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Fantasmas reales y misterios resueltos: Convenciones narrativas en los «cuentos fantásticos» de «El Artista» (1835-1836)

Gabriela Pozzi





Entre la multitud de revistas de vida efímera que produjo el romanticismo español, sobresale El Artista, tanto por la calidad de sus grabados como por la distinción de sus colaboradores: Espronceda, Zorrilla, Pastor Díaz, García y Tassara, Salas y Quiroga, Bermúdez de Castro, Ochoa y Cecilia Böhl de Faber. Tras una inicial postura aparentemente conciliadora para con los seguidores del neoclasicismo, El Artista se declarará portaestandarte del nuevo movimiento. Hoy en día, los manuales y las historias literarias lo señalan como «la gran revista romántica» (Navas Ruiz, 49; Peers, 417-425; Seoane, 226). Y, sin embargo, los representantes del género narrativo en esta revista no son artículos de costumbres, sino cuentos, principalmente aquellos denominados en la época «cuentos fantásticos»; a saber, relatos de terror, llenos de fantasmas, esqueletos, seducciones, adulterios, crímenes y asesinatos, que pertenecen a la corriente gótica del modo fantástico.

Publicado casi exclusivamente en la prensa del día, el «cuento fantástico» prolifera en el romanticismo; tan sólo hace falta hojear cualquier revista de la época (No Me Olvides, El Pensamiento, o El Iris, por ejemplo) para percibir su abundancia1. No obstante, los estudiosos de la narrativa española opinan casi unánimemente que el cuento gótico no existe en España antes de 1860 (Risco), o a lo sumo, que es de importancia secundaria (Baquero Goyanes, Llopis, Monleón). Esta visión, heredada tal vez de la crítica oficial decimonónica, relega el cuento de terror a la categoría de «infraliteratura» (vid. Cuenca 68). Pese al desprestigio en que se tienen estos cuentos, muchos de ellos, por lo menos los que aparecieron en El Artista, exhiben una serie de experimentos técnicos y estrategias de comunicación bastante más complejos que los que percibimos en otras producciones narrativas de la época -el artículo de costumbres o la novela histórica. Como literatura popular, el «cuento fantástico» gozaría, además, de un lugar privilegiado en la formación literaria del nuevo público lector del diecinueve. Por otro lado, debe haber influido también en los autores y textos pertenecientes hoy día al canon literario; pongo por caso El Estudiante de Salamanca, en el cual Espronceda se sirve de varios recursos formales típicos del «cuento fantástico». En el siguiente trabajo me propongo, pues, examinar el corpus de «cuentos fantásticos» publicados en El Artista para bosquejar sus características formales y, en particular, el papel que en estos textos se le asigna al lector.

Partiendo de una definición del modo fantástico como el locus donde un universo predominantemente mimético se encuentra falseado por una acción sobrenatural, en El Artista hallamos ocho cuentos que se pueden considerar plenamente fantásticos: «Luisa» y «El castillo del Espectro» de Eugenio de Ochoa; «El torrente de Blanca», «Beltrán», «La peña del prior» y «Supersticiones populares -primer artículo» de José Augusto de Ochoa (hermano de Eugenio); «Yago Yasck» de Pedro de Madrazo; y en menor grado, «La mujer negra» de José Zorrilla.

Una de las principales técnicas empleadas en los cuentos de El Artista radica en la presentación implícita o explícita de varias versiones de los hechos. El narrador, o uno de los narradores, enuncia dudas frente a la historia o refuta la acción sobrenatural con declaraciones y a veces datos de carácter racional. El caso más común es el de la narración en marco. Un narrador externo (o extradiegético) nos describe la situación en que oyó la historia y cede la palabra a otro narrador quien a su vez puede haber presenciado los hechos o puede comunicarnos un cuento que ha oído. Esta técnica permite que el narrador externo inserte sus comentarios respecto a la veracidad de la historia y la naturaleza del narrador interno. En su forma más sencilla, el narrador externo no titubea en su perspectiva, presenta una explicación racional y así destruye la confianza del lector en la narración interna; la vacilación del lector se limita al momento de la narración interna y el cuento participa sólo mínimamente del modo fantástico. No se logra, pues, la incursión de la dimensión oculta en la verosímil, y el cuento sirve más para respaldar la noción oficial de la realidad que para cuestionarla. Este es el caso de «Supersticiones populares; Artículo segundo», en el cual un bulto diabólico que han visto los campesinos resulta ser una cabra, aun si ellos siguen afirmando que era el diablo.

La mayoría de los cuentos, sin embargo, se sirven de variantes más complejas de la narración en marco y se adentran plenamente en la dimensión fantástica. En «Beltrán», por ejemplo, el narrador externo es un viajero que se ve obligado por un temporal a pasar la noche es un pueblo de Asturias. Allí, durante una velada de invierno -que describe de manera costumbrista- oye la historia que nos transmite. Este narrador asume una actitud racionalista ante la anécdota, pero al mismo tiempo describe a la narradora interna con términos que aluden a lo sobrenatural.

El narrador extradiegético, pues, resulta incrédulo y crédulo a la vez. El elemento sobrenatural se extiende de la historia al discurso, a las circunstancias de enunciación.

Otra variante del narrador inestable aparece en «Luisa». Este pospone la manifestación de sus dudas hasta el final del cuento, pero cita en varias ocasiones una crónica que contradice los acontecimientos sobrenaturales de la versión principal. Un epígrafe («Como me lo contaron os lo cuento» II, 40), sin embargo, forma el comienzo del marco y suscita las dudas del lector desde el principio del cuento. Al final, el narrador se pronuncia a favor de la crónica pero deja al lector en libertad de escoger: «No obstante la autenticidad evidente de este documento, insiste la tradición popular en explicar estos sucesos del modo que dejo referido; [...] Nuestros lectores elegirán la que mejor les parezca de estas dos explicaciones, la del capellán cronista o la de la tradición popular [...]» (II, 45). Mediante la inexistencia de una lectura definitiva este cuento se mantiene dentro del modo fantástico según lo define Todorov. Pero hay más: el lector, al no poder escoger entre las versiones, se encuentra ante la situación imposible de conjugar acciones mutuamente exclusivas. El choque entre los dos sistemas de interpretación (el verosímil y el maravilloso), ninguno de los cuales sirve por sí solo para la historia presentada, pone de manifiesto la insuficiencia de ambos, e introduce la dimensión fantástica.

No todos los cuentos se transmiten mediante múltiples voces narrativas. Hay varios en los que un solo narrador relata la historia; sin embargo, en todos ellos el narrador nos refiere un hecho que otros le han contado. Esta circunstancia asemeja la estructura comunicativa a la de la narración en marco. El narrador logra distanciarse de la anécdota para intercalar comentarios que revelan su opinión incrédula, así creando, de nuevo, dos posturas antagónicas. En la segunda de las «Supersticiones populares», por ejemplo, el narrador comienza criticando a los lugareños que creen la historia que va a contar: «Hay cierta clase de personas de un entendimiento tan limitado, que nunca saldrán de su error por más que les digan, y les reconvengan, y les prueben lo mal que hacen en dar crédito a ciertos cuentos de lugar, o por otro nombre tradiciones de brujas» (II, 90). Más adelante califica su cuento como «un hecho histórico y popular» (II, 90). Sin embargo, antes de iniciar la relación de los acontecimientos, el narrador dirige al lector las siguientes palabras: «Bueno o malo allá va mi cuento: el lector le creerá si quiere y sino no; lo que es yo ni le he creído ni le creeré» (II, 91). A continuación narra la historia de una bruja, sin volver a enunciar dudas; y, lo que es más importante, sin presentar una explicación racional de los acontecimientos. Ambas posturas se mantienen viables.

La época en que ocurre la acción narrada apoya la estructura comunicativa de los cuentos. Como es común en la narrativa gótica, predomina en estos relatos el pasado lejano, en particular la edad media: «El torrente de Blanca» tiene lugar en el siglo XIII, «Luisa» en el XVI, «La mujer negra» en la época de don Álvaro de Luna, «Beltrán» a fines del siglo XII. Esta distancia temporal requiere la existencia implícita o explícita de una cadena de mediadores entre los acontecimientos y el lector, cadena que subraya la imposibilidad de establecer una versión definitiva de los hechos. Los únicos indicios que permanecen en el presente del lector son los ruidos, sombras, luces, gemidos, que se oyen o ven de vez en cuando; o sea, la información más fidedigna, más directamente asequible, resulta ser la que señala la presencia de una dimensión oculta.

Un cuento, «Yago Yasck», difiere en éste y varios otros respectos del corpus. Las acciones narradas aquí son contemporáneas al lector; es más, ocurren en el pleno centro de Madrid -un Madrid desfamiliarizado, de noche de carnaval, pero con sus cafés, casas de juego y el Teatro de la Cruz. Si en los demás cuentos el lector encontraba cierta tranquilidad al pensar que aquellos acontecimientos sobrenaturales se limitaban a otros tiempos, que aquella irrupción de lo oculto en lo «normal» sólo se daba en un mundo lejano, en lugares perdidos de las montañas o el campo, aquí, parece decir el autor implícito, no hay posibilidad de evasión. Lo sobrenatural existe en la actualidad para desbaratar aquella imagen racional; lo oculto ha entrado en casa, se encuentra constantemente a nuestro lado. Hay que recordar a Freud («The Uncanny») y su afirmación de que el terror ante lo insólito (unheimlich) proviene del reconocimiento de algo familiar que ha sido reprimido.

«Yago Yasck» es también el cuento más interesante y ambicioso desde el punto de vista de las intervenciones y multiplicaciones del narrador. Amplía el uso de ciertas técnicas que aparecen en los demás cuentos de El Artista, al par de presentar algunas variaciones. Como en los otros cuentos, hay un narrador extradiegético principal que refiere la mayor parte del cuento, pero en el interior, hay dos narradores intradiegéticos y homodiegéticos, el último de los cuales no sólo sabe más que el narrador externo, sino que, hacia el final del cuento, nos da la clave para resolver los enigmas. Las versiones de estos tres narradores se complementan, no se contradicen. No hay, en este caso versiones antitéticas, pero el tercer narrador interno fue, en vida, uno de los protagonistas de su relato; y ahora, en su calidad de ente sobrenatural puede penetrar en los corazones de los demás. Desde este punto de vista, todo narrador omnisciente participa, en un grado menor o mayor, de lo sobrenatural. El episodio subraya, pues, la relación inherente entre ficción y fantasía que constituye una de las acepciones del adjetivo fantástico.

Las acciones «ocultas» corren paralelas a otras «verosímiles» y las penetran, interrumpen, falsean. Las dos dimensiones se funden y confunden. El cuento comienza de manera poco convencional (en comparación con los demás cuentos de este grupo), con un diálogo, para mayor confusión, entre dos máscaras que hablan en falsete; curiosamente, cada uno de estos dos personajes asumirá el papel de narrador más adelante en el cuento. El narrador principal, heterodiegético, cuando por fin aparece, no identifica a los personajes ni nos explica el sentido de lo que está ocurriendo. Su discurso no intenta despejar la confusión, sino que se limita a describir, por el momento, las acciones de los personajes vistas desde fuera. Establece dos esferas de acción, al parecer, independientes: la de los dos interlocutores del diálogo inicial y la de los madrileños que se divierten en un baile de máscaras -esta última, claro está, equivale a la dimensión racional, verosímil, «normal». Cuando una de las máscaras iniciales grita «¡Silencio!!» (III, 30), interrumpe tanto la respuesta de su interlocutor como la acción en la esfera «normal» («Paró la orquesta, las parejas se detuvieron [...]» III, 30). El emisor del grito (que resultará ser Yago Yasck) se identifica como un ser anormal dentro del baile donde recuerda a los demás:

lo que nunca en semejantes circunstancias suele entretener la imaginación de los seres entremezclados de ambos sexos -la existencia de otros seres que no habitan la tierra-. Porque en efecto, aquella palabra «¡Silencio!» pronunciada como acababa de serlo y con un acento tan poco común, más hablaba a un moribundo fluctuante entre la vida y la eternidad, que a un viviente rodeado de una atmósfera cargada de luz y de vapores, respirando el ambiente que mueve el perfumado cabello y toca la garganta y espalda de un mujer blanca, y se llena de frescura -la garganta y espalda de una morena andaluza, y se embalsama de voluptuosidad!


(III, 30)                


La yuxtaposición de las dos dimensiones es patente: muerte y agonía contra vida y erotismo. Pero es éste un erotismo sano, poco peligroso, mientras que el cuento se construirá alrededor de un núcleo de actos eróticos prohibidos: el adulterio, la prostitución de una niña, y el deseo incestuoso. Se presenta ya desde el principio una serie de temas y técnicas centrales en la dimensión fantástica del cuento: la confusión de identidades y la dificultad o imposibilidad de identificación, la tenue delimitación entre vida y muerte, y la irrupción de lo oculto en lo «normal» y placentero.

El discurso del narrador, como es típico de los cuentos fantásticos, está salpicado de pistas y prolepsis para el lector, pero que se encuentran subdeterminadas. A diferencia de la novela histórica, donde el narrador marca explícitamente, hasta la redundancia, la información importante para la trama, en estos cuentos el narrador entremete, esconde, «entierra» estas pistas dentro de descripciones o generalizaciones. De esta manera aleja de ellas la atención del lector -sólo una segunda lectura revela una cadena de información que en realidad constituye una narración oculta. Un ejemplo de «Yago Yasck»: en el tercer apartado del cuento, dos máscaras se encuentran en la calle donde una le pregunta a la otra: «V. [...] me dirá si han dado las 12 -o si ha llegado a sus frescos oídos alguna risotada del demonio» (III, 31). Esta «risotada» será una característica definitoria de Yago Yasck a lo largo del cuento, pero el lector no dispone todavía de la información necesaria para interpretar el enunciado de modo literal y no figurativo. El ejemplo ilustra, además, uno de los procedimientos que, como afirma Rosemary Jackson (41-42), lo fantástico comparte con lo maravilloso: donde nuestra competencia literaria nos indicaría que existe una relación metafórica, o de semejanza entre elementos de distintos campos semánticos, acaba habiendo una relación metonímica, o de contigüidad entre elementos del mismo campo. A diferencia del modo maravilloso, en el fantástico este procedimiento no se utiliza con constancia a lo largo del cuento, al contrario, hay también amplio uso de la metáfora propiamente dicha. El lector tendrá que juzgar por separado la lectura apropiada en cada ocasión.

Un proceso semejante consiste en el empleo de una voz invirtiendo sus connotaciones normales. De Yago Yasck, un muerto resucitado para vengarse de los vivos, dice el narrador: «¡quién sabe si en aquel hombre encontraba [la niña] una verruga del cristianismo! porque no podía desfigurarse con la ilusión del mismo modo que no puede parecer justo un energúmeno» (III, 32). El uso de «desfigurarse» contradice las expectativas del lector; la palabra normalmente se entiende como el cambio de un estado positivo a otro negativo. Mientras que aquí se mantiene el sentido principal de «transformación», se han invertido los elementos valorativos. El lector deberá decidir, caso por caso, el tipo de lectura adecuada. De este modo permanecen ante los ojos del lector ambas dimensiones. La inestabilidad en las estrategias de lectura evocadas hace hincapié en la insuficiencia de las convenciones comunicativas.

Varios otros procedimientos dirigen la atención del lector hacia el código mismo. El lenguaje tiene ciertas características peculiares de los cuentos fantásticos. Hay, claro está, un léxico convencional fácilmente reconocible. Dentro de este vocabulario podemos identificar tres categorías generales según la función de cada voz en el texto. La primera se refiere a los estados de ánimo del observador, sea este un personaje o el narrador; todas denotan un estado síquico alterado, anormal: terror, horror, delirio, locura, agonía, sueño, asombro, pavor, confusión, demencia. El efecto de los acontecimientos ocultos que penetran en lo racional, resulta en el extrañamiento, la enajenación (la locura) del observador que se encuentra marginado de la sociedad «normal», racional. De hecho, varios de los testigos viven apartados de la sociedad, recluidos en manicomios («La peña del prior») o monasterios («Yago Yasck») donde otros los observan con recelo. El reconocimiento y la aceptación de lo sobrenatural dentro de la realidad cotidiana causa el aislamiento al poner en peligro las nociones aceptadas, oficiales.

La segunda categoría consta de aquellas voces que se refieren al espacio donde ocurre la acción «oculta». Tienen en común el hecho de que esconden más de lo que explican y subrayan la dificultad de percepción: castillos en ruinas, sepulcrales capillas, negras nubes, soledad, truenos, tumbas, niebla, oscuridad, espesos montes, peñas rocosas, aire torvo. Resaltan la imposibilidad de formar una imagen completa, unitaria del escenario. Las formas se pierden, se esfuman, en la vaguedad. Es éste, además, un ambiente cerrado, denso a través del cual no funcionan los principales medios de percepción: la vista y el oído. Y en todos los cuentos el suceso oculto influye en estos dos campos sensoriales; «la voz y la luz» de «El castillo del espectro» se encuentran, de un modo o de otro, en todos los cuentos donde señalan lo oculto.

Aun cuando el espacio se informa de objetos familiares, se subraya la imposibilidad de interpretar estos signos según el código racional. De nuevo viene al caso «Yago Yasck»:

Aquella habitación, por dentro llena de preciosos muebles, de hermosos cuadros encerrados en abultados marcos de oro del nuevo estilo [...] por una causa desconocida revelaba al corazón algo de extraordinario y fantástico [...] porque, a pesar de su riqueza, de su semejanza con una realidad voluptuosa y risueña, la casa del abate Yasck parecía formar una parte muy integrante de las regiones de Berit y de Astarot.


(III, 32)                


El léxico referente al suceso o personaje sobrenatural -nuestra tercera categoría- consta de voces que subrayan también la dificultad de percepción: bulto, sombra, forma, espectro, bicho, espíritu, enigma, aparecido, prodigio, misterio, rumor, murmullo, grito. Una característica común a estas voces es que todas implican la falta de algo, una ausencia: de luz, de espacio, de forma, de vida (tal las calaveras y esqueletos). Esta ausencia queda subrayada, cuando no en el léxico, en la sintaxis; abundan las construcciones negativas. «El castillo del Espectro», por ejemplo, comienza con una descripción del lugar de la acción: «Hay, cerca de la Sierra Nevada, un antiquísimo castillo [...] al cual parece imposible subir [...]. Es todo el país circunvecino tan [...] árido y pobre vegetación, que no parece pueda ser residencia de almas vivientes [...] no hay allí ni una cabaña [...] ni una flor [...]» (I, 16). El texto está construido, pues, a través de lo que falta, y mediante aproximaciones (parece, acaso, tal vez, como si). En cierto sentido, se nos traza sólo el perfil, la silueta, del objeto descrito. Es éste un lenguaje de ausencia que apunta los vacíos en lo verosímil, se refiere a elementos que han sido exiliados, suprimidos del sistema. Según Bellemin Noël el lenguaje fantástico constituye un intento de decir lo indecible, lo no dicho nunca, de «signifier un indésignable, c'est-à-dire à faire comme s'il y avait des trous dans l'un ou l'autre des systèmes (langue/expérience) qui ne correspondraient pas avec leurs homologues attendus» (5).

La sintaxis enrevesada del discurso participa también de este principio de ausencia; ya hemos visto la dificultad de identificar la función narrativa de ciertos trozos. La narración fantástica no sigue nunca el orden lineal, cronológico de los acontecimientos. El narrador, o el complejo de narradores, guía al lector a través de una red de prolepsis y analepsis para llegar al desenlace que contiene el episodio fantástico y la clave de toda la trama. Un tupido código hermenéutico predomina sobre los demás códigos formando un signo de interrogación cambiante pero constante: a cada paso el lector se encuentra ante un nuevo enigma cuya relación con los anteriores no logra desentrañar con seguridad. La lectura se informa mediante una cadena de aplazamientos, de posibilidades en el aire que se pueden esfumar en cualquier momento -de nuevo la imagen del fantasma2. Como con un rompecabezas, la actividad primordial del lector reside en la ordenación de los acontecimientos para revelar las relaciones temporales y causales entre ellos.

El momento de la acción sobrenatural se posterga hasta el final -aún si hay alusiones a esta dimensión a lo largo del cuento; no ocurre lo mismo con el elemento erótico alrededor del cual típicamente gira la trama. Para Freud (Totem and Taboo), los tabús principales de la cultura occidental residen en los ámbitos del sexo y la muerte. Eros, en una encarnación u otra, suele estar aquí íntimamente relacionado con Thanatos. Y suele también ser la causa o motivación de toda la historia. En «El castillo del Espectro» un señor feudal rapta a una mujer hermosa -con fines poco formales. En «Bertrán» un cristiano se enamora de una musulmana y se amanceba. «La mujer negra» viola una prohibición paterna, y se convierte en la concubina de un caballero poderoso. «Luisa» cree escaparse con su amante, pero éste resulta ser el fantasma de Arturo. Y Yago Yasck prostituye a la hija de su amante para alejar a su hijo ilegítimo del incesto. Las tramas se construyen alrededor de los tabús principales: el incesto y la necrofilia, junto con otros «pecadillos» como la venta o el robo de mujeres, el concubinato, y el adulterio. Freud sugiere que estos tabús son las inhibiciones originales que impone una comunidad para garantizar su supervivencia (Totem and Taboo, 143-144). Su presentación constituye en sí un acto subversivo, para usar el término de Rosemary Jackson, que socava el sistema.

En este sentido también, habría que explicar a los personajes -como la expresión de un deseo que queda fuera de los límites de la cultura oficial o que se estrella contra ellos. De las breves sinopsis que hice arriba queda claro que la mayor parte de los personajes femeninos desempeñan el papel de amantes o amadas, es decir, objetos deseados. Los personajes masculinos se pueden distribuir a su vez entre dos papeles: el amante (o amado) y la figura de autoridad. En varios casos, este último es el padre de la amada pero también puede ser otro pretendiente que goza de poder político o económico, un señor feudal o un caballero de Castilla. Los dos grupos masculinos se oponen generalmente; hay un forcejeo entre ellos para obtener el objeto: la mujer. Esta situación nuclear se concretiza en una serie de variantes -dentro de las cuales la mujer asume mayor o menor poder sobre el desenlace pero nunca logra autonomía total. Encontramos la siguiente gama de posibilidades: desde la mujer débil, completamente pasiva en «El castillo del espectro» (la cual es raptada por un «tirano» y salvada por su amante), hasta la musulmana en «Beltrán» que le impone a su amante su religión y le dicta, con algún que otro consejo de su padre, el modo de gobernar el pueblo cristiano. Entre los dos extremos aparecen: la niña lujuriosa prostituida por su padrastro y las mujeres seducidas que se escapan con sus amantes. Sea cual fuera su influjo en la lucha por el poder, casi todas encarnan una característica que las distingue de la «mujer oficial», aquel «ángel del hogar»: estas mujeres sienten el deseo sexual, y hasta vislumbramos sus cuerpos desnudos en la cama. Esta pequeña rebelión sexual, sin embargo, es aplastada al final donde todas sufren el castigo de la muerte, siempre violenta. Hay un intento de restablecer el orden oficial y eliminar el elemento agitador del mundo narrativo, y sin embargo, sobreviven las señales inquietantes de la rebeldía: sombras, voces, ruidos.

Los amantes masculinos se configuran como personajes más débiles que las mujeres. El deseo sexual que impulsa las acciones de Luisa y la mujer negra, subyuga a los amantes. Valientes guerreros como Beltrán se convierten en los mandaderos de sus amantes. Varios personajes masculinos también asumen características femeninas: Arturo de «Luisa» tiene «una delicadeza mujeril» (II, 41) y es «supersticioso y débil como una mujer» (II, 42); Enrique en «El torrente de Blanca» goza de una voz de «suavidad casi femenil» (III, 137). Estos rasgos apuntan a lo que Rosemary Jackson llama «subversion of unities of "self"» (83), es decir, la configuración del personaje mediante rasgos que no pertenecen a un campo unitario, coherente dentro del sistema: aquí se rompen las barreras de género sexual. Pero hay más, el problema de la identidad es fundamental en los cuentos: ni Jenaro en «Yago Yasck» ni Arturo en «Luisa» conocen a sus padres -que resultan ser entes sobrenaturales; Alfonso en «El castillo del espectro» y todos en «Yago Yasck» se disfrazan, y el narrador se niega a revelarnos quiénes son; Beltrán, en el cuento del mismo nombre, regresa de la guerra tan cambiado «que nadie podía conocerle» (II, 139). En «Yago Yasck» también aparece el fenómeno del doble: al principio, la confusión entre dos máscaras casi arruina el plan de Yago, y más adelante dos personajes vestidos de dominó se encuentran en la calle donde uno llama al otro «Mi parodia» (III, 31). De hecho, un enigma principal de estos cuentos se centra en la identidad de uno, o varios, personajes masculinos. Los personajes no son lo que pretenden ser. Esta confusión se extiende a la distinción entre vivos y muertos: Yago Yasck es un muerto que ha vuelto al mundo por un plazo de tres años para vengarse; el Arturo que se lleva a Luisa es un esqueleto; la larga mano que arrebata a Irene y Alfonso en vísperas de su felicidad, pertenece al castellano que Alfonso había asesinado. Se rompe con la concepción de la muerte como esfera discreta, separada de la vida. Los muertos no sólo coexisten con los vivos, sino que tienen más poder que ellos. Como dice Gillian Beer: «Ghost stories are to do with the insurrection, not the resurrection of the dead» (apud. Jackson, 69).

Todos los personajes principales mueren al final de los cuentos, a veces antes, muchos por arte sobrenatural: una corriente dirigida por una ondina se lleva a Luisa, una tumba se traga a Beltrán y su amante. Otros por medios violentos: el caballero de «El castillo del Espectro» es asesinado, también Arturo en «Luisa» y el prior en «La peña del prior», Enrique y Alfonso, junto con Blanca en «El torrente de Blanca» se caen por un despeñadero. A veces los espacios donde ocurrieron los actos violentos o sobrenaturales -es decir, donde la dimensión oculta penetró en la verosímil- también se borran, son destruidos, desaparecen. Hay un intento de cerrar la dimensión que permite estas acciones inquietantes, de alejarla del lector; sin embargo, en varios cuentos permanecen señales que los lugareños interpretan como sobrenaturales: luces y ruidos, o sombras y voces -siempre lo visual y lo auditivo. Y, claro, también sobreviven al cataclismo los cuentos mismos, implicando la imposibilidad de desterrar esta dimensión de nuestro mundo.

La dimensión fantástica (la irrupción de lo oculto en lo racional) penetra todos los aspectos de la historia y del discurso. Afecta el tratamiento de los personajes, su problemática y circunstancias, el tiempo, y el espacio, el lenguaje, la organización y presentación de los hechos, y los narradores e intermediarios entre historia y lector. El «cuento fantástico» requiere un lector activo que participe en la creación de un texto que, en sí, se convierte en el locus de la dimensión fantástica. En definitiva, el lector experimenta esta dimensión y acaba cuestionando la versión parcial, aceptada, racional de la realidad. Es en este sentido que podemos considerar estos cuentos subversivos, revolucionarios (terroristas). El mundo y el texto resultan ser un tejido de paradojas sin resolución unívoca.






Obras citadas

  • El Artista. 3 tomos. 1835-1836.
  • Baquero Goyanes, Mariano, El cuento español en el siglo XIX. Madrid: C.S.I.C., 1949.
  • Bellemin-Noël, Jean, «Notes sur le fantastique (textes de Théophile Gautier)». Littérature 8 (1972): 3-23.
  • Clayton, David, «On Realistic and Fantastic Discourse». Bridges to Fantasy. Ed. George E. Slusser, Eric Rabkin & Robert Scholes. Carbondale & Edwardsville: Southern Illinois U. P., 1982, 59-78.
  • Cuenca, Luis Alberto de, «La literatura fantástica española del siglo XVIII». En Literatura fantástica. Madrid: Ediciones Siruela, 1985, 57-75.
  • Freud, Sigmund, «The Uncanny», The Standard Edition of the Complete Psychological Works of Sigmund Freud. Tr. James Strachey. V. 17. London: Hogarth Press, 1955, 219-252.
  • —— Totem and Taboo. Tr. James-Strachey. New York & London: Norton, 1950.
  • Jackson, Rosemary, Fantasy: The Literature of Subversion. London & New York: Routledge, 1981.
  • Llopis, Rafael, Esbozo de una historia natural de los cuentos de miedo. Madrid: Ediciones Júcar, 1974.
  • Monleón, José, A Specter is Haunting Europe. Princeton: Princeton U. P., 1990.
  • Navas Ruiz, Ricardo, El romanticismo español. Madrid: Amaya, 1970.
  • Peers, E. Allison, Historia del movimiento romántico español. T. I. Madrid: Gredos, 1967.
  • Perugini, Carla, «Diabluras románticas - El diablo y su corte en la prosa narrativa romántica». En Romanticismo 3-4: Atti del IV congresso sul romanticismo spagnolo e ispanoamericano. La narrativa romántica. Genova: Università di Genova, 1988, 89-99.
  • Risco, Antonio, Literatura fantástica de lengua española. Madrid: Taurus, 1987.
  • Seoane, María Cruz, Oratoria y periodismo en la España del siglo XIX. Madrid: Juan March, Castalia, 1977.
  • Todorov, Tzvetan, Introduction à la littérature fantastique. Paris: Seuil, 1970.


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