Selecciona una palabra y presiona la tecla d para obtener su definición.
Indice
Abajo

Federico Gamboa y «Ariel»1

Manuel Prendes Guardiola





El positivismo de origen francés (Comte) y británico (Spencer, Stuart Mill), que había revolucionado la visión del mundo predominante en su época al considerar el conocimiento científico como única vía posible (superadora de la Religión y la Razón) para la comprensión de la realidad, estaba ya en franca decadencia al alcanzar el umbral del siglo XX. La ciencia irá con el paso del tiempo siendo percibida como insuficiente a la hora de discutir las categorías no materiales de la existencia: resurgirán el interés por la metafísica junto con los antiguos valores románticos del individualismo (el evolucionismo al que eran afines las ideas positivistas hacía primar la «especie» sobre el individuo) y el ansia de espiritualidad, sostenidos además por nuevos sistemas de pensamiento acuñados por filósofos como Nietzsche o Bergson.

En el terreno de las letras, la literatura surgida como consecuencia directa de la filosofía positivista fue la novela del realismo (el XIX, gran siglo de la Ciencia y gran siglo de la Historia, fue también el gran siglo de la Novela), que llegó a tener incluso ambiciones de rigor científico dentro de la llamada escuela naturalista o «experimental». También por este lado comenzó a resquebrajarse a finales del siglo el objetivismo de raíz positivista: los propios novelistas (con los grandes autores rusos a la cabeza) acabarán prestando atención a las inquietudes espirituales de sus personajes, a las pulsiones de su alma no solamente sometidas a las influencias de la herencia biológica y del entorno social. Por otra parte, la poesía simbolista o la prosa decadentista se apartaban de lo puramente referencial para buscar innovaciones en la belleza y expresividad de la lengua literaria.

En este contexto de cambio, de auténtica efervescencia idealista, alcanzaría un inmenso prestigio en el ámbito hispanoamericano el ensayo Ariel, escrito por José Enrique Rodó, un miembro de la que sería llamada en Uruguay «generación de 1900», formada en la filosofía positivista y que de diferentes maneras trató de superarla. El ficticio discurso académico que constituía el ensayo de Rodó, dedicado «a la juventud de América», defendía en un tono optimista los valores propios de la cultura latina (en su raíz clásica y pagana por un lado, y por otro en su raíz cristiana) identificadas con la armónica conjunción de las categorías de la belleza, la bondad, del altruismo y del humanismo frente al materialismo especializado, utilitarista e interesado que caracterizaría a la cultura germánica y, concretamente, a la nueva y pujante civilización de los Estados Unidos a que ésta había dado lugar en vecindad de los pueblos iberoamericanos.

No es éste lugar para buscar otra vuelta de tuerca a las calidades literarias y los valores morales y existenciales defendidos en Ariel. Nos limitaremos a seguir la ruta de las nuevas ideas hasta México, país en el que el pensamiento, o mejor dicho, los sistemas educacionales y políticos del positivismo habían sido profundamente asumidos por las clases dirigentes durante la dictadura del presidente Porfirio Díaz. Al comenzar el siglo XX, el viejo general llevaba gobernando ininterrumpidamente la República desde 1884, y la oposición a su poder omnímodo y a la corrupción que éste amparaba iba en aumento. Una política que hoy tal vez hubiéramos llamado «tecnocrática», llevada a cabo por una élite burguesa, había dado al país un desarrollo material sin precedentes en la Historia, pero a costa de suprimir los principios de igualdad y libertad a los que pronto volvieron a aspirar tanto las masas campesinas como la burguesía ilustrada. Para esta última, por añadidura, el Positivismo en que había sido educada -no sin provecho- había quedado notoriamente desprestigiado no sólo por el ya señalado anquilosamiento de su filosofía, sino por la identificación que se acabó estableciendo entre ella, el Estado porfirista y la mediocridad intelectual que éste avalaba a juicio de la nueva generación. En 1909, la joven intelectualidad fundaba el Ateneo de la Juventud, que habría de convertirse en la institución precursora y emblemática del resurgimiento cultural mexicano posterior a la Revolución. Un año antes, por cierto, se había editado en Monterrey la primera edición comercial de Ariel, a expensas del gobernador Bernardo Reyes (uno de los más influyentes personajes del régimen de Díaz) y a instancias, con toda probabilidad, de su hijo Alfonso Reyes, distinguido ateneísta y futuro maestro de las letras hispanoamericanas.

No es posible, sin embargo, olvidar que la misma «vieja generación» vivía el paso de los nuevos tiempos y percibía la necesidad del cambio. Fue el caso más ilustre el de Justo Sierra, discípulo del doctor Gabino Barreda (introductor del positivismo en México), prestigioso educador de la juventud mexicana a través de la Escuela Preparatoria y uno de los más distinguidos hombres públicos de México. Sierra acusó también, en sus últimos años, las deficiencias de una educación positivista puramente técnica y práctica, que desdeñaba la formación humanística, y alcanzó en su ancianidad a fundar la Universidad Nacional Autónoma de México, resucitando la vieja institución virreinal clausurada en 1833.

Otro prócer de las letras mexicanas presenciaba, ya maduro y sin tal protagonismo, esta incipiente revolución intelectual: el novelista Federico Gamboa. Hombre de ideas conservadoras, Gamboa admiraba profundamente al viejo general (liberal) Díaz, quien desde el poder había refrenado las políticas «jacobinas» dirigidas contra la Iglesia católica. Como diplomático, representó a su país en puestos clave como Guatemala o Washington. Paralelamente, fue componiendo una importante obra literaria a base de traducciones, artículos periodísticos, piezas teatrales, libros de memorias (fue el primer escritor mexicano en dar categoría artística al género del diario, escribiendo los suyos con el destino expreso de ser publicados) y, especialmente, varias novelas que le proporcionaron su máximo éxito y reconocimiento como escritor. Sobre todo a partir de la publicación en 1903 de Santa, historia de una desdichada joven caída en la prostitución cuyo tono algo melodramático no le impedía incluir una viva pintura de la sociedad capitalina y sus sórdidas diversiones.

En Santa ya se atisban algunos indicios del hecho que marcará la obra posterior de Gamboa, concretamente de la novela que llevó el revelador título de Reconquista: su conversión al catolicismo. La formación cristiana de Gamboa había debido pugnar desde su juventud con los propios hábitos del escritor, así como con la educación reglada que había recibido según las directrices del positivismo (la cual atacará duramente en Reconquista). Sin embargo, por motivos insuficientemente explicados en las páginas de Mi diario, 1903 es el mismo año en que tiene lugar su vuelta a la vivencia religiosa y emprende la redacción de Reconquista, publicada cinco años después. El resultado final de la novela es más interesante como testimonio autobiográfico y manifiesto ideológico del autor que desde el punto de vista literario, en el que el tono de «prédica» y los largos monólogos unas veces del narrador, otras del protagonista (un pintor llamado Salvador Arteaga, viudo y descreído, cuyo obsesivo afán por lograr un lienzo en el que se halle reflejada la esencia de la nación mexicana lo llevará a redescubrir la fe católica) acaban por lastrar el conjunto.

Gamboa no podía ser ajeno a las inquietudes con que se abría el nuevo siglo. Fuera cual fuera su vivencia personal, no deja de ser significativo que, como tantos otros novelistas del realismo decimonónico (Galdós, «Clarín», el mismo Zola), su narrativa volviera el rostro hacia el utopismo o los valores trascendentes. Pero antes que tratar, en general, de la vuelta al idealismo del escritor mexicano, lo que quiero en estas páginas es reseñar una serie de coincidencias entre las ideas de Rodó (uno de los «maestros» de la juventud mexicana del Ateneo) y las expuestas por Gamboa en Reconquista. Señalaremos que Reconquista se publicó en 1908, el mismo año de la primera edición mexicana de Ariel.

La de Gamboa es una novela extensa (y a ratos, como he dicho, farragosa), a lo largo de la cual van apareciendo digresiones en materia artística, filosófica y moral, coincidiendo con los episodios culminantes dentro de la evolución del protagonista. No hay momento en que se condense de un modo sistemático el pensamiento expuesto en la novela, pero uno de los más destacables se halla al comienzo (capítulo II de la primera parte), cuando Arteaga pronuncia su discurso de ingreso como catedrático en la Academia de San Carlos; discurso que, como Ariel, adoptará la forma de una «elocución a los jóvenes», ese tipo de «sermón laico» que constituyó un género muy en boga, como ha señalado Belén Castro Morales (Rodó, 1995: 143)2, entre moralistas del siglo XIX que ejercerían largo magisterio posterior: Ralph W. Emerson, Francisco Giner de los Ríos, Justo Sierra, Ernest Renan... Partiendo de la premisa de que el destinatario del discurso de Próspero, el viejo profesor de Ariel, está menos definido por su dedicación profesional que al que se dirige Arteaga (alumnos de una Academia de Bellas Artes), el discurso del pintor reúne en apenas un par de páginas una serie de ideas de sintonía arielista.

La primera de ellas es la confianza en la generación a la que se dirige, la visión optimista de la juventud como una edad llena de voluntad y de fuerza para luchar por alcanzar los ideales que se propongan (condensados en las categorías de Bondad y Belleza). Los maestros, hombres ya maduros, saben que están formando una minoría intelectual, burguesa y urbanita (la única en el universo hispanoamericano que, por otra parte, tenía acceso a una educación completa), destinada a ejercer un papel rector dentro de la sociedad3 y, en palabras del pensador uruguayo, hacer manifestarse en la sociedad su «fuerza bienhechora» (19). Se deriva de aquí una actitud de cierto aristocratismo en estos dos maduros «guías» (como tal se presenta, expresamente, el personaje gamboano, cuyo nombre -Salvador- encierra tal vez una intención simbólica), más negativa en Arteaga, cuando afirma rotundamente que «¡donde la masa penetra el arte muere!» (957), que en el Próspero que incide en la moral evangélica: «todo espíritu superior se debe a los demás en igual proporción que los excede en capacidad de realizar el bien» (59).

«El espíritu clásico encuentra su corrección y su complemento en nuestra moderna creencia de la dignidad del trabajo útil», declara Próspero a sus discípulos (33). Gamboa se manifestará en sus novelas solidario con quienes trabajan con sus manos y deben sufrir los males de la tiranía y la ignorancia aunque, a diferencia de Rodó, relacionándolo con el espíritu artístico tan sólo como fuente de inspiración para el arte y como motivo de protesta y denuncia social (finalidad del arte ante la que se inhibe el autor de Ariel). El uruguayo aparece como heredero de una formación positivista en cuanto que afirma que «sin la conquista de cierto bienestar material es imposible, en las sociedades humanas, el reino del espíritu», idea compartida por Gamboa al igual que por la burguesía mexicana favorecida por el régimen porfirista. Porque la denuncia de Gamboa jamás apeló a una solución política de los problemas de los menos favorecidos, sino más bien a la compasión de quienes detentaban el poder. Pero, en todo caso, tanto el autor mexicano como el rioplatense fustigan al hombre -y, por extensión, a la sociedad- que detiene sus posibilidades en el materialismo. Arteaga alude a las «sociedades que adoran el becerro de oro y para todos los dioses levantan los Gólgotas», de «los populosos desiertos sin fin de indiferencia y de ignorancia» (957); Rodó, por su parte, adscribe los valores del utilitarismo materialista y de la plutocracia al personaje shakespeariano Calibán, considerado réplica de Ariel (oposición tomada de Renan, de Peladan, tal vez de Rubén Darío4), quien pasa a convertirse en símbolo de la América anglosajona que se cierne amenazante sobre las repúblicas hispanoamericanas. La avasalladora amenaza yankee es presentada más como fenómeno cultural que político (aunque Rodó ya lo habría podido intuir éste tras la guerra de 1898, y Gamboa lo había conocido de primera mano durante sus misiones diplomáticas): «La poderosa federación va realizando entre nosotros una suerte de conquista moral» (Rodó, 1995: 64), «la invasión yanqui, lenta, sin entrañas, corruptora [...] avanzando a sus anchas porque nadie, lo que se llama nadie -¡he ahí lo triste, lo tristísimo!- oponíale ni asomos de resistencia...» (Gamboa, 1965: 1087).

La insistencia en el peligro del norte coincide también en ambos autores: casi la mitad de Ariel se centra en el estudio de la cultura norteamericana desde el punto de vista del venerable Próspero; Arteaga, aunque no trata de ella -explícitamente, puesto que sin duda los considera mentalmente encarnación de la sociedad filistea, de «los de Panurgo»-, sí les dedica más adelante extensas reflexiones de donde está extraída la cita anterior. Combaten ambos autores la confusión del progreso y la modernidad con el desarrollo material y el menosprecio de las tradiciones y de los orígenes, defecto que caracteriza en su opinión la civilización estadounidense. Rodó, quien ve la «génesis» de la América hispana en el momento de su independencia (48), y al tratar de las raíces cristianas y mediterráneas de ésta se remonta a la Edad Antigua, no deja por ello de advertir contra la creciente «visión de una América deslatinizada por propia voluntad, sin la extorsión de la Conquista, y regenerada luego a imagen y semejanza del arquetipo del Norte» (64). En México, país de un pasado virreinal de mayor riqueza que el del Río de la Plata, los intelectuales que admiraron Ariel y los clásicos grecolatinos volvieron también sus ojos a la época del imperio español, que es la de los grandes clásicos del idioma castellano, de los cuales algunos como sor Juana Inés de la Cruz o Juan Ruiz de Alarcón pertenecían al propio patrimonio cultural. La lengua aparecerá como un elemento decisivo de la proyección espiritual de la «raza latina» (el lema de la UNAM, «Por mi raza hablará el espíritu», sería acuñado por el ateneísta José Vasconcelos).

También la labor evangelizadora y educadora de los religiosos del tiempo de la Conquista sería recuperada y elogiada. Gamboa, en el tiempo que escribe Reconquista, parece también súbitamente fascinado por el antiguo virreinato de la Nueva España, época que ha condicionado decisivamente la posterior historia y cultura mexicanas5. Pese a su rancio hispanismo (Arteaga se enorgullece de su ascendencia española: 1047), Gamboa exalta también el idealismo y la belleza de otras épocas pasadas: la Grecia clásica, el Renacimiento... y, por extensión, a los «artistas-hombres, engendradores, potentes, [...] en constantes nupcias prolíficas y sanas con la vida y con la belleza» (1093).

Aunque las reflexiones de Gamboa no exceden el marco de su país, son en algunos aspectos aplicables al conjunto de la comunidad hispanoamericana en mayor medida que las ideas de Rodó. Quien, por ejemplo, en su visión «latinista» de América -tal vez por proceder de una región en que el fenómeno ya había pasado a la historia- abandona por completo las cuestiones del mestizaje y del indígena, a las que el novelista mexicano no fue nunca ajeno. Ahora bien, la visión hispanocéntrica que tenía Gamboa de la cultura de su país no se distinguió por la comprensión hacia las etnias marginadas dentro de la sociedad mexicana: se hará cargo, sí, de la postración en que vive el bracero indígena, pero (no olvidemos que es un escritor formado en el naturalismo) lo considera biológicamente incapaz de mejorar su situación por sí mismo, ni tampoco adaptarse a las mejoras, y así lo dejó ver ocasionalmente en sus novelas y, concretamente, en el discurso pronunciado en la Escuela Nacional Preparatoria, el 29 de septiembre de 1898, ante el propio presidente Díaz6.

También a causa de su país de origen, Rodó sí presta atención al fenómeno de la inmigración, frente a la que muestra cierta prevención7. Actitud semejante mantiene ante la democracia igualitaria, despreciada por su maestro Renan en el drama Calibán, pero que Rodó defiende y considera posible compatibilizar con la ilustración de los ciudadanos. Gamboa coincide y a un tiempo difiere de estas ideas políticas: personalmente, fue partidario -aunque no totalmente acrítico- del caudillismo porfiriano; como escritor, ya he indicado que no abordó directamente problemas políticos, mostrándose igualmente escéptico con respecto al pueblo que con respecto a los gobernantes, y cifrando todas sus esperanzas de cambio en la mejora personal del individuo a través de la educación, del trabajo, del amor familiar y de la religión.

En este último ámbito, Rodó muestra un pensamiento de honda raíz cristiana, pero apartada de una confesión concreta y admirativamente seguidora de las ideas de Renan. El cristianismo «natural» de Ariel está íntimamente relacionado con las corrientes del catolicismo liberal decimonónico y de las nuevas corrientes religiosas llamadas modernistas. Es más, son las ideas cristianas de amor y caridad las que dan sentido al ideal democrático de Rodó, quien se opone así a otros idealistas como Nietzsche.

En cambio, observamos en Federico Gamboa, la fe firme del converso: católico ortodoxo, en la Iglesia romana ha encontrado la propia salvación y la de su personaje, y en ella vislumbra las esperanzas de México, como último factor de unión dentro de su sociedad. Sin embargo, es curioso verle caer en ciertas manifestaciones típicamente finiseculares en el tratamiento de la Religión, como por ejemplo, a la manera de Chateaubriand o de los prerrafaelitas, la identificación de ésta con el Arte. Salvador Arteaga recuperará, con la fe, no sólo el sosiego espiritual, sino también su perdida inspiración artística. Su discurso en la Academia se encuentra rodeado de elementos «sacros» que dan al artista una dimensión mesiánica como «guía» de la humanidad: la escalera que accede a la sala es «conventual», «santa», y asciende «simbólicamente» (956) hasta «el ideal de las regiones misteriosas». La Fe (957) es, con la voluntad, lo que conducirá a los jóvenes a su objetivo; éstos obsequiarán con una ovación a su maestro mostrando que «aún había en México amor y culto por la Belleza y por el arte». Arte que (1093-1094) será, en su función social, denominado «arte apóstol». También a Salvador se le escapa en sus tiempos de increencia una triste pero también esperanzadora cita de Renan: «Dejemos que los que rezan, recen, ¡qué sabemos si no les aprovechará a ellos y a nosotros los que no rezamos, por añadidura...!» (1103)

Reconquista está encabezada no sólo por dos «confesionales» citas de San Pablo (referidas más bien a la circunstancia en que se gestó el libro: Romanos I, 13 y XI, 32), sino por la siguiente cita de otro de los modelos (norteamericano, por añadidura) del idealismo «fin de siglo»: el poeta y pensador Emerson: To believe your own thought, to believe that what is true for you in your private heart is true for all men... (921). De donde se transparenta una llamada a la fraternidad universal, recurrente en el Gamboa de sus últimas novelas, y un eco del noli foras ire agustiniano que bien podríamos relacionar con esa religiosidad «natural» (o cuando menos «interiorizada» y asumida valientemente por el individuo) de la que hablábamos. Dos citas poco menos que «rodonianas», pues, abren esta penúltima novela de Gamboa.

Por último, unos comentarios a propósito de la función social del arte desde el punto de vista de ambos escritores. En el momento de haberse referido al «arte apóstol», pone Gamboa en boca de Salvador: «Yo abomino del arte inútil y blasfemo [...] que se aísla para producir, que sólo produce para los iniciados, que se pasma frente a lo ininteligible y complicado, que se declara aristocracia intelectual, y, como todas las aristocracias, desdeña a los de abajo...» (1093). Contrastan aparentemente estas palabras con las pronunciadas tiempo atrás en su discurso de cátedra. Ahora bien, hemos de tener en cuenta que entre uno y otro monólogo ha ido avanzando el proceso de conversión del personaje, lo cual parece adscribir a la incredulidad la actitud del «arte por el arte» y del elitismo intelectual (alusión evidente a la coetánea estética modernista), y a un arte que ponga la Belleza, su objeto fundamental, al servicio del mejoramiento de la sociedad, de la denuncia de su injusticia y de los males que la descomponen. Rodó no era del todo ajeno a esta misma concepción. El maestro uruguayo, pasado a la historia literaria como uno de los maestros del Modernismo, prueba (como lo prueban la obra de Rubén Darío o de José Martí) que la visión del movimiento como un formalismo vacuo no revela más que una lectura superficial. La ética y la estética están indisolublemente unidas en la visión de Rodó (que jamás, como Gamboa, llegará al extremo de hablar de la necesidad del arte de «simplificarse» para que lo comprendan las «muchedumbres encadenadas a las desigualdades seculares», 1093), pero él ya dos años antes de Ariel se había declarado contra la forma «cincelada y vacía» que se alejaba de la realidad y amenazaba con deshumanizar el arte, e incluso después de declararse a favor del nuevo movimiento rechazó explícitamente la «trivialidad y frivolidad literarias» (136-137). A propósito de la novela consideraba que la renovación del género debería pasar por captar «el hombre interno en la tiniebla psicológica», reflejar «un mundo nuevo de sensaciones, de imágenes y de afectos» ( cit. en Englekirk / Ramos: 68-69). Esa misma novela, en fin, decadentista o modernista a la que Gamboa estaba queriendo acercarse, tal vez sin reconocerlo, en sus últimas narraciones.

Las citadas analogías dentro de la obra de dos escritores coetáneos, aunque miembros de distintas generaciones y «escuelas», no son casuales. Gamboa, que vivió de cerca la época del modernismo, confiesa en su diario (el 22 de mayo de 1916), con motivo de la muerte de Rodó, no haber leído su obra (1995-VI: 468), aunque sí haberla conocido «de oídas» por los fragmentos (parece que de Los motivos de Proteo) que le recitaba su amigo Rafael Martínez Freg. La voluntad de empezar la lectura del pensador uruguayo por Ariel, ensayo ampliamente difundido desde la edición mexicana de 1908 y ya anteriormente distribuido por todo el continente gracias a la iniciativa de su propio autor, podría hacernos pensar en un parecido «conocimiento parcial» por parte de Gamboa. En todo caso, incluso la renovadora llamada de atención que supuso Ariel sobre la conciencia hispanoamericana respondía a un clima general de vuelta al espiritualismo y de búsqueda de una identidad8 lejos del positivismo y de la sumisión a modelos culturales ajenos a la propia tradición cultural, del que participaron todos los intelectuales con inquietudes por el destino de sus pueblos, como fue el caso de Federico Gamboa.






Bibliografía

  • ARELLANO, Jorge Eduardo, «Calibán y Martí en Los raros de Darío», Anales de Literatura Hispanoamericana, 28 (1999), pp. 431-444.
  • ENGLEKIRK, John E. / RAMOS, Margaret M., La narrativa uruguaya. Estudio crítico-bibliográfico, Berkeley-Los Ángeles, University of California Press, 1967.
  • GAMBOA, Federico, Mi diario. Mucho de mi vida y algo de la de otros . (VII vols.), México, Consejo Nacional para la Cultura y las Artes, 1995.
  • —— Novelas, prólogo de Francisco Monterde, México, Fondo de Cultura Económica, 1965.
  • QUIRARTE, Martín, Gabino Barreda, Justo Sierra y el Ateneo de la Juventud, México, UNAM, 1970.
  • RODÓ, José Enrique, Ariel, edición de Belén Castro Morales, Madrid, Anaya & Mario Muchnik, 1995.
  • RODÓ, José Enrique, Obras completas, edición de Emir Rodríguez Monegal, Madrid, Aguilar, 1967.


Indice