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Lección 11.ª

Sobre la Iglesia


P.- ¿Por qué seguís diciendo: creo la Santa Iglesia Católica?

R.- Porque creo que la Iglesia católica es obra de Dios, y tengo la doctrina que ella enseña, y rechazo lo que ella rechaza.

P.- ¿Cuántas Iglesias hay?

R.- Una verdadera, como un Dios verdadero, y una fe verdadera.

P.- ¿Quién fundó las Iglesias falsas o sectas?

R.- Satanás por medio de algún heresiarca o falso profeta, para engañar y perder a los hombres.

P.- ¿Cómo decimos la Iglesia griega, la de España o Toledo?

R.- Mientras obedecen al Papa, son partes de la misma Santa Iglesia Católica Apostólica Romana.

Jesu-Cristo, al fundar la Iglesia y nombrar Vicario suyo en la tierra al apóstol san Pedro, le dijo, según vimos, que lo hacía pastor de toda su grey, que le entregaba las llaves de ese reino espiritual y celestial, que lo ponía, como piedra fundamental, en ese edificio, enseñándonos con esos tres símiles que la Iglesia única que fundaba, era como un rebaño, un reino y un palacio. Añadiole que a ese rebaño había de llamar a todas las naciones, que a las leyes de ese reino debían someterse cuantos quisieran salvarse, y que en ese palacio habían de recibir la vida de la gracia para llegar a la gloria. Jesu-Cristo, pues, estableció una Iglesia católica, esto es, la misma para todos, con obligación para todo hombre de tenerla por Madre: esa Iglesia, como sociedad perfectamente organizada, consta de partes, que también las tiene un gran rebaño,   -58-   un reino, un edificio; pero esas partes, extendidas por las más distintas regiones y razas del globo, forman un todo homogéneo, profesan una misma religión, pertenecen a la misma Iglesia católica; sometidas a un mismo supremo Jefe o Cabeza, con la misma fe, los mismos Mandamientos, el mismo sacrificio de la Misa, los mismos siete Sacramentos, la esperanza de una misma gloria, el vínculo de una misma caridad. ¡Obra verdaderamente divina! Pero ¿quiénes fundaron las sectas o iglesias o religiones distintas de la católica? Hombres rebeldes a Dios: facciosos, sediciosos, revolucionarios contra el Rey de reyes y su Vicario en un reino que no es obra de hombres, y en materias religiosas, en que sólo Dios y quien de Dios ha recibido sus poderes, tiene derecho para definir y mandar. Tales fueron Arrio, Nestorio, Mahoma, Lutero, Voltaire y demás jefes de herejías y de la incredulidad, verdaderos emisarios de Satanás. Por otra parte, ¿cómo han de ser de Dios y por lo mismo verdaderas y santas dos religiones e iglesias, de las que una cree que Jesu-Cristo es Dios y la otra le mira como puro hombre; una le adora presente en la Hostia consagrada, y la otra lo niega y desprecia; una predica la confesión sacramental, como necesaria para no condenarse, y otra rechaza esa necesidad? Basta no haber perdido el sentido común para conocer que, siendo la Iglesia católica obra de Dios, cualquiera secta que tenga otra religión, u otra Cabeza en religión, es obra del enemigo de Dios.

Esto, además, es uno de los dogmas de nuestra santa fe. Por eso el apóstol san Pablo, inspirado de Dios, lanza anatema de condenación contra cualquiera, aunque hubiera sido él mismo o un ángel del cielo, que predicase otra religión de la que enseña la Iglesia católica16.

Por lo demás, como al fundarse la Iglesia, en gran   -59-   parte del mundo se hablaba el griego y en otra el latín, y el uso de esas lenguas, y de la siriaca, caldea, eslava y otras se ha conservado en la liturgia eclesiástica de los respectivos países, de ahí los nombres de Iglesia griega y latina, oriental y occidental. Los católicos de esas regiones no forman Iglesia distinta, sino que todos profesan la misma religión y con el mismo Papa por cabeza; mientras que, lo mismo en Oriente que en Occidente y en el Norte como en el Mediodía, los que se han rebelado contra el Papa no son católicos, sino cismáticos; y los que han renegado de parte o de toda la fe católica, tampoco son católicos, sino herejes o apóstatas. Así, hay griegos y orientales católicos, y los hay cismáticos, herejes o apóstatas; y lo mismo respectivamente se diga de Inglaterra, Alemania y otros países.

P.- ¿Por qué la Iglesia es católica?

R.- Católica quiere decir universal; para todos los tiempos y naciones.

P.- ¿Hay alguna secta católica?

R.- Ninguna: las sectas nacen y mueren; cambian, o se limitan a una raza.

Desde Adán existió, existe y existirá siempre la ley natural, llamada así, no porque el hombre la haya inventado, ni porque no se ordenase desde entonces a conducirnos a un fin sobrenatural cual es el cielo, sino porque se funda en nuestra naturaleza, y en la revelación y gracia que el Criador otorgó al género humano en su mismo origen. Ley divina, dada para todos los hombres, y por lo mismo universal o católica.

Otra dio el mismo Dios, y fue la ley escrita, porque la entregó escrita en parte a Moisés, y en parte se la dictó para que la escribiese. No se oponía a la natural, antes la incluía, explicaba y sancionaba, añadiendo muchos otros preceptos tocantes al culto de Dios y gobierno del pueblo hebreo. En esto añadido no quiso el Supremo Legislador obligar sino a los israelitas   -60-   o judíos, y sólo hasta que, viniendo a salvarnos, pusiera otra ley más perfecta, que es la cristiana17. Por donde nuestra santa ley y Religión, en nada opuesta a la ley natural ni a la escrita, las completa y perfecciona, siendo en ese sentido tan antigua como el linaje humano. Es un árbol que plantó Dios mismo en el corazón de nuestros primeros padres, que agostado y casi estéril, por culpa de los hombres, fue cultivado por el divino Plantador con especial esmero entre el pueblo escogido, encargando su cuidado a una autoridad religiosa, por nombre Sinagoga; sin que tampoco diese sino poco provecho, hasta que de un vástago generoso, que fue la virgen María, brotó el Fruto deseado, el Salvador que, regando el árbol con su sangre preciosísima, le dio nuevo vigor, creciendo desde entonces con tal empuje y lozanía, que extendió sus ramas y celestiales frutos por el mundo, y cobijó a su sombra gentes innumerables de todas las razas y países. Ese árbol es la Iglesia católica.

Mas ¿y la Sinagoga? La Sinagoga, como autoridad religiosa, ya no existe; negó a Jesu-Cristo, persiguió a su Iglesia, y el pueblo deicida fue cortado de aquel místico árbol. Leen los judíos, en las que llaman sinagogas, los libros sagrados, pero como resisten al Espíritu Santo, no los entienden; tampoco ofrecen ni pueden ofrecer los sacrificios de su ley, porque de su templo, que no podía estar sino en Jerusalén, no quedó piedra sobre piedra, sin que todo el oro que poseen, les haya válido en diez y nueve siglos para levantarle de nuevo. De cuando en cuando se han ido algunos convirtiendo a Cristo, y de nuestros días son los Ratisbona, los Drach, Rocca d'Adria y otros, que escriben doctamente para abrir los ojos a los de su raza: ¡mas sobre ella pesa aún la maldición del cielo! Son hoy los judíos los más ricos del mundo; pero ¿de qué les sirve? Los más han perdido la fe hasta en sus Escrituras: desesperan   -61-   de que venga ya ningún Mesías; unos creen que vino en tiempo de Jesu-Cristo, y dejada la Circuncisión, usan un género de Bautismo y hasta de Comunión; otros son materialistas dados a la usura y se han afiliado en masa a sectas diabólicas que algunos de ellos dirigen18.

Por el contrario, la Iglesia católica, siempre perseguida de los malos, como se lo profetizó su divino Fundador, florece y se propaga más y más. ¿Cuándo hubo un Concilio, tan numeroso y tan acorde en sus definiciones, como el del Vaticano? ¿Cuándo adhesión tan unánime al Papa en el Episcopado? ¿Cuándo en los fieles de todo el orbe más devoción para visitar y socorrer al Vicario de Cristo? Según la estadística, reconocida hasta por los mismos herejes, el número de católicos ha crecido, sin interrupción, de siglo en siglo. En el primero llegaron a 500.000, en el segundo a 2.000.000, y aumentándose siempre en el siglo XVI, cuando tantos estragos hizo Lutero con su herejía protestante, eran 225 millones; en el XVIII, a pesar de la gran revolución, 250, y ahora que fenece el XIX, somos alrededor de 280 millones de católicos. De ellos, más de 200 en Europa, 50 en América, y los restantes en las demás partes del mundo. En veintisiete años se han duplicado en los Estados Unidos, y en todo este siglo se han quintuplicado entre Inglaterra, Alemania y otros países, a pesar de que dominan allí los protestantes19.

Sólo en Inglaterra, durante diecisiete meses (1895 y 1896), se han hecho católicos 15.000 protestantes20.

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Es un hecho histórico que desde los primeros siglos hasta el actual, la Iglesia católica se extiende a todas las tierras conocidas. En nuestros días Pío IX y León XIII han restablecido, o fundado, o aumentado la jerarquía católica, esto es, arzobispados y obispados, no sólo en Inglaterra, Holanda y Prusia, sino en extensas regiones de América, Asia, África y Oceanía. Es verdad que el número de los que viven fuera de la verdad es mucho mayor, cumpliéndose también en esto el oráculo divino; pero ninguna de las sectas cuenta, ni con mucho, tantos prosélitos como tiene hijos la Iglesia; y además, por la razón que indica el Catecismo, ninguna otra religión tiene visos de verdad, ni es católica. Mahometanos apenas hay sino en cierta raza y comarcas. Su religión, si tal nombre merece, es evidentemente absurda e inmoral, y los pueblos que la profesan yacen en la mas estúpida ignorancia21. Lo mismo dígase de los sectarios de Confucio, Brahma y Buddha, hombres estrafalarios que lograron veneración entre los chinos y los indios, pero casi desconocidos en el resto del mundo.

También los cismáticos viven únicamente en una parte de Europa y Asia, divididos, además, en cosas de fe, y habiendo, en más de un Concilio, confesado su yerro. Los herejes, que no alcanzan todos juntos a una cuarta parte de los católicos, se hallan tan divididos en sectas, de las cuales unas rechazan como absurdo lo que otras profesan como dogma, que ni ellos saben cuántas son, ni apenas convienen entre sí más que en no reconocer a la Iglesia católica.

La propaganda de los ministros protestantes se limita casi a esparcir sus Biblias y librejos con el dinero, que ellos en mucha mayor cantidad reciben de sus gobiernos; en tanto que los misioneros, y los religiosos católicos de uno y otro sexo, renunciando a sus propios   -63-   bienes, patria y familia, a costa de indecibles privaciones y fatigas, convierten cada año con su santa vida y doctrina, y a veces con milagros y con el testimonio de su propia sangre derramada en los tormentos, miles de paganos a la fe y costumbres cristianas. Léanse los Anales de la propagación de la fe, o también El Apostolado católico y el protestante, escrito por el P. Perrone, o las cartas de nuestros misioneros en Filipinas.

De los incrédulos o librepensadores no hay que hablar tratándose de religión, pues hacen alarde de no profesar ninguna; aunque más tarde o más temprano, el demonio, que sabe y puede más que el hombre apartado de Dios, hace que le adoren resucitando las supersticiones gentílicas en las sectas de espiritistas y masones. Y basten aquí estas someras indicaciones para consuelo del católico lector. Sólo nuestra santa madre la Iglesia es a la par una y católica, dotes suficientes, si bien se ponderan, para comprobación de que es la única que Dios ha fundado y sostiene; de modo que los que en ella no viven, lo han de achacar o a terquedad o a ignorancia. Hágase un cómputo aproximado, y se tendrán, como observa el abate Martinet, 260 papas, más de 60.000 obispos y de 30.000.000 de sacerdotes profesando y enseñando en todas las regiones del mundo cuantos dogmas cree y tiene constantemente la Iglesia católica romana, desde que Nuestro Señor Jesu-Cristo la fundó hace casi veinte siglos, y cosa de mil quinientos millones de católicos creyendo y profesando lo mismo22.



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Lección 12.ª

Otras notas de la Iglesia


P.- ¿Cómo es Santa la Iglesia?

R.- Por su fundador Jesu-Cristo, su doctrina y Sacramentos, y por innumerables hijos santos que siempre tiene.

P.- ¿Cómo hay tantos católicos malos?

R.- Por culpa de ellos, que no obedecen a su Santa Madre.

P.- Los santos que veneramos en los altares, ¿tuvieron la misma religión que nosotros?

R.- Sí, padre; y sus virtudes y milagros prueban que nuestra religión viene del cielo.

P.- Y si un sacerdote o prelado es malo, ¿es por eso mala la Iglesia católica?

R.- No, padre; porque la Iglesia reprueba la maldad, de cualquiera que sea.

Que la santidad no viene sino de Dios, lo conocen y sienten hasta los malos y los salvajes. Ahora bien, la santidad del divino Fundador de la Iglesia, la confesó Pilatos en el mismo tribunal en que le entregó a la muerte; ni sus mismos calumniadores pudieron probarle crimen alguno. No negaban los milagros con que autorizaba su Evangelio, pero los atribuían neciamente a artes diabólicas; y hasta los incrédulos de estos tiempos confiesan más de una vez en sus escritos la sabiduría y santidad extraordinaria de Nuestro Señor Jesu-Cristo. ¿Y qué? Por más que todos se conjurasen en negarla, bastaría, para confundirlos, la santidad de la obra que instituyó. Examínese la Doctrina cristiana cual hace diez y nueve siglos la enseña la Iglesia católica. Precisamente porque no consiente ningún vicio, la persiguen los malos; ni es santa sola en sí misma, sino que hace santos a cuantos perfectamente la practican. A los que han leído la historia en   -65-   autores de ciencia y veracidad como Hegesipo y Eusebio, san Agustín y Orosio, Baronio y Bochbacker, o siquiera conocen las vidas de algunos santos, escritas muchas de ellas por varones como san Jerónimo, san Atanasio, san Buenaventura y otros; basta oír esos mismos nombres, y sin mencionar ahora los mártires, recordar a san Antonio y san Pablo, san Gregorio y san Basilio, san Benito y san Bruno, san Francisco y santo Domingo, san Ignacio y san Pedro de Alcántara, santa Teresa de Jesús y san Juan de la Cruz, san Francisco de Borja y san Juan de Dios, santa Clara y santa Catalina, san Luis Gonzaga y san Estanislao, san Fernando y san Luis, san Eduardo y san Wenceslao, santa Isabel y santa Clotilde, san Isidro y san Alejo, con miles y millones más de toda edad, sexo y condición, para sentirse henchidos de consuelo y admiración, considerando, no sólo en todo ese ejército de hombres celestiales, sino en cada uno de por sí, una prueba irrefragable de la santidad y divinidad de la Iglesia católica. Escribe un protestante, que con sólo tener por suyo a san Francisco Javier se daría por satisfecho. No hace muchos años hubo en México una disputa pública entre un ministro protestante y un sacerdote católico. Preguntó éste al hereje: -Dígame V.: san Agustín, san Jerónimo y san Gregorio..., ¿eran protestantes o católicos? Y esto bastó para que el auditorio se volviera con tal enojo contra el protestante, que le hubiera ido mal a no acogerse al amparo del mismo que le había tan fácilmente confundido.

Hasta los santos de la antigua Ley se justificaron creyendo y esperando en nuestro Salvador, y con la gracia que en atención al mismo se les daba.

El Dios de Abraham, Isaac y Jacob es el mismo Dios nuestro, el único verdadero, y la fe de Abraham es la nuestra; Abraham creyó en el Criador que encarnaría para redimirnos, y nosotros en ese mismo Señor que hecho hombre nos redimió, y es Nuestro Señor Jesu-Cristo. Ni sólo los que veneramos en los altares,   -66-   sino, cuantos están en gracia y cuantos van al cielo, es por los méritos de Jesu-Cristo, y en el seno de su Iglesia, a que siquiera sea con el espíritu, pertenecen; como son los que de buena fe, esto es, creyendo estar en la verdad, guardan los Mandamientos en alguna secta.

Pero ni aun esos pocos resplandecen en santidad extraordinaria; y si alguno se distingue por su retiro o austeridad o limosnas, no pueden en modo alguno emular, no digo los raros ejemplos de oración, humildad, caridad, paciencia y celo de nuestros grandes santos; pero ni esos, tan comunes entre católicos, que brillan en personas eclesiásticas y legas, religiosas y seglares, asistiendo unos, día y noche, a enfermos y desvalidos en el hospital, en el campamento, a heridos y apestados; y consagrándose otros por votos perpetuos a guardar los consejos del Evangelio, y a socorrer personalmente toda especie de necesidades.

¡Que hay sacerdotes malos! Lo sabemos, y la Iglesia es quien más lo deplora, como el divino Maestro lloró la maldad de Judas. Pero entre los santos brillan innumerables ministros del altar, obispos, papas; y si los malos hacen profesión de publicar cualquier caída del sacerdote, y de acudir, a falta de hechos ciertos, a la calumnia, eso mismo prueba que el estado eclesiástico en general es virtuoso. En una parte serán más los buenos, en otra quizá los malos; pero en nadie con más entereza reprende la Iglesia el vicio, como en sus ministros, lo cual prueba que es santa, y que constantemente trabaja por hacer santos a todos sus hijos.

P.- ¿Por qué la Iglesia se llama Apostólica?

R.- Porque Jesu-Cristo se valió de los Apóstoles para fundarla por el mundo, y porque sus obispos son sucesores de los Apóstoles.

P.- ¿Y Romana?

R.- Porque su cabeza visible es el Obispo de Roma.

P.- ¿Quién le dio esa Cabeza?

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R.- Jesu-Cristo, cuando nombró Vicario suyo a san Pedro, que murió Obispo de Roma.

P.- Según eso, ¿de quién es sucesor el Papa actual?

R.- Del anterior Obispo de Roma, y éste de su antecesor, hasta san Pedro.

P.- ¿Y no hay ninguna secta que venga de los Apóstoles?

R.- Ninguna: la historia enseña que todas se han ido separando de la Iglesia apostólica.

Que la Iglesia de Cristo tiene que venir de los Apóstoles, no necesita de explicación, y que sólo la Iglesia, cuya Cabeza es el Papa, sea apostólica, puede probarse con la historia en la mano; y hay libros, antiguos y recientes, escritos exclusivamente para poner en claro este hecho. Tertuliano y san Ireneo, san Agustín y el Lirinense, provocaron a los antiguos herejes a que probasen su origen apostólico. Los mismos nombres de las sectas les hacen traición; arrianos se llamaron los que tuvieron a Arrio por primer maestro, y así los nestorianos, pelagianos y otros, y en estos últimos siglos los luteranos, calvinistas, jansenistas, volterianos. No son, por cierto, esos heresiarcas sucesores de los Apóstoles y continuadores de la doctrina apostólica, sino católicos renegados que un día empezaron a propagar un dogma opuesto al antiguo, por lo cual, apurados sin éxito otros recursos, los declaró herejes y arrojó de su comunión el Papa, y con él los católicos de todas las naciones. San Alfonso María de Ligorio escribió el siglo pasado una breve historia de todas las herejías, que en substancia es la que acabamos de indicar.

Digamos en particular una palabra acerca de los protestantes. Todo el mundo sabe que comenzaron con Lutero, católico hasta el año 1521, en que se declaró en rebelión contra el Papa, y, so pretexto de reforma, fundó una secta con nueva doctrina. ¡Buen reformador un fraile apóstata que sacó del convento a una tal Catalina, y manchó su vida y sus escritos con   -68-   las más torpes obscenidades!23 Y buena doctrina apostólica que proclamó libertad de interpretar cada cual a su talento la Biblia: que quitó y puso en ella lo que le plugo, teniendo por máxima «Creer mucho y pecar más». ¡Reforma por cierto muy apostólica la que induce a pecar! Esa reforma no era para mejorar las costumbres, sino para cambiar y corromper la doctrina y moral de la Iglesia; no era la Iglesia que fundaron los Apóstoles, sino una secta ignominiosa que trataba de destruirla. Sus secuaces tomaron el nombre de luteranos; pero como a poco comenzaron muchos a separarse de Lutero, y formar con el mismo principio del libre examen sectas opuestas, se llamaron todas ellas protestantes, nombre que cuadra a maravilla a cualquier rebelde a la Iglesia, y que por eso dura, por más que cambie la doctrina de los que lo llevan.

La verdadera reforma, no en la fe ni en la moral, sino en la vida de los cristianos, la hizo la misma Santa Iglesia en el Concilio de Trento, como constantemente la hace, ya de un modo, ya de otro, conservando siempre la misma doctrina apostólica y por cabeza al sucesor del príncipe de todos los Apóstoles, san Pedro, hasta el cual, desde León XIII, cuenta uno por uno la cadena no interrumpida de los papas. Hubo épocas de tanta turbulencia, que llegó a dudarse quién entre dos o tres era el verdadero Papa; pero el mismo empeño de todos los católicos en adherirse al que tenían por sucesor legítimo de san Pedro, prueba que la Iglesia seguía siendo apostólica; como que no recuperó la calma hasta que se aclaró y constó a todos, que los guiaba el verdadero sucesor del Papa puesto por Cristo. Así se entiende cómo la Iglesia de Cristo, es   -69-   sólo la Santa Iglesia Católica Apostólica Romana. Para mayor evidencia de esta verdad, ha permitido el Señor que ningún otro Obispo pueda hoy llegar, no ya a san Pedro, pero ni a otro de los doce Apóstoles, sin que la encuentre rota por siglos y siglos, en la cadena de los antecesores de su Sede. Los obispos suceden a los Apóstoles en el cargo episcopal; pero ninguno, sino el romano en la propia silla, y menos aún en la autoridad plenamente apostólica y suprema, cual la recibió san Pedro.




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Lección 13.ª

Sobre el Papa


P.- ¿Creéis en la infalibilidad del Papa?

R.- Sí, padre; que es de fe.

P.- ¿Qué quiere decir que el Papa es infalible?

R.- Que cuando enseña a la Iglesia universal, definiendo cosas de fe y costumbres, no puede errar.

P.- ¿Conque no es que cuanto dice o hace, como persona particular, esté bien?

R.- No; por más que a nosotros no toca juzgarle.

P.- ¿Han sido infalibles todos los Papas?

R.- Sí, padre.

P.- ¿Pues no lo hizo infalible el Concilio Vaticano?

R.- No, padre: el Concilio declaró que Jesu-Cristo hizo infalible a san Pedro y a sus sucesores, y que es hereje quien no lo cree.

Sólo Dios es infalible por naturaleza, pero así como hace participantes a las criaturas de otras perfecciones suyas, así ha dado al Papa, y por su medio a la Iglesia Católica Romana, el don de la infalibilidad. Si el Maestro supremo de la religión no nos ofreciera más garantía que la del talento y del estudio, tendríamos razón de vacilar en admitir sus enseñanzas, y   -70-   más tratándose de los misterios de la fe. Es verdad que el Señor nos los ha dejado escritos en los Sagrados Libros; pero también lo es que un libro es letra muerta, que los más no entienden, y del cual unos sacan una doctrina y otros la contraria; tanto más, que la Biblia Santa se versa en verdades completamente superiores a la razón, y a cada paso encierra altísimos misterios.

El Autor de la naturaleza lo es también de la religión, y ha establecido entre ambas una correspondencia sapientísima. Como las ciencias y las artes, aunque haya libros, se aprenden con maestros, así ha querido sea con la religión. Y hasta para eso ha dispuesto que la Sagrada Biblia no tenga estilo, lenguaje y método acomodados a la instrucción del vulgo. Los protestantes, no admitiendo la infalibilidad del Papa, vienen a establecer una como infalibilidad en cada lector de la Biblia; pero como la tal infalibilidad individual no la ha dado el Señor, sino que es un capricho del orgullo heretical, resulta que cada hereje, con la Biblia en la mano, se forja una religión a su gusto. Gracias a la infalibilidad del Papa, todos los católicos tenemos la misma religión. En la antigua Ley la Sinagoga no era infalible, pero el Señor proveía con revelaciones frecuentes y profetas santos. Ahora, el mismo Jesu-Cristo completó, de una vez para siempre, la revelación católica, enseñándola a sus Apóstoles, y enviando luego su Espíritu divino, que a ellos y a sus sucesores la sugiriese interiormente; de modo que, por los méritos y a ruegos de Cristo, concedió el Padre celestial a la Iglesia el don de la infalibilidad en provecho de todos los católicos. El Papa, por ser infalible, no cambia de naturaleza, ni tampoco le revela Dios nuevas doctrinas; sólo, sí, le asiste para que, cuando enseña a la Iglesia universal, definiendo cosas de fe y costumbres, no pueda errar. Ciertos de esa verdad, creemos todos, seguramente, que aquello que así enseña es doctrina de Cristo, y lo que condena es   -71-   contrario a esa celestial doctrina; tanto, que quien no quiera condenarse, ha de tener lo que el Papa del modo dicho enseña, y rechazar lo que él rechaza.

¡Es admirable y amorosísima la providencia del Señor con su Iglesia y sus vicarios los papas! El Papa no es impecable; y aunque su misma suprema dignidad le ha de estimular poderosamente a ser santo, con todo, esa misma elevación pone al hombre en mayor riesgo de dar una estrepitosa caída. Pues bien, de los 258 papas que van desde san Pedro a León XIII, casi una cuarta parte han merecido el honor de los altares; 82 han dado sus vidas o padecido tormentos por la fe; sólo seis o siete han sido reprensibles en su conducta, si bien se convirtieron a tiempo y murieron cristianamente, sin que ninguno, ni aun como particular, haya errado en la fe24. ¿Quién no ve aquí la mano de Dios en favor de su Iglesia? ¡En este siglo XIX, cuando, como en ningún otro, anda por tierra en el mundo el principio de autoridad, la Iglesia, en el Concilio Vaticano, define, no sólo la autoridad suprema del Papa, sino su infalibilidad; y los mil prelados católicos, de todas las regiones de la tierra, 800 en Roma y los demás ausentes, se adhieren, sin faltar uno, a los decretos del Concilio!

Nótese bien lo que vamos a decir. Es verdad que el Papa no es infalible sino en materia de fe y costumbres; pero su autoridad se extiende a cuanto pertenece a la disciplina, gobierno de la Iglesia y bien de las almas, lo mismo si manda a toda la cristiandad, que si a parte de ella o a un individuo determinado; y todo cristiano está obligado a obedecerle como a Dios, porque de Dios tiene esa autoridad, la mayor de cuantas ha comunicado a hombre mortal; y Dios manda obedecer a nuestros superiores. Esto enseña el Santo Concilio Vaticano y lo ha explicado más León XIII.

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P.- ¿Qué enseña la Iglesia acerca del dominio temporal del Papa?

R.- Que es moralmente necesario, según está el mundo, para el libre ejercicio del poder espiritual.

P.- ¿Y qué más?

R.- Que es robo sacrílego despojar al Papa de sus estados.

P.- ¿Qué más?

R.- Que los cómplices en ese robo están excomulgados.

Dios Nuestro Señor, como fundó la Iglesia contra todo el poder del infierno y de los Césares, así puede sostenerla y la está sosteniendo sin los medios humanos; pero el Papa y todos los cristianos tienen el deber de contribuir a ese sostenimiento, porque como pecaría un hijo, que, apropiándose la hacienda y poderío de su padre, le dejase únicamente una pieza de la casa, pretextando que Dios podía hacer, que aun así gobernase su dilatada familia, y atendiese liberalmente a todas sus necesidades; del mismo modo, y mucho más agravia a Dios, al Papa y a toda la Iglesia, quien arrincona al Padre común de los fieles en el Vaticano.

La historia y el derecho demuestran que no hay soberano, ni particular ninguno, que posea lo suyo con legitimidad más clara y más antigua, que el Papa los estados de la Iglesia. Aquel despojo es un robo; y como esos estados fueron dados por sus dueños al Papa, precisamente como a Papa y en provecho de la Iglesia, de ahí que son bienes sagrados, y su despojo un robo sacrílego. Así lo enseña la Iglesia católica, y que mientras dura ese despojo, la acción espiritual del Papa está cohibida por la fuerza que el usurpador ejerce en esos mismos estados, y que carece de medios para promover hasta los últimos confines, como Dios se lo manda, la propagación de la fe, y atender, como Padre, a todas las iglesias del orbe; y que todos los católicos han de suplicar al cielo, y trabajar, según su posibilidad, porque se devuelvan al Papa todos sus estados, que lo son también de la Iglesia.

Los usurpadores y los cómplices deben además resarcir   -73-   los inmensos daños temporales que del robo se han seguido. La Iglesia podrá perdonar éstos, pero Pío IX y León XIII han respondido y enseñado una y más veces, que no está en su mano renunciar al poder temporal.

¡Cuarenta y seis veces han sido expulsados de Roma los papas por los enemigos de la Iglesia, según cuenta de la Civiltà Cattolica en 1891, y otras tantas los ha devuelto a su Sede y trono la Providencia! ¡Gran responsabilidad, ante Dios y ante la Iglesia, la de los poderes de la tierra, que por miras de una mentida política, dejan al Vicario de Cristo en manos de sus verdugos!

Pilato y los judíos, por temor a los romanos y al César, crucificaron a Cristo; pero no les salió bien, porque los romanos destruyeron a Jerusalén, y Pilatos fue desterrado por el César a las Galias. Algo así está acaeciendo entre nosotros, sólo que los ejércitos romanos y el César con que hoy castiga Dios a los pueblos, son la francmasonería y el judío, jefe supremo de la secta.




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Lección 14.ª

Sobre los demás artículos


P.- ¿Qué creéis cuando decís: creo la comunión de los santos?

R.- Que los fieles tienen parte en los bienes espirituales de los otros, como miembros de un mismo cuerpo o sociedad.

P.- ¿Es esto únicamente en la Iglesia militante?

R.- No, padre; también entre ésta y la purgante y triunfante.

P.- ¿No dijisteis que no había más que una Iglesia?

R.- Y es verdad; mas los hijos de ella en la tierra militamos, en el purgatorio se purifican, y en el cielo triunfan.

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La comunión de los santos es como una explicación de lo que creemos de la Iglesia, y se la considera parte del mismo artículo. Santos no quiere decir aquí únicamente los canonizados, sino los hijos de la Iglesia que es Santa y hace santos, por lo cual en un principio, como otra vez dijimos, a todos los cristianos se los llamaba santos. Especialmente se aplica la voz santos a los que están en gracia de Dios, pues tienen la santidad substancial, y participan plenamente de esa comunión de bienes, que creemos en este artículo. Esos bienes son, cuantos en sí posee la Iglesia, madre de los católicos, y cuerpo moral, de que cada uno de ellos es miembro: la doctrina y sacramentos, las virtudes y demás dones del cielo, misas, oraciones y demás buenas obras, con que hasta los bienes temporales de los ricos aprovechan a los pobres.

Esa comunión o comunidad de bienes la practicaron en toda su perfección los primeros cristianos, de quienes está escrito que no tenían sino un alma y un corazón, y que todo lo poseían en común; no porque se despojara de lo suyo a los ricos, sino porque éstos, por amor de Cristo, daban sus riquezas a los Apóstoles para que se proveyese a todos. Ese generoso desprendimiento imitan los religiosos de uno y otro sexo, mientras los comunistas y socialistas hacen lo opuesto; comienzan por querer las riquezas ajenas, y luego tratan de robarlas a sus dueños, trastornando y desbaratando la sociedad.

Es de saber que las obras buenas de los justos, avaloradas con los méritos de Cristo, son a la par meritorias, propiciatorias, impetratorias y satisfactorias. En cuanto meritorias, son tan personales que no pueden cederse a nadie; pero en lo propiciatorio o impetratorio, entran a la parte hasta los malos.

Así, en atención a los buenos, Dios suspende los castigos, y derrama gracias sobre los pecadores. Hasta en la antigua Ley, en que no era tan colmada esta comunicación de los santos, sabemos que Dios no hubiera   -75-   consumido en las llamas a Sodoma, si en ella hubiera hallado diez justos. ¡Cuántos beneficios nos está el Señor concediendo, sin nosotros advertirlo, por el mero hecho de pertenecer a la Santa Iglesia! Beneficios que llueven con más abundancia sobre aquel por quien los fieles ofrecen sus buenas obras. Finalmente, la parte satisfactoria puede aprovechar a otros, con tal que no estén en pecado mortal; ya que es imposible satisfacer por la pena, ni con obra propia ni con ajena, si antes con la penitencia personal no se alcanza el perdón de la culpa.

De los que mueren en gracia unos van al purgatorio, otros están en el cielo; y si bien todos pertenecen a la misma Iglesia de Cristo, con todo, según su diverso estado, recibe ésta calificativo diverso; al modo que decimos tropa viva, en campaña o reserva, y toda compone el ejército de una misma nación.

¿Y cómo reina la comunión de los santos entre esas partes de la Iglesia? De los bienaventurados participamos en la tierra, entre otros bienes, el fruto de sus oraciones ante el trono de la Divina Majestad, y a ellos les acrecen la gloria accidental nuestros ruegos y el culto que les dedicamos: a las benditas ánimas alivian en sus penas y aun las libran de ellas para volar al cielo, las misas, oraciones, limosnas y penitencias, y otras obras y sufragios si por ellas los ofrecemos; y también las oraciones de los santos del cielo.

¡Hermosas y consoladoras verdades! Como que nos han venido del cielo. Desdichados los incrédulos, no sólo porque ofenden a Dios, y no pueden aguardar sino castigo; pero hasta porque se empequeñecen, aíslan y desesperan, rechazando el socorro del cielo en casos a que ninguno otro alcanza, y renunciando al consuelo de favorecer a los difuntos.

Desdichados, asimismo, los herejes, cismáticos y demás excomulgados públicos, quienes según ese mismo nombre indica, están privados de la comunión de los santos, porque están fuera de la Santa Iglesia.

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Lícito es, sin embargo, y obra de gran caridad, instar al Señor por su conversión; imitando a la Iglesia, que ruega hasta por los pérfidos judíos el Viernes Santo; trabaja siempre, y ahora como nunca, porque entren en el rebaño de Cristo todos los hombres; y condena esa indiferencia o apatía religiosa, propia del siglo actual, con que, según hoy se habla, no se quiere molestar a nadie en punto a religión. ¡Es como si en tiempo de guerra o de peste, todos los soldados y médicos se cruzaran de brazos por no molestar a nadie arrancando de las fauces de la muerte a los que van a perecer! Según ese absurdo principio de no molestar a nadie, ¡muy mal habría obrado nuestro divino Salvador en predicar a todos los hombres hasta el fin del mundo, que quien no quiere ser católico, se condena!

P.- ¿Qué creéis cuando decís: creo el perdón de los pecados?

R.- Que en la Iglesia hay poder para perdonarlos, por muchos y enormes que sean.

Éste es el artículo décimo de los contenidos en el Credo. El poder de perdonar pecados sólo Dios puede comunicarlo; y, en efecto, el mismo Jesu-Cristo dijo a los Apóstoles: Aquellos a quienes perdonareis los pecados, les son perdonados; y aquellos a quienes los retuviereis, les son retenidos; y les mandó que transmitieran ese poder a los que ordenasen de sacerdotes, para que se perpetuase en su Iglesia.

En la antigua Ley no la había Dios otorgado a nadie, sino que Él mismo, a los que hacían penitencia, perdonaba, atendiendo a la futura muerte del Redentor.

Jesu-Cristo fue el primer hombre que perdonó pecados; a la Magdalena, al paralítico y a otros los perdonó por su propia virtud sin necesidad de Sacramento; pero el sacerdote los perdona, en nombre de Cristo, por medio de la confesión. Así comenzaron los Apóstoles a hacerlo, como refiere el sagrado texto, y así ha   -77-   seguido siempre practicándose en la Iglesia de Dios. ¡Beneficio inestimable concedido a los católicos! Porque siendo el pecado mortal el mayor mal de todos, y el único que nos cierra las puertas del cielo, y nos abre las del infierno, ¿qué fuera de nosotros, pecadores, si Dios no perdonara a los cristianos que pecan, o si sólo perdonara un cierto número de veces o de pecados, y nunca los más enormes? Es verdad que, a primera vista, se ha dificultado el perdón, con obligarnos a pedirlo postrados ante un hombre como nosotros, aunque también a los judíos lo prescribía su ley; pero, si bien se mira, esto mismo nos produce inestimables ventajas. En primer lugar, en el Sacramento de la Confesión, que a su tiempo se explicará, no exige Dios penitencia tan perfecta ni tan ardua como en la ley antigua; en segundo lugar, la confesión es muy acomodada a nuestra naturaleza, que descansa comunicando sus penas a otro hombre, que pueda aliviarlas y aun quitarlas, enderezarnos por el camino de salvación, e inspirarnos confianza de que Dios mismo nos absuelve por boca de su ministro.

Por otra parte, ¿no es justo que después que Dios padeció y murió por salvarnos, se nos exija algo más penoso? Ese humillarnos ante un hombre, ayuda sobre manera a humillarnos ante Dios, a quien ese hombre representa, y por quien está constituido juez de las almas en el reino y tribunal de su Iglesia. Y ¿no es dueño el Señor y Juez supremo de poner la condición que le plazca para perdonarnos? ¿De qué tendríamos que quejarnos, si Dios exigiera que nuestra confesión se hiciese ante el pueblo desde lo alto de un púlpito? ¡Cuánto más exige un Rey terreno para perdonar a quien le insulta! ¡Cuánto más sufriríamos en el infierno! ¡Ah!, seamos agradecidos al Señor, esforcémonos por no caer en pecado, y por los ya cometidos hagamos actos de contrición, y confesémoslos al sacerdote autorizado por la Iglesia; que no queriéndolo hacer, no nos perdona Dios.

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P.- ¿Cómo ha de ser la resurrección de la carne?

R.- El día del juicio universal juntará Dios el alma de cada cual al cuerpo que tuvo, volviéndonos a la vida.

La resurrección de Cristo y la de otros muchos que con Él y por virtud de Él, según antes vimos, resucitaron, es una prenda de nuestra resurrección, la cual tan firmemente debemos creer, como que sin ella toda nuestra fe, dice el Apóstol que sería vana. Figuras de esta resurrección ha puesto Dios, en el día que sucede a la noche, y la primavera al invierno: muere la semilla y se pudre para renacer, brotar y dar fruto; y al contrario, vemos que Dios conserva incorruptos y hasta fragantes los cuerpos difuntos de algunos santos. Creemos la resurrección, no del alma, sino del cuerpo, porque nuestra alma es inmortal.

Todos, buenos y malos, morimos, y todos hemos de resucitar, para que no sólo en el alma, sino también en el cuerpo, recibamos premio o castigo, ya que del cuerpo se sirven los buenos para la virtud, y los malos para el vicio. No habrá en la resurrección ciegos, mancos o contrahechos, porque en aquella obra de Dios no interviene la naturaleza de donde proceden semejantes defectos. Ni esto quita que los cuerpos, con que resucitemos, sean realmente los mismos en que ahora vivimos, aunque distintos unos de otros en ciertas cualidades. No nos pongamos a escudriñar vanamente cómo sucederán estas cosas, porque exceden nuestros cortos alcances, y son obras del Todopoderoso. Dios, al resucitarnos, satisfará la tendencia natural del alma humana a unirse al cuerpo; los malos, no obstante, querrán entonces morir y quitarse la vida, y que ni su alma viviese; pero nada de esto les será permitido, porque la resurrección general es para una vida eterna y sin fin.

P.- ¿Es ésa la vida perdurable?

R.- Sí, padre; que nunca jamás tendrá fin, y así es eterna.

P.- ¿Será igual para todos?

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R.- No; que a cada cual dará el justo Juez lo que se mereció.

P.- ¿Qué se goza en la gloria?

R.- La vista de Dios con todos los bienes para siempre, sin mezcla de mal alguno.

P.- ¿Cuáles son las dotes de un cuerpo glorioso?

R.- Impasibilidad y claridad, agilidad y sutileza.

P.- ¿Qué padecen los condenados?

R.- Privación para siempre de la vista de Dios, y además tormentos horrorosos en alma y cuerpo.

P.- ¿Arden ahora los cuerpos de los condenados?

R.- No; pero arderán desde el día del juicio para siempre.

Cada cual se está en esta vida labrando su eternidad, feliz o desdichada, con las obras, buenas o malas, que hace. Los malos vivirán siempre, pero como aquí estaban muertos a la gracia, así allí lo estarán a la gracia y a la gloria; vivos únicamente para sufrir tormentos. Por eso la Sagrada Escritura, a esa vida suele llamar muerte, y muertos a los pecadores, sobre todo a los condenados al infierno: esa vida también la tienen los demonios.

La vida verdadera, la que de suyo vale ante Dios, es la sobrenatural de la gracia y de la gloria. La gloria o bienaventuranza del cielo consiste, esencialmente, en ver al mismo Dios, y amarle con una caridad y unión correspondiente a esa visión beatífica, con un gozo perenne, inefable, siempre nuevo, que no somos ahora capaces de apreciar. En este mundo conocemos a Dios, pero no le vemos. De lo bueno que vemos en sus criaturas rastreamos sus perfecciones, y por las misericordias que con nosotros usa, formamos alguna idea de su inmensa bondad: idea que se agranda y esclarece en los muy favorecidos, con la luz que el Señor comunica a sus fieles siervos. En el cielo se ve a Dios en sí mismo, como Él es, su misma esencia y perfecciones infinitas, transformándose los bienaventurados en una semejanza tan perfecta con Dios, que la comparan los santos a la que con el fuego tiene una   -80-   barra de hierro que se deja largo tiempo ardiendo en la fragua; de modo que, más que hombres, parecen otros tantos dioses. En esa perpetua posesión de Dios, sin temor de perderla jamás, se cifra la principal dicha de los moradores del cielo, y en Dios ven y contemplan todas las maravillas y bellezas de cielos y tierra, incalculablemente mejor que aquí los más sabios del mundo. Allégase la que se llama bienaventuranza accidental, al ver la humanidad sacratísima de Jesu-Cristo, y el vivir siempre en compañía de este amabilísimo Señor, y de su Madre la virgen María inmaculada, y de todos los coros de ángeles y santos, en aquella corte divina y morada de paz, donde todos reinan, sin que esto origine confusión; donde no hay pena alguna ni dolor, ni tentaciones, ni obscuridad, ni miseria, sino felicidad completa y bienandanza.

La gloria del alma redundará en el cuerpo de cada uno de los santos; impasible a las molestias del frío y del calor, sin enfermedad ni cansancio, claro y resplandeciente, con luz más apacible y hermosa que la del sol; ágil para poderse trasladar por sí mismo a cualquier distancia con la velocidad del pensamiento, sin esa pesadez e inercia que en esta vida nos agrava; y últimamente, sutil y poderoso para vencer la impenetrabilidad de los cuerpos extraños; al modo que Jesu-Cristo salió del seno de su Madre sin violar su virginidad, del sepulcro antes que el ángel levantara la losa, y se presentó en el cenáculo cerradas las puertas.

San Pablo apóstol, a quien Dios mostró en un rapto los bienes del cielo, dice que ni ojo vio, ni oído oyó, ni al corazón humano se alcanza, lo que el Señor tiene preparado a los que le aman. Allí son todos puros como ángeles; ni necesitan alimento ni sueño, y los que más en este mundo se sacrifican por amor de Cristo, reciben mayor premio en todas sus potencias y sentidos, y los mártires, vírgenes y sagrados doctores   -81-   gozan de especiales prerrogativas, y brillan con singular aureola.

De todos esos bienes están para siempre privados los réprobos, por no haber querido servir a Dios, y son abrasados en un fuego devorador, mucho más activo que el de acá, que los consume y nunca los acaba; corroídos interiormente por los remordimientos, tristeza y desesperación; apelmazados y hacinados como los haces de espigas en el horno; apestándose unos a otros con intolerable hediondez, en compañía de todos los malos, entre blasfemias, alaridos, maldiciones y rechinamiento de dientes; bajo la tiranía y dominación de los demonios, a quienes sirvieron en este mundo.

En nuestra mano está aún la elección entre cielo a infierno, y en la Iglesia nos da Dios medios infalibles para salvarnos: usa bien de ellos y lograrás la eterna dicha.

P.- La palabra amén, ¿qué significa?

R.- Pone el sello a lo dicho, y después del Credo quiere decir: Así lo creo.

Amén es palabra tomada del hebreo; lo mismo aleluya, gloria a Dios. La Iglesia ha querido conservar esas voces en su liturgia latina; así como aquellas griegas kyrie eleison: Señor, misericordia, que decimos en la Santa Misa.

P.- Además del Credo, ¿creéis otras cosas?

R.- Sí, padre; todo lo que está en la Sagrada Escritura, y lo demás que Dios tiene revelado a su Iglesia.

P.- ¿Qué cosas son ésas?

R.- Eso no me lo preguntéis a mí, que soy ignorante; doctores tiene la Santa Madre Iglesia, que lo sabrán responder.

El divino Maestro, Jesu-Cristo Nuestro Señor, no quiso escribir libro alguno: enseñó de viva voz, y mandó a sus discípulos que predicasen por el mundo. La palabra oral es el medio ordinario por donde ha establecido   -82-   Dios que entre y se conserve la fe y doctrina cristiana. Por eso llama el mismo Dios palabra divina a la del predicador católico; porque divinas son las verdades que anuncia, y divina la virtud que por ella se comunica para persuadir la fe y las buenas costumbres.

Iban ya una porción de años que los Apóstoles predicaban el Santo Evangelio, y existían en varias naciones iglesias de cristianos, cuando inspiró primero a san Mateo, y pasados años, sucesivamente a san Marcos, san Lucas y san Juan, que pusieran por escrito muchas de esas mismas verdades. Por eso a los libros que el Espíritu Santo les dictó, se llaman los cuatro Evangelios. Muchas más verdades quedaron sin escribirse en esos libros divinos, según atestigua san Juan, postrero de los cuatro Evangelistas. Y aunque también a otros Apóstoles inspiró el Espíritu de Dios que escribiesen, y con sus libros se completa el Nuevo Testamento; pero los mismos Apóstoles repiten que lo no escrito se conservaba por tradición en la Iglesia.

En la tradición posee esta Maestra celestial toda la doctrina de Cristo, en la Escritura sólo parte de ella; la tradición primitiva es anterior a la Escritura del Viejo Testamento, como la tradición cristiana lo es a la del nuevo; la tradición es necesaria en la Iglesia, más que la Escritura, cuyo sentido verdadero explican los prelados católicos a los fieles según la tradición y el magisterio del Papa. Eso no quita que toda esa tradición esté ya escrita en libros, no divinos sino eclesiásticos, de los santos y doctores de la Iglesia, principalmente en los Cánones, Concilios ecuménicos y documentos pontificios; los cuales, cuando definen para la Iglesia universal cosas de fe y costumbres, han de creerse como los cuatro Evangelios, por ser infaliblemente verdaderos.

Querrá saber alguno si hemos también de creer las revelaciones hechas posteriormente a almas por lo   -83-   común muy santas; a lo cual se responde que no hay obligación general de creerlas; y que cuando la Iglesia las aprueba, sólo intenta permitir su lectura como piadosa e inofensiva, pecando entonces quien las desprecia, pero no quién no las crea, por no constarle que vengan del cielo25.

Bien decís que a esos doctores toca dar por extenso noticia de la fe, y responder a los herejes e impíos, con más razón que para curarse se acude al médico, y para pleitear al abogado. Con todo, en las demás partes del Catecismo veremos aún otras verdades reveladas a la Iglesia.

El aviso que al fin de esta primera parte da el Maestro es cuerdísimo, y ya san Jerónimo se lamentó de que, en materia de religión, se metan a maestros los que nunca han sido buenos discípulos, ni apenas han oído sino a los enemigos de la Iglesia. A nadie, sin embargo, se veda leer obras donde los doctores católicos exponen claramente la religión, y otras donde la vindican de sus acusadores.

Entre estas últimas son muy recomendables para estos tiempos la Religión vindicada, por el padre Mendive, las Respuestas populares, por el padre Franco, y La Creación y El Milagro, por el padre Juan Mir; a las primeras pertenecen los Catecismos explicados.





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Segunda parte


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Lección 15.ª

De la oración


P.- Decid: ¿qué cosa es orar?

R.- Levantar el corazón a Dios.

P.- ¿Qué se hace en la oración?

R.- Adorar a Dios Nuestro Señor y alabarle, agradecerle y suplicarle, conocerle más y amarle, llorar nuestra ingratitud, y ofrecernos a imitar las virtudes de Nuestro Señor Jesu-Cristo.

En la oración hablamos con el Rey del cielo con el fin principal de alabarle, poderle servir e ir al cielo. A Dios y al cielo hemos de dirigir entonces nuestros pensamientos y afectos, orando de lo íntimo de nuestro corazón y no sólo con los labios, y procurando alejar de nosotros cuanto nos distraiga. La oración es un acto nobilísimo; porque si se estima en mucho ser admitido en audiencia ante un príncipe terreno, ¿cuánto más hemos de apreciar el tener esa audiencia con el mismo Dios, Señor el más poderoso y bondadoso, que nos da cuanto somos y tenemos, que murió por nosotros, a quien tanto nos importa aplacar, único que puede remediarnos en todas las necesidades y llevarnos al cielo? Algunos no hablan con Dios sino para pedirle. Nótese bien todo lo que el Catecismo dice que se hace en la oración, y cuide cada cual de poner por   -85-   obra, uno después de otro, todos esos actos de que están llenas las oraciones que usa la Iglesia. El adorarle humillando nuestro espíritu ante la Majestad divina, y abajándolo hasta el polvo de la tierra, sirve para levantar el corazón hacia el cielo, y es la reverencia y saludo con que nos ponemos en la presencia de Dios, persignándonos y santiguándonos en seguida devotamente.

El alabarle por su grandeza y darle gracias por sus beneficios, hace propicio al Señor para que despache nuestras súplicas.

Éstos son los memoriales que le presentamos, y con los demás actos acabamos de ganarnos su voluntad y sacamos por fruto de la oración lo que más le agrada, y lo que para nosotros es más útil, a saber: el servir a Dios, imitando las virtudes de Jesu-Cristo en el cumplimiento de cuanto quiere de nosotros, que es la práctica de nuestros deberes.

P.- ¿De cuántas maneras es la oración?

R.- Mental o interior y vocal o exterior, que llamamos rezar, pudiendo juntarse y alternarse la una con la otra.

Sin la oración mental no suele hacerse bien la vocal.

Los que puestos en oración piensan despacio y en silencio, que esto es meditar, alguno de los cuatro Novísimos, o un paso de la vida o pasión de Jesu-Cristo, y al mismo tiempo consideran lo mal que sirven a un Señor tan grande y tan bueno, se sienten profundamente penetrados del santo temor y amor de Dios, conocen la propia vileza y penetran la malicia de sus pecados, con lo cual prorrumpen espontáneamente, ayudados de la gracia, en actos de contrición perfecta, en propósitos de enmendar la vida, y en súplicas pidiendo a Dios que los ayude.

Así, de la oración mental se pasa a la vocal, y se junta la una con la otra rezando pausada y consideradamente, tanto que, rezando solos, es bueno a veces irse deteniendo, como el tiempo de un resuello, entre   -86-   una palabra y otra, diciendo así el Padre nuestro, la Salve u otra oración. También se puede reflexionar un rato en un Mandamiento o en una virtud, suplicando el perdón de lo mal hecho y proponiendo enmienda. El Libro de la oración y la Guía de pecadores, ambos por fray Luis de Granada, son excelentes para leerse y meditarse. Por lo menos, nunca nos hemos de poner a rezar sin pensar antes, que vamos a hablar con Dios, y recoger el pensamiento y atención a lo que recemos. El que muchos se fastidien rezando, procede de que rezan maquinalmente, como lo haría un papagayo.

P.- ¿Es preciso orar?

R.- Sí, que quien no quiere orar se condena; y Dios nos encarga la costumbre de orar.

Así lo ha establecido la divina Providencia; nos concede las primeras gracias antes de pedírselas, pero quiere que con esas gracias le pidamos otras; y esto constantemente, como mendigos de Dios, reconociendo nuestra continua miseria, y que de Dios esperamos, como de Padre nuestro que es, todos los bienes. No hay santo que no se haya dado a larga, fervorosa y constante oración, y en ella negociaban con Dios todas sus cosas.

P.- ¿Hemos de confiar que Dios nos dé lo que pedimos?

R.- Sí; porque lo ha prometido, principalmente si estamos en su amistad.

P.- ¿Cómo a veces no lo otorga?

R.- O porque no nos conviene, o porque pedimos mal.

P.- ¿Cómo se ora bien?

R.- Con piedad y confianza, humildad y perseverancia.

P.- Y quien de todo esto se siente falto ¿qué ha de hacer?

R.- Procurarlo, y perseverar en hacer lo que pueda.

A cada paso nos repite esta promesa la Sagrada Escritura; Jesu-Cristo mismo la predicó e inculcó con extraordinaria aseveración; y valiéndose de las más   -87-   tiernas comparaciones. «Si vosotros, dice, siendo malos, dais cosas buenas a vuestros hijos, y si os piden un huevo no les dais un escorpión, ¿cuánto más el Padre celestial dará buen espíritu a quien se lo pida?».

Cuanto pidiereis en la oración, se os dará; pero habéis de pedir a nombre mío, esto es, cosas que me agraden a mí, alegando mis méritos; no los propios, como el soberbio fariseo. Orando así, vemos que los buenos cristianos obtienen muchas gracias de Dios, por lo cual hasta los malos en sus aprietos acuden por oraciones a los que tienen por varones de Dios y almas muy santas. ¿Y oye el Señor las súplicas de los que están en pecado? También, sobre todo si le piden la propia conversión, y hacen esfuerzos y no cejan hasta lograrla.

Con todo, es cierto que no siempre concede Dios lo que piden aun los buenos. Pide un niño a la madre el cuchillo, y no se lo da, sino que ella le parte el pan; pues así Dios, si ve que le pedimos lo que será malo o peligroso, nos da otra cosa mejor. Pide uno buen éxito en un negocio, creyendo que le conviene, y ve Dios que si aquél es rico, será avaro; si consigue aquella colocación, soberbio; si se enlaza con tal persona, que le sobrevendrán mil desgracias; por eso, atendiendo a los ruegos, le niega misericordiosamente lo que sería un castigo concedérselo.

Porque, desengañémonos de una vez: servir a Dios y salvarnos es nuestro supremo bien, y el pecado el mayor mal de todos. Los que piden bienes de la tierra o verse libres de alguna enfermedad, lo han de pedir a condición de que convenga para su alma a gloria divina.

Peregrinó un ciego al sepulcro de san Bedasto; rogole que le alcanzara ver sus reliquias, obtúvole el santo la vista, y violas: pero vuelto el agraciado a su casa, comenzó a pensar que acaso para salvarse le hubiera estado mejor no ver; y cavó tanto en su corazón esta duda, que fue de nuevo al santo, y pidió que   -88-   si le era mejor para salvarse, le volviera la ceguera, y en efecto quedó ciego como anteriormente.

Si se hubiera de entender en absoluto la promesa hecha a la oración, nadie sería pobre, ni estaría enfermo; siempre habría excelentes cosechas, y no nos moriríamos nunca. El Apóstol suplicó varias veces a Dios que le quitase una molesta tentación, y se le respondió que le bastaba la gracia, con que luchando vencía la tentación; y al paso que le hacía sentir su propia miseria, le ayudaba a ser humilde, y le aumentaba el mérito y la corona. ¡Qué males más acerbos que los que Jesu-Cristo padeció en su sagrada Pasión! Rogó una, dos y tres veces con ahínco, que no viniera sobre Él; pero siempre a condición de que así lo quisiera su Padre celestial. No lo quiso, y Jesu-Cristo bebió hasta las heces cáliz tan amargo con entera buena voluntad; y de esa pasión resultó gloria al mismo Jesu-Cristo y la salvación del género humano. Además que ciertas quejas de que Dios no acceda a nuestros ruegos, cuando van mezcladas de poca fe y menos humildad, son prueba clara de que nuestra oración no es la que debe, y quizá hasta la hemos abandonado por despecho y desesperación.

Por otra parte, el Señor no ha fijado plazo; antes ha dicho que no desfallezcamos nunca en la oración.

Vemos a cada paso que en necesidades urgentes se nos socorre con sólo llamar a Jesús o a María, mientras que los mismos santos tardan años en conseguir alguna merced. Cuarenta seguidos rogó san Pedro Claver por la conversión de un negro, y al fin la logró. Por las oraciones del santo enviaba Dios mayores gracias al negro; pero como el perverso resistía a ellas, y el Señor no fuerza a nadie, por eso no tuvo efecto la conversión, hasta que por fin se rindió el pecador a la gracia. Si el santo hubiera cesado de rogar, el negro no hubiera recibido tales gracias, o hubiera muerto desdichadamente antes de aquel tiempo. Otras veces es tal la gracia que demandamos y nosotros   -89-   o los demás la tenemos tan desmerecida, que es preciso unir a la oración las penitencias, ayunos y limosnas, con que la misma oración es más humilde, confiada y fervorosa. Vese por todo lo dicho, cuánto importa conservar hasta la muerte la costumbre cristiana que aprendimos de nuestras madres, rezando devotamente todas las mañanas y todas las noches.

P.- ¿Es bueno rezar muchos juntos?

R.- Muy bueno, y también a solas, según las circunstancias.

La oración a solas ofrece unas ventajas, y otras la oración en común. Ésta es de suyo más poderosa; y se hace, o reunidos en un sitio y rezando a la vez, o cada uno por sí, pero por una misma intención convenida.

A la iglesia es un deber acudir los días festivos, y muy bueno y edificante hacerlo diariamente. En solemnidades y necesidades públicas, la sociedad civil ha de orar en común, y lo mismo acostumbran en el hogar doméstico, alguna vez siquiera al día, las familias cristianas.

Dichosos tiempos cuando en las calles, al pasar por delante de alguna iglesia o imagen sagrada, al tocar al Angelus o a la agonía, los fieles se paraban a rezar. No es eso lo que reprendió el divino Maestro, sino la vana e hipócrita ostentación con que algunos se singularizaban en las plazas con desusadas demostraciones de piedad; como también reprendió a los que se avergonzaban de parecer cristianos a los ojos del mundo; y aunque hay tiempo y sitios más a propósito para orar, el Apóstol exhorta a hombres y mujeres, a que en todo tiempo y lugar levantemos nuestros corazones a Dios, como lo practican los cristianos fervientes.

P.- ¿Para qué necesita Dios nuestro culto y oraciones?

R.- Para nada; nosotros necesitamos de Dios para todo, y Dios quiere que le honremos con alma y cuerpo.

Esta respuesta no necesita aclararse, y por ella se   -90-   ve cuán necio es el lenguaje de los impíos. Además de que Dios nos ha dado lo mismo el cuerpo que el alma, por donde con cuerpo y alma le hemos de reverenciar.

Es tal la unión que entre cuerpo y alma existe, que es imposible e irracional no mostrar reverencia exterior, a quien interiormente se la tenemos. Ambas a dos se ayudan entre sí, y la exterior es también necesaria para ejemplo del prójimo.

El hacer respetuosamente y bien formada la señal de la cruz, el doblar hasta el suelo la rodilla ante el altar del Sacramento, el permanecer en postura humilde y pronunciar bien las oraciones, es muestra natural de devoción interior, y al mismo tiempo la fomenta. En libros enteros enseñó Dios a los judíos las ceremonias del culto, y en la ley cristiana el mismo divino Maestro enseñó con el ejemplo y de palabra a los Apóstoles, no sólo las palabras de la oración, sino el modo de orar y de celebrar los divinos Misterios.




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Lección 16.ª

Del Padre nuestro


P.- ¿Cuál de las oraciones es la mejor?

R.- El Padre nuestro, porque lo enseñó el mismo Jesu-Cristo, y encierra cuanto puede desearse.

P.- ¿Con qué orden lo encierra?

R.- Las tres primeras peticiones pertenecen al honor de Dios, y las otras cuatro al provecho nuestro y del prójimo.

Como nuestro Señor Jesu-Cristo inculcaba tanto que se orase, un día sus discípulos le rogaron les enseñase a orar. Ya sabían orar, porque los judíos iban a las Sinagogas, especies de oratorios que tenían en cada pueblo, y en ellas hacían oración todos juntos, rezando o cantando salmos, y oyendo la explicación de los   -91-   doctores de la Ley; pero quisieron ser enseñados del divino Maestro.

Entonces Jesu-Cristo compuso, y les ordenó que rezasen el Padre nuestro, que por eso se llama también oración dominical, esto es, oración del Señor, y es la principal que usamos los cristianos. Hemos de saberla y decirla al pie de la letra, pero eso no quita que hagamos oración con otras palabras, si bien al Padre nuestro se reducen, como a un resumen divino, cuantas oraciones dirige la Santa Iglesia a Dios Nuestro Señor.

Es el Padre nuestro, con las menos palabras posibles y las más claras, una fórmula o pauta fácil de aprenderse hasta por los niños y los rudos; y por otra parte, el asombro de los sabios, por lo completa, ordenada, sublime y en todo cabal y perfecta.

En todo es Dios antes que sus criaturas; y así como hemos sido criados ante todo para alabar al Criador y reverenciarle; así las primeras tres peticiones miran directamente a esa gloria de Dios, ni más ni menos que los tres primeros Mandamientos.

P.- ¿Por qué nos enseñó el Señor a llamarle Padre?

R.- Porque le pidamos con afecto de hijos.

P.- ¿Cómo lo somos?

R.- Por el ser que de Él hubimos, de naturaleza y gracia.

P.- ¿Por qué decimos nuestro?

R.- Porque como buenos hermanos, pidamos todos para todos.

P.- Cuando decimos el Padre nuestro, ¿con quién hablamos?

R.- Con Dios Nuestro Padre.

P.- ¿Dónde está Dios Nuestro Padre?

R.- En todo lugar, especialmente en el cielo y en el Santísimo Sacramento del altar.

P.- Pues ¿por qué decís que estás en los cielos?

R.- Porque en ellos se manifiesta más particularmente su gloria.

P.- Cristo en cuanto hombre, ¿dónde está?

  -92-  

R.- Solamente en el cielo y en el Santísimo Sacramento del altar.

También en la antigua ley Dios era el Padre de los hombres, principalmente de los judíos; pero como no abundaba tanto la gracia, usaba más la autoridad severa de Señor, que la amorosa de Padre; y aun su mismo pueblo escogido, apenas osaba pronunciar el nombre sagrado de Jehová, ni trataba con Dios familiarmente.

Esta gracia se reservaba para cuando el Hijo de Dios, hecho hombre, nos reconociese como hermanos, y nos mandase llamar a Dios con el nombre dulcísimo de Padre, con quien habláramos con reverencia, sí, pero también con amor y confianza.

No somos hijos de Dios como lo es Jesu-Cristo. Nosotros no lo somos porque nuestra naturaleza sea la misma que la de Dios, sino porque Dios nos ha dado un alma espiritual, imagen o destello de la naturaleza divina; y más propiamente por adopción, en virtud de la gracia, dones y virtudes que la acompañan; con que el justo se asemeja a Dios en la santidad de sus obras, y Jesu-Cristo lo reconoce por hermano y por co-heredero de su gloria. Padre es también Dios por la amorosísima Providencia, con que en lo natural y sobrenatural nos provee para el cuerpo y para el alma. Decimos nuestro, reconociendo que Dios es Padre de todos los hombres, y profesando que por todos vamos a orar, sin excluir a los que nos aborrecen y hacen daño.

Animados ya a la confianza, se despierta luego una suma reverencia al recordar que ese Padre de todos es el mismo Dios, Rey de reyes, que tiene por corte los cielos, donde los ángeles y santos le adoran, llenos de reverente pavor. ¡Padre nuestro que estás en los cielos! Preparado con esa introducción nuestro ánimo, y el mismo Dios, a quien con esas mismas palabras pedimos ante todo que nos atienda y reciba en audiencia, haremos con humildad y reverente piedad las   -93-   siete peticiones, que son otros tantos actos de caridad para con Dios y de caridad para con todos los hombres; pues a Dios y a los hombres deseamos toda suerte de bienes. Para que al oír que nuestro Padre está en los cielos no se engañe alguno con pensar que no está en la tierra, y allí mismo donde se ora, recuerda el Catecismo la inmensidad de Dios con que está en todo lugar, si bien de otro modo que en el cielo y en el Santísimo Sacramento.

En el cielo está como en su corte, en un trono de gloria, comunicándola con la visión de su esencia a los que allí moran; en el Santísimo Sacramento está escondido en un trono de gracia, comunicándola a los que se preparan para ir al cielo; y en el cielo y en el Sacramento del altar está también Dios en cuanto hombre, pero no en todo lugar.

En todo lugar está en cuanto Dios, y por esta perfección, propia suya, es inmenso, no a modo de un gran cuerpo, pues Dios no es corpóreo; sino por esencia, presencia y potencia: por esencia, dando ser a todas las cosas; por presencia, estando todo presente a su vista; por potencia, teniéndolo bajo su dominio.

Una perfección parecida ha dado Dios a nuestra alma; pues como enseña la sana filosofía, se halla toda en todo el cuerpo y en cada una de sus partes, dando vida, asistiendo a sus actos y ejerciendo su influjo.

Sólo que esa cualidad de nuestra alma es muy imperfecta en frente de la inmensidad de Dios; porque el alma no está sino en un cuerpo, y Dios está en todas sus criaturas y en lo más íntimo de ellas: el alma forma un compuesto con el cuerpo, y Dios no tiene esa imperfección, ni es alma del mundo: el alma no tiene noticia de muchos fenómenos que suceden dentro de nosotros; y a Dios no se oculta nada en el mundo, ni lo que se hace en la obscuridad, ni siquiera nuestros más secretos pensamientos e intenciones: el alma, en fin, ni da la materia a nuestro cuerpo, ni la conserva, ni tiene dominio en muchos de sus actos, ni puede menos   -94-   de abandonarlo cuando Dios lo decreta, el cual da todo el ser y lo conserva a toda criatura, y ejerce en todo un dominio al que nada resiste.

P.- ¿Qué pedís diciendo: santificado sea el tu nombre?

R.- Que el nombre de Dios sea conocido y honrado en todo el mundo.

El retrato de una persona nos la representa a los ojos del cuerpo, y el nombre a los del alma. Quien honra o ultraja un nombre, honra o ultraja a quien lleva ese nombre, sobre todo si a nadie más le compete. El nombre de Dios es santo, santísimo, porque es santísimo el Señor, a quien con ese nombre designamos. De esa santidad nos gozamos en la primera petición, y pedimos que todos conozcan cuán santo es ese nombre, y lo alaben y reverencien como es justo; ni sólo ese nombre, sino todos los demás que al mismo Señor damos, como el de Criador, el Eterno, el Altísimo, y, especialmente, el de Jesús. Este nombre dulcísimo nos significa al mismo Dios, como Salvador nuestro, humillado y como anonadado por nuestro amor. Por eso la Santa Iglesia honra a Dios en ese nombre con muestras mayores de veneración, de gratitud y amor que en otro alguno. Pedimos, pues, la conversión de los idólatras, mahometanos, herejes, cismáticos y judíos: que todos honren el nombre de Dios y el de su Hijo Jesu-Cristo, según nos lo enseña su Santa Iglesia, y que tampoco los malos católicos blasfemen esos nombres divinos. Así ofrecemos al Señor un acto de reparación por esos ultrajes, y nos proponemos por nuestra parte bendecir a Dios, y pronunciar e invocar a menudo y con sumo respeto su santísimo nombre.

P.- ¿Qué pedís diciendo: venga a nos el tu reino?

R.- Que reine Dios en nuestras almas acá en la tierra por gracia, y después nos dé la gloria.

Dios es el Rey de cielos y tierra, Señor y Dueño de todo el Universo, pero más propiamente es el Rey de   -95-   los seres espirituales, capaces de conocerle, amarle y obedecer libremente a sus leyes. Ese reinado lo ejerce principalmente en nuestras almas, y para ello ha fundado la Iglesia católica.

Por medio de ella, de sus sacerdotes, predicación y Sacramentos, logra que le entreguemos nuestro corazón, donde reina ahora por la gracia y virtudes, para reinar después, con más perfección y para siempre, en la gloria.

Pedimos que ese reinado llegue a todos; que todos no sólo honremos a Dios con la adoración y culto verdadero, sino que dejando el pecado, vivamos en gracia de Dios, perseveremos en ella hasta morir, y continuemos alabando a Dios en el cielo.

Pedimos para ese fin prosperidad de la Iglesia, y cuanto a ella conduce: la libertad de su Cabeza visible, y por ende ahora la devolución de sus Estados, la humillación de los enemigos de la Iglesia, el restablecimiento del Derecho cristiano en las sociedades.

P.- ¿Qué pedís diciendo hágase tu voluntad así en la tierra como en el cielo?

R.- Que hagamos la voluntad de Dios los que estamos en la tierra, como la hacen los bienaventurados en el cielo.

Nada más justo como que la criatura espiritual someta en todo su libre voluntad a la del Señor, que para eso se la dio; cumpliendo lo que Dios nos manda, es como se vive en su gracia, y como se le tiene por Rey. Los ángeles y los santos del cielo no se apartan ni un ápice de la voluntad santísima del Señor, con tan perfecta libertad, que no pueden ejercitarla sino en lo bueno; pero en la tierra sólo María Santísima, entre las puras criaturas, llegó a tanta santidad. Con tan acabado modelo ante los ojos, hemos nosotros de esforzarnos en cumplir todos los Mandamientos y las obligaciones particulares, procurando elegir el estado de vida a que conozcamos que Dios nos llama; y conformarnos en todo con la voluntad santísima de nuestro   -96-   Padre, ya nos dé felicidad, ya nos castigue y nos aflija. Así que, al hacer esta petición, hemos de proponer enmienda de vida, y paciencia en las adversidades a imitación de los santos.

P.- ¿Qué pedís diciendo: el pan nuestro de cada día dánosle hoy?

R.- El sustento diario de alma y cuerpo.

P.- ¿Cuál es el pan del alma?

R.- La sagrada Comunión, y también la oración, sermones y libros piadosos.

P.- ¿Por qué le pedís para hoy limitadamente?

R.- Para que, como buenos hijos, acudamos cada día a nuestro Padre, viviendo sin codicia, fiados de su Providencia.

Los hijos piden lo que necesitan a sus padres, y en ello muestran que los tienen por padres; en tanto que éstos gozan con el amor, sumisión y confianza de sus hijos. Pues ¿cuánto más que un hijo de su padre, dependemos todos de Dios, que crió a nuestros padres y a nosotros, y nos da cuanto padres e hijos somos y tenemos? Es verdad que Dios conoce todas nuestras necesidades, y aun a los malos que ni se lo piden ni se lo agradecen, está constantemente concediendo con la vida innumerables beneficios; mas, no obstante, manda que le pidamos, y a menudo pone a todos en precisión de acudir a Él: cuándo para traer o alejar las nubes, cuándo en ocasión de peste, guerra, terremotos y demás castigos, que como Padre enojado nos envía. La Iglesia da ejemplo a sus hijos por medio de sus ministros y de los religiosos de uno y otro sexo, en el oficio divino y otros rezos diarios, y en las rogativas y procesiones, ya periódicas por las cuatro témporas, ya extraordinarias con ocasión de las públicas calamidades.

Algunos, al oír pan, no recuerdan sino el material; porque es el que más suele preocupar a la mayor parte de los hombres; pero por poco que uno reflexione entenderá cuán bien dijo el Señor, que el   -97-   hombre no vive únicamente de ese pan o sustento. También el alma necesita el suyo, y éste con más propiedad es el sustento nuestro, ya que el material también lo usan los brutos. Ahora bien; el alma no necesita sustento para la vida natural, porque Dios la ha hecho inmortal: y si la instrucción literaria y científica perfeccionan nuestras potencias, pero sin ella vive el alma y ejercita su actividad.

La vida del alma, que todos hemos de sustentar so pena de perderla, y con ella el fin para que estamos en el mundo, es la sobrenatural; y para ella pedimos a Dios, en el Padre nuestro, el pan o sustento sobrenatural. El pan material y el espiritual quiere nuestro Padre que le pidamos cada día, y que de tal manera nos le busquemos con nuestra industria y trabajo, que pongamos nuestra confianza en el amor que nos tiene. Dios mira por sus hijos, y condena la avaricia y congojoso temor de que nos falte, y el descuidar los deberes religiosos por allegar bienes materiales.

Pedimos que nos envíe ministros sagrados, que nos repartan el pan de los Sacramentos y de la palabra divina; también que haga fecundos nuestros campos y conceda lo demás que nos convenga para vivir, y emplear la vida en servirle. Por fin, dirigiendo nuestro afecto y deseo al cuerpo y sangre de Nuestro Señor Jesu-Cristo, verdadero pan de vida, podemos con esta petición hacer una fervorosa comunión espiritual.

P.- ¿Qué pedís diciendo: perdónanos nuestras deudas?

R.- Perdón de nuestros pecados y de las penas debidas por ellas.

P.- ¿Por qué añadís: así como nosotros perdonamos a nuestros deudores?

R.- Porque Dios no perdonará a quien no perdona al prójimo la ofensa.

P.- ¿No es imposible perdonar?

R.- No, padre: si pedimos a Dios que nos esfuerce, si pensamos que Jesu-Cristo nos lo manda, y que primero nos dio ejemplo en la cruz.

  -98-  

P.- ¿Es lícito demandar lo que nos deben?

R.- Sí; pero no con crueldad, ni por venganza.

Todo lo que somos en el cuerpo y en el alma, y todo aquello de que podemos disponer o usar, son dádivas que Dios Nuestro Señor nos concede para que negociemos el cielo, y de que le hemos de dar al fin estrecha cuenta. Si por pereza u otro vicio malogramos ese capital, o parte de él, no empleándolo en llenar nuestros deberes, así como si lo malgastamos en satisfacer nuestras desordenadas pasiones, ofendemos a Dios, y contraemos con su Divina Majestad otras tantas deudas, cuantos son nuestros pecados; con obligación de reparar la ofensa y pagar la pena, que por el pecado mortal es eterna, y que no se perdona mientras no se nos perdona la culpa.

Podía el Señor, en ejercicio de su justicia, no perdonarnos ni la culpa ni la pena; pero se ha dignado en su misericordia, muriendo por el hombre, perdonar la culpa a quien haga penitencia, y cambiar la pena eterna en temporal. Esta pena temporal adeudada, o por el penado mortal perdonado, o por los veniales, la hemos de pagar, sea en esta vida, sea en la otra, satisfaciendo así a la divina justicia; que justo es que exija el Señor le paguemos lo que podemos, cuando Él a costa de su Pasión y muerte nos pagó, lo que nosotros no podíamos. Suplicamos, pues, a Dios, en esta quinta petición, que nos perdone los pecados y la pena merecida por ellos; que a los que aún están en pecado, conceda tiempo y gracia con que se arrepientan y los confiesen; y a los demás, tiempo y gracia para satisfacer la pena antes de la muerte; y que con todos, pecadores y justos, vivos y difuntos del purgatorio, use de misericordia. Habíamos, por tanto, de hacer esta petición, con profundo dolor de los pecados y propósito de no pecar, antes bien de hacer penitencia por nuestros pecados y los ajenos. ¡Cuánto más nos aprovecharía entonces el rezar el Padre nuestro! Pero una de las condiciones   -99-   para que Dios nos perdone, es que nosotros perdonemos.

Quien odia a otro y le desea o vuelve mal por mal, no espere perdón de Dios. Dirás que quien nos aborrece y daña, no merece perdón, y yo te respondo, que menos merecemos nosotros que Dios nos perdone. Repara, ¡oh cristiano!, que no se te pide que perdones porque el otro lo merezca; sino porque Dios lo manda, y te exige esa condición para perdonarte a ti. ¿Te cuesta el perdonar? Más costó a Jesu-Cristo morir por ti y también por el otro. Si el otro no se arrepiente de su odio y no te da justa satisfacción, Dios le castigará, como te castigará a ti, si no le perdonas. Al decir esta petición, pedimos fuerzas para ese acto generoso, y con la ayuda del Señor hemos, entonces mismo, de deponer cualquier odio o deseo de vengarnos, proponiendo portarnos con el enemigo del modo que nos amoneste hacerlo el confesor. A éste hemos de consultar en semejantes casos, y él nos dirá, según las circunstancias, la satisfacción y restitución que podemos o no podernos reclamar en conciencia. Esta consulta no hay por qué hacerla cuando se trata de una mera deuda en que no media enemistad, pues claro es que Dios no exige, que perdonemos esas deudas a quien puede pagárnoslas. Repara también que el deber de no odiarnos lo pone Dios para bien de todos. ¿Qué sería de la sociedad si no nos perdonáramos unos a otros? Como a ti se te manda perdonar, así se manda que a ti te perdonen cuando ofendes a otro; y cada cual dará cuenta, no de si el otro le perdona, sino de si él perdona; y Dios castigará o premiará a ti o al otro, según lo que cada uno se merezca.

¡Cosa horrible! Quien no perdona, pide a Dios en esta petición que tampoco a él perdone. Y si Dios no nos perdona, ¿qué será de nosotros? Véncete, pues, ¡oh cristiano!, imita a Cristo y a sus mártires, que perdonaron, y aun rogaron por los mismos que les quitaban la vida. Con esto recobrarás la paz de tu espíritu.

  -100-  

P.- ¿Qué pedís diciendo: no nos dejes caer en la tentación?

R.- Que no nos deje Dios consentir en los malos pensamientos y tentaciones, que nos mueven a pecar.

P.- ¿De cuál mal pedís que nos libre diciendo: más líbranos de mal?

R.- De todos los males y peligros, espirituales y corporales.

P.- ¿Y si nos conviene padecer?

R.- Pedimos paciencia y gracia, con que los males se conviertan en bienes.

P.- ¿Qué quiere decir amén?

R.- Así sea, cuando se dice al fin de las oraciones.

Los enemigos del alma, de los cuales se habla en el complemento de este Catecismo, y son mundo, demonio y carne, nos ponen en peligro de pecar. Dios Nuestro Señor se lo permite para premiar nuestra victoria. No podemos conseguirla con nuestras fuerzas, pero sí con la ayuda de Dios, que suplicamos se nos conceda, al decir esta sexta petición. Las tentaciones suelen ser frecuentes o inesperadas, más o menos fuertes, ya claras, ya encubiertas y hasta con apariencia de bien. Por eso hemos de vivir en vela como soldado en tiempo de guerra, que lo es toda la vida presente; y la vela consiste en evitar cuidadosamente, lo que de suyo produce o atiza esos malos pensamientos e inclinaciones al mal; y además, en que al asomar la tentación, acudamos cuanto antes a la oración: Señor, no nos dejes caer en la tentación; instando, con esas o parecidas palabras, tanto más cuanto más arrecia el peligro.

Quien reza a menudo el Padre nuestro, recibe más a tiempo los auxilios del cielo, y está de antemano prevenido para cuando asalta la tentación. No pedimos vernos libres de toda tentación, porque esto, dice san Jerónimo, es imposible, ni nos conviene; ni quiere concederlo el Señor; antes el mismo Jesu-Cristo permitió al demonio que le tentase; y anunció a los suyos que tendrían que luchar contra las tentaciones. Con   -101-   todo, como las hay que son castigo de nuestros pecados, y de que a veces nos convendrá vernos exentos, podemos también suplicar al Señor, no sólo que nos dé victoria, sino que nos quite aquel peligro; y así, en la petición séptima añadimos: mas líbranos de mal; esto es, de todo lo que nuestro Padre celestial sabe que es para nosotros un mal verdadero. Cae uno enfermo; lícito es pedir la salud, y la pedimos en esas palabras; pero cuando Dios vea que esa enfermedad es un mal. Porque ¡cuántas enfermedades y demás contratiempos aprovechan al alma, nos desengañan del mundo, nos quitan la ocasión de pecar, contribuyen a que nos salvemos, y son por lo mismo un verdadero bien!

¡Qué poco reflexionan los cristianos que apenas acuden a Dios, sino cuando les envía algún revés de fortuna, o enferman ellos o un miembro de la familia, y luego se quejan si no salen de aquel aprieto! Para muchos es un mal la prosperidad y un bien la pobreza.




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Lección 17.ª

De otras oraciones


P.- ¿Hay otras oraciones además del Padre nuestro?

R.- Sí, padre; las de la Escritura, Iglesia y Santos.

Los libros piadosos, en particular los devocionarios aprobados por la autoridad eclesiástica, o sea por el Ordinario, ofrecen a los fieles oraciones para todos los actos religiosos y demás circunstancias de la vida; y sirven mucho para explayar el corazón en el acatamiento divino, hallando en ellas lo que o no nos ocurriría, o no sabríamos expresarlo. También mezclan la instrucción religiosa con los afectos, y ayudan a meditar los divinos misterios.

  -102-  

Bueno es, no obstante, repetir, tanto para los que usan devocionario, como para los que no pueden tenerlo, que la mejor oración es la del Padre nuestro; el cual puede el alma devota, movida de Dios, meditar a sus solas, y explanar a su modo según la presente necesidad, o el buen afecto que domine.

P.- ¿Qué oraciones decimos principalmente a Nuestra Señora?

R.- El Ave María y la Salve. Decidlas...

P.- ¿Quién hizo el Ave María?

R.- De la salutación del Ángel y de santa Isabel se tomó la primera parte; y la Iglesia añadió la postrera.

P.- Y la Salve ¿de quién la aprendimos?

R.- Del uso de la Iglesia.

P.- Cuando decimos estas oraciones, ¿con quién hablamos?

R.- Con la virgen santa María.

El arcángel san Gabriel, fue quien anunció a la Virgen el misterio de la Encarnación, saludándola de parte de Dios con el Ave María, hasta la palabra: y bendito es el fruto de tu vientre. Éstas las dijo santa Isabel, llena de Espíritu Santo, al recibir en su casa a su prima, a poco de haber esta Señora concebido en sus virginales entrañas al Verbo encarnado. Lo demás, así como la Salve, lo aprendemos de la Santa Iglesia, a quien rige el mismo Espíritu divino.

P.- ¿Quién es la virgen María?

R.- Una gran Señora llena de virtudes y gracia, que es Madre de Dios y está en el cielo en cuerpo y alma.

P.- ¿Es también Madre nuestra?

R.- Sí, padre: su Hijo nos adoptó por hermanos, y ella por hijos a todos los hombres.

P.- Y la que está en el templo, ¿quién es?

R.- Imagen suya.

P.- ¿Para qué está allí?

R.- Para que por ella nos acordemos de la que está en el Cielo, y por ser su imagen la hagamos reverencia.

Tan excelsa es esa Señora, que, después de Dios,   -103-   nadie tan excelente como su Madre, a quien las tres divinas Personas aman más, y por lo mismo han favorecido más que a ninguna otra criatura. Podemos decir con san Alfonso María de Ligorio, que la primera gracia otorgada a la Virgen sin mancilla fue mayor que cuanta gracia ha distribuido y distribuirá Dios entre todos los ángeles y santos; gracia que la Señora duplicó a cada instante con su perfecta cooperación, consiguiendo una santidad sin igual y sólo inferior a la del mismo Dios, como enseña el papa Pío IX.

Murió María Santísima, pero no por el motivo ni de la manera que los demás; murió porque así convenía, habiendo muerto su Hijo; y murió, no de enfermedad corporal, sino en fuerza de la caridad, y del vivísimo deseo de estar con su Hijo en la gloria. Su cuerpo virginal e inmaculado no sufrió descomposición alguna, y, según tradición de la Iglesia, su Hijo la resucitó a los tres días, y entre coros de ángeles condujo en triunfo a su Madre, colocándola cabe sí en lo más alto del cielo. Mas ¡oh dicha nuestra! ¡que Señora tan excelsa nos ha sido dada por madre! Desde que asintió a ser Madre del Salvador, asintió a tener por hijos a los que el propio suyo tomó por hermanos; y cuando nuestro amorosísimo Redentor nos devolvía con creces, al precio de su propia vida, el ser de la gracia, la Madre Virgen unía, al pie de la cruz, sus acerbísimas penas a la Pasión del Hijo, cooperando a que renaciésemos a la vida sobrenatural, y siendo en ese orden nuestra Madre. Más, incalculablemente más debemos a María Santísima que a nuestra madre carnal: mucho más le costamos y mucho más amor nos tiene. Repitamos a menudo con afecto filial, a imitación del angélico joven san Estanislao de Kostka: «La Madre de Dios es mi madre», y esta breve oración: «María, madre de gracia, madre de misericordia, defiéndenos del enemigo, y ampáranos ahora y en la hora de nuestra muerte». Y ésta: «¡Oh madre de ambos hijos! No consientas que el hijo reo sea condenado por el Hijo Juez; antes   -104-   con piedad maternal procura que el hijo reo se reconcilie con el Hijo Dios». Todos los santos han tenido y tienen entrañable devoción a María Santísima, a quien su Hijo ha constituido dispensadora de todos los beneficios que nos concede, complaciéndose en que nos valgamos de su Madre para obtenerlos, dándonos el amor a ella como prenda de salvación, y gozándose de que la honremos en las imágenes que la representan.

P.- ¿Qué reverencia debemos a las imágenes sagradas?

R.- La misma que daríamos a los santos que representan.

P.- ¿Y a las reliquias de los santos?

R.- La que a ellos mismos, que fueron templos vivos de Dios.

P.- ¿Hemos de hacer oración también a los santos?

R.- Sí, padre, como a nuestros medianeros.

P.- ¿Tenéis un ángel que os guarda?

R.- Sí tengo, y cada uno de los hombres tiene el suyo.

P.- ¿Qué oraciones decimos a los santos?

R.- Las letanías y otras, también el Padre nuestro y Ave María.

P.- Pues en el Padre nuestro y Ave María, ¿no habláis con Dios y su Madre?

R.- Sí; mas a Dios pido por medio de los santos, y a ellos para que sean intercesores.

P.- ¿Quién es nuestro principal medianero ante Dios?

R.- Jesu-Cristo en cuanto hombre, sin el cual ningún otro vale.

P.- ¿Para qué usar más intercesores?

R.- Porque Cristo quiere honrar así a los santos, y que ellos le honren.

Los santos del cielo, mientras vivieron en este mundo, se humillaron y sacrificaron por dar gloria y contento a Dios; por eso el Señor, cumpliendo su promesa, los ensalza ahora en la vida bienaventurada, y aun en la tierra, con una honra, amor y veneración, cuales ningún emperador ni sabio conquistador del mundo consigue.

Se complace en que nosotros los honremos con nuestros   -105-   cultos; son sus amigos y cortesanos, quiere que nosotros los tomemos por medianeros; y ya que no los vemos presentes, los veneremos e invoquemos en sus imágenes y reliquias. Nada más conforme a razón que esta doctrina católica, confirmada con la experiencia de los favores y milagros, con que Dios a cada paso premia la devoción de los fieles. Apenas hay pueblo en España y otros países sin alguna imagen milagrosa de Jesu-Cristo, de María Santísima o de un santo. También los ángeles buenos son santos, y es justo y provechoso invocarlos, principalmente al Ángel de nuestra guarda, que de día y de noche, en casa y fuera de ella, nos asiste y defiende, sugiriéndonos buenos deseos, y presentando a Dios y a su Madre Santísima nuestras oraciones, a las que él y los demás espíritus bienaventurados juntan las suyas. Gran veneración se merecen los ángeles; como que los santos a quienes Dios regaló con la visita de alguno de ellos, se prosternaban en tierra llenos de santo pavor en su presencia.

Nosotros no vemos al Ángel de nuestra guarda, pero sabemos que siempre está a nuestro lado, y que por su parte no nos abandonará hasta llevarnos consigo al cielo. ¡Cuánto decoro y modestia habríamos de observar en todo tiempo y lugar!, ¡cuánto agradecimiento y amor hemos de profesar a tan fiel y excelente ayo y defensor! Le hemos de invocar en cualquier peligro de alma y cuerpo.

Por lo demás, la honra que damos a los santos y ángeles de Dios, a Dios la damos; y el valor de su intercesión les viene de nuestro redentor Jesu-Cristo, el cual a veces no intercede hasta que nos valemos de su Madre o algún santo. Santos hay, a quienes Dios se muestra más propicio en socorrer alguna especial necesidad, como lo experimentan sus devotos. A san Roque se acude con particular confianza en las pestes; a san Ignacio de Loyola, en los partos difíciles; a san Blas, en los males de garganta; a san Antonio   -106-   de Padua, para hallar cosas perdidas; a san Luis Gonzaga, contra el vicio deshonesto; sin que por eso se crean ineficaces los ruegos de esos santos en otros aprietos, ni en esos mismos los de otros patronos, pues el fruto de la oración estriba principalmente en las cualidades de la misma.

En todo se acomoda el Señor a nuestra condición, y en esto, a lo que naturalmente acaece en las relaciones de un príncipe con sus validos y sus súbditos.





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