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Farabeuf: escritura barroca y novela mexicana

Margo Glantz





Publicada en 1965, Farabeuf de Salvador Elizondo1 presenta características singulares dentro del contexto en que surgió. Novela mexicana sin regiones transparentes, sin indios ensombrerados, sin mujeres enlutadas de pueblos del Bajío, sin caciques rencorosos, sin esquemas sociológicos del México posrevolucionario, sin dolces vitas locales, sin argots de adolescentes, Farabeuf parecía ser mexicana sólo por el sello de su editorial, Joaquín Mortiz, o porque el autor había nacido en la ciudad de México, D. F., en el año de 1932. Así, fuera de contexto e inmersa de inmediato y por ello en su torre de marfil, Farabeuf pasaba automáticamente a convertirse, ¿por qué no?, en una muestra evidente de la influencia novelesca que poco a poco iba adueñándose de las mentes de los países subdesarrollados, el nouveau roman. Nouveau roman a la Robbe Grillet o a la Butor por su estructura policiaca y cinematográfica (Dashiel Hamett-Sidney Greenstreet), nouveau roman también porque la intriga exterior está despojada de un contenido novelesco propiamente dicho, a la manera en que se entendía éste en el XIX, y a la natural evolución del género en el XX, porque ofrece una visión fragmentaria, caleidoscópica de la realidad, y sobre todo, porque pretende ser más que una novela una escritura.

Farabeuf, hipotética, conjetural, policiaca, es una novela que exige la participación del lector -lector-autor- en tanto que crítico (otra de las características de algunas novelísticas contemporáneas), es una creación de doble filo, es un juego de teatro dentro del teatro como en el isabelino o en el barroco, es la contemplación de un espectáculo creado por las palabras y situaciones organizadas en hipótesis o fragmentaciones que la imaginación o la argucia del lector sacará del aparente caos.

Pero decir que Farabeuf es una antinovela no es decir mucho, es apenas encajar a su autor dentro de una corriente para sentirnos protegidos y explicar la rareza de su no pertenencia a un mundo visiblemente mexicano; es también vincularla a nuestro tiempo, lo que a fin de cuentas es situarla en alguna parte. Pero su confinamiento, su tendencia explícita a crear una escritura, su visión dislocada, la tortura real metafórica que enfatizan la distorsión de su mundo son expresión perfecta del signo barroco que de nuevo nos conforma.


La escritura

Escribir novelas ahora, ha dicho Elizondo -y aquí no es en absoluto novedoso-, no significa más que repetir esquemas magníficos, pero agotados, es centuplicar los Tiempos perdidos, las Madamas Bovaríes, los Ulises, los Orlandos. Repetir esas novelas ya no basta, hay que crear nuevas estructuras formales. Una de ellas es la escritura. La escritura sería para la ficción lo que la naturaleza muerta es a la pintura: la creación de objetos delimitados por su propia esencia y que no se refieren nunca a otra realidad que no sea la suya propia, porque son creaciones interiores de la mente, están asentadas en un espacio relativo a ellas, delimitadas y detenidas por su creación misma y sin posibilidad alguna de salir de sí. La luz y el calor de una naturaleza muerta en la que hay copas, caracolas y la plataforma que las sustenta es la luz propia de esas copas, esas volutas pertenecen a las sombras de las caracolas y la plataforma surge de un espacio creado en el instante mismo en que se coloca en la tela. Son objetos puros, fórmulas pictóricas que eligen su propia luz y su propia dimensión espacial y temporal. Las escrituras siguen esas reglas a su modo; el escritor describe, pero no la realidad; si describe algo, ese algo pertenece a aquello sobre lo que su propia realidad se sustenta, porque la escritura encuentra en la mirada del lector la posibilidad de una forma nueva, de un compartir cosas incompartibles, de congelar mundos en hipótesis, de captar la imagen en reflejos, de especular. Por eso Farabeuf es «el reflejo de un rostro en un espejo, un rostro que en el espejo ha de encontrarse con otro rostro» (p. 15)2. La mirada converge en el reflejo porque nunca hay encuentro sino juego de reflejos como el que la palabra así organizada nos librará. Lo policiaco, lo enigmático, no se han de resolver como se resuelven en la novela policial o en la novela gótica, por el descubrimiento del asesino y la develación del cuerpo de la víctima, éstos serán como la palabra escrita, los vehículos de la ceremonia erótica que el libro instituirá. Para aclararlo utilicemos otro de los objetos clave del libro, la fotografía. La mirada en el espejo encuentra otra mirada -no directa, sino en reflejo-; la mirada del que mira la fotografía encuentra muchas miradas que no lo miran, pero él contempla a su vez lo que el ojo fotográfico ha contemplado en el instante del reflejo. Y este instante fragmentado y «congelado» se intenta reproducir en el libro. Pero la aventura de congelar el instante y precisar otro tiempo, se inserta en la palabra que describe objetos, que acude a ruidos, que contempla imágenes especulares y recuerdos y también fotografiar.

Estos reflejos tanto especulares como fotográficos que se acuñan en las palabras acaban conformándose a un ritual erótico y ceremonial: son los objetos de la pasión y la pasión misma. Como en Calderón de la Barca, para quien el libre albedrío y la predestinación concurren al unísono en el juego de metáforas y en los objetos, en Farabeuf la escritura es la ceremonia y los objetos su conducto. En Eco y Narciso de Calderón de la Barca es la voz y luego el espejo quienes destruyen a los pastores -aquí la voz se vuelve la metáfora, pero también se concretiza en objeto-símbolo: la bella Eco canta y enmudece porque el sonido de su voz y el principio de su hermosura despiertan en Narciso la necesidad de contemplar la suya. Las únicas voces y las únicas hermosuras que Narciso ha contemplado son las aves y las fieras, los cielos y los montes. La mirada de Narciso recae en su propio rostro después de mirar a Eco, pero sobre todo después de oírla. Ese reflejo inasible los condena a ambos, Narciso sacrifica su propia imagen y Eco se desvanece en voz y en cuerpo. Voz y hermosura son los vehículos que unidos a la versificación barroca comprueban por igual los opuestos absolutos: predestinación y libre albedrío. En Mayor monstruo del mundo, otra obra del mismo dramaturgo español, Herodes y Mariene se destruyen abandonados al arbitrio de una profecía encarnada en un retrato y en un puñal. Ceremonia y pasión se realizan en el ámbito sobrecargado de la palabra a la que se añade el objeto-símbolo.

En Elizondo esa escritura preside un rito de sacrificio y realiza una ceremonia. El rito acumula objetos, almacena sonidos y se ejecuta en el reflejo; los objetos se presentan reiteradamente como en los dramas calderonianos y su fragmentación significativa se aclara a lo largo del libro cuando van adquiriendo diversas connotaciones y representando nuevas claves para revelarnos poco a poco su simbolismo.




El ojo que contempla la escritura

La intención esencial del libro es la ejecución de una ceremonia que se inscribe en un rito descrito y también la reflexión en torno a una fotografía del asesino de un príncipe chino que sufre tormento a manos de varios verdugos que lo despedazan siguiendo reglas fijas. Estas reglas fijas constituyen un procedimiento y no el ritual porque como dice Elizondo: «El rito es nada más que mirarlo» (p. 137). ¿Mirar qué? El descuartizamiento del prisionero. Pero si mirarlo es ejecutar la ceremonia y los que miran son sus verdugos a la vez que ejecutan el procedimiento, el asesino de un alto mandatario y el pueblo chino, nosotros sólo miramos lo que una cámara fotográfica de principios de siglo nos deja mirar. Una fotografía borrosa realizada por un cirujano llamado Farabeuf es el objeto a mirar y el objeto-libro, o mejor, el objeto que se ha vuelto libro. Nosotros, lectores, tenemos que mirar esa fotografía y contemplar el martirio y al hacerlo iniciamos el rito. Aún más, la ceremonia se restablece en el cuerpo del libro utilizando la imagen del supliciado para que dos enamorados -si así puede llamárseles- realicen a su vez un sacrificio propiciatorio en que sus cuerpos son el recinto, el espacio sagrado de una nueva ceremonia. Hombre y mujer -una pareja desdoblada en imágenes reiteradas de nuevo en los reflejos- contemplan la fotografía de un suplicio para ejecutar en su propia carne un acto ritual que se detendrá en el tiempo, como la fotografía del supliciado: «El desarrollo de esa intervención quirúrgica que el hombre realiza en el cuerpo de la mujer y que llaman el acto carnal o coito» (p. 93).

Reexpliquemos: Una fotografía es el resorte que mueve el libro, pero nuestra participación en él es como el resorte que mueve el obturador de una cámara fotográfica que reproduce lo que otros han mirado; concomitantemente, es el resorte que dispara una serie de imágenes que el autor del libro nos presenta para que nosotros-lectores sigamos con el juego. La contemplación de un instante detiene el tiempo porque la fotografía, como dice Farabeuf-Elizondo, «es una forma estática de la inmortalidad» (p. 26). Entonces, fotografía y amantes reflejados en un espejo son los primeros objetos, pero a éstos se añaden otros. Como en la pasión de Cristo, algunos objetos se vuelven rituales y simbolizan los momentos sagrados del sacrificio: la corona, las espinas, la cruz, el sudario, el martillo, etcétera, son elementos constitutivos de la pasión cristiana; así el lago, la voz, el campo, los pastores, los cielos y la tierra y hasta unos listones son los elementos de la pasión de Narciso, y el espejo, la fotografía y otras cosas que señalará más adelante, constituirán la pasión farabeufana.




La simbología de los objetos

Si el acto de mirar constituye una ceremonia que se ejecuta con instrumentos de tortura y si esa ceremonia se reconstituye a la vez en los cuerpos unidos de dos amantes que la propician mirando la fotografía de la primera ceremonia, los objetos que se utilicen serán necesariamente rituales. Su ritualismo puede entenderse si se toma como ejemplo un juego oracular chino, el I Chino la tablilla surcada de letras y números llamada ouija. Al método adivinatorio chino corresponden tres monedas que permiten trazar un hexagrama simbólico basado como la ouija en una dualidad antagónica de respuestas. La ouija y el I Chin guardan entre sí la misma relación que hay entre el espejo y la fotografía, son símbolos de oráculos máximos, se fundamentan en un juego de opuestos como la predestinación y el libre albedrío y ambos producen cierto tipo de ruidos específicos, de ecos. Tirar las monedas produce un leve tintineo, utilizar la ouija un deslizamiento sonoro. El tintineo de las monedas y el deslizamiento de la ouija propician la llegada del cirujano-fotógrafo Farabeuf que arrastra su pierna artrítica como se arrastra la ouija para proporcionar respuestas y los instrumentos que el médico lleva en su viejo maletín suenan levemente reproduciendo el sonido del I Chin. El hexagrama chino que utiliza monedas y la ouija, «parte del acervo mágico de la cultura de Occidente» (pp. 9-10), convocan presencias e instigan a la ceremonia, como la aparición de Farabeuf provisto de los instrumentos que lo definen como cirujano, propiciará la ceremonia que se prepara a lo largo de cada una de las páginas del libro.

Hemos asociado así objetos a ruidos; pero aún sigue la lista. La Mujer que puede ser muchas, o simplemente una Alegoría de la Mujer como sacerdotisa-víctima, llama a Farabeuf, o al Hombre, complemento necesario de esta dualidad antagónica, tirando las monedas y deslizando la ouija. El Hombre-Médico-Farabeuf le responde a la Mujer-Enfermera-Mélanie, deslizando el pie para producir el eco del ruido de la ouija y toca sin querer la pata de una mesa de forma específica que produce también el sonido de las monedas. La comunicación se establece por medio de los objetos y de los ruidos que estos objetos producen. El pie que topa por accidente con «la base de metal de la mesilla de mármol junto a la cual yo aguardaba tu contacto, el roce de tu cuerpo, la posesión de tu mirada y tu piel, al chocar contra la pieza de metal que figuraba la garra de una quimera o de un grifo que retiene entre las uñas afiladas, una esfera, hubiera producido un ruido característico» (p. 114), llamada, aviso premonitorio por tanto.

La quimera, el grifo, son símbolos enigmáticos, símbolos de la cultura grecolatina o de la iconografía renacentista, o hasta de las arquitecturas del art nouveau, pasando por los grifos y quimeras medievales. La quimera se puede convertir en tigre, símbolo a su vez del Oriente, tigre metafísico, solemne, situado en la apertura de la existencia para definirla o para cerrarla. «Alguien que tal vez eras tú, tú o Farabeuf, esperándome como el tigre, en un quicio que, traspuesto, es la frontera entre la vida y la muerte, entre el goce y el suplicio, entre el día y la noche...?» (p. 119). Y la asociación simbólica que sigue al sonido termina en una asociación mucho más abstracta y de otro orden: es decir, se trata de un signo constitutivo de una escritura que pregunta los enigmas.




El enigma como signo de la escritura

Y los enigmas se replantean mediante alegorías y se aclaran con repeticiones. Una mosca golpea insistentemente las páginas del libro, relacionando escenas y completándolas. Aparece de repente como aparece cualquier mosca, golpea en la ventana y cae. Su aparición se repite, pero casi siempre dentro del mismo contexto, un contexto que se integra a la escena que se desarrolla en la habitación en la que una mujer contempla en un espejo su imagen, al tiempo que arroja las monedas de un juego adivinatorio, mientras suena la ouija y se oyen los pasos del Hombre en la escalera. La mosca vuela y en el tocadiscos permanece un disco dando vueltas en un instante detenido en la melodía, como el vuelo y la agonía de una mosca o el suplicio de un príncipe chino grabado en un papel fotografiado. Las alusiones se vuelven cada vez más constantes, como esas películas que aún no se han montado y que se presentan en rushes para que el director ordene la edición, o como en la película de Resnais, El año pasado en Marienbad, en la que la misma historia nos aparece contada desde diversos ángulos y con matices más cercanos.

De la mención de los objetos se pasa luego a las asociaciones que los objetos provocan. Una estrella de mar que la mujer encuentra cuando los amantes pasean a la orilla de la playa -escena igualmente repetida y revivida desde diversos ángulos -nos da la clave: Estrella marina que las aguas arrojan a la playa, estrella que la mujer recoge y desdeña; repugnancia que se resiente por algo viscoso, salino, pegajoso, que se adhiere a los dedos, aunque adherida a la sensación vaya también el sentimiento morboso que se le conecta: primero la rememoración obvia de actos sexuales, de humedades, pero luego, y es lo más importante, la cercanía que lo viscoso tiene con la sangre que cae, se coagula y deja manchas negras y viscosas en la caída. «Mira una estrella de mar y ese ser putrefacto tenido delicadamente entre las yemas de tus dedos te contagió una ansiedad como si tus manos hubiesen tocado un cadáver antes que tu corazón se hubiera dado cuenta de ello ¿recuerdas?» (p. 29).

Estas asociaciones que provocan los objetos no se detienen a la altura de las asociaciones del inconsciente, ya sea en el orden de la sexualidad o de la muerte; su función es más compleja, se cumple en la alegoría. Específicamente la alegoría se menciona bajo la forma de un cuadro a su vez alegórico: El amor profano y el amor divino del Tiziano. La significación del cuadro que el lector mira cuando el autor lo describe guarda parentesco con el problema de los espejos. Refleja imágenes, no realidades, y la visión será siempre a la inversa: como lo que se mira en una fotografía que se ordena siguiendo una colocación contraria a la que las cosas tienen en la realidad, o como las figuras que el espejo nos devuelve para reproducir en otra dimensión espacial una visión relativa de nosotros mismos. Estas posibilidades se multiplican cuando Elizondo nos hace ver en el cuerpo del libro distintas colocaciones que copian la realidad, pero al revés, como por ejemplo el siguiente texto: «Aviso -Cuando se lea en este libro: Incídase de izquierda a derecha...; atáquese el borde izquierdo del pie...; prosígase hasta la cara derecha del miembro... adviértase que los términos izquierda y derecha se refieren al operador y no al operado» (p. 136).

Farabeuf opera y sigue concretamente este tipo de instrucciones, el lector que mira la fotografía debe seguirlas también y la Mujer que espera al Hombre y que en el libro se llama la Enfermera, se mira al espejo reflejada, junto a un cuadro que ofrece en paralelo las dos posibilidades extremas del amor: lo profano y lo divino. La profanidad del instante amoroso se detiene cuando lo divino desmistifica y eleva a eterno lo deleznable y pasajero del tiempo3.

Pero esta alegoría no se termina tan simplemente, continúa aumentando en complejidad y se convierte en signo de una escritura que descifra los enigmas.

El símbolo escrito se concretiza en los límites de su representación, en su ideograma y las imágenes pasan así de una abstracción aparente para revivir en el signo concreto y representado. El signo numérico chino que representa al seis es la figura simplificada al máximo -que podría dibujar un niño- de un hombre con los brazos extendidos, aunque este signo sea también el del hexagrama que se utiliza en el I Chin para la identificación de los enigmas, a la vez que es la representación de la figura del supliciado, atado a una estaca y atravesado por dos barrotes transversales que lo desgajan. La figura del supliciado se santifica con la sonrisa última del dolor supremo, el hexagrama que corresponde al seis chino, contesta a los enigmas que los hombres se plantean y es también la representación simplificada de una estrella de mar. Los símbolos se han vuelto signos y se acercan a otro de los esquemas reiterados sin cesar: La mujer que espera junto al espejo se acerca a la ventana y traza un signo, junto cae la mosca. El signo que se traza en la ventana se aparece en la punta de la memoria como las palabras en la punta de la lengua, pero su significado no se recobra.




El signo erotizado intenta el misticismo

Una gradación se establece y pasamos de lo concreto representado mediante signos dibujados, de lo que es ideograma, iconografía, a lo que es escritura hierática y precisa de una sabiduría antigua que desemboca en lo metafísico pasando por el misticismo. Cada objeto reiterado en el libro deja de ser un objeto para convertirse en el signo preciso o en la letra específica -dígase número quizá- de un alfabeto especial que responde también a la escritura especial que el libro nos ha planteado.

La descripción de la narración tradicional se utiliza a nivel de signo que representa un nuevo tipo de alfabeto constituido por las letras-objetos que se reiteran en toda las escenas y que se reflejan en sus imágenes: en los espejos, en la fotografía, en el recuerdo, en la memoria, en un coito, en el cuerpo del supliciado. Los signos son parte de un lenguaje, revelan los enigmas. Elizondo nos los ofrece a varios niveles. Primero mediante una explicación de tipo histórico y circunstancial que podría explicar superficialmente los problemas de la anécdota. En suma, se trataría escasamente de una historia de espionaje. Pero esta historia banal, la de un sacerdote que viaja a China para intervenir en los asuntos del Oriente, a la manera de los europeos colonialistas de finales de siglo, conduce a la historia de un cirujano que toma fotografías y tiene una amante. Los personajes de esta historia medio velada pasan a ser los personajes de otra historia más definitiva porque se convierten en el Hombre y en la Mujer, signos de la dualidad antagónica de los opuestos, pareja de amantes eternos que realizarán el acto carnal como un sacrificio propiciatorio y total. Un sacrificio en que la mujer se ofrecerá al hombre no ya en vida, sino en la muerte. Su muerte demostrará su vida y la vida terminará en el derramamiento de sangre. Esta ceremonia ritual se llevará a efecto bajo el influjo de una mirada que detenida en una fotografía ha de evocar todo un mundo, a la vez que el deseo de unirse en la muerte.

La muerte se representará como en el gabinete de un ilusionista ante una galería de espejos, o en un hospital sobre esas camillas ginecológicas que se utilizan para que las mujeres den a luz o para ser examinadas. La alegoría nos lleva de nuevo al cuadro del Tiziano, a la realidad del sexo y a su trascendencia en la purificación que se efectúa en la muerte. Es más, nos conduce a la novelización de las teorías que Georges Bataille ha expuesto en Las lágrimas de Eros y en El erotismo4. El supliciado, en fotografía, es la imagen que los amantes necesitan para iniciar su rito, que nosotros, lectores, cumpliremos al mirarlo en la Escritura y en la imagen.

El miedo a la muerte se conjura con la muerte. El hombre torturado se convierte en el símbolo iconográfico y místico de un nuevo santo, del hombre emasculado que representa la unión de los opuestos en la muerte, porque con el martirio la dualidad se funde y el Hombre y la Mujer son Uno: «Se trata de un hombre que ha sido emasculado previamente... Es una mujer, Eres tú, Ese rostro contiene todos los rostros. Ese rostro es el mío, Nos hemos equivocado» (p. 146).

La Mujer y el Hombre, Farabeuf y la Enfermera, él y ella, Tú y Yo, imágenes diversas que revelan la misma identidad esencial de la pareja de opuestos tradicionales en todas las religiones primeras, terminan abandonando la fotografía que les abre las puertas del Enigma y del Deseo, para convertirse ellos mismos en la imagen contemplada, que nosotros vislumbramos en la galería de espejos del último capítulo del libro. «Ahora serás el espectáculo. Ese juego de espejos hábilmente dispuestos reflejará tu rostro surcado de aparatos y mascarillas que sirven para mantenerte inmóvil y abierta hacia la contemplación de esa imagen que tanto ansías contemplar» (p. 178).

Aunque la memoria de la protagonista se detenga en el umbral del significado de los signos y sólo deletree los alfabetos de una nueva escritura de la que entiende las letras, pero no el idioma, como quienes descifran escrituras arcaicas grabadas en tabletas sin poder identificar las palabras, aunque el recuerdo no se verifique porque el olvido -frase banal- es más tenaz que la memoria, las respuestas se hallan formuladas a su vez como preguntas en el mismo libro, porque todos los personajes son en realidad «un esquema irrealizado» (p. 93).

Este esquema irrealizado nos desidentifica aparentemente y conduce a Elizondo a utilizar, a profusión, argumentos que Borges ha puesto en circulación en la literatura hispanoamericana: «[...] Podríamos... ser la conjunción de sueños que están siendo contados por seres diversos en diferentes lugares del mundo. Somos el sueño de otro... Somos el pensamiento de un demente. Alguno de nosotros es real y los demás somos su alucinación» (p. 93)5.




Lo barroco en el lenguaje y en las situaciones

Salvador Elizondo utiliza como Carlos Fuentes en Cambio de piel una serie de situaciones que se plantean como enigmáticas. Son enigmáticas porque ocultan elementos fundamentales dentro de la trama y también porque se colocan en aparentes tiempos y espacios distintos dentro del libro. Cada aparición reiterada de la misma situación arroja nueva luz sobre el enigma y el autor nos va entregando nuevas claves que redibujan el tramado. La repetición de escenas y la proliferación de elementos prodigan la sensación de complejidad, pero, en suma, dan como resultado su clarificación. La fragmentación representa entonces, más que un enigma, una especie de rompecabezas de figuras diminutas que acaban por encontrar el sitio que les corresponde en el dibujo. La mirada del lector perdida entre espejos, se recupera en la fotografía de la cual se parte y se reafirma en la representación de los ideogramas. Resuelto este problema de novela policial, el lector-autor se enfrenta a uno nuevo que vuelve a dar la apariencia de una gran complejidad: el deslinde de los mitos y el proceso mitificador.

Aunque su obra parezca distinta a la primera lectura -y en muchos sentidos lo es en verdad-, ambos escritores presentan semejanzas. En este caso las semejanzas se hacen nítidas porque ambos utilizan tiempos y espacios sagrados que se encarnan en un mito, pero que les es ajeno, que no tiene vigencia porque es un artificio. Elizondo utiliza elementos de cosmogonías orientales y Fuentes acude a los mitos prehispánicos de México y a los mitos tradicionales de Occidente, los griegos y los hebreos. Pero en ambos también la labor se traduce en este sentido por el mismo fracaso -visible de manera especial en otro escritor mexicano, Fernando del Paso y específicamente en su novela José Trigo- porque los mitos nunca llegan a amalgamarse, a fundirse con el cuerpo del libro: el proceso mitificador es artificial, impuesto. Se utiliza como arquitectura estructural, como andamiaje, pero su consistencia se pierde, pues no significa más que un trabajo artesanal de gran inteligencia, es cierto, pero elaborado a sabiendas, sin impulso, sin alucinación. Es como aplicar una teoría sociológica de los mitos a una novela, pero para explicarla, no para otorgarle esa sacralidad que sólo el mito verdadero puede alcanzar. En Cien años de soledad, de Gabriel García Márquez, y en Pedro Páramo, de Juan Rulfo, se pueden recuperar mitos griegos, mitos bíblicos y mitos prehispánicos; pero su mitología trasciende la curiosidad libresca y la bella arquitectura de la inteligencia que se ha edificado con palabras y con escrituras formadas de ideogramas. En Elizondo y en Fuentes, el barroquismo está en el lenguaje, en la mirada sagaz que calcula el movimiento de una pieza de ajedrez, en el juego de asociaciones que crean luces y perspectivas caleidoscópicas.

Y ese juego de perspectivas invade el misticismo. La tesis de Bataille, esa cercanía indisoluble de amor y muerte, ese erotismo a la vez vital y mortal aparece vaciado de su sentido más profundo, de la angustia existencial que la muerte reclama y de la exaltación que un erotismo vuelto misticismo provoca. La pareja Farabeuf-Mélanie, Médico-Enfermera, Él-Ella son las imágenes heladas que el espejo nos devuelve, el sonido metálico de los instrumentos y el frío acero de una camilla ginecológica. La novela es un acierto mientras se va tramando, mientras las asociaciones se revelan, cuando los signos se vuelven ideogramas, misterios oraculares y acertijos. La escritura falla cuando nos arranca de un mundo vivo en el que la muerte juega su más definitivo papel porque nos remite a eso que Borges llamaba, hablando de «Pierre Menard, autor del Quijote»: «un mero elogio retórico de la historia».







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