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Lección 48.ª

Sobre el Bautismo


P.- ¿Qué es el Sacramento del Bautismo?

R.- Un espiritual nacimiento, en que se nos da el ser de gracia y el carácter de cristianos.

P.- ¿Qué ayuda da el Bautismo para la vida cristiana?

R.- Las virtudes y auxilios necesarios.

P.- ¿Qué pecados quita?

R.- El original, y otro cualquiera que hubiere en el que se bautiza.

P.- ¿Qué es pecado original?

R.- Aquel con que todos nacemos, heredado de nuestros primeros padres.

P.- ¿Cómo sucede así?

R.- Al modo que un noble, rebelde a su rey, pierde, para sí y sus hijos, la gracia de su monarca y los privilegios que gozaba.

P.- ¿Contrajo la virgen María el pecado original?

R.- No, padre; que por los méritos de su divino Hijo fue inmaculada en su Concepción, llena siempre de gracia, y sin pecado alguno.

Jesu-Cristo Nuestro Señor dijo a Natanael: «Quien no renaciere por el bautismo del agua y la gracia del Espíritu Santo, no puede entrar en el reino de Dios». Quiere decir, que así como el nacimiento primero y corporal es la puerta para entrar en el mundo, así el nacimiento segundo y espiritual, que se efectúa en el Bautismo, es la puerta por donde entramos en la Iglesia de Dios. En la antigua Ley marcó Dios a su pueblo en la carne con la circuncisión, y en la nueva marca en el alma a los cristianos con el carácter que imprime el Bautismo.

Para disponer los judíos a este cambio hizo el Señor que su precursor san Juan empezase a bautizar, y   -268-   que le bautizase a Él mismo, en cuyo acto sienten algunos santos que Jesu-Cristo instituyó el Sacramento del Bautismo. Lo cierto es que después de resucitado, una de las veces en que el Señor trató con sus Apóstoles, les dijo: «Andad, y enseñad a todas las naciones que guarden cuanto yo os he mandado, bautizándolos en el nombre del Padre, y del Hijo, y del Espíritu Santo».

El que creyere y se bautizare, se salvará: se entiende, como el mismo Señor explicó, si la vida corresponde a la fe110. Con esto, desde que se promulgó el Evangelio, el Bautismo es medio necesario para salvarse, tanto que ni los niños van al cielo si mueren sin Bautismo; y el adulto que no pudiese recibirlo, tiene, si quiere salvarse, que hacer un acto de amor de Dios o de contrición perfecta, con deseo, siquiera implícito, de ser bautizado, lo cual se llama bautismo de deseo.

Así lo enseñaron los Apóstoles, y añade san Agustín que por eso los católicos se han dado siempre gran prisa en que se bauticen las criaturas111. No lo negaron los primeros protestantes, mas los que ahora nos vienen a estas tierras, unos bautizan y otros no, según a cada cual le parece. El no bautizado es un infiel, como los que había en España antes que viniera el apóstol Santiago a bautizarnos; no es capaz de confesión ni de otro Sacramento mientras no se cristiane. ¡Increíble parece que haya que inculcar entre nosotros esta verdad, cuando desde Recaredo hasta estos últimos años, por trece siglos, no se conocía en este católico suelo más gente sin bautizar que moros y judíos! Quien, llegado al uso de razón sin estar bautizado, quiere recibir el Bautismo, debe prepararse aprendiendo Doctrina cristiana, y arrepintiéndose de los pecados, pidiendo perdón a Dios y proponiendo cumplir con los deberes de buen cristiano.

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Así disponen en las Indias los PP. misioneros a los adultos infieles, quienes, recibido el Bautismo, abandonan los vicios, y se cambian generalmente en otros hombres. Un año hacía que uno de éstos se había bautizado, cuando, volviendo el padre a su pueblo, le pidió la sagrada Comunión. El padre respondió que se la daría, pero que antes le confesase los pecados mortales que en aquel año había cometido. -¿Y cómo, dijo el indio asombrado, hay cristianos en Europa que después de recibir el Bautismo y el cuerpo adorable de Jesu-Cristo, ofendan a Dios con pecado mortal? Casos de éstos escribieron en sus cartas edificantes los antiguos PP. de la Compañía de Jesús, y escriben los de ahora en las de Filipinas. A esos nuevos cristianos debiéramos imitar los viejos de por acá; pues el Bautismo, no sólo da la primera gracia y el carácter de cristiano, sino también, como antes se notó, las virtudes y los auxilios con que vivir cristianamente.

Si un adulto se bautiza sin tener siquiera atrición de los pecados mortales que haya cometido, queda bautizado, y recibe el carácter de cristiano; pero no la gracia ni las virtudes, hasta que no haga verdadera penitencia; y si, recibida la gracia, peca después mortalmente, pierde la gracia, pero no el carácter; de modo que aunque se haga hereje y se condene, eternamente será cristiano para mayor confusión y tormento.

Por el contrario, al adulto que se bautiza bien dispuesto, no sólo se le perdona el pecado original, como a los niños, sino todos los que él mismo haya cometido, y toda la pena que por ellos merecía, de modo que tanto el niño como el adulto, si se mueren antes de cometer pecado después del Bautismo, van derechos al cielo.

Todos esos efectos produce el martirio, aun en los que, sin culpa suya, no estuvieran bautizados; y por eso se llama Bautismo de sangre, pues consiste en derramar   -270-   la sangre o perder la vida a manos de un enemigo de Cristo. Así volaron al cielo las almas de los Inocentes, a quienes Herodes mandó matar por odio que tenía al niño Jesús, y así otros innumerables. Pero nótese que en el adulto, para ser mártir, se requieren las cosas siguientes: 1.ª Que no resista al tirano; 2.ª Que tenga la verdadera fe, y acepte la muerte por no perder esa fe u otra virtud cristiana; 3.ª Que esté arrepentido de sus pecados, siquiera con dolor de atrición; y 4.ª Si no estuviera bautizado, ni está en su mano serlo, que lo desee siquiera implícitamente. Queda, pues, sentado, según lo dicho, que el pecado original, con el cual nadie entra en el cielo, no lo perdona sino el Bautismo, o de agua, o de deseo, o de sangre.

Ese pecado lo contraemos todos los descendientes de Adán y Eva al ser naturalmente concebidos en el seno de nuestras madres, lo cual es un dogma de nuestra santa fe, y para de algún modo entenderlo sirve la comparación que pone el Catecismo.

En efecto, la gracia y amistad de Dios, con el estado de la inocencia, es un don sobrenatural que Dios, por su bondad, había prometido a todo el linaje de Adán, a condición de que éste obedeciese en un precepto muy fácil que le puso, a saber: que no comiese de la fruta de cierto árbol, situado en medio del paraíso. Vamos a referir la caída de nuestros primeros padres, para que escarmentemos en cabeza ajena.

Andaba Eva contemplando las bellezas de aquel jardín deliciosísimo, y el demonio, viéndola sola, se prometió la victoria, y ¿qué hizo el maligno?, con su arte diabólica se posesionó de una serpiente, y simulando voz humana, dijo a la mujer: ¿Por qué Dios os ha prohibido comer de esos frutos? Debió Eva invocar el favor divino y huir del lazo que se la tendía; pero no lo hizo, antes se puso a razonar con el tentador. -Nos ha dicho, respondió, que si comemos de ese árbol, acaso moriremos. -No moriréis, replicó la   -271-   serpiente, sino que seréis como dioses, sabedores del bien y del mal. Eva, desvanecida con tan lisonjera promesa, se paró a mirar la hermosura del fruto vedado, que debía ser muy grato al paladar. Alargó la mano, lo cogió, comió de él, y se fue a ofrecerlo a Adán, el cual, por complacerla, también comió. ¡Bocado fatal! ¡Habían pecado! Perdieron la amistad de Dios y el derecho al cielo, sintieron por primera vez la rebeldía de la carne, se avergonzaron de sí mismos, y corrieron a esconderse entre el follaje a cubrir su desnudez.

En vez de dioses se hicieron semejantes a los brutos; en vez de hijos de Dios que eran, quedaron presa del demonio; enflaquecido el entendimiento, maleada la voluntad, desenfrenadas las pasiones, reos de eterna condenación. En esto llamolos Dios a su presencia, les arguyó del pecado y pronunció la sentencia; condenó al demonio y a los suyos, que son todos los malos, a arrastrarse por el polvo como la serpiente, con la mira y afecto en cosas viles e inmundas; a la mujer, a las molestias y dolores de multiplicados partos, y a vivir bajo el dominio del varón; y a éste, a no comer sino a costa de su sudor y trabajos, hasta que con la muerte se convirtieran sus cuerpos en el polvo de que los había formado; luego los arrojó del paraíso. En ese estado somos engendrados cuantos naturalmente descendemos de Adán y Eva, inficionados del pecado original y sujetos a mil desdichas.

Sólo una, entre todas las puras criaturas, fue concebida en gracia de Dios, y es la Madre del Salvador del mundo, la virgen María.

En el mismo acto de fulminar la sentencia, prometió el misericordioso Señor, que una hija de Eva aplastaría la cabeza al dragón infernal, y sería exenta de su mordedura. Adán y Eva, pecadores, engendraron hijos pecadores; María inmaculada engendró, por virtud del Espíritu Santo, al niño Dios, salvador de todos; Adán y Eva nos transmiten con la generación la   -272-   culpa, mas Jesús y María nos restituyen a la gracia con la regeneración del Santo Bautismo.

Siempre la Iglesia católica creyó la Concepción Inmaculada y Santísima de la Madre de Dios. En España, predicada la fe católica por el apóstol Santiago el Mayor, consta que, por lo menos desde el siglo IV, se daba culto público a María Santísima en el misterio de su Inmaculada Concepción, y que esa devoción fue constantemente en aumento112. Porque habiéndolo contradicho algunos, lo defendieron con juramento nuestras célebres universidades; los Reyes Católicos obtuvieron de Sixto IV Misa y oficio; Felipe IV juró en Cortes generales, con todos los diputados, defender este misterio, y Carlos III, lograda facultad de Clemente XIII, mandó en 16 de enero de 1761, reconocer en España e Indias por patrona universal, eminente, especial y principal, a María Santísima en el misterio de su Inmaculada Concepción; que este Patronato se insertase en las leyes fundamentales, y el título de Mater Inmaculada en la letanía lauretana. Más aún, en varias épocas suplicaron nuestros reyes al Papa que hiciesen enmudecer a los pocos que negaban a la Virgen este hermosísimo privilegio, hasta que en 1854 el gran Pío IX, llamado por esto el Papa de la Inmaculada, por su propia fe y devoción, y a instancias también de toda la cristiandad, definió el dogma, y condenó de herejía al que no lo crea. Las fiestas que por tan fausto acontecimiento se hicieron en el orbe católico fueron solemnísimas y devotísimas: Ave María purísima, sin pecado concebida; o bien, en gracia concebida, como dicen en varias diócesis.

Esa gracia se dio a María Santísima por los méritos de su Hijo, que redimió a su Madre en modo más excelente que a nosotros, a saber: no le quitó el pecado,   -273-   sino que la preservó de él, o impidiendo que se le aplicase la ley general, o excluyéndola anticipadamente de la misma113.




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Lección 49.ª

Administración del Bautismo


P.- En caso de necesidad ¿quién puede bautizar?

R.- Cualquiera hombre o mujer que tenga uso de razón.

P.- ¿Cómo lo ha de ejecutar?

R.- Derramando agua natural sobre la cabeza de la criatura, diciendo con intención de bautizar: Yo te bautizo en el nombre del Padre, y del Hijo, y del Espíritu Santo.

Échese el agua de modo que no se mojen sólo los cabellos, sino que corra por la piel; y no pudiendo en la cabeza, échese en el pecho o espaldas; y si esto no es posible tampoco, en cualquiera parte del cuerpo. En los abortos salen muchos con vida, aunque parezca que no la tienen; en esas dudas, dígase al echar el agua: Si eres capaz, yo te bautizo en el nombre del Padre, y del Hijo, y del Espíritu Santo. Avísese de lo hecho al párroco. Aunque el niño nazca felizmente y esté bueno, llévenlo pronto a bautizar para hacerlo cuanto antes cristiano, hijo de Dios y de la Iglesia católica.

Manda la Iglesia que no bautice sino el párroco o el sacerdote a quien él designe, y que lo haga, no habiendo privilegio, en la iglesia parroquial y con las ceremonias prescritas, llenas de religiosa piedad, y que tan al vivo expresan los efectos del Santo Bautismo, y las obligaciones que impone.

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Con ellas los fieles asistentes conciben cada vez mayor estima de la fe cristiana y católica, recuerdan lo que debe practicar un buen cristiano, y renuevan las promesas de su Bautismo; mas como este Sacramento es tan necesario, y ocurren casos, sobre todo con las criaturas, en que no hay lugar de acudir al párroco, por eso para tal aprieto se pone en el Catecismo lo únicamente esencial, y esto lo han de aprender muy bien las personas que asisten a los partos. Aun en esa necesidad, está mandado, aunque el bautismo vale si no se cumple este precepto, que bautice un clérigo; y sólo a falta de éste, un seglar; y sólo cuando no hubiese varón que lo pudiese hacer convenientemente, lo haga una mujer; y en último término, el padre o la madre de la criatura.

El que se pone a bautizar, aunque él mismo sea un moro, es el ministro del Sacramento, y basta que quiera bautizar, o sea, hacer lo que hace la Iglesia de Dios cuando bautiza; y que al derramar el agua sobre la criatura, diga él mismo: Yo te bautizo en el nombre del Padre, y del Hijo, y del Espíritu Santo.

No debe añadirse ni quitarse nada; con todo, el Yo y la primera y no son esenciales114. El añadir amén al fin, no daña, pero está mandado que no se añada115. No importa que el agua sea sulfurosa, termal, ferruginosa o que esté sucia, con tal que sea agua natural; y basta que mientras profiere la forma, haga ese mismo que bautiza, correr o deslizarse algunas gotas de agua por la piel de la criatura, o meta y saque su cuerpecito en el agua.

Léase con atención lo que advierte aquí el Catecismo; y las personas que asisten a los partos, aprendan del párroco lo que debe hacerse cuando peligra o el infante o la madre; y también si ésta muriese antes de dar a luz, o si el feto fuera monstruoso o doble116.   -275-   Del acierto en estos casos pende a veces que un alma vaya o no al cielo. Un aviso a las madres.

Las madres verdaderamente cristianas guardan con grande vigilancia el tesoro que Dios ha depositado en su seno, evitan cuanto puede perjudicarle, elevan al cielo fervorosas súplicas para que no se malogre, y se preparan para ese trance con una buena confesión, o por lo menos con actos de contrición perfecta. En la historia de las imágenes de la Virgen aparecidas en España, atestigua el Excmo. Sr. Fabraquer, al tratar de Nuestra Señora de la Almudena, que las señoras en Madrid visitan durante su embarazo las nueve imágenes de la Madre de Dios más veneradas. Y ¡qué pecado el de las que por ocultar su crimen, perpetran otro, y privan al fruto de sus entrañas de la vida del cuerpo y del alma! Más aún, de la poca religión de los padres hacen algunos santos doctores depender el que a veces no reciban sus hijos el Bautismo.

Aunque por no sufrir espera se haya dado el agua de socorro, debe avisarse al párroco: si ha muerto la criatura, para que le dé sepultura cristiana, y si vive, para enterarle del modo con que se ha dado el Bautismo, y para que a lo menos supla en la iglesia las ceremonias que no se hicieron. También le ha de avisar quien hallare un niño expósito, aunque tuviera cédula de estar bautizado, o si uno hubiera sido bautizado por ministro hereje; porque el párroco, examinadas las circunstancias, verá lo que hace.

Aunque la criatura esté sana, exhorta la Iglesia a que la lleven pronto a bautizar, y así lo practican los padres piadosos. Sépase con todo que comúnmente los doctores teólogos no dan por pecado mortal la dilación de diez u once días, y aun la de un mes o algo más, cuando hubiese motivo razonable117.



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Lección 50.ª

Promesas del Bautismo


P.- ¿Qué prometemos en el Bautismo?

R.- Renunciar a Satanás, sus pompas y obras, y seguir a Jesu-Cristo.

P.- ¿Cuáles son las obras del diablo?

R.- Los pecados.

P.- ¿Y sus pompas?

R.- Las vanidades mundanas.

P.- ¿Obligan estas promesas al niño?

R.- Toda la vida, porque a nombre suyo las hicieron los padrinos, que son como curadores que da la Iglesia.

P.- ¿Qué ha de hacer el niño, cuando ya conoce quién es Cristo?

R.- Ratificar dichas promesas, y cumplirlas siendo buen cristiano. El padrino y la madrina manda la Iglesia que sean católicos de buena fama, y deben enterarse de las obligaciones y del parentesco que contraen.

P.- ¿Se puede recibir dos veces el Bautismo?

R.- Sería gran pecado, como no haya duda razonable del primero.

Esas promesas se hacen expresamente en el Bautismo solemne, y se incluyen en el mero hecho de cristianarse. Las vanidades mundanas son las codicias de honras, placeres y riquezas, que el demonio y los suyos atizan en nosotros para arrastrarnos al pecado. Mas como de esas codicias y riesgos de pecar se habla en varias partes de este libro, resta ahora explicar cómo el niño queda ligado con las promesas que a su nombre hicieron sus padrinos; y digo el niño, porque respecto de los adultos la cosa es clara, pues conocen ellos mismos las obligaciones que voluntariamente contraen.

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Pero aun respecto de los niños, apenas es preciso explicarlo, si se repara en la comparación entre el padrino y el curador. Porque si en todo buen derecho debe el pupilo dar por buenos los actos del tutor o curador, y someterse a las leyes que encuentra en su patria, sin que se le pregunte si le placen, ¡cuánto más justo es esto tratándose de la gracia de Dios y herencia del cielo, y de leyes que el mismo Cristo y su Iglesia han establecido para cuantos hayan de salvarse!

Sólo los incrédulos que desprecian la Religión, o piensan que, según su capricho, es lícito a cada cual hacerse o no católico, son los que no quieren reconocer esas promesas. Pero los niños educados por padres cristianos, a medida que aprenden la Doctrina, y empiezan a vivir según ella, aprueban y ratifican cuanto por boca de sus padrinos ofrecieron a Cristo.

Cada año, el día aniversario del Bautismo, suelen muchos renovar de un modo más explícito dichas promesas por alguna fórmula que traen los Devocionarios118, y León XIII concedió indulgencia plenaria a quien, confesado y comulgado, haga esa renovación, prometiendo además expresamente no pertenecer a ninguna de esas sectas de francmasones u otras parecidas que reprueba la Iglesia; más cristiano es celebrar, si son distintos, el aniversario del nacimiento sobrenatural que el del natural y carnal.

En el Bautismo privado o de socorro es loable que haya padrinos; pero no está mandado sino en el solemne, uno por lo menos (padrino o madrina), y a lo más dos, y en este caso deben ser padrino y madrina.

Para serlo es preciso: 1.º Que estén bautizados. 2.º Que tengan uso de razón. 3.º Que o por sí, o por otro en su nombre, toquen al ahijado, o teniéndolo   -278-   cuando le bautizan, o recibiéndolo enseguida. 4.º Voluntad de ser padrinos.

Deben, además, estar designados por los padres o curadores y aprobados por el párroco, al cual, a falta de padre o tutores, toca designarlos. Sin esa designación es probable que no son padrino ni madrina119.

Los padrinos están obligados, a falta de quien lo haga, a enseñar cristiandad al ahijado; y por esto está prohibido admitir para ese cargo a impíos o pecadores públicos, como también a los que han dejado el mundo para vivir en alguna orden religiosa. El que bautiza, aunque sea con el agua de socorro, contrae parentesco espiritual con el bautizado y con sus padres; y el padrino o madrina con su ahijado o ahijada y con sus padres, si el bautismo es solemne120. Este parentesco, con el cual es nulo el matrimonio que se celebre sin previa dispensa, no se contrae cuando la solemnidad es sólo para suplir la que faltó en el bautizo privado.

Finalmente, cuando hay alguna duda razonable de si fue válido el Bautismo, se debe repetir bajo condición, para lo cual, si el caso da tiempo, se acude al párroco.

Del nombre que nos ponen en el Bautismo se habló en la Introducción.




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Lección 51.ª

Sobre la Confirmación


P.- ¿Para qué es el Sacramento de la Confirmación.

R.- Para confirmarnos en la fe que recibimos en el Bautismo y darnos gracia y fuerza para antes morir que negarla.

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P.- Y el que tiene uso de razón y recibe este Sacramento en pecado mortal, ¿peca?

R.- Mortalmente.

P.- ¿Pues qué ha de hacer para no exponerse a pecar?

R.- Disponerse con una buena confesión.

P.- ¿Quién administra la Confirmación?

R.- El Señor Obispo, y entonces explica más las excelencias que encierra.

Adviértase los peligros que hoy corre nuestra fe, y recuérdese la fortaleza de los mártires.

Mientras los cimientos están firmes, fácilmente permanece en pie todo el edificio y se reparan las quiebras, pero si el fundamento bambolea, todo se viene abajo y hay que fabricarlo de planta. Por eso ha querido el Señor reforzar tanto la fe, fundamento de toda la vida cristiana, no contentándose con establecer el Bautismo que asienta esa fe en nuestras almas, y nos ayuda a vivir según ella, sino que ha añadido este segundo Sacramento que la confirma y viene a ser una consumación del Bautismo. El Bautismo nos alista en la milicia que profesa la fe, y la Confirmación nos pertrecha de armas y valor para defenderla, y para sufrirlo todo, hasta la misma muerte, antes que negarla y perderla; en el Bautismo recibimos los dones del Espíritu Santo, en la Confirmación al mismo Espíritu Santo, el que descendió sobre los Apóstoles y primeros fieles de Cristo en el cenáculo el día de Pentecostés.

Entonces los que se confirmaban recibían con el Espíritu Santo el don de profecía y milagros, para que conocieran las gentes que la fe católica era don del Todopoderoso y la abrazaran; pero una vez que el mundo fue cristiano, no eran necesarias esas gracias maravillosas, y por eso ya no se reciben al confirmarse, sino que el Señor las concede cuando le place, principalmente en países de infieles o donde se va perdiendo la fe, comúnmente por medio de alguna imagen veneranda o reliquia de Santos.

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Recibido el Bautismo, se puede recibir la Confirmación, y aunque en otros países se aguarda a que los niños lleguen al uso de la razón, es bueno y uso antiquísimo lo que en España y otras partes se acostumbra, de presentar las criaturas al Obispo en la primera ocasión. Así, el confirmado hace con más firmeza, al apuntarle la razón, los primeros actos de fe, y por tanto de las otras virtudes que en ella radican; rechaza con más energía los primeros asaltos que contra la fe se le dirigían; si se muere, tiene mayor gloria en el cielo que si no estuviera confirmado; y si vive, no se expone a carecer de la Confirmación muchos años. Por algo es proverbial en el mundo todo la firmeza del español en la fe católica.

La Confirmación imprime carácter y no puede recibirse más de una vez, aunque, si se duda razonablemente de la primera, puede repetirse. El que llega al uso de la razón sin estar confirmado, debe estar en gracia de Dios para recibir el Espíritu Santo en este Sacramento; por lo cual, aunque basta, al que está en pecado, disponerse con la contrición perfecta, es más útil y seguro hacer, como se suele, una fervorosa Confesión. A los dementes se los confirma como si fueran niños.

El llegarse en ayunas no es obligación, pero sí el saber los principales misterios de la fe, enterarse del Sacramento que se recibe y acercarse con devoción, evitando además el desaliño o el lujo.

Siendo posible, los padres, y en su defecto el Obispo, han de señalar un padrino, y nunca dos; es decir, padrino para el hombre y madrina para la mujer, distintos, a poder ser, de los del Bautismo y que estén confirmados.

Este padrino y madrina ha de tocar a su ahijado al confirmarse, o teniéndole o aplicando la propia mano a su hombro.

El que confirma contrae parentesco espiritual con el confirmado y con sus padres, y lo mismo el padrino   -281-   o la madrina, pero éstos no tienen obligación de instruir a su ahijado, a no ser que falte quien lo haga. Por esto, y por no multiplicar parentescos e impedimentos del Matrimonio, se señala en cada ocasión un mismo padrino para todos los hombres y una madrina para todas las mujeres.

La Confirmación no es necesaria para salvarse, y muchas veces no urge el recibirla, por no presentarse peligro especial contra la fe.

Por esto el ministro ordinario es el Obispo, y sólo en ciertos casos concede el Papa que confirme un simple sacerdote.

Por otra parte, esto mismo nos da mayor idea de cuán excelente es este Sacramento, como que el administrarlo es uno de los motivos que obligan al Obispo a recorrer su diócesis, según hace más de mil cuatrocientos años lo escribió san Jerónimo121.

Entonces explica a los fieles cuanto de la Confirmación les conviene saber, y por eso aquí somos más parcos en la doctrina122.

Por varias razones suele el señor Obispo mandar que se cierre la iglesia al empezar la ceremonia y que nadie salga hasta que todos estén confirmados, y es bueno que así se cumpla; mas si se sale alguien después de confirmado, no peca, por más que no le alcance la bendición que al fin da a todos los presentes el Prelado, el cual también cambia alguna vez el nombre al que se confirma.

Repárese en la advertencia final del Catecismo. Porque es verdad que, hablando en general, no consta con certeza que peque mortalmente quien, sin despreciar el Sacramento, deja por descuido de confirmarse;   -282-   pero también es verdad que algunas veces los Sínodos particulares han impuesto penas contra los padres que no aprovechan la ocasión de que sus hijos se confirmen. En estos tiempos corre nuestra fe más peligros que cuando la autoridad no permitía las llamadas libertades modernas. Antiguamente, en países católicos como España, no se veía más culto que el verdadero, ni se hablaba o escribía impunemente contra la Religión. Hoy día no es así; y por lo mismo existe un nuevo motivo para que los católicos se den prisa a armarse con la Confirmación. Vivimos en plena persecución contra la fe católica. No en todas partes llevan a la prisión o al cadalso por ser católicos, pero es muy común haber de abrazarse con la pobreza y con una vida obscura y despreciada, a trueque de conservarse católicos, de no afiliarse a sectas condenadas, o de no faltar a otros deberes cristianos. Hoy, en países católicos, los perseguidores no son paganos ni moros, sino apóstatas como el emperador Juliano, en cuyo tiempo hubo menos mártires y más prevaricadores que bajo Nerón o Diocleciano. Hoy todos los sectarios han perdido toda la vergüenza; preciso es que los católicos perdamos todo el miedo. Ellos gritan: ¡A destruir la Iglesia! Diga el católico: ¡A morir por la Iglesia! Ellos: ¡Dios, he ahí el enemigo! Nosotros: ¡Quién como Dios! Ellos: ¡Muerte a Jesu-Cristo! ¡Viva el diablo! Nosotros: ¡Viva Jesu-Cristo, muera el diablo! Ellos: Salud, ¡oh Satanás!123 Nosotros: ¡Renuncio a Satanás y a su secta maldita!

A medida que se arraigue el imperio de los impíos, será necesario no sólo huir del riesgo, sino fortalecerse con la Confirmación para la lucha inevitable, para   -283-   sacar la cara por Dios, por Jesu-Cristo, por su Iglesia, dispuestos a perder todo lo temporal antes que lo eterno. Muy útil es también para esto, y lo recomendamos encarecidamente, leer en familia, v. gr., después de rezar el santo Rosario, los ejemplos heroicos de los mártires que para cada día del año trae brevemente el Martirologio Romano124. Niños y viejos, militares y doncellas, obispos y magistrados, magnates y plebeyos, sabios e ignorantes, lo mismo en Italia que en España, Francia o Inglaterra; y en Europa, que en las demás partes del mundo, a millares y a millones perdieron la hacienda y los honores, sufrieron con invicta paciencia, y hasta con alegría, los más atroces y exquisitos tormentos, por no negar la fe católica, o no cometer otro cualquier pecado. Todos esos héroes de nuestra divina Religión reinan eternamente con Cristo en la gloria, y son venerados en la tierra por todos los católicos hasta el fin de los siglos.

Si hubiesen flaqueado en la fe, arderían para siempre en los infiernos y nadie honraría su memoria.

Novaciano se ordenó de sacerdote sin estar confirmado, y vino a parar en cismático y hereje hasta tener una muerte lastimosa. ¿Y de dónde le vino tan terrible desdicha?

El papa san Cornelio la atribuye a que descuidó el recibir la Confirmación125.

Hoy más que nunca, dice muy bien el antes citado Sr. Ojea, es preciso que los fieles confirmados levanten la bandera de Jesús, y con la energía sobrehumana que han recibido en la Confirmación, digan a la faz del mundo entero: «¡Atrás, gentes descreídas y sin religión! ¡Atrás los que intentáis hermanar en horrible mezcolanza la vida cristiana y la vida pagana! ¡Atrás los que, tímidos y pusilánimes, oís sin protestar   -284-   el reto lanzado a vuestras convicciones religiosas; los que usáis de miedosas condescendencias por respetos humanos; los que mirando al medro personal, transigís con el error anticatólico! ¡Atrás todo lo bajo y vil! Nada conseguiréis de nosotros, somos confirmados, somos soldados de Cristo, y jamás ultrajaremos nuestra bandera, ni seremos traidores al Espíritu Santo, que hemos recibido plenamente en el Sacramento de la Confirmación»126.




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Lección 52.ª

Sobre la Penitencia o Confesión


P.- ¿Para qué es el Sacramento de la Penitencia?

R.- Para perdonar los pecados cometidos después del Bautismo.

P.- ¿Qué pecados?

R.- Los mortales y también los veniales.

P.- ¿Cuándo recibimos el sacramento de la Penitencia?

R.- Cuando nos confesamos bien y recibimos la absolución.

Al explicar en el Credo el perdón de los pecados, se notó cuánto debemos al Señor, porque nos quiera perdonar si hacemos penitencia, y cuán conforme es a nuestra naturaleza la Confesión. Desde que pecaron Adán y Eva ha exigido el Señor que el pecador confiese su culpa: lo mandó expresamente en el Antiguo Testamento, y se practicó hasta en los pueblos gentiles127; pero Jesu-Cristo Nuestro Señor es quien estableció la Confesión sacramental. Antes de la Pasión prometió, primero a san Pedro y luego a todos los Apóstoles, darles el poder de que, cuanto ellos ligaran   -285-   en la tierra, quedaría ligado en el cielo, y suelto, cuanto ellos soltaran128.

Cumplioles lo ofrecido, y una de las veces que estuvo con ellos ya resucitado, les dijo: «Como el Padre me ha enviado a Mí, así os envío Yo a vosotros»; esto es, con la misma autoridad y para el mismo fin. « Recibid el Espíritu Santo; a quienes perdonareis los pecados, perdonados les son, y a quienes los retuviereis, les son retenidos»129. Así estableció en su Iglesia el tribunal de la Penitencia, e hizo a los Apóstoles y a los que en ese poder les sucedieron, jueces de las almas para perdonar o no perdonar pecados; de modo que el cristiano que, perdida la gracia, quiere recuperarla, ha de someterse al juicio del sacerdote, y por tanto exponerle la causa, o sea confesarle los pecados; por donde quien rehúsa la absolución del confesor rehúsa la de Dios, y se queda en estado de condenación.

Desde el principio de la Iglesia, en seguida que el día de Pentecostés vino el Espíritu Santo, comenzó a practicarse la Confesión sacramental secreta, y en todos los siglos sin interrupción han creído, creen y creerán como dogma de fe, todos los católicos, que es necesario, para alcanzar perdón de Dios, el confesarse al ministro de Dios y de la Iglesia130.

Sin embargo, en el siglo XVI los herejes protestantes tuvieron la desfachatez, que no merece otro nombre la impostura herética, de decir ¡que la Confesión es invención humana del siglo XIII! ¡Y lo mismo repiten los librepensadores o incrédulos, para quienes no sólo la Confesión sino la Religión entera es una farsa! Hasta el sentido común rechaza tamaña necedad, y los que no lo han perdido, conocen que negar la Confesión es aprobar los vicios.

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Cuando en Alemania comenzó el protestantismo, uno de los pueblos que siguió la herejía y dejó la Confesión, vino a dar en tal relajación de costumbres, adulterios, robos, fraudes, calumnias, insubordinación, suicidios, que acudieron al emperador Carlos V suplicándole restableciera la Confesión, porque desde que se había abolido en aquel pueblo, no podían vivir. El Católico Monarca respondió: «¿Y quién soy yo para poner la Confesión? La Confesión está mandada por Dios, y nadie la puede abolir. ¿Por qué os habéis dejado engañar? Renunciad a la herejía, haceos de nuevo católicos, y confesaos como antes». Algo parecido sucede hoy entre nosotros, donde sin llamarse protestantes, abandonan muchos la Confesión; pero verdadero es el refrán: que no hay que fiarse de gente que no se confiesa.

El católico y piadoso Felipe III quería imponer un tributo que le parecía razonable. Los consejeros o diputados, sin cuyo voto no podía exigirlo, eran cristianos prácticos. Dudaban si el tributo era justo, y propusieron el caso a un sabio jurisconsulto y moralista, el P. Molina, quien pesadas las circunstancias, resolvió que no debía el Rey poner aquella carga; ellos lo votaron así, y el tributo no se puso.

De otro modo andaría el mundo, si los que tienen las riendas del poder se confesasen. Aun con el freno de la confesión, algunos se desbocan, ¿qué será sin ese freno?

Que se abusa de la confesión, ¿y de qué no se abusa?

Cuide cada cual de usar bien de lo bueno.

Pero no basta admirar la Confesión como salvaguardia de la moral, es preciso creer firmemente, porque Dios lo ha revelado y la Iglesia lo enseña, que quien no quiere confesarse, no alcanza perdón de Dios y se condena irremisiblemente. Entre otros cánones del Concilio de Trento, el sexto condena de herejía «a quien niegue que la Confesión sacramental está instituida por Dios y es necesaria para salvarse; como   -287-   también al que diga que la Confesión, hecha en secreto al sacerdote, cual siempre la ha practicado y practica la Iglesia católica, es invención humana».

Como la contrición perfecta no perdona el pecado original ni otros a quien no quiere bautizarse, así tampoco perdona los posteriores al Bautismo a quien no quiere confesarse. Por eso la Iglesia llamó al Bautismo la primera tabla de salvación que Dios nos ofrece en el naufragio de la culpa, y a la Confesión la segunda. Un caso de conciencia: pongamos un adulto a quien, por duda de su bautismo, se administra bajo de condición ese Sacramento. Pregunto: bautizado ya, ¿estará obligado a confesar los pecados mortales que hizo antes de este último bautismo? No tiene que confesar los ya confesados, y tampoco, como no lo mande por circunstancias especiales la autoridad eclesiástica, los no confesados.

Al principio de la tercera parte se explicó qué es pecado, cuál es mortal y cuál es venial; pues bien, la Confesión perdona todos los pecados cometidos después del Bautismo, aun aquellos que se llaman contra el Espíritu Santo, y consisten en rechazar a sabiendas y formalmente su gracia.

Es verdad que mientras ese pecador resiste a las inspiraciones del cielo, no se le perdona ese pecado, como dice el Señor, ni en esta vida ni en la otra; pero también es doctrina católica, que ese mismo, mientras vive, puede rendirse a la gracia, y alcanzar perdón con el Sacramento de la Penitencia.

Nótese bien lo que dice el Catecismo, porque se engañan a sí mismos los que tratan de arrancar a la fuerza o con engaño la absolución; pues si bien ésta es necesaria para recibir el Sacramento, no lo es menos el confesarse bien; de modo que la absolución dada, a quien a sabiendas se confiesa mal, en vez de quitarle pecados, le añade otro mortal de sacrilegio; amén de que hay pecados, que por más graves, está reservada su absolución a confesores de especial autoridad.



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Lección 53.ª

Del examen de conciencia


P.- ¿Cuántas cosas son necesarias para confesarse bien?

R.- Cinco, que son: examen de conciencia, contrición de corazón, propósito de la enmienda, confesión de boca y satisfacción de obra.

P.- ¿Qué es examen de conciencia?

R.- Es hacer por recordar los pecados no confesados, discurriendo por los Mandamientos de Dios y de la Iglesia, por las obligaciones particulares, parajes donde uno ha andado y ocupaciones que ha tenido; después de haber pedido luz a Dios para conocer nuestras culpas.

La Confesión es un tribunal en el que el penitente es reo, testigo y acusador; el confesor es juez, pero juntamente padre, médico y doctor de aquella alma.

En el tribunal humano se trata de convencer al reo y castigarle, en la confesión el reo acusa el delito para que le perdonen; allí el arrepentimiento no excusa de la pena, aquí al arrepentido se perdona el infierno; allí la pena es cual la merece el crimen, aquí la eterna se cambia en otra temporal; allí se atiende más a la vindicta que a la enmienda, aquí principalmente a la enmienda del reo; allí pierde éste la fama y a veces la hacienda, la libertad y la vida, aquí nada de eso pierde, y al contrario, sale libre de sus pecados y del demonio, y recobra la gracia de Dios, la paz del alma y el derecho al cielo; allí el juez sentencia como representante de un príncipe terreno, aquí como representante de Jesu-Cristo. ¡Tribunal verdaderamente divino! El pecador examina en su conciencia la materia de su acusación, se duele de haber ofendido a Dios con sus pecados, propone no pecar de nuevo, se acusa al ministro de Dios y de la Iglesia, y se somete a su fallo. Éstas son las cinco   -289-   cosas que tocan al que quiere confesar bien. El confesor, según las circunstancias, ayuda al penitente en esos actos, le da remedios para los males del alma, le enseña el camino del cielo, y si lo juzga bien dispuesto al perdón, le prescribe penitencia saludable, y le absuelve de los pecados y pena eterna. Así se recibe el Sacramento de la Penitencia, y sólo resta al confesado cumplir sus buenos propósitos, la penitencia que el confesor le ha impuesto, y avisos que le haya dado.

Examen de conciencia.- Vamos a descender aquí a pormenores prácticos. Lo primero es pedir a Dios fervorosamente que nos ayude para hacer una buena confesión, persignándonos y rezando a ese fin, u oyendo Misa. Hecho esto, recordemos cuándo fue la última vez que nos confesamos. Si esa vez hicimos por disponernos y confesarnos bien, y nos dieron la absolución, no hay que examinar sino los pecados que desde entonces hayamos cometido; si no fue buena esa confesión, pensemos si la anterior a ella lo fue, y cuántas confesiones y comuniones malas van, hasta dar con la que fue buena; de modo que hemos de ir luego examinando, mandamiento por mandamiento, los pecados que desde esa hemos cometido; y si nunca nos hemos confesado bien, entonces examinaremos los pecados de toda nuestra vida, para acusarlos todos en la confesión a que nos preparamos, y es lo que se llama hacer una confesión general de toda la vida. Para que obligue el volver a confesar los pecados, no basta cualquiera duda o temor de si los confesé, o los confesé bien, sino que es preciso saber que realmente faltó a la confesión alguna de las cinco cosas necesarias, o que no fui absuelto. Si sé que, sin culpa mía, dejé algún pecado, juntaré ese solo con los que voy a examinar, y también he de pensar si cumplí, o no, la penitencia.

El que sabe que nunca blasfema ni jura en vano, puede pasar de largo el segundo Mandamiento, y lo   -290-   mismo se diga de cualquiera otro. En cada Mandamiento u obligación de nuestro estado o profesión, hemos de examinar la especie de los pecados; porque de esto hay que acusarse, y no basta decir, v. gr., he pecado contra el tercero y contra el sexto Mandamiento; sino que hay que especificar si contra el tercero se ha faltado por dejar la Misa de precepto, o si por trabajar en cosa prohibida; si contra el sexto ha sido el pecado de pensamiento, o si de deseo, o de palabra, o de obra; si a solas, si con otro; de una especie es ese pecado en quien tiene voto de castidad, de otra en quien está o no casado, es o no es pariente de su cómplice. Ésas y otras circunstancias que mudan la especie del pecado, hay que confesarlas, y, por tanto, hay que recordarlas con el examen. En las preguntas y respuestas de este Catecismo acerca de los Mandamientos, se indican las especies más comunes, pero el que conoce que en su pecado hay alguna otra, téngala preparada para decirla al confesor.

En cada especie en que hemos pecado, debemos examinar el número, v. gr., si falté a Misa, cuántas veces fue, sobre lo cual haré dos advertencias. La primera, que no hay que contar, v. gr., las Misas o ayunos que he dejado, sino cuántos días, o de fiesta o de ayuno, he faltado, por culpa mía, a cada una de aquellas obligaciones.

La otra, es que cuando uno no espera dar con el número cierto, indague el aproximado, o siquiera el tiempo que ha durado la mala costumbre. Algunos no reparan que como es pecado perder la Misa, también lo es, v. gr., en los padres descuidar la educación cristiana de sus hijos; en cualquiera autoridad, no atajar o castigar la blasfemia y otros escóndalos en sus subordinados; y, en general, que no sólo hay que examinar las malas acciones, sino también los deseos de ejecutarlas, y por ende el peligro próximo de pecar en que uno voluntariamente se pone; ni sólo lo que por nosotros mismos hacemos, sino el mal que aconsejamos,   -291-   aplaudimos o de otro modo favorecemos; y el bien que, hecho con mal fin, se convierte en mal; pues cualquiera entiende que dar, v. gr., dinero para un mal fin, no es bueno, sino un pecado contra el Mandamiento a que ese fin se opone. Todo esto hallará quien con atención se examine por el presente Catecismo o por algún buen devocionario.

En el examen hay que evitar dos extremos, porque unos lo hacen muy a la ligera, y otros nunca lo acaban. El examen ha de ser serio y diligente, pero no congojoso, el que emplea una persona prudente en un negocio de importancia. Nadie hace mala Confesión por falta de memoria, porque el Señor atiende principalmente al buen deseo, se contenta con que cada cual haga en esto lo que razonablemente puede, y exige más al que sabe más. Cuanto un cristiano lleva vida más uniforme y timorata, tanto menos tiempo necesitará para examinarla, y más pronto descubrirá los senos de su conciencia quien se confiesa de un mes, que quien de uno o varios años. A éste será útil, pudiendo hacerlo, examinar un rato dos o tres Mandamientos, y otro día otros, hasta que revolviendo en ese intermedio sus pasos, tenga satisfacción de que recuerda bien sus pecados.




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Lección 54.ª

Sobre la contrición


P.- ¿De cuántas maneras es la contrición de corazón?

R.- De dos: una perfecta y otra menos perfecta, que también llamamos atrición.

P.- ¿Qué es contrición perfecta?

R.- Un dolor o pesar de haber ofendido a Dios por ser quien es, esto es, por ser sumamente bueno, con propósito de confesarse, enmendarse y cumplir la penitencia.

P.- ¿Y qué es atrición?

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R.- Un dolor o pesar de haber ofendido a Dios, o por la fealdad del pecado, o por temor del infierno, o el de perder la gloria, con propósito de confesarse, enmendarse y cumplir la penitencia.

P.- ¿Y cuál de estos dolores es el mejor?

R.- El de perfecta contrición.

P.- ¿Y por qué?

R.- Porque el de perfecta contrición nace de amor filial, y antes que uno se confiese, perdona los pecados y pone en gracia de Dios, lo cual no hace la atrición.

Cuando nos aflige una pena gravísima, decimos que se nos parte o despedaza el corazón; eso quiere decir la voz contrición, pero no exige Dios Nuestro Señor que ese dolor sea sensible, ni que se manifieste en las lágrimas, por más que muchas veces las produce. Se necesita, sí, que la voluntad deteste más el pecado que cualquier otro mal, y que nos pese más de haberlo cometido que de ninguna otra desdicha.

David lloró a gritos a su hijo Absalón, y cuando se arrepintió de sus enormes pecados, no leemos que prorrumpiese en ninguna demostración exterior. Pequé contra el Señor, dijo, confesando sus pecados ante el enviado de Dios, y haciendo un acto de contrición tan perfecta, que en seguida oyó del profeta Natán que Dios le había perdonado. Es verdad que ese mismo dolor le fue creciendo mientras le duró la vida, y le hizo, como también a san Pedro, derramar por las noches a sus solas torrentes de amarguísimas lágrimas, gracia que el Señor suele conceder algunas veces. Cuanto más intensa es la contrición, más aprovecha; pero su principal mérito depende del motivo porque detestamos nuestros pecados, según el cual es perfecta o imperfecta. Una u otra es absolutamente necesaria para confesarnos bien, por donde se engañan los que, examinada la conciencia, se dan por suficientemente preparados, como si no les faltara sino acusarse y recibir la absolución.

Ahora bien, el motivo de dolernos ha de ser sobrenatural,   -293-   y tratándose de confesar pecados mortales, se ha de extender a todos ellos. Cualquiera de los motivos de contrición o de atrición que indica el Catecismo, es a propósito para formar el dolor, sin que sea preciso ir detestando un pecado en pos de otro.

Como no vemos la bondad y perfección de Dios en sí mismas, que esto es propio de los bienaventurados del cielo, hemos de considerar los efectos de esa bondad: la Creación y Providencia, la Redención, las Escrituras Santas y la Iglesia. Cada una de esas obras son beneficios que Dios nos hace; y mirados, no tanto como útiles a nosotros, sino en cuanto descubren la bondad del Dador, nos mueven a que le amemos por su bondad, y nos pese, como a buenos hijos, de haber contristado, injuriado y crucificado a un Señor tan excelente, y a Padre tan amoroso y generoso; ese pesar es contrición perfecta.

El haber con el pecado mortal perdido la gracia de Dios, es también razón excelente de dolor; y ese dolor, si miramos la pérdida de la gracia como daño nuestro, será atrición; mas si como separación de un Dios infinitamente bueno, será contrición perfecta.

Querrá alguien saber si dolerse del pecado por las penas o males que en esta vida nos acarrea, es atrición. Y se contesta, que si esos males se consideran como castigos que Dios da, puede ser atrición. Por ejemplo, si un ladrón se arrepiente de sus hurtos porque le han llevado a la cárcel, no es atrición, sino un dolor natural; pero si considerando que ése u otros males temporales se los envía Dios por los pecados, y así detesta, no sólo los hurtos, sino todos los pecados mortarles, y le pesa de cuantos ha cometido, será atrición.

En el primer caso, más se detesta el daño propio que el pecado; y si el pecado no causase daño, no se detestaría; en el segundo no es así, el daño o castigo hace conocer la maldad del pecado, y se detesta, sobre todo, el pecado u ofensa de Dios.

En varios lugares de este Catecismo, principalmente   -294-   explicando el Credo, se ha ponderado la bondad suma de Dios Nuestro Señor, las penas del infierno, los bienes de la gloria, así como en las otras partes la fealdad y daños de los pecados, y la hermosura de la gracia; y es bueno, para moverse a dolor, leer o recordar pausadamente esas verdades, y mejor aún meditarlas por algún libro piadoso que las trate con devoción y espíritu131, oír sermones de Cuaresma, o hacer los Ejercicios espirituales una vez al año. Las personas que así lo practican, con poco trabajo se preparan para la confesión, sobre todo si usan examinar diariamente su conciencia; y los actos de contrición que en ese examen tengan, les valen para confesarse con fruto, como no los hayan retractado con algún pecado mortal.

En la contrición va embebido el propósito.

Un niño comete una fechoría; llámale su padre, le riñe, le castiga. El niño llora y pide perdón. -¿Lo volverás a hacer?, le dice el padre. ¿Volverás a darme otro disgusto? -No, padre, responde el hijo arrepentido. -¿Serás bueno? ¿Harás lo que yo y tu madre te mandemos? -Sí, padre. Con esto se entiende por qué, tanto la contrición como la atrición, han de ser con propósito de confesarse, siquiera en el tiempo mandado, de enmendarse y cumplir la penitencia. Sin ese propósito, por lo menos implícito, no hay verdadera contrición; o en otros términos, el que no quiere cumplir con el precepto de la confesión, ni dejar los pecados, miente si dice que le pesa de haber ofendido a Dios.

La contrición es pesar de un buen hijo, la atrición pesar de un buen siervo o criado; y de ahí los efectos maravillosos de la primera, en que conviene se fije bien el cristiano.



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Lección 55.ª

Más sobre la contrición y propósito


P.- Si así es, ¿a qué confesarse el que tiene contrición perfecta?

R.- Porque Cristo y su Iglesia lo mandan.

P.- Y al que está en gracia, ¿qué bienes le da la confesión?

R.- Recibir la absolución y penitencia que da el ministro del Señor, y sus consejos, con aumento de gracia y ejercicio de virtudes.

P.- Y para confesarse uno bien, ¿basta la atrición?

R.- Sí, padre; pero mejor es procurar también la contrición perfecta.

P.- ¿Por qué decís también?

R.- Porque la atrición suele preparar a la contrición, y porque no vayamos sin una ni otra.

P.- Decid un acto de atrición.

R.- Me pesa, Dios mío, de haberos ofendido, por lo feos que son mis pecados, y por el infierno que por ellos he merecido; propongo nunca más pecar, y hacer una buena confesión.

P.- ¿Y cuándo se ha detener el dolor?

R.- Antes que el confesor absuelva al penitente.

Ya queda sentado que sin confesión no hay perdón para el cristiano que peca mortalmente, porque si bien la contrición perfecta perdona, es sólo al que tiene ánimo de ser buen cristiano, y por lo mismo, de confesar, a lo menos cuando urge el precepto, esos mismos pecados de que está contrito; y si pudiendo no lo hace, peca mortalmente, y si así muere, se condena.

Por lo demás, no son los que se disponen con actos de contrición perfecta los únicos que se confiesan en gracia de Dios, porque esto es muy común en personas que se confiesan frecuentemente, a muchas de las cuales se les pasan años y años, y aun toda la vida, sin cometer pecado mortal. San Alfonso María de Ligorio   -296-   murió nonagenario, trabajó en medio de muchos peligros, y no perdió nunca la gracia bautismal. Yo conozco adultos de uno y otro sexo, que tienen la misma inestimable ventura. Más aún, las almas verdaderamente temerosas de Dios y que le aman mucho, no llevan al confesarse ningún pecado venial, o porque no han caído en él desde la última confesión, que es de pocos días, o porque han logrado el perdón con actos fervorosos de contrición y caridad.

Sin embargo, en cada confesión reciben inapreciables dones del cielo: el perdón sacramental de los pecados que confiesan, y con él aumento de gracia, con todas sus consecuencias, a saber: acrecentamiento de las virtudes y méritos sobrenaturales, con mayor fruto en la sagrada Comunión, con lo cual y los actos de virtudes que ejercitan más frecuentes y preciosos, se unen más y más estrechamente con Dios, aseguran su perseverancia, satisfacen en esta vida por los pecados que cometieron, y llenos de santas obras mueren en una paz celestial, prenda del extraordinario premio que para siempre les aguarda. Al contrario los que viven en los vicios, conocen poco a Dios Nuestro Señor, les hace menos mella su bondad para dolerse de haberle ofendido, y si se contentan con decir después del examen el acto de contrición o el Señor mío Jesu-Cristo, es de temer que no llegando a contrición perfecta, se vayan a confesar sin el dolor necesario. A semejantes pecadores es más fácil la atrición, y por eso harán bien en tratar primero de concebirla, aunque luego se esfuercen en tener contrición perfecta; si ésta no logran, van con la atrición, la cual basta para que, en la confesión, se perdonen los pecados. Sobre todo, las personas que no se dan a la piedad y viven con descuido de sus almas, no se han de acercar al confesor hasta haber hecho esos actos de dolor; pues, aunque basta tenerlo antes de ser absuelto, se expondrían a hacer mala confesión; a no ser que avisen al confesor que vienen a que les ayude a dolerse,   -297-   y no reciban la absolución sin estar antes bien arrepentidos y con buenos propósitos para adelante. Quien, recibida la absolución, recuerde haber olvidado algún pecado, si se acerca en seguida a confesarlo, no es preciso que se detenga en formar de nuevo el dolor y propósito, pues se supone durar el que llevó a la confesión de hace poco.

P.- ¿Qué cosa es propósito?

R.- Una firme resolución de nunca jamás ofender a Dios, siquiera gravemente.

Propósito de la enmienda.- Hemos visto que no hay contrición sin propósito. Ahora bien, fuera de un caso repentino, después de formar el dolor, se ha de hacer, como efecto del mismo, no sólo propósito, sino propósitos; vamos a explicarlo. El Catecismo dice qué es propósito, y de su definición se saca que debe ser firme, universal y eficaz. Firme, porque quien anda en vacilaciones y veleidades, si dejaré de pecar, si no dejaré, no tiene propósito verdadero de no pecar. Universal, quiere decir que no basta la resolución de evitar, v. gr., la blasfemia o el robo, sino todo pecado mortal. Eficaz, que quiera practicar los medios para no pecar. Si un comerciante se propone hacerse rico, no se contenta con proponer en general: quiero hacerme rico; sino que indaga los medios de lograrlo, proponiendo emplearlos; y los estorbos, para huirlos. Pues el divino Maestro nos avisa que en el negocio de nuestra alma, imitemos el empeño y sagacidad que suelen emplearse en los temporales y del cuerpo. Por eso decíamos que hemos de hacer, no sólo propósito, sino propósitos: propósito de no pecar, propósito de evitar tal y tal ocasión próxima de pecar, propósito de practicar tales obras buenas, necesarias para no pecar.

Hay ocasión próxima y ocasión remota de pecar: remota, la que no nos pone en gran peligro; próxima, la que nos pone en gran peligro y en el que comúnmente   -298-   se cae. Aclaremos esta doctrina. Un amigo impío o vicioso, las lecturas perversas, los espectáculos o sitios gravemente, escandalosos, el trato amistoso a solas con persona extraña de diferente sexo, y otras cosas así, son ocasión próxima de pecar. Por el contrario, el acudir a Dios con la oración, resistir a las tentaciones, observar recato y modestia, emplear el tiempo en cosas útiles, son medios necesarios para no pecar. Es, pues, indispensable que el pecador arrepentido, atendiendo a lo que le ha pasado o a lo que probablemente le pasará, y escarmentado en cabeza propia o en ajena, haga sus propósitos; porque no querer dejar la ocasión próxima, es no querer dejar el pecado. ¿Y si no fuere posible dejarla? Consulte al confesor.

Algunos piensan no tener propósito, porque temen que van a pecar de nuevo. Lo tienen, si al presente están resueltos a no pecar y a poner los medios conducentes. Si los ponen, y acuden de veras al Señor, se sentirán esforzados, como si fuesen otros de los que eran, y no pecarán; mas si tal vez pecan, no desmayen. Pidan perdón a Dios y comiencen con más bríos. Esa nueva caída no arguye que no hubo antes propósito, sino que el hombre es inconstante y flaco.




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Lección 56.ª

Sobre la confesión de boca


P.- ¿Qué es confesión de boca?

R.- Es decir, en su especie y número, los propios pecados al confesor, sin callar a sabiendas mortal alguno.

P.- Y el que calla, por vergüenza o malicia, algún pecado mortal, o hace la confesión sin dolor o propósito, o sin ánimo de cumplir la penitencia, ¿se confiesa bien?

R.- No, padre; y queda con la obligación de volver a confesar los pecados que confesó y los que no confesó, con el sacrilegio que hizo.

  -299-  

Confesión de boca.- Dijimos que había que examinar la especie y número de los pecados que no hayamos confesado bien, porque precisamente ésos son, en su especie y número, los que es preciso confesar, supuesto que sean mortales; con todo, si por olvido involuntario se deja alguno o se disminuye el número, la confesión es buena. Lo mismo cuando, por causa justa, se calla algo. Bueno es que sepan los fieles cuáles son esas causas, pues sabiéndolas evitaran muchos pecados. La vergüenza, o el temor de desconceptuarnos ante el confesor, jamás excusa para no decirlo todo; pero si de confesar yo cierto pecado, temo, con razón fundada, otro grave daño o para el confesor o para mí mismo o para el prójimo, v. gr., si habiendo al lado otros enfermos tuviese uno que confesar un pecado muy vergonzoso a un sacerdote sordo, y también si sabemos que el confesor no puede absolver de aquel pecado; entonces, con tal que estemos bien arrepentidos y resueltos a no pecar, podemos, a falta de otro confesor, callar aquel pecado, confesando los demás. En tal caso, la primera vez que nos confesemos con quien no existan aquellas causas, estamos obligados a confesar cualquier pecado que o por olvido o por justa causa no dijimos.

Por lo tanto, callar un pecado a sabiendas, quiere decir: callarlo sabiendo que lo callo y que peco en callarlo.

Nadie ha de confesar pecados ajenos, ni dar a conocer el cómplice, a no ser que para confesar el pecado propio o pedir consejo, sea indispensable; y aun para evitarlo, es mejor, si buenamente se puede y el tal pecado degradara extraordinariamente al cómplice, el buscar un confesor desconocido.

Hay pecadores que dañan gravemente a los penitentes y otros fieles; y no es confesar pecados ajenos el consultar sobre ello a un buen confesor, que nos enseñe lo que hemos de hacer en esos casos. Para evitar conflictos, sépase que aunque hay que declarar si   -300-   el cómplice en las acciones impuras es pariente, no la hay de declarar la clase o grado de parentesco132, a no ser que, v. gr., resultase impedimento en los casados, o para evitar la ocasión próxima. Se engañan los que se creen obligados a relatar la historia de sus pecados, siendo así que comúnmente ni siquiera es bueno detenerse en esos pormenores. Fuera de acusar la especie y número de pecados, dígase sólo lo que sirva al médico del alma para conocer la raíz de nuestros vicios y acertar con el remedio; pero lo que a eso no conduce, alarga inútilmente las confesiones, dificulta que muchos otros se confiesen, y obscurece tal vez el mismo pecado; más aún, el creerse obligados a referir circunstancias que no mudan la especie de pecado, y que dan más empacho que el mismo pecado, es causa de que muchos, por callarlas con esa falsa conciencia, se confiesen mal. Dígase, v. gr., he faltado a tres Misas por mi culpa, he desobedecido gravemente cinco veces, y así en otras materias. Si se pecó con acciones, no basta acusarse de pensamientos; y si los pensamientos fueron deseos advertidos y consentidos, dígase, y la especie de ellos.

Algunos se embrollan en mil dudas y perplejidades: si hice esto o dejé lo otro, si confesé tal pecado o si no lo confesé, si consentí advertidamente en tal tentación o no, si la cosa en sí es grave o si es leve. ¿Qué hacer en ésas y semejantes dificultades? Si la persona es poco instruida en estas materias, proponga la duda al confesor y haga lo que le diga; si, por más docto que sea, ha llevado hasta entonces vida poco ajustada, no se fíe de sí mismo, porque tales almas propenden a juzgar temerariamente en su favor, atenuando la culpa y eximiéndose malamente de la obligación, por lo cual manifieste también al confesor esas dudas; mas si el que duda es timorato de conciencia, y mucho más si es escrupuloso, que en todo ve pecado, que de   -301-   cualquiera cosa duda, que por más que haga para confesarse bien, nunca se aquieta; entonces sepa que mientras no esté cierto de haber pecado mortalmente, y cierto de no haberlo confesado, no tiene obligación de confesar lo que le ocurre; más aún, que si el confesor le ha dicho ya que no confiese esas dudas, no debe confesarlas. Tanto es así, que si, teniéndolo por tal, confesamos un pecado como dudoso, o como venial, y luego averiguamos que era ciertamente mortal, no hay obligación de confesarlo de nuevo; y que con esas dudas, cuando no nacen de pura ignorancia, puede esa persona, temerosa de Dios, recibir la sagrada Comunión sin antes confesarse; y finalmente, que si no lleva a confesar sino esas dudas, no bastan para que le den la absolución, aunque pueden dársela si confiesa además algún pecado cierto, o mortal o venial, confesado ya o no confesado133.

Y quien miente en la confesión, ¿se confiesa mal? No siempre; si con la mentira oculta algún pecado que debe entonces confesar, o si se achaca un pecado mortal que no ha cometido, se confiesa mal, supuesto que mienta a sabiendas; fuera de ese caso, el mentir en la confesión, v. gr., por ocultar un pecado venial, o la fecha en que se pecó, no es pecado mortal. Con todo, si la mentira causa daño grave, será pecado mortal como lo es fuera de la confesión; y por ende, si no me acuso de esa grave mentira, será mala la confesión. Y si el confesor pregunta, ¿hay que decirle también los pecados que ya se confesaron bien? Generalmente cuando nos preguntan si hemos cometido tal o cual pecado, se refiere el confesor a los que al presente debemos confesar, y podemos responder negativamente, si el pecado de que pregunta lo tenemos ya confesado.

Sin embargo, si la pregunta se endereza a saber el estado actual del penitente, v. gr., si hace tiempo que   -302-   está dado a algún vicio, si tiene tal o cual obligación, u otra circunstancia necesaria para que el confesor falle con acierto, y en general cuando éste pregunta expresamente algo acerca de esos anteriores pecados, debemos suponer que lo hace con su cuenta y razón, y responderle con humilde sinceridad. Por aquí se entiende que no por mudar de confesor hay que hacer confesión general, si bien tomándole por director espiritual suele convenir darle la noticia que creamos útil para que acierte, al modo que respecto de la salud se hace con un médico.

Puede ocurrir que el penitente advierta que el confesor, soñoliento o distraído, no ha oído algunos pecados, pero no sabe cuáles: ¿tendrá que confesarlos todos de nuevo? Si he confesado muchos pecados, y pienso que no ha dejado de oír sino algunos, puedo quedar tranquilo; pero si no ha oído ninguno, hay que confesarse de nuevo, y si el confesor es sordo, ir a otro. ¿Y si conozco que no se hace cargo de las cosas y no juzga con acierto? No se ha de ir a confesores que, o por falta de ciencia o por el estado de su salud, sean ineptos; pero cuando por acaso se da con uno tal, el que explica bien su pecado, y si es preciso, se lo repite o aclara más, puede quedar tranquilo134.

De la segunda pregunta que empieza: Y el que calla por vergüenza, etc., sólo resta inculcar el que se venza el empacho o vergüenza. Es punto sumamente necesario. Entre muchos ejemplos que pudiera referir, diré uno de los más eficaces, y tan auténtico, como que lo oí al mismo padre con quien pasó; el cual, por la ley del sigilo, no mentó ni siquiera el pueblo donde ocurrió el caso. Llamaron al padre para un enfermo de peligro, y le confesó. A otro día le vuelven a llamar al mismo enfermo. Había callado por vergüenza algún pecado, y esta segunda vez lo confesó. Retirose el padre lleno de asombro y de consuelo: de   -303-   asombro, al considerar cómo aquel infeliz, confesándose para morir, había hecho mala confesión por no vencer el empacho; y de consuelo, dando ya por seguro que al fin se había puesto en gracia de Dios. Cuando he aquí que le llaman tercera vez. Confiésase el moribundo, y le declara otro pecado que ni la segunda vez se había atrevido a confesar. Si esta tercera vez los dijo todos, y se salvó, o si aún calló algunos y se condenó, ¡Dios lo sabe!

El demonio nos quita la vergüenza para pecar; eso es poca cosa, tantos otros lo hacen, el hombre es flaco, luego te confesarás; así nos induce a que pequemos, pero una vez hecho el pecado, nos devuelve la vergüenza, no para humillarnos, arrepentirnos y librarnos del pecado con una buena confesión, sino para que no nos atrevamos a confesarlo.

¡Qué pecado tan feo! ¡Qué va a pensar el confesor! ¡Cómo me va a tratar! ¡Imposible! No lo confieso. Eso quiere el enemigo para llevarte consigo a los infiernos. Cristiano, cuando sientes la tentación, avergüénzate de pecar; pero si has pecado, vence la vergüenza y confiesa el pecado, por más diabólico y bestial que sea. Esa humillación te exige Dios para perdonarte. Si te avergüenzas de decirlo en secreto al confesor, más te avergonzará que el día del juicio universal lo sepan tus padres, tus amigos, todos los hombres. Si te cuesta sufrir ese sonrojo, ¡más te costará abrasarte en las llamas eternas! No lo dejes para otra confesión, porque si te mueres antes, te condenas, y aunque no te mueras, entonces tendrás más pecados y más vergüenza. Echa cuanto antes ese peso de la conciencia, arroja fuera esa víbora que te mata. Antes que confesarte mal, busca, si puedes, un confesor desconocido, o disimula, con la voz y el traje, quién eres. Es bueno empezar diciendo que tienes un pecado que te causa mucho rubor, pues, con esto y las preguntas del confesor, está casi vencido el miedo. No eres tú el primero que ha hecho ese   -304-   pecado, ni por desgracia serás el último que lo cometa. Para decir pecados es la confesión, y el confesor, como el médico, está curado de espantos. Vergonzoso es pecar, pero glorioso el confesarse. A algunos ayuda el darlo al confesor por escrito. Pide a Dios y a su Madre que te esfuercen. Aunque Dios te pidiera una confesión pública, deberías pasar por ello, ¿cuánto más contentándose con que te confieses sólo al ministro suyo en el mayor secreto posible? Porque has de saber que el confesor no puede descubrir a nadie de este mundo, ni al mismo Papa, ni directa ni indirectamente, antes ni después de tu muerte, pecado alguno tuyo que le confieses, ni cosa que para confesar tus pecados le descubras, ni la penitencia grave que te ha impuesto; y esto aunque para que lo dijese, le atormentasen, como a los mártires, y le quitasen la honra, los bienes y la vida; y aunque de no decirlo se siguieran gravísimos daños, y muertes y revoluciones.

San Juan Nepomuceno confesaba a la Reina de Bohemia, doña Juana. El rey Wenceslao, malo y celoso, le apretó varias veces para que le revelase la conducta de su mujer. El confesor acudió a María Santísima en una imagen de gran veneración, y asistido por la Madre de Dios, siempre se negó a la impía demanda; hasta que un día, amenazándole el sacrílego monarca con la muerte, y firme el santo en su silencio, lo arrojaron de lo alto de un balcón al río Moldava.

El papa Benedicto XIII, más ha de dos siglos, le canonizó como mártir del sigilo sacramental; e hizo Dios, entre otros milagros, que enterrado el venerable cuerpo, se halló, después de trescientos años, incorrupta, fresca y roja la lengua, santificada con la guarda del secreto de la confesión.

La Providencia divina vela especialmente porque los sacerdotes no infrinjan el deber del sigilo. Podrán adolecer de otros vicios, pero apenas hay ejemplo de que revelen los pecados. Lo que en esto les acrimina   -305-   gente por lo regular que no se confiesa, suelen ser calumnias; y si a alguno se le probase tamaño crimen, incurriría en gravísimo castigo. Hasta la misma naturaleza repugna semejante revelación. Ni siquiera pueden, fuera de confesión, mirar con ceño al penitente por lo que les confesó, y mucho menos castigarle o tomar medida alguna contra él. Sólo si el penitente les da expresa y espontánea licencia, les es lícito usar de ella en bien del mismo, cuando y para lo que él permita.

Y es tan religioso este sigilo, que cualquiera otro que se entere de la confesión, v. gr., porque la oye o leyó, está obligado a callar lo que supo; y pecan mortalmente los que reparando que oyen los pecados, no se alejan del confesonario, o de algún otro modo no lo evitan. Y el penitente, ¿peca si cuenta lo que le dijo el confesor? No peca contra el sigilo o secreto sacramental, que consiste en no descubrir los pecados del penitente, el cual, cuando lo juzga útil a sí mismo o a otros, puede, y a veces debe referir lo que le dice el confesor.




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Lección 57.ª

Reglas prácticas


P.- ¿Y quiénes pueden creer no haber tenido dolor ni propósito en sus confesiones?

R.- Los que no se apartan de las ocasiones, y los que, después de una y otra confesión, caen en los mismos pecados sin enmienda alguna.

Hablando del propósito, dijimos que el volver a pecar, aun en la misma clase de pecados, no basta para juzgar que no hubo dolor ni propósito, y no es contrario a aquello lo que aquí responde el Catecismo. Los que estando en su mano no dejan la ocasión, por lo menos   -306-   la próxima; o no pudiendo apartarse, no toman medios para convertirla en remota conforme a los avisos del confesor; y los que, con ocasiones o sin ellas, a pesar de varias confesiones, siguen pecando como si no se confesaran sin restituir lo ajeno, con los mismos odios, las mismas impurezas, las mismas infracciones de los preceptos de la Iglesia, claro es que dan indicios manifiestos de que se están confesando sin dolor, ni propósito, y que van por la pendiente del infierno. Para no llegar al abismo, para detenerse en ese resbaladero y echar por buen camino, el remedio es una confesión general de todos los pecados que se han cometido en ese tiempo de confesiones, o malas o muy dudosas, preparándose a ella, si es posible, por algunos días con Misa, rezos, lecturas piadosas y examen serio de conciencia, pidiendo ayuda a un experimentado confesor.

P.- Cuando el peligro o enfermedad no permite examinar la conciencia, ni decir todos los pecados, ¿es mala la confesión?

R.- No, padre; como no falte atrición o contrición, y se haga lo posible.

Nunca, ni en punto de muerte, puede haber buena confesión sin dolor siquiera de atrición, aunque puede bastar un momento para hacerlo; pero casos hay en que no es posible el examen ni la acusación secreta de todos los pecados, y entonces no son necesarios ni uno ni otra para recibir bien la absolución. El caso puede verificarse en un enfermo, o por lo agudo de los dolores, o por hallarse a los últimos: en la guerra, estando encima el enemigo; en un incendio, naufragio u otro accidente que, o no da lugar a examinarse, o el sacerdote no puede llegarse al que peligra. A un mudo basta acusar por señas lo que puede; lo mismo a un extranjero, mientras no halle confesor que le entienda. Los sordos adviertan ante todo al confesor, que no oyen, díganle los pecados y el arrepentimiento y propósito   -307-   con que vienen, que harán tal o cual penitencia y que suplican les dé la absolución; y hecho esto, no se apuren aunque no entiendan nada al confesor; digan allí mismo el acto de contrición mientras les absuelve, y luego la penitencia que propusieron, o la que acaso por señas les indique el confesor. Una señora, sorda como una tapia y desconocida para mí, se acercó a confesarse en medio de otra mucha gente; ella se lo dijo todo, y hasta se reprendía a sí misma y se exhortaba a la enmienda; le aprobé con la cabeza la penitencia que me propuso, le di la absolución, y se retiró en paz y gracia de Dios. He confesado a una ciega, que además apenas oía, gritándole alguna palabra. Lo digo para que a ésas y otras personas impedidas no se las abandone, sino que se las ayude con caridad a recibir del modo posible los Santos Sacramentos, y a otros actos piadosos.

P.- Y para excitarse uno a dolor y propósito, ¿qué será conveniente hacer?

R.- Antes de llegarse a confesar, pedir al Señor que nos socorra con sus auxilios, meditar por un rato, o las penas del infierno, o los beneficios que el Señor nos ha hecho, o su pasión y muerte, o su bondad; y una o más veces decir el acto de atrición y contrición.

Pues antes se dijo del pedir a Dios gracias y del examinar la conciencia, pondremos aquí un modo práctico de movernos al dolor y propósito, y es como sigue:

En el examen mismo de la conciencia, va uno considerando el desorden de su vida y la fealdad de sus pecados; pues detéstelos por ese motivo y tiene atrición. Luego imagínese que se abre la tierra debajo de sus pies, y que allá, en el abismo, ve a los condenados ardiendo en el infierno, y dígase a sí mismo: por cada pecado me podía Dios haber arrojado para siempre en esas llamas; arrepiéntase por ese motivo, de todos sus pecados, y ha hecho otro acto de atrición. Levante   -308-   luego los ojos al cielo, párese a pensar aquella bienaventuranza donde se ve a Dios, se goza de todo bien sin mezcla de mal, eternamente; dígase: esa dicha me he expuesto yo a perder por cosa tan vil como los pecados; duélase de haberlos cometido, y hace otro acto de atrición. Aquí podrá decir el acto de atrición que trae el Catecismo y también el Yo pecador, en cuya oración se incluye: primero, la confesión humilde ante Dios y su corte con el propósito de hacerla al confesor; segundo, el dolor, al decir: por mi culpa, por mi culpa, por mi grandísima culpa; y tercero, el pedir a la Virgen, a los santos y al confesor rueguen por el que así se dispone a confesarse.

Asegurada la atrición, es muy bueno, no tanto para mayor seguridad, cuanto para ponerse pronto en gracia, y en todo caso, para más mérito, procurar la contrición.

Para ésta no veo mejor medio que fijar piadosamente los ojos y la consideración en una devota imagen de Jesús crucificado, contemplando sus cinco sagradas llagas, las espinas, la sangre que chorrea de aquel divino y santísimo Cuerpo, y preguntarse: ¿Quién es ese Señor que está en la cruz? Dios y hombre verdadero, el mismo que me crió y a quien yo ofendí. ¿Y por quién murió en esa cruz? Por mí, para que yo no me condenase, para abrirme el cielo. ¡Pues cómo no amar a un Dios tan bueno! ¡Cómo he pecado contra un Padre tan amoroso! ¡Cómo he pisoteado esa Sangre! Y cuando el corazón está movido de amor y de dolor, mirando al Crucifijo se dice, una o más veces, con pausa y grande afecto el Señor mío Jesu-Cristo.

Fácil es, a quien no tuviese sino pecados veniales, valerse de semejantes consideraciones para detestarlos.

También son feos y desordenados, también con ellos se desobedece a Dios, nos hacen reos de penas terribles en el purgatorio, inclinan al pecado mortal, privan de muchos bienes celestiales, y por ellos también murió Nuestro Señor Jesu-Cristo.

  -309-  

San Luis Gonzaga, santa Teresa de Jesús y otros santos se dolieron tanto de sus pecados veniales, que desfallecían de pesar por haber con ellos contristado a Dios a quien sobremanera amaban; y esa pena, cual aguda espada, les traspasó el corazón toda la vida.

Una vez arrepentidos, se forma el propósito de no pecar, y se piensan y eligen los medios para lograrlo, conforme a lo que antes se dijo, haciendo ánimo de consultar con el confesor las dificultades que se nos ofrecen, y cumplir la penitencia que nos imponga y los avisos que nos dé.

En estos actos y en los de fe, esperanza y caridad, rezando o meditando, esperemos con paciencia la vez. Si nos penetrásemos bien de lo que es la confesión, no estaríamos tan impacientes por despachar cuanto antes. ¡Qué plantones y antesalas no se llevan para ser introducidos a un personaje, a un abogado o médico de fama! Cuando observamos que el anterior concluye, y mientras reza el acto de contrición, es tiempo para el que va a ponerse, de que se persigne y diga la Confesión general, de modo que en cuanto el otro se retira, me acerque yo al confesonario. Unos saludan diciendo: Ave, María purísima; otros dicen: Alabado sea Jesús Sacramentado; o bien: Bendígame, padre, porque he pecado. Cualquiera de éstas o semejantes jaculatorias es más propia que ciertas frases de pura urbanidad, muy buenas en una visita de sociedad, pero no tanto en el tribunal de la Penitencia. Oída la respuesta del confesor, comienza uno a acusarse de los pecados que halló en el examen, y de todos los que tiene que confesar. Ordinariamente se aconseja seguir en la confesión el orden que se tuvo en el examen.

Si uno trata de hacer confesión general, esto es lo primero que conviene decir, y cuántas veces ha confesado y comulgado mal, o desde qué tiempo quiere acusarse. Si tiene pecados que no ha dicho por vergüenza o malicia, y que ahora mismo le causa gran repugnancia decirlos, confiéselos cuanto antes, y si   -310-   cumplió o no cumplió la penitencia; acuse luego los pecados que por olvido o causa justa dejó, bien que puede esos juntarlos con los cometidos después. Hecho esto, acuse los pecados contra cada mandamiento del Decálogo, luego contra los de la Iglesia, y, por fin, contra las obligaciones particulares.

No es preciso que vaya diciendo los Mandamientos, sino los pecados, pasando por alto el mandamiento en que no tenga ninguno. Los que no saben acusarse por sí, o se embrollan y temen dejarse algo, rueguen al confesor que les pregunte; pero nadie piense que puede dejar aquello de que no le preguntan. Si veo que el confesor concluye y no lo he dicho todo, se le advierte: padre, tengo más, y se confiesa lo que sea, y se hacen las consultas convenientes. Cuando no le queda a uno más o no lo recuerda, póngase toda la atención a oír la penitencia que nos prescribe, y los avisos que nos da el confesor; pues algunos, preocupados en revolver todavía su conciencia, no se fijan en los remedios que se les propinan para curar las llagas del alma.

Tal vez se nos dé por penitencia alguna obra que no esté a nuestro alcance, o que se nos presente casi imposible, atendidas nuestras circunstancias; en ese caso adviértase con humildad al padre, que o nos dará modo de cumplirla, o pondrá otra que se nos adapte mejor. Por último, y mientras nos absuelve, renovemos la contrición, diciendo con las mayores veras el Señor mío Jesu-Cristo. Entonces podemos retirarnos a agradecer al Señor el beneficio que de su mano acabamos de recibir, y a recapacitar lo que en la confesión hemos hecho y oído.



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Lección 58.ª

De la satisfacción de la obra


P.- ¿Qué cosa es satisfacción de obra?

R.- Satisfacer a Dios por las penas temporales, debidas por los pecados, cumpliendo la penitencia que impone el confesor.

P.- ¿Es mala la confesión cuando no se cumple la penitencia?

R.- No, padre; si al recibir la absolución se tenía ánimo de cumplirla, y no faltaron las otras cosas necesarias.

P.- ¿Pero peca el que no la cumple?

R.- Mortalmente, siendo la penitencia grave.

P.- ¿Y si no la puede cumplir?

R.- Pida humildemente otra.

P.- Además de cumplir la penitencia, ¿podemos satisfacer todavía con otras obras por lo que quedemos a deber?

R.- Sí, padre; con todo género de buenas obras, hechas en gracia de Dios, y también ganando indulgencias.

Con la confesión se perdona la culpa y la pena eterna; pero ésta se cambia en pena temporal, pagadera o en esta vida o en la otra. Para facilitarnos esa paga, y completar lo que de suyo incluye un juicio y una sentencia, dada en favor de un reo confeso, tiene el confesor que imponer, por regla general, penitencia saludable y en cierto modo proporcionada: Misas, oraciones, ayunos, limosnas, según parezca al juez espiritual, quien también puede obligar a hacer o dejar ciertas cosas, como medicina de los vicios del penitente.

El no cumplir con lo que manda el confesor es pecado mortal o venial, según sea grave o leve la cosa, pero no por eso deja de estar perdonado cuanto se confesó con buenas disposiciones. La penitencia sacramental tiene especial virtud para satisfacer por la   -312-   pena temporal que debemos a Dios, y debiéramos agradecer que se nos ponga mucha penitencia.

Si es poca, nos quedará más que pagar y con mucho más penoso trabajo. Generalmente las penitencias, que ahora se estilan, no bastan, ni con mucho, para satisfacer plenamente. Tiempo hubo en que la Iglesia prescribía años de una vida muy rigurosa, por pecados a que no se aplica en estos tiempos más penitencia que pocas Misas y rosarios. Los confesores temen ahuyentar los penitentes, de suyo tan reacios para venir a confesarse, y prefieren que paguen en el purgatorio, lo que si no se confiesan, habían de penar en el infierno; pero a nadie, como al penitente, interesa añadir otras satisfacciones.

En cuanto a la penitencia sacramental, si el confesor señala tiempo y modo fijos de hacerla, a ello nos hemos de atener; si no, cuanto antes se cumpla, y con más rigor, v. gr., de rodillas, tanto mejor; pero en ese caso no peca quien tarde algo en cumplirla, y aun que vuelva a confesarse sin tenerla acabada. Ni se ha de dejar, aunque por desgracia se hubiera caído en pecado mortal. El que cumple en ese estado la penitencia, llena su deber, pero no satisface por sus pecados. Si la penitencia se nos hiciera muy ardua y superior a nuestras fuerzas, vayamos al mismo o a otro confesor a pedirle que nos la cambie. Si se nos hubiere olvidado qué penitencia nos pusieron y presumimos que el confesor la recordará, a él hemos de acudir si cómodamente podemos; y si no, no estamos obligados a nada, aunque nos aprovechará hacer la que nos parezca.

El que está en gracia puede ir pagando lo que debe al Señor, después de cumplir lo que el confesor le impone, con Misas, oraciones, mortificaciones, obras de misericordia, y con las enfermedades y demás trabajos que nos vienen, llevados con resignación cristiana; y aun con las mismas obras de obligación, vamos satisfaciendo a la divina justicia. ¡Qué grande se muestra con nosotros la divina misericordia! Y hay   -313-   más: porque, a falta de obras satisfactorias propias, acepta el Señor que le paguemos con tesoro ajeno, ora porque otra alma justa ofrece a Dios en bien nuestro algunas obras satisfactorias, ora porque nosotros nos ganemos indulgencias.




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Lección 59.ª

Sobre las indulgencias


P.- ¿Qué son indulgencias?

R.- Remisión de la pena que se debe pagar por los pecados, o en esta vida o en el purgatorio.

P.- ¿En qué virtud se nos conceden?

R.- En las del tesoro de las penas de Cristo y de los santos.

P.- ¿Cómo se han de ganar?

R.- Haciendo en estado de gracia lo que se manda a este fin.

P.- Y a los que por no satisfacer en esta vida van al Purgatorio, ¿nosotros les podemos socorrer y ayudar?

R.- Sí, padre; ofreciendo por ellos esas mismas obras con que podemos satisfacer.

Recomiéndase ofrecer cada mañana a Dios Nuestro Señor todas nuestras obras y trabajos, y renovar la intención de ganar indulgencias para nosotros o para las benditas ánimas.

Una señora tiene un esposo que le entrega al morir un tesoro inagotable, con que vaya enriqueciendo a sus hijos. De éstos los unos, logrando bien su parte, se hacen riquísimos, y lo que les sobra, lo van añadiendo al capital de la familia que administra la madre. Pero otros, en vez de aumentar lo que se les dio, lo descuidan, lo malvenden, se entrampan y llenan de deudas, viniendo a dar en la miseria. ¿Qué hace la madre?

Compadecida de estos últimos, y viéndolos pesarosos   -314-   de su mala conducta, solícitos en rehacer la fortuna y reparar sus quiebras, pero alcanzados de medios para satisfacer al acreedor, pone a su disposición, del tesoro que posee, más o menos según juzga, exigiendo de cada uno por condición tal o cual buena obra.

Esa Señora es la Santa Iglesia; su esposo, Nuestro Señor Jesu-Cristo; los hijos riquísimos, María Santísima y los santos; los pobres, son los pecadores adeudados en más o menos penas.

A éstos, cuando por la penitencia han logrado perdón de sus culpas y de la pena eterna; para que más pronto y con más facilidad paguen la pena temporal, les otorga la Iglesia, en virtud de los méritos y satisfacciones de Cristo, de su Madre y de los santos, indulgencia, o sea remisión de toda o de parte de la deuda, con tal de que practiquen lo que para ello prescribe.

Cuando concede remisión de toda la deuda, la indulgencia es plenaria; y cuando sólo de una parte, parcial. Cuando el Papa concede, v. gr., siete años y siete cuarentenas de indulgencia, no es que se perdone ese tiempo de purgatorio, sino lo que se perdonaría a quien por otro tanto tiempo hiciera rigurosa penitencia. Para lograr remisión de la pena es preciso haber alcanzado la de la culpa, por donde no puede ganar indulgencia ninguna, el que está en pecado mortal; y para las plenarias, se requiere también estar arrepentido hasta de los veniales. El que está en pecado al acabar la obra indulgenciada, a lo más podrá ganar indulgencias en provecho de las benditas ánimas, y no es seguro que las gane.

Es muy provechoso el cuidado de ganar indulgencias, no sólo por librarnos del purgatorio y sacar de él las ánimas, sino como un estímulo de vivir siempre en gracia de Dios y en vida fervorosa, acumulando méritos y gloria con las obras buenas a que se vincula la indulgencia. Pero ¡cuántas personas conocerán su   -315-   yerro en el tribunal de Dios, cuando lisonjeándose de haber ganado muchas indulgencias, se vean sentenciadas a larguísimo purgatorio, y plegue al Señor que no al infierno! Dadas, por una parte, a la devoción en comuniones generales, cofradías y funciones de iglesia; mas por otra entregadas a una vida ociosa, y regalada, a la vanidad, al lujo, a las lecturas, diversiones y tratos más o menos frívolos y peligrosos; manchada el alma habitualmente con los mismos pecados veniales, cayendo no raras veces en alguno mortal, dejando cada vez al confesor en dudas de si les aprovechará, o no el Sacramento. Las almas apegadas desordenadamente a las criaturas, y que no se arrepienten de los pecados veniales, no tienen la disposición interior que se requiere para ganar en provecho propio indulgencia plenaria.

Hay indulgencias que se dan sólo a los vivos, y éstas las puede uno ganar para sí o para otro que aún viva, pero muchas concede la Iglesia aplicables a los difuntos del purgatorio. Para que se les apliquen es preciso que el que las gana, haga intención de aplicarlas a una o varias en particular, o a todas en general de esas ánimas.

Es muy buena costumbre, cada mañana, después de las oraciones, añadir: «Hago intención de ganar las indulgencias que pueda, por mí y por las benditas ánimas del purgatorio, especialmente por las de mi particular obligación». El que esto hace y practica obras que tienen indulgencias, las gana por más que no se acuerde de irlas aplicando, y aunque no tenga noticia de esas indulgencias. Con todo, aprovecha saber algunas oraciones y buenas obras indulgenciadas para preferirlas a otras, y cumplirlas con mayor fervor y exactitud; pues el que no llena bien las condiciones que pone el Papa o el Prelado, no gana la indulgencia. Como de todo se abusa, también hay quienes abusan de las indulgencias divulgando algunas que nunca fueron concedidas, expresando mal lo   -316-   que hay que hacer para ganarlas, teniendo por existentes las que caducaron, o por dadas a todos las que sólo son para alguna diócesis o congregación, sumando en una las que muchos obispos concedieron cada cual en su diócesis; y de otros modos, en que unos se engañan por ignorancia, y algunos engañan por malicia.

Peca quien recomienda indulgencias apócrifas, y acaba el Papa de mandar que se recojan las que corren. Son apócrifas o falsas las extraordinarias que se atribuyen a las cruces de Caravaca, a la oración del Santo Sudario, a otra que dicen se halló en el Santo Sepulcro, las de una monja llamada Luisa de la Ascensión, las de miles de años o millonadas, y otras muchísimas.

El papa León XIII prohíbe imprimir Catálogos de indulgencias sin permiso de la Sagrada Congregación romana, ni publicar otras sin la del Ordinario. En Roma se publica de cuando en cuando una Colección135, y de ese libro, o de otro aprobado recientemente por la autoridad eclesiástica, han de aprender generalmente los fieles lo que tienen que practicar para ganar indulgencias, o bien de los anuncios que públicamente se dan en las iglesias, sin fiarse de las que sigilosamente se propagan, y menos cuanto más estupendas parezcan.

Si no son las del Vía Crucis y las del escapulario azul, todas, o casi todas las plenarias exigen confesión y comunión.

También suele exigirse el rogar por las intenciones del Papa. Basta rezar, a intención del Papa, devotamente alguna oración en la iglesia señalada, o en cualquiera si así lo dice la concesión. Bueno es, sin embargo, especificar esas intenciones, que son: la extirpación de las herejías, la conversión de los pecadores,   -317-   la propagación de nuestra santa fe, la prosperidad de la Iglesia y la paz entre los cristianos; por esas y demás intenciones del Papa suelen los fieles rezar una estación, mayor o menor, a Jesu-Cristo sacramentado.

El que en la hora de la muerte no puede recibir los Santos Sacramentos, haga actos de contrición, y diga, como pueda, el nombre Santísimo de Jesús.

No entramos aquí en pormenores, de que cada cual se informará o en libros autorizados136, o en los estatutos, debidamente aprobados, de la Cofradía o Congregación piadosa a que pertenezca, o leyendo el sumario de la Bula de la Santa Cruzada. Los enfermos o decrépitos rueguen al confesor que les cambie en otra obra piadosa, lo que no puedan cumplir para la indulgencia.

A los que acostumbran confesar semanalmente, basta esa confesión, estando en gracia, para todas las indulgencias, si cumplen con las demás obras prescritas.

Es de fe que a las ánimas del purgatorio aprovechan las indulgencias que para ellas ganamos; pero como ni está uno cierto de que las gana, ni si Dios aplica nuestros sufragios al alma por que se ofrecen, o si se los aplica enteramente, por eso la Iglesia aprueba que ofrezcamos, aun por una misma alma, muchas Misas e indulgencias.

El mérito de esas buenas obras siempre lo logra el que las hace; y los sufragios, si no son necesarios a una alma, aprovechan a otras.

Es un acto heroico de caridad ceder a las ánimas todas nuestras satisfacciones e indulgencias, como lo es el voto con que los religiosos se desposeen de los bienes temporales; y la Iglesia ha concedido varios   -318-   privilegios a los que hacen aquella cesión, que vulgarmente se llama el voto de ánimas, por más que no es voto el que no obliga bajo pecado alguno137.

También es una vulgaridad confundir la indulgencia plenaria con el Jubileo, en el cual concurren circunstancias especiales; de modo que sólo en lenguaje menos propio se acostumbra decir el Jubileo de las Cuarenta Horas, el Jubileo de la Porciúncula.

Está prohibido vender los objetos indulgenciados, y si alguien los vende, pierden las indulgencias.

Lo que no está prohibido es comprar esos objetos al precio común antes de estar indulgenciados; y cuando ya lo están y llegan a mi poder, pagar el precio antes ajustado y el transporte.

De ese modo puedo yo, v. gr., adquirir en España 1.000 rosarios con las indulgencias que dan en Bélgica los padres Crucíferos, y hacérmelos después pagar de los que me los hubiesen comprado antes de estar bendecidos por aquellos padres138.




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Lección 60.ª

Confesión pronta y de los veniales


P.- ¿Y es menester, siempre que uno cae en pecado mortal, confesarse luego para que se le perdone?

R.- Bien sería, pero no es necesario.

P.- ¿Pues qué ha de hacer para no estar entre tanto expuesto a condenarse?

R.- Un acto de contrición perfecta, con propósito de enmendarse y confesarse cuando lo manda la Santa Madre Iglesia.

Nuestro mayor cuidado en esta vida ha de ser no   -319-   cometer pecado, sobre todo pecado mortal; y si se cae en alguno, salir cuanto antes de ese estado infeliz. Lo mejor es confesarse pronto; pero ni siempre está en nuestra mano, ni hay obligación. Mas ¿y si a ese pecador sorprende la muerte antes de ponerse en gracia de Dios? Irremisiblemente se condena. Por eso, si es cuerdo, haga cuanto antes un acto de perfecta contrición. Nunca nos habíamos de acostar sin haberlo hecho, pero es el caso que muchos que dicen el Señor mío Jesu-Cristo, no dejan la mala compañía ni la costumbre de pecar. Ésos no tienen contrición, y es fácil que si fueran presto a confesarse, se arrepintieran del pecado y se enmendaran.

P.- ¿Estamos obligados a confesar los pecados veniales?

R.- No, padre; mas es bueno y provechoso.

P.- Y al que después de la última confesión tiene sólo veniales, ¿qué le será conveniente hacer para asegurar el dolor?

R.- Confesar también, aunque se confiese de éstos algún pecado mayor de la vida pasada.

El pecado venial se puede perdonar aunque no se confiese; pero los que ignoran si pecaron mortal o venialmente, mientras no salgan de esa ignorancia, deben confesar todo aquello en que conozcan que pecaron. Aun a los que saben que tal o cual pecado fue venial, es muy útil confesarlo: 1.º, para mayor seguridad y consuelo; 2.º, para que el confesor los conozca mejor y los guíe con acierto; 3.º, porque el confesarlo es un freno para no pecar; y 4.º, por ejercicio de virtud a que corresponde más fruto en la Confesión y Comunión. La práctica de las personas verdaderamente piadosas es confesar los pecados veniales que recuerdan, sobre todo los más voluntarios y peligrosos; porque, en efecto, el que a sabiendas calla esos pecados, no sólo pierde los cuatro bienes que hemos dicho hoy en confesarlos, sino que además se expone a que le engañe el enemigo: 1.º, porque de no cuidar de confesarlos   -320-   a no cuidar de cometerlos, no hay más que un paso, y de aquí a caer en pecado mortal, otro paso; 2.º, porque no conociéndole el confesor, errará en lo que le aconseje; 3.º, porque si por vergüenza no dice algún pecado venial, fácilmente se engañará o en tener por venial lo que es mortal, o en callarlo aunque sea mortal.

El saber que no hay obligación de confesar pecados veniales sirve principalmente para tranquilidad de almas sobradamente temerosas, que temen si se habrán confesado mal por haber descuidado u olvidado algún pecado venial, que si confesadas se acuerdan que dejaron algún pecado venial, o si lo cometen antes de comulgar, les parece que no pueden recibir al Señor sin confesar antes. Pidan a Dios perdón, y pueden comulgar con humildad y confianza.

El peligro de las personas piadosas que se confiesan a menudo, es confesarse sin dolor, y por ende, sin fruto. Aunque no llevemos a confesar sino pecados veniales, es necesaria la contrición, perfecta o imperfecta, y el propósito. Sépase, no obstante: 1.º, que en ese caso basta el dolor y propósito de alguno de los pecados que se confiesan, y 2.º, que aunque así es buena la confesión, no se perdonan los pecados veniales de que no se tenga dolor y propósito. Por tanto, se aconsejan dos cosas: una, que nos dolamos de todos los pecados veniales, porque con todos se desobedece a Dios, con todos se merece purgatorio; y que propongamos la enmienda poniendo empeño en no hacerlos, en que no sean tantos, ni advertidos. La segunda cosa, que por si no tenemos ese dolor de los veniales que ahora confesamos, nos confesemos también de otro pecado, que hayamos en otra ocasión cometido, y del que estemos verdaderamente arrepentidos.

Esto se hace aunque lo hayamos confesado muchas veces, y suele decirse así, después de acusados los de la actual confesión: Padre, para asegurar el dolor, me acuso además de tal pecado de la vida pasada.

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Puede uno elegir el que quiera, mortal o venial, con tal que le pese de haber ofendido con él a Dios Nuestro Señor, y algunos acusan así unas veces un pecado, y otras otro, según quieren y sienten más provecho.

Este pecado o pecados de la vida, pasada, ya confesados, no es preciso que se especifiquen, como la primera vez que se confiesan; basta decir, v. gr., me acuso de los pecados que cometí en la vida pasada contra el cuarto Mandamiento; y aun bastaría así: me acuso de los pecados de mi vida pasada; y por fin, el que tenga dolor y propósito de algún pecado venial que ahora trae y confiesa, no tiene precisión de añadir nada de lo pasado.

P.- ¿Por qué otros medios se perdona el pecado venial?

R.- Por una de estas nueve cosas: La primera, por oír. Misa; la segunda, por comulgar; la tercera, por decir la Confesión general; la cuarta, por bendición episcopal; la quinta, por agua bendita; la sexta, por pan bendito; la séptima, por decir el Pater noster; la octava, por oír sermón; la novena, por golpes de pecho.

M.- Todo esto dicho y hecho con devoción y con dolor de los pecados veniales, por los cuales desobedecemos a Dios, y se sufren penas terribles en el purgatorio.

Aunque el mejor remedio contra los pecados veniales es, según hemos visto, acusarlos con dolor al confesor; sin embargo, con alguna de las nueve cosas que pone el Catecismo, y a que los santos y teólogos dan el nombre de sacramentales, puede también obtenerse perdón. Al que practica o recibe alguno de esos sacramentales, se le aplican con más especialidad las oraciones de la Iglesia, que le ayudan al arrepentimiento. Sin éste no hay perdón; y quien tiene dolor por un pecado venial, ése se le perdona; quien por dos, dos; y a quien se duele de todos, se le perdonan todos.

El agua bendita, usada con fe y devoción, es muy eficaz para dolernos de los pecados veniales y para ahuyentar y vencer tentaciones, y librarnos de peligros   -322-   y de cualquier mal si nos conviene. Santa Teresa escribe que experimentó mayor virtud en usar del agua bendita, que en la señal de la Cruz; si bien es verdad que comúnmente al tomar la primera hacemos la segunda. Agua bendita, se dice al tomarla o darla, y luego nos santiguamos con ella; y es bueno añadir: ¡Señor, pequé; tened misericordia de mí!



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