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Fatalidad relativa: Gabriel Miró y la representación finisecular de la mujer

Isabel Clúa Ginés



Uno de los rasgos más originales de la obra mironiana es, sin duda, su reelaboración de las líneas maestras de la cultura finisecular. La producción de Gabriel Miró, iniciada en 1901 con La mujer de Ojeda, se despliega durante las tres primeras décadas del siglo XX y permite observar la constelación de temas claves de la cultura del fin-de-siècle y, en especial, «su superación sistemática [...] siempre a la busca de alcances más complejos y deteniéndose sólo a las puertas de las innovaciones expresivas que hoy consideramos características de los años veinte» (Márquez Villanueva,1990:21)

Precisamente, uno de los núcleos centrales de la cultura del fin-de-siècle es la representación de la mujer, convertida en un icono contradictorio y depositario de ideologías hegemónicas muy marcadas. Los estudios culturales sobre el fin de siglo, y en particular sobre este tema, vinculan la masiva presencia de lo femenino en el arte a las modificaciones de las condiciones socio-culturales que resitúan a la mujer en la sociedad, otorgándole papeles y funciones nuevas y desestabilizando un sistema patriarcal que se había basado en dualismos perfectamente cerrados e invariables (Dijkstra, 1986). La polarización de la mujer en estereotipos antagónicos -mujeres fatales y damas angélicas- y su ubicuidad en el arte no es, pues, el resultado de una simple elección estética sino que hace patente una serie de discursos sobre el género y la sexualidad, sus normativas implícitas y sobre todo, sus puntos de fuga.

Resulta cuanto menos extraño que un tema axial del arte del fin de siglo haya sido tan poco atendido por la crítica mironiana, en especial considerando que ésta ha insistido enormemente -y con acierto- en la relación de Miró con la cultura finisecular. Si bien aspectos como la textualidad, el uso de ciertos motivos o la presencia de ciertos discursos han sido investigados con rigor hasta la fecha actual, la única contribución al estudio del género y su representación en la obra del autor data de los años 80 y apenas aborda la conexión de las imágenes femeninas mironianas con los discursos finiseculares (Barbero, 1981).

Este artículo, pues, pretende apuntar algunas líneas en esa dirección repasando, someramente, algunas figuras femeninas que muestran la tensión entre los modelos finiseculares y la particular versión mironiana. Me he centrado en tres estereotipos muy determinados: la femme fatale, la adúltera y la loca, que son especialmente útiles para recorrer los puntos claves de los discursos de género de la época y el diálogo que Miró mantiene con ellos. La tensión que impregna este diálogo no se debe exclusivamente a motivos estéticos, como pudiera ser la búsqueda de la originalidad, sino que descubre, a mi juicio, la capacidad de la obra mironiana para indagar en las cargas ideológicas que radican en esas imágenes y cuestionarlas, o al menos, depositar ciertas fisuras en ellas.






ArribaAbajoLa mujer fatal: Herodías, Figuras de la Pasión del Señor (1916)

Probablemente, el personaje mironiano que muestra con mayor claridad esa tensión es la Herodías que aparece en Figuras de la Pasión del Señor (1916), un texto que constituye el mayor y mejor ejemplo de reescritura literaria de los Evangelios que existe en la literatura española. La obra está formada por quince capítulos que recomponen fragmentariamente los últimos días de Cristo, basándose en las figuras, más o menos conocidas, que tomaron parte en la Pasión: Judas, Annás, Barabbás, Pilato, Simón de Cyrene, María de Cleofás o la Samaritana, entre otros.

El capítulo «Herodes Antipas» parte de los Evangelios como base pero, a partir de ahí, Miró desencadena su propia reescritura que mucho debe a los modelos textuales del fin-de-siècle. El sustrato del capítulo es, en ese sentido, plenamente finisecular: el hecho de dedicar un extenso capítulo a la figura de Herodes y Herodías -la auténtica protagonista del relato- ya muestra una clara inclinación hacia la imaginería precedente. Por otra parte, la decapitadora del Bautista constituye uno de los iconos más desarrollados del fin de siglo, y hablo de decapitadora y no de Herodías porque ésta se confunde, las más veces, con Salomé. Los documentos históricos clásicos dan pocas directrices sobre la participación de cada una de ellas, pero la leyenda aúna y confunde la naturaleza instigadora de Herodías y la perversa sensualidad del baile de Salomé, que hacen fortuna desde época muy temprana, como señala Bornay, quien confirmando la falta de información sobre este episodio, concluye: «Lo único que estrictamente se sabe es que [Salomé] sedujo a Herodes y obedeció dócilmente a su madre, que deseaba vengarse de Juan el Bautista. Porque la verdadera femme fatale de la historia es Herodías, no Salomé, quien solo es una pequeña virgen exhibida impúdicamente por una madre incestuosa» (Bornay, 1990:193)

Partiendo de esta base, no es cuestión de repetir la genealogía moderna de Salomé/Herodías que ya ha sido tratada con detalle (Praz, 1999 y Dijkstra, 1986 entre otros). Baste con decir que desde la aparición de Herodías besando la cabeza muerta del Bautista en el poema de Heinrich Heine Atta Troll (1843), su presencia en el arte se multiplica exponencialmente, confundiendo el motivo del beso con el motivo del baile de Salomé. De hecho, es esa doble atracción por lo macabro y lo sensual la que marca las versiones más populares del fin de siglo: una fascinación irresistible por el contraste entre la belleza de la mujer y el terrible resultado de sus deseos. En ese sentido, no hay versiones más conseguidas que aquellas que aparejan el texto literario con su contrapartida visual, tal y como ocurre en la Salomé de Oscar Wilde, que no puede ser leída sin tener al lado las ilustraciones que hiciera a propósito Aubrey Beardsley, entre ellas «La recompensa de la bailarina» y «El beso», que abundan en ese contraste entre lo bello y lo siniestro.

Esa confluencia entre el discurso y la visualidad se hace evidente también en las reflexiones de Des Esseintes sobre los lienzos de Gustave Moureau que podemos leer en À rebours. La misma iconografía, orientalista, opulenta y preciosista, que caracteriza las pinturas de Moureau se pueden rastrear en lo que constituye el intertexto más cercano a la Herodías de Miró y que no es otro que el relato «Hérodiade» de Flaubert, con la que mantiene unos aires de familia más que notorios. Basta leer la primera y extensísima descripción de Herodías para comprobar tal relación con la imagen opulenta, erotizada y lujosa que consagra la tradición:

Se amaba en Herodías su carne y lo que ella tocaba haciéndolo suyo como nimbo de su figura. Sobre todas las gracias, la de su paso. Los tapices, los jaspes, los senderos, no recibían su huella como la de otras mujeres; porque al andar Herodías todo semejaba florecer bajo la perfección y la gloria perversa del ritmo de su vida. Andaba sintiendo la plenitud de sí misma, y sin dejar de ser ella, se vestía de todos los encantos de la castidad, de la lascivia, de la timidez, de la audacia, como de túnicas de naturalezas tejidas para su cuerpo y dóciles a su antojo para la tentación.


(Miró 1943: 1305)                


La descripción continúa con una profusión de detalles lujosos: las sedas que la envuelven, las amatistas que luce en su frente, el antimonio que rodea sus ojos y vuelve otra vez al movimiento hipnotizador de su paso, concluyendo con una inequívoca reflexión: «Ave y sierpe. La serpiente de Antipas». Esta idea es especialmente relevante porque muestra con claridad el doble juego que la obra mironiana establece con los antecedentes finiseculares. La mujer fatal como serpiente es una imagen cultivada hasta la extenuación por los artistas del fin de siglo, siempre apuntando hacia la naturaleza malévola de la mujer; lo que Miró hace con esa imagen es poner en circulación ideas menos evidentes pero absolutamente trascendentes en términos discursivos: y es que donde hay una serpiente que hipnotiza con sus movimientos, hay un espectador que se deja atrapar en ese movimiento, y el texto deja bien claro que ese espectador no es otro que Antipas.

Por otra parte, el texto sitúa en varias ocasiones a Herodías junto a un águila regia, majestuosa, augusta, una criatura en la plenitud de sí misma. La dualidad entre el águila y la serpiente permiten atender todo el juego ideológico que se despliega: Herodes la convierte en serpiente, un animal vil, marcado bíblicamente con el signo de la perversidad, un animal que se arrastra, miente, manipula y fascina al varón en su baile hipnótico; Herodes la convierte en serpiente para «elevarse sobre sí mismo», y en ese afán de reafirmación se desarrolla el resto de la trama, articulado sobre una lujuria de posesión que nunca es completa y cuyo correlato objetivo es Salomé, convertida en una doble de su madre que para Herodes significa, como su madre, aquello que no se puede poseer.

En ese sentido, la obra mironiana rompe rotundamente con la tradición finisecular, que situaba en una cadena de complicidad la mirada de Herodes y la del lector. El texto es especialmente cuidadoso en mostrar cómo el poder de Herodías emana de los terrores y la inseguridad de su esposo, no en vano la pieza se inicia con un Herodes que abandona repentinamente a sus consejeros para lanzarse, atropelladamente, tropezándose y pisándose la túnica, a la persecución de Herodías.

Miró no solo contrapone la imagen majestuosa de Herodías con la miseria de Herodes sino que indaga en ambas figuras, poniendo al descubierto los mecanismos que rigen las reescrituras finiseculares de Herodías y las representaciones, en definitiva, de la fatalidad femenina:

Junto a Herodías veíase bastardo el Tetrarca. Y la quiso como herencia y paradigma de lo que no estaba en él, gozándolo en un refocilo acre, denso y fatal, de casta propia y enemiga, aborreciéndola villanamente y amándola para elevarse sobre sí mismo.


(Miró 1943: 1306)                


Resulta casi conmovedor contemplar cómo el propio texto apunta lo que las lecturas feministas de la iconografía femenina del fin-de-siècle denuncian: la idea de la mujer como figura de la alteridad, que revela los miedos y las carencias del sujeto masculino que la demoniza y la convierte en mujer fatal. En ese sentido, la Herodías mironiana se sustenta, como sus precedentes inmediatos, en una densa trama escopofílica; la novedad es que, en este caso, el texto abre un hiato insalvable entre la mirada fascinada que intenta reducir a objeto hermoso la figura femenina y la mirada del espectador. En ese hiato se desarticula toda la parafernalia óptica que naturaliza y hegemoniza la mirada del varón: el texto se detiene cuidadosamente en mostrar que esa mirada no es neutra, ni inocente, ni pura, sino que está regida por unos intereses que en el caso de Herodes se basan en el miedo, la inseguridad y en consecuencia, las ansias de dominación.

Sobre esta trama de poder y pasión que constituye la relación entre Herodes y Herodías se alza el verdadero eje del capítulo, el juicio a Jesús, una escena en la que de nuevo Miró maneja con maestría las Escrituras amplificándolas y utilizándolas para deconstruir todavía más, si cabe, la fatalidad inquebrantable de Herodías. La escena recurre de nuevo a la tematización de la visualidad y al cruce de miradas: mientras Herodes es incapaz de soportar la mirada de Cristo -escena que tiene su paralelo apenas tres páginas antes, cuando es la mirada de Herodías la que resulta insoportable- y acaba contemplándose en un espejo, Herodías acaba el relato contemplando fascinada a Jesús.

Recogió el Tetrarca el espejo de ella, un disco de plata con mango de ébano y frutillas de marfiles, y vio allí su risa convulsa de enfermo, una risa solo de piel crasa, sudada, amarillenta y fría. Y arrojó el espejo [...] Se apretó la faz, y sus manos palparon la mueca de la risa. Todo estaba lleno de su risa, y le dolían las entrañas de humillación, de oscuridad, de desamparo, de congoja.

Y cautelosamente se iba acercando a las terrazas.

Su corte, sus guardias, sus siervos y ella, vestida de púrpura, miraban al Rábbi...

Y él se sentó en una losa, como un mendigo...


(Miró 1943: 1320)                


El párrafo se cierra con la imagen de Herodes, que ha pasado el relato sumido en una red de visualidad centrada en el Otro, abocado indefectiblemente a su propia contemplación, obligado a asumir las carencias que figuras como Herodías, en un aspecto y Cristo, en otro, han puesto al descubierto. Más revelador es todavía que el objeto preferido de su mirada, Herodías, sea en este último pasaje impermeable a la mirada de Herodes y aparezca en un intercambio de miradas con Jesús. ¿Una Herodías redimida?

Quizás sea excesivo, pero en cualquier caso, la reescritura de Herodías que lleva a cabo Gabriel Miró dista mucho de la linealidad ideológica que rige en el fin de siglo. Su relato huye del regodeo en lo abyecto que caracterizaba a los textos precedentes y desarticula la pasión escopofílica que siempre se apareja a la imagen de la decapitadora. Miró consigue situarse en el otro lado, y poner al descubierto, mediante su focalización en Herodes, que toda mujer fatal lo es, ante todo y sobre todo, porque hay un ojo que la mira con temor y pone al descubierto; también, mediante la yuxtaposición de Herodías, Antipas y Cristo en las escenas finales, nos muestra que el temor es mal consejero a la hora de hacer juicios y dictar sentencia, un tema que será recurrente en toda su producción.




ArribaAbajoLa adúltera: Beatriz, Las Cerezas del cementerio (1910)

Como decía, Herodías constituye el ejemplo más claro de reelaboración de una figura recurrente del fin de siglo, en la que se aúnan el aprovechamiento de todo el sustrato estético que la precede y una sagacidad muy notable respecto a los vectores ideológicos que lo nutren. La idea de que la mujer es fatal dependiendo del ojo que la mira circula por todo el relato y se hace todavía más evidente en el caso de la protagonista de la más finisecular de las novelas de Miró. Me refiero a Beatriz, personaje central de Las cerezas del cementerio (1910), la adúltera más pura y contradictoria, si se me permite, que nos ha legado la literatura de la época. De hecho, el adulterio que protagonizan Beatriz y Félix Valdivia es uno de los asuntos principales de la obra, pero reducirla a ello no hace justicia a una pieza que aborda temas de mucho mayor calado, como la construcción mutua de la identidad de los amantes, la duplicidad y la alteridad.

Beatriz, mujer casada y desventurada en su matrimonio, pero totalmente volcada en el amor a su hija Julia resulta mucho más compleja que sus antecedentes más próximos, como podrían ser Maria Ferres, protagonista de Il piacere (1889), de Gabriele D'Annunzio. En ésta, el matrimonio infeliz de Maria y su maternidad no hacen sino reforzar esa dualidad de la imagen de la mujer que tanto cultiva el fin de siglo: Andrea Sperelli, el protagonista, divide su pasión amorosa entre Elena Muti, delineada como mujer fatal, manipuladora y sensual y Maria Ferres, que aparece como su contrapartida angelical. Los mismos nombres ya dan idea de hasta qué punto ambas encarnan esa dualidad, y a pesar de que el texto establece ciertas similitudes entre ambas, este parecido está al servicio de un discurso absolutamente conservador que no hace más que señalar cómo la mujer, sea Elena, sea Maria, no conducen al varón a la felicidad; más bien al contrario.

Otro antecedente destacable, por su proximidad cronológica y geográfica y que puede servir para mostrar la multiplicidad de tratamientos que genera una misma serie de motivos es la novelita Epitalamio (1897) de Ramón María del Valle-Inclán, en la que también aparece la madre adúltera, su hija y el amante de la primera. En este caso, la historia pone en escena toda la escenografía decadente con su consabida perversidad, de suerte que la madre, Augusta, no sólo ejerce de adúltera sino que utiliza su condición de madre para manipular la situación y procurar un matrimonio entre su hija, Beatriz, y su propio amante que, obviamente, sirve a sus intereses. Aunque Las cerezas del cementerio también sugiere la atracción entre la hija, Julia, y Félix nada más lejos que la manida perversidad en el desarrollo de ese aspecto.

Los dos intertextos que menciono -podríamos hablar de muchos otros- son interesantes para observar hasta qué punto la representación de la mujer se eleva hasta extremos opuestos, que en el fondo sirven a un mismo discurso hegemónico. Como muestra Dijkstra, las fantasías finiseculares sobre la figura femenina parten de unos cimientos tan prácticos como la regulación institucional, cuya pieza fundamental es el matrimonio. El sistema ideal se funda en la posesión de una esposa que actúa como «guardiana del alma del comerciante» y cuya tarea fundamental es procurar que el hogar del varón sea un remanso de paz, tranquilidad y honorabilidad, a la vez que cumplir con la función reproductiva. Las imaginería asociada a este carácter fecundo y a la vez auto-sacrificial de la mujer pronto encuentran su correlato en las identificaciones con los elementos naturales -en particular con la imagen de la mujer-flor que encarna la pasividad, la sumisión y la falta de cultura-, pero pronto esa visión idealizada es sustituida por otra mucho más inquietante por la que la identificación de la mujer con la naturaleza enfatiza la necesidad de fecundación y en último término, la voracidad sexual de la mujer. En el caso de los dos antecedentes mencionados, el juego con esta doble imaginería es claro: la pureza maternal acaba cediendo, en el caso de Maria Ferres, ante la llamada de lo sensual; en el caso de Augusta, esa honorabilidad de la madre sólo resulta ser una cortina de humo que oculta su verdadero carácter «femenino».

Me detengo en estos ejemplos y en la explicación del doble discurso sobre la mujer, el matrimonio y la maternidad porque creo que así se puede atender mejor a la extraordinaria configuración de Beatriz como personaje. Su caso resulta llamativo porque incurre en las paradojas que el fin de siglo planteaba sobre la mujer -resultar sexualmente atractiva y a la vez honorable y rodeada, incluso, de una aureola sacra- pero de modo inverso. Mientras en los textos mencionados la condición de esposa y madre son apenas un rasgo que enfatiza la irresistible tendencia de la mujer hacia la sexualidad desordenada, en el caso de Beatriz, esa sexualidad desordenada, es decir el adulterio, resulta ser mucho más decente -si se me permite la expresión- que la propia institución matrimonial. En consecuencia, esas características contradictorias no se anulan, sino que forman parte de la esencia misma del personaje.

Dicho de otro modo, Beatriz no se deja reducir a una etiqueta de buena o mala feminidad, y este punto enlaza con una de las cuestiones centrales de la novela: la divergencia de los discursos y la multiplicación de la realidad en función de tales discursos. Las cerezas del cementerio plantea constantemente cómo las cosas no son simples, puras y objetivas, sino que siempre están contaminadas por el ojo de quién las contempla, de suerte que pueden ser a la vez un hecho y su contrario. Ese es el caso de las cerezas que dan título a la obra: prohibidas, símbolo de muerte para unos y apetecibles y símbolo de vida para otros. Y, como digo, es el caso también de Beatriz, un personaje radicalmente distinto según sea la historia en la que participe.

Así, para Félix, la antigua relación de Beatriz con su tío Guillermo y su posterior matrimonio con Lambeth la convierten en «heroica» y «santa». Para la familia Valdivia, no obstante, ella es «la maldición de los Valdivias, cuyos pies descendían a la muerte y penetraban los infiernos» (Miró, 1943:354). Estas consideraciones, tan extremas semánticamente, se pueden reseguir en toda la novela, que juega a crear imágenes imposibles y por ello, de alto interés. El propio nombre de Beatriz es significativo: un nombre que emana beatitud y cuyo precedente dantesco es ineludible, es utilizado para nombrar a una adúltera1. Igualmente significativa es también la imagen que cierra la novela y que evoca al libro del Génesis. Como el lector recordará, la novela se cierra con Beatriz junto a su hija Julia y la prima de Félix, Isabel, comiendo cerezas sobre la tumba del joven. El gesto de tomar la fruta del árbol, no puede dejar de considerarse junto a la imagen de Eva comiendo la manzana; pero esa imagen, símbolo de la naturaleza pecadora de la mujer, queda totalmente subvertida. Ese gesto nada tiene que ver con la muerte y el pecado; por el contrario, es el último acto de amor de esas mujeres hacia Félix y es también un gesto dador de vida, pues a través de éste, de la memoria y el recuerdo Félix permanece.

Y esto es especialmente relevante en la medida en que Félix ha pasado toda la novela sumido en un conflicto identitario, buscando su propia subjetividad y asumiendo que sencillamente es un sosias, una mala repetición de su tío Guillermo. Si Félix se tortura pensando que «¡Le amaría Beatriz por evocación nada más (Miró, 1943: 374-375), Beatriz, reflexionando sobre su historia de amor concluirá: «Toda su alma le dijo que no se puede aborrecer la luminosa quimera de un caballero ideal. Y eso era Félix. No le amaba por eficacia y derivación de la memoria de Guillermo. Amábale por él mismo (Miró 1943: 403).

En una obra en la que la búsqueda de la individualidad por parte del protagonista masculino es una pieza clave, resulta muy revelador que sea Beatriz, la única que acierte a reconocer la identidad de Félix, su exclusiva individualidad. Este aspecto de su historia de amor, no sólo enriquece y renueva el tema del adulterio (Lozano Marco, 1991: 70) sino que también acaba de transtornar los límites de la representación del género.

La relación de Félix y Beatriz está marcada desde su inicio por las redes temáticas del re-conocimiento y la identidad, concretadas en los motivos del agua, el espejo, el reflejo. Félix conocerá a Beatriz mirando a la luna reflejada en el mar, el mismo mar donde los amantes cruzarán por primera vez sus miradas; y también el agua y la mirada hundida en ella será la marca del inicio de su relación. Ante la fantasía finisecular de la mujer imitativa, la mujer espejo que recoge pasivamente la luz que emana el varón, Las cerezas del cementerio recoge esa línea temática para revestirla de una nueva y poderosa significación. En esa trama en la que la identidad de los protagonistas está en construcción, vinculada a las historias, imágenes e ideas que los otros proyectan sobre ellos, la mirada del amante deviene un factor capital. En ese aspecto, Beatriz no será la sombra del deseo y la identidad masculinos, ni una mera superficie de reflejo sino que adquiere una capacidad de acción inusual. Su mirada y su reconocimiento son cruciales, no sólo para que el hombre que la desea construya su identidad, sino también para construirse ella misma en las imágenes que el varón convertido, también, en espejo, le devuelve.

Beatriz, pues, resulta una figura atípica en términos de representación. Construida, como Herodías, sobre una imaginería precedente de líneas muy claras (las descripciones próximas al prerrafaelismo, la condición de adúltera típica de la novela del XIX, etc.) su actuación en la novela resulta ser una carga de profundidad contra la ideología a la que esas imágenes van aparejadas. Beatriz no sólo muestra que la honorabilidad y el amor no siempre están en el matrimonio2, si no que su decidida participación en la relación con Félix y el papel de guía que, finalmente desempeña, cristalizan en ese final de fábula por el cual el amor y el recuerdo devuelven simbólicamente a la vida al amante muerto y por el cual la figura femenina adquiere una agentividad y una capacidad de resolución absolutamente impermeable a las restricciones marcadas por el sistema patriarcal.




ArribaAbajoLa loca: María Fulgencia, Nuestro Padre San Daniel (1921) y El obispo leproso (1926)

Si bien, no es este el lugar adecuado para recorrer todos los pliegues y variedades del discurso finisecular sobre la mujer, una de sus facetas más peculiares se hace indispensable para comprender algunos personajes femeninos, aparentemente desconcertantes, que van apareciendo a lo largo de la obra mironiana. Me refiero al discurso sobre la locura, y en particular sobre los transtornos mentales femeninos, esto es, la histeria, que con tanta fuerza emergen en el fin de siglo.

Es justamente en la segunda mitad del siglo XIX cuando empiezan a constituirse como disciplina los estudios sobre el «alma humana», las ciencias de la mente, psicología y psiquiatría cuyo afán para establecer un discurso de la «normalidad» acaba convirtiéndose, paradójicamente, en una especie de parada de los monstruos, en un catálogo de excepciones que parecen colapsar esa norma ideal. Los tratados de psicología finiseculares muestran una curiosa convivencia entre el afán positivista de clasificar, taxonomizar y definir lo anómalo y a la vez una soterrada sensación de que la línea entre lo patológico y lo sano es muy débil. Así se ve en los tratados sobre la voluntad, la memoria o la personalidad de Theódule Ribot, o en el famoso estudio sobre el fetichismo de Alfred Binet (ambos conocidos por Miró). Mucho más extraña es la configuración discursiva de la histeria como patología; como han mostrado los estudios posteriores (Didi-Huberman, 1999), la histeria resulta un mal misterioso y evanescente, difícil de localizar fuera de las paredes del Hospital de la Sâlpetrière, donde el doctor Charcot llevó a cabo sus estudios con las supuestas histéricas. Dicho de otro modo, los estudios posteriores revelan cómo la histeria es una enfermedad, si es que puede llamarse así, discursivamente muy densa que sirve sobre todo, para etiquetar bajo un marbete uniforme a todas las actuaciones femeninas que resultan incómodas para el sistema ideológico patriarcal de la época3.

El interés de Miró por los estudios psicológicos de la época así como el impacto de la obra de Charcot en el momento son dos aspectos que cabe tener en cuenta a la hora de enfrentarse a ciertos personajes femeninos marcados por la enfermedad. Unas enfermedades de componente mental que sin embargo aparecen en representaciones femeninas cuyo rasgo principal es la diferencia. Aunque no es un caso aislado, el personaje femenino que encarna con mayor fuerza esa diferencia y que mayor conexión tiene con la locura es, sin duda, María Fulgencia, la joven luminosa que aparece en El obispo leproso (1926) para precipitar los cambios que desde Nuestro Padre San Daniel (1921) se empiezan a configurar en Oleza.

A mi juicio, las dos grandes novelas de Oleza plantean como tema de fondo una dinámica extrema de control y resistencia: Oleza es un escenario en el que el poder -cuyo símbolo es San Daniel- despliega un riguroso control sobre las criaturas que habitan en ella; no obstante, las dos novelas muestran el resquebrajamiento de ese control, que llega de la mano de algunos habitantes que, permaneciendo en su peculiaridad, su diferencia, su resistencia, alteran ese escenario tiránico. Criaturas como Don Magín, como Purita o como el propio obispo, un ser que debiera actuar como imagen máxima de ese poder represor y que, sin embargo, desarrolla un comportamiento totalmente contrario a las expectativas.

María Fulgencia forma parte de ese conjunto de personajes desestabilizadores y su llegada en la segunda parte de la novela puede entenderse como contrapeso a lo que ocurre en la primera parte, donde quién llega es Don Álvaro. Si éste, en la primera novela actuaba como catalizador de los sentimientos de conservadurismo religioso y político, y solidificaba el control y la homogeneización de las miradas, María Fulgencia actuará de modo similar, pero inverso: agitando la jerarquía, socavando la lógica hegemónica, liberando una mirada tan particular que altera y dinamiza cuanto le rodea.

Ese papel dinamizador y a veces delirante que desempeña la joven se combina con una presentación que juega, deliberadamente, con la posible locura de ésta: María Fulgencia nunca llega a ser tratada como tal, su historia se amplifica, marca sus diferencias respecto al sistema normativo y sitúa sus crisis patológicas junto a este carácter, de suerte que en la enfermedad se presenta en unos términos en los que es imposible abordarla al margen de ese discurso de resistencia.

La genealogía de María Fulgencia es ya extraordinaria, hija de don Trinitario Valcárcel y de «noble familia», sus orígenes familiares quedan marcados no por la nobleza sino por la curiosa historia que protagoniza su padre, quién se levanta del ataúd en pleno velatorio. En ese contexto cuanto menos extraño, en que la figura del padre es tomada casi como un alma en pena, el comportamiento de María Fulgencia en su infancia se caracteriza por dos aspectos de suma importancia: su capacidad para contagiar su mirada a los otros y a la vez, por el desconcierto que crea su comportamiento entre quienes la rodean. Así, por ejemplo, la muerte de su hermana, una criatura que nació «convulsa y deforme» llevan a María Fulgencia a articular un discurso tan peculiar que transfigura el recuerdo de la pequeña. Por otra parte, su comportamiento exaltado, con frecuentes crisis de llanto, contribuyen a que su familia la contemple como una fuente de conflicto constante.

Ese comportamiento de María Fulgencia no llega a definirse en ningún momento como enfermedad, pero ésta queda sugerida especialmente en el «María Fulgencia y los suyos» capítulo, donde la enfermedad física se solapa muy hábilmente con el desengaño amoroso, desplazando todos los síntomas al ámbito de la enfermedad mental. Así, las fiebres que padece tras el abandono de su primer amor es definida como una «crisis» similar a la padecida en su infancia tras la muerte de su hermana:

En esos días mostróse la huérfana con sobresaltos y deseos de soledad. Los pasaba en la profunda alcoba de los padres, quejándose y revolviéndose toda vestida en el lecho enorme de baldaquino de damascos. Estuvo todo un domingo quietecita, ovillada. No quiso alimento; se fajó la frente con un terciopelo morado, de una imagen [...] Todo amargo en su vida; sentía en su boca flores amargas; se le cerraban los ojos con un peso amargo; el agua que bebía era de hiel caliente. Su aliento y sus sienes abrasaban el hilo de los almohadones, dejándoles un olor de amargura.


(Miró 1943:933)                


Esos síntomas son reinterpretados por los familiares y el médico de las formas más diversas, pero junto a la «crisis de crecimiento», el «tifus» y otras hipótesis, el texto se afana en mostrar la presión social que padece la joven, huérfana, extraña, sola y es prácticamente imposible, a la luz del discurso de la locura que impera en la época eludir la lectura en clave de enajenación y resistencia. Por otra parte, resulta tentador ver en ella a la loca a la que aludía Miró ya en 1912 cuando en su correspondencia mencionaba su proyecto de novela «El obispo y la loca»4; aunque las especulaciones sobre esta figura son divergentes bien pudiera ser María Fulgencia, sobre todo si tenemos en cuenta que en esa misma época Miró esta trabajando en otra novela, Dentro del cercado5, que tematiza la enfermedad de la figura femenina en esos mismos términos, esto es, combinando una figura atípica de la mujer con ciertas expresiones patológicas que en el caso de Dentro del cercado sí han sido interpretadas claramente como síntomas de enfermedad mental (García Lara, 1996).

Sea o no la loca que Miró planteaba en el proyecto inicial y sean o no esas crisis de María Fulgencia un síntoma de enfermedad mental, la joven se revela en cualquier caso como un personaje femenino atípico, con una visión de mundo propia que choca con la de los seres que la rodean. Especialmente destacable es la concreción de ese choque entre la joven y su tutor, uno de los guardianes de la pureza olecense para quién «las cosas son como son» y que encarna un paradigma de normalidad y rectitud que el propio texto contempla con cierta ironía.

En ese marco y desde esos antecedentes, el comportamiento de María Fulgencia resulta casi siempre excéntrico y es evaluado con preocupación por parte de quienes habitan en la «normalidad», garantizando el orden social. De hecho, la dinámica de la muchacha es incontrolable porque cada uno de sus movimientos parecen reforzar ese orden pero las causas que la mueven en realidad, lo socavan: así ocurre con su profesión en el convento, un gesto en principio tranquilizador, en la medida en que sitúa a la joven desamparada en un ámbito «adecuado» a su situación. No obstante, María Fulgencia llega al convento por una locura, tal y como se dice expresamente en el texto: el amor espontáneo, irrefrenable que siente hacia la estatua del Ángel de Salcillo; su tutor consternado pensará que esa idea es una expresión primeriza de deseo hacia el hombre y para acabar con ello, la internará en el convento, con la conformidad de la joven, decidida a fundar un convento para el Ángel o cuanto menos a replegarse en oración.

Esa decisión que tanto tranquilizará a su tutor -«¡Ya la tenemos encaminada! Hemos acertado. ¡Ni más ni menos!» (Miró 1943:949)- genera, como ya imaginarán, unos resultados totalmente imprevistos. La llegada de María Fulgencia a Oleza le pondrá ante los ojos el «verdadero» ángel, es decir, Pablo Galindo, su futuro amante. Justamente será Pablo Galindo el testigo de la definición más acertada de la joven. Una definición que ella misma formula en su primer encuentro, cuando ella, abandonado el convento y casada con don Amancio, encuentra a Pablo en su propia casa, a la que el muchacho ha acudido para tomar clases. En una escena preciosa, en la que María Fulgencia sorprende a Pablo componiendo el vestido de una muñeca, ella se presentará asumiendo su absoluta incapacidad para plegarse a un papel determinado. Ante la vacilación de Pablo al dirigirse a ella, María Fulgencia le aclarará: «-Puede usted decirlo del todo: la Monja. En la Visitación yo era la señorita Valcárcel, y en el siglo me llaman eso, la Monja. De modo que sí, soy la mujer de don Amancio» (Miró 1943:1033)

Esa definición que explicita la incapacidad de pertenecer a un solo orden y el don de mostrar la individualidad y la diferencia allá donde ella esté, será justamente lo que compartirá con Pablo en su historia de amor. Una historia que no deja de ser un adulterio pero que, como en el caso de Las cerezas del cementerio, se tiñe de connotaciones positivas6. María Fulgencia se configura, pues, como un personaje múltiple: desde la óptica de las normativas sobre el género y la sexualidad resulta ser un auténtico torbellino, pues pasa por todos los estados posibles, desde el claustro hasta el adulterio; desde la óptica del discurso de la normalidad su movilidad es también evidente: la delirante, irreductible y alocada María Fulgencia mostrará un sentido de la realidad mucho más humano y sensato que el desplegado por los guardianes del orden olecense. Un rasgo que compartirá con otros personajes, cuya actuación libre y simultánea en Oleza cambiará ineludiblemente la fisonomía de la ciudad.






ArribaAbajoConclusión

Herodías, Beatriz y María Fulgencia son sólo tres casos de la galería de personajes femeninos que pueblan la obra mironiana. Su elección se debe a que aluden, como he venido insistiendo, a ciertas figuras muy cultivadas por el arte finisecular y muy marcadas ideológicamente por la cultura de la época. Pero no son casos aislados; de hecho, la obra de Miró ofrece unos planteamientos muy agudos sobre el ser y el deber ser de los personajes, y entre ellos, la reflexión sobre las condiciones de género ocupa un lugar destacado. Es frecuente hallar en la obra mironiana la cuestión de los modelos de feminidad, y también de masculinidad que deben seguirse y la presión que estos ejercen a la hora de constituir la identidad. En realidad, motivos como el del matrimonio infeliz, que la crítica ha destacado como recurrente, no es sino una ejemplificación clarísima de ese dinámica de choque entre una normativa sobre la conducta de los personajes y sus consecuencias.

En este aspecto, resulta muy útil acudir a los estudios culturales o a ciertos instrumentos críticos -como la crítica feminista- para intentar atender el diálogo que esas tematizaciones concretas que Miró desarrolla mantienen con sus precedentes culturales, en sentido amplio. No es tarea fácil: buscar mujeres fatales y damas angélicas en el corpus mironiano es una empresa condenada al fracaso. No es Miró amigo de binarismos cerrados y de analogías puras y duras; por el contrario, su obra manifiesta una gran capacidad crítica respecto a esos antecedentes -como he intentado mostrar- y sobre todo, los personaliza y los sumerge en sus propias redes temáticas. Pero en cualquier caso, sería un error pensar que esas representaciones de género están escritas de espaldas a todo: la crítica mironiana ya ha demostrado la estrecha relación de Miró con la cultura finisecular. En ese aspecto, este artículo sólo pretende ser una contribución al estudio de esa relación y una invitación a los lectores para repensar esas imágenes de feminidad y encontrar en ellas unas características absolutamente propias de la escritura mironiana: la sutileza, la modernidad y la originalidad construida en diálogo con la tradición.




ArribaBibliografía

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