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Fantasías irónicas e ironías fantásticas: sobre Amado Nervo y el lenguaje modernista

José María Martínez






Não é bastante não ser cego
para ver as arvores e as flores.
É preciso tambem não ter philosophia nenhuma.
Com philosophia não ha arvores: ha ideas apenas.


(Fernando Pessoa)                


Aunque paradójico a primera vista, resulta claro que tanto la narrativa fantástica como las expresiones irónicas descansan sobre una dualidad en la que uno de los polos es, precisamente, la lectura literal o referencial del enunciado. En las ficciones fantásticas, como ya recordó Todorov y luego matizó Barrenechea, no caben las lecturas absolutamente líricas ni tampoco las alegóricas, en el sentido tradicional de ambos términos1. El empleo mimético y representacional del lenguaje resulta necesario para la sintaxis de la narración, pues sin él es imposible generar la cotidianeidad de un mundo en el que se pueda insertar el acontecimiento extraordinario que confiera a esos relatos el estatus de fantástico. Por su lado, en los enunciados irónicos, el mensaje final se construye sólo después de haber desechado (y, por tanto, después de haber construido previamente) su mensaje literal y unívoco2. Latente en la interpretación final, el sentido literal es la referencia necesaria sobre la que se tejen todos los efectos y lecturas del mensaje emitido por el enunciante. Fantasía e ironía, que a su vez son dos de las finalidades primigenias de la lengua literaria, acaban, pues, poniendo en entredicho la independencia de este registro para fundar mundos autónomos y desvinculados del empleo mimético y ordinario del idioma. Fantasía e ironía comparten además un sema de totalidad, revelando de forma inmediata su relación con la Weltanschauung del escritor. Como en su relación con el lenguaje, las dos se mueven aquí sobre esquemas duales. La literatura fantástica opera problematizando la concepción de lo real, y por tanto revelando las tensiones y armonías entre el autor y el mundo extraliterario. Igualmente, la ironía es otro producto del distanciamiento entre el enunciador y lo enunciado, una actitud existencial originada también a partir de las simetrías y asimetrías entre el autor y su mundo histórico. Finalmente, tanto la ironía como lo fantástico revelan su condición de mensajes al contar con una sintaxis que necesita de la actividad inmediata de un receptor que descifre o complete los vacíos inherentes a ambos tipos de discursos; en el caso de lo fantástico, el lector queda obligado a tratar de resolver los enigmas e interrogantes propios de esos relatos; en lo irónico, el lector debe también generar el sentido omitido del enunciado para luego enfrentarlo al sentido expuesto y así, en un proceso dialéctico, deducir el significado pretendido por el emisor.

En el caso del Modernismo estas consideraciones resultan especialmente oportunas, ya que algunos de los trabajos más recientes sobre su creación fantástica tienden a polarizar el aspecto inmanente y autorreferencial del lenguaje, así como la tendencia de éste hacia una especie de autoentropía3. Mi trabajo no pretende negar -porque no se puede- esa dirección que lleva a las vanguardias y al postmodernismo, sino más bien corregir esa extrapolación y recordar la más acertada idea de la convivencia de una doble valoración del lenguaje en el discurso fantástico del Modernismo y, hasta cierto punto, en el discurso fantástico en general. Valoración doble, como digo. Por un lado confiada y aristotélica, por ver en la palabra un ente hilemórfico más, compuesto de una materia (el significante) y una forma (el significado), y ambos unidos entre sí y al referente por una necesidad metafísica. Y, por otro, desconfiada y platónica, por intuir una conexión de la palabra con el mundo ideal, pero mantenerse en el escepticismo a la hora de adjudicarle esa razón de necesidad, pues la palabra sólo puede ser un reflejo imperfecto de las cosas como las cosas son reflejos imperfectos de las ideas. Son, si se recuerda bien, las dos posturas que mantenían los interlocutores del Crátilo de Platón, pero también la dualidad sobre la que Rubén Darío elaboraba su defensa del oficio poético en las «Dilucidaciones» del Canto errante de 19074. Los estudios acerca de la narrativa fantástica modernista han privilegiado los relatos de Lugones y algo menos los de Darío, pero han relegado sin muchas explicaciones las narraciones de Nervo, y eso a pesar de las frecuentes advertencias acerca de sus méritos intrínsecos y de sus semejanzas evidentes y hasta «sospechosas» con relatos de Cortázar, Borges o García Márquez. Sería el caso, por ejemplo, de «Mencía (Un sueño)», que resulta muy fácil relacionar con «La noche boca arriba», de «El sexto sentido», que por momentos parece un intertexto de «El aleph» o «Funes el memorioso», y de «El ángel caído», que puede verse como un claro antecedente de «Un señor muy viejo con unas alas enormes»5. Pero además de esas conexiones puntuales con la literatura contemporánea, la creación fantástica de Nervo presenta otras más profundas, originadas en una actitud existencial semejante a la de los autores posmodernos y que han sido ya resumidas por José Ricardo Chaves en su prólogo a la antología más reciente de la prosa fantástica del mexicano. Según Chaves, la decepción existencial de Nervo no quedaría

mostrada de forma dramática, pues -como buen moderno- prefiere que dominen en sus textos el humor, el distanciamiento, la ironía, el escepticismo, que representan la contraparte «progresista» de Nervo, su yo no tradicional, que lo lleva a no querer maximizar la tragedia, sino más bien a aminorarla por la sonrisa y la distancia [...].

Esta postura vital ambivalente [...] explica en parte el estilo ligero y ágil de muchos de sus textos, que fluyen con rapidez, sin solemnidades, con mucho diálogo [...] Esta levedad y fluidez de la prosa nerviana es algo que le brinda cierta contemporaneidad entre los calvinistas lectores de la postmodernidad.


(Nervo, El castillo 28; cursivas de Chaves)                


A estos avances de contemporaneidad merecerían añadirse otras notas como su atención a la ciencia-ficción o la variedad de estrategias narrativas, notas que van a hacer de las fantasías de Nervo unos relatos también cercanos a los modos fantásticos más actuales. Todo esto creo que justifica la intención de mi trabajo: exponer y reivindicar la singularidad de Nervo en la narrativa fantástica del Modernismo, recordar también su peculiar actualidad y comentar cómo esta parte de su producción revela la doble consideración del lenguaje a la que acabo de referirme. Pero antes se hacen necesarias un par de aclaraciones, la primera acerca de la literariedad de la creación fantástica y la segunda acerca de las modelaciones propias del lenguaje en ese tipo de relatos.

En primer lugar, con una afirmación de tintes borgianos y vindicando casi lo contrario al Barthes de «El discurso de la historia», puede decirse que la literatura fantástica es la más realista, mimética o incluso metafísica de todas las variedades literarias, la que indirectamente más necesita y aboga por la existencia del mundo extraliterario, la que pretendiendo huir de la mimesis muestra la imposibilidad total de esa huida y el refugio final de lo literario en el mundo extratextual. En la ficción mimética el contrato entre autor y lector hace que lo narrado se considere por ambos como una artística mentira y con una existencia únicamente intencional; en este sentido, la ficción fantástica no es diferente de la mimética, e incluso puede decirse que exige del lector un grado mayor de aquella suspension of disbelief de la que hablaba Coleridge. Sin embargo, uno de los elementos sintagmáticos que define a este modo ficcional es la convivencia textual de dos órdenes de realidad que en algún momento de la vida del relato (en su génesis, en su exposición o en su recepción) se presentan como discontinuos. Como ya se ha dicho frecuentemente6, estas ficciones se construyen en torno a una oposición de dos niveles ontológicos distintos: lo normal frente a lo anormal, lo posible frente a lo imposible, lo verosímil frente a lo inverosímil, lo natural frente a lo sobrenatural, etc. En esta oposición uno de sus polos no puede darse sino a través de la reproducción del mundo cotidiano, a través de su anclaje en el valor representacional de las palabras y, por ello, a través de la afirmación de la realidad extratextual. Ese encuentro o momento de fricción entre los dos órdenes de realidad -el quicio de la sintaxis fantástica- sólo puede producirse en la medida en que el acontecimiento que lo alberga se entiende como forzosamente mimético y anclado en la realidad experimentable. El relato fantástico, pues, insiste en el carácter necesario y verídico de ese acontecer, en su dimensión extratextual y metafísica, y, por esto, si no hay mímesis no puede haber fantasía. Sin ese componente referencial, la categoría de lo fantástico se desvanece y pasa a confundirse con lo propiamente mimético o lo maravilloso, que en este sentido son modos planos, o unidimensionales, ya que en ellos no opera semejante oposición y no cuentan por tanto con un orden ontológico frente al cual el mundo cotidiano pueda afirmarse en una relación de contraste. Frente a las ficciones miméticas, las fantásticas prefieren exponer los límites y fronteras de lo real, la línea hasta donde logra extenderse su identidad; y frente a las maravillosas, retienen hasta el extremo la consistencia de lo cotidiano. Con lo fantástico, pues, lo real queda expuesto en sus límites pero al mismo tiempo confirmado en su presencia. La habitual experiencia lectora de un texto fantástico nos lleva a la misma conclusión. Porque así como en los miméticos y en los maravillosos, la ausencia de esa oposición produce lecturas asépticas, en el sentido de que el lector se mueve en un único nivel de percepción, en la fantástica la existencia necesaria de momentos de fricción entre esos dos órdenes ontológicos y la creación del consiguiente enigma exigen al lector que salga de su asepsia y luche por reconstruir los vacíos del argumento que el narrador no ha querido o no ha podido llenar. La complicidad del lector, como ha explicado Rosalba Campra, es parte sintagmática del relato fantástico, pero al mismo tiempo sólo se explica si el lector puede hacer suya esa convivencia conflictiva de los dos órdenes, es decir si acepta como real o posible, verosímil o mimético, al menos uno de ellos (Campra, passim).

Algo semejante puede decirse de las modelaciones a las que se ve sometido el lenguaje de los relatos fantásticos. Con cierta frecuencia se ha recordado que este lenguaje introduce silencios, significantes vacíos de significado por no contar con referentes reales, ya que los seres o fenómenos inverosímiles que esos signos llevan al texto (fantasmas, criaturas oníricas, causalidades suspendidas, etc.) no tendrían existencia extratextual posible7. Sin que esto pueda negarse, la contradicción se hace evidente cuando esa apreciación se quiere extender al conjunto de la narración pues, como acaba de verse, la clave en ella es la oposición de los dos mundos y la afirmación del mundo extratextual y cotidiano. Por eso los vocablos referidos a este ámbito se ven obligados precisamente a retener su valor referencial, su condición hilemórfica, a reforzar su carácter denotativo e informativo para impedir una lectura lírica o alegórica del texto. A la misma conclusión nos lleva otro de los componentes típicos de la sintaxis de estos relatos, que Todorov llamó «temporalidad irreversible», y que explica que la lectura de algunas narraciones fantásticas sea muy semejante a la de las policiacas, pues no en vano ambas descansan con frecuencia en el desciframiento del enigma. Se refiere Todorov con ese término al fenómeno que hace que la metalectura o segunda lectura del texto tenga que ser esencialmente distinta a la de la primera (algo que de nuevo separa a lo fantástico de lo mimético o lo maravilloso), pues las numerosas alusiones, prolepsis y guiños que el autor suele deslizar en ellos, suelen casi siempre quedar desvelados sólo en el momento de la exposición del enigma, tras la llegada al momento de fricción de los dos órdenes de realidad. Así las descripciones que hace Rubén Darío del abanderado de «D. Q.» antes de proponerse la identidad del mismo o las que hace José Emilio Pacheco del mar de «Cuando salí de la Habana» antes de enterarnos de que el narrador viaja en el buque fantasma, no pueden leerse de la misma manera que después de conocer esos datos. En la metalectura esas descripciones pierden la ambigüedad primera -que habría permitido una lectura lírica del texto- y se hacen unívocas, restringiendo su plurivalencia y descubriéndonos la necesidad del autor de retener al lector en un mundo referencial estable y específico. Visto en su conjunto, pues, el relato fantástico hace convivir a las dos posibilidades del lenguaje citadas anteriormente, ya que por un lado necesita del carácter representacional del mismo y por otro expone la probabilidad real de su fatuidad, su capacidad de crear signos vacíos o de un significado ilimitadamente amplio.

Como ya se ha recordado con frecuencia, el Modernismo se inscribe en un momento de la modernidad caracterizado por la acentuada secularización del mundo y donde el incremento de los avances científicos, el positivismo filosófico y el materialismo burgués producen la idea equivocada de que el progreso puede llevarse a cabo sin contar con las inquietudes estéticas y espirituales del ser humano. En esta dialéctica se insertan también los modernistas hispanoamericanos, en quienes los valores y matices de ambos discursos -espíritu y materia, eternidad e historia, razón y vitalismo- tienen un momento de difícil convivencia y no siempre reciben una solución homogénea. Gran parte de la literatura fantástica modernista se explica principalmente en esas coordenadas, pues el periodo finisecular correspondería al momento intermedio entre la etapa final de la modernidad y la llegada de la posmodernidad. De esta forma, lo fantástico del Modernismo se ubica a medio camino entre la fantasía del Romanticismo, caracterizada principalmente por su reivindicación inmediata de lo irracional frente al estrecho racionalismo de la Ilustración, y la fantasía posmoderna, orientada no tanto hacia la afirmación de lo sobrenatural como a la deconstrucción de lo real, al cuestionamiento de su consistencia8. Entre esos dos polos, la fantasía modernista se caracteriza por una primera liberación del género de la tendencia monotemática del Romanticismo, ya que empieza a admitir en sus narraciones fantásticas discursos diferentes al de la simple reivindicación de lo sobrenatural y a convertir frecuentemente esos discursos en la verdadera intención del relato. Así es como podría incluso decirse que es en el Modernismo cuando lo fantástico empieza a dejar de ser un «género» para pasar a convertirse en «modo» narrativo9. Si esto no puede atribuírsele de forma definitiva es porque en su producción fantástica son numerosos todavía los relatos que, como «El escuerzo» de Lugones o «La larva» de Darío, siguen conservando esa primera intención romántica, la de constatar lo misterioso y lo sobrenatural como niveles inexplicables para la lógica humana. Aunque se trata, pues, de una separación tímida e incompleta de las maneras románticas de lo fantástico, resulta lo suficientemente amplia como para acoger ya a los mecanismos inherentes a esa actitud de distanciamiento de lo primal fantastic10 mecanismos que van a concretarse principalmente en la desmitificación del propio relato, en la perspectiva de superioridad con que la voz narrativa asiste al desarrollo de la anécdota a través de la ironía, la parodia o el escepticismo general. La desaparición del tono de asombro y de la isotopía del horror en las narraciones fantásticas modernistas es una de las consecuencias más evidentes de esa actitud, y en esto Nervo es un caso ejemplar, más incluso que Lugones o Darío.

Como las pocas veces que se ha prestado atención a Nervo se le ha recordado sobre todo como poeta y su labor narrativa ha pasado casi siempre a un segundo plano, conviene recordar rápidamente sus prosas de ficción. Nervo se inicia con Pascual Aguilera, de 1892, una novela de ascendencia naturalista, y también con algunos cuentos sueltos de índole sentimental y romanticón, redactados en su época de Mazatlán (hasta 1893) y recogidos en Mañana del poeta. En 1895 publica otra novela corta, El bachiller, ahora con tonos decadentes y autobiográficos, con un desenlace estridente que provocó y sigue provocando la sorpresa de muchos lectores. En ese mismo año y hasta 1897 están fechados también algunos de sus primeros cuentos sueltos, firmados a veces con el seudónimo de «Román» y publicados en la prensa de la capital mexicana. Es un grupo principalmente heterogéneo pues contiene tanto narraciones costumbristas («La misa de seis») como fantásticas («La diablesa») o sentimentales («La muertecita») y de ciencia-ficción («El transmisor»). En 1899 publica El donador de almas, otra novela corta construida sobre referencias al ecléctico espiritualismo finisecular y en la que Nervo combina lo fantástico y lo irónico para elaborar su discurso sobre la felicidad. En 1906 publica su primer libro de cuentos con el título de Almas que pasan, que sigue abarcando un espectro heterogéneo semejante al anterior y en el que siguen apareciendo lo fantástico («Las Casas»), lo próximo a la ciencia-ficción («La última guerra») y, como en El donador, las ironías metaliterarias («Un cuento»). De 1912 es Ellos, un volumen con algún relato o propuestas de índole fantástico («Ellos», «El del espejo»), pero que principalmente consiste en ensayos cortos, especulaciones y anécdotas personales breves y ligeras. Entre esta fecha y la póstuma de los Cuentos misteriosos (1921) se publicaron algunos de los mejores relatos de Nervo, como lo son «El diamante de la inquietud», «Mencía (Un sueño)», «El diablo desinteresado», «Amnesia» y «El sexto sentido», que son o andan muy cercanos al modo fantástico y que se explican parcialmente en el contexto de la muerte de Ana Cecilia Dailliez, la «amada inmóvil» del poeta. Por último, los Cuentos misteriosos se publican en la fecha póstuma de 1921 y, a pesar de su título, presentan la misma heterogeneidad de temas y tonos de los anteriores, aunque también contienen algunos de sus relatos fantásticos más conocidos, como «El ángel caído» o «El país en que la lluvia era luminosa».

Pasando ya a las notas de las narraciones fantásticas de Nervo que le dan su marca personal y que en su mayoría le conectan con los modos fantásticos contemporáneos, éstas serían las siguientes:

1) En su producción llama la atención la abundancia de discursos laterales, es decir, de discursos que no llegan a convertirse en el tema central de la narración, pero que van ocupando los huecos generados en unas narraciones fantásticas cuya función principal ya no es mostrar el primal fantastic. Obviamente esos discursos no son presencias neutras sino intervenciones o enfoques particulares del autor sobre un asunto concreto; con frecuencia son innecesarias para el progreso de la anécdota pero son también las que muestran de manera más inmediata el diálogo del autor con las ideas y los valores de su época, precisamente por estar casi desprendidas de la sintaxis narrativa. No en vano, ésta es precisamente una de las acusaciones que más frecuentemente ha recibido Nervo, la de su tendencia a convertir sus relatos en ocasión de elucubraciones y propuestas personales y consecuentemente a relegar la anécdota a un espacio demasiado marginal. En favor de Nervo habría que decir que la presencia de esos discursos se explica por la misión que él ve para la literatura, por su concepción utilitaria y didáctica de la misma. La lista de discursos incorporados a las ficciones fantásticas de Nervo es realmente amplia, y dibujan muy bien el panorama cultural y anímico del fin de siécle: secularización («La diablesa», «El diablo desinteresado»), inhumanidad y materialismos de la vida moderna («El ángel caído», «Diálogos pitagóricos»), el tedium vitae (El donador), los riesgos de la ciencia y el cientifismo («Los congelados», «El sexto sentido»), milenarismos y apocalipsis («La última guerra», El donador), esoterismos y espiritualismos (El donador, «La serpiente»), cosmogonías y evolucionismos («La última guerra»), ciencia ficción y futuribles («Las nubes», «Cien años de sueño»), iconografía finisecular («Mencía», «El diablo desinteresado»), misoginia («Amnesia», «La diablesa»), temporalidades alineales («El sexto sentido», «La serpiente»), antiamericanismo («El ángel caído», «Los congelados»), androginismo («El donador»), etc. Algo más personales serían las claves autobiográficas de «La novia de Corinto» o las teorías sobre la bondad y el amor que se exponen en «El diablo desinteresado» y «El sexto sentido». Entre todos estos discursos el que quizá llame más la atención sea el de la secularización, al que la educación religiosa de Nervo pudo hacerlo especialmente sensible. Por otro lado es natural que la ficción fantástica registre este discurso de forma casi inmediata, pues su carácter totalizante la convierte casi en sinónimo de la Weltanschauung del autor, y obviamente una de las primeras percepciones de esa cosmovisión es la condición sagrada o secular de lo real. En Nervo este proceso de secularización queda registrado de forma más o menos explícita a lo largo de toda su cronología pues se da en cuentos primerizos como «El colmo», en otros de su etapa intermedia, como «La diablesa» o «El diablo desinteresado» y en otros finales como «El ángel caído»11. Ese proceso de secularización explica también la aparición del cargado espiritualismo de sus fantasías. Al ser un proceso todavía en marcha y no dado por concluido, la secularización contiene espacios que resulta posible poblar con las ortodoxias y heterodoxias religiosas del fin de siglo. Esto es algo que no parece factible en la posmodernidad, cuando la secularización se interpreta mayoritariamente como un proceso ya concluido y lo real como un orden donde la oposición entre lo natural y lo sobrenatural ha perdido su relevancia. Al mismo tiempo, ese intenso espiritualismo de la fantasía nerviana y de la modernista en general encierra un aporte de gran trascendencia para la literatura fantástica posterior. En efecto, como el objetivo de ese espiritualismo es recuperar una visión orgánica y unificada del mundo, para así responder a las fragmentaciones nacidas del sistema capitalista y del método científico, lo que al final se propone es la destrucción de la reductora cosmovisión de los racionalismos ilustrados y los positivismos decimonónicos. Esas religiosidades entienden la integridad del mundo bajo criterios pertenecientes a una lógica distinta y pueblan literariamente todo lo natural de relaciones nuevas y acientíficas. Por ello, tras la propuesta nerviana y modernista de tantas fuerzas extrañas, la cosmovisión decimonónica no puede sostenerse en pie y el mundo que le va a tocar mimetizar a la literatura posterior, y en especial la literatura fantástica, no puede ser un mundo racional o científicamente consistente. En este sentido, la literatura fantástica contemporánea no podría explicarse sin esa primera de/reconstrucción llevada a cabo por los modernistas, y negar a éstos un papel de importancia en el desarrollo de esta literatura es, sencillamente, algo que no corresponde a la magnitud de sus contribuciones.

2) Como ocurre con su poesía, también la prosa creativa de Nervo es una prosa existencial, donde la vida se entiende entramada en un conjunto de tensiones cuya solución se ansía de forma continua. De esta manera el discurso de la felicidad se convierte también en el dominante de su prosa fantástica, con las escasas excepciones de aquellos relatos pensados para la exposición de lo primal fantastic o de aquéllos en que alguno de los discursos laterales abandona su carácter secundario. Esto es particularmente obvio en las recurrencias que se dan en algunos de sus personajes masculinos, especialmente en los de carácter autobiográfico más marcado. Así, la huida del tedium vitae por parte del protagonista se convierte en el motor de la acción de «La diablesa» o El donador de almas. En «El sexto sentido», redactado en primera persona, el hecho es todavía más evidente. El protagonista, después de haberse sometido a una operación quirúrgica para conocer el futuro y así eliminar las inquietudes nacidas de ese desconocimiento, prefiere obviar ese privilegio por las incomodidades que le trae y regresar a su estado original, que entre otras cosas le permite conservar «el diamante de la inquietud», expresión con la que Nervo tituló otra de sus fábulas sobre la felicidad. Dos recurrencias características de la narrativa fantástica o cuasi-fantástica de Nervo se derivan de esta prioridad del discurso de la felicidad. La primera es la abundancia de narraciones estructuradas en torno al topos del «nuevo comienzo» o «renacimiento», si utilizamos un término del propio Nervo (Obras completas I: 349). Se trata de la ocurrencia en un momento de la anécdota de un hecho generador de una situación anormal que, en principio, debe permitir a los protagonistas acceder a un estado de felicidad duradera, a la dicha que de manera latente o patente han estado ansiando en el tiempo previo a ese acontecimiento. Lo veíamos en el caso de «El sexto sentido», con la operación que permitía al protagonista vislumbrar el futuro; pero también es el punto de inflexión en El donador de almas, con el momento de la inhabitación del alma femenina en el cerebro de Rafael; en «Amnesia» se concreta con la pérdida de la memoria por parte de Luisa; y en «Muerto y resucitado», con el ficticio fallecimiento del protagonista. Sin embargo, lo importante en todas ellas no es tanto el posible cuestionamiento de la concepción lineal del tiempo (que en otros relatos sí se convierte en el discurso central) cuanto el final negativo que muestra que esas promesas de felicidad no pueden llegar a cumplirse y que, en definitiva, el estado original es el único viable o menos malo de todos los posibles. Así vistas, estas narraciones no son sino una concreción de la resignación escéptica que define al existencialismo de Nervo y que le retienen en la «pre-posmodernidad», impidiéndole la formulación de las cosmovisiones completamente nuevas o, si se prefiere, de las deconstrucciones a las que nos han acostumbrado Borges, Cortázar o Arreola. La segunda recurrencia es la frecuente ubicación de los fenómenos extraordinarios y fantásticos en la psique del protagonista, y que obviamente nos dice que la concepción nerviana de la felicidad se mueve en los ámbitos del idealismo y lo gnoseológico12. Así, la felicidad en El donador se presentaría como una especie de androginismo mental, como la perfecta armonía y simetría entre el animus y el anima jungianos en cada individuo. Igualmente, en «El sexto sentido» la dicha se concibe en base al binomio conocimiento/ignorancia, y en «La serpiente», «El del espejo», «Las Casas» y «Amnesia» el origen del acontecimiento fantástico es precisamente el desarrollo de la autoconciencia o el intento de descifrar la identidad personal. Y en esto, de nuevo, Nervo se separa sobre todo de Lugones, en quien el acontecimiento fantástico suele tener siempre una entidad física y sensible y suele ubicarse en los hechos externos al narrador o protagonista, pues éste casi siempre se presenta como testigo fiducial de los hechos. En este sentido, Lugones sería «menos moderno» y «más romántico» que Nervo, pues la finalidad de muchas de las narraciones del primero sería precisamente la demostración de la existencia de ese primal fantastic, de esas fuerzas extrañas que rodean lo natural y que pueden actuar sobre ello sin que resulte posible explicarlas o colocarlas bajo control.

3) Las fantasías de Nervo van a caracterizarse también por la presencia frecuente del discurso científico, uno de los discursos más propios del siglo XIX pero que todavía no llega a aparecer en las fantasías de autores como Gorriti, Montalvo, Roa Barcena o Bécquer. Como es sabido, este discurso se extendió al resto de los campos del saber y de la existencia, y así, por ejemplo, al confluir con la antropología generó el evolucionismo de Darwin, al hacerlo con la lingüística dio origen a la filología y al hacerlo con la religión al modernismo de Loisy. En literatura va a entrar a través del Naturalismo pero también, de forma menos canónica, a través de la ciencia-ficción, que en este siglo experimenta un desarrollo sin precedentes. De todos modos, las peculiaridades de ese discurso en las fantasías de Nervo se explican no sólo a partir de la conocida crítica modernista a los excesos del cientifismo sino también a partir del milenarismo o el sentimiento de la inminencia de un apocalipsis universal, que es otro de los componentes característicos del espíritu finisecular. Así, la vertiente anticientífica del modernismo justificaría la desconfianza hacia los avances técnicos o las explicaciones pseudotécnicas que Nervo recoge en relatos como «Los congelados», «La diablesa», «El sexto sentido», «El trasmisor» o «El país en que la lluvia era luminosa», y que suelen moverse entre los desgraciados experimentos de Las fuerzas extrañas de Lugones y la ironía de «El rubí» de Darío. Por su lado, el milenarismo explica que los relatos de Nervo a medio camino entre lo fantástico y la ciencia-ficción se resuelvan generalmente en figuraciones de un cataclismo universal y de las consiguientes regeneraciones del planeta. Se ve en casos como «La última diosa», «Las nubes» o «La última guerra», donde la humanidad ha desaparecido más o menos totalmente y el futuro de ésta entra bien en un ciclo de eterno retorno o bien en un momento de total incertidumbre. Este enfoque globalizante se encuentra prácticamente ausente en los relatos de Darío o Lugones, que prefieren ejemplificar esas posibilidades con fracasos de personajes particulares («La extraña muerte», «La fuerza Omega»)13. La explicación a esta singularidad puede proceder de forma directa de algunas de las lecturas de Nervo (de H. G. Wells en particular), de su tendencia a ubicar la felicidad en los momentos del futuro, y también de sus aficiones científicas (era miembro de la Asociación Astronómica de México y en su casa de Madrid pasaba largas horas pegado al telescopio). Pero puede proceder también de su concepción didáctica y moralista de la literatura, ya que, evidentemente, esos finales trágicos y esas representaciones del cataclismo planetario encierran siempre un mensaje admonitorio que no es posible obviar. De todas formas y en este sentido, entre Darío y Lugones por un lado y Nervo por otro no hay más que una aparente diferencia, ya que el moralismo de estos relatos resulta evidente en todos ellos y los mantiene fuera de la amoralidad posmoderna. Que los dos primeros elijan para su exposición una parábola particular y el segundo una anécdota globalizante no afecta al significado más profundo de sus fantasías sino sólo a la dimensión retórica de las mismas.

4) Las técnicas con las que Nervo construye lo fantástico en sus narraciones son las típicas de este género, y sobre todo se distancian de las presentaciones brutas e inmediatas de lo extraordinario que suelen caracterizar al Romanticismo; las de Nervo tienden a diversificarse y a hacerse más refinadas e intelectuales. Este distanciamiento se nota ya en sus primeros relatos fantásticos, con el humorismo de «Cuento de Reyes», o con el final de «El coscorrón», donde la voz narrativa se encarga en una irónica coda, que no creo que esté dirigida a un lector femenino por casualidad, de asegurar que la duda y la suspensión del juicio se conviertan en la única actitud posible del receptor de la historia14. En otras ocasiones, como ocurre en el capítulo «El regalo del elefante» de El donador, es la voz demiúrgica del propio narrador la que afirma autoritariamente la discontinuidad de los dos mundos pero al mismo tiempo la posibilidad de su intercomunicación. A veces son los personajes verosímiles quienes aparecen caracterizados como escépticos y explicitando sus dudas sobre el hecho o los seres enigmáticos de la diégesis, como ocurre en «El colmo», donde el conjunto de los personajes se mueve en dos o incluso tres planos diferentes (el de la aceptación, el de la duda y el de la incredulidad), y también en «La diablesa» y en El donador, cuyo escéptico protagonista aparece en cierto momento de la narración «[empezando] a creer en el conjuro» (Obras completas I: 203). En otros relatos es el personaje extraordinario quien se encarga de perpetuar el enigma en sus conversaciones con los personajes ordinarios, como ocurre en «El diablo interesado» cuando el probable demonio decide mantener oculta su verdadera identidad. En otros momentos el narrador recoge el hecho fantástico desde una perspectiva neutra, presentándose como simple reproductor de documentos históricos fidedignos («La novia de Corinto»), o como protagonista y/o testigo de hechos o percepciones paranormales («El sexto sentido», «Los congelados»). A veces se pretende una explicación científica para el hecho extraordinario («El país en que la lluvia era luminosa») y otras veces simplemente se inserta ese acontecimiento en el momento contemporáneo y coetáneo al autor («El ángel caído»). Hay casos en que el hecho se presenta fríamente y sin aclaraciones posteriores, para que únicamente sea el lector quien resuelva la incógnita, si puede. Así la anécdota de «El del espejo», ¿es un accidente o un hecho inexplicable? O lo que se cuenta en «Las Casas», ¿se trata de una reencarnación, una metempsícosis o es el producto de una autosugestión? Finalmente, también se emplean acercamientos ambiguos, como en «Mencía (Un sueño)», o se suspende la acción en el momento del clímax («La llave», «El transmisor»). Si ahora se compara toda esta variedad técnica con la de autores como Gorriti, Roa Barcena, Holmberg e incluso con Darío y Lugones ha de decirse que, realmente, la fantástica de Nervo supone una riqueza y variedad de técnicas que le ubica de nuevo más cerca de la sofisticada fantástica contemporánea -pienso especialmente en Cortázar- que de la propiamente decimonónica. Que hasta el presente no se le hayan reconocido estas aportaciones se explica sencillamente porque todavía falta una verdadera historia de la literatura fantástica escrita en castellano.

5) Junto a las diferencias propiamente estilísticas, quizá sea el componente irónico el que mejor distingue las fantasías nervianas de las de Darío o Lugones. Sin negar su ausencia en los relatos de éstos, sí ha de admitirse que ese tono está ahogado en su conjunto por la presencia del horror, que sigue ligando esas fantasías a los modos románticos, y también por una perspectiva de asombro ante el acontecimiento que sólo les permite desmitificar sus relatos de manera muy limitada. Pueden sino recordarse narraciones darianas como «Thanatophobia», «Cuento de Pascuas» o «Huitzilopoxtli», o relatos de Lugones como «La fuerza omega», «El escuerzo», «La metamúsica» o «Gemas dolorosas». O se puede comparar a éstos con El donador o «La diablesa» de Nervo, donde lo terrorífico está completamente ausente y la actitud y los enunciados irónicos se reparten en todos los niveles del texto, eliminando cualquier carga de dramatismo y dejando espacio para frecuentes y desenfadados diálogos entre el narrador y el lector. En estos diálogos la presencia textual del lector le sirve al narrador para afirmar su propia ubicación extradiegética y resaltar así la condición de producto de su propio relato. Esta afirmación de su distanciamiento facilitará luego la emisión de enunciados irónicos a lo largo de toda la narración. Por ello el lector no sólo es lector sino principalmente testigo y garante de esa relación y de esa distancia, un confidente inmediato de los enunciados irónicos de la voz narradora. Se encuentra retenido a la misma distancia de la anécdota que el propio narrador y por tanto alejado de un posible proceso de identificación con la anécdota, y queda así convertido en colaborador directo en la contextuación irónica de toda la historia. De la misma forma, una comparación entre el estatus más o menos mítico de los protagonistas de los relatos, nos revela que la mayoría de los personajes darianos o los de Lugones todavía se mueven en la categoría de lo legendario, lo mimético-noble o lo simplemente mimético, según la escala todoroviana (11). No ocurre así con gran parte de los protagonistas nervianos, que pertenecen más bien a la categoría de los antihéroes, y que a menudo están enfocados desde un nivel superior al de su espacio vital. Esto hace que los nombres de la material señora Corpus y el fugaz Andrés Esteves («éste-ves») de El donador no tengan paralelo en las fantasías de Lugones ni en las de Darío.

Como se dijo antes, fantasía e ironía manifiestan de forma inmediata la Weltanschauung de un autor y por eso no debe extrañar esta estrecha convivencia de ambas en tantos relatos de Nervo. Un artículo suyo de 1915, titulado precisamente «La ironía sentimental», explica su concepción de lo irónico:

esto de la ironía [...] es una actitud de defensa ante la vida, además de ser una actitud muy inteligente. No afirmar el sentimiento, no sacar a flor de piel más que la sonrisa, una sonrisa desleída, suavemente burlona. No decir jamás «es», sino «puede ser». No ahondar nunca en ningún problema de la vida... (¡Sonreír, sonreír siempre y pasar!). ¿No es esto quizá una gran sabiduría?


(Nervo, Obras completas II: 1351)                


No se trata, pues, de un mero recurso retórico, sino de una actitud existencial, a medio camino entre el escepticismo y el optimismo; una actitud de distanciamiento capaz de mantener intactos los ámbitos de la autonomía personal y de salvaguardar la condición demiúrgica del escritor con respecto a su propia creación. Por ello tiene cabida natural en los relatos fantásticos, ya que éstos operan simultáneamente con la inmersión y el distanciamiento en/de lo real: con la inmersión porque se deben inundar de realidad para así poder convertirla en término de oposición a lo extraordinario y con el distanciamiento porque cuestionan, como la actitud irónica, la concepción ordinaria de esa misma realidad.

Tan interesante como señalar la omnipresencia de lo irónico en las fantasías nervianas es el notar que los objetos de esa ironía pueden fácilmente agruparse en dos niveles, el de lo extratextual y el de lo intratextual. El primero abarca prácticamente a los referentes de todos aquellos discursos que se han ido señalando como característicos de las fantasías de Nervo, y así, por ejemplo, se ironiza acerca de la mujer en «La diablesa», sobre el milenarismo y el amor en El donador, sobre el arte en «El diablo interesado» o sobre el imperialismo y las costumbres norteamericanas en «Los congelados» y «El ángel caído». Al mismo tiempo esa continua ironía existencial, con su adherido escepticismo, le impide la construcción de discursos alternativos en estas historias, a no ser los ya referidos de la felicidad y el misterio. Lo que sí puede quizá atribuirse al optimismo que quepa en esa actitud irónica es la redacción de algunos relatos fantásticos con «final feliz», inexistentes en Darío, en Lugones y en la mayoría de la literatura fantástica, donde el enigma en sí suele ser el mayor foco de tensión de la narración. Por el contrario, en «El ángel caído» o «El país en que la lluvia era luminosa» el enigma o los conflictos ontológicos pasan a un segundo plano, sin llegar a desaparecer, y el lector se queda sobre todo disfrutando la utopía descrita o sugerida por el narrador. Pero más interesantes si cabe son las ironías que tienen por objeto el mundo intratextual, realmente abundantes y con una diversificación tal que, de nuevo, hacen única esta narrativa de Nervo frente a la de sus contemporáneos. Así en algunos de sus relatos fantásticos más útiles en este sentido («La diablesa», «El donador», «El diablo desinteresado» y «La serpiente») le vemos ironizar sobre lugares comunes y expresiones estereotipadas de la literatura, sobre su propia creación, sobre el proceso de lectura y el diálogo entre el narrador y el lector, sobre el lenguaje en general, sobre el propio estilo, sobre los nombres y los diálogos de sus personajes, sobre el proceso de redacción de esos relatos o sobre la literatura en general. Obviamente, el carácter reflexivo de esta ironía literaria es una de las más claras manifestaciones de la capacidad autorreferencial de la literatura y de su autonomía relativa del mundo extratextual. En estos casos, el material lingüístico y más propiamente el significante y el lenguaje en cuanto producto se convierten en el referente del mensaje, prácticamente desconectado de su función representacional y más bien cumpliendo las funciones metalingüística y fática de las que hablaba Jakobson. Así es como esta ironía enfocada sobre la propia literatura contribuye por su lado a mantener la dirección desintegradora del lenguaje modernista, aunque también ha de notarse que en el caso de Nervo esa ironía cuestiona sobre todo las formas literarias y no tanto los contenidos; es decir, su vertiente técnica más que su capacidad representacional. Por eso Nervo todavía sigue a medio camino entre la ironía romántica, que se dirige a la revelación del carácter artificial de la literatura, y la literatura posmoderna, que añade a esa intención la del descubrimiento de las inconsistencias de lo real.

Y 6) Fuera de unas pocas excepciones como «Mencía (Un sueño)», donde la literatura «seria» y el estilo cuidado son los que dominan, el tono general de las fantasías de Nervo oscila entre lo irónico -una ironía que suele desmitificar el propio lenguaje literario- y lo «informativo», que no pretende grandes logros formales. Si por un lado y como veíamos arriba, la ironía dirigida a la propia literatura cuestiona la capacidad referencial del lenguaje y sustenta la autorreferencialidad del mismo, no hay que olvidar que cuando esa ironía se dirige a otras entidades lo que ocurre hasta cierto punto es precisamente lo contrario, pues como afirma Kirkpatrick (156), una vez que la ironía se ha decodificado el mensaje se vuelve unívoco e irreductiblemente ligado a su contenido referencial. Paradójicamente, pues, la ironía acaba también reafirmando la consistencia del mundo extratextual y cotidiano. Por su lado, tres componentes generales de la poética de Nervo, como lo son su concepción mediúmnica de la literatura, la finalidad práctica de la misma y el carácter medial de la sinceridad llevan también a preservar la vertiente mimética de su lenguaje15. El primero, porque la actitud de Nervo no es la desconfianza platónica en las capacidades del poeta para acceder a lo sublime, sino que aquél es el canal elegido por lo absoluto para su propia verbalización, como expone en el poema titulado precisamente «Mediumnidad». El segundo porque ese afán moralizante implica siempre una vinculación con la vida cotidiana, una confianza latente en las capacidades comunicativas del lenguaje. Y el tercero porque el concepto de sinceridad afirma implícita pero claramente el carácter mimético del material lingüístico. E incluso puede decirse que alguna de las acusaciones más frecuentes al estilo de Nervo apuntan en la misma dirección; así el dominio de lo denotativo y lo prosaico en su creación, especialmente perceptible en su lírica, reduce el número de huecos (los gaps de Iser) a ocupar por el lector, es decir, presenta sus referentes como una realidad sólida y consistente, no necesitada de lecturas perfeccionadoras a manos del receptor del mensaje.

El conjunto de su narrativa fantástica también recoge de diferentes modos esa percepción del lenguaje. Un ejemplo sería la diferencia de registros de esas narraciones, pues junto al estilizado caso de «Mencía» tendríamos el chispeante de «El colmo» o «El coscorrón», el histórico-testimonial de «La novia de Corinto» o los excursus científicos de «Amnesia». Como se ve, algunos de estos discursos se mueven sobre todo en la función representativa del lenguaje y no registran en alto grado la desfamiliarización que los formalistas rusos exigían a la lengua literaria. El hecho de que Nervo emplee intencionadamente esa variedad de registros en su narrativa fantástica dice que no concibe a ésta como privativa de ningún estilo en particular sino como un espacio capaz de albergar literatura y referencialidad sin mayores conflictos. Quizá uno de los momentos donde mejor puede verse esa doble valoración del lenguaje sea uno de los capítulos de El donador de almas, donde se describe el viaje del protagonista a Jerusalem para dar con la palabra mágica que solucione sus problemas. Allí otro de los personajes le explica con detalle las virtudes de ese vocablo mágico y absoluto: «Si ha de creerse a la antigua tradición de los hebreos [...] existe una palabra sagrada que da, al mortal que descubre la verdadera pronunciación de ella, la clave de todas las ciencias divinas y humanas» (Nervo, Obras completas I: 219). Es cierto que el tono irónico que rodea al episodio tiñe de parodia toda la escena, pero también es cierto que el poder mágico atribuido a esta palabra, además de resultar operativo y eficaz en el desarrollo de esa anécdota, es el mismo que Nervo le concede en sus formulaciones poéticas más serias, formulaciones que se mueven precisamente en las mismas coordenadas duales que las Dilucidaciones de Darío a las que se aludía al comienzo: por un lado, la consideración de la palabra como instrumento imperfecto o sólo virtualmente perfecto, pero por otro la defensa de su condición naturalmente hilemórfica16. Y es, en fin, en esa dualidad donde hay que entender la producción fantástica del Modernismo, porque si lo consideramos sólo en su evanescencia tampoco podríamos explicar el poder que Lugones le atribuye en «La estatua de sal», donde la emisión de un solo vocablo produce el mismo efecto que la visión de uno de los cataclismos más famosos de la Historia.






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