historia, los ritos y personajes de esa nación, eran anuncio y figura de Cristo y de su Iglesia, como nos enseña el Apóstol: por esto importa mucho al cristiano aprender desde niño, siquiera en resumen, la Historia Sagrada6. Las   -15-   maravillas que Dios obraba en favor de su pueblo, la sabiduría de Salomón, la magnificencia y riqueza del templo de Jerusalén atraían a esta ciudad gente de remotos países; y los mismos judíos, castigando Dios sus frecuentes prevaricaciones, tuvieron que emigrar a la Siria, a Persia y a Egipto. Con este roce de unos pueblos con otros, y con algunas revelaciones que Dios se dignó hacer en Arabia, en Grecia y en Roma, se iba por todas partes despertando la primitiva tradición, y creciendo la expectación de un Salvador del género humano.

Faltaba poco para cumplirse las semanas que había prefijado tanto tiempo antes el profeta Daniel. Del cetro de Judá se había apoderado Herodes, que no era judío; el mundo se hallaba en una paz universal; señales todas de que estaba para venir el Mesías; y, en efecto, entonces, cosa de mil años después que Salomón construyó el templo, nació de la virgen María en Belén de Judá el niño Jesús.

Un ángel lo anunció a ciertos pastores de Belén; una estrella en las tierras de Oriente a los Reyes Magos, y unos y otros, primicias de los cristianos judíos y de los cristianos gentiles, vinieron a adorarlo: los santos profetas Simeón y Ana publicaron, al verle en el templo, que el niño Jesús era el Mesías esperado.

Herodes quiso matarle, y no pudo, hasta que, creciendo el Niño-Dios, y después de haber enseñado con el ejemplo, teniendo ya unos treinta años, empezó a predicar la doctrina o Evangelio del cielo. San Juan Bautista fue su precursor, y recibió de Dios el ministerio de predicar a los judíos, que Jesús era el Salvador del mundo. Muchos judíos, oyendo los sermones del divino Maestro, presenciando sus milagros y viendo su santidad, le reconocieron por el verdadero Mesías;   -16-   pero la sinagoga, o sea la autoridad religiosa de los judíos, y el pueblo en masa, seducido por los malos sacerdotes, le negó; porque se habían imaginado al Mesías como a un rey poderoso que, sable en mano, los libraría del yugo extranjero, extendiendo su dominación por todo el mundo.

En vez de adorarle y abrazar el Evangelio, prendieron al Señor, y le presentaron, como reo de muerte, al Gobernador de la Judea, que era Poncio Pilato. Este inicuo y cobarde juez, aunque declaró en público la inocencia de Jesús, permitió que lo azotasen cruelmente, y le coronasen de espinas, y lo crucificasen y matasen entre dos ladrones. En todo esto se cumplió cuanto estaba escrito en los profetas; y también en lo que después sucedió. Porque el pueblo judío no fue ya el pueblo de Dios: los romanos destruyeron, setenta años después, a Jerusalén y su Templo; y los judíos, dispersos desde entonces por toda la tierra, aborrecidos dondequiera que van, sin trono y sin altar, guardan los libros divinos en que se reprueba su obstinación, y odiando a los cristianos, son, como dice san Agustín, sus archiveros; porque en esos mismos libros aprendemos nosotros que Jesu-Cristo es el Salvador y verdadero Mesías7.




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Lección 3.ª

Sobre el nombre de católico


P.- ¿Cuáles fueron sus oficios más principales?

R.- Los de Salvador y Maestro.

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P.- ¿Qué doctrina enseñó?

R.- La doctrina cristiana.

P.- ¿Sois cristiano católico?

R.- Sí, padre.

P.- ¿Qué quiere decir católico?

R.- Hijo de la Iglesia católica, y que tiene, según ella la enseña, la doctrina de Cristo.

Dios Nuestro Señor, nos ama tanto, que no se contentó con lo preciso para salvarnos, sino que hizo mucho más.

Bastaba una lágrima suya ofrecida por nuestra redención; y, sin embargo, se dignó vivir entre los hombres treinta y tres años, haciendo con ellos ya de Padre y Consolador, ya de Hermano y de Amigo, pero principalmente de Maestro; enseñando cómo habíamos de vivir para no caer de nuevo bajo la tiranía de Satanás, sino antes bien servir a Dios con perfección y ganar el cielo.

Enseñó con las obras los primeros treinta años, ejercitando en la humilde casa y taller de Nazaret la humildad, la devoción, la obediencia, la paciencia, la laboriosidad, pobreza y todas las virtudes; luego, los últimos tres años, juntó al ejemplo la palabra, predicando por toda Palestina la Doctrina que, por ser de Cristo, se llama cristiana.

Esta Doctrina no es opuesta a la que Dios había dado a los judíos, antes la perfecciona y complementa, y es la única que nos lleva a la gloria. Para que todas las naciones se aprovechasen de ella, escogió de entre sus discípulos a doce, de quienes se acompañaba los años de su vida pública; explicándoles más las verdades o Evangelio, que, como Apóstoles, enviados o legados suyos, habían de predicar por todo el mundo.

Pero los Apóstoles eran mortales: y el divino Maestro quería que su Doctrina y Religión durasen hasta el fin del mundo, y que los que vivimos tantos siglos después, la aprendiéramos para salvarnos. Por esto, y como el hombre por naturaleza es social, fundó una   -18-   sociedad religiosa, que es la Iglesia católica; ordenando que en ella los sucesores de los Apóstoles, que llamamos obispos, tuviesen el cargo de enseñar su Doctrina, de modo que cuantos quieran tener la Doctrina de Cristo, han de aprender y tener la Doctrina cristiana según la enseñan los obispos católicos.

P.- ¿Y qué doctrina siguen los no católicos?

R.- La de un perverso, jefe de la secta, o la que a cada cual le gusta.

Iba la Iglesia católica extendiéndose con maravillosa rapidez hasta las más remotas tierras, cuando, según el mismo Jesu-Cristo lo tenía profetizado, empezaron algunos, ya cristianos, a dejarse dominar de la soberbia y otros vicios, enseñando la Religión a su modo, y no según la Iglesia católica, que conserva íntegro e incorrupto el depósito recibido de Cristo. La Iglesia condenaba esos errores, y si los innovadores se obstinaban en su rebelión, los cortaba de su cuerpo, como a miembros podridos; ésa es la historia de todos los herejes y sectarios, antiguos y modernos, que tienen, no la doctrina de Cristo, sino la de un terco, rebelde y vicioso sectario8.

P.- ¿Y es ése, modo racional de servir a Dios?

R.- No: porque a un amo se sirve a gusto del amo.

P.- ¿Y Dios Nuestro Señor nos ha dicho cómo quiere ser servido?

R.- Sí, padre; que también para eso se hizo hombre, y fundó la Iglesia católica.

P.- Pues los herejes, ¿no enseñan algunas verdades?

R.- Sí; pero con ellas mezclan sus errores, y no admiten toda la doctrina de Cristo.

Ni esos mismos herejes querrían en su casa un criado que no les hiciese caso: y cualquier sociedad castiga,   -19-   y arroja fuera a un súbdito rebelde y sedicioso. Dios es el Rey de los reyes y Señor de los señores, y se mofan de Dios los que dicen que no nos ha dicho la Doctrina que hemos de tener y practicar para servirle; o que lo mismo le da que le obedezcamos que el que no le obedezcamos. No contento con habernos revelado su voluntad por los santos de la antigua Ley, vino en persona a enseñarnos, y nos dejó por Maestra perpetua a la Santa Iglesia.

De nada vale a los herejes sino de mayor condenación, el haber recibido el Bautismo y ser por esto cristianos; pues desprecian a la Iglesia de Cristo; ni el que sigan sosteniendo algunas verdades cristianas que aprendieron de la Iglesia, si rechazan las que ellos no entienden, o las que condenan sus vicios. Basta obstinarse en no admitir una sola cosa de fe para ser hereje; y el católico debe tener enteramente todo lo que enseña la Iglesia a sus hijos. Hasta hace poco en España cristiano era lo mismo que católico, porque no había cristianos herejes; ahora habemos de observar lo que hace mil quinientos años encargaba san Cirilo, Obispo de Jerusalén, a sus catecúmenos, a saber: que no preguntasen si un templo o un libro es cristiano, sino si es católico. Esto se advierte para que no nos fiemos de cualquiera por más que se llame cristiano.

El Cristiano se tituló un periódico protestante. Por lo demás, aquí usaremos el nombre cristiano por el de católico, porque el no católico es cristiano falso. ¡Qué gran beneficio debemos a Dios Nuestro Señor, por habernos hecho hijos de padres católicos y de una nación católica!

Sólo lo conocen bien los católicos que no han tenido esta dicha, a quienes el hallar la verdad ha costado muchos afanes y el abrazarla heroicos sacrificios. El inglés Manning, ministro protestante, estaba de buena fe: con el estudio sobreviniéronle dudas de que no iba bien; se dio a leer los santos padres de la Iglesia,   -20-   y tardó seis años en convencerse de que la Iglesia católica es la única verdadera. Al punto venciendo respetos e intereses humanos, se hizo católico y tan de veras, que Pío IX le elevó a la dignidad arzobispal y cardenalicia. ¡Cuánto hubiera dado por haber mamado con la leche la Religión verdadera!




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Lección 4.ª

Sobre la insignia del cristiano


P.- ¿Cuál es la insignia y señal del cristiano?

R.- La Santa Cruz.

P.- ¿Por qué?

R.- Porque es figura de Cristo crucificado, que en ella nos redimió.

Los militares, los servidores de algún magnate, y otros, llevan uniformes, insignias y libreas; la insignia con que el cristiano se distingue del idólatra, mahometano o judío es la Santa Cruz, que representa a Cristo en el acto de salvarnos. La cruz, hasta que en ella murió el Señor, era como la horca entre nosotros; pero ahora es una señal santa y gloriosa. Desde luego comenzaron los cristianos a venerarla; con la cruz adornaban sus ciudades, términos, caminos, casas y personas. El Papa la colocó sobre su tiara, el Obispo sobre el pecho, los hombres pendiente del uniforme o vestido, las mujeres al cuello. Pero, ¡ay dolor, que en estos tiempos ha desaparecido la cruz de nuestras plazas y calles, y familias cristianas hay que se avergüenzan de ostentarla en una sala, sustituyendo a la insignia del cristiano signos profanos y gentílicos!

La cruz, mirada con devoción, recuerda la vida entera de Cristo y la que ha de llevar el cristiano: Cristo en la cruz predicó, oró, hizo milagros y padeció; al paso que la vida del buen cristiano se resume en   -21-   crucificar por Cristo las malas pasiones, que le estorban cumplir los Mandamientos, y en perseverar paciente en la cruz, que son los trabajos de esta vida.

P.- ¿Cómo usáis vos de esa señal?

R.- Signándome y santiguándome.

P.- ¿Veamos cómo?

R.- Por la señal, etc.

P.-¿Cuándo es bien usar de esta señal?

R.- Siempre que comenzáremos alguna buena obra, o nos viéremos en alguna necesidad, tentación o peligro; principalmente al levantar de la cama, al salir de casa, al entrar en la iglesia, al comer y al dormir.

P.- ¿Por qué tantas veces?

R.- Para acordarnos a menudo de Cristo, y pedirle que en todo nos ayude.

Tal fue la práctica de los primeros cristianos. Jesu-Cristo enseñó el uso de la cruz a los Apóstoles, y éstos a los fieles. La Iglesia usa de la cruz en los Sacramentos, en la Misa y en todas las bendiciones y conjuros. El uso común es santiguarnos con una cruz, llevando la mano extendida desde la frente a la cintura, y del hombro izquierdo al derecho. Con esta cruz, a más de figurar a Cristo crucificado, denotamos que este Señor, desde el seno del Padre, indicado en la frente, descendió al de la virgen María; y que muriendo en la cruz nos pasó de su izquierda, sitio de los que están en pecado, a su derecha, donde están los amigos de Dios.

Al hacer la cruz, invocamos a la Santísima Trinidad, que intervino en nuestra redención, y a cuya gloria o nombre nos ofrecemos, pidiendo que, por los méritos de Cristo, nos valga en lo que vamos a hacer, o en el presente peligro.

Hemos también de conservar el uso de persignarnos, más frecuente en España que en otros países, sellando y fortaleciendo con la cruz los tres principales órganos de nuestra vida, que son la frente, boca y pecho,   -22-   suplicando, al formar esas tres cruces, que por la señal de la Santa Cruz nos libre el Señor de nuestros enemigos de alma y cuerpo, que en todas partes nos acechan; pero principalmente en las ocasiones en que el Catecismo recomienda el uso de aquella santa señal. Usémosla, empero, con atención a lo que hacemos y decimos, formando bien y pausadamente las cruces.

Vio un siervo de Dios que andaba en el templo un demonio, inquietando a unos y a otros. -¿Qué haces, aquí, desventurado? -le dijo-. ¿Cómo te atreves a perseguir a los que están armados con la señal de la Cruz? -Yo huyo -respondió el diablo- de la Cruz, pero éstos no hacen cruces, sino garabatos.

A san Benito intentaron envenenar unos súbditos suyos, ofreciéndole de beber. El Santo, que nada sospechaba, aceptó; pero antes hizo devotamente, como usaba, la señal de la Cruz: estalló en aquel mismo instante el vaso, y el Santo quedó sano, dando gracias a Dios, y confirmándose en su costumbre de bendecir cuanto tomaba.

En suma, con la señal de la Cruz hacemos una sucinta profesión de fe, recordamos sus principales misterios y el resumen de la vida cristiana, e imploramos el auxilio divino contra los enemigos del alma.

P.- Cuando adoráis la Cruz ¿cómo decís?

R.- Adorámoste, Cristo, y bendecímoste, que por tu Santa Cruz redimiste al mundo.

Ahí se ve que el católico no adora absolutamente un leño o piedra, sino a quien ese signo representa; por cuyo respeto adora o venera la Santa Cruz. Nada tan natural al hombre como mostrar su respeto, v. gr., al Rey, teniéndolo a su trono o corona; pues el trono de Cristo en su vida mortal fue la Santa Cruz, y ahora es el trofeo de su victoria.



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Lección 5.ª

Sobre las obligaciones del cristiano


P.- ¿A qué está obligado el hombre primeramente?

R.- A buscar el fin último para que fue criado.

P.- ¿Para qué fin hemos sido criados?

R.- Para servir a Dios en esta vida, y después gozarle en la eterna.

Fin último del hombre es aquello que Dios al criarnos quiso que todo hombre buscase y procurase lograr, y por tanto, eso mismo, ante todo y sobre todo, hemos nosotros de buscar y procurar; de modo que ningún otro fin que en cualquiera acción nos propongamos, sea contra la alabanza, reverencia y servicio que debemos a Dios. Basta la razón dicha para entender que debemos emplear nuestro ser en obsequio y obediencia del Señor que nos lo dio y conserva; el mismo que crió a los primeros hombres, organizó nuestro cuerpo en el seno de nuestras madres y le infundió un alma espiritual; el mismo que envía soles y lluvias, hace fecunda la tierra, y quita la salud y la vida cuando le place. Dios es el único amo a quien, a más de reverencia y sumisión, debemos alabanza suma, por ser el único que la merece, y exige con buen derecho que nuestros servicios se encaminen a darle honra y gloria. En glorificar a Dios y cumplir sus mandatos consiste toda la dicha, paz y perfección del hombre en esta vida, y es el único medio para ir al cielo.

Por eso los santos son los hombres más grandes, y los que viven y mueren más tranquilos; por eso quien está en pecado, no goza de paz, por más rico y honrado que se vea; y por eso no está en manos de todos alcanzar sabiduría y poderío, como lo está el ser virtuoso   -24-   y salvarse. Degradan el hombre a la condición del bruto los impíos, que no suspiran sino por bienes terrenos y caducos; ellos tienen la culpa, si luego no saciándoles, se desesperan. El hombre vale más de lo que esos miserables piensan. No hemos sido criados para las cosas temporales, sino para las eternas, repetían frecuentemente los santos9.

P.- ¿Cuántas cosas está obligado a saber el cristiano para servir a Dios?

R.- Cuatro cosas.

P.- ¿Cuáles son?

R.- Saber lo que ha de creer, lo que ha de orar, lo que ha de obrar y lo que ha de recibir.

P.- Según eso, ¿cuántas partes tiene la Doctrina cristiana?

R.- Cuatro principales.

P.- ¿Cuáles son?

R.- Credo y Oraciones, Mandamientos y Sacramentos.

Quien de veras busca su último fin, fácilmente conoce que Jesu-Cristo, por medio de la Iglesia, nos enseña cómo hemos de servir a Dios, y que en el seno y de la boca de esa Iglesia hemos de aprender la Doctrina cristiana, a saber: qué misterios o verdades divinas ha revelado Dios para que las creamos; qué bienes y cómo quiere que le pidamos con la oración; con qué obras le daremos pruebas de amor y sumisión; y por fin, qué medios o instrumentos hemos de recibir de la Iglesia para con ellos creer, orar y obrar cristianamente.

De ahí la división de la Doctrina cristiana en cuatro partes, que encierran la práctica de la Fe, Esperanza, Caridad y Religión, con todas las virtudes que las acompañan. Lo demás se deriva de esas cuatro partes   -25-   o las completa; y lo llamamos complemento y apéndice en este Catecismo.

Ahora bien; para brillar en la sociedad o para el bienestar temporal, se aprende, por muchos años y con tanta aplicación, libros, reglas, artes más difíciles que el Catecismo: no es mucho exigir que para el negocio del alma y de la eternidad estudiemos bien este librito.





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Primera parte

Que declara lo que debemos creer



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Lección 6.ª

Sobre el Credo en general


P.- ¿Quién hizo el Credo?

R.- Los Apóstoles.

P.- ¿Para qué?

R.- Para informarnos en la fe cristiana.

P.- Y nosotros, ¿para qué lo decimos?

R.- Para confesarla y confirmarnos en ella.

Subido al cielo Jesu-Cristo, san Pedro, como Vicario suyo, dispuso designar un nuevo Apóstol en vez del traidor Judas, y salió nombrada san Matías. Más tarde, y predicado el Evangelio a los judíos, declaró ser llegado el tiempo de llevarlo a los gentiles, cumpliendo el mandato del Salvador de todos los hombres.

Juntáronse los doce Apóstoles, y antes de separarse para extender la Iglesia por todo el mundo, movidos del Espíritu Santo, que los regía, compusieron el Credo, sumario de la fe que ellos habían recibido del mismo Jesu-Cristo, y que ellos y sus sucesores habían de predicar sin variar un ápice; y todos los hijos de la Iglesia católica creer y repetir hasta el fin del mundo.

Rezando el Credo actuamos nuestra fe, y ésta se arraiga más en nuestras almas. El Credo, como observa san Agustín, es sencillo, para que lo entiendan   -27-   los rudos; corto, para facilidad de la memoria; y perfecto, porque nada le falta de lo más preciso de saberse, según haremos ver al explicarlo. San Ambrosio exhortaba a su hermana a que lo rezase al levantarse, al acostarse, y otras veces, mirándose en él como en un espejo, viendo allí la fe que profesamos, consolándose con ella, y animándose a vivir como ella pide. Sigamos tan precioso consejo, rezando el Credo a menudo y pausadamente, con aquella fe con que lo decían los mártires, sufriendo, antes que negar la fe católica, los más atroces suplicios. En tal caso tenían y tenemos todos obligación grave de confesar la fe, aun a costa de la propia vida; y también siempre que de no confesarla se sigue escándalo al prójimo o ultraje a la Religión. Del que se avergüenza de Cristo o finge en tales circunstancias no ser católico, Jesu-Cristo se avergonzará de reconocerle por suyo, y al que en ese pecado muere, le condenará al infierno.

P.- ¿Qué cosa es fe en general?

R.- Creer lo que no vimos.

P.- ¿Es racional la fe?

R.- Sí; cuando aquel a quien creemos se la merece.

Cuando creemos una cosa por dicho ajeno, por más que ni la hayamos visto ni la comprendamos, tenemos fe: así cree el hijo a sus padres, el ignorante al sabio, y unos hombres a otros; ésta es fe natural y humana, sin la cual no podríamos vivir en sociedad.

El creer a quien no es fidedigno es crédula temeridad; y el no creer a quien se merece fe, es desconfianza necia y culpable. Ahora bien; si creemos a los hombres, ¿cuánto más hemos de creer a Dios?

El incrédulo es impío y peca mortalmente; admite la fe humana y rechaza la divina.



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Lección 7.ª

Cuán razonable es nuestra fe


P.- ¿Que tan ciertas son las cosas que nos enseña la fe católica?

R.- Como verdades infalibles dichas por Dios, que ni puede engañarse ni engañarnos.

La fe humana es falible: el hombre, al parecer más fidedigno, puede engañarse o engañarnos. ¡Cuántas veces no se engaña uno mismo en lo que pensó haber visto, oído o entendido! Con fe católica creemos lo dicho por Dios, y por eso es infalible, pues Dios lo sabe todo y es siempre veraz.

P.- ¿De dónde sabéis vos haber dicho Dios las cosas de nuestra fe?

R.- De la Iglesia Católica Romana, que Cristo nos dio por Madre y Maestra.

P.- ¿Qué cosa es esa Iglesia?

R.- La congregación de los fieles cristianos, cuya cabeza es el Papa.

P.- ¿Quién es el Papa?

R.- El Sumo Pontífice de Roma, Vicario de Cristo en la tierra, a quien todos estamos obligados a obedecer y a seguir su doctrina.

P.- ¿Cómo sabéis que Cristo nos dio por Maestra la Iglesia Romana?

R.- Porque el Obispo de Roma es el sucesor del apóstol san Pedro, a quien Cristo nombró su primer Vicario.

Dios Nuestro Señor que nos ha dado la naturaleza que tenemos, acomoda a ella las cosas de la Religión, mostrando así su sapientísima Providencia.

En el orden natural, un padre ausente intima sus órdenes al hijo por carta escrita de su puño, firmada y rubricada; o por algún amigo digno de fe, al cual a   -29-   veces entrega la carta: y un Rey no comunica por sí mismo a cada súbdito sus leyes, sino por medio de sus ministros y gobernadores, estampándolas en un escrito. Esto mismo hace el Padre celestial y Rey divino, Dios, aunque en modo mucho más excelente. Dictó lo que quería revelarnos a sus amigos los profetas y los santos; rubricó su Escritura con profecías y milagros; vino al mundo, enseñó por sí mismo a sus discípulos, nombrando, antes de volverse al cielo, a uno que hiciese sus veces visiblemente en la sociedad religiosa o Iglesia que fundó, para que entrando en ella y tomándola por Madre y Maestra cuantos quieren servir a Dios y salvarse, se dejen dócilmente enseñar y guiar en lo tocante al alma y a la Religión por los que, según la orden de Cristo, son maestros y prelados en esa Iglesia. Éstos son los obispos, que tienen por cabeza al Papa, el cual manda en toda la Iglesia y enseña a todos la doctrina del Maestro divino. Los que en la tierra no tienen por cabeza al Papa, o no quieren sometérsele, aunque fueran obispos, no son católicos; y no teniendo a la Iglesia por Madre, tampoco tienen a Dios por Padre10.

Los edificios sagrados donde concurrimos los católicos, los simples fieles a oír y aprender, los sacerdotes o ministros de Dios a catequizar y predicar; los unos a asistir al Santo Sacrificio y recibir los Sacramentos, los otros a celebrarlo y administrarlos, y todos a orar; se llaman iglesias o templos, porque allí se reúnen los hijos de la Iglesia, y se manifiesta y actúa principalmente el culto católico y la comunicación espiritual entre Dios y los hombres, entre Cristo y la Iglesia que tiene en la tierra, de la cual Cristo es la Cabeza principal aunque invisible a nosotros, su Vicario cabeza visible, puesta por Cristo y sometida sólo a Cristo.

  -30-  

P.- Y a vos, niño, ¿quién os dice lo que la Iglesia enseña?

R.- El Catecismo y el párroco.

P.- ¿Y estáis seguro que así aprendéis lo que dice la Iglesia?

R.- Sí, Padre: cuando el Catecismo y el párroco están puestos por el Obispo, y el Obispo por el Papa.

No todos los niños acertarían a formular una respuesta tan categórica; pero en el fondo, los fieles menos literatos entienden que lo que les enseña el señor cura en el templo, o de viva voz o por el Catecismo, es la Doctrina cristiana como la enseña la Iglesia católica. Ven, que todos los curas enseñan lo mismo, que lo mismo predican a sus padres, y lo mismo cuando viene a la Santa Visita el Obispo, el cual quita y pone los curas; ven, que el cura, los padres, el Catecismo y el Obispo reconocen al Papa como maestro y Vicario de Cristo: y que si algún maestro de escuela se propasa a enseñar doctrina contraria, todos los buenos del pueblo y el cura y aun el Obispo reprueban aquella mala doctrina: saben, pues, que lo que ellos aprenden en la iglesia es la doctrina de los santos, del Papa; la que Cristo trajo del cielo: y con la fe que conservan desde el Bautismo, creen, sin género de duda, toda la doctrina católica.

P.- ¿Cómo peca el incrédulo que no da fe a la Iglesia?

R.- Mucho más que el mal hijo, que no la da a su padre y a su madre.

P.- ¿Conque es necesario creer todo lo que nos manda creer la Iglesia?

R.- Tanto, que sin esa fe nadie puede ser justo, ni salvarse.

Todo hijo ha de creer a sus padres; pero como éstos pueden errar y engañar, si el hijo conoce el yerro o el engaño, v. gr., si son impíos y le dan malos consejos, no debe creerles, ni seguirlos. Mas la Iglesia, puesta por Cristo para Maestra de todos, es infalible; y quien no la cree, no cree a Dios, y se condena. Con todo, quien, sin culpa suya, ignora lo que es la Iglesia   -31-   o lo que manda creer; si hace con la ayuda de Dios lo que tiene por bueno, se salvará; pues el Señor le dará, de un modo o de otro, lo que necesita para morir en gracia, e ir al cielo.

P.- ¿Es verdad que el incrédulo no admite sino lo que ve?

R.- El incrédulo cree a otros hombres lo que no ve, y sólo a Dios y a la Iglesia de Dios no quiere creer.

P.- ¿Qué haríais si alguien os dice que los curas engañan?

R.- Huir como de un mal hombre que me halagase, para que no me fíe de mis padres.

Es un hecho que los que la echan de incrédulos son los más crédulos; porque creen a quien menos se debe creer, sobre todo en materias de Religión: creen a su flaca razón y a la de otros como ellos. Ésos son quien no hemos de creer, porque son ignorantes en Religión y enemigos de ella. Más aún: pues su lenguaje es seductor y se pega, dice el Apóstol, como la peste, hemos de evitar su trato, y dar cuenta al párroco o al Obispo, por si pueden estorbar que, como lobos, hagan riza en los inermes corderillos de Cristo, que son la gente sencilla.

P.- ¿Qué son los artículos de la fe?

R.- Los misterios más principales de ella, y se contienen en el Credo.

P.- Decid: y los misterios de la fe, ¿son contrarios a la razón o a la ciencia?

R.- Los misterios de la fe son superiores a nuestra limitada razón; pero no son contrarios a ninguna verdadera ciencia.

P.- ¿Hay muchos sabios que los creen?

R.- Todos los doctores católicos, que son innumerables, creen los misterios de nuestra fe.

P.- ¿Por qué los impíos no los creen?

R.- Por la soberbia y otros vicios, que les impiden entender la verdad y tener el don de la fe.

Hay verdades de la fe que nuestra razón puede alcanzar, aunque con tiempo y estudio, y con peligro   -32-   de no dar con ellas; razón por la cual el bondadosísimo Dios se ha dignado revelarlas: otras hay, que exceden nuestra natural capacidad, y por eso se llaman sobrenaturales, y a ellas pertenecen los misterios. Los principales se llaman Artículos de la Fe, que, como se contienen en el Credo, no es preciso saberlos por separado, y se entienden con la explicación del mismo.

Ninguna verdad contradice a otra, porque toda verdad viene de Dios, autor de la ciencia y de la revelación: y el orgullo es quien hace tener por absurdo a los incrédulos lo que ellos no alcanzan; más necios que el labriego, cuando negase lo que los astrónomos dicen acerca de la magnitud y distancia de las estrellas.

Como el bruto es incapaz de ciencia, así el hombre de indagar los misterios con la sola luz de la razón. Iluminada ésta con la fe, los sabemos y creemos, pero no los comprendemos hasta que nos los descubra Dios en la gloria. ¿Y qué? Si aun en la naturaleza muchas cosas que vemos no las entendemos, ni lo que dentro de nosotros pasa, ¿cómo presumimos entender las de Dios? No serían de Dios si el hombre por sí las descubriera. Los que a sí propios se llaman sabios, y no admiten ciencia sino la que a ellos les parece poseer, son unos necios que ni conocen la alteza de Dios, ni la propia vileza, bases en que toda humana sabiduría descansa.

Los Apóstoles predicaron los misterios de nuestra fe, y los más sabios de los gentiles los creyeron; como los siguen creyendo firmísimamente, después de diez y nueve siglos, innumerables católicos, tan sabios como los que más, en toda clase de ciencias humanas; sin que vean en ellas cosa que a la fe se oponga, y haciendo por esa fe los más costosos sacrificios y el de la vida, si es preciso. A esos católicos, cuanto más sabios más humildes, dificultades que ciegan a los soberbios incrédulos, dan nueva luz con que aquéllas   -33-   se desvanecen como el humo; de modo que, ajustando su conducta a lo que creen, se confirman en la fe católica, y en ella mueren tranquilos y seguros.

No sucede así con los que entre los incrédulos pasan por sabios; y por citar algún ejemplo, Montesquieu, en cuyos libros buscan armas todos los liberales de hoy, se retractó al morir, y afirmó que nunca había creído los errores que dejaba escritos.

Lo mismo atestiguó Lutero hacia el fin de sus días, aunque no tuvo humildad para retractarse; y el jefe de la incredulidad, Federico II de Prusia, escribió que para castigar a una provincia, no había como enviar a ella gobernadores incrédulos11.




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Lección 8.ª

Sobre los artículos de la Divinidad


P.- ¿Qué quiere decir creo en Dios?

R.- Que aunque no veo a Dios, estoy cierto que existe, porque Él mismo lo ha revelado.

P.- ¿Dónde se ve a Dios?

R.- En el cielo.

Al decir creo en Dios, hacemos un acto de fe divina, y ese acto se extiende a cuantos artículos contiene el Credo; y así, es un acto de fe cristiana católica, apostólica, romana. Hemos de decir la voz Creo con grande aseveración; y para afianzarnos más, se repite hacia el fin, Creo en el Espíritu Santo. Además, creyendo en Dios hacemos profesión de creer, no sólo su existencia, sino la verdad de cuanto por sí o por su Escritura e Iglesia nos revela, y nos confesamos obligados a servirle. Ésa es la fuerza de creo en, que por eso no se aplica sino a las tres divinas Personas;   -34-   creo en Dios Padre..., y en Jesu-Cristo..., creo en el Espíritu Santo.

Es verdad que no vemos a Dios con los ojos del cuerpo, porque Dios no es material; ni con los del alma, porque excede infinitamente la virtud de nuestra inteligencia; pero, ¿qué?, si tampoco vemos el aire con ser cuerpo; ni aun muchos cuerpos sólidos, o tan diminutos o tan lejanos, que se escapan a nuestra facultad visiva. Y mucho menos vemos aquí la substancia de nuestra alma, ni a los ángeles o a los demonios, sino cuando Dios da tal vez sobrenatural eficacia a nuestra alma, o ellos se aparecen unidos a algún cuerpo. Sin embargo, por un modo o por otro, sabemos que todos esos seres existen.

Pues bien; Dios ha hablado a muchos hombres santos y les ha revelado sus divinos atributos y perfecciones, que brillan, más aún que en el mundo visible, en las profecías y milagros, en Jesu-Cristo y en la Iglesia católica, obra más claramente de Dios que toda la naturaleza. Creemos, pues, en Dios, pero no le vemos hasta ir al cielo, donde se descubre a sus santos infundiéndoles lumbre de gloria, con que le contemplan cara a cara en su misma esencia.

P.- ¿Y quién es Dios Nuestro Señor?

R.- El Criador del cielo y de la tierra.

P.- ¿Podéis explicarlo más?

R.- Dios es lo más excelente y admirable que se puede decir ni pensar: un Señor eterno, infinitamente bueno, poderoso, sabio; principio y fin de todas las cosas; premiador de buenos y castigador de malos.

La primera de estas dos respuestas está en el Credo, y de ella, si bien se desentraña, sale la segunda; porque criar o sacar de la nada, implica poder infinito, y por ende, un ser infinito de suyo en toda clase de perfecciones.

Infinitamente quiere decir sin fin, sin límites, en saber, poder, en todo lo bueno: principio de todas las   -35-   cosas, porque Dios ha criado todos los otros seres; y fin de todas, porque las crió para su propia gloria. Esa gloria que las criaturas le dan es exterior a Dios: nada añade a las perfecciones de Dios; consiste en manifestarlas y en atribuir a Dios, como a primer Dador, cuanto de bueno hay en el mundo. Sólo a Dios se debe racionalmente, y es el único fin último digno de Dios en las cosas que cría. Por eso peca el vanidoso y soberbio que se arroga para sí la gloria de lo bueno que de Dios ha recibido.

P.- ¿Conocemos a Dios por sola nuestra razón?

R.- También, aunque en modo más imperfecto.

P.- ¿Cuál es ese modo?

R.- Viendo el cielo y la tierra, conozco que un Señor poderosísimo y sapientísimo los hizo y los gobierna.

P.- ¿Y por qué otro modo?

R.- Observando que todos los hombres, si no son muy malvados o locos, confiesan que hay Dios.

Esto no necesitaba explicación. Si veo un palacio, conozco: 1.º, que alguien lo construyó; 2.º, que era un arquitecto, 3.º, de tanto más mérito cuanto el palacio es mejor; 4.º, que alguien cuida de su conservación, mueblaje y gobierno. Pues, ¿qué palacio como el mundo, con el cielo azul o estrellado por bóveda, por pavimento los mares y la tierra, tapizado y perfumado de matas y de flores; por tesoro las minas; por trojes y almacenes los campos, los bosques y las aguas; por habitantes los de todos los horizontes, tan bien gobernado, que a su hora lo alumbra y vivifica el sol; a la suya, corrido el velo, luce cual lámpara nocturna la luna; se suceden por orden las estaciones y llega la atención del Dueño hasta el pajarillo y la hierbecita más humilde? El hombre más sabio no atina a cambiar de color un solo cabello de la cabeza, ni aun a conocer perfectamente su estructura. En nuestro oído llegan a contar los anatomistas tres mil fibras; y en un milímetro de sangre calculan cinco millones de   -36-   globulillos de varios colores y clases. Todavía no han medido los astrónomos la distancia y dimensión de las estrellas, y a cada paso se descubren nuevos astros y nuevas maravillas.

La vista, pues, del mundo nos da a conocer la majestad, poder, sabiduría, inmensidad, hermosura de aquel Señor que lo hizo, que lo conserva y gobierna, cuyas perfecciones se reflejan en los cielos, mares y tierra; pero más que en todos en el hombre, ser racional que habría de vivir alabando constantemente y amando al Autor y Dador de tantas maravillas y bondades.

Por otra parte, los remordimientos y temores de conciencia, avisan a quien obra mal la existencia de un supremo y universal Legislador, que es Dios, a quien desde que existe el mundo no hay pueblo que no adore, aunque muchos yerren en quién es y cómo se le honra. Los ateos no han formado ni una nación. Su primer ensayo lo hicieron con la Revolución francesa, año de 1793: llamáronse el Terror; cometieron ferocidades nunca oídas: ellos mismos se asesinaban unos a otros, y a poco tuvieron que proclamar que existe Dios y que el alma es inmortal, acudiendo al Papa por remedio.

P.- Este Dios, ¿es una persona sola?

R.- No, padre, sino tres en todo iguales.

P.- ¿Cuáles son?

R.- Padre, Hijo y Espíritu Santo.

P.- El Padre, ¿es Dios?

R.- Sí, padre.

P.- El Hijo, ¿es Dios?

R.- Sí, padre.

P.- El Espíritu Santo, ¿es Dios?

R.- Sí, padre.

P.- ¿Son tres dioses? R.- No, sino uno en esencia y trino en personas.

Dios Nuestro Señor no había de carecer en sí mismo de la bienaventuranza que goza un ser inteligente   -37-   en la sociedad de sus iguales, ni de la perfección de comunicar sus bienes; y en efecto; hay en Dios tres personas igualmente inteligentes y perfectas; y existe entre ellas una comunicación, no de parte de sus bienes o de su ser, como sucede en las criaturas, sino completa y digna de Dios: el Padre comunica, por espiritual e intelectiva generación, toda su misma e idéntica naturaleza al Hijo; y Padre e Hijo, por mutuo y el mismo amor, la comunican al Espíritu Santo: resultando que los tres son el mismo y único Dios verdadero. La criatura, antes de producir otra de la misma especie, ha de llegar a una cierta madurez, y la producción es pasajera: en Dios no hay estas imperfecciones, sino que el Padre siempre engendra al Hijo, y siempre Padre e Hijo producen al Espíritu Santo; y por más que hay prioridad de origen entre las personas, no la hay de tiempo. ¡Misterio inefable que sólo Dios podía descubrirnos! En la criatura espiritual descubre san Agustín una semejanza, aunque imperfecta, de la Santísima Trinidad, porque nuestra alma, con ser una y simple, existe, entiende y quiere: de su existencia nace el entender, y de ambos el querer: la existencia semeja al Padre, la sabiduría al Hijo, el amor o caridad al Espíritu Santo12.

P.- ¿Cómo se llama este misterio?

R.- El misterio de la Santísima Trinidad.

P.- Y la Santísima Trinidad, ¿quién es?

R.- Es el mismo Dios, Padre, Hijo y Espíritu Santo: tres personas distintas y un solo Dios verdadero.

P.- ¿Veis vos que sea Dios trino y uno, o cómo Cristo es Dios y hombre?

R.- No; pero creo esos misterios con los demás de nuestra santa fe, más que si los viera.

P.- ¿Por qué los creéis con esa certeza?

R.- Porque Dios los dice, y la Iglesia los propone.

  -38-  

El misterio de la Santísima Trinidad, es el primero de todos los Misterios y el fundamento de ellos: los sacerdotes y los fieles confesamos, adoramos e invocamos a la Santísima Trinidad en los Sacramentos y bendiciones, al santiguarnos, y siempre que decimos el Gloria al Padre y al Hijo y al Espíritu Santo. ¡Con qué profunda reverencia y amor habíamos de pronunciar esta alabanza!

El motivo de creer nosotros los misterios de la fe, es, como ya se explicó, la autoridad de Dios que los revela; y el conducto por donde el hecho de la revelación nos consta, es la Santa Iglesia que habla principalmente por su cabeza, el Papa, cuya voz llega al común de los fieles por el Obispo, párroco y Catecismo católicos. Al motivo ha de corresponder la firmeza del asenso que damos a una verdad, y no siempre a la claridad con que la vemos.

Yo no he visto, v. gr., la isla de Cuba, pero es tan digno de fe el testimonio humano que me asegura su existencia, que la creo como si yo propio viviera en Cuba. Pues como Dios es infinitamente más digno de fe que nadie, una vez cerciorado el hombre de la revelación, asiente a esas verdades en virtud de la fe, con una firmeza mayor que a lo que palpa él mismo, o conoce con evidencia.

P.- ¿Por qué decís que Dios es eterno?

R.- Porque Dios ni tuvo principio ni puede tener fin.

Dios, como es infinito en perfección, tiene en su ser simplicísimo, y sin mezcla de imperfección, cuanto de bueno han recibido de Él sus criaturas en varias entidades: de modo que siendo Dios eterno, es por lo mismo esencialmente inmutable. Esa perfecta eternidad a nadie más compete: el ángel, el alma, el cielo, el infierno, se dicen eternos sólo porque no tendrán fin.

P.- ¿Tiene Dios figura corporal como nosotros?

R.- En cuanto Dios, no; porque es Espíritu puro.

  -39-  

P.- ¿Cómo la Sagrada Escritura habla de los ojos, brazo y corazón de Dios?

R.- Esas voces no se han de entender materialmente, como no se apliquen a Dios humanado.

Todo cuerpo, por ser compuesto y material, es imperfecto; y así, el ser divino es puro Espíritu, vivo, sapientísimo, amorosísimo. Nosotros lo sabemos; pero para expresarnos en lenguaje más vivo, y propio de nuestra condición, llamamos ojos al saber; brazo, diestra y dedos al poder; corazón al amor y voluntad de Dios; cara y rostro hermosísimos a su divina esencia: Dios mismo nos habla ese lenguaje en sus Escrituras. Por lo demás, Jesu-Cristo, como es hombre, tiene ojos, brazos, corazón y los demás miembros como nosotros; y aunque los tiene en su naturaleza humana, como son de Cristo, que no tiene más persona que la divina, son en Cristo ojos, brazos y corazón de Dios.

P.- ¿Cómo es Dios todopoderoso?

R.- Porque, con sólo su poder, hace cuanto quiere.

El hombre quiere hacer muchas cosas y puede; y para las que hace, necesita muchos auxiliares; pero Dios puede cuanto quiere, y no necesita ni de nadie ni de nada. ¿Puede Dios morir? No, porque morir es faltar la vida, faltar el poder. ¿Puede pecar? Tampoco, porque pecar es malo, falta de bondad; y quien peca, tiene libertad y poder imperfectos. ¿Puede hacer que quien pecó no haya pecado? Querer tal cosa sería querer lo que no puede ser, intentar una falsedad, una quimera. De cosas así, mejor se dice que no pueden ser hechas, que no que Dios no puede hacerlas. Para hacer lo malo o intentar lo absurdo, no se necesita poderlo todo, sino ser o inicuo o mentecato. Con esto quedan explicadas las tres preguntas siguientes.

P.- ¿Puede Dios pecar?

R.- No, porque es infinitamente bueno.

  -40-  

P.- ¿No es libertad poder querer lo malo?

R.- Sí; pero libertad defectuosa, como la nuestra.

P.- ¿Qué tales son los que reclaman libertad para lo malo?

R.- Malísimos, como la libertad que piden, y además descarados.

Quien obra mal es malo; pero si además reclama, como un derecho, libertad o impunidad para el mal, entonces es malísimo y ha perdido la vergüenza. La libertad que pide esa gente la resumió san Agustín en estas palabras: «No nos mandéis cosas duras, ni prohibáis las impuras»13.




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Lección 9.ª

Sobre la Creación


P.- ¿Cómo es Dios Criador?

R.- Porque todo lo hizo de la nada.

P.- ¿Tenía Dios precisión de criar el mundo?

R.- Ninguna: lo crió para provecho nuestro.

En la eternidad sólo existía Dios, Padre, Hijo y Espíritu Santo; que gozaban en esa divina e indivisible sociedad una bienaventuranza infinita. Por su bondad y porque libremente quiso comunicar a otros seres algo de sus bienes, crió el mundo, que no formó de otra materia, que ninguna existía, sino que le dio todo el ser que ahora tiene, y que antes era nada.

Ahora bien; ninguna criatura, ninguno de los sabios del siglo ha criado, ni criará jamás, siquiera una hormiga. La creación es obra del Omnipotente, y nos descubre juntamente su bondad; porque el provecho es todo de las criaturas que comienzan a ser, vivir, sentir, entender y querer, recibiendo los seres   -41-   racionales multitud de gracias en esta vida, y mayores, si usaron bien de su libertad, en la eterna.

P.- ¿Cuál fue el primer hombre?

R.- Adán, nuestro primer padre, como Eva fue nuestra primera madre.

P.- ¿Quién los crió?

R.- Dios Nuestro Señor, del modo que refiere la Sagrada Escritura.

Esto nos enseña la Iglesia católica; esto la historia más antigua y veraz, que es la de los libros divinos; esto, más o menos desfigurado, conserva, desde Adán y Eva hasta hoy, la tradición de todos los países; y esto, a pesar de todas las alharacas de los incrédulos, seguimos profesando los católicos; mientras las fábulas de los racionalistas se disuelven como el vapor, y se destruyen unas a otras. ¡Grandes sabios, por cierto, los que unas veces nos dicen que somos Dios, y otras que no somos sino un mono perfeccionado! El niño en la escuela católica aprende lo que esos falsos sabios ignoran. Dios crió el cielo y lo pobló de espíritus, ordenados en tres jerarquías y distribuidos en nueve coros, unos más perfectos que otros: Ángeles, Arcángeles, Tronos, Dominaciones, Principados, Potestades, Virtudes, Querubines y Serafines. Crió también la tierra para nuestra morada, proveyéndola generosísimamente de cuanto convenía al bienestar de sus futuros moradores; y entonces formó de barro el cuerpo del primer hombre, y le infundió un alma espiritual. Sumido Adán, por virtud de Dios, en un profundo y misterioso sueño, aquel Señor que de la nada había hecho la tierra, tomó una costilla del varón y de ella formó el cuerpo de Eva, al que infundió otra alma también espiritual. Así vinieron a la vida nuestros primeros padres, de quienes desciende todo el género humano, que existe sobre la tierra hace cosa de seis mil años.

  -42-  

P.- ¿Qué criaturas son más semejantes a Dios?

R.- El ángel y el hombre.

P.- ¿Qué son los ángeles?

R.- Unos espíritus bienaventurados.

P.- ¿Para qué los crió Dios nuestro Señor?

R.- Para que eternamente le alaben y bendigan en el cielo.

P.- ¿Y para qué más?

R.- Para que, como ministros suyos, protejan a la Iglesia y guarden los hombres.

El alma es un espíritu criado para animar un cuerpo; el ángel no tiene cuerpo, y así es puro espíritu, más semejante a Dios que nosotros, pues Dios es puro espíritu, si bien infinitamente más perfecto que el ángel. En todas sus criaturas ha impreso el Señor una como huella de sus perfecciones, con admirable gradación; pero los seres espirituales, a saber, el ángel y alma humana, son imagen suya, dotados como están de inteligencia y voluntad libre. Además el hombre, no sólo por su alma es imagen de Dios, sino que en el cuerpo es de la misma naturaleza y linaje que Jesu-Cristo, descendiente, en cuanto hombre, de Adán y Eva. Pero lo que más propia semejanza con Dios da a ángeles y hombres, son los dones de gracia y de gloria.

¡Cuándo podremos agradecer suficientemente al Señor tantos beneficios! ¡Y el de valerse nada menos que de los ángeles santos en bien de los hombres!

P.- ¿Qué es el hombre?

R.- Animal racional, o sea un compuesto de cuerpo mortal y alma espiritual e inmortal.

P.- Decid los sentidos del cuerpo.

R.- Ver, oír, oler, gustar y tocar.

P.- ¿Y las potencias del alma?

R.- Memoria, entendimiento y voluntad: también tenemos imaginación y apetito sensitivo.

Con esta doctrina tan sencilla sabe el niño lo que   -43-   ignoran muchos presuntuosos filósofos de este siglo; conoce que es por naturaleza menos que el ángel, pero más que el bruto; repara en los órganos y facultades que Dios le ha dado, y que debe emplear en obras buenas.

P.- ¿Para qué nos da Dios los sentidos y las potencias?

R.- Para que con todos le sirvamos en todas las cosas.

P.- ¿Y los bienes de la tierra?

R.- Para que usemos de ellos santamente.

Como nuestro último fin en esta vida es alabar, reverenciar y servir a Dios, y las demás cosas que hay en la tierra, las ha hecho Dios, para el hombre; es claro que los sentidos, potencias y bienes exteriores, son medios o instrumentos que Dios nos da para que nos ayuden a alabarle, reverenciarle y servirle. Medios para sostener la vida que empleamos en servir a Dios, son el alimento, vestido y vivienda con la sociedad doméstica; medio para la seguridad y bienestar temporal de las familias es la sociedad civil, y medio para enseñarnos y hacernos servir a Dios es la sociedad religiosa o Iglesia. De aquí que en tanto hemos de valernos de esas cosas, en cuanto nos ayuden a servir al Señor, y en tanto quitarnos de ellas, en cuanto nos lo impidan; de modo que, respecto a las criaturas, hemos de hacernos indiferentes, sin poner en ninguna la afición, sino condicionalmente, sin que hombre alguno por sí, ni todos juntos en sociedad, tengan derecho a estorbarnos el servicio de Dios, antes están obligados a servir ellos a Dios y procurar que los demás le sirvan; y ese servicio de Dios, y los medios que más a eso conducen, habemos todos de desear y elegir con el mayor empeño. Ésta es la verdadera ciencia y altísima sabiduría de los santos, enseñada con luz del cielo en los Ejercicios de san Ignacio de Loyola, opuesta, como el día a la noche, a las vanas teorías y furiosas concupiscencias del mundo, que se desvive por la   -44-   tierra y desprecia el cielo; se apega a las criaturas, y mira con indiferencia el servicio de Dios.

P.- ¿Cuál vale más, el cuerpo o el alma?

R.- El alma, con que nos asemejamos a los ángeles y al mismo Dios.

P.- ¿Luego el cuerpo debe obedecer al alma?

R.- Sí, padre.

P.- ¿Cómo le sentimos rebelde?

R.- En castigo del pecado con que el alma se rebeló contra Dios.

Nuestro cuerpo es de la misma naturaleza que el de Cristo; pero el Señor no tuvo las malas concupiscencias que nosotros. Sin embargo, nos enseñó a sacrificar el cuerpo en bien del alma; y el buen cristiano posterga la carne al espíritu. Los que estiman en más el cuerpo que el alma, y la hacen esclava de los vicios carnales, se hacen semejantes a los brutos y aun inferiores a ellos, porque el bruto, viviendo brutalmente, no se degrada ni peca, y el hombre sí. Como el hombre doma y sujeta al bruto, así nuestra alma ha de sujetar al cuerpo. Antes que el hombre pecara, y su alma se rebelara contra el Criador, la carne obedecía fácilmente a la razón; de modo que Adán y Eva, en el estado de la inocencia y justicia original, no sentían la rebeldía de las pasiones; mas ahora ellas anublan la razón y arrastran la voluntad hacia el vicio, de que son víctimas y esclavos los que no practican la religión, por cuyo medio Dios da fuerzas para que domemos nuestros desordenados apetitos.




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Lección 10.ª

Sobre los artículos de la Santa Humanidad y de la Redención


P.- ¿Cuál de las dos personas se hizo hombre?

R.- La segunda, que es el Hijo.

P.- Decid el Misterio de la Encarnación.

  -45-  

R.- En las entrañas de la virgen María formó el Espíritu Santo, de la purísima sangre de esta Señora, un cuerpo de un Niño perfectísimo, y criando un alma nobilísima, la infundió en aquel cuerpo; y en el mismo instante el Hijo de Dios se unió a aquel cuerpo y alma racional, quedando, sin dejar de ser Dios, hecho hombre verdadero.

P.- Según eso, María Santísima, ¿es verdadera Madre de Dios?

R.- Sí, padre; de Dios encarnado, con más razón que la madre de un hijo Rey es madre del Rey.

Sublime sencillez con que Ripalda y Astete pusieron en claro cómo Dios se hizo hombre, y que Jesu-Cristo es a la par hijo de Dios e hijo de la virgen María; de Dios Padre, en la eternidad y cuanto a la naturaleza divina; de la Virgen, en el tiempo y cuanto a la naturaleza humana. La madre no engendra sino el cuerpo de la criatura, y sin embargo, es madre del niño, compuesto de cuerpo y de alma; tampoco la madre de un niño que nace heredero de un trono, engendra la realeza, y sin embargo es madre del Rey; así pues, y mejor aún, María Santísima, por más que no engendra la divinidad, es madre de Dios, porque Jesu-Cristo, su Hijo, es Dios: y dije mejor; porque el Hijo de María es Dios esencialmente. Sólo el Hijo de Dios encarnó, pero el Padre Eterno nos lo dio, y al Espíritu Santo se apropia la virtud con que se formó el cuerpecito del niño: de suerte que todas tres Personas divinas intervinieron en el soberano misterio de la Encarnación. Éste acaeció en Nazaret, pueblo de Galilea, donde vivía la Virgen con su esposo san José; el nacimiento, en Belén de Judá, patria de David, a cuya familia pertenecían los dos santísimos consortes.

P.- ¿Cómo nació Jesu-Cristo?

R.- Milagrosamente, como fue concebido; al modo que el rayo del sol pasa por un cristal sin romperlo ni mancharlo.

P.- Y su Madre, ¿vivió siempre Virgen?

  -46-  

R.- Sí, padre; antes del parto, en el parto y después del parto, siempre Virgen.

P.- ¿Y no es esto contra la razón?

R.- No, padre; sería contra la razón que al mismo tiempo fuese Madre de Dios y no lo fuese, pero ser Madre de Dios y Virgen, aunque es sobre la razón, es muy razonable.

P.- ¿Cómo eso?

R.- Porque si Dios había de nacer, de Virgen había de nacer.

P.- Y san José, ¿no fue padre del niño Jesús?

R.- No lo fue según la carne; aunque hizo de padre, y padre le reputaban los judíos.

P.- ¿Quién puede obrar y comprender tales misterios?

R.- Solamente Dios.

Para el fiel cristiano estos misterios no necesitan mayor aclaración, pero sí merecen ponderarse. ¡Qué amor nos muestra el Hijo de Dios, apocándose hasta tomar por nosotros nuestra propia naturaleza! ¡Y qué benignidad haciéndose Niño! Porque pudo no serlo, como no lo fueron Adán y Eva; pero quiso sublimar a María Santísima a la más alta dignidad de que es capaz una pura criatura, y en Jesús y María ennoblecer los dos sexos de nuestro linaje, y que, como una virgen, vana y necia, cual era Eva cuando pecó e hizo pecar a Adán, tuvo parte en nuestra ruina; así otra virgen humilde y prudentísima, cooperase a nuestra redención; y por fin atraernos hacia sí con más ternura, y asemejársenos en todo, excepto el pecado, que él no pudo tener y de que preservó totalmente a su Madre. Esconde la divinidad en cuerpo infantil; pero la demuestra en la Madre que elige, y en los milagros de su concepción y nacimiento; aquélla fue sin deleite carnal, éste sin dolor de la Madre, cuya virginidad y limpieza, lejos de amancillarse ni empañarse, recibió nuevo esplendor al modo del cristal investido de los rayos solares. Enseñonos así también lo que vale en los ojos de Dios la joya de la virginidad perpetua, engastada en un corazón humilde y   -47-   consagrado todo al Señor. Pero, como el mundo por entonces no estaba en disposición de conocer y creer misterios tan ocultos, miró el Señor por la reputación y seguridad de aquella purísima doncella, manifestando su querer de que se enlazase en matrimonio con un varón santo de su misma familia, que le sirviese de compañero fiel, testigo y amparo. Éste fue san José, que también ofreció a Dios su virginidad, y cerciorado del misterio por san Gabriel, sirvió a su esposa con tanta reverencia como amor, y luego al niño Jesús, de quien oía llamarse padre, y a quien él adoraba como a Dios, confundiéndose al verse nombrado por el cielo cabeza de la familia sagrada.

P.- ¿Cuántas naturalezas hay en Jesu-Cristo?

R.- Dos, divina y humana; como dos entendimientos y dos voluntades.

P.- ¿Y memorias?

R.- Una, y humana; porque en cuanto Dios todo lo tiene presente.

P.- ¿Y personas?

R.- Una, divina.

Entendido el misterio de la Encarnación, no ofrece dificultad alguna lo que aquí se dice, porque si el Hijo de Dios, sin dejar de ser Dios, tomó o unió a su Persona divina la naturaleza humana, llamándose así encarnado, Jesu-Cristo; es evidente que este Señor reúne en sí cuanta perfección se halla en la naturaleza de Dios y en la del hombre; de forma que como lo propio de una naturaleza lo es de la persona que la tiene, de Jesu-Cristo, que tiene dos naturalezas, se dice con verdad que es eterno y temporal, incorpóreo y corpóreo, y que cuando padeció y murió era impasible e inmortal: lo uno le convenía en cuanto Dios, y lo otro en cuanto hombre. Pero es de saber que el Verbo encarnado recibió en su naturaleza humana gracias que a Él convenían, y a nosotros no. El alma de Cristo, desde el primer instante de su ser posee toda la gracia,   -48-   dones y virtudes en sumo grado, y siempre gozó de la visión de Dios, sin que ésta impidiese a los sentidos y potencias inferiores el padecer, lo cual era un milagro del poder divino. Así, cuando el Sagrado Evangelio dice que el niño Jesús crecía en gracia y saber, se entiende en cuanto a la manifestación de esas prendas, y aun si se quiere, en cuanto a la ciencia que llaman experimental. Así también, desde que fue concebido, tuvo completo el uso de razón, pero no lo descubrió hasta la edad común, y se dejaba enseñar como los otros niños; su cuerpo sacratísimo, el más perfecto y accesible al dolor, no sintió los desórdenes ni enfermedades del nuestro, ni hubiera muerto a no haberse querido el Señor entregar por nosotros a sus verdugos.

P.- ¿Para qué se hizo Dios hombre?

R.- Para poder morir por el hombre y darle ejemplo.

P.- ¿Qué quiere decir: padeció bajo el poder de Poncio Pilato?

R.- Que un mal Gobernador de Judea, llamado Poncio Pilato, hizo padecer y morir a Jesu-Cristo.

P.- ¿Por qué quiso morir el Señor?

R.- Por redimirnos del pecado, y librarnos de la muerte eterna, que por el pecado merecimos.

El pecado es ofensa contra una Majestad infinita, y por ese lado tiene cierta malicia infinita, incapaz de ser reparada dignamente por ser alguno finito. Quiso Dios por su misericordia sacarnos de ese abismo, pero también por su justicia exigió reparación condigna.

Nadie, sino el Señor infinito, podía darla; y entre otros modos que hubiera hallado su sabiduría divina, escogió el más perfecto y amoroso, al par que para nosotros el más útil. Tomó la naturaleza del ofensor, y una vez humanado, no se contentó, como bastaba, con ofrecer una plegaria o una lágrima, sino que dio su sangre y su vida por nosotros pecadores, y no con muerte natural, sino en medio de las mayores afrentas   -49-   y dolores, en el patíbulo de la cruz. Llevó, porque así lo quiso, una vida humilde y trabajosa en la práctica de toda virtud, para enseñarnos con la obra lo que nos manda hacer, si queremos salvarnos; y lo que nos aconseja, si aspiramos a ser perfectos y santos. Sin Jesu-Cristo, presas del pecado, del demonio y de la desesperación, después de la muerte que ahora llamamos temporal, hubiéramos caído en la eterna. Cristianos, ¡cuánto debemos a este divino Señor! Nada haríamos aunque por Él diéramos nuestra vida. Suframos siquiera con paciencia lo que sea preciso para servirle, y evitar la muerte eterna.

P.- ¿Qué es esa muerte eterna?

R.- El infierno.

P.- ¿Están muertos los condenados?

R.- No están muertos para padecer, pero están muertos para no gozar de Dios.

P.- Decís que bajó el Señor a los infiernos: ¿qué entendéis por infiernos?

R.- Unos senos o lugares inferiores, en que se está privado de la vista de Dios.

P.- ¿Cuáles son?

R.- El primero, el de los dañados o réprobos; el segundo, el de los niños que mueren sin bautismo; el tercero, el purgatorio; el cuarto, que ya no existe, donde los santos aguardaban el advenimiento del Redentor.

Aunque son cuatro los infiernos, por infiernos se entiende comúnmente el de los condenados o réprobos, que es muerte eterna; porque los que allí padecen, aunque físicamente viven, pero están para siempre privados de otra vida que vale mucho más, la sobrenatural de la gracia y gloria: con que su estado es mucho peor que si no vivieran o no hubieran nacido. A los demás infiernos, llamamos limbo de los niños al uno y purgatorio al otro; el seno de Abraham o limbo de los justos ya no existe. A las almas que allí esperaban el santo advenimiento, sacó Cristo Nuestro Señor para llevárselas consigo al cielo, cuyas puertas, una   -50-   vez franqueadas en la Ascensión del Señor, se abren a cuantos mueren en gracia en el punto que no tienen nada que purgar. Según común sentir de los doctores católicos, los infiernos están en lo profundo de la tierra; y más hondo que todos el de los condenados.

P.- ¿A cuál de estos infiernos bajó Cristo Nuestro Señor?

R.- Al último, que se llamaba seno de los justos o de Abraham.

P.- ¿Cómo bajó?

R.- Con el alma unida a la divinidad.

P.- Y su cuerpo, ¿cómo quedó?

R.- Unido a la misma divinidad.

P.- ¿Sabéis un símil para explicarlo?

R.- Si un soldado desenvaina la espada, espada y vaina se separan; pero ambas quedan unidas al soldado.

Jesu-Cristo perdió en la cruz su vida corporal, entregando el alma en manos del Padre celestial, un viernes, el que llamamos Viernes Santo, a eso de las tres de la tarde. El cuerpo muerto, del que no se separó el Verbo divino, lo bajaron, con licencia del mismo Pilatos, dos piadosos varones, José y Nicodemus; lo embalsamaron según uso de aquel pueblo14; lo envolvieron en una sábana nueva; lo ciñeron con fajas de lienzo, y, así amortajado, lo llevaron con reverencia, y pusiéronle en un sepulcro sin estrenar, abierto en una peña viva; cubrieron luego el divino rostro con un sudario, y cerraron la boca del sepulcro con una enorme losa.

El alma, unida también a la Divinidad, descendió a los infiernos, al modo que un Rey visita a veces las cárceles. Es probable que en todos se dejó sentir su presencia, con espanto de los condenados y alivio de las almas del Purgatorio; pero lo cierto es que estuvo esos días en el limbo de los justos, haciéndolos ya bienaventurados.

  -51-  

P.- ¿Cómo resucitó al tercero día?

R.- Tornando a juntar su cuerpo y alma gloriosos para nunca más morir.

El domingo, muy de mañana, pasados, desde su muerte, parte del viernes, todo el sábado, y parte del domingo, o sea al tercero día, subió desde el limbo el alma triunfante del Redentor, acompañada de aquellos santos; vino al sepulcro, y volvió a animar su cuerpo sacratísimo, despojándolo de todas las fealdades y manchas de la Pasión, y parándolo hermosísimo con las dotes de cuerpo glorioso. Resucitó Cristo por su propia virtud; deshizo las ligaduras de la mortaja, traspasó sin moverla la losa del sepulcro, y gozó y goza de vida inmortal. Había el Señor probado su Divinidad con multitud de públicos milagros, y entre ellos la resurrección de varios difuntos; pero su propia Resurrección es el milagro que anunció varias veces, a los que no acababan de creer con los que tenían a la vista: el milagro en que más fuerza ponían los Apóstoles predicándolo primero en la misma Jerusalén, y luego por todo el mundo, hasta dar la vida en testimonio de su verdad y de la fe católica. Los judíos incrédulos habían puesto guardias en el sepulcro y selládolo con el sello de la autoridad; y al encontrarse luego el sepulcro vacío, no hallaron más efugio que sobornar a los soldados para que dijesen, que mientras ellos dormían, habían los discípulos de Cristo robado su cuerpo. -¿Testigos que están durmiendo alegáis? -dice san Agustín-. ¡Vosotros sí que estáis dormidos al portaros de modo tan necio, y tercamente ciegos para no confesar el milagro y adorar a Jesús! La Resurrección de Cristo es figura de la resurrección del pecador a la vida sobrenatural de la gracia, y de la transformación que en su alma se verifica; obra ésta más divina aún que resucitar a un muerto.

A la muerte del Redentor se abrieron repentinamente muchos sepulcros, y muchos cuerpos de santos   -52-   que allí yacían, resucitaron después de Cristo, y entrando en Jerusalén, fueron vistos de mucha gente.

P.- ¿Cómo subió a los cielos?

R.- Con su propia virtud, a los cuarenta días de resucitado.

P.- ¿Qué es estar sentado a la diestra de Dios Padre?

R.- Tener igual gloria con Él en cuanto Dios, y mayor que otro ninguno en cuanto hombre.

Resucitado el Señor a vida gloriosa, no convenía que se quedara en este valle de lágrimas, donde, en forma visible, había ya consumado su obra de Redentor y Maestro del mundo. Su lugar propio era el cielo, siendo el primer hombre que en él entrase, como que con su muerte lo había conquistado para su santísima humanidad y para sus redimidos. Cuarenta días, sin embargo, demoró su ascensión gloriosa, y en ellos se dejó ver y tratar de muchas personas. Apareció a su Madre Santísima para consolarla tanto más, cuanto más había sufrido de amarguísimo dolor al presenciar su Pasión y Muerte. Apareció a las santas mujeres, a los Apóstoles y a otros muchos discípulos, ya juntos, ya separados, asegurándoles de su Resurrección, hablando y comiendo con ellos familiarmente, y permitiéndoles que mirasen y palpasen las hendiduras de las llagas que le habían abierto los clavos y lanza en la Cruz. Conversaba con los Apóstoles acerca del reino de Dios, o sea de la Iglesia que fundaba, para que en ella se continuase hasta el fin del mundo la obra de nuestra salvación, y por su medio la pudieran fácilmente lograr los hombres de todas las naciones. Les instruyó en el modo de extenderla y gobernarla; acerca de los siete Sacramentos y de la Misa, confiriéndoles sus poderes, aclarándoles e inculcándoles su celestial doctrina. Entonces nombró Vicario suyo y primer Papa a san Pedro; prometió que en el cielo estaría rogando por nosotros ante el Padre, preparando morada a los que le fueran fieles; que enviaría su Espíritu   -53-   Santo para que comunicara vida sobrenatural a su Iglesia, y que Él mismo, invisiblemente, estaría siempre con ella y con sus hijos, sin que todas las persecuciones del demonio y de los malos pudiesen jamás vencerla.

El día cuarenta de su Resurrección citó a sus discípulos para el monte Olivete, el mismo donde había comenzado su sagrada Pasión, y que ahora iba a presenciar su triunfo. Allí se reunieron la Madre del Señor, los Apóstoles y discípulos, hombres y mujeres, en número de ciento veinte. A eso del medio día, despidiéndose amorosamente de todos, levantó las manos al cielo, les echó su bendición, y comenzó a elevarse en alas de su propio poder, sosegada y majestuosamente. Todos le seguían con sus ojos y con su corazón, y quisieran acompañarle hasta la gloria. En aquella corte celestial y en el trono más excelso, sobre los espíritus bienaventurados y los santos goza el imperio de cielos y tierra, y desde allí bajará un día a juzgar a los hombres. Una nube ocultó a los ojos de los discípulos la vista del divino Maestro; y dos ángeles les ordenaron recogerse en Jerusalén hasta que fuesen fortalecidos con el Espíritu Santo. Diez días perseveraron todos con María Santísima en oración, hasta que Jesu-Cristo cumplió su promesa, y el Espíritu Santo descendió en forma de lenguas de fuego.

Quedaron los Apóstoles transformados en otros, como que, llenos de sabiduría y fortaleza, salieron de su encierro a predicar, sin temor a la muerte, la divinidad de Jesu-Cristo y su segunda venida.

P.- ¿Cuándo vendrá a juzgar a los vivos y a los muertos?

R.- Al fin del mundo, el día del juicio universal.

P.- Y antes, ¿hay juicio particular?

R.- Sí, padre; a cada alma juzga y sentencia el Señor, apenas nos morimos.

En el punto que muere cada individuo es juzgada su alma por Jesu-Cristo, juez de vivos y muertos, esto es, de buenos y malos, de los que han muerto y de los   -54-   que han de morir. Terrible verdad que nos amonesta a vivir siempre dispuestos y en gracia de Dios, pues a cada paso podemos morir; muchos mueren de repente; y en el estado en que nos coja la muerte, en ése seremos juzgados, sin que después haya posibilidad de arrepentirse. Gran obra de caridad es orar por los moribundos, y procurarles los auxilios de la Religión. La sentencia del juicio particular es, o cielo o infierno o purgatorio: en el universal se ratifica, pero ya no habrá purgatorio, porque los reos de él habrán ya sufrido la condena, e irán al cielo.

¿Cuándo será el fin del mundo? Sólo Dios lo sabe; y aunque le precederán señales horrorosas, que están profetizadas, y un general trastorno de la naturaleza en los astros y los mares, los campos y los ríos, anunciando todo la cercana destrucción de estas cosas que vemos, y trayendo a los hombres en la más pavorosa consternación, pocos harán penitencia de sus pecados. Entonces de improviso aparecerá en lo alto el divino Juez, lleno de gloria y majestad, no para morir en una cruz, sino para pedir cuenta a cada uno, si ha aprovechado las gracias que nos ganó en la Cruz.

A la voz de Dios, que repetirán los ángeles y se oirá por todas partes, resucitaremos todos en un momento; los malos, con cuerpos hediondos, marcados con la señal de los vicios a que en vida se entregaron; los buenos, al contrario, en cuerpos hermosísimos y gloriosos. Todos seremos conducidos, los buenos por ángeles, los malos por demonios, a la presencia de Jesu-Cristo, cerca de Jerusalén, donde ahora está el valle de Josafat, transformado entonces con los cataclismos precedentes. Allí compareceremos en cuerpo y alma, para que la sentencia recaiga sobre todo el hombre: allí aparecerá por qué Dios permite la prosperidad de los malos y el abatimiento de los buenos, y hasta los malos tendrán que reconocer en público la Providencia divina; allí se descubrirá la inocencia   -55-   de los calumniados, y la iniquidad de los hipócritas y calumniadores; allí las obras buenas recibirán premio completo, y castigo las malas, en vista de los frutos que han dado hasta aquel día. ¡Cuántas almas, por ejemplo, se condenarán por culpa, en parte, de un escritor impío o infame; y cuántas deberán a uno bueno el salvarse! Éstos son los motivos que se nos alcanzan para que haya juicio universal, además del particular; aunque la razón de las razones es haberlo Dios decretado.

Patentes al mundo entero las obras, palabras, intenciones y pensamientos de cada uno, todo lo que, por ser voluntario, sea digno de premio o de castigo, Jesu-Cristo, como Juez soberano, pronunciará la sentencia justísima e irrevocable; los buenos a la gloria, los malos al infierno, y en seguida quedará ejecutada; los buenos con los ángeles, María Santísima y con Jesu-Cristo, subirán a la gloria; los malos con los demonios los tragará la tierra, abriéndose sus abismos y cerrándose después para siempre.

¿Y los del limbo de los niños?

Es probable que presenciarán el juicio universal, y cierto que estarán siempre privados de la vista de Dios. Con todo, llevarán con resignación esa justa condena, conociendo que ni son dignos ni capaces de la gloria. Santo Tomás y otros doctores de la Iglesia son de parecer que amarán naturalmente a Dios, y le alabarán eternamente, agradeciéndole el haberlos criado y resucitado como también el haberlos librado de pecados personales, y de las llamas y tormentos horribles, que los otros condenados sufren bajo el poder de los demonios.

Con lo dicho, apenas ofrecen ya dificultad las preguntas que siguen.

P.- ¿Dónde van esas almas?

R.- O a la gloria, o al infierno o al purgatorio.

P.- ¿A dónde van los buenos?

  -56-  

R.- A la gloria, los que mueren en gracia de Dios.

P.- ¿A dónde van los malos?

R.- Al infierno, los que mueren en pecado mortal.

P.- Y al purgatorio, ¿quiénes van?

R.- Los que mueren en gracia, pero debiendo pena temporal, pagada la cual suben al cielo.

Por ley general se muere como se vive: no obstante, posible es el caso de quien viva bien, y cayendo al fin en pecado, venga a morir mal; así como hay ejemplos de conversiones en la hora de la muerte, si bien casi nunca son verdaderas, porque les suele faltar el dolor de haber ofendido a Dios, el propósito de no pecar o la esperanza del perdón. De todos modos, nuestra suerte eterna pende del bueno o mal estado en que muramos, porque la muerte pone fin al tiempo que el Señor concede a cada cual para merecer cielo o infierno. El purgatorio es terrible, mas pasajero, a lo más hasta el día del juicio final; almas hay que están en él poco tiempo; otras, nada.

Se evita no pecando; con penitencia y otras obras satisfactorias en proporción a los pecados cometidos, y supliendo lo que de aquéllas falte, por medio de las indulgencias.

El artículo Creo en el Espíritu Santo, queda ya explicado, y sólo aquí es bueno recordar que el papa León XIII ha encarnado que celebremos con más devoción la fiesta de Pentecostés, como que ese Espíritu divino, tercera persona de la Santísima Trinidad, es también el corazón de la Iglesia, que vivifica a ella y a cuantos están en gracia de Dios15.



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