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Federico González Suárez


Federico González Suárez



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Estudio y Selecciones de
Carlos Manuel Larrea



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I

La inteligencia humana, su dominio sobre las fuerzas de la naturaleza por las conquistas de la ciencia; la obra espiritual y las creaciones del hombre en el campo de las letras y las artes, hacen más perdurable la grandeza de las naciones que los triunfos de las armas o la expansión del comercio, efímeros y cambiantes.

La República del Ecuador, país pequeño en extensión territorial y escasamente poblado, ocupa sin embargo lugar prominente, desde remotos tiempos, en la historia de América, por su cultura y por la pléyade brillante de hombres ilustres nacidos en su suelo. Tierra de inmensas montañas de cúspides elevadas y asombrosas, ha producido hombres que también pueden considerarse cumbres sobresalientes en los pueblos hispanoamericanos: Espejo, el precursor de la independencia y de la ciencia microbiológica; Maldonado, el sabio geógrafo más ilustre de su siglo en América; Mejía, el elocuente defensor de la libertad en las Cortes de Cádiz; Olmedo, el lírico más notable de la época; Rocafuerte y García Moreno, estadistas geniales y propulsores del progreso nacional; Montalvo, dominador del idioma y polemista insuperable, son   -24-   verdaderamente figuras de primer orden en la historia de la ciencia, las letras y la política de nuestro continente, y sus nombres, con los de otros muchos ecuatorianos, dan brillo esplendoroso a nuestra patria.

En medio de tan insignes varones hay uno que constituye la gloria más pura del Ecuador y debe ser nuestro mayor timbre de orgullo: el ilustrísimo señor don Federico González Suárez, Arzobispo de Quito.

Sabio y santo. Arquetipo del verdadero patriota, modelo excelso del sacerdote católico, eximio prelado, luchador infatigable en defensa de la fe, pensador profundo, historiador eminente, sabio en ciencias eclesiásticas y profanas, literato y crítico, teólogo y filósofo, González Suárez descuella entre los más ilustres hijos de nuestra América y es la cumbre más elevada entre los grandes hombres ecuatorianos.

Su vida, admirable desde la infancia infortunada y llena de privaciones hasta sus últimos días de sereno ocaso, no obstante su incesante batallar por sus ideas -amigos y enemigos, toda la nación ecuatoriana le respetaba y escuchaba su voz como un oráculo-, es síntesis de virtudes y admirable ejemplo de perseverante contracción al estudio y al trabajo. Sus libros, escritos no para satisfacer intereses mundanos ni para buscar vanas alabanzas, fueron inspirados por el ideal del cumplimiento estricto del deber de sacerdote y de patriota. En el libro en que mejor se refleja su alma y resplandece su sinceridad, en las Memorias íntimas, se expresa de ese modo: «Entre las miserias propias del corazón humano debe contarse la vanidad del saber, y más todavía la vanidad del escribir: gran miseria es estudiar para ser tenido por sabio: gran miseria es escribir para alcanzar fama entre los hombres. Yo he dedicado mi vida entera al estudio; pero, auxiliado y sostenido por la gracia de Dios, creo que no he buscado el aura popular; así mismo, con mis escritos no he pretendido fama ni renombre mundano. El amor propio es muy sutil, engaña   -25-   con suma facilidad y puede ser que yo me encuentre muy equivocado; sin embargo, me parece que mi intención ha sido recta, y que no he solicitado mi gloria, sino la de Dios.

»He estudiado, porque he estado y estoy convencido de que la ciencia es indispensable para el sacerdote: la ciencia es útil para la sociedad, es necesaria para la Iglesia y da gloria a Dios... He estudiado, porque la ciencia es un medio de hacer el bien en la época presente, en la cual ya el mundo no cree ni en la virtud, pero respeta la ciencia».

Sus enemigos tachábanle de soberbio, porque era digno en todo su proceder, grave en su trato e inflexible en materia de principios. Nosotros que tuvimos la fortuna de tratarle íntimamente, que fuimos favorecidos con su confianza y afectuosa amistad, admiramos siempre la humildad positiva y la verdadera modestia de nuestro insigne Maestro. Quien pudo hacer ostentación de ciencia, derramaba su saber en forma de sencilla conversación. Su inmensa erudición se ocultaba de manera discreta y recatada. Sus sabias lecciones jamás tuvieron aire magistral o dogmático, sino cuando se trataba de cuestiones de Fe.

Dolor, penuria y soledad llenan los años de su infancia. El único amparo fue su santa madre, mujer extraordinaria, a la que admiró con profundo respeto y amó del modo más entrañable. Sacrificios y tribulaciones caracterizan los años de su juventud. Persecuciones y sufrimientos sin nombre, su madurez y ancianidad. Vivió en una de las épocas más agitadas de la República y luchó incesantemente contra los enemigos de la Iglesia y de la patria, defendiendo con indomable energía los fueros de Dios, atacando con decisión y franqueza las leyes dictadas por el radicalismo antirreligioso, en particular el laicismo en la educación de la juventud; y luchando por el honor de la patria, condenando la intervención extranjera de tropas mercenarias con el fin de derrocar al gobierno ecuatoriano, por más que éste fuera su enemigo.

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Huyó siempre de las dignidades eclesiásticas. Había hecho voto de no admitirlas y fue preciso que le obligara la Santa Sede para que aceptara, en 1893, el Obispado de Ibarra, después de haber renunciado cuatro veces y haber agotado los medios para excusarse de aquel nombramiento «no por deseo de tranquilidad, ni mucho menos por temor al trabajo», como lo dice en sus Memorias íntimas. Igualmente en 1905 suplicó al Papa que le dejara morir en su Diócesis y no le obligara a aceptar la promoción a la silla primada del Arzobispado de Quito. Pero una vez posesionado de su nuevo y difícil cargo, cuando el Gobierno del Jefe Supremo, general Eloy Alfaro, trató de desconocer su investidura arzobispal, el ilustrísimo González Suárez defendió con toda energía el derecho de la Iglesia que pretendía arrebatar el Estado en nombre de la anacrónica Ley de Patronato. Véase la manera valiente como se expresaba en documento publicado en Quito en aquellos aciagos días de 1906 «Bien: aquí estoy: inerme e indefenso... Señores los de la Dictadura, ¿qué os place hacer de mí?... ¿La celda del Panóptico? ¡Ahí, yo he de ser el Arzobispo de Quito!... ¿El destierro? Por remoto que de la tierra patria estuviere el lugar de mi proscripción, ¡allí yo no he de dejar de ser el Metropolitano de la Provincia eclesiástica ecuatoriana!... De dos cosas no podéis nunca despojarme, del amor a la patria y del Palio Arzobispal».

La biografía del Iltmo. señor González Suárez aún está por escribirse. Nicolás Jiménez, el distinguido biógrafo y perspicaz crítico literario dio a luz la mejor semblanza del egregio Arzobispo y sabio polígrafo1.

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Muchos escritores notables han dedicado hermosas páginas en su alabanza; y no han faltado libros inflamados de pasión sectaria o de fanatismo ciego para atacarle; pero todavía no se ha dado a conocer en detalle esa admirable vida ni se ha aquilatado desapasionadamente la magna obra realizada por ese varón esclarecido. Nosotros en este Prólogo a una selección de sus escritos, no pretendemos escribir la biografía del insigne Arzobispo, nuestro amado Maestro. Quien algún día emprenda en esa labor para gloria de la patria, tendrá que ahondar en el rico manantial que son sus Memorias íntimas2 y en sus cartas privadas y epistolario oficial abundantísimo, para poder penetrar en los arcanos de su alma y apreciar las diversas facetas de su múltiple personalidad.

Dos sentimientos, como hemos dicho, llenaron el corazón y guiaron todos los actos de la fructuosa existencia de González Suárez: el amor a Dios y el amor a la patria. El primero fue el norte al que dirigió su pensamiento y su voluntad. Este amor le inspiró las páginas más hermosas de su bello trabajo sobre Jesucristo, de su sentido libro Nuevo mes de María, de sus ascéticas consideraciones acerca del Santísimo Sacramento y las inspiradas poesías místicas que también brotaron de su pluma.

Asombra el caudal inmenso de conocimientos adquiridos durante vida tan activa, colmada de responsabilidades y rodeada de preocupaciones, de tristezas y de angustias. El amor supremo de su corazón: Dios; y el amor a los libros, fueron lenitivos a sus dolores y fuerza para su indeclinable energía.

A costa de grandes sacrificios hechos en su pobreza, formó con paciencia y perseverancia una estupenda biblioteca, fuente preciosa para sus estudios, constantes y tesoneros. Logró reunir libros rarísimos, y con amor de bibliófilo solía mostrarnos y ponderar   -28-   los importantes datos que contenían. De ésta, su única riqueza, se desprendió generosamente entregándola a uno de los ocho jóvenes con los que, en 1909, fundó en Quito la Sociedad Ecuatoriana de Estudios Históricos Americanos, elevada por el Congreso de 1920 a la categoría de Academia Nacional de Historia. Jacinto Jijón y Caamaño, uno de los discípulos predilectos del sabio historiador, supo en su corta y proficua vida para la ciencia, aprovechar de ese caudal bibliográfico inapreciable.

La obra científica y literaria del ilustrísimo señor González Suárez es en realidad vastísima: cuatro volúmenes publicó sobre ciencias eclesiásticas y cuestiones religiosas. Entre ellos llama la atención por lo erudito el libro de exégesis titulado Estudios bíblicos, en que analiza los primeros capítulos del Génesis. Seis son sus principales escritos sobre Prehistoria y Arqueología; treinta y cuatro los más notables escritos históricos, entre los que sobresalen la Historia eclesiástica del Ecuador desde los tiempos de la conquista hasta nuestros días, dada a luz en 1881; la Memoria histórica sobre Mutis y la Expedición botánica de Bogotá en el siglo décimo octavo, editada la primera vez en 1888 y la segunda en 1905; y el más importante, la Historia general de la República del Ecuador, ocho volúmenes y un Atlas arqueológico, impresos entre 1890 y 1903.

Los escritos y estudios literarios de González Suárez versan sobre los más variados temas: escribió acerca de la poesía épica cristiana, La Cristiada del padre Hojeda, el Paraíso perdido de Milton, la Divina comedia del Dante, y el Poema de San Avito. El bello libro Hermosura de la Naturaleza y sentimiento estético de ella, que lleva un encomiástico Prólogo de don Marcelino Menéndez y Pelayo, contiene descripciones magníficas del paisaje ecuatoriano. Estudió las Églogas, las Geórgicas y la Eneida de Virgilio; y compuso un precioso tratado sobre la belleza literaria de la Biblia. Hizo magistrales estudios críticos de las obras de Lacordaire, Balmes, Federico   -29-   Guillermo Faber, fray Luis de León, Chateaubriand, Lamenais, Montalambert, César Cantú, Belisario Peña, Basilio de Oviedo y otros escritores notables, demostrando en todos estos estudios, su certero juicio crítico, su gusto refinado por las letras y los vastos conocimientos que poseía de las diversas escuelas literarias... Tres ediciones se han hecho de los Recuerdos de viaje, y el Estudio biográfico y literario sobre Espejo y sus escritos es el más amplio y profundo de cuantos se han publicado respecto del precursor de la independencia.

En dos gruesos volúmenes se encuentran reunidas las principales obras oratorias del ilustrísimo señor González Suárez, dotado como pocos ecuatorianos del don de la elocuencia en grado extraordinario. En multitud de folletos se hallan publicados varios discursos como La poesía en América, La poesía y la historia, La libertad de imprenta, Las constituciones ateas, etc., así como discursos patrióticos que conmovieron hondamente el sentimiento de los ecuatorianos. Las Cartas pastorales, Exhortaciones e instrucciones publicadas durante su largo ejercicio episcopal, pasan de ochenta; e innumerables son los Autos, Manifiestos y Documentos oficiales, dados a luz en el Boletín eclesiástico y otros órganos de publicidad3.

Es, pues, un monumento grandioso de ciencia y de literatura la obra múltiple del más fecundo de los escritores ecuatorianos, del príncipe de nuestros historiadores que, como muy bien se ha dicho, no sólo escribió   -30-   la historia sino que durante largos años también la hizo.

Cuando se haga el análisis completo y se formule el juicio crítico de la enorme producción intelectual de González Suárez, se verá cómo la mayor parte está consagrada a la obra sacerdotal, a defender la fe y la moral cristiana, a servir a Jesucristo y a su Iglesia. Pero junto a esta labor inspirada por el amor a Dios y que corresponde a su verdadera vocación de sacerdote, hay la que se debe a su otro gran amor, el de la patria y a su otra vocación, la de historiador. De su acendrado amor a la patria nació el afán de conocer la vida de la nación ecuatoriana, íntimamente unida a la acción y desenvolvimiento de la Iglesia desde la época de la conquista española. De ahí que su primer proyecto fuera componer una historia de la Iglesia católica en América. Luego restringió el propósito a escribir la Historia eclesiástica del Ecuador desde los tiempos de la conquista hasta nuestros días, cuyo primer tomo se imprimió en 1881. Mas, siempre con la idea de hacer obra completa en servicio del país donde se meció su cuna, decidiose a escribir la Historia general de la República del Ecuador.

Para realizar esta gran obra, venciendo innúmeras dificultades, investigó en los diferentes archivos de Quito: el de la Presidencia, el de la Real Audiencia y el del Municipio; los del Cabildo eclesiástico y de la Curia metropolitana, de las Notarías públicas o Escribanías, como entonces se llamaban; los papeles de la antigua Universidad, los de varios archivos conventuales, etc. Investigó, además, en los archivos de Cuenca, Loja, Riobamba e Ibarra. Convencido de la insuficiencia de esta documentación para poder escribir la historia general del Ecuador, partió a España en cuyos principales archivos copió extraordinaria cantidad de documentos y tomó notas indispensables para su obra. En Madrid, Alcalá de Henares, Simancas y sobre todo en el Archivo de Indias de Sevilla, trabajó con asombrosa actividad y reunió material abundantísimo con el que, vuelto a la patria, después   -31-   de visitar las principales capitales de Europa occidental, las del Brasil, Uruguay, República Argentina, Chile y el Perú, en donde estudió también y recogió datos complementarios y documentos útiles, emprendió en la redacción de la obra que iba a darle el mayor renombre como historiador.

Lástima grande que la historia general se interrumpiera al fin de la época colonial. González Suárez no creyó tener documentación suficiente para proseguir el trabajo y escribir sobre los más trascendentales acontecimientos de la vida ecuatoriana, los relacionados con la independencia de la madre patria y la organización de la República, después de la guerra magna. Así nos manifestó varias veces que le instábamos para que continuara la magnífica obra de la historia. Respecto de la época de la dominación española, se expresa así el biógrafo Nicolás Jiménez: «La colonia está reconstruida con una exactitud que asombra. No hay laguna en esa larga narración por más que, a veces los temas, es decir, los hechos sean insignificantes. A trechos, cuando los sucesos o las figuras sobresalen, destácanse páginas de artística factura, en que la pluma suya se convierte casi en genial, trazando retratos, cuadros, paisajes, escenas, en los que se palpa la labor vivificadora de su imaginación».

Desde que concibió el proyecto de escribir la historia del Ecuador, el ilustrísimo señor González Suárez comprendió la necesidad de estudiar los orígenes del pueblo que habitaba este territorio al tiempo de la llegada de los conquistadores hispanos. Durante su permanencia en la provincia del Azuay se dedicó a reunir materiales para este trabajo: visitó las ruinas prehistóricas que todavía se conservan, hizo excavaciones en diversos puntos de Cañar y de Azuay y al observar manifestaciones de diferentes culturas en el mismo territorio, vio la necesidad de llevar a cabo serios estudios arqueológicos, nuevos enteramente en nuestra patria.

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Comenzó, pues, a componer una monografía histórico arqueológica de la región ocupada por los Cañaris a principios del siglo XVI. Fruto de estas investigaciones fue el primer libro de arqueología escrito por un ecuatoriano, y del que creemos conveniente ocuparnos con algún detenimiento, para dar a conocer uno de los aspectos más interesantes del sabio polígrafo y de su labor científica.

Un sentimiento noble y purísimo de amor a la patria resplandece, de un modo especial, entre las múltiples virtudes que en alto grado poseyó González Suárez; y aquel sentimiento se refleja desde el primero de sus discursos que conocemos, el pronunciado en 1871, en el Colegio de los Jesuitas, sobre «La poesía en América»: «Amo a la América -exclama-, y la amo con ternura por sus largos padecimientos; amo a la América y la admiro por su heroico valor; amo a la América y la amo con cierta especie de reverencia por ser la patria de mis padres, y quiero con especial cariño al Ecuador por ser mi patria»... «que los sabios hablen de ciencia, yo sólo sé hablar de cosas de mi patria». Y las cosas de la patria, la historia de la patria, atraían desde entonces su clara inteligencia, y a su estudio se consagraba con ardor y entusiasmo. Ya en aquel mismo discurso aparecen las dotes del historiador: su recto criterio, su imparcialidad, su erudito saber, su valor para decir la verdad, toda la verdad, aunque las circunstancias no fueran las más propicias. La sólida preparación en el estudio, el orden y claridad en la exposición, su crítica recta y justiciera y sobre todo su gran amor a la historia, se muestran en el opúsculo sobre El poder temporal del Papa, que publicó en 1874. A su espíritu profundamente religioso, a su fe viva y ardiente se unen ese acopio de erudición que distingue a todas sus obras y una lógica inflexible al exponer los argumentos, sin que las abundantes citas en que apoya el relato de los hechos, vuelvan pesada su lectura, que en veces arrebata   -33-   por la elocuencia del período y por la elegancia de la frase. Nicolás Jiménez dice que alcanzó con esta obra «el justo renombre de escritor correctísimo, literato de vuelo y ardoroso apologista católico». Sus discursos y oraciones fúnebres habíanle granjeado fama de gran orador, y la fuerza de su dialéctica y la vasta ilustración que campean en sus Exposiciones en defensa de los principios católicos hacían considerarle polemista incomparable.

Acababa de publicar la célebre Condenación de la Carta a los obispos, las cinco magníficas Exposiciones a que hemos aludido y la no menos admirable Defensa de los principios republicanos, y aún resonaban los vibrantes discursos pronunciados en la Asamblea Constituyente de Ambato, sobre la libertad de imprenta, la religión del Estado y la unidad religiosa en el Ecuador, cuando apareció en Quito el Estudio histórico sobre los Cañaris. Para la mayor parte del público este escrito pasó desapercibido; en unos pocos que seguían el movimiento literario de la época, causó extrañeza, estupor mismo, la nueva orientación del joven escritor a quien esperaban ver consagrado exclusivamente a la cátedra sagrada y a la polémica religioso-política, que absorbía casi todas las actividades nacionales.

«La publicación de mi Estudio histórico sobre los Cañaris -dice el mismo Sr. González Suárez en la hermosa carta dirigida al Ilmo. Sr. Pólit4-, fue recibida por el público con la más completa indiferencia, y hasta con desdén; no faltó quien se arrepintiera de haberse suscrito a un ejemplar, y eso que la suscripción no valía más que un sucre; algunos individuos me calificaron de ocioso, porque, siendo clérigo, me ocupaba en escribir cosas de los indios...». Y luego   -34-   añade con razón: «Cuando yo comencé mis trabajos arqueológicos, carecía de público en nuestra patria».

Con frecuencia, el inolvidable Maestro, para alentarnos cuando estábamos en los comienzos de nuestros estudios, nos contaba los obstáculos que tuvo que vencer, los tropiezos que halló a cada paso en sus investigaciones históricas, la tenacidad con que las prosiguió a pesar de la falta de libros, de fuentes de consulta, de recursos económicos y de atmósfera adecuada para los trabajos científicos. «En mis estudios arqueológicos, en mis investigaciones históricas -dice en la antes citada carta-, yo estaba solo, aislado; no tenía a quien consultar nada, ni a quien pedir consejo. Me aprovechaba del ejercicio del santo ministerio para hacer algunos estudios; pero aun en esto tenía que proceder con mucha discreción, con cautela, con disimulo, para no exponerme a causar escándalo; pues, aunque las gentes de los pueblos a donde iba como misionero me veneraban, con todo, les sorprendía eso de buscar ollas de barro y tiestos de indios gentiles. -¿Para qué buscará eso?- decían. Cuando me veían hacer algún dibujo de las ruinas de los antiguos edificios, discurrían que estaba buscando entierros o huacas, porque suponían que yo había de saber dónde las había».

Efectivamente, la mayor parte del pueblo no podía concebir que se hicieran viajes, desmontes, excavaciones, sino por buscar el oro de las huacas; ni podía imaginar que se guardasen con afán trozos de cacharros o los restos humanos que se hallaban, sino por una extravagancia o locura, cuando no atribuían a esa singularidad fines supersticiosos o de hechicería.

¡Con cuán pocos libros, y cuán difícilmente reunidos, comenzó González Suárez sus estudios arqueológicos! ¡Con cuánta dificultad y cuántos sacrificios   -35-   coleccionó algunos objetos extraídos de las tumbas de los aborígenes, salvados de la destrucción a que los condenaban los buscadores de tesoros, que al violar los sepulcros, impulsados por la sed de riquezas, despedazaban los cacharros y echaban al fuego los objetos de madera como inútiles e inservibles!

Habiendo reunido, pacientemente, considerable acopio de datos, después de seis años de preparación, en los que había consultado buen número de libros, muchos de ellos de rareza extraordinaria, y no pocos documentos importantes, escribió el Estudio histórico sobre los Cañaris. Para imprimirlo tuvo que vencer nuevos obstáculos: en Cuenca no había facilidades, por entonces, para ilustrar con láminas el libro. Sólo en Quito existía una prensa litográfica, propiedad del Sr. Dn. Carlos Mateus, quien la prestó generosamente; pero faltaban lápices y quien supiera manejarlos. El insigne artista Dn. Joaquín Pinto se encargó del trabajo, fabricó los lápices, y las deficientes láminas -entonces extraordinario éxito de nuestras artes gráficas- fueron hechas por el pintor y por su esposa. La falta de recursos hizo que se limitara la edición, la cual no llegó a cien ejemplares. Al cabo de tantos trabajos, el libro vio la luz en setiembre de 1878. Lo imprimió José Guzmán Almeida, en la imprenta del Clero, en formato de octavo mayor, y fue dedicado a tres de los jóvenes que componían la sociedad literaria Liceo del Azuay.

Ya hemos dicho que el libro fue recibido con indiferencia, con desdén, por la mayor parte del público; no sabemos que se haya levantado ni una voz de estímulo y elogio; antes por el contrario, muchas personas lamentaban que aquel joven sacerdote, dotado de tan relevantes prendas, de tan clara inteligencia y vasto saber, se dedicara a investigaciones de una oscura historia, en vez de consagrarse a combatir por la prensa el liberalismo. Veamos cómo nos cuenta el autor, en la mencionada carta al IImo. Sr. Pólit, la acogida que tuvo su libro: «Cuando, por fin, vencidas   -36-   tantas dificultades, logré dar a luz mi Estudio histórico, esperando llamar la atención del público, me llevé un gran chasco; el cual me habría desalentado para siempre, si en todas mis labores literarias no me hubiera propuesto como fin principal la gloria divina: deseaba honra para mí; pero no para complacerme yo en ella, sino para que el sacerdocio ecuatoriano adquiera prestigio mayor».

«Tan desusado y desconocido era el género entre nosotros, -dice hablando de esta obra el inteligente biógrafo Sr. Jiménez5-, que más bien hubo personas -y de las ilustradas- que hicieron fisga de la seriedad y fervor con que el presbítero cuencano (residía por entonces en Cuenca), desperdiciaba su tiempo en coleccionar y describir los cacharros de los indios».

Para explicar la acogida que tuvo el primer libro de arqueología ecuatoriana en nuestra patria, preciso es que recordemos las tristes circunstancias políticas de la República, que nos demos cuenta del ambiente que reinaba y veamos cuán poco adecuado y propicio era para las serenas labores de la ciencia.

Pocos años antes, en 1875, había caído bajo el hierro homicida el ilustre García Moreno, protector decidido de las ciencias y gran impulsador de la instrucción pública en nuestra patria. Con su muerte se paralizó la gran corriente de progreso científico en que había entrado el Ecuador desde el establecimiento de la Escuela Politécnica y la reforma de los estudios. Después de breve espacio de tiempo en que pudo gozar de paz la República, volvió a ser convulsionada por las agitaciones políticas. Surgió la revolución que echó abajo al gobierno de Borrero, y con el establecimiento de la dictadura del general Veintemilla, volvió la era de luchas y rencores, de odios y venganzas, que agitaban a todos los partidos. Las energías todas   -37-   se gastaban en la lucha política, en combatir a la dictadura o el régimen militar y despótico que se había implantado después de la traición de setiembre, suscitando reacciones violentas; la prensa hostil al Gobierno ocupábase sólo en atacarlo y la que le era partidaria, en defender sus desmanes. Entre la Iglesia y el poder gubernativo estalló guerra encarnizada, que provocó extremas violencias de una parte y de otra. El envenenamiento del Ilmo. Sr. Checa, Arzobispo de Quito, hizo crecer la consternación en el pueblo y la agitación y odios de las facciones políticas. Voces airadas se elevaban por todas partes; en diversos lugares de la República estallaban conatos de revuelta, y para sofocarlos el Gobierno echaba mano de todos los medios de que dispone la tiranía: prisiones, destierros, persecuciones de las que no se libraron los mismos prelados y que provocaron el entredicho de las iglesias, ordenado por el Vicario Capitular de Quito. El Gobierno decretó la suspensión del Concordato. En una palabra, todos las partidos conspiraban por derrocar la dictadura y el país era presa de la anarquía, el desconcierto y la zozobra más grandes.

¿Cómo iban a estar dispuestos los ánimos para apreciar un libro científico, que olvidando las luchas del momento, se consagraba a investigar la prehistoria de una porción del Ecuador? ¿Qué impresión podían producir las pacientes anotaciones extractadas de viejas crónicas, acerca de un pueblo indígena de nuestra sierra andina? ¿Qué interés podían despertar las prolijas descripciones de objetos arqueológicos, las interpretaciones de nombres geográficos, las conjeturas sobre la historia Cañari, en medio de esa atmósfera caldeada por las pasiones políticas?



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II

No sólo la agitación que conmovía la República absorbiendo todas las preocupaciones impidió se prestara atención al Estudio histórico sobre los Cañaris, sino que en aquella época, la índole misma de la obra no podía despertar entusiasmo entre nosotros, pues los estudios históricos hallábanse muy atrasados y los de prehistoria, se puede afirmar, que eran casi enteramente desconocidos. «Como en el Ecuador no existía aún la afición a los estudios arqueológicos -dice el Ilmo. Sr. González Suárez, en el prólogo de la Historia general-, como el cultivo de las ciencias naturales y de observación ha sido tan raro entre nosotros, grandísimos trabajos y gastos increíbles nos han sido necesarios para reunir algunos objetos antiguos y para adquirir obras valiosas, que no son para la exigua fortuna de un eclesiástico, y que en otros países se hallan en las bibliotecas públicas, donde, sin erogaciones enormes de dinero ni graves molestias, pueden leerlas cómodamente los particulares»6.

Después de publicada la Historia del Reino de Quito del padre Juan de Velasco (1841-44) ninguna obra de aliento sobre la historia patria se había dado a luz, hasta que en 1870 apareció el primer tomo del Resumen de la historia del Ecuador por Dn. Pedro Fermín Cevallos7. Estas dos obras ejercieron decisiva influencia en la orientación literaria de González   -39-   Suárez: «La lectura de la obra de nuestro antiguo historiador -dice- me entretenía, me deleitaba, me encantaba desde niño». Y en el prólogo de la Historia relata que con verdadera ansia se consagró a la lectura del tomo primero del Resumen de Cevallos, y que lo mismo hizo «con cada uno de los cuatro tomos siguientes, devorándolos conforme los iba publicando su respetable autor»8.

Mas, a pesar de su entusiasmo, la lectura de estas obras no le dejó satisfecho. Halló grandes vacíos, deficiencias notables, sobre todo por lo que respecta a los tiempos de la conquista y muy principalmente a las épocas prehistóricas; y entonces se propuso completar y rectificar el Resumen de la historia con notas y apéndices. Para ello, dice, «con la más viva curiosidad y con el entusiasmo propio de la juventud, nos dedicamos, pues, inmediatamente a la lectura de cuantas obras trataran no sólo del Ecuador sino de todos los pueblos que habían sido antes colonias españolas, a fin de investigar sus antigüedades y adquirir conocimiento cabal de su historia...». «Estas lecturas, estos estudios, estas investigaciones continuadas pacientemente por algún tiempo, nos proporcionaron un no despreciable caudal de conocimientos relativos a la historia de América y muy especialmente a la del Ecuador en particular»9.

Al ver que el caudal de noticias recogido era bien grande, se decidió a escribir una obra independiente y compuso, en primer lugar, el libro de que nos ocupamos.

La erudición que en él se revela es admirable. Toda la parte histórica está fundada en el prolijo estudio de los cronistas e historiadores, y habían sido consultados casi todos cuantos se conocían entonces, desde Oviedo, Jerez, Gómara, Cieza de León, Balboa, Montesinos, Zárate y Castellanos, hasta Herrera,   -40-   Garcilaso, Acosta, Alcedo, Ulloa y Velasco, todos han sido puestos a contribución. Ni faltan aquellos autores de obras raras y peregrinas en las que se hallan noticias curiosas y muchas veces importantísimas, medio ocultas entre materias del todo diferentes; tales son Calancha, Salinas, Ávila, Zamora, García, Arriaga y Andrés de San Nicolás, algunos inéditos todavía. Los documentos originales que desempolvó de nuestros archivos son muchos e importantes; citaremos sólo las actas y decretos del Sínodo diocesano celebrado en Quito, el año de 1593, por el obispo D. fray Luis López de Solís, documento precioso que comprueba la existencia de lenguas diferentes del quichua en las regiones de los Quillacingas, los Pastos, los Puruhaes, Cañaris y Costeños. Los historiadores modernos que tratan del Perú y de nuestra patria eran familiares para el ilustre autor; y Humboldt, Prescott, Desjardins, Llorente, etc., son citados a menudo; finalmente, también son numerosos los autores y obras acerca de México y Centro América a que hace referencia.

El Estudio histórico sobre los Cañaris fue, pues, un libro a la altura de los conocimientos históricos de la época; el primer libro de historia patria escrito después de consultar todas las fuentes principales; compuesto después de analizar detenidamente el testimonio de cada uno de los cronistas y de someter a examen crítico cada uno de sus relatos. Lo dicho basta para que pueda apreciarse el valor histórico de esta obra y el lugar que ocupa en nuestra literatura científica.

Pero si el libro sobre los Cañaris tiene una gran importancia histórica, acaso la tiene mayor por ser la iniciación de los estudios arqueológicos en nuestra patria.

He aquí lo que el mismo sabio historiador dice a este respecto, en la muchas veces citada carta a monseñor Pólit: «Cuando comencé mis estudios arqueológicos, nadie entre nosotros había explorado ese campo,   -41-   vasto y difícil de explorar con éxito. No había más libros que las obras de Garcilaso, del padre Velasco, de Humboldt y de Prescott»; y en la Rectificación respecto al área cultural de los Pastos y de los Quillacingas, con la modestia que le hacía ver en su inmensa labor científica sólo una obra de orientación hacia nuevas investigaciones, se expresa así: «Nuestros estudios arqueológicos no tienen más mérito que el de haber comenzado a llamar la atención de nuestros compatriotas y de los hombres de ciencia extranjeros hacia la prehistoria genuinamente ecuatoriana, confundida e identificada con la cultura incásica. Como nuestros estudios han sido los primeros que se han practicado en la prehistoria ecuatoriana, no podían menos de ser defectuosos e incompletos; nos aventurábamos con no buenos guías, en un campo solitario y lleno de tropiezos; oscuro y enteramente desconocido» (Rectificación, pg. 13).

Desde luego le corresponde ese gran mérito: fue, efectivamente el primero, el iniciador de las investigaciones arqueológicas entre nosotros, el fundador de una escuela; y el Estudio histórico sobre los Cañaris, la primera obra de prehistoria ecuatoriana; pero, a más de esto, juzgado desde el punto de vista científico, el libro tiene un valor propio; para apreciarlo, es preciso conocer el estado en que se hallaban los estudios arqueológicos en América, al tiempo de su publicación.

Incipientes, por todos conceptos, eran dichos estudios a mediados del siglo pasado y muy poco habían avanzado, hasta 1878; Squier y Davis, con sus trabajos sobre las antiguos monumentos del Valle del Mississipi (1848); Schoolcraft, con su historia de las tribus indígenas (1856) y Bancroft, con su clásica obra The native races of the pacific States of North America (1874-1876) son, con Daniel Wilson, Foster, D. G. Brinton, que ya había publicado sus Notes on Floridian Peninsula, y Bradford, los más altos exponentes de la arqueología norteamericana en aquella   -42-   época. Añadamos los estudios sobre las tribus de California de Powers (1877), la Ancient America de Baldwin (1872), y casi no quedan sino artículos de revistas y cortas memorias acerca de la arqueología de los Estados Unidos.

Por más que los grandiosos monumentos de México y Centro América habían llamado grandemente la atención de los sabios, en particular sobre el país Maya, y que ricas colecciones de códices y documentos, como la de Boturini, habían hasta cierto punto facilitado las investigaciones; a pesar de que las antigüedades de aquellos países habían sido ilustradas en las valiosas obras de Dupaix, Catherwood, Charnay, Waldeck y la monumental de Lord Kingsborough, los estudios verdaderamente científicos hallábanse atrasados; extensos y eruditos trabajos coma la Histoire des nations civilisées du Mexique et de l'Amerique centrale del célebre abate Brasseur de Bourbourg, buscaban en fantásticas teorías el origen de los americanos, establecían aparentes relaciones de cultura entre pueblos remotos del Oriente y los de América o sostenían que el Nuevo Mundo era un resto de la Atlántida sumergida; mientras apenas se daba importancia a la distinción entre las diversas formas de civilización que se habían sucedido en un mismo territorio, ni se trataba de buscar primeramente la extensión de las áreas culturales en los pueblos vecinos.

Naturalmente, de estos defectos de las obras arqueológicas de aquella época se resiente también la de González Suárez; pero lejos nuestro historiador de remontarse a buscar en los lejanos pueblos del Asia el origen de los Cañaris, trató sólo de probar su parentesco con pueblos de la América Central y con las civilizaciones de México, bajo la influencia indudable de las teorías de Brasseur de Bourbourg, a quien cita con frecuencia. Mas véase cuál era su elevado criterio respecto del problema que éste y muchos otros autores se esforzaban, prematuramente, por resolver: «Ciertas palabras fenicias; algunas prácticas religiosas   -43-   semejantes a las de los hebreos y cartagineses; varias leyes y costumbres análogas a las de otros pueblos asiáticos parecieron fundamentos seguros para señalar el origen de los americanos en los famosos viajes de los navegantes de Tiro, en las dilatadas expediciones de los marinos de Cartago, y en las grandes inmigraciones de los pueblos de las llanuras del Tíbet y del Mogol. La ciencia, entre tanto, ha guardado silencio, dejando a la erudición sistemática fabricar conjeturas ingeniosas, pero destituidas de fundamento sólido; mientras que los filósofos incrédulos del siglo pasado, desoyendo el testimonio de la historia y la voz de la tradición, resolvieron magistralmente la dificultad, decidiendo desde lo alto de su superficialidad científica, que las razas americanas eran tan nativas del suelo americano, como las lianas que entrelazan unos con otros los árboles en las selvas del Nuevo Continente» (Cañaris, pág. 61).

Vengamos ya a examinar el estado en que se hallaba la arqueología de los pueblos sudamericanos, por el año en que González Suárez publicó su Estudio histórico sobre los Cañaris.

Aún ahora la literatura arqueológica sobre Venezuela y Colombia es bastante pobre, si se la compara, sobre todo, con la de otros países. Antes de 1878, si no son las preciosas noticias tan ingenuamente consignadas por los cronistas españoles -pero que no puede aceptar la ciencia sin sujetarlas a severo examen crítico-, no se hallan más que datos aislados, cortas descripciones de monumentos antiguos y de objetos arqueológicos, en los relatos de exploradores y viajeros. Al asombroso espíritu de observación de que estaba dotado Humboldt, debemos multitud de datos relativos a ciencias apenas nacientes; y en sus obras -inmortal monumento de su genio- se hallan también curiosas anotaciones arqueológicas. En algunas otras obras generales, se trata de paso de la prehistoria colombiana; y el Ensayo sobre la antigua Cundinamarca, publicado por Ternaux-Compans, en   -44-   París el año de 1842, podemos considerar la primera obra especial sobre la materia. Viene luego el Compendio de la historia de Colombia del coronel Joaquín Acosta (Bogotá 1848), que contiene útiles noticias: la Memoria sobre las antigüedades neogranadinas de Uricoechea (Berlín 1854), y el importante trabajo de William Bollaert Antiquarian, ethnological and other researches in New Granada, etc. (New York, 1858). Fuera de estas obras casi no quedan sino artículos de revistas y periódicos, por lo general de escaso valor científico.

Más pobre aún, era la literatura arqueológica de otros países sudamericanos. En algunos se habían hecho publicaciones, más o menos importantes, sobre la antigüedad del hombre y acerca de los problemas antropológicos relacionados con los restos humanos de la Pampa argentina y los fósiles de Lagoa-Santa en el Brasil10; pero de la hoy rica literatura arqueológica y etnográfica de aquellos países, de la multitud de trabajos sobre la cultura Calchaquí y sobre los indígenas de la Patagonia, puede decirse que no existía nada; sólo a partir de 1880 comienza el florecimiento de estos estudios en el Sur del Continente. Hasta esa época la literatura etnográfica y arqueológica se reduce a las noticias breves y muchas veces erróneas, de los viajeros y navegantes alrededor del mundo, de algunos exploradores de la Tierra de Fuego y a las anotaciones de los misioneros, no siempre lo bastante preparados para una labor científica. De gran mérito y utilidad son, sin embargo, las Cartas edificantes y curiosas escritas desde las misiones extranjeras y otras recopilaciones por el estilo; mas únicamente como materiales para estudio y base para nuevas investigaciones sobre todo etnográficas y antropológicas.

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Respecto de Chile se puede decir que no tenía una literatura arqueológica propia, hasta 1882 en que apareció la obra de Dn. José Toribio Medina, Los aborígenes de Chile; anteriormente, se hallan referencias en los libros de arqueología peruana y en alguno que otro sobre la región andina Diaguita-Calchaquí.

No hay duda de que México en la América del Norte y el Perú en la del Sur han sido los países privilegiados para que los arqueólogos les prestaran su atención preferente. Las civilizaciones desarrolladas en el antiguo Anáhuac, en Yucatán y en Guatemala, así como las que florecieron en el altiplano de Bolivia, en el Perú y el Ecuador han sido objeto de estudios muy importantes; ya desde mediados del siglo pasado, la más rica y abundante literatura, de la referente a la arqueología americana, correspondía a estos países. Con todo, si hacemos el recuento de las obras arqueológicas que sobre el Perú existían en 1878, veremos que dichos estudios estaban todavía poco desarrollados.

Después de Humboldt -«el padre de la arqueología americana»- cuyas obras dadas a luz a principios del siglo, constituyen un monumento científico grandioso, ningún trabajo importante hay hasta que se publicaron los resultados de la expedición de Alcides d'Orbigny, verificada de 1823 a 1826, y que aportó nuevos datos etnográficos sobre la América Meridional; mas estas expediciones tenían como fin primordial diversos ramos de las ciencias naturales y daban, por lo general, mayor importancia a la antropología física, ciencia que, por lo que respecta a nuestro continente, recibió gran impulso con la publicación de la Crania americana de Morton (1839).

De Castelnau, en su Expedition dans les parties centrales de l'Amérique du Sud (1850-61), consagró un volumen a las antigüedades de los Incas y de otros pueblos antiguos. Éste es, sin duda, el mejor atlas de antigüedades perú-bolivianas, después del gran atlas de Tschudi y Rivero, que se publicó un año antes,   -46-   en 1851. Pero si el Atlas de Castelnau presenta una colección bastante rica de retratos, monumentos antiguos y objetos arqueológicos, el texto explicativo de las sesenta láminas apenas alcanza a siete páginas y en toda la obra no llegan a veinte las consagradas a la arqueología del Perú. La obra de Ribero y Tschudi, cuyo magnífico Atlas se publicó en Viena, es, verdaderamente, la obra clásica de peruanología en aquella época; y ésta con las de Squier11, Bollaert12 y Markham, las más importantes publicaciones sobre el Perú antiguo, que precedieron a la obra de González Suárez.

A Markham, «el más eminente de los americanistas ingleses», como lo califica Vignaud, se debe la difusión de muchas fuentes documentales para la prehistoria peruana; y Ternaux-Compans contribuyó en gran manera al conocimiento de algunas crónicas muy raras, abriendo así el camino a los estudios sólidamente fundados; sin embargo, hasta la publicación de la conocida obra del Marqués de Nadaillac, L'Amérique prehistorique, (1883), falta sistematización y crítica en todos los trabajos arqueológicos.

A más de los dichos, muy pocos trabajos merecen citarse, y son, en su mayor parte breves artículos de revistas, como el de Falbe, Vases antiques du Pérou, que llena siete páginas de las Memorias de la Sociedad Real de Anticuarios del Norte (1840); o los trabajos de Baldwin, Evans, Denis, y algunos otros, demasiado generales o de poco valor científico.

La primera reunión del Congreso de americanistas se verificó en Nancy el año de 1875 y en dicho Congreso se presentaron algunas memorias sobre arqueología   -47-   peruana; Campbell es el autor de un estudio bastante extenso sobre las tradiciones de las antiguas razas del Perú y de México y su identidad con las de los pueblos históricos del Viejo Mundo. Otros varios trabajos existen anteriores a 1878, en los cuales se da capital importancia a pretendidas reminiscencias bíblicas en las tradiciones antiguas de los indios; a la concordancia de nombres de las divinidades egipcias o caldeas con las americanas y semejanzas entre sus ritos y ceremonias. El origen finalmente, de su civilización, era el tema favorito de artículos y disertaciones; y en este punto, cuando no se lanzaban, como hemos dicho, fantásticas teorías y se trataba de explicar las civilizaciones del Nuevo Mundo por la inmigración de fenicios o judíos, buscábase por lo menos un solo centro de cultura desde el cual se pretendía que derivaban todas las diversas formas desarrolladas en lejanos puntos del continente. Así Angrand sostenía que la civilización de Tiahuanaco había sido llevada a las orillas del Titicaca desde las altiplanicies del Anáhuac; y en las grandiosas ruinas bolivianas creía ver los signos de la religión Tolteca13.

Esta tendencia general de los arqueólogos americanistas de entonces, tuvo su influjo en las ideas de González Suárez; pero, a diferencia de la mayor parte de los autores que trataron sobre el Perú antiguo, nuestro gran historiador se esfuerza por distinguir las diversas culturas que florecieron en el territorio de la antigua nación Cañari e insiste en la necesidad de examinar cuidadosamente las manifestaciones de éstas, a fin de no confundirlas con los productos de la cultura incásica, bajo cuya denominación encerraban comúnmente los viajeros y exploradores todas las antigüedades de los territorios a que se extendió en otros tiempos el dominio de los Incas.

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Hemos visto, rápidamente, el estado en que se hallaban los estudios arqueológicos sobre América, antes de 1878; y hemos pasado revista a todas las principales obras acerca de la arqueología peruana, anotando cuáles eran las tendencias generales, los puntos de vista dominantes y los mayores defectos de aquella literatura científica. Recorramos ahora las páginas del Estudio histórico sobre los Cañaris, veamos brevemente el plan y el desarrollo del primer libro de arqueología ecuatoriana, y podremos apreciar en su justo valor esta obra del sabio polígrafo, que sin predecesores en nuestra patria, sin maestros a quienes consultar, sin nadie con quien tratar y discutir los arduos problemas de la prehistoria, escribió este libro, fruto de largas y pacientes investigaciones.




III

Comienza González Suárez, por hacer notar que si bien los antiguos cronistas castellanos, bajo la impresión que les causara la civilización incásica, tratan largamente en sus crónicas de los Incas, de su gobierno, de sus instituciones, usos y costumbres, no existe una historia completa de su Imperio, puesto que, de muchas de aquellas naciones o pueblos que formaron el vasto Tahuantinsuyo, apenas se ha conservado, en las crónicas, el nombre, sin que sepamos otra cosa de su historia que el haber sido sujetos, por la fuerza o por alianzas, a los soberanos del Cuzco. La nación Cañari es una de aquellas sobre las que hay muy pocas indicaciones en los cronistas; nuestro historiador enumera los que se han ocupado de este importante pueblo y recuerda las demás fuentes para rastrear su oscuro pasado: la arqueología, la filología y el estudio de los restos de los antiguos Cañaris.

Apoyándose siempre en la autoridad de los cronistas más fidedignos, señala los límites probables del   -49-   territorio que ocupaba la nación Cañari; la extensión asignada corresponde, poco más o menos, a la de las provincias de Cañar, del Azuay y del Oro14. Luego enumera las veinte y tantas tribus de que, según Velasco, se componía aquella nación, y ya desde entonces nótase que vacila su fe en el antiguo historiador, cuya lectura nos cuenta que cuando niño le deleitaba. «Yo creía -dice- todo cuanto en el padre Velasco leía; no dudaba de nada. Confieso que esta mi confianza en la autoridad del padre Velasco me atormentó después de mis primeros estudios arqueológicos, encontrando contradicción entre las narraciones históricas del padre y la realidad de las cosas». En el Estudio histórico sobre los Cañaris, al tratar de la enumeración hecha por Velasco, se pronuncia en estos términos: «Una crítica ilustrada no puede dar pleno asentimiento a la narración del historiador de Quito. En efecto, fácil es notar que algunos de los nombres de las tribus indígenas son castellanos, y designan lugares o fundaciones españoles; por tanto, o las tribus indígenas que moraban en aquellos puntos tuvieron nombres diversos de los que les da el padre Velasco; o es necesario suprimir algunas tribus en la enumeración de las que componían el reino de los Cañaris» (Pg. 6).

Ésta es la primera ocasión en que se manifiesta la duda sobre el valor documental de la obra de Velasco. Nuevas observaciones, investigaciones prolijas hicieron que creciera la desconfianza y que, paulatinamente, nuestro gran historiador fuera emancipándose de la autoridad del célebre jesuita, cuya Historia tanta confusión ha causado en los estudios sobre los tiempos precolombinos en nuestra patria. Las observaciones arqueológicas y el análisis crítico de la Historia del Reino de Quito, le condujeron a proclamar, como lo hizo, la necesidad de prescindir en absoluto de aquella crónica, si se quería hacer alguna luz en el laberinto   -50-   de la prehistoria ecuatoriana. Ya en la Historia general rechazó esta clasificación de las tribus Cañaris, pues el fundamento en que se apoya Velasco no tiene nada de científico15. En Los aborígenes de Imbabura y el Carchi, cuya segunda edición se hizo en Quito, en 1908, rectifica todo el relato contenido en el tomo primero de su gran obra y hecho según la narración de Velasco; sostiene que debe tenerse como fabulosa toda la historia de los Schyris y opina que debe eliminarse totalmente de nuestra historia la famosa dinastía de los soberanos de Quito. En las Notas arqueológicas, al estudiar de nuevo esta misma cuestión de las tribus Cañaris, es aún más explícito y terminante: «¿Cuál es el fundamento o el hecho -dice- que le servía de base al padre Velasco para distinguir una tribu de otra? ¿En qué se apoya su clasificación? Ese hecho fundamental, esa base de clasificación, no es la lengua, no es la raza, no es la cultura social: ¿cuál es? La clasificación nos parece arbitraria, y fundada únicamente en la topografía, en la localidad, en que vivía cada población indígena: la base parece haber sido tomada de las parroquias o poblaciones. La clasificación carece, por lo mismo, de fundamento científico; y podernos calificarla de arbitraria: en la prehistoria ecuatoriana no debe tenérsela en cuenta»16.

Véase, pues, cómo sus ideas acerca del testimonio del P. Juan de Velasco habían ido evolucionando, merced al estudio y observación de los hechos. En este su primer libro de historia patria, González Suárez da el primer paso en la crítica de la obra tenida hasta entonces como documento irrecusable; en sus últimos escritos arqueológicos llegó a sentar de modo terminante, el ningún valor del testimonio de Velasco en la fabulosa historia de los Schyris y su perniciosa influencia en los estudios que han querido hacerse, siguiendo la narración del jesuita riobambeño, sobre los   -51-   pueblos indígenas ecuatorianos. No poca gloria corresponde al Ilmo. señor González Suárez, por este paso de positivo valor para la ciencia; por más que modernos y muy ilustrados autores no se atrevan a prescindir de la autoridad tradicional del célebre cronista quiteño, y mal que les pese a los que, confundiendo lastimosamente la leyenda con la historia, quisieran dar a aquélla el valor científico de ésta.

No creemos, sin embargo, que deba prescindirse del testimonio de Velasco en los trabajos para esclarecer los múltiples problemas de la prehistoria ecuatoriana. Pero es indispensable estudiar el relato de nuestro ilustre primer historiador y examinar prolijamente los datos que él consigna, sometiéndolos a una severa crítica, sin prejuicios ni apasionamientos. No debemos perder de vista, al juzgar la obra del padre Juan de Velasco, que muchas de las tradiciones que él recogió con gran diligencia, en largos años de investigación y estudio y en viajes por todo el territorio del antiguo Reino de Quito, no pueden desecharse de plano porque otros autores no las mencionen. La obra de Velasco, inspirada ciertamente en profundo amor patrio, no es obra de imaginación ni menos hecha con propósito de falsear la verdad. Que en ella se encuentren errores, no desvirtúa el valor positivo que tiene. El mérito de ser, no simple crónica de sucesos, sino la primera historia que recopila sistemáticamente datos preciosos sobre la tierra y el hombre ecuatoriano, hace que esta obra perdure aunque el desarrollo de las ciencias auxiliares de la historia vayan rectificando hipótesis o falsas interpretaciones.

Si el estado de la arqueología americana cuando fue escrito el Estudio histórico sobre los Cañaris; si las dificultades que halló su autor para verificar extensas investigaciones científicas, le hacen incurrir en no pocos errores, véase cómo su clara inteligencia le lleva a buscar la verdad en el estudio comparativo de los cronistas; y en la observación de los objetos extraídos de las tumbas aborígenes, los materiales para la formación de la prehistoria ecuatoriana. Y véase   -52-   cómo, desde el primer capítulo, plantea y se hace cargo de los múltiples problemas respecto del origen, del idioma y de la cultura de las diversas tribus que formaron la nación Cañari. Con juicio admirable señala el rumbo que debe seguirse en las investigaciones para llegar a resolver esos problemas; indica los escollos que debe evitar el historiador, a fin de que, con cautela, con maduro discernimiento admita como ciertos solamente los testimonios depurados en el crisol de una crítica severa.

El capítulo segundo, que trata de la conquista y dominación de los Incas en el país Cañari, revela profundo conocimiento de los cronistas castellanos; entretejiendo de varios autores -como dice el mismo Sr. González Suárez-, forma el relato de los principales acontecimientos que podemos llamar históricos, concernientes a la conquista de los Cañaris por Túpac-Yupangui, al gobierno de Huayna-Cápac, a la guerra entre los hijos de este soberano, Huáscar y Atahualpa, al triunfo de este último y la cruel matanza de que fueron víctimas los Cañaris.

Los principales autores en que apoya su relato son Oviedo y Cabello Balboa, que sólo conoció por la traducción de Ternaux-Compans, quien había llevado a Francia el manuscrito de Balboa, que se conservaba en la Biblioteca Nacional de Quito, para incluirla en su colección de libros y documentos referentes a la historia de América. Resume también, aparte, el relato de Montesinos, que difiere en muchos puntos de lo narrado por los demás cronistas, y observa juiciosamente con cuánta discreción debe aprovechar el historiador de los datos que suministran las Memorias sobre el Perú antiguo. También la obra del licenciado Montesinos conoció solamente en la defectuosa versión de Ternaux-Compans, ya que el original castellano fue publicado por Dn. Marcos Jiménez de la Espada sólo en 188217.

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En su narración, admite González Suárez que cuando llegaron las tropas del Inca a los confines de la actual provincia de Loja, hallábanse los Cañaris en guerra con los Schyris de Quito. Ya hemos dicho que poco a poco fue desechando la legendaria historia de Velasco.

Señalaremos, ahora, cuál fue, a nuestro parecer, la génesis de las ideas del ilustre historiador respecto al origen de los Cañaris.

La antigua tradición de un diluvio, que se halla en las cosmogonías y en el folklore de muchos pueblos, se encuentra también entre los Cañaris, según refieren Molina, Sarmiento de Gamboa y Cabo. González Suárez relata en el capítulo tercero del Estudio histórico esta célebre tradición del diluvio y la leyenda de las guacamayas, como la tradición conservada por los Cañaris acerca de su origen. Con este carácter repite en la Historia general (T. I, Cap. III) la leyenda de la montaña «Huacay-ñan» que fue elevándose a medida que crecían las aguas de aquella terrible inundación en que habían perecido todos los hombres, salvo los dos hermanos Cañaris que subieron a su cima; allí, el menor se desposó con la misteriosa guacamaya, que secretamente les preparaba la comida. Ya en esta obra afirma nuestra autor, que otras parcialidades creían que sus progenitores habían salido de la laguna de Sigsig. En Los aborígenes de Imbabura y del Carchi, creyó necesario rectificar lo aseverado respecto de la tradición de las guacamayas misteriosas, con rostros de mujer: «apoyados -dice- en la autoridad de Molina, referimos la fábula o leyenda que los Cañaris contaban acerca del origen de ellos; pero, después, estudios más detenidos, investigaciones   -54-   más prolijas y nuevos documentos nos han facilitado los medios de esclarecer completamente ese punto. Molina confundió la leyenda relativa al origen de los Jíbaros, con la leyenda que acerca de su origen tenían los Cañaris, y creyendo, acaso, que los Jíbaros y los Cañaris no formaban más que una sola tribu, refirió como si fuese leyenda relativa al origen de los Cañaris, la que se refería al origen de los Jíbaros. En efecto, éstos eran los que se tenían por descendientes de aquellas guacamayas o mujeres mitológicas, con quienes el progenitor suyo se desposó, para repoblar la tierra después de la gran inundación o diluvio que acabó con todos los vivientes.

»Los Cañaris se creían descendientes de una culebra, grande y misteriosa, la cual finó sumergiéndose ella misma voluntariamente en una laguna solitaria de agua helada, que se halla sobre el actual pueblo del Sigsig, en la cordillera oriental de los Andes. Esta laguna era para los Cañaris del Azuay un lugar sagrado, y un santuario; y, en ofrenda a la culebra que les había dado el ser, acostumbraban arrojar al agua figuritas pequeñas o idolitos de oro»18.

Mas en las Notas arqueológicas afirma, con razón; que ambas tradiciones pertenecían a los Cañaris; la una se refería a su origen primero; la otra, al diluvio, en que perecieron todos, salvándose únicamente dos hermanos, en la cumbre de la montaña que iba irguiéndose conforme subían las aguas; y en donde,   -55-   habiendo capturado a las guacamayas misteriosas y unídose con ellas, comenzaron a repoblar toda la tierra19.

No deja de llamar la atención la analogía de esta leyenda, en muchos puntos, con el mito del pangi o gran serpiente que causó el diluvio, según los Jíbaros20. Y es notable el hecho de que, en muchas tradiciones del diluvio, figuren una gran serpiente y una montaña que se eleva a medida que suben las aguas, o que flota sobre ellas. Andrée y Winternitz, en sus monografías acerca de la tradición del diluvio21, han reunido ochenta y tres textos diferentes de la leyenda en que figura la montaña que crece o que flota sobre las aguas. Esta gran difusión de ciertos mitos y leyendas entre pueblos muy diversos, que sólo los modernos estudios de mitología comparada y de folklore han venido a demostrar, no se conocía hace algunos años; pero ya en la época en que fue escrito el Estudio histórico sobre los Cañaris, el argumento de la coincidencia en las ideas cosmogónicas y mitológicas, era muy poderoso en la discusión del origen de las culturas. En el estado actual de la ciencia, no sólo tienen importancia estas leyendas y tradiciones, como en busca del camino que debieron seguir esas ideas, en su difusión paulatina.

Ahora bien, en la literatura americanista, tanto las guacamayas como las serpientes figuran en la cosmogonía o mitología de pueblos centroamericanos. Los Nahuas eran llamados, en los textos indígenas, los hombres de la raza de la serpiente; uno de los imperios del país Maya era conocido con el nombre de imperio de las serpientes; y consta que la serpiente era el tótem de varios pueblos que la consideraban su progenitor,   -56-   y como a tal le rendían culto y le ofrecían sacrificios. En Chiapas, en Yucatán, en México, se han hallado esculturas gigantescas de ofidios y es bien sabido el rango que en la mitología Nahua tiene Quetzalcoatl, la serpiente de plumas, la encarnación de Tonatiuh, la serpiente-sol. Por otra parte, las guacamayas eran objeto de culto en Yucatán y figuran también en mitos y leyendas de Centro América.

La primera noticia de la leyenda Cañari de las guacamayas la adquirió González Suárez en la obra de Brasseur de Bourbourg, quien sostenía la gran extensión de los Mayas hacia el Mediodía del continente americano. En posesión de este que creyó hilo conductor para resolver el complejo y oscuro problema del origen de los Cañaris, diose a estudiar los autores que tratan de México y de la América Central, y adquirió vastos conocimientos en aquella literatura histórica, la más rica de entonces, como hemos dicho. No hay duda que entre aquellas obras, ejerció mucha influencia la del célebre abate Brasseur de Bourbourg, la Historia de las naciones civilizadas de México y de la América Central que con justicia califica nuestro autor de «verdaderamente notable por la erudición». Recuérdese que Angrand, bajo la influencia de este libro, creía ver en las construcciones de Tiahuanaco y en otras ruinas del Perú antiguo, el mismo estilo de los Teocallis mexicanos y que no es el único escritor que al tratar del Perú buscara los orígenes de sus antiguas civilizaciones en el Anáhuac o en el país de los Mayas.

A nuestro modo de ver, en la leyenda de las guacamayas generadoras de los Cañaris, que Brasseur de Bourbourg publicó tomándolas de los manuscritos de Ávila y de Molina, está el principio de la teoría de González Suárez respecto al origen Maya de los Cañaris. La riqueza de datos, el acopio de interesantes documentos que contiene la obra de Brasseur, encubren la falta de crítica que, con frecuencia, hace que la fantasía del autor dé a los hechos interpretaciones aventuradas, que el estado de la ciencia en aquella época hacía   -57-   pasar como verosímiles y aun probables. De este modo, fue conducido nuestro historiador a encontrar muchos puntos aparentes de semejanza entre los antiguos habitantes del Azuay y los Mayas, y esta preocupación llevole a buscar interpretaciones para la toponimia del país en la lengua Quiché; interpretaciones que la ciencia no puede aceptar.

En cuanto a la influencia de las culturas Centro-americanas en el país Cañari, asunto que nuestro autor vuelve a tratar en el capítulo cuarto del Estudio histórico, sólo pudo haberse ejercido por intermedio de las naciones de origen Chibcha existentes entre los dos países.

La mayor parte de los arqueólogos americanistas admite ahora que puede asignarse un origen Chibcha a los pueblos del territorio ecuatoriano. Es muy posible, como dice el profesor Uhle, que antropológicamente los Cañaris hayan sido compuestos de Chibchas y de tribus de otro origen. Los vestigios de la cultura de Tiahuanaco prueban una antigüedad, como nación, mayor que la supuesta por González Suárez, y que antes de aquel período existía ya una población mucho más antigua, aunque de escasa cultura, y de la cual apenas han quedado rastros.

La ciencia va poco a poco esclareciendo el origen y el carácter de las primeras culturas desarrolladas en América y explica el fin de ciertos pueblos, como los constructores de las hoy imponentes ruinas de Yucatán, de Palenque, de Tiahuanaco, no únicamente por la desaparición de «aquella raza activa y poderosa, sin que sepamos cómo ni cuándo, de las comarcas donde dejara huellas tan sorprendentes de su grandeza» (Estudio hist., pág. 61), sino por la revolución de las culturas, debida al influjo de múltiples causas, tanto físicas como históricas.

Pero si la hipótesis del origen Maya-Quiché de los Cañaris, sostuvo nuestro gran historiador aun en sus obras posteriores, no dejó de vislumbrar otros orígenes para los antiguos habitantes de aquella región.   -58-   «Estudiadas las cosas de los antiguas Cañaris -dice-, investigando sus usos, sus costumbres, sus creencias y prácticas religiosas, se nos ha ocurrido la sospecha de que esa raza tenía su cierto parentesco etnográfico con los Chibchas de la planicie de Cundinamarca, en la República de Colombia. El culto sagrado a las lagunas y algunas otras relaciones de semejanza entre los Chibchas y los Cañaris, ¿serían tan sólo casuales? ¿No serían tal vez resultado de la identidad de origen?». Y en otro lugar pregúntase de nuevo: «¿Tendrían tal vez, relaciones etnográficas, relaciones de origen o de raza con los Chibchas?... Si la nación de los Cañaris nos fuera mejor conocida, acaso encontraríamos algunos otros rasgos más de semejanza entre los Chibchas y los Cañaris»22.

Al tratar González Suárez de los sepulcros de los aborígenes del Azuay (Cap. III, § II, págs. 20-22), observa las diferentes clases de enterramientos y describe muy bien los pozos con bóvedas laterales, de Chordeleg, y los sepulcros de forma circular, poco profundos, con paredes formadas de piedras toscas, que se encuentran en el Valle; pero estas diferencias que da a entender provienen del lugar de la provincia en que se hallan los sepulcros, corresponde en realidad, como observa muy bien el Dr. Uhle, a una diferencia cronológica: «la forma observada en Chordeleg, pozos profundos con bolsones al lado, era la de las sepulturas del período de Tiahuanaco (entre 600 y 1000 de nuestra era), forma que se halla también en otros lugares, inclusive en el Valle». Los que González Suárez describe como enterramientos propios del Valle de Yunguilla, son los característicos del período incásico, y por consiguiente, mucho más modernos que los anteriores.

Hay una importante observación hecha acerca del sepulcro de Huapán y de la gran cantidad de hachas   -59-   que en él se hallaron; esta anotación se relaciona con las ideas totémicas de los Cañaris (pág. 22) y es más clara en la Historia general, donde vuelve a tratar de este sepulcro y de las hachas que tenían grabadas figuras de diversos animales, principalmente de guacamayos: «Según la antigua costumbre de los indios, no sólo del Perú sino de casi todos los puntos de América, cada tribu llevaba en sus armas la imagen de la divinidad tutelar de ella; y esas divinidades gentilicias eran aquellos animales de que cada tribu fingía que habían tenido origen sus antepasados».23

Diremos pocas palabras acerca de los bastones labrados que se encontraron en Chordeleg y a los cuales se atribuye en el Estadio histórico (págs. 24-27) un objeto semejante al de los quipus, basándose en lo que Cabello Balboa cuenta del testamento de Huayna-Cápac. Afirma el Sr. González Suárez su hipótesis de que las estólicas halladas en Chordeleg pudieron ser objetos destinados a guardar la memoria de hazañas o hechos de armas, mediante ciertos signos grabados en los bastones, en el hecho de que éstos se han hallado en sepulcros como los de Chordeleg, donde nunca se encontraron quipus. Pero esto, como anota el profesor Uhle, se debe a que los sepulcros de Chordeleg son del período de Tiahuanaco, anteriores con mucho al de los Incas, en que aparecen los quipus, como un medio mnemotécnico para conservar cuentas o tradiciones.

Carece, pues, de fundamento la aseveración de que los Cañaris «conocieron la escritura o el uso de los jeroglíficos» (pág. 26); porque los famosos bastones no eran sino estólicas o propulsores, armas para arrojar flechas o dardos, que también se encuentran en el Perú y en otros lugares de América24. Las piezas   -60-   de oro que adornaban las estólicas, por otra parte, contenían dibujos puramente ornamentales.

Ciertos rasgos o signos que se encontraron en las paredes de uno de los sepulcros de Chordeleg, no justifican tampoco la afirmación relativa a la escritura; y la vaguedad con que algunos cronistas hablan del uso de pinturas en el Perú, como acostumbraban las indios de México, no ha encontrado confirmación alguna en la arqueología. La noticia de Montesinos de que en el Perú se conocía la verdadera escritura con caracteres o letras, que se perdió a consecuencia de guerras y de inmigraciones de tribus bárbaras, es de todo punto inadmisible, pues no hay vestigio alguno de tal hecho; y no puede creerse en un retroceso tan absoluto que no dejara rastro siquiera de un estado de cultura semejante. Esta suposición va contra todas las leyes históricas.

Posteriormente, el Sr. González Suárez modificó su opinión respecto de los bastones de Chordeleg; pero también cayó en error al describir en la Prehistoria ecuatoriana25 uno de aquellos objetos encontrado en un sepulcro de Sigsig, y afirmar que eran cetros para las danzas y festejos de los aborígenes. Reconoció esta equivocación años más tarde, y he aquí lo que escribió en sus Notas arqueológicas: «Estudiado, pues, este asunto, no podemos menos de confesar, que nuestra primera descripción de estos objetos es defectuosa; o nosotros mismos no entendimos bien la descripción que se nos hizo de los bastones, o los que nos dieron noticias acerca de ellos no acertaron a describirlos con la debida exactitud.

»¿Qué eran estos bastones? ¿Se podrá sostener, con algún fundamento, la conjetura de que tal vez serían algo así como libros, o un arbitrio para auxiliar la memoria en sus recuerdos? Nosotros decimos francamente que no». Y luego acepta la opinión   -61-   de que eran armas, propulsores o estólicas26. Así, leal y noblemente, no vacilaba nuestro sabio arqueólogo en rectificar un error, cuando más prolijos estudios o autorizadas opiniones le convencían de que había estado equivocado.

Debemos hacer algunas breves observaciones acerca de las artes de los Cañaris, asunto de que trata el parágrafo V del capítulo tercero.

Es indudable que antes de la conquista incásica las artes metalúrgicas y cerámica habían alcanzado cierto grado de perfección y que son muy notables algunas piezas de oro que corresponden al período de la cultura Tiahuanaquense en el Azuay. Respecto de la cerámica, véase lo que nos escribe el profesor Uhle: «... entre 600 y 1000 de nuestra era, su alfarería seguía los modelos propios de la civilización de Tiahuanaco, importada en aquellos tiempos del Sur. Emancipándose de estos modelos, siguió de nuevo los que le ofrecían las civilizaciones indígenas ecuatorianas y siguiéndolas, evolucionó después de diferentes maneras, hasta el tiempo de los Incas. Otros períodos pueden distinguirse en la alfarería cañar, aún anteriores: al de Tiahuanaco».

Efectivamente, en el Azuay se encuentran también los estilos correspondientes a los períodos que el distinguido arqueólogo Jijón y Caamaño ha podido establecer, por sus metódicas excavaciones practicadas en Guano, como anteriores al período Tiahuanacota en el Ecuador. En cuanto a los vasos zoomorfos construidos de manera que al llenarlos y escaparse el aire «remedaban con el sonido la voz o chillido del animal figurado en el vaso», eran de origen incásico, habían sido importados por los Incas. En el Perú aparecen en la época de los primeros Chimús y en el Azuay, nos ha manifestado el Dr. Uhle, no se encuentran sino en los cementerios o ruinas del período incaico. Los Incas parece que fueron también los constructores de los   -62-   canales de irrigación que señala el Sr. González Suárez (pág. 28), y que son notables en el valle de Yunguilla. No terminaremos las anotaciones sobre las artes e industria Cañaris sin hacer una rectificación. En América, en los tiempos prehistóricos, no se conocía el acero; el hierro era conocido como mineral, pero los aborígenes no lo fundían; por lo demás, es muy cierto que sabían dar al bronce diversos temples y que en las aleaciones del oro y del cobre con otros metales, eran muy diestros; así como también eran hábiles lapidarios, sin que usaran instrumentos metálicos para estos trabajos, que verificaban generalmente por medio de otras piedras.

Fundado siempre en la autoridad de los antiguos cronistas, traza el ilustre historiador, con mano maestra, al final de este capítulo, un cuadro del carácter moral de los Cañaris, de sus usos y costumbres y de la forma de gobierno, especie de confederación de diversos caciques independientes, que se unían sólo para la defensa común o para otros fines de interés general. En el capítulo que sigue (págs. 33-62), comprueba lo anteriormente dicho respecto de las artes y la cultura de los Cañaris y refuta a Garcilaso que los pinta como bárbaros; para el estudio de la cultura, analiza los descubrimientos realizados en Chordeleg y en Patecte y transcribe en parte las descripciones que, bajo el título de El tesoro de Cuenca publicó Huezey en la Gaceta de Bellas Artes de París. Después, varios de esos objetos fueron descritos, más exactamente, por Rivet y Verneau, en la magnífica obra Ethnographie ancienne de l'Equateur27. De lamentar es que el Ilmo. Sr. González Suárez no haya podido hacer su primera visita a Chordeleg sino veinte años después del famoso descubrimiento de las huacas o sepulturas, en las que tan ricos e interesantes objetos se   -63-   encontraron. Con diligencia extraordinaria buscó cuantos datos pudieran darle luz acerca de los sepulcros renombrados, inquirió la forma y disposición de los objetos, investigó el paradero de algunos de ellos, que por la riqueza del material o lo extraño de la forma, se habían conservado y tomó dibujos de las piezas, levantó planos de los monumentos y ruinas, todo con infatigable constancia y con prolijidad asombrosa.

Entre los preciosos objetos hallados en Patecte figura el célebre plano de Chordeleg, así calificado por el sabio historiador, que creyó ver confirmados, con aquella pieza tan rara, los textos de Garcilaso y de Castellanos acerca del arte que tenían los indígenas del Perú para pintar y modelar planos de ciudades y aun de provincias enteras. Téngase en cuenta que cuando se escribió el Estudio histórico sobre los Cañaris, no existía en la literatura americanista ninguna representación de esos objetos a los que se ha dado el nombre de contadores. El gran etnólogo y arqueólogo Bastián, que tuvo en sus manos el contador de Chordeleg e hizo sacar un facsímil para el Museo de Berlín, juzgó también que este objeto era el plano en relieve de una antigua ciudad incásica. Sólo dos años después de publicado el Estudio histórico, vio la luz el libro Pérou et Bolivie, de Wiener, quien había encontrado objetos casi idénticos en Huandoval, Cavana y Urcón y les atribuyó un fin aritmético: He aquí cómo describe su uso el viajero francés: «Ces compteurs étaient disposés en plusieurs étages; dans l'étage inférieur on remarque des champs de différents grandeurs. La comptabilité s'y faisait avec des féves ou avec des cailloux de toutes couleurs. Le caillou marquant une unité dans le plus petit champ doublait de valeur dans un champ plus grand, triplait dans le champ central, sextuplait dans le premier étage et avait douze fois sa valeur sur la plate forme supérieure. La couleur des féves, ou des graines indiquait ou la tribu ou la nature du produit, et l'on voit que la comptabilité ou, si l'on veut, la statistiqu e ne changeait   -64-   guére de principe, malgré les différences apparentes des appareils employés»28. Refiérese en esta última parte a los quipus, con los cuales compara este sistema. Wiener fue el primero que sepamos haya publicado una ilustración de los contadores, y ésta no difiere sino en los detalles del Contador de Chordeleg. A más del facsímil hecho por Bastián para el Museo etnográfico de Berlín, el P. Rencoret hizo trabajar otro que fue llevado al Museo de Santiago de Chile; el primero de los facsímiles ha sido reproducido en las ilustraciones de varias obras de etnografía y de arqueología, entre otras, en las muy conocidas de Ratzel y Cronau29. El Dr. Rivet en la citada obra Ethnographie ancienne de l'Equateur (págs. 244-250), estudia detenidamente el contador de Chordeleg y refuta la opinión de González Suárez y de Bastián; pero, dicho sea de paso, no encontramos en su refutación la burla a que alude nuestro historiador en las Notas arqueológicas; la descripción que da el Ilmo. Sr. González Suárez, (págs. 41-44) del contador de Chordeleg, es muy clara y exacta; pero indudablemente, en la interpretación estuvo errado; y si este error se justifica en absoluto en el Estudio histórico sobre los Cañaris (por las razones que hemos expuesto), no así en otras de sus obras, publicadas con posterioridad a la de Wiener y al hallazgo de piezas idénticas en el Perú. Sin embargo, en el Atlas arqueológico se expresa de este modo: «Nosotros no sostenemos con terquedad nuestra conjetura, y sólo queremos exponer las razones en que la apoyamos y los motivos que nos la han sugerido». Para terminar este punto, reproduciremos los párrafos de una comunicación que el sabio profesor Uhle nos ha dirigido, y que se refieren al objeto de que tratamos. Dice así el Dr. Uhle:

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«Se conocen varios objetos parecidos del Perú, generalmente de piedra. Dos de éstos, cuyas fotografías conservo, se hallan en el Museo de Lima; dos más, fueron encontrados en Huaraz en los últimos años y probablemente exportados a Europa. El tamaño es siempre igual, la labor de la superficie superior es en parte idéntica, en parte varía solamente en el arreglo general de los pozos, pero conservada siempre su disposición simétrica. Ya esta repetición de objetos idénticos siempre, o por lo general, parecidos, y hallados en otras partes, excluye, para el primero, la idea de que éste fuera un plano de Chordeleg. Además se han encontrado en la provincia del Azuay varios objetos de piedra en forma tabular, con diferentes grabados en forma de ajedrez, que el Sr. Arriaga, su descubridor, considera como contadores. Habiéndose encontrado con algunos de ellos piedras como dados, se puede considerar ahora como seguro, que se han usado para el juego. La misma explicación es la propia también para los objetos anteriores».



«El Sr. Erland Nordenskiöld ha dado a estos objetos la misma explicación en sus publicaciones. Otro tratado sobre la misma clase de piedras se encuentra en las Actas de uno de los primeros Congresos de Americanistas, de Nancy o de Luxemburgo».



«Además se puede considerar como seguro el uso del objeto de chonta, como ceremonial en ocasiones solemnes».



«Las cabezas humanas figuradas en los lados, representaban las víctimas de sacrificios. Cada una de ellas parece corresponder a uno de los pozos. Su cabello adornado es parecido al de las cabezas humanas del vaso ritual para sacrificios, proveniente de Tiahuanaco, que Posnansky ha reproducido en varias ocasiones en colores. Al uso ceremonial del objeto corresponde su forro anterior de plata».



«En cuanto a la edad del objeto, su procedencia del período de Tiahuanaco es segura, por la forma de los   -66-   ornamentos que separan las cabezas humanas una de otra, y que son característicos para aquel tiempo. La época de la chonta echa, al mismo tiempo, una luz significativa sobre la edad de todo el cementerio en el cual fue encontrada».



Anotemos, de paso, que el objeto hallado en Chordeleg no es de chonta, sino de madera de nogal, según lo rectificó el mismo Sr. González Suárez en el Atlas arqueológico de la Historia general.

Las opiniones de Nordenskiöld y de Uhle sobre el uso de estos objetos, vienen a confirmar la nuestra: que desde antes habíamos hallado grandes analogías entre los contadores y varios objetos destinados para juegos, en algunas tribus de indios de los Estados Unidos de Norte América. Que hayan sido al mismo tiempo objetos rituales, nos parece muy probable; y tratándose del hallado en Chordeleg, lo creemos seguro; porque la riqueza del objeto, su cuidadoso trabajo, su especial ornamentación, lo están manifestando. No hay que olvidar que muchos juegos, en los pueblos primitivos y en las civilizaciones antiguas, tienen un carácter ceremonial y religioso, y que se hallan íntimamente unidos con ritos, sacrificios, adivinaciones y augurios.

Una prueba más, e incontestable, de que los sepulcros de Chordeleg eran de la época en que la cultura Tiahuanaquense invadió las provincias meridionales del Ecuador, la encontramos en la gran placa de oro con figuras simbólicas, reproducida en la lámina primera de la edición original. Mas es preciso tener en cuenta que dicha lámina, coma la mayor parte de las que ilustran aquella edición del Estudio histórico, no dan idea exacta de los objetos.

Desde hace muchos años, el digno discípulo de González Suárez, Jijón y Caamaño, y también nosotros, veíamos en aquella placa de oro una figura muy análoga a las de los adoradores o personajes que acompañan a la divinidad central, representada en la gran   -67-   puerta monolítica de Tiahuanaco, que generalmente se conoce con el nombre de «Puerta del Sol». El estilo de muchos otros objetos hallados en Chordeleg, es asimismo Tiahuanacota y no deja lugar a duda sobre la época a que pertenecen aquellas sepulturas30. No hay, pues, razón para distinguir entre los objetos extraídos de esas huacas, los pertenecientes a la cultura de los Incas y los propios de la civilización Cañari, como lo hace el Ilmo. Sr. González Suárez (pág. 48).

Con una hermosísima descripción de las costumbres de los Jíbaros, termina este capítulo. Cuenta el ilustre historiador, con estilo sobrio y elegante, la manera que tienen de labrar sus campos, las costumbres domésticas, entre las que llama la atención el uso conocido por los etnógrafos con el nombre de la couvade; describe los casamientos, fiestas y danzas de los Jíbaros, trata de sus ideas religiosas y supersticiones; de su carácter moral y de su aspecto físico; de su indumentaria y de sus armas, todo ello con admirable sencillez y claridad. Se pregunta luego: ¿De dónde procede esta raza? ¿Con cuál de las razas conocidas tiene semejanza? Y establece un paralelo entre las costumbres, los caracteres físicos, las ideas y los objetos de uso personal de los Jíbaros, y los que, según los exploradores y viajeros, son propios de los Caribes.

Ya hemos visto cuán atrasados estaban los estudios etnográficos americanos, en la época en que González Suárez escribió el Estudio histórico sobre los Cañaris. Alcides d'Orbigny afirmaba que los Guaranís de la América del Sur son los mismos Caribes de la Tierra Firme y de las Antillas; y generalmente, con el nombre de Caribes se designaban todos los pueblos   -68-   de la inmensa hoya amazónica. No es, pues, de extrañar que nuestro autor no distinga los diversos pueblos habitantes del Oriente y Nordeste de la América Meridional, que modernos estudios lingüísticos, antropológicos y etnográficos, han demostrado ser diferentes; ni debemos condenar que presente, como mera presunción, el origen caribe de los Jíbaros; cuando aun ahora es muy problemática la procedencia de los pueblos orientales31. Una erudición nada común revela, cuando estudia y procura rastrear el origen de Jíbaros y Cañaris; y aunque hoy no puedan aceptarse sus conjeturas, pues la ciencia ha avanzado destruyendo hipótesis antiguas para formular otras nuevas, iluminando puntos oscuros y cubriendo de sombras y dificultades problemas que parecían ya resueltos, son dignas de admiración sus disquisiciones, y la clara inteligencia y el vasto saber de nuestro gran historiógrafo resplandecen de modo eminente.

No nos detendremos a analizar el problema del sitio y ruinas del Tomebamba, de que trata el capítulo quinto del Estudio histórico sobre los Cañaris.

Nuestro distinguido colega, el erudito autor de Cuenca de Tomebamba32 Sr. Dr. D. Julio Matovelle   -69-   fue el primero que sostuvo que la antigua ciudad de Tomebamba se encontraba a orillas del Jubones. Ésta fue también la opinión del Ilmo. Sr. González Suárez y de los Sres. Bamps y Wolf. Ya el Dr. D. Luis Cordero rebatió, con sólidas razones, tal parecer; pero después de publicada la gran obra de los Sres. Verneau y Rivet33, en la que se estudia esta cuestión extensamente, el asunto parece que no admite réplica. Luego, las importantes investigaciones históricas de los Sres. Vega Toral, Cordero Palacios y Arriaga34 y, sobre todo, las excavaciones practicadas y los descubrimientos hechos por el Dr. Max Uhle, han probado, sin que pueda ya caber la menor duda, que la ubicación de la antigua Tomebamba, fue la misma de la actual ciudad de Cuenca.

Bamps y Wolf, indudablemente, fueron del parecer contrario, apoyándose en la autoridad de González Suárez; y que este autor sostuviera aquella tesis, llama verdaderamente la atención, cuando él mismo presenta varios testimonios y pruebas de que en el lugar que hoy ocupa la ciudad de Cuenca, construyeron los Incas suntuosos edificios; y transcribe textos de Cieza de León, de Cabello Balboa y ele Velasco que bien claramente indican que la hermosa capital azuaya fue fundada, más o menos en el mismo sitio en que se levantaba la «Ciudad de los palacios», como Bamps la denomina.

¿Fue, acaso, cierta confusión en algunos pasajes de la Historia del Reino de Quito, o la ambigüedad del nombre Tomebamba con que algunos cronistas designan la ciudad y la provincia de los Cañaris, lo que indujo a creer y sostener, como lo hizo González Suárez, que la antigua Tomebamba estuvo en el valle de Yunguilla? Creemos, más bien, que la equivocado interpretación   -70-   de los cronistas castellanos se debió a que nuestro historiador buscó en ellos las noticias acerca de la antigua ciudad, después de haber visto las ruinas, que por más de dos leguas de extensión, se encuentran a orillas del Jubones. Las ruinas de Sulupali, las de las Playas altas del Jubones y de Uchucay, los restos de un puente sobre el río Jubones y las grandes hileras de piedras que se encuentran en la llanura de Sumagpampa, diéronle idea de que una ciudad extensa e importante se había levantado allí en otros tiempos. Mas las ringleras de piedras brutas que han sido consideradas como cimientos de antiguas casas de los indios, son en realidad trabajos hechos con fines agrícolas, pequeños muros de contención para nivelar y disponer los terrenos en diferentes planos. Esta misma disposición se halla en muchos puntos de la República: ya son unas como terrazas, más o menos estrechas, ya planos inclinados que se escalonan y que en su parte inferior, de trecho en trecho, cuando no en extensiones continuas, terminan por pequeños muros de cuarenta o cincuenta centímetros de altura, hechos con piedras toscas simplemente superpuestas, o por cortes en la cangahua, según los terrenos. Estos trabajos a veces son modernos, a veces muy antiguos.

El profesor Uhle, que ha explorado recientemente el valle de Yunguilla, afirma que se encuentran extensos arreglos de chacras en la forma dicha, que efectivamente cubren considerable extensión de la planicie de Sumagpampa en la orilla izquierda del río Jubones, y que son trabajos antiguos; pero las ruinas de edificios en aquella región, son insignificantes; y se reducen a restos de una casa para la guardia de un puente que existió sobre el Jubones y el edificio de Sulupali, de origen incaico; y, muy aisladas unas de otras, las ruinas de cinco o seis casas, en general de pequeñas dimensiones y de estilo así mismo incásico35.   -71-   Las extensas ringleras que, como hemos dicho, tenían un fin agrícola, fueron consideradas como restos muy destruidos de grandes edificios, que por su capacidad no podían ser sino templos, cuarteles o monasterios, e inspiraron la idea de que allí estuvo situada la capital de los Cañaris.

En el capítulo sexto describe González Suárez las ruinas que se encuentran en el Azuay de monumentos y construcciones incásicos; y transcribe las descripciones que de los mismos han hecho los cronistas y exploradores como Ulloa, La Condamine, Humboldt, Caldas, etc. Observaremos que varios autores, y entre ellos nuestro sabio historiador, han creído que las descripciones de Cieza de León, de los magníficos aposentos de Tomebamba, se referían al Inga-pirca de Cañar, acaso por ser las ruinas mejor conservadas hasta hace poco tiempo, en aquella región; pero, en realidad, Cieza habla de los palacios de la capital incásica, es decir, de la Tomebamba que ocupó el lugar de la actual ciudad de Cuenca. Esa atribución infundada ha contribuido para que reine mayor confusión respecto del emplazamiento de la antigua ciudad.

Respecto del Inga-chungana de Cañar, el autor del Estudio histórico resumió sus opiniones en las Notas arqueológicas (XII, págs. 163-65); insiste en que dicha reliquia es de un verdadera Inti-huatana, semejante a otros del Perú y cita en este libro la memoria que, sobre los Inti-huatanas, presentó el Dr. Uhle en el Congreso de Americanistas de Viena (1908). En el Estudio histórico, se limita a transcribir la descripción de Humboldt. Según el Dr. Uhle, el Inga-chungana era lugar destinado para la adoración de las momias.

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Otras varias anotaciones podríamos hacer al Estudio histórico sobre los Cañaris; pero, como antes hemos dicho, no ha sido nuestro propósito analizar prolijamente cada uno de los hechos, hipótesis o teorías que este libro contiene; sólo hemos querido señalar algunos puntos principales; indicar, acerca de otros, cómo evolucionaron los conceptos del autor, conforme avanzaban los estudios arqueológicos; llamar la atención sobre sus luminosas ideas y las páginas más bellas de este hermoso trabajo, que por el orden con que está concebido y desarrollado su plan, por la corrección y elegante sencillez del estilo, por la claridad y exactitud en la narración histórica, supera a muchas otras de las obras del mismo fecundo autor, compuestas acaso con más ricos materiales y cuando las ciencias auxiliares de la historia habían ya dado algunos pasos en nuestra patria. Hemos rectificado algunos errores, debidos, en su mayor parte, a lo incipientes que se encontraban entonces los conocimientos en esas mismas ciencias.

No se le ocultaban al mismo Sr. González Suárez las deficiencias que podían notarse en sus investigaciones arqueológicas; antes bien, su modestia empequeñecía a sus propios ojos la inmensa labor realizada. He aquí cómo se expresa en el Prólogo de la Historia general: «Si de todas las partes o secciones de nuestro libro estamos poco satisfechos, de la parte relativa a las antiguas razas indígenas estamos descontentos, y la publicamos con positiva desconfianza. La arqueología está todavía intacta e inexplorada en el Ecuador, y aunque nosotros seamos los iniciadores de estos estudios entre nosotros, no por eso tenemos la jactancia de suponer que nuestras antiguas razas indígenas están ya bien conocidas y estudiadas. ¿Qué estudios de antropología ecuatoriana se han practicado entre nosotros? ¿Qué investigaciones ha llevado a cabo la craneología? ¿Dónde los análisis lingüísticos?». Y en otra parte: «Buscamos la verdad; para dar con ella es necesario abrir penosamente el camino, y eso   -73-   es lo único que nosotros hemos pretendido hacer con nuestros libros: abrir el camino para llegar a la verdad, y nada más»36.

Abrió el camino. ¡Y cuán luminosa vía la que dejó trazada!

Los hombres de ciencia de Europa y de América han reconocido el valor de sus trabajos y por eso se apresuraban a colmarle de elogios y a tributarle honores que él nunca ambicionó y de los que jamás hizo alarde.

El Estudio histórico sobre los Cañaris fue traducido al francés por el distinguido americanista M. Anatole Bamps, si bien la traducción no llegó a publicarse, pues cuando estaba listo el manuscrito para la imprenta, murió el Sr. Bamps; pero la memoria que publicó sobre Tomebamba en 1887, no es sino un extracto de la obra de González Suárez37.

Hemos visto en qué estado se hallaban los estudios arqueológicos a tiempo de publicarse la primera obra de arqueología en el Ecuador; hemos visto la falta absoluta de medios para la investigación científica en que se halló el ilustre arqueólogo al iniciar sus trabajos y cuán poco propicio era el ambiente en nuestra patria para aquellas labores. Hemos recorrido luego las páginas de ese libro que marca en nuestra literatura científica una nueva orientación, que abre a los espíritus ansiosos de saber, un amplio horizonte y que es el comienzo de una era de florecimiento de los estudios   -74-   históricos y arqueológicos en la República. Cuánto le debe la cultura ecuatoriana, cuánto ha contribuido por sí solo al enriquecimiento de nuestra literatura, el bien inmenso que hizo a su adorada patria cada día se conocerá mejor; y ésta sabrá devolverle la gloria que recibió del preclaro talento y las grandes virtudes de ese egregio varón, su hijo más ilustre, inmortalizando su memoria en el bronce y el mármol.

Porque el literato brillantísimo, el insigne crítico, el polemista invencible, el orador de elocuencia arrebatadora, el profundo sabio y el más grande de nuestros historiadores, fue, ante todo, el apóstol de la Verdad y el patriota esclarecido que consagró al servicio de Dios y de la patria todas las horas de su vida.








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ArribaAbajoSelecciones históricas

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ArribaAbajoEstudio histórico sobre los Cañaris

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ArribaAbajoAl lector

El Estudio histórico sobre los Cañaris, que sale a luz en este pequeño volumen, hacía parte de un trabajo más extenso sobre las antiguas naciones indígenas, que poblaban el territorio de nuestra República antes de la venida de los españoles. Por desgracia, circunstancias desfavorables nos han puesto en el caso de no poder dar cima a nuestro trabajo; mas, a fin de estimular por nuestra parte la afición a los estudios históricos, tan olvidados entre nosotros, resolvimos publicar aquella parte que se hallaba ya terminada.

Siete años de permanencia en la provincia del Azuay, frecuentes viajes, emprendidos para visitar y reconocer por nosotros mismos todos los lugares más notables de ella, y un estudio tan prolijo como nos ha sido posible hacer de gran número de obras relativas a la historia de América, tales son las prendas de acierto que puede presentar nuestro escrito; ingenio escaso, falta de medios para adelantar en esta clase de estudios, carencia de muchas obras publicadas por americanistas distinguidos, que no nos ha sido posible haber a las manos, y la natural disposición de la humana inteligencia a ser engañada son, sin duda, causas suficientes para que nuestro escrito salga incompleto y defectuoso. Por esto nos hallamos dispuestos a recibir dócilmente cuantas indicaciones tengan a bien hacernos los sabios, pues en todo no deseamos otra cosa que el acierto. No sostenemos ningún sistema preconcebido; así es que nos hemos limitado a hacer simples conjeturas sobre puntos que no están todavía perfectamente estudiados, y acerca de los cuales una crítica ilustrada permite opinar de diversas maneras.

Quito, agosto 28 de 1878.



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ArribaAbajoCapítulo primero.- De la nación de los Cañaris

Fuentes históricas. Demarcación geográfica. Tribus de los Cañaris.



I

Muy bien podemos decir que, hasta ahora, no se ha escrito una historia completa y exacta del vasto imperio de los Incas, conocido universalmente con el nombre general del Perú. Los antiguos cronistas castellanos hablan solamente de los Incas, últimos soberanos del Perú, y muy poco, y como por incidencia, nos cuentan acerca   -82-   de esa muchedumbre de naciones diversas que, en los dos siglos que precedieron a la conquista, llegaron a formar parte del imperio peruano bajo el cetro de los hijos del Sol. De esta manera la historia y civilización de los Incas son bastante conocidas; al paso que ignoramos casi completamente los usos, creencias y costumbres de las demás naciones, porque los historiadores se han contentado con referir solamente los nombres de ellas. Una de esas naciones, cuyo nombre apenas indican los cronistas castellanos, es la de los Cañaris, antiguos pobladores de la provincia del Azuay en nuestra República.

Garcilaso da algunas pequeñas indicaciones acerca del culto y de la forma de gobierno de los Cañaris; Montesinos cuenta algo de la historia de ellos, cuando refiere las conquistas que llevaron a cabo los Incas en la parte setentrional del continente sudamericano; Cabello Balboa añade un dato más a esa narración; Velasco enumera las tribus que componían el reino de los Cañaris; Cieza de León nos describe los suntuosos edificios de Tomebamba y Oviedo refiere la manera como vino a destruirse la nación, poco tiempo antes de la conquista de los españoles. He ahí los principales, si no los únicos datos que acerca de los Cañaris nos presentan los antiguos historiadores castellanos. Datos de otra naturaleza para la historia de la misma nación ofrece al investigador diligente la arqueología, que, por los restos de las obras del arte, perdonados por el tiempo, rastrea el origen y el estado de cultura y civilización de naciones que han perecido y estaban ya olvidadas completamente. La filología nos proporciona también alguna luz para formar conjeturas fundadas acerca de la relación del origen que existe entre pueblos diversos: como el químico, descomponiendo las sustancias, llega a encontrar los elementos simples que las forman; así el filólogo toma una voz y la analiza, persiguiendo la raíz o el origen de ella al través de las variadas modificaciones que ha recibido del tiempo, del método de vida, y de la índole moral de los pueblos o tribus que se sirvieron de ella para expresar su pensamiento; así se va a encontrar, tal vez, el origen del alemán en el sánscrito,   -83-   lengua sagrada de las antiquísimas naciones de la India Oriental. La craneología, con el estudio comparativo de los cráneos humanos, puede llegar a descubrir las diversas razas que han poblado un continente.

Entre las varias provincias que componen nuestra República, ninguna posee tantos y tan notables monumentos pertenecientes a las antiguas tribus indígenas, como la del Azuay. El famoso palacio, denominado Inga-pirca; los fragmentos de la Vía real de las cordilleras; y los restos de los Tambos o alojamientos atestiguan la grandeza y poderío de los Incas; los vasos, los adornos y otros objetos de oro y de plata, trabajados con exquisito primor y cubiertos algunos de jeroglíficos curiosos, revelan que, en tiempos remotos, existieron en aquella provincia pueblos, de los cuales casi ningún recuerdo ha conservado la historia. ¡Cosa verdaderamente extraña! ¡Que el sepulcro, donde una vez caído el hombre se abisman con él todos sus recuerdos, haya venido a ser el único depositario de los anales de pueblos que perecieron para siempre! Ahora conviene que nos apresuremos a disputar a la codicia, violadora de las tumbas, algunos objetos, más preciosos por su importancia histórica, que por las ricas materias de que están fabricados; aunque es necesario indicar también que, lo que hasta ahora se ha salvado es como nada en comparación de lo que se ha perdido.




II

La provincia del Azuay ocupa una gran extensión de tierra en la parte meridional de la República y se halla limitada al Norte por la provincia del Chimborazo; al Sur, por la de Loja; al Occidente, por la de Guayaquil y al Oriente se extienden los inmensos territorios de Gualaquiza, habitados por tribus salvajes, y por esa parte nuestra República es conterránea con la del Perú. En lo antiguo habitaban esa provincia diversas tribus o parcialidades de la belicosa nación de los Cañaris, que, a mediados   -84-   del siglo XV de nuestra era, fueron conquistados por Túpac-Yupangui, XI Inca del Perú.

Parece que, sin grave error, pudiéramos determinar los límites que tenía la nación al tiempo de la conquista de los Incas, señalando al Norte el nudo del Azuay, que la separaba de los cacicazgos de Alausí y Tiquizambi; al Mediodía se encontraban las tribus de los Paltas; al Oriente la cordillera de los Andes dividía a los Cañaris de los indios salvajes conocidos hasta ahora con el nombre general de Jíbaros; por el Occidente no se le puede señalar términos fijos, pues, parece que el territorio de los Cañaris por aquella parte se extendía hasta las costas del Pacífico, pobladas entonces por los Huancavilcas38.




III

Ahora es de todo punto imposible averiguar cuándo vinieron los primeros pobladores, qué lengua hablaban y cuál haya sido su historia. Los Cañaris principian a figurar en la historia al tiempo de la conquista de los Incas, y desde que aparecen por primera vez ya se presentan como nación formada y aguerrida. El P. Velasco, laborioso investigador de las tradiciones antiguas, nos ha dado la enumeración de las tribus indígenas que componían la antigua nación Cañar. «El reino de Cañar, dice, era grande e igual al de Quito, con veinte y cinco tribus las más de ellas muy numerosas, que son Ayancayes, Azogues, Bambas, Burgayes, Cañaribambas, Chuquipatas, Cinubos, Cumbes, Guapanes, Girones, Gualaseos, Hatun Cañares, Manganes, Molleturos, Pacchas, Pautes, Plateros, Racares, Sayausíes, Siccis, Tadayes, Tomebambas y   -85-   Yunguillas»39. Tal es la enumeración hecha por el P. Velasco; mas una crítica ilustrada no puede dar pleno asentimiento a la narración del historiador de Quito. En efecto, fácil es notar que algunos de los nombres de las tribus indígenas son castellanos, designan lugares o fundaciones españolas; por tanto, o las tribus indígenas, que moraban en aquellos puntos, tuvieron nombres diversos de los que les da el P. Velasco; o es necesario suprimir algunas tribus en la enumeración de las que componían el reino de los Cañaris.

Todas esas tribus, ¿eran de un mismo origen? ¿Pertenecían a razas diferentes, o, por el contrario, eran todas de una misma raza, y hablaban el mismo idioma? ¿Cuáles eran su religión, usos, leyes y costumbres? En el estado actual de las investigaciones históricas es imposible dar respuesta satisfactoria a estas preguntas, y, acaso, no será posible darla en ningún tiempo. Esas que el P. Velasco cuenta como tribus diferentes, ¿lo eran en verdad? ¿Por qué distingue el historiador a los Yunguillas de los Tomebambas? Estudiada concienzuda y detenidamente la historia antigua de América, no podemos menos de convenir en que es necesario borrar algunas páginas de ella, y rehacer otras por completo. Para expresarnos con mayor verdad y exactitud, diremos que no se ha escrito hasta ahora, ni es posible que se escriba todavía la historia de las antiguas tribus indígenas del Ecuador. Esa historia sólo puede ser algún día el fruto sazonado de penosas investigaciones arqueológicas y de estudios profundos. El conocimiento del idioma, para rastrear por ahí el origen de las naciones y el grado de cultura y adelantamiento de ellas; la comparación de sus tradiciones religiosas con las creencias y tradiciones de otros pueblos, en fin, el examen atento de las razas, de sus usos y costumbres, acaso podrán dar más tarde fundamento sólido para conjeturas razonables acerca de la historia antigua de las naciones americanas. El amor de la novedad ha sido parte para que algunos   -86-   escritores admitan y tengan como ciertos, sin maduro discernimiento, hechos y tradiciones de todo punto inverosímiles; de esa manera estudios que, bien dirigidos, habrían contribuido a derramar abundante luz sobre la historia, han servido para hacerla más embrollada y tenebrosa.

Nosotros creemos que no nos apartamos de la verdad asegurando que, en los tiempos que siguieron inmediatamente a la conquista, la provincia del Azuay estaba dividida en dos secciones. La una comprendía la parte setentrional de la provincia, y allí se fundó el asiento de Cañar, que fue la primera población española que hubo en la tierra de los Cañaris; la otra comprendía el extremo meridional de la provincia, llamada, por lo regular, provincia de Tomebamba, y en ella fue después fundada la ciudad de Cuenca. Así es que los antiguos escritores castellanos, cuando hablan de Tomebamba, unas veces se refieren a la ciudad de este nombre, y otras a la provincia; y conviene no confundir jamás lo que nos dicen de la ciudad con lo que nos dicen relativo a la provincia. Parece que ésta comprendía lo que hay entre Déleg, por una parte, y el Jubones, por otra, hasta el punto donde se reúne este último río con el de Minas.

Según Alcedo, aun el mismo río Matadero, que baña la ciudad de Cuenca, por la parte del Sur, se llamaba antiguamente Tomebamba40. Gómara dice, hablando de Tomebamba, «provincia rica de minas y al Quito vecina»; y en otro lugar dice también «Tomebamba, pueblo grande, rico y hermoso, que junto a tres caudales ríos estaba», con lo cual distingue muy bien la provincia de la ciudad41. Y Oviedo se expresa así: «Tomebamba, ques una provincia a la entrada de Quito, donde estaba una hermosa ciudad, ribera de tres ríos»42.





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ArribaAbajoCapítulo segundo.- Dominación de los Incas

Conquista de los Cañaris por los Incas. Guerra entre Huáscar y Ata-Huallpa. Exterminio de la nación. Montesinos y sus relaciones históricas acerca de los Cañaris.



I

La historia de los Cañaris está íntimamente ligada con la historia de los Incas. Túpac-Yupangui, XI Inca del Perú, redujo a su obediencia la nación de los Cañaris; permanecieron éstos sujetos a Huayna-Cápac durante toda la vida de este Inca; y Ata-Huallpa asoló la provincia y exterminó casi por completo la nación, poco tiempo antes de la llegada de Pizarro al Perú.

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Constantes los Incas en el propósito de ensanchar los límites de su imperio, iban transmitiendo a sus hijos con la corona la afición por las conquistas y el anhelo de llevar adelante la obra de reducir a una sola nación esa muchedumbre de tribus diversas, que poblaban el vasto territorio dividido ahora entre las repúblicas de Bolivia, el Perú, el Ecuador y parte de Chile.

A mediados del siglo XV de nuestra era, el Inca Túpac-Yupanqui llegó a los confines de la provincia de Loja, habitada entonces por las tribus de los Zarzas y de los Paltas, las cuales, sin oponer resistencia alguna a las armas del conquistador peruano, se sometieron de buen grado a su obediencia. Los Cañaris se hallaban en guerra ya hacía algún tiempo, con los Syris de Quito y, siguiendo el ejemplo de las tribus comarcanas, se dieron de paz a los Incas. Ayudado por sus nuevos súbditos, los Cañaris, Túpac-Yupanqui triunfó sobre Hualcopo, último soberano de Quito, y sometió a su imperio el pequeño reino de Alausí, el Cacicazgo de Tiquizambi y una gran parte de la provincia del Chimborazo, habitada en aquella época remota por la belicosa nación de los Puruhaes.

La conquista del reino de Quito se llevó a cabo por Huayna-Cápac, el más famoso de los Incas, hijo y sucesor de Túpac-Yupanqui. Con la conquista del reino de Quito se dilataron hasta el río Mayo los límites del vasto imperio del Perú. Huayna-Cápac, al morir, dejó dividido su imperio entre sus dos hijos, Huáscar y Ata-Huallpa: a Huáscar le señaló el imperio del Perú, tal como lo habían poseído sus abuelos; y a Ata-Huallpa, el reino de Quito.




II

La provincia de Tomebamba, en el territorio de los Cañaris, fue según varios autores, el motivo de la guerra civil que estalló entre los dos reales hermanos poco tiempo después de la muerte de su padre. He aquí cómo nos   -89-   refiere Cabello Balboa el motivo y la historia de esas guerras civiles43.

Mientras Ata-Huallpa se encontraba en Tomebamba ocupado en hacer construir edificios magníficos, Urcu-Colla, curaca de los Cañaris, envidioso de la fortuna de Ata-Huallpa, mandó en secreto un emisario al Cuzco con el objeto de indisponer al Inca Huáscar contra su hermano. Sabedor Ata-Huallpa del enojo de su hermano, despachó a la corte, con ricos presentes para Huáscar, a Quillaco, hijo de un Inca noble, antiguo favorito de Huayna-Cápac. Quillaco fue recibido muy descomedidamente por Huáscar, quien hizo dar muerte, en presencia del embajador, a cuatro de sus compañeros. Ata-Huallpa recibió en Tomebamba al mensajero y, disimulando su enojo por el desaire recibido, partió para Quito, resuelto a conservar con las armas la herencia de sus padres. Entre tanto, Huáscar por su parte se preparaba también a la guerra y, como primera medida, confió el mando de su ejército a un general muy valiente, llamado Atoc, el cual vino hasta Tomebamba, para establecer allí el cuartel general de todas sus tropas. Ata-Huallpa, sin pérdida de tiempo, levantó también un numeroso ejército y marchó a contener los avances del general peruano. Avistáronse los dos ejércitos en las llanuras de Mocha y, después de un reñido combate, fueron puestos en fuga los quiteños; apenas supo la derrota de los suyos, organizó Ata-Huallpa un nuevo ejército y acudió él mismo en persona a auxiliar a sus tropas; dioles alcance entre Mulhaló y Llactacunga; trabose allí un segundo combate más sangriento que el primero; Atoc, Urcu-Colla y otros caciques cayeron prisioneros y fueron llevados a Quito, donde Ata-Huallpa los condenó a muerte.

Tan luego como llegó a Cuzco la noticia de la derrota de su ejército, Huáscar mandó a su hermano Huanca-Auqui a la cabeza de una nueva expedición contra Ata-Huallpa.   -90-   Huanca se fortificó en Tomebamba y esperó allí la acometida del ejército quiteño, el cual no tardó en llegar; los peruanos defendían el puente, por el cual comunicaba la ciudad con la otra parte del valle; varias veces intentaron los quiteños desalojarlos de allí, pero siempre con mal éxito, porque fueron rechazados; retiráronse entonces a las alturas de Molleturo, donde fueron acometidos al día siguiente por los peruanos; mas la fortuna fue aquel día adversa a éstos y, viéndose derrotados por los quiteños, se refugiaron nuevamente en la ciudad.

Parece que los quiteños habían venido entonces al lugar donde después fue fundada la ciudad de Cuenca, y que los peruanos avanzaban desde Tomebamba, deseosos de vengarse de la derrota pasada; mas no podemos conocer ahora en qué punto volvieron a combatir; sólo sabemos que, derrotados segunda vez, los peruanos huyeron con dirección a Tomebamba y que los quiteños fueron persiguiéndolos hasta Puma-pungo, que en la fuga muchos perecieron ahogados en el río, y finalmente que Huanca se retiró a Cusi-Bamba, lugar que, según Balboa, estaba a treinta leguas de distancia de Tomebamba44.

Uno de los puntos más difíciles de la historia antigua de América es la determinación exacta de los lugares en que se verificaron muchos de los más notables acontecimientos, pues la geografía de los cronistas castellanos es muy defectuosa, a lo cual se añade el modo arbitrario con que escriben los nombres americanos de los sitios y lugares; tan arbitrario, que muchas veces es casi imposible adivinar dónde habrán estado los puntos en que los historiadores dicen que tuvieron lugar ciertos acontecimientos. He aquí lo que nos ha sucedido al querer señalar con precisión el punto donde combatieron los dos ejércitos antes de la rendición de Tomebamba.



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III

Vamos ahora a formar, entretejiendo de varios autores, la historia de los últimos acontecimientos que tuvieron lugar en la provincia antes de la llegada de los españoles. Una vez triunfante el Inca Ata-Huallpa, aplicó todo el rigor de las leyes peruanas a los infelices Cañaris y los condenó al exterminio, como a traidores, pues las leyes peruanas imponían la pena de muerte a los que hiciesen armas contra el soberano. «Los Cañaris, enemigos de Ata-Huallpa, gente valerosa, mucha y muy política, de buen talle y proporción, tenían cuidado, porque sabían que era vengativo y cruel, y temiendo de algún gran castigo, y, por lo menos ser hechos yanaconas y adjudicados por perpetuos esclavos de la corona, acordaron de enviarle muchos niños y mozos con ramos en las manos, que humildemente le pidiesen perdón; pero usando de crueldad nunca oída, mandó matar millares y millares de hombres, niños y mancebos, y mandó sacar los corazones, sembrarlos en las chácaras o heredades, por orden, diciendo que quería saber qué fruto daban corazones fingidos y traidores; y hoy día se ven tantos huesos y calaveras que ponen horror; y la representación en la imaginación de tanta impiedad causa tristeza con la vista de aquella osamenta de hombres, que aún se está entera, por ser la tierra arenisca y seca y correr vientos fríos y secos, que la conservan sin putrefacción; y a las vírgenes del templo también mandó matar; y puso guarniciones; y en Tomebamba tomó la borla y se llamó Inca de todo imperio». Así Herrera45.

En la relación que el mismo Ata-Huallpa hizo a Pizarro en Cajamarca sobre el motivo de la guerra que traía contra su hermano Huáscar, se expresó de esta manera: «Salí de Quito, mi tierra, con toda la más gente de   -92-   guerra que pude, y vine a Tomebamba, donde tuve con mi hermano gran batalla, y le maté mil hombres y lo hice volver huyendo con la gente que le quedó. Y aquel pueblo de Tomebamba, que es una buena ciudad de mi hermano, se me puso en defensa, y la asolé y quemé y maté toda la gente, y todos los pueblos de aquella comarca quise asolar y destruir, y, porque quise seguir a mi hermano, lo dejé por entonces de hacer... Y ahora tenía pensado, si no acaeciera mi prisión, de irme a descansar a mi tierra y de camino acabar de asolar todos los pueblos de aquella comarca de Tomebamba que se me puso en defensa, y pensaba poblarla de nuevo de mi gente, y, para poblar el pueblo principal de Tomebamba, que asolé, me envían mis capitanes de la gente del Cuzco, que han sujetado, cuatro mil hombres casados»46.

De tal manera arrasó Ata-Huallpa la provincia de Tomebamba, dice Cabello Balboa, que allí donde antes había pueblos florecientes ahora sólo hay campos abandonados que blanquean con los huesos de los muertos47.




IV

Todos los historiadores antiguos están acordes en atribuir al Inca Túpac-Yupanqui la conquista de los Cañaris; mas uno solo, a saber, el licenciado Montesinos, aunque la atribuye al mismo Inca, se aparta de todos los demás en cuanto al tiempo, pues designa al conquistador de los Cañaris con el sobre nombre de Huiracocha y dice que no fue padre, sino abuelo de Huayna-Cápac. Las relaciones de Montesinos, según nuestro juicio, carecen de verdad histórica y sólo merecen crédito en lo que refiere acerca de los tiempos inmediatos a la conquista, y,   -93-   aun en eso, la discreción del lector debe separar lo cierto de lo que sólo es verosímil. Hecha esta advertencia, que creemos necesaria, pondremos aquí la narración que de lo ocurrido con los Cañaris nos ha dado Montesinos en sus Memorias sobre el Perú antiguo.

Después de referirnos la conquista de la tribu de los Paltas, que moraban en lo que ahora es territorio de Zaraguro, prosigue Montesinos: Advirtieron al Inca sus espías que los Cañaris, habitantes del país, donde está ahora la ciudad de Cuenca, se preparaban para hacerle resistencia, al mando de cierto cacique llamado Dumma, el cual había pedido auxilio a los caciques de Macas, Quinoa y Puma-Llacta. Apresurose el Inca a marchar contra el cacique de los Cañaris antes que llegaran los aliados; mas, a pesar de lo rápido de su marcha, los enemigos habían ocupado ya los puestos más ventajosos y los defendieron con valor. El Inca fue rechazado y tuvo que retroceder hasta Palta, perdiendo mucha gente y una parte de sus bagajes. Los Cañaris, picándole la retaguardia, le persiguieron hasta el punto donde está ahora la ciudad; y de allí enviaron mensajeros a los Paltas, para inducirles a que se aprovecharan de la ocasión para matar al Inca y vengar así la muerte de sus compatriotas. Embarazados las Paltas con semejante propuesta recurrieron a sus hechiceros, pidiéndoles que consultaran sus Huacas; el demonio les respondió que triunfaría el Inca, por lo cual los Paltas le dieron cuenta de la proposición de los Cañaris, y recibieron por ello muchos obsequios y grandes favores.

Sin embargo de esta prueba de fidelidad, el Inca mandó construir una fortaleza, para tenerlos seguros, y aguardó allí los refuerzos que hacía venir de Chile y de los Chirihuanas. Viendo los Cañaris que la obra avanzaba y que llegaban al Inca refuerzos de todas partes, se decidieron a mandarle mensajeros prometiendo sujetarse a su imperio, con tal que les perdonase la resistencia pasada. Vacilante estuvo por largo tiempo el Inca a causa de la conocida mala fe de los Cañaris; pero, al fin, se decidió a mandarles un Gobernador, al cual ordenó que   -94-   tratase bien a los caciques y les exigiese sus hijos en rehenes. El Gobernador fue bien recibido y se celebraron fiestas en honra suya. Dumma y los otros jefes fueron a rendir homenaje al Inca, reconociéndole por hijo del Sol y jurándole fidelidad y, para mayor garantía, Dumma dejó en poder del Inca un hijo y una hija, y otros jefes dejaron también sus hijos. Tan luego como Dumma estuvo de vuelta en su provincia, hizo edificar un hermoso palacio para alojamiento del Inca, y muchas casas a lo largo del río para hospedar en ellas la tropa. Todas estas obras se llevaron a cabo con tanta prontitud, que estaban ya terminadas cuando el Inca llegó a la provincia, en la cual permaneció todo un año. Los Cañaris le obsequiaron celebrando fiestas para honrarle; y tanta gente se le reunió allí que, viéndose a la cabeza de un ejército innumerable, resolvió marchar sobre Quito, para lo cual mandó sus espías adelante. El Inca salió de la provincia con la misma pompa con que había entrado; los Cañaris le acompañaron, precediéndole con guirnaldas de flores y bailando delante de su litera.

Después de referir Montesinos la conquista de Quito y la de la Puná, dice que, cuando Túpac-Yupanqui se preparaba a la conquista de los Chonos, pueblos que moraban en lo que es ahora provincia de Manabí, supo que los Cañaris se habían insurreccionado y dado muerte al Gobernador puesto por el Inca y a las tropas que había dejado en aquella provincia. Vino, pues, contra ellos por el camino que hoy conduce de Guayaquil a Cuenca y habiéndolos vencido en un combate sangriento, ejerció en ellos cruel venganza, mandando matar hasta a los viejos, y poblando la provincia de Mitimaes48.

La relación de Montesinos difiere mucho, como acabamos de ver, de la que hacen todos los demás historiadores; con todo, nos ha parecido necesario ponerla aquí, para completar el estudio que estamos haciendo de la historia   -95-   de los Cañaris, porque, como lo haremos notar después, no deja de ofrecer alguna luz para el conocimiento de los lugares en que estuvieron las principales poblaciones antiguas de los indígenas en la provincia del Azuay.

Muy sensible es que de las obras de Montesinos y de Cabello Balboa no tengamos hasta ahora edición alguna en castellano, (lengua en que escribieron aquellos autores,) y que nos veamos obligados a servirnos de una traducción francesa en la cual, sea dicho de paso, los nombres quichuas de lugares están escritos tan mal, que algunos no se puede saber a qué se refieren, ni de qué hablan, porque no hay tales nombres entre los de los lugares conocidos.





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ArribaAbajoCapítulo tercero.- Historia de los Cañaris

Creencias religiosas. Dioses principales. Varias clases de sepulcros. Lengua. Conjetura acerca de su modo de escribir. Sistema de gobierno. Carácter moral.



I

Vamos a presentar, reunidos en un solo cuadro, los rasgos diversos que de los Cañaris hemos encontrado en escritores tanto antiguos como modernos, a fin de completar nuestra historia de una nación que ha desaparecido enteramente del lugar donde existió hace cuatro siglos.

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Lo primero que conviene saber, tanto respecto de los hombres como respecto de los pueblos, es la idea que tuvieron de Dios y de la vida futura, porque las creencias religiosas hacen la vida de nuestra vida; somos lo que creemos, y, para conocer a un hombre o a un pueblo, basta preguntar qué idea tiene de Dios.

Los Cañaris conservan una tradición antigua acerca de su origen, en la cual no deja de encontrarse un fondo de verdad y una como reminiscencia confusa y lejana de hechos bíblicos, mezclada con fábulas y supersticiones puramente locales. Decían, pues, que en época muy remota había estado poblada toda la provincia del Azuay; pero que todos los habitantes que entonces existían habían perecido en una inundación general que cubrió toda la tierra. En el origen de los tiempos, la raza humana se vio amenazada por una formidable inundación y sólo dos hermanos fueron los únicos que se salvaron en la cumbre de una montaña llamada Huacay-ñan, o camino del llanto en la provincia de Cañaribamba49; las olas de aquel diluvio mugían en torno de los dos hermanos; mas, a medida que se levantaban las aguas, la montaña se iba levantando también sobre ellas, sin que llegara a ser cubierta, por haber alcanzado a tener una altura considerable. Cuando con la disminución de las aguas hubo pasado ya el peligro, los dos hermanos se vieron solos en el mundo; pronto consumieron los pocos víveres que les habían sobrado y, para procurarse otros, los salieron a buscar en los valles vecinos; mas, ¿cuál no sería su sorpresa al encontrar de vuelta a la cabaña que habían edificado, listos y aparejados por manos desconocidas, manjares que ellos no esperaban? Al cabo de algunos días, durante los cuales no había cesado de repetirse la misma escena, deseosos de descubrir aquel misterio se convinieron en que uno de los dos se quedaría oculto en la cabaña, puesto en acecho, para sorprender   -99-   aquel enigma, mientras iría el otro, como de costumbre, a buscar alimento. Como lo habían acordado así lo pusieron por obra; cuando he aquí que el que estaba escondido ve entrar de repente en la cabaña dos papagayos con caras de mujer, los cuales prepararon inmediatamente el maíz y las demás viandas que debían servir para la comida. Así que descubrieron al que estaba oculto, las dos aves alzaron el vuelo para huir; mas no lo hicieron con tanta ligereza que no alcanzase a apoderarse de una de ellas con la cual se desposó y de este matrimonio nacieron seis hijos, tres varones y tres mujeres. Éstos a su vez se desposaron entre ellos y de sus familias tuvo origen la nación de los Cañaris que poblaron la provincia del Azuay y tuvieron siempre por los papagayos grande veneración50.

Se conoce, pues, que los Cañaris tenían tradiciones enteramente distintas de las que conservaban los Incas del Perú, y que pertenecían a una raza diversa y, tal vez, más antigua que la quichua en el continente americano.

El culto y veneración tributado a los papagayos, de que nos habla la leyenda que acabamos de citar, ha recibido un testimonio que lo comprueba en los objetos extraídos de los sepulcros. En efecto, en Huapán, lugarcillo cercano al pueblo de Azogues, al N. E. de Cuenca, se descubrió un sepulcro famoso del cual se sacaron centenares de hachas de cobre con diversas figuras y grabados; y entre ellas muchas tenían la forma de loros o papagayos. Como es bien sabido, las tribus indias acostumbraban reunirse para la guerra, dividiéndose en cuerpos o batallones diversos, cada uno con la insignia, divisa o   -100-   estandarte que representaba la imagen del objeto a quien atribuía el origen de la tribu. Costumbres análogas tenían también otras naciones del antiguo continente.

No deja de causarnos alguna sorpresa el encontrar entre los indios Cañaris el culto y la adoración del papagayo, adorado por los Mayas de Yucatán, en donde era tenida aquella ave como el símbolo del Sol, o de las fuerzas vivificadoras de la naturaleza. Los Mayas adoraban al sol con el nombre de Kinich-Kakmó; que quiere decir Sol con rostro, cuyos rayos son de fuego, creían que a la hora del medio día bajaba a quemar los sacrificios que le ofrecían, como baja volando la guacamaya, con sus plumas pintadas de varios colores51. «Tenían otro templo en otro cerro, que cae a la parte del Norte (dice Cogolludo, hablando de los ídolos venerados en Yucatán), y a éste llamaban Kinich-Kakmó, por llamarse así un ídolo que en él adoraban, que significa Sol con rostro. Decían que sus rayos eran de fuego y bajaba a quemar el sacrificio a mediodía, como baja volando la guacamaya (es ésta una ave a modo de papagayo, mayor de cuerpo, y muy finos colores de plumas). A este ídolo recurrían en tiempo de mortandad, pestes, o enfermedades generales, así hombres como mujeres, y llevaban muchos presentes que ofrecían»52. Las palabras del historiador de Yucatán no necesitan de ningún comentario, y todavía son más claras y terminantes las de otro antiguo cronista americano, el P. Lizana, quien, hablando de la adoración que los Mayas tributaban al Sol, se expresa así: «En cuanto a sus rayos, algunos poetas los llaman cabellos o plumas doradas, en lo cual parece que aluden a lo que estas naturales decían de los rayos del Sol, cuando adoraban las plumas de colores variados de la guacamaya, como también cuando hacen consumir por el fuego sus ofrendas; yo creo, pues, que de esa manera simbolizaban la quema de los bosques y el agotamiento del verdor de los campos ocasionados por el calor de los   -101-   rayos del Sol»53. ¿Los Cañaris, antiguos pobladores de la provincia del Azuay, descendían, tal vez, del mismo origen de los Mayas, esos célebres moradores de Yucatán, venidos también ellos a la América de partes remotas? La serie de nuestro estudio no dejará de presentamos ocasión para robustecer esta conjetura.

El culto y la veneración de las guacamayas se encontró también entre los Muiscas de Cundinamarca, pues allí eran sacrificadas al Sol estas aves, en vez de víctimas humanas, para lo cual primero se les enseñaba a hablar. «Sacrificábanlos, dice el P. Zamora, en lugar de hombres, y, para que suplieran por ellos, los enseñaban a hablar en su lengua, y cuando la hablaban muy bien, los juzgaban dignos del sacrificio»54.

Los principales dioses adorados por los Cañaris eran la Luna y los árboles grandes55. El culto del Sol se introdujo, si hemos de creer a Garcilaso, con la conquista y el señorío de los Incas. «Antes de los Incas, dice Garcilaso, adoraban los Cañaris por principal dios a la Luna, y segundariamente a los árboles grandes y las piedras que se diferenciaban de las comunes, particularmente si eran jaspeadas. Con la doctrina de los Incas adoraban al Sol, al cual hicieron templo y casa de escogidas y muchos palacios para los reyes»56. En Tomebamba era adorado especialmente un oso. El concilio limense, cuando habla de la idolatría de los indios, advierte que en cada provincia había un ídolo o huaca común, y en cada pueblo,   -102-   otro particular, a los cuales deben añadirse los conopas o dioses caseros y las pacarinas o sitios de donde creían que habían nacido sus progenitores57.




II

En la manera de sepultarse parece que había alguna diferencia según lo manifiestan las excavaciones hechas en diversos puntos de la provincia. En Chordeleg cada sepulcro contenía gran número de cadáveres dispuestos de la manera siguiente. Cada sepulcro estaba dividido en dos departamentos; el uno, que era, sin duda, el principal, consistía en un hoyo circular de bastantes metros de profundidad; el otro, era una bóveda hecha en el suelo a un lado del hoyo. En esta bóveda se colocan todos los tesoros del difunto, y en medio de ellos su cadáver, unas veces tendido de espaldas, y otras sentado en cuclillas; en el hoyo grande se enterraban los cadáveres de las mujeres y sirvientes del difunto, a las cuales una práctica común en muchas naciones de Asia y América, condenaba a muerte para que vayan a hacer compañía y servir en el otro mundo a sus esposos y señores. Estos cadáveres se encuentran colocados en diversos órdenes o categorías de arriba abajo, siempre en la dirección de los radios de un círculo, con la cabeza en la circunferencia y los pies al centro; cada uno lleva a la cabecera su tesoro propio, y los diversos círculos de muertos están separados entre sí por capas de piedra y barro.

En el valle de Yunguilla, punto donde estuvo la ciudad de Tomebamba, se han encontrado sepulcros enteramente   -103-   distintos de los de Chordeleg. Los sepulcros de Yunguilla son aposentos o celdillas, de forma circular, cavadas en la tierra, con las paredes fabricadas de piedras toscas y un barro muy consistente que hace las veces de mezcla; la profundidad varía, en los más grandes no llega a cuatro metros, y la anchura es, por lo común, en todos de un metro y medio, poco más o menos. Hay en aquel valle algunas llanuras cubiertas de esta clase de sepulcros. El cadáver se encuentra siempre en cuclillas, con la cabeza apoyada sobre las rodillas y las manos cruzadas sobre la nuca, y con los cantarillos y otros objetos de barro muy bien acomodados en derredor.

Cerca del pueblo de Azogues, en el sitio denominado Huapán, se descubrió un sepulcro, notable por sus inmensas proporciones; parecía que allí se hubiera sepultado todo un ejército; la forma era casi la misma que en los sepulcros de Chordeleg, los cadáveres estaban colocados también de la misma manera. Tan grande fue el número de cadáveres que se encontraron en ese sepulcro, y tan crecido el número de hachas de cobre que, pesadas, dieron treinta quintales, con lo cual parece que se confirma la tradición de la mortandad que de los Cañaris vencidos hizo Ata-Huallpa, pues aquel sepulcro no pudo menos de ser el de algún cacique enterrado con todos los que podían llevar armas en su tribu.

Algunas de esas hachas tenían figuras curiosas, grabadas con cierto arte no muy grosero: unas representaban caras humanas de formas grotescas; otras, aves, hojas o animales, tal vez la imagen del objeto de la veneración especial de cada guerrero. De este sepulcro hablamos ya un poco antes58.



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III

Si los objetos sacados de los sepulcros manifiestan que la cultura de los Cañaris era distinta de la de los Incas, el examen de la lengua que debieron haber hablado lo revela todavía de una manera más evidente. El sistema adoptado por los Incas para conservar bajo su dependencia los pueblos conquistados y dar unidad moral al imperio compuesto de naciones tan diversas, era en muchos puntos semejante al que siguieron las antiguos Romanos para gobernar el mundo entonces conocido. Uno de los mejores medios practicados, tanto por los Romanos como por los Incas, era la uniformidad en idioma; a todo pueblo conquistado le obligaban a aprender la lengua quichua que era la lengua de los Incas; así la lengua de los señores del Cuzco era, al tiempo de la conquista del Perú por los españoles, hablada en una gran parte del continente sudamericano, desde las orillas del remoto Mauli, al Mediodía, hasta los valles que riega el Mayo al Septentrión. El pueblo conquistador se había impuesto al conquistado, donde quiera, con sus leyes, su religión y su lengua.

Los Cañaris debieron, pues, haber aprendido a hablar la lengua quichua; mas, como sucede siempre, la lengua del pueblo conquistador se enriqueció con muchas voces tomadas de la lengua del pueblo vencido, y así los nombres de ciertos objetos materiales como de los ríos, de los montes, etc., debieron conservarse sin mudanza alguna en el mismo idioma de los Cañaris. He aquí por qué ciertos nombres propios de montes y de ríos, por ejemplo, no tienen significado alguno en lengua quichua; pertenecen sin duda a otros idiomas ya extinguidos y en ellos debieron haber tenido significación propia.

Con la destrucción del imperio de los Incas se fueron arruinando poco a poco todas sus instituciones, y volviendo los pueblos conquistados a sus antiguas costumbres; la lengua quichua cayó en desuso, en algunas provincias   -105-   fue casi olvidada enteramente, y de esa manera, a fines del siglo XVI, cuando apenas se había terminado la conquista, se hablaban en el Perú muchos dialectos diversos de la lengua quichua, y varios idiomas distintos. Garcilaso lo dice terminantemente por estas palabras: «De donde ha nacido, que muchas provincias, que cuando los primeros españoles entraron en Cajamarca sabían esta lengua común como los demás indios, ahora la tienen olvidada del todo, porque acabándose el mando y el imperio de los Incas, no hubo quien se acordase de cosa tan acomodada y necesaria para la predicación del Santo Evangelio...

»Por lo cual todo el término de la ciudad de Trujillo y otras muchas provincias de la jurisdicción de Quito ignoran del todo la lengua general que hablaban»59.

Por lo que respecta a los Cañaris tenemos un documento que prueba evidentemente que, olvidada la lengua del Inca, volvieron a hablar su antiguo idioma nativo en los primeros tiempos que siguieron a la conquista. En el año de 1593, es decir, sesenta años después de conquistado Quito por Benalcázar, celebró en esta ciudad su primer sínodo diocesano el obispo D. fray Luis López de Solís, y en el capítulo tercero de los estatutos que se hicieron entonces para el gobierno de la Diócesis, se mandó escribir catecismos de doctrina cristiana en la lengua de los Cañaris porque no entendían la lengua del Inca; el encargado de escribir ese catecismo fue el presbítero Gabriel de Minaya60.

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Qué lengua haya sido ésa es imposible descubrirlo ahora; sólo consta que era distinta de la lengua Quichua y de la Aymará; nuevo dato que confirma nuestra opinión de que los Cañaris tenían un origen muy diverso del de los Incas.

El P. Hervás cuenta en los gobiernos de Atacames, Guayaquil, Cuenca, Macas, Jaén y Quijos, pertenecientes a la antigua audiencia de Quito, ciento diez y siete naciones diversas, todas las cuales tenían antiguamente su idioma propio. Según el mismo autor, en la provincia del Azuay se hablaban los siguientes idiomas diversos: el de los Cañaris, el de los Cañaribambas, el de los Cajas, el de los Chanchanes, el de los Cinubos, el de los Plateros y el de los Jíbaros61.




IV

En los sepulcros de Chordeleg se encontraron ciertos palos labrados, cubiertos de jeroglíficos curiosos; tenían la forma de bastones y estaban vestidos todos ellos de una tela delgada de plata, en la cual se veían reproducidas   -107-   en relieve todas las figuras grabadas en la chonta, madera de que eran todos los bastones. No se encontraron en todos los sepulcros, sino solamente en algunos de ellos, en los que había mayores riquezas; la disposición con que estaban colocados estos bastones en los sepulcros es también muy digna de notarse, porque no se hallaban dispersos ni colocados al acaso, sino con cierto arte y método secreto, distribuidos en grupos o hacecillos, y cada grupo ligado por una cinta de oro, y un grupo separado de otro. Como no se han encontrado hasta ahora, en ningún sepulcro de los descubiertos en la provincia del Azuay, quipos, que era la escritura de los Incas, ni las piedrecillas de diversos colores, que era la manera de escribir de los Syris de Quito, creemos que, tal vez, aquellos bastones serían los libros usados por los Cañaris para conservar la memoria de sus hazañas o de sus hechos de armas y otras tradiciones estimadas entre ellos. Nos ha dado fundamento para hacer esta conjetura el hecho siguiente, referido por Cabello Balboa. «Cuando Huayna-Cápac se sintió próximo a la muerte, dice este escritor, hizo su testamento, según costumbre. Se escogió un bastón largo, o especie de cayado, en el cual se trazaron rayas de diversos colares, por cuyo medio debía tenerse conocimiento de su última voluntad, y, hecho esto, se lo confió a la custodia de un quipocamayoc»62.

Por desgracia esos bastones estaban cubiertos de plata y, después de desollarlos, fueron arrojados al fuego, sin que se haya conservado uno solo.

¿Por qué Huayna-Cápac no escribió, dirémoslo así, su testamento en quipos o cordeles, sino en un bastón por medio de signos? Huayna-Cápac, según Herrera y Cabello Balboa, nació en Tomebamba, mientras la permanencia de la familia real en aquella provincia, y conservó después para con ella todo el amor debido a la tierra natal y la hermoseó con magníficos monumentos; parece, pues, muy verosímil que haya conocido las artes de los Cañaris.

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No es posible dudar que éstos conocieron la escritura o el uso de los jeroglíficos, pues, además de algunos objetos que se encuentran con figuras y caracteres simbólicos, uno de los sepulcros descubiertos en Chordeleg tenía en las paredes rasgos y signos que manifestaban que allí había, no un mero capricho, sino una verdadera expresión del pensamiento. Hasta la forma de ese sepulcro tenía mucho de particular, pues era una grande bóveda o salón cavado en la peña; al frente de la entrada estaba, en una como silla sin espaldar, sentado el esqueleto de un indio, coronado con una diadema de oro el desnudo cráneo, y las paredes, de ambos lados del cadáver, con signos y figuras.

En todas las excavaciones se ha buscado el oro, y eso para fundirlo, y se ha despreciado como cosa ruin todo lo demás.

No fueron solamente los Aztecas de México los que usaron de pinturas simbólicas en vez de escritura; también los indios del Perú usaban de pinturas, aunque éstas, como dice García, eran más groseras y toscas que las que usaban los indios de Nueva España63. Y Acosta dice claramente, hablando de los indios del Perú, que «suplían la falta de letras, parte con pinturas como los de México, aunque las del Perú eran muy groseras y toscas; parte, y lo más, con quipos»64.

Si hemos de creer a Montesinos, en el Perú se conocía la verdadera escritura con caracteres o letras; pero se perdió a consecuencia de guerras y de inmigraciones de tribus bárbaras65. ¡Quién sabe cuántos y cuán preciosos objetos, dignos de ser conservados con religioso esmero, habrán sido destruidos por la famélica ignorancia violadora de las tumbas! El oro es lo único que se ha buscado y, para buscarlo, ahora, como en los días de   -109-   la conquista, nada se ha respetado; la mano del hombre, más inexorable que la del tiempo, ha destruido lo que los siglos habían perdonado.




V

En cuanto a las artes, los Cañaris habían llegado a trabajar con admirable perfección el oro y la plata. Las obras de oro causan admiración por lo delicado de la ejecución; plumas hermosísimas, que en oro remedan lo suave y fino de las plumas de las aves; tejidos primorosos de hilo de oro, recamados de pequeñas laminitas brillantes a manera de lentejuelas; cascabeles, idolillos, y otros objetos encontrados en los sepulcros de Cojitambo y de Chordeleg manifiestan cuán bien conocían los Cañaris el arte de trabajar los metales. No son menos primorosos los objetos de Cerámica y de Alfarería.

Entre la muchedumbre de objetos de oro sacados de las huacas merece especial mención un pájaro, casi un cuarto de metro de altura, parado sobre una plancha redonda, con las alas desplegadas y el pico inclinado en actitud de comer granitos menudos de oro, cosa verdaderamente preciosa.

Había también en barro y en oro vasos trabajados con mucho primor. Los vasos estaban divididos en dos cuerpos, que comunicaban entre sí; en uno de esos cuerpos había una figurita que representaba, por lo regular, una ave o un animal; puesta el agua en el vaso, al escaparse el aire, remedaba con el sonido la voz o chillido del animal figurado en el vaso. Con vasos semejantes se distraía el desgraciado Inca Ata-Huallpa cuando estuvo preso en Cajamarca66.

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Otros representaban racimos de frutas, pescados, etc. El estilo, dirémoslo así, manifestaba las dos clases de civilizaciones de la nación de los Cañaris: la civilización primitiva y la civilización recibida de los Incas. Visto un vaso es muy fácil discernir a cuál de las dos perteneció. Los vasos de los Incas se distinguen por la delicadeza del trabajo y la sencillez de los adornos; los vasos de los Cañaris son toscos, por lo regular pintados de rojo y de blanco y sin artificio en su construcción. «Ese carácter de extremada complicación en los detalles, dice Castelnau, forma el rasgo principal que sirve para distinguir los monumentos aymarás de los Incas. En el Cuzco vi muchos vasos provenientes del primero de estos pueblos y todos ellos estaban siempre cubiertos de adornos semejantes; los monumentos incásicos, al contrario, son siempre muy sencillos; asombran por su masa; pero casi nunca están adornados de esculturas»67.

El dibujo en los diversos grabados que hemos visto es muy grosero e imperfecto; no hay proporciones, ni mucho menos belleza en los objetos, los cuales parecen, a primera vista, toscos ensayos de un principiante.

No dudamos que también mantenían comercio con los pueblos de la costa, por esa muchedumbre y abundancia de conchas marinas, que se han encontrado en casi todos los sepulcros.

También en aquellos tiempos la agricultura estaba, sin duda, muy adelantada, porque se ven señales de haber sido cultivados terrenos que ahora son estériles por falta de riego; terrenos a los cuales hacían fecundos los Cañaris, llevando el agua desde puntos muy lejanos por medio de acequias trabajadas con mucha solidez. Hasta ahora se conservan restos de algunas de ellas en el valle de Yunguilla y en Nulti, cerca de Paccha. En este último lugar todavía los habitantes de la comarca se proveen de agua, que sigue corriendo por una canal subterránea, obra de los antiguos indios.

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Una de las cosas más sorprendentes para los europeos, cuando el descubrimiento de América, fue la perfección a que habían llegado los peruanos y mexicanos en el arte de fundir metales. Aunque conocían el acero no hicieran uso de él para fabricar sus instrumentos, pues poseían el secreto de dar al cobre, ligado con estaño, un temple tan fuerte que les servía para trabajar las más duras piedras y aun, lo que es más notable, para taladrar las esmeraldas, secreto que pereció con ellos.

Hasta ahora no se ha llegado a descubrir instrumento alguno de acero; y, no obstante, las obras trabajadas por los Incas y los Aztecas, causan admiración, pues no podemos menos de maravillarnos, considerando que trabajaron obras tan primorosas con instrumentos tan poco a propósito para llevarlas a cabo. Hachas de cobre, tales fueron sus mejores instrumentos.

Sus obras de oro y de plata eran tan admirables que sorprendieron a las plateros de España, Francia e Italia; a tal punto de perfección habían llegado en este arte que fundían en una misma pieza el oro y la plata, combinándolos de tal manera que parecían que buscaban adrede las dificultades para vencerlas. «Para fundir una pieza y hacella de vaciado hacen ventaja a los plateros de España, porque funden un pájaro que se le anda la lengua y la cabeza y las alas, y vacían un mono, u otro monstruo que se le anda la cabeza, lengua, pies y manos, y en las manos pónenle unos trebejuelos que parece que bailan con ellos, y lo que más es que sacan una pieza la mitad de oro y la mitad de plata, y vacían un pece con toda sus escamas, la una de oro y la otra de plata»68. Así nos describe las obras de los mexicanos uno de los primeros misioneros que vinieron a Nueva España. En cuanto a las obras de los peruanos, nos han dado razón de ellas Garcilaso,   -112-   Gómara, Jerez, Zárate y otros antiguos cronistas castellanos que tuvieron ocasión de verlas y admirarlas. Todavía en el siglo XVIII, La Condamine encontró en el Inga-pirca de Cañar unas caras de animales con argollas movibles, suspendidas del hocico, todo de piedra trabajado de una sola pieza69.

Y no eran solamente los aztecas y los peruanos las únicas naciones hábiles en el arte de fundir los metales, pues lo poseyeron también los Muyscas de Cundinamarca y los Toltecas, de quienes parece que lo aprendieron los mexicanos. Que lo supiesen los Cañaris es indudable como lo han manifestado los muchísimos objetos encontrados en los sepulcros de la provincia del Azuay; no se puede decir que lo aprendieron de los Incas, porque la dominación de éstos sólo fue cuando más de sesenta años, desde Tupac-Yupanqui hasta Ata-Huallpa, y es imposible que en tan corto tiempo se haya podido trabajar tanta muchedumbre de objetos como se han encontrado en las huacas. En efecto, el laboreo de las minas y la recolección de oro en los lavaderos del río de Sigsig no pudieron llevarse a cabo sino en un largo espacio de tiempo y con el trabajo asiduo de mucho número de trabajadores. Las huellas que presentan el laboreo de las minas están manifestando que allí pusieron su mano muchas generaciones. Tampoco fue invención de los Incas el arte de fundir los metales; ellos mismos lo aprendieron de otra raza más antigua, como lo da a entender la leyenda relativa al origen de los hijos del Sol, en la cual Manco-Cápac aparece armado ya de una barra de oro. Quizá más tarde el estudio comparativo de las antiguas naciones americanas probará que en tiempos muy remotos una sola raza pobló el continente americano; desde el golfo de California y la península de Yucatán al Norte, hasta las islas de los Aymarás en la laguna de Titicaca, al Mediodía70.



  -113-  
VI

Los cronistas castellanos y los antiguos historiadores están conformes en pintarnos a los Cañaris con unos mismos rasgos morales. Eran valientes, esforzados, belicosos, aguerridos, pero inconstantes y traicioneros. Fueron la causa de la guerra civil entre Huáscar y Ata-Huallpa, y estaban tan prontos a hacer traición que sirvieron a los Incas para la conquista de los Puruhaes y a Benalcázar, para la de Quito. Cieza de León nos los describe de esta manera: «Los Cañaris son de buen cuerpo y de buenos rostros. Traen los cabellos muy largos, y con ellos dada una vuelta la cabeza, de tal manera que con ella y con una corona que se ponen redonda de palo, tan delgado como aro de cedazo, se ve claramente ser Cañaris, porque para ser conocidos traen esa señal. Sus mujeres por el consiguiente se precian de traer los cabellos largos y dar otra vuelta con ellos en la cabeza, de tal manera que son conocidas como sus maridos. Andan vestidos de ropa de lana y de algodón, y en los pies traen ojotas, que son, como   -114-   tengo ya otra vez dicho, a manera de albarcas. Las mujeres son algunas hermosas... y para mucho trabajo, porque ellas son las que cavan las tierras y siembran los campos y cogen las cementeras, y muchos de sus maridos están en sus casas tejiendo e hilando y aderezando sus armas y ropa, y curando sus rostros y haciendo otros oficios afeminados»71.

Garcilaso hace de ellos esta pintura: «La gran provincia llamada Cañari, cabeza de otras muchas, poblada de mucha gente, crecida, belicosa y valiente. Criaban por divisa los cabellos largos, recogíanlos todos en lo alto de la corona, donde los revolvían y los dejaban hechos un ñudo. En la cabeza traían por tocado, los más notables y curiosos, un aro de cedazo de tres dedos de alto. Por medio del aro echaban unas trenzas de diversas colores; los plebeyos y más aína los no curiosos y flojos, hacían en lugar del aro de cedazo otro semejante de una calabaza; y por esto a toda la nación Cañari llaman los demás indios para afrenta Mati-Uma, que quiere decir cabeza de calabaza»72.

La desgraciada raza de los Cañaris ha perdido ya en casi toda la provincia del Azuay los caracteres con que era conocida; en el distrito de Cañar conservan todavía los indios algunas de sus antiguas costumbres; aún traen los cabellos largos y crecidos y reputan como afrenta el cortárselos; todavía llevan su calzado de ozhotas, y se ciñen la cabeza con el mismo cabello o con un hilo. En Yunguilla ha desaparecido completamente la raza india, y en los demás puntos de la provincia ha ido adoptando en su vestido y manera de vivir los usos y costumbres de los blancos.

En cuanto a su manera de gobierno parece que tenía una especie de federación entre los diversos cacicazgos independientes en que estaba dividida la nación. Así lo   -115-   da a entender Garcilaso cuando dice: «Hecha la conquista de los Cañaris, tuvo el gran Túpac-Inca Yupanqui bien en qué entender y ordenar y dar asiento a las muchas y diversas naciones que se contienen debajo del apellido Cañari»73. Y antes había dicho, hablando de la misma nación, que: «Había muchos señores de vasallos, algunos de ellos aliados entre sí. Éstos eran los más pequeños, que se unían para defenderse de los mayores, que como más poderosos querían tiranizar y sujetar a los más flacos»74.

Tenían la poligamia, y en el heredar el señorío observaban la costumbre de que el hijo varón de la mujer principal sucedía al padre en el mando. Cieza de León dice: «Los señores se casan con las mujeres que quieren y más les agrada; y aunque éstas sean muchas, una es la principal. Y antes que se casen hacen gran convite, en el cual, después que han comido y bebido a su voluntad, hacen ciertas cosas a su uso. El hijo de la mujer principal hereda el señorío, aunque el señor tenga otros muchos habidos en las demás mujeres»75.





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ArribaAbajoCapítulo cuarto.- Investigaciones históricas

Chordeleg. Descripción de varios objetos encontrados en las huacas. El plano de Chordeleg. Conjetura acerca del origen de los Cañaris. Raza de los Jíbaros.



I

No tuvo razón Garcilaso cuando pintó como bárbaros a los Cañaris antes de la dominación de los Incas. «Andaban los Cañaris, antes de los Incas, mal vestidos o casi desnudos; ellos y sus mujeres, aunque todos procuraban traer cubiertas siquiera las vergüenzas»76. Así   -118-   se expresa el autor de los Comentarios reales; pero su autoridad no es muy fundada en lo relativo a las cosas de esta parte del imperio de los Incas, pues, aunque es exacto, minucioso y prolijo en lo perteneciente a los usos y costumbres de los señores del Cuzco, respecto de las otras naciones y tribus que componían el vasto imperio del Perú carece de conocimientos exactos y sus noticias, por lo mismo, no son fidedignas. Los objetos que la casualidad sacó a luz, cuando se descubrieron los sepulcros de Chordeleg, manifiestan cuán falso es lo que de los Cañaris refiere el historiador de los Incas.

En el más famoso de aquellos sepulcros descubiertos en Patecte, lugar que se halla al Este de Chordeleg y a muy poca distancia del punto donde está ahora el pueblo, se encontraron algunos objetos preciosísimos por su importancia arqueológica. No dudamos que en manos del anticuario esos objetos vendrán a ser el hilo de oro que guíe sus pasos al través del oscuro laberinto de las naciones ecuatorianas, hasta encontrar solución al difícil problema relativo al origen de ellas.

Cavábase una huaca en busca de tesoros y, una vez descubierta, se encontró en ella un sepulcro, dentro del cual no había más que un solo cadáver, tendido de espaldas en el suelo; en la cabeza tenía una tiara o turbante de oro, a su lado un jarro grande, una hacha y un cuadro, todo de oro. Hallose también junto al cadáver un objeto de madera de chonta, cubierto de una tela delgada de plata, y adornado con varias labores de relieve esculpidas en la madera y en la plata. ¿Quién era aquel cuyo sepulcro acababa de descubrirse? ¿Era un régulo principal? ¿Era, tal vez, un sacerdote? La mente se agita formando diversas conjeturas; empero, una sola cosa puede asegurarse con certidumbre, a saber, que aquel sepulcro debió ser de persona notable y de un grande de la nación.

Varios de los objetos encontrados en ese sepulcro fueron mandados a París, en donde los examinó Mr. Huezey, quien ha publicado después la descripción de ellos.

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He aquí cómo describe el jarro o vaso de oro. «La una es un cono truncado de 32 centímetros de altura, la base tiene por adorno una faja sobresaliente, todo fundido de un modo tosco». Mr. Huezey duda si será esta pieza un vaso o una tiara y con razón, porque carecía casi completamente de datos para juzgar con exactitud.

De la tiara hace el mismo escritor la descripción siguiente.

«La otra compensa lo grosero del trabajo con lo complicado de la forma y los adornos simbólicos que hacen de esta pieza la más curiosa y a la vez la más extraña de las que componen el tesoro venido de Cuenca.

»Es una especie de casco de oro estrecho y achatado. El precio y brillo del metal sólo sirve para hacer resaltar más lo extravagante de la forma, que es de todo en todo digna de la ostentación nativa de un jefe de salvajes. El cabezal hemisférico adornado de una como visera cuadrangular, o más bien de una tapanuca y con dos agujeritos para introducir por ahí cordones, tiene encima un cono hueco de 20 centímetros de altura, que da al conjunto el aspecto de un sombrero de mago. En una edición de las Antigüedades peruanas de Rivero publicada en Lima hay una figura de barro cocido que tiene una cofia semejante; esta pieza sin la visera sería como el tocado de los Reyes de Siam. La impresión que causa el verla es tanto más singular cuanto que la casualidad parece haber reunido en ella elementos diversos tomados de muchos tocados modernos, el lápiz de un Gavarni no lo habría combinado de una manera tan extraña. Parece a la vez casquillo de jockey, kepi y gorro de saltimbanqui. Sin embargo, por más civilizados que seamos no tenemos derecho para burlarnos de ese sentimiento instintivo que en todo tiempo y en todo país ha estimulado a los hombres a agrandar su talla natural por medio de tocados altos, a fin de inspirar así mayor respeto a sus semejantes; mas no podemos dejar de reírnos   -120-   pensando que los peruanos asociaban a un objeto tan extravagante ideas de dignidad, de poder y, tal vez, de religión, si se juzga por los símbolos que le rodean.

»El principal signo de la decoración, repetido simétricamente sobre los cuatro costados del casco, es un disco saliente, sobre el cual se ven trazados en relieve los lineamientos de una cara humana. En los intervalos, cuatro adornos muy confusos, pero tomados ciertamente del reino vegetal, alternan con las máscaras humanas. El estudiante que se entretuviera trazando en las márgenes de su cuaderno de escritura dos ojos, una nariz y una boca, encajándolo todo en un círculo tan regular como pudiera hacerlo, no sacaría un dibujo más original que la imagen laboriosamente grabada sobre el espesor del metal por el artífice peruano. Sin embargo, la repetición de unos mismos signos característicos manifiestan que, no una fantasía pueril, sino el propósito de reproducir un tipo consagrado era quien guiaba la mano inhábil del artista. Se echará de ver, como una singularidad, esa línea doble que remeda las arrugas sobre las cejas, y esa serie de puntitos que señala el lugar de los bigotes. Esa especie de penacho que corona la frente podrá ser un simple adorno; empero, por grande que sea mi reserva en punto a símbolos, no se puede explicar esa boca con caninos agudos y desmesuradamente largos, sino por la intención de hacer más espantosa la figura humana, dándole las terribles quijadas de los animales carnívoros. Éste es un rasgo tanto más digno de ser observado, cuanto que se encuentra en un gran número de figuras trabajadas en América y principalmente en ciertas placas circulares de que hablaré inmediatamente.

»Por lo demás entre los símbolos más populares de nuestro antiguo mundo, se puede señalar una concepción muy semejante, sin que por eso los más decididos partidarios de la comunicación entre los dos continentes puedan imaginar ninguna transmisión posible. La faz de la Gorgona en las obras griegas de estilo primitivo nos presenta una cara de un aspecto casi idéntico y armada de las mismas defensas amenazantes. Los sabios han reconocido   -121-   de común acuerdo en el gorgoneum un espantajo criado por la fantasía de los artistas y nada más; era aquello la faz de la Luna con esa vaga forma de una fisonomía fea que nuestra imaginación cree descubrir en las manchas del disco lunar; al Sol acostumbramos darle una figura parecida. No creo, pues, aventurar demasiado atribuyendo también un carácter sideral a las máscaras circulares del casco encontrado en Chordeleg, reconociendo en él, sea la Luna adorada por los Cañaris o el Sol que adoraban los Incas»77.



La descripción que precede ha sido hecha por un escritor distinguido, el cual, como por desgracia careció de los documentos necesarios y acaso también de la conveniente instrucción en las cosas de América, no pudo indicar el uso a que esa tiara estaba destinada. Según nuestro juicio, aquella tiara estaba hecha para que sirviera a algún sacerdote de ídolos en las fiestas solemnes de la nación; entonces se adornaban con los mejores vestidos que sólo para ese objeto tenían aparejados. He aquí cómo nos describe el modo de vestirse los indios para las fiestas de sus huacas o ídolos un escritor muy autorizado, el P. Arriaga, en su libro sobre la Extirpación de la idolatría en el Perú: «En estos actos se ponen los mejores vestidos de cumbi que tienen, y en las cabezas unas como medias lunas de plata que llaman Chacra-inca, y otras que se llaman Huama y una patenas redondas que llaman Tincurpa, y camisetas con chaperías de plata y unas huaracas con botones de plata y plumas de diversos colores de Guacamayas, y unos alzacuellos de plumas, que llaman Huacras, y en otras partes Tamta, y todos estos ornamentos los guardan para este efecto»78.

Aunque el P. Arriaga no hace mención especial de tocados semejantes a la tiara encontrada en Chordeleg,   -122-   con todo podemos asegurar que aquélla fue adorno religioso empleado en las fiestas de sus ídolos, porque tanto en el mismo sepulcro, como en otros de Chordeleg, se encontraron todos esos adornos de que, según el P. Arriaga, se servían los indios para sus fiestas religiosas.




II

Pudiéramos conjeturar lo que sería Chordeleg en tiempo de los Cañaris, por los objetos que se han encontrado allí en los sepulcros. Parece, pues, que fue un lugar sagrado y, tal vez, el principal adoratorio de la nación, donde se hallaban las sepulturas de sus reyes o sacerdotes. Muchos sepulcros fueron descubiertos ahí y en todos ellos se encontraron objetos destinados al culto, según las costumbres y prácticas generalmente observadas en los indios del Perú. ¿Era Chordeleg una ciudad? ¿Era un lugar sagrado? ¿Era un adoratorio? Nosotros nos inclinamos a creer que fue esto último, por las cosas encontradas en los sepulcros; así es que pudiéramos decir que fue un adoratorio, y el lugar donde se sepultaban los principales o los sacerdotes de la nación.

Allí se encontraron llautos o coronas de diversas clases; una de ellas muy particular, pues tenía la forma de un sombrerillo de oro con dos plumas también de oro delicadamente trabajadas; puesta la corona en la cabeza, las dos plumas debían caer sobre las espaldas a la manera de las ínfulas de la mitra de nuestros obispos; láminas o planchas de oro redondas con dos agujeritos para sujetarlas sobre el pecho; medias lunas, collares, brazaletes y grandes prendedores de oro con cascabeles o sonajas, camisetas con chapitas de oro, en fin todos aquellos adornos que, según el P. Arriaga, acostumbraban tener aparejados los indios para engalanarse con ellos como con vestiduras sagradas, en las fiestas que hacían a sus ídolos.

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Entre los varios objetos, que una feliz casualidad sacó a luz, fueron encontrados también en Chordeleg los instrumentos con que los sacerdotes solían convocar al pueblo para sus fiestas religiosas. Los huaqueros, cuando encontraban las cornetas o bocinas que los sacerdotes tocaban en las fiestas de sus dioses, no sabían darse cuenta del objeto que pudieran haber tenido unas como flautas de órgano hechas de una tela delgada de oro o de plata. Precisamente era aquello las bocinas sagradas que entre los indios hacían las veces de nuestras campanas, para congregar al pueblo en sus fiestas religiosas. El P. Arriaga lo dice expresamente: «Ni tampoco se reparaba en que tuviesen varios instrumentos, con que se convocaban para las fiestas de sus huacas, o las festejaban, como son muchas trompetas de cobre, o de plata muy antiguas, y de diferente figura y forma que las nuestras, caracoles grandes que también tocan, que llaman antari y pututa, y otros pincullu, o flauta de hueso y de cañas. Tienen, demás de lo dicho, para estas fiestas de sus huacas, muchas cabezas y cuernos de tarugas, y ciervos, y mates y vasos hechos en la misma mata cuando nacen entre los mismos cuernos y otras muchas aquillas y vasos para beber de plata, madera y barro de diversas figuras»79. Este pasaje parece escrito después de la excavación de una huaca en Chordeleg... ¡Quién lo creyera!...

En los sepulcros o huacas, no sólo de Chordeleg sino de muchos otros puntos del Azuay, se han encontrado las conchas o caracoles grandes (que hasta ahora usan los indios a manera de bocinas y que las llaman Quipa), los cuernos de venado en gran cantidad, y muchedumbre de vasos de oro, de plata, de barro, de todos tamaños y figuras. Los sepulcros de Chordeleg se distinguen de los demás por la abundancia de objetos que contenían y por la riqueza de los materiales de que habían sido fabricados, pues la mayor parte eran de oro o de plata.

Muy oportuno creemos citar aquí una observación presentada con mucha elocuencia por Lorente acerca de   -124-   los sepulcros de las antiguas razas indígenas del Perú. «Algo rastrearon los peruanos, dice, acerca de la vida futura; y se cree que admitían un lugar alto Hanac-Pacha para el descanso de los buenos, y un lugar inferior Hucu-Pacha para el tormento de los malos. Lo cierto es que concebían la existencia de ultratumba como igual a la actual; y por eso solían enterrarse con sus mujeres, vestidos, víveres, instrumentos de trabajo y más o menos riquezas. Más cuidado tuvieron de los sepulcros que de la mansión de los vivos, de suerte que la historia de su civilización está mejor consignada en las huacas que en las tradiciones; su muerte ha sido más elocuente que su vida, y la ciencia puede sacar mucha luz de entre las sombras de sus tumbas»80.

No sólo se han encontrado los objetos enumerados antes, sino otros muchos, entre los cuales merecen llamar la atención las planchas circulares de oro y de plata que solían llevar pendientes sobre el pecho; tienen éstas grabados encima a manera de relieve ciertos signos, tal vez religiosos, tomadas del reino animal. Describiremos una de ellas. En el centro hay un círculo pequeño, formado de puntos sobresalientes; parten de la circunferencia del mismo círculo cuatro líneas también de puntos, que dividen la superficie de la plancha en cuatro espacios semejantes, ocupado cada uno de ellos por la figura de un animal cuadrúpedo de raza felina, trazada groseramente. Las orejas paradas, la boca abierta, en la cual aparece con unos colmillos disformes, y las patas encogidas dan a la figura grotesca del animal el aspecto del tigre o jaguar cuando se ponen en acecho para brincar sobre su presa. Con rayas y puntos se han figurado las manchas de la piel.

Según hicimos notar antes, los Cañaris adoraban un oso; pero el P. Calancha, que es quien nos ha referido esta particularidad, no estuvo bien informado y confundió el jaguar, o mejor dicho el leopardo, animal muy común   -125-   hasta ahora en las montañas del Azuay, con el oso, del cual existe una especie poco abundante y menos temible que el leopardo.

El hacha de oro, encontrada en el mismo sepulcro que la tiara, de que ya hicimos mención, se distinguía de otras piezas de la misma especie, según dice Mr. Huezey, por procedimientos de fabricación más adelantados y por una forma complicada que hacía de esta pieza una de las más raras. Tenía en primer lugar como nuestras hachas modernas un cabo cilíndrico en el cual penetraba el mango; este cabo estaba armado de cinco puntas, que por su figura recuerdan ciertos cascos o morriones en forma de estrella que se han encontrado en los sepulcros del Perú. El extremo de la hacha tenía dos aletas dentadas, en los cuáles se hallaban grabados ciertos signos que parecen letras o caracteres. El todo del objeto no dejaba de tener semejanza con el cetro del Inca, según nos lo describe Garcilaso81.




III

El más notable entre los objetos descubiertos en aquel sepulcro fue uno de madera de chonta, forrado con una tela delgada de plata. El que encontró esa famosa huaca de Patecte desolló la lámina de plata y, por fortuna, guardó la madera; caso raro porque sólo conservaban, y eso para fundirlo, lo que era de oro o de plata, que lo demás se botaba con desprecio como cosa inútil. Cuando lo vimos, al punto comprendimos que era un plano, como los que solían trabajar los indios del Perú en tiempos de los Incas.

Procuraremos describir, tan minuciosamente como nos sea posible, este objeto, a fin de darlo a conocer, porque,   -126-   según creemos, es el único resto que nos ha quedado de un arte o industria que pereció con el pueblo que la practicaba. Es, pues, un cuadrado grueso de madera de chonta; en los dos extremos de la diagonal tiene dos torrecitas correspondientes, formadas en la misma madera, cada una de dos pequeños cuadrados uno mayor y otro menor, superpuestos uno encima de otro; cada uno lleva un borde labrado con dos líneas gruesas, tiradas paralelamente a la dirección de los lados; en el plano, trabajados asimismo de relieve, hay, dispuestos simétricamente, unos cajoncillos a modo de un tablero de esos que sirven para jugar ajedrez, poco más o menos. Hay por todo diez y seis de estas celdillas; catorce son perfectamente cuadradas e iguales entre sí; dos son largas y el medio del plano está como vacío o desocupado. En las caras de las dos torrecitas se ven figurados en la misma madera dos lagartos que están en actitud de toparse hocico con hocico, el uno del un lado y el otro del otro; de estas figuras hay cuatro, dos en cada torrecita; al lado de los lagartos se hallan dos signos de significación enigmática. Los bordes o lados de la pieza tienen también labores, que representan cuadros pequeños formados por adornos que separan unas cabezas coronadas con cierto tocado original y vueltas todas ellas en la misma dirección. Debajo tiene labores de rosas o flores, colocadas con disposición y gracia en medio de cuadrados forma dos de líneas. Tal es este objeto, descrito según su forma material; veamos ahora lo que podía haber significado. Nosotros creemos que fue un plano del plano de Chordeleg.

Chordeleg está en el valle de Gualaceo al Oriente de Cuenca. El río de Gualaceo, que atraviesa todo el valle, se forma de las vertientes de la cordillera oriental; sus aguas cristalinas se deslizan suavemente por un lecho de arena. Las orillas siempre verdes, sombreadas por sauces frondosos; el caudal de las aguas del río que se arrastran en silencio, fecundizando las playas cubiertas de caña de azúcar; las colinas y pendientes que forman verdaderos bosques de árboles frutales, todo contribuye   -127-   a hacer de aquel valle uno de los más pintorescos de la hermosa provincia del Azuay. Chordeleg es ahora una parroquia; hasta hace pocos años era un sitio casi despoblado; se halla en una de aquellas mesetas que, con frecuencia, se encuentran en el declive de la cordillera de los Andes, formadas por ese hacinamiento irregular y grandioso de colinas sobre colinas, de cumbres sobre cumbres, que, principiando en las playas de los ríos, viene a terminar en las nieves perpetuas.

Las dos torrecillas, puestas a los extremos de la diagonal del plano, son dos colinas de poca elevación que quedan una en frente de otra; su posición es poco más o menos de Norte a Sur; la que está al Norte se llama Llaver; la que está al Sur, Zhaurinzhy; la del Norte conserva todavía restos de su forma antigua, pues no hay duda que fue tallada en forma de pirámide y que tuvo dos departamentos, dirémoslo así, uno inferior y otro superior, como se ven en el plano; estos departamentos trabajados en la misma peña, tenían las paredes enlosadas con piedras y barro. Las piedras eran toscas pizarras sin labrar, pero colocadas con mucho arte; para subir de un departamento a otro había en la mitad un terraplén en forma de plano inclinado; de todo esto apenas quedan ahora algunos vestigios, pues, conforme va aumentando la población, la necesidad de cultivar la tierra ha llevado el arado por todas esas partes y las ha destruido; la colina del Sur ya no tiene huella alguna de su antigua forma.

Descifrada la significación de las dos torrecillas por la comparación del terreno con el plano, todavía nos quedaba un descubrimiento más importante que hacer. Aquellos lagartos o cocodrilos grabados en las paredes de entre ambas torrecillas, ¿eran simples adornos caprichosos o, por el contrario, tenían alguna significación? ¿Representaban algo que existiera en el terreno? En una palabra, ¿eran jeroglíficos?... Nosotros creíamos que lo fuesen, y para averiguarlo, trasladándonos a Chordeleg, comparamos las condiciones de aquel lugar con   -128-   las señales del plano y no pudimos menos de concluir que los lagartos eran símbolos que figuraban ríos, la posición que tienen en el plano y la dirección que tomaba la corriente de éstos al bañar las raíces de la colina sobre que estaba Chordeleg. Según la posición de los lagartos, Chordeleg debía estar rodeado de agua por todos cuatro lados; y así está, en efecto. Hay dos ríos, el uno caudaloso, es el de Gualaceo, que en aquel punto se llama río de Santa Bárbara; el otro es un río pequeño que tiene el nombre de Pungu-huayco. El primero, con las vueltas y sinuosidades de su corriente, forma un verdadero ángulo a las faldas del cerrito de Zhaurinzhy, y luego sigue con una dirección casi recta hasta el punto donde se junta con el Pungu-huayco, el cual, bajando por tras el cerrito de Llaver, viene a encontrarse con el de Santa Bárbara al pie de la colina; así que el plano de Chordeleg queda rodeado de agua casi por todas cuatro lados. Esto era, sin duda, lo que quisieron significar los Cañaris cuando pusieron los dos lagartos como topándose hocico con hocico.

Los cuadrados que tiene el plano eran a lo que parece otros tantos sepulcros, pues, examinando el plano y el terreno, coinciden los cuadrados del primero con los puntos donde se han hallado las huacas o sepulcros en el segundo; y aquella parte vacía, en medio, corresponde precisamente a lo que ahora es plaza del pueblo, punto donde, por más excavaciones que se han hecho, no se ha encontrado nada.

Las caras, si bien se observa, se nota que están colocadas de tal manera que a cada cuadrado corresponde una cara, por donde parece que pudiéramos, no sin fundamento, hacer la siguiente conjetura, a saber, que Chordeleg fue un lugar sagrado para los Cañaris y que allí estaban las tumbas de los régulos o sacerdotes de la nación, alrededor de los teocalis o adoratorios de sus principales divinidades.

Decimos teocalis, porque la traza y forma que tenían en lo antiguo las dos colinas de Llaver y Zhaurinzhy eran   -129-   muy semejantes a los templos de los Toltecas en México.

Muy conocidos son, por fortuna, los monumentos de los Toltecas y los han descrito muchos viajeros e historiadores ilustres. Consultemos uno de ellos. He aquí cómo describe Moke los monumentos religiosos o templos de los Toltecas.

«Sus monumentos religiosos se reconocen por su estructura piramidal, que ha sido causa de que los comparen con los que se encuentran en Egipto. Mas esa semejanza, aunque sorprendente, se explica con mucha facilidad, cuando se considera que los antiguos pueblos del Asia setentrional y de la América del Norte han dejado en la superficie de las llanuras un gran número de colinas artificiales (túmulos) que les servían unas de sepulcros y otras de lugares de sacrificios. Los anticuarios de los Estados Unidos han descubierto algunas que todavía conservan altares de piedra o de barro cocido. Los Toltecas no hicieron, pues, otra cosa que conformarse con la práctica casi universal de las naciones de esas comarcas, cuando levantaron allí, para practicar su culto, montecillos artificiales que les servían de templos y que se llamaban teocali o casa de los dioses. Su forma primitiva fue la de grandes terrados, orientados con regularidad, y dispuestos de tal manera que los lados tenían apenas la inclinación necesaria para que pudieran sostenerse. Poco a poco fueran haciéndose piramidales a consecuencia de la estructura progresiva de la base, a medida que la construcción de estos monumentos cesó de ser el esfuerzo grosero de una muchedumbre ignorante, para convertirse en una obra de arte»82.

La fortaleza de Xochicalco, que se atribuye también a los Toltecas, era una montaña entera, tallada de modo   -130-   que cinco terraplenes, que la rodeaban, la dividían en otros tantos departamentos83.

La nación Tolteca pereció después de haber dominado por largo tiempo en México y en la América-Central; mas, cuando multiplicados desastres la obligaron a abandonar el continente setentrional, se dispersó con dirección a las regiones del Mediodía. En efecto, huellas de la existencia de los Toltecas se han encontrado a este lado del Istmo de Panamá y creemos muy probable que llegaron también a establecerse en varios otros puntos de la América meridional. Esta conjetura, que nosotros habíamos llegado a formar mediante los estudios que habíamos hecho sobre las antiguas naciones indígenas que componían el imperio del Perú, se ha robustecido más y más con los documentos que americanistas distinguidos han dado a luz; así es que nuestra opinión hoy día descansa en muy respetables autoridades. Mr. L. Angrand, encontró en las provincias de Huamanga y de Abancay, al Norte del Cuzco, habitadas antiguamente por los Huilcas, muchos monumentos de forma piramidal con varios terrados sobrepuestos, construidos con más o menos diligencia; una de las faces del edificio está ocupada por una escalera que conduce hasta la cumbre. El número de los terrados es tres o cinco y la altura total varía de cinco a treinta metros. Estos edificios están aislados y no hay más que uno solo en cada localidad; pero todos ellos se hallan siempre rodeados de otras construcciones, que servían de habitaciones, y algunas de ellas son muy extensas. «Yo he visto, dice el abate Brasseur, los dibujos de muchos de estos edificios piramidales y son verdaderos teocalis como los de México y la América Central. Estos dibujos y las observaciones que preceden confirman todavía más lo que siempre había creído yo acerca de la propagación de la civilización y   -131-   de la religión de los Toltecas en la América meridional, mucho más allá de las provincias cercanas al Istmo de Panamá, del cual las de Abancay y de Huamanga se hallan distantes más de cuatrocientas leguas al Sur. En apoyo de esta convicción, viene el hecho siguiente, a saber, que antes de la religión y dominación de los Incas, existía en el Perú, según los historiadores de aquella comarca, una religión más antigua que la de los Incas, la cual había sido anunciada por un personaje divino. Con o Contice (probablemente el Conmitl o Huey-Comitl de las tradiciones heroicas de México), que había ido a predicar allá las doctrinas y el conocimiento de un Dios único, desde las altas montañas del setentrión. El tiempo, el nombre del predicador y las circunstancias de su predicación parecen que indican un discípulo de Quetzalcoatl, salido de Cholullán, acaso en la misma época en que salieron los que el profeta envió a la Mixteca y a Mictlán»84.

La existencia de monumentos semejantes está probada también en otros puntos del Perú como en Tiahuanaco, por ejemplo. Uno de los edificios de aquellas célebres ruinas, según Desjardins, recuerda los teocalis de México y principalmente la famosa pirámide de Cholula, descrita por Humboldt; ese edificio tiene el nombre de fortaleza, pero fue evidentemente un templo en cuya cumbre se ofrecían sacrificios.

Las ruinas de Tiahuanaco son muy anteriores a los Incas. Por esto dice muy bien el autor antes citado: «Si queremos buscar semejanza entre los edificios de Tianahuaco y los otros restos de las civilizaciones americanas,   -132-   la encontraremos en Nicaragua y en Yucatán, comarcas habitadas por los Toltecas mucho tiempo antes de la llegada de las tribus de Aztlán al valle de Anáhuac o México». En esas mismas ruinas se descubren huellas del culto simbólico tributado a los papagayos, en los adornos misteriosos de los relieves grabados en los monolitos. Parece, pues, que tenemos razón para repetir aquí, respecto de los Cañaris, lo que de los Panos dice Humboldt: «Como la mayor parte de las tribus que han fijado su habitación en las márgenes de los grandes ríos de la América meridional, los Panos no parecen muy antiguos en el lugar donde se encuentran actualmente. ¿Serán, tal vez, débiles restos de algún pueblo civilizado, que ha vuelto a caer en la barbarie o descienden, tal vez, de los Toltecas que introdujeran en Nueva España el uso de las pinturas jeroglíficas y a quienes, rechazados por otros pueblos, vemos desaparecer, al fin, en las orillas del lago de Nicarahua? He ahí cuestiones interesantísimas para la historia del hombre, cuestiones unidas con otras, cuya importancia no se había conocido suficientemente hasta el día»85.

Creemos que no hay peligro de error, asegurando que la provincia del Azuay fue poblada antiguamente por tribus diversas, que, pasando el tiempo, llegaron a formar una sola nación conocida en la historia con el apellido Cañari. Algunos rasgos de semejanza con los usos y costumbres de los Toltecas dan fundamento para conjeturar que los Cañaris pertenecieron a esa raza célebre, que desapareció de Centro-América y de México, según la cronología más probable, en el siglo XII de nuestra era86.

El jeroglífico del cocodrilo se halla también representado en la fortaleza de Xochicalco; allí cabezas de cocodrilos que echan agua por la boca se ven junto a hombres   -133-   sentados sobre las piernas cruzadas87. El jeroglífico del cocodrilo servía a los indios de Mechoacán para representar uno de los signos de su calendario, que era el cuarto de su semana de trece días. Cuán comunes sean estos animales en ambas Américas nadie hay que lo ignore.

También se encontró en aquel mismo sepulcro de Patecte una plancha grande cuadrada de oro macizo, sobre la cual se hallaba grabada una figura extraña, compuesta de elementos de muy diverso género, entre los cuales se encuentra la serpiente, que tan gran papel desempeña en la cosmogonía americana. Algunos han creído que era la imagen de algún ídolo; nosotros emitiremos después nuestra opinión acerca de este asunto.

De los objetos encontrados en las huacas de Chordeleg unos pertenecen, pues, a la civilización, dirémoslo así, de los Incas; otros, a la de los Cañaris, cuyas obras son distintas de las de los peruanos, por donde debemos necesariamente convenir en que pertenecían a una raza diversa. Los Cañaris eran nación formada y aguerrida cuando la conquistaron los Incas.

Nuestra conjetura acerca de la importancia del plano de Chordeleg podrá parecer, tal vez, infundada; sin embargo, consta que los peruanos acostumbraban fabricar planos muy curiosos no sólo de sus ciudades, sino hasta de provincias enteras. Hablando del estado de la industria de los peruanos al tiempo de la conquista de los españoles, dice Lorente88: «Supieron los peruanos transmitir los conocimientos topográficos con mapas de relieve,   -134-   en los que una imitación fiel ponía de manifiesto las calles y plazas, los arroyos y edificios, los altos y bajos y cuantos detalles interesantes ofrecía la localidad».

A la autoridad de Lorente añadiremos la de Garcilaso, el historiador de los Incas, quien dice que: «De geografía supieron bien pintar y hacer cada nación el modelo y dibujo de sus pueblos y provincias». El autor cuenta que vio el plano del Cuzco y su comarca y asegura que el mejor cosmógrafo del mundo no lo pudiera hacer mejor. Este plano estaba trabajado en barro.

Castellanos refiere que, cuando Benalcázar venía para la conquista de Quito, llegó en Tomebamba y que allí Chaparra, cacique de los Cañaris, le dio un plano de los lugares por donde había de pasar. Castellanos indica al parecer que el plano era en lienzo, como los que solían fabricar los mexicanos; pero no hay prueba alguna de semejante industria entre los peruanos y debió ser un plano trabajado en relieve89. Por todos estos documentos consta que los indios solían trabajar planos y, por lo mismo, no dudamos que el objeto de madera encontrado en Chordeleg era el plano de aquel mismo lugar.

Largo e inútil sería mencionar uno por uno todos los objetos notables que se descubrieron en las tumbas de Chordeleg. Hemos hablado ya de muchos de ellos: llautos o coronas de diversas clases; tupas o prendedores, vasos, conopias, etc., se encontraron en abundancia. Chordeleg, como ya lo indicamos antes, fue, sin duda ninguna, un lugar sagrado; el sepulcro común de los principales de la nación, en torno de un adoratorio famoso. Esta clase de cementerios comunes solían llamarse Machay   -135-   en la lengua del Inca y eran lugares sagrados para los indios.

* * *

Mas, ¿a qué raza pertenecieron los Cañaris? ¿Cuánto tiempo duró su monarquía? ¿De dónde traían su origen? Parece que habían transcurrido ya largos siglos en provincia del Azuay, pues habían localizado en ella las antiguas tradiciones relativas al origen de su raza. Por más esfuerzos que hemos hecho para conseguir cráneos y estudiarlos, con el fin de conocer a cuál de las razas americanas ya clasificadas pertenecieron los Cañaris, no nos ha sido posible encontrarlos, pues el examen de uno o de dos cráneos no basta para hacer deducciones fundadas. ¡Quizá más tarde habrá algún naturalista más afortunado que nosotros, para que pueda hacer con mejores condiciones el estudio que nosotros no hemos podido realizar!

El trabajo de Alcides d'Orbigny sobre la etnografía americana90, aunque sea obra de un sabio, está muy lejos   -136-   de ser completo; las razas indígenas del Ecuador son muy poco conocidas y con temor de equivocarnos apenas podemos indicar la filiación de ellas, sus caracteres distintivos y las relaciones de semejanza que tienen con las demás razas que poblaban este continente al tiempo de la conquista de los españoles. Una cosa podemos asegurar con certidumbre y es que estaba habitado por naciones diversas que hablaban idiomas distintos. En la costa había casi tantas lenguas como pueblos: la provincia del Chimborazo estaba habitada por los Puruhaes, que tenían idioma propio; los Cañaris hablaban lengua distinta de la quichua o peruana; los Quitus tenían también idioma propio; y no dejaría de ser cosa muy notable para el estudio de las razas americanas si llegara a probarse lo que dice el P. Velasco que los Syris hablaban la misma lengua que los Incas, aserción que creemos inexacta91.

En la América meridional se conserva el recuerdo de diversas inmigraciones anteriores a la época de la dominación de los Incas; una raza de hombres blancos y barbados, que levantó los antiquísimos monumentos de Tiahuanaco; la raza terrible de los gigantes que, viniendo del Océano, se detuvieron en Manta y en algunos otros puntos de la costa del Pacífico; la raza guerrera de los Caribes, que desde las Antillas se derramaran al través del continente, dejando huellas de su existencia desde la cordillera oriental de los Andes hasta las márgenes del Orinoco; he ahí esas oleadas, dirémoslo así, de pobladores, que de tiempo en tiempo llegaban de puntos desconocidos al continente sudamericano. ¿A qué raza pertenecían los Cañaris? ¿Cómo vinieron a poblar la provincia del Azuay?...



  -137-  
IV

En esa provincia ¿existían antes otras razas? ¿Qué razas eran aquéllas? En los Jíbaros, que pueblan las selvas del Oriente, no dejamos de encontrar muchos rasgos de semejanza con los Caribes de las Antillas, y de las playas del Orinoco. Los Jíbaros de Gualaquiza pertenecen a una raza diversa de la de los Cañaris; hablan un idioma propio, en el cual abundan los sonidos guturales; se casan con muchas mujeres y tienen costumbres dignas de llamar la atención. La labranza y cultivo de los campos; las tareas y cuidados domésticos están a cargo de las mujeres; el varón hace sólo el desmonte para siembra y se ocupa en la caza, o en la guerra, o se entretiene en aderezar sus armas; y cuando ninguna de estas ocupaciones reclama su tiempo, se está dentro de casa tendido en su hamaca, departiendo con sus amigos y compañeros. Llegado el tiempo del alumbramiento, la india va al bosque, al punto donde el marido le tiene de antemano aparejada una especie de columpio formado de tres palos, dos clavados en tierra y uno cruzado entre ellos a cierta altura, de tal manera que la india, colgándose con las manos, queda parada en puntillas y en esa actitud da a luz a la criatura. Al instante se dirige al río, lava a su recién nacido, se asea también ella y vuelve a la cabaña, para ocuparse en las faenas domésticas; mientras tanto el varón se está en casa, acostado en cama, dando quejidos y haciendo demostraciones de grave enfermedad.

Los casamientos se celebran con grandes fiestas. Reunida la tribu, bailan todos los varones, cogidos de las manos formando círculo alrededor de un árbol adornado al efecto, según su modo; mientras van dando vueltas a saltos en torno del árbol, cantan un cantar monótono y desgraciado con cierto estribillo, que repiten todos en coro.

No tienen templos ni lugares destinados para adorar allí a Dios, y parece que toda su religión consiste en   -138-   la creencia supersticiosa en el Espíritu del mal, a quien llaman Iguanchi y cuyas dañadas obras les infunden temor. Creen en sueños y agüeros; después de tomar cierta bebida narcótica y excitante se retiran a lo más oculto de los bosques, donde tienen preparado un escondite, que llaman soñadero; allí permanecen mientras les dura el letargo y creen como cierto todo cuanto en aquel tiempo les sugiere la alterada fantasía.

Son fieros en la guerra, pero nunca acometen de frente al enemigo, sino a la traición, procurando sorprenderle; al prisionero siempre le dan muerte y conservan su cabeza como trofeo de victoria. Maravilloso es el modo como disponen estas cabezas para conservarlas secas y duras; pues, por medio de cierto procedimiento secreto, después de extraer por el cuello todos los huesos de la cara y del cráneo, mediante la acción del fuego consiguen reducir tanto las dimensiones naturales, que apenas queda una quinta parte del primer tamaño, pero sin que por eso pierda sus propias facciones. Estas cabezas, por un determinado período de años, son objeto de culto supersticioso; después las arrojan a la corriente de algún río.

Tienen grandes tambores de madera, que llaman tunduli, con los cuales se convocan para la guerra. Estos tambores son cilíndricos, hechos de gruesos troncos de árboles ahuecados; los cuelgan en alto; y golpeándolos en los puntos salientes de las labores, que tienen encima, dan un sonido ronco, pero fuerte y prolongado que se deja oír a largas distancias. Sus armas son la lanza de chonta, que manejan admirablemente; el escudo o la rodela, llamada lindara, el arco y las flechas enarboladas.

Un observador instruido que visitó Gualaquiza hace poco, nos ha dado de los Jíbaros la descripción siguiente:

«El aspecto de todos estos bárbaros, semicivilizados algunos, nada tiene de repulsivo. Su estatura es comúnmente más que mediana; sus miembros perfectamente formados; su fisonomía agradable y muy animada. Están   -139-   dotados de una perspicacia y desembarazo particulares. No se nota en ellos ese aire de taciturnidad, melancolía y encogimiento tan propio de nuestros indios.

»El vestuario de los Jíbaros se compone, para los varones, de una sola prenda, que llaman itipi; es una tela que, atada en las caderas cubre muy bien la parte baja del vientre y la alta de los muslos. El vestida de las mujeres es aún más honesto, pues les oculta enteramente el pecho y les cae hasta las pantorrillas. Aquéllos se pintan el rostro, los brazos, el cuerpo y los muslos, formando labores caprichosas, de color rojo, con la pulpa de achiote, y de color negro, con una preparación del fruto de un árbol llamado sula ozua. Tienen cuidado especial de mantener bien limpio y graciosamente recogida el cabello, y, a veces, completan elegantemente su tocado con una especie de corona o gorra, que hacen de una piel fina y lanuda de rabo de mono.

»La casa en que habitan, llamada par ellos jea, es de forma elíptica más o menos prolongada. Las paredes son de caña o de chonta (madera procedente de varias especies de Palma). La techumbre está sostenida por estas paredes, y por algunas columnas de palos delgados, rectos y fuertes, colocados a distancias simétricas, en la longitud del eje mayor de la elipse. La cubierta es de hojas secas de una especie de Pandanus conocida con la denominación de cambaalga, hojas que colocan con mucho artificio y seguridad. El pavimento de la única pieza que estas habitaciones tienen es de tierra apelmazada, pero muy limpio y regularmente nivelado. A uno de los costados o extremos de la habitación están, arrimadas a la pared, las camas de los varones, formadas por pequeñas tarimas de caña picada, que constituyen un plano, algo inclinado hacia el interior de la pieza, y se levantan a poca altura del suelo. El cuerpo descansa en esta clase de tarima, solamente hasta las caderas; pues las piernas quedan al aire, y los pies reposan sobre un palo, que llaman patachi, sostenido por dos horquillas, en una y otra extremidad. Debajo de este aparato y un poco hacia fuera, cuidan de conservar fuego (que denominan ji), durante la noche.

  -140-  

»Las camas de las mujeres, situadas a otro lado o extremo, son análogas a las de los varones; pero carecen del patachi y tienen dos paredecillas laterales de la misma caña, a modo de cortinas. Lo singular y notable es que cada mujer tiene sobre su lecho dos, tres, o más perros atados, entre los cuales duerme»92.



¿De dónde procede esta raza, tan distinta bajo todo respecto de la de los Cañaris? ¿Con cuál de las razas conocidas tiene semejanza? Examinada la descripción que viajeros e historiadores notables han hecho de los Caribes, no podemos menos de encontrar muchos puntos de semejanza entre ellos y los Jíbaros, que pueblan las selvas orientales de la Provincia del Azuay. Los Caribes, guerreros y orgullosos, desprecian como los Jíbaros a los demás pueblos; no tienen un culto regular y social, sino que adora cada uno el objeto que más hiere su imaginación, y sólo hay una idea común en la cual pudiéramos decir que consiste toda su religión y es en el miedo al espíritu malo, a quien atribuyen todas las desgracias que les suceden. La mujer tiene la misma condición de esclava y está sujeta a los trabajos domésticos y a la labranza del campo; para el varón la guerra, la caza, la pesca. Aun en la idea que tienen del valor hay semejanza entre el Jíbaro y el Caribe, pues ambos asocian siempre la traición al valor y desconocen la generosidad; sanguinarios y crueles, se vengan con alevosía y son incapaces de perdonar una injuria.

El Barón de Humboldt nos describe los Caribes de la manera siguiente: «En ninguna otra parte he visto una raza entera de hombres más altos ni de estatura más colosal... Como tienen el cuerpo pintado de onoto, sus grandes caras de color bronceado y pintorescamente trapeadas, a lo lejos parecen antiguas estatuas de bronce... Cuantos hombres hemos visto de esta misma raza, sea navegando en el Bajo-Orinoco, sea en las misiones del Piritú,   -141-   se diferencian de los demás indios, no solamente por su alta estatura, sino también por la regularidad de sus facciones. Tienen la nariz menos ancha y menos aplastada, los pómulos menos salientes y la fisonomía menos feamente construida. Sus ojos, que son más negros que los de las otras tribus de la Guayana, anuncian inteligencia y aun podría decirse la costumbre de la reflexión»93.

Estos Caribes, según lo ha hecho notar el mismo Barón de Humboldt, poblaron una gran parte de la América meridional hacia el Oriente de la gran cordillera de los Andes. «Al Oeste, dice Humboldt, al otro lado de los Andes, nada parece ligar la historia de México con la de Cundinamarca y del Perú; pero en las llanuras del Este una nación belicosa, largo tiempo dominante, ofrece en sus facciones y constitución física vestigios de un origen extranjero. Los Caribes conservan tradiciones que parecen indicar algunas comunicaciones antiguas entre las dos Américas. Fenómeno semejante merece atención particular, cualquiera que sea el grado de embrutecimiento y de barbarie en que, a fines del siglo XV, hayan encontrado los europeos a los pueblos montañeses del Nuevo Continente. Si es verdad que la mayor parte de los salvajes, como parece que lo prueban sus lenguas, mitos cosmogónicos y una inmensidad de otros indicios, no son más que razas degradadas, reliquias o restos escapados de un naufragio común, es sumamente importante examinar los caminos por donde estos restos han sido trasportados de uno a otro hemisferio»94.

No deja de ser curioso encontrar entre los Jíbaros de Gualaquiza, casi con el mismo nombre que entre los primitivos moradores de la América central, el uso del tambor, llamado tunduli por los Jíbaros, y tundul por los discípulos y adoradores de Votan, aquel famoso legislador,   -142-   adorado como un dios en la península yucateca. «Votan, dice Brasseur, era conocido entre los Tzendales con el título de Señor del tambor sagrado, que probablemente traía su origen de una especie de tambor de madera, hueco, llamado tunkul en la lengua yucateca, teponaztli en el idioma mexicano. Este instrumento tenía una grande importancia en las ceremonias religiosas de las naciones cuya historia estamos escribiendo». Tunkul, en la lengua yucateca, quiere decir música sagrada.

Mas no por eso intentamos establecer ningún sistema, ni dar a las cosas mayor importancia de la que merecen; solamente hacemos notar analogías que no deben pasar desadvertidas para quien estudia la historia de los pueblos americanos.

Los Jíbaros han sido hasta ahora muy poco estudiados y se conoce solamente la pequeña tribu que habita en Gualaquiza, la cual, por sus relaciones con los blancos, ha venido a modificar notablemente sus caracteres primitivos. Quizá después, estudiada mejor esa raza, se podrá confirmar nuestra presunción o probar que hemos estado engañados.

En apoyo de nuestra presunción acerca de la raza a que pertenecen los Jíbaros de Gualaquiza aduciremos la autoridad de un naturalista célebre, Alcides d'Orbigny, que ha estudiado prolijamente las razas indígenas de la América meridional. Este autor ha demostrado que los Guaranís de la América del Sur son los mismos Caribes de Tierra firme y de las Antillas, y manifiesta con observaciones profundas el camino seguido por las diversas inmigraciones de Guaranís desde las orillas del Plata hasta el Orinoco y desde las faldas de la Cordillera oriental de los Andes hasta las Antillas. «Se ve, pues, dice D'Orbigny, que la nación de que estamos tratando se extendió desde las riberas del Plata hasta las Antillas, es decir,   -143-   desde el grado 31º de latitud Sur hasta el 23º grado de latitud Norte, o en un espacio inmenso de 1.140 leguas marinas de Norte a Sur. Actualmente habita de Este a Oeste, desde las costas del Brasil hasta el pie de los Andes bolivianos, entre el 37º y el 65º grados de longitud occidental del meridiano de París o 560 leguas marinas»95.

Poblaron, pues, en lo antiguo dos razas distintas la provincia del Azuay: la raza de los Cañaris y la raza de los Jíbaros, entre las cuales creemos que hubo perpetua guerra, como lo dan a entender las fortificaciones que existen más allá del Sigsig en la cordillera oriental de los Andes; apenas se conservan algunos vestigios de esta clase de obras.

¿Cuál de estas razas dominó a la otra? ¿Por dónde vino la raza de los Cañaris a poblar la provincia del Azuay? Nada podemos saber ahora, ni hay fundamento para conjetura alguna. Sin embargo, seguiremos indicando las relaciones de semejanza que hemos encontrado entre los Cañaris y algunas otras naciones del Nuevo Continente.

Solían los Cañaris buscar para sus pueblos los valles más abrigados y las orillas de los grandes ríos; así es que las señales de mayor población se encuentran en Yunguilla, Gualaceo y Paute, valles pintorescos de clima caliente y regados por ríos caudalosos; también se encontraron sepulcros o huacas ricas en Cojitambo sobre el valle de Chuquipata. Este método de vida, dirémoslo así, nos hace pensar en la antigua nación de los Toltecas, los cuales escogían, para poblar, lugares de clima abrigado y las orillas de los ríos caudalosos.

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Se ha creído generalmente que los peruanos y las demás naciones de la América meridional no usaban de ninguna clase de moneda para sus negocios y transacciones mercantiles; los mexicanos y los yucatecos tenían su moneda particular, que consistía en las almendras del cacao empleadas como dinero por los aztecas, y en ciertas conchitas de que hacían uso los Mayas de la península de Yucatán. El P. Cogolludo dice: «La moneda de que usaban era campanillas y cascabeles de cobre, que tenían el valor según la grandeza, y unas conchas coloradas, que se traían de fuera de esta tierra, de que hacían sartas a modo de rosarios. También servían de moneda los granos del cacao, y de éstos usaban más en sus contrataciones, y de algunas piedras de valor y hachuelas de cobre traídas de Nueva España, que trocaban por otras cosas, como en todas partes sucede»96. Y el P. Landa habla también de las conchas coloradas que servían a los indios de Yucatán a la vez de moneda y de joyas97. En los sepulcros de Chordeleg se encontraron en gran abundancia esas conchas coloradas pequeñas y también las piedrecillas de diversos tamaños, figuras y colores. En uno de los sepulcros fueron hallados además cascabeles pequeños de oro, fabricados de una manera muy particular, pues parecían tamborcillos de oro de figura perfectamente cilíndrica. Ni será fuera de propósito hacer notar, por último, que el culto de Pachacamac fue muy antiguo entre las naciones de la costa del Pacífico, vecinas a la línea equinoccial; el templo de aquel dios estaba edificado en una eminencia artificial y junto a él se hallaba el lugar que servía de sepultura común a los régulos de la comarca, quienes acostumbraban sepultarse con todas sus riquezas98. Los Cañaris, ¿tenían, tal vez, los mismos usos y costumbres que los Mayas de Yucatán? ¿De dónde provienen semejanzas tan notables? ¿Podrán explicarse por una simple casualidad?... Dejaremos   -145-   al tiempo y a la ciencia histórica la respuesta a estas cuestiones; por nuestra parte nos contentamos con haber recogido datos que acaso habrían pasado olvidados por completo.

La dominación de los Toltecas en la América central y México duró por más de cuatro siglos. Según el sentir de algunos historiadores, la época de la destrucción de la nación tolteca coincide con la presencia repentina de los Caribes en la América del Norte; así es que, si la venida de los Toltecas a la América del Sur se admite como cierta, la nación Cañari debió haber contado más de tres siglos de existencia cuando fue destruida por Ata-Huallpa. Los vestigios de poblaciones, que se encuentran principalmente cuanto más nos aproximamos a la costa, son una prueba, así del camino seguido por las inmigraciones, como también de lo muy poblada que estuvo la provincia en otros tiempos. En el camino que conduce del Jubones a la costa de Machala y golfo de Jambelí se han encontrado señales de antiguas habitaciones de indígenas; también en el camino que va de Cuenca a Guayaquil, por el río de Naranjal, llamado antiguamente Zhuiya. Parece que los Cañaris, y después también los Incas, se dirigían a la costa por el camino de Machala y salían al mar por enfrente de la isla de la Puná, ahora desierta y en aquella época habitada por una nación belicosa que hablaba su idioma propio, distinto del quichua, que practicaba sacrificios sangrientos de víctimas humanas y devoraba a sus prisioneros de guerra.

La existencia de la raza náhuatl en la América del Sur se va comprobando a medida que se estudian más las antigüedades de los pueblos que componían el imperio del Perú bajo el cetro de los Incas. Así como se han llegado a descubrir tantos puntos de semejanza entre algunas prácticas religiosas, usos y costumbres de los habitantes de Yucatán y de Nicaragua y las creencias religiosas y método de vida de varios pueblos de la América meridional, así también el tiempo venidero indemnizará a la ciencia sus penosas vigilias, revelándole secretos que hasta ahora tiene escondidos en el abismo de lo   -146-   pasado. Entre tanto, diremos nosotros también lo que Mr. Viollet-Le-Duc: «El nuevo mundo, es, en efecto, nuevo comparado con el Asia y con la vieja Europa, es decir, que el hombre civilizado, o mejor dicho, civilizador fue a establecerse sobre ese continente mucho tiempo después de los primeros siglos históricos de nuestro hemisferio; sin embargo, todas las investigaciones hechas recientemente nos inducen a creer que una civilización avanzada dominaba en aquellas comarcas largo tiempo antes de la era cristiana»99.

Empero, la falta de datos suficientes para descubrir la verdad dejará, acaso para siempre, sepultados en las tinieblas de lo pasado el origen, el carácter, el estado de civilización de los primeros pobladores de América y el tiempo en que fueron llegando a nuestro continente las diversas inmigraciones, cuya venida ha conservado la tradición de todos los pueblos. Los Aztecas conservaban la memoria de los Toltecas y otras naciones, que habían vivido en el país de Anáhuac antes que ellos; las imponentes ruinas de Yucatán, de Palenque y de Tiahuanaco revelan la existencia de una raza activa y poderosa, que desapareció, sin que sepamos cómo ni cuándo, de las comarcas donde dejara huellas tan sorprendentes de su grandeza; los tiempos han ido amontonando sombras sobre su memoria, al paso que la naturaleza iba cubriendo con bosques seculares sus monumentos.

Ciertas palabras fenicias, algunas prácticas religiosas semejantes a las de los hebreos y cartagineses, varias leyes y costumbres análogas a las de otros pueblos asiáticos parecieron fundamentos seguros para señalar el origen de los americanos en los famosos viajes de los navegantes de Tiro, en las dilatadas expediciones de los marinos de Cartago y en las grandes inmigraciones de los pueblos de las llanuras del Tibet y del Mogol. La ciencia, entre tanto, ha guardado silencio, dejando a la erudición sistemática fabricar conjeturas ingeniosas, pero   -147-   destituidas de fundamento sólido; mientras que los filósofos incrédulos del siglo pasado, desoyendo el testimonio de la historia y la voz de la tradición, resolvieron magistralmente la dificultad, decidiendo desde lo alto de su superficialidad científica que las razas americanas eran tan nativas del suelo americano, como las lianas que entrelazan unos con otros los árboles en las selvas del Nuevo Continente. «Pero suponer una raza indígena y propiamente americana, dice César Cantú, es incompatible no sólo con las tradiciones bíblicas, sino también con el hecho de que las tribus del Nuevo Mundo no tenían un tipo común. Al que insista en preguntarme de dónde vinieron los americanos, le preguntaré yo: en un mundo que hace tantos siglos se está estudiando, ¿de dónde provinieron los Godos, los Celtas y los Oscos? ¿Por qué el vascuence se habla entre idiomas europeos radicalmente diversos? Hay problemas que no pueden dilucidarse sino por un solo libro»100.





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ArribaAbajoCapítulo quinto.- Sitio y ruinas de Tomebamba

Investigaciones sobre el punto donde estuvo la ciudad de Tomebamba. El valle de Yunguilla. Ruinas que allí se encuentran. Etimología del nombre Tomebamba.



I

Ya indicamos antes que los antiguos cronistas castellanos, cuando hablan de Tomebamba, unas veces se refieren a la provincia y otras a la ciudad del mismo nombre, circunstancia que es necesario tener presente, para no confundir lo relativo a la una con lo relativo a la otra.   -150-   De esta confusión ha nacido, tal vez, el que no se acierte a señalar el punto verdadero donde estuvo edificada la ciudad, pues unos creen que estuvo edificada en donde existe ahora la ciudad de Cuenca; otros piensan que estuvo más al Oriente, en el sitio que se llama Huatana; pero ni la descripción de la ciudad de Tomebamba, que hacen los historiadores antiguos, ni las ruinas o vestigios que han debido conservarse, indican que haya estado Tomebamba donde se halla Cuenca.

El acta de la fundación de Cuenca dice que, después de haber recorrido personalmente Gil Ramírez Dávalos toda la provincia buscando sitio a propósito donde edificar la ciudad, escogió al fin la llanura denominada Paucar-Bamba como la mejor y más cómoda, y que allí trazó la nueva ciudad, a la cual puso el nombre de Cuenca en honra del Marqués de Cañete, entonces Virrey del Perú, por cuya orden se edificaba la nueva ciudad. Mas no se halla en el acta mención alguna de Tomebamba como el sitio escogido para edificar allí a Cuenca; antes, por el contrario, cuando se señalan los términos de la nueva ciudad, se le dan por límites hacia el Sur el río y el camino que va a Tomebamba101.

Sin embargo, muy bien podemos asegurar que en el sitio donde fue edificada Cuenca hubo algún palacio de los Incas, porque en muchos edificios de la ciudad se encuentran piedras labradas como las que empleaban los Incas en sus edificios; y no es creíble que las hayan ido a traer de muy lejos. Cerca de la ciudad, hacia el Sudeste, se ven todavía restos de un puente a la orilla del río Matadero; a la falda de la colina, donde está la iglesia de Turi, se encuentran huellas del gran camino de los Incas o de la Vía real de las cordilleras, y sobre el río de Yanuncay están los restos de un antiguo puente de los Incas, donde se ha fabricado el puente que pone en comunicación   -151-   la ciudad de Cuenca con los pueblos de Paccha, el Valle, Quinjeo, etc. Y todavía aquel puente conserva el nombre de Inga-Chaca o puente del Inca. El P. Velasco habla de estos restos de edificios de los Incas en las cercanías de Cuenca102.

Consultada la historia acerca de este punto, ofrece datos suficientes para hacer fundadas conjeturas sobre la época en que se fabricaron estos edificios. En efecto, Cabello Balboa dice: «Púsose (Ata-Huallpa) a construir en Tomebamba palacios suntuosos para su hermano (Huáscar), y otros no menos magníficos para él mismo»103. El P. Velasco dice también, hablando de Ata-Huallpa: «Expiraba ya el año 1529, cuarto de su reinado, sin que en seis meses que se hallaban en la provincia de Cañar hubiese habido el menor reclamo o contradicción de parte de su hermano Huáscar. Persuadiose a que, haciéndose cargo de la razón, no pensaba en inquietarlo sobre el asunto. Púsose por eso a fabricar un nuevo palacio, según su gusto y genio en Tomebamba; y la noticia de esta empresa fue la que irritó y enfureció a la ambiciosa Rava-Ocllo hasta hacer por fuerza partícipe a su hijo Huáscar»104. Cieza de León confirma la narración de Velasco diciendo, después de describir los edificios de Tomebamba: «Y cierto oí a muchos indios entendidos y antiguos que sobre hacer unos palacios en estos aposentos fue harta parte para haber las diferencias que hubo entre Huáscar y Atabaliba»105. En el hermoso valle de Paucar-Bamba, donde está edificada Cuenca, hubo pues, sin duda, algún palacio de los Incas, tal vez el levantado por Ata-Huallpa; pero no fue allí donde estuvo la populosa ciudad de Tomebamba. ¿Dónde estuvo edificada esta ciudad?



  -152-  
II

Nosotros creemos que Tomebamba estuvo edificada en el valle de Yunguilla, así porque se encuentran todavía en aquel punto muchas ruinas de vastos edificios, como también porque sólo a aquel valle conviene la descripción que del lugar donde estuvo Tomebamba nos han dejado los antiguos historiadores castellanos. Todos ellos nos dicen, hablando de Tomebamba, que estaba edificada a la ribera de tres ríos caudalosos y, según Balboa, no había más que un solo puente por donde se podía entrar en la ciudad. Estas señales convienen muy bien al valle de Yunguilla, donde existen ruinas de una antigua población de los indios106.

  -153-  

Es el valle de Yunguilla uno de los más hermosos de la provincia del Azuay; se halla al Sudoeste y como a una jornada de Cuenca; le riegan varios ríos, el Naranjos y el Minas, pequeños, que bajan de la cordillera setentrional, donde estuvo en tiempos remotos el pueblo de Cañaribamba, del cual ahora ya no quedan ni vestigios; el Mandur, también pequeño, el Jubones y el Uchucay, caudalosos, bajan de la cordillera opuesta, y el Rircay corre por el fondo del valle de Oriente a Occidente. A la entrada del valle, cuando se va de Cuenca por el camino de Tarqui y Jirón, las cordilleras se presentan tan próximas una a otra que parece imposible que allí haya existido jamás población ninguna considerable; pero, conforme se va siguiendo hacia Occidente, el valle se ensancha mucho de modo que en las márgenes del Jubones las playas son dilatadas y ofrecen campo para una ciudad populosa; allí precisamente se hallan las ruinas de Tomebamba, en el espacio comprendido entre los ríos Jubones, Uchucay y Rircay. Los restos de habitaciones se encuentran a la orilla derecha del Rircay, desde un sitio llamado Lacay, hasta donde el río Minas entra en el Jubones, que serán más de dos leguas; en toda esa extensión se ven de trecho en trecho, a la orilla del río, cimientos de antiguas casas de los indios; al frente, es decir, en la orilla izquierda, hay ruinas de habitaciones y casas en Sulupali, en las playas altas de Jubones y en las del Uchucay. Parece, pues, que la ciudad estaba edificada a la orilla de los ríos en las playas elevadas. El Jubones corre paralelo al Uchucay; ambos desembocan en el Rircay, y, formando un río caudaloso, siguen hasta encontrar al Minas, en el punto donde termina el valle. Las cordilleras están allí tan unidas que no forman sino una sola, y el río se abre paso por ellas rompiéndolas y corriendo por un cauce tan estrecho y profundo, que causa   -154-   horror el mirarlo. Acaso en siglos remotos todo lo que ahora es valle sería fondo de un gran lago, que derramó sus aguas por la abertura que hizo en la cordillera alguno de esos cataclismos, tan frecuentes en el continente americano.

En el punto donde el río Minas se junta con el Jubones, existen todavía los cimientos de un antiguo puente de los indios, llamado hasta ahora Huasca-Chaca, o puente de cuerdas. Allí mismo, en una llanura o plaza, dirémoslo así, que forma la corriente del Jubones, hay otras ruinas, notables por lo raro del plan con que ha sido construido el edificio. Tenía éste la forma de un cuadrilátero; el un lado, que parece haber sido el del frente, mide como dos cuadras de largo; los otros dos lados menores tendrán, poco más o menos, una cuadra; todo este gran espacio está dividido en pequeñas calles o departamentos, de los cuales hemos contado once. Al frente tiene seis casas distribuidas con cierta simetría y orden caprichoso.

Edificios en todo semejantes a éste se hallan al otro lado del río Minas, en las playas del Jubones y en las del Uchucay; pero esas ruinas tienen mucha mayor extensión que la del edificio de Minas, aunque en la forma son del todo semejantes. ¿Qué fueron estos edificios? ¿Fueron templos? ¿Serían cuarteles militares?... Montesinos dice que Dumma, régulo de los Cañaris, edificó, a lo largo del río, muchas casas para alojar en ellas las tropas del Inca Túpac-Yupanqui. ¿Son, tal vez, las ruinas de aquellos alojamientos lo que hemos encontrado a las orillas solitarias del caudaloso Jubones?... O ¿eran, acaso, templos como ese que Garcilaso nos describe del dios Viracocha? «El templo tenía ciento y veinte pies de hueco en largo, dice Garcilaso, y ochenta en ancho. Era de cantería pulida, de piedra hermosamente labrada, como es toda la que labran aquellos indios. Tenía cuatro puertas a las cuatro partes principales del cielo; las tres estaban cerradas, que no eran sino portadas para ornamento de las paredes. La puerta que miraba al Oriente, servía de entrada y salida del templo; estaba en medio   -155-   del hastial y porque no supieron aquellos indios hacer bóveda, para hacer soberado encima de ella hicieron paredes de la misma cantería que sirviesen de vigas, porque durasen más que si fuesen de madera; pusiéronlas a trechos, dejando siete pies de hueco entre pared y pared, y las paredes tenían tres pies de macizo. Eran doce los callejones que estas paredes hacían. Cerráronlos por lo alto en lugar de tablas con losas de a diez pies en largo y media vara de alto, labradas a todas seis haces. Entrando por la puerta del templo, volvían a mano derecha del templo, luego volvían a mano izquierda por el segundo callejón hasta la otra pared. De allí volvían otra vez sobre mano derecha por el tercer callejón, y de esta manera (como van los espacios de los renglones de esta plana), iba ganando todo el hueco del templo de callejón en callejón, hasta el postrero que era el doceno, donde había una escalera para subir al soberado del templo»107.

Notable es la semejanza entre las ruinas de Yunguilla y el templo del dios Viracocha, descrito por Garcilaso; sin embargo, no nos atreveremos jamás a asegurar a qué objeto estuvieron destinados aquellos edificios, pues apenas hay fundamento para una débil conjetura. También se hallan ruinas de otra clase en aquel valle; unas son de casas, más o menos grandes, otras son restos de una antigua calzada que corre en una dirección paralela a la corriente del río Jubones, y otras, en fin, parecen vestigios de un templo del Sol. Estas últimas se hallan a la orilla del Jubones, cerca del punto en que este río se junta con el Rircay; tienen la forma de un inmenso paralelogramo con dos órdenes de muros, el uno interior y el otro exterior; entre los dos hay un espacio de algunos pies de anchura, el cual parece que formaba una como galería alrededor del templo. Contiguo a la puerta hay un aposento pequeño, casi cuadrado.

En un sitio, denominado Lacay, existía un montecillo de arena sobre la playa del río; ocurriósele a cierto   -156-   individuo, aficionado a hacer excavaciones, practicar una en aquel punto y, deshaciendo el monte de arena, descubrió una casa que allí había estado enterrada, bajo de esa colina artificial. Hay también restos de grandes acequias o canales, construidos para conducir el agua desde largas distancias y hacer fecundos los sitios, ahora yermos por falta de riego.

Citaremos aquí las palabras de Cabello Balboa, por las cuales parece algo fundada nuestra conjetura acerca del objeto que tenían aquellos edificios, cuyas ruinas se encuentran en Yunguilla. Después de describir Balboa los edificios que Huayna-Cápac mandó levantar en Tomebamba, dice que el Inca salió de la ciudad y, tomando el camino de la cordillera con dirección a Quito, pronto se halló en tierra fría, circunstancia que conviene muy bien al valle de Yunguilla. En efecto, desde las playas del Jubones se puede tomar el camino que, subiendo por el cerro escarpado de Alpapana, conduce en pocas horas a la cordillera fría y ventosa de Nabón.

«El viaje de Huayna-Cápac, desde el Cuzco hasta Tumibamba, no presenta circunstancia alguna notable -dice Balboa-. Acampó junto a los ríos que riegan aquel valle. La admirable posición de la ciudad y más que eso el cariño que todo hombre tiene naturalmente a su país natal le decidieron a hacer de ella la capital del bajo Perú. Antes dijimos ya que Huayna-Cápac había nacido en Tomebamba, cuando por la primera vez llegó allí Topa-Inga.

»Hizo, pues, Huayna-Cápac construir en Tomebamba edificios suntuosos y echó los cimientos de un palacio llamado Mullucancha, en el cual depósito una estatua de oro finísimo, que representaba a su madre mama-Ragua Oello. En el vientre de esta estatua mandó poner las pares que arrojó su madre cuando lo dio a luz, porque era costumbre guardar aquel objeto, cuando una princesa paría hijo varón. Hizo también guardar en el mismo palacio gran cantidad de oro y de plata. Las paredes interiores de este edificio estaban adornadas con una porción   -157-   de obras de taracea de mullo, especie de concha de mar, de que se fabrican collares; su color es muy semejante al del más hermoso coral; aunque las hay también de diferentes clases. Las murallas fueron enriquecidas con muchas planchas de plata y de oro trabajadas a martillo. Los muros exteriores tenían por adorno clavos de cristal. El aposento en que se colocó la estatua de Mama-Oello estaba enteramente cubierto de planchas de oro. Este palacio fue llamado Tumi-Bamba Pachamanca. En las cercanías de la ciudad fueron establecidas todas las naciones que le habían acompañado y los Cañaris quedaron especialmente encargados del servicio del palacio.

»Junto a este edificio el Inca levantó templos al Sol, a Ticci-Viracocha-Pachacámac y al Rayo, por el modelo de los que existían en Cuzco; para su servicio les adjudicó terrenos, rebaños y yanaconas. Sobre la plaza hizo levantar otro edificio que llamó Uzno o Chinquín-Pillaca, donde se ofrecían sacrificios al Sol108 y a sus diversas faces, derramando chicha en honra suya»109.



Por las palabras que acabamos de citar, se conoce que Huayna-Cápac hizo levantar en Tomebamba cinco edificios, dos palacios y tres templos; uno al Sol, otro a la Luna y el tercero a Ticci-Viracocha según el modelo de los que existían en el Cuzco. Del templo de Viracocha nos ha dado Garcilaso una descripción circunstanciada, como ya lo hemos visto.

Los cronistas castellanos dan a Tomebamba el calificativo de populosa, y debió serlo indudablemente una ciudad cuyas ruinas aparecen todavía en la extensión de casi dos leguas. Como el terreno es frágil y arenisco los derrumbamientos son considerables y allí, donde antes   -158-   había grandes edificios, ahora es cauce del río y pronto se dirá de la que un día fue populosa Tomebamba: Etiam periere ruinae.

En cuanto a la magnificencia de estos edificios creemos que hay mucha exageración en las descripciones de los escritores castellanos. No hay, en verdad, señales de magnificencia, ni de hermosura; todos ellos, según aparece de los escombros que aún quedan, han sido fabricados con piedras toscas, las cuales se emplearon en la construcción, sin pulir, por eso se las encuentra con la nativa rudeza que tenían en el álveo del río próximo, de donde, sin duda ninguna, fueron sacadas.

No hay ni un punto de comparación entre el primor de la fábrica del Inga-pirca en Cañar y la rústica sencillez de los edificios de Yunguilla. Viendo los restos de ellos, involuntariamente nos acordábamos de la descripción que del modo de fabricar sus casas los Cañaris nos ha dejado Cieza de León en su Crónica del Perú con estas breves palabras: «Las casas que tienen los naturales Cañares, son pequeñas, hechas de piedra, la cobertura de paja»110.

Ricos serían, sin duda, aquellos edificios por los adornos de oro y de plata que en ellas habían amontonado los Incas; pero no suntuosos, ni magníficos. Los historiadores nos hablan del Templo del Sol, del Monasterio de las Vírgenes y del Palacio de Mullocancha levantado por Huayna-Cápac para hermosear Tomebamba, la ciudad que le vio nacer: ¿dónde estaban esos edificios? ¿Ruinas suyas, serán, tal vez, las que nosotros hemos visitado?... ¡Nada podemos asegurar con certidumbre!... Sin embargo, Tomebamba era la primera ciudad de los Incas en estas partes de su imperio; en ella estuvo Huayna-Cápac cuando le dieron la primera noticia de la aparición de los españoles en las costas del Perú; allí fue donde los indios de Túmbez trajeron a presentar a Ata-Huallpa esos dos infelices españoles, Rodrigo Sánchez y Juan Martín,   -159-   a quienes, por condenados a muerte, había dejado Pizarro abandonados en la costa al volverse a Panamá; y la familia formada por Huayna-Cápac tomó el apellido de Tomebamba, como para conservar el recuerdo del lugar donde había nacido este príncipe.




III

En cuanto a la etimología del nombre de Tomebamba, Montesinos dice que significa llanura del cuchillo, porque la deriva de: Tumi, cuchillo en lengua quichua, y bamba o pampa, llanura o llano, y la historia de este nombre la refiere del modo siguiente. Cuando el Inca Viracocha volvía de las costas de Túmbez para la sierra, llegó al lugar donde está Cuenca, que entonces se llamaba Tumi-pampa o llanura del cuchillo y diósele este nombre, porque allí los Cañaris presentaron batalla al Inca y, habiéndolos vencido, los degolló a todos sin perdonar ni aun a los viejos y pobló la provincia de Mitimaes, a fin de que no quedara desierta, porque transportó al Cuzco a todos los jóvenes111. Como se ve la narración carece de verosimilitud y la deducción del significado del nombre Tumi-pampa es más ingeniosa que exacta.

Para nosotros el nombre de la ciudad no fue Tome-Bamba, como decimos ahora, ni Tomepumpa, como pronunciaba Oviedo, ni Tuxipumpa, como escribe Zárate, etc., etc.; sino Sumag-pampa, como todavía se llaman ahora las playas del Jubones, donde se hallan las ruinas de la ciudad. Sumag-pampa quiere decir llanura linda, llanura hermosa, y, en efecto, lindas y hermosas son aquellas llanuras, que bañan las aguas de tres ríos. Nada acostumbrados los oídos de los españoles a la pronunciación de la lengua quichua oían muy mal todas las palabras y las desnaturalizaban. ¿Quién creyera que Atabaliba fuese el mismo nombre que Ata-Huallpa? ¿Que Illescas fuese Quilliscacha?... Y, sin embargo, restablecida   -160-   la verdadera pronunciación de una palabra, muchas veces se descubre toda una historia; ni parecerá extraño que los españoles variaran la pronunciación de las palabras americanas, si recordamos que lo mismo hicieron con los nombres árabes, para acomodarlos a la pronunciación de las palabras americanas.

La historia vuelve a hacer mención de Tomebamba al tiempo de la conquista de los españoles. Cuando Benalcázar venía para la conquista de Quito, descansó con su pequeño ejército ocho días en Tomebamba, celebró alianza con los Cañaris, obtuvo un refuerzo de trescientos hombres de la misma gente y, después de haber reconocido y admirado los edificios construidos por los Incas, se encaminó a Riobamba, guiado por indios que conocían esos caminos112. Blasco Núñez Vela llegó también en Tomebamba y es la última vez que se hace mención de la ciudad. Hoy, no sólo ha desaparecido el pequeño pueblo que existía a fines del siglo pasado, como lo indica el P. Velasco, en el mismo sitio y con el mismo nombre que la ciudad de los Incas, sino hasta el mismo pueblo de Cañaribamba. Los indios se han acabado, devorados por la asoladora industria de la destilación de aguardiente; existían en el siglo pasado algunas familias descendientes de los antiguos caciques de Tomebamba, Zanitama, Manu, Paccu-rucu y Quito, y ahora no hay ni memoria de ellas. Los pocos habitantes de Yunguilla han ido de fuera y cultivan la caña de azúcar, luchando con las calenturas intermitentes, que han venido a ser el azote de aquel lugar. Acaso en tiempo de los Incas era muy sano aquel valle; cielo límpido y azul, aire purísimo, temperamento abrigado, tierra generosa y fecunda, circunstancias eran para conservar allí numerosa población; ahora los pantanos artificiales junto a cada habitación, los miasmas pútridos que exhalan materias corrompidas, el desaseo en las que se llaman casas y no son más que tristes cabañas de juncos abiertas a todos vientos, hacen de aquel valle tan hermoso un lugar mortífero.






  -161-  

ArribaAbajoCapítulo sexto.- Monumentos de los Incas

Estado actual de los monumentos de los Incas en la provincia del Azuay. El Inga-pirca de Cañar. Inga-chungana. Inti-huayco. Los Tambos. Señales de la Vía real. Collúctor.



I

Para completar nuestro estudio sobre los Cañaris, vamos a hacer una ligera descripción del estado en que se encuentran actualmente los monumentos de los Incas en la provincia del Azuay113. Dominaron en aquella provincia   -162-   dos naciones diversas, los Cañaris y los Incas, estos últimos poco tiempo antes de la conquista; así es que existen allá ruinas de dos clases: unas pertenecen a los Cañaris, y otras a los Incas. Los edificios que levantaron los hijos del Sol tienen un carácter de uniformidad tan constante que, visto uno de ellos, ya puede el observador formar idea de los demás.

El más notable de los que se conservan en la provincia del Azuay es el palacio conocido con el nombre vago de Inga-pirca o pared del Inca, a legua y media de distancia al N. E. del pueblo de Cañar. Se halla construido en una llanura extensa, fría, en el espacio comprendido por tres ríos de pobre caudal, que se juntan en uno solo más abajo del edificio. El uno de estos ríos se llama Gulán y corre por delante del Inga-chungana: el otro desciende del Hato de la Virgen y, al juntarse con el de Gulán, forma una pequeña pero hermosa cascada; el tercero pasa por tras el Inga-pirca a poca distancia de la entrada y es el de más escaso caudal. El sitio escogido para construir este monumento parece buscado a propósito por las Incas, para hacer de él a la vez lugar de recreo y fortaleza militar. La extensa llanura se hunde poco a poco hasta formar un vallecito, encerrado entre dos pendientes agrias y bastante elevadas: la una está coronada por la famosa elipse de piedras sillares y la otra, al frente, por el Inca-chungana. Una vereda tortuosa pone en comunicación estos dos puntos. La elipse es lo mejor conservado del edificio, pues de las otras partes de él ahora ya no hay más que escombros; aquí está todavía la puerta de entrada; allá se conservan en pie algunos muros de piedra, medio derruidos y cubiertos por las yerbas que han crecido sobre ellos; en una parte se ven los cimientos de las antiguas habitaciones; en otra se conserva intacto un aposento, en cuyas paredes se hallan pequeñas alacenas, las cuales, a lo que parece, hacían veces de sillas con piedras o acaso también con esos grandes tablones de oro, de que habla Garcilaso, para apoyar sobre ellos los pies.

En las ruinas del edificio de los Incas han fabricado la casa de una hacienda y la avaricia insaciable ha venido   -163-   a sentar también aquí su mano demoledora, que para buscar oro, ha derribado ya hasta una parte de la elipse, cuyas grandes piedras sillares yacen tiradas por el suelo; el mejor monumento de la arquitectura de los incas camina, pues, precipitadamente a su ruina.

El Inca-chungana es un asiento labrado en la roca sobre la cumbre de la pendiente escabrosa, que forma uno de los extremos del vallecito, por cuyo fondo corre el río de Gulán, así es que viene a quedar entre este río y el Inga-pirca. Abajo, casi a las orillas del río, está la roca del Sol o el Inti-huayco. Pronto reproduciremos aquí la descripción que de entrambos objetos hace el barón de Humboldt, dándoles, según nuestro juicio, mayor importancia de la que en verdad merecen.




II

Algunos escritores antiguos designan al Inga-pirca de Cañar con el nombre de aposentos de Tomebamba. Estos aposentos famosos, que están situados en la provincia de los Cañaris, dice Cieza de León, eran de los soberbios y ricos que hubo en todo el Perú, y a donde había los mayores y más primos edificios. Y cierto ninguna cosa dicen de estos aposentos los Indios, que no vemos que fuesen más, por las reliquias que dellos han quedado.

«Los aposentos de Tomebamba están asentados a las juntas de dos pequeños ríos en un llano de campaña, que terná más de doce leguas de contorno. Es tierra fría y abastecida de mucha caza de venados, conejos, perdices, tórtolas y otras aves»114.



Ulloa nos ha dado en su Relación histórica del viaje a la América meridional, la siguiente descripción del lugar   -164-   en que está edificado el Inga-pirca. «Hacia la parte del N. E. del pueblo, de Hatun-Cañar, que significa Cañar grande, como a dos leguas distante de él, se conserva la fábrica de una fortaleza y palacio de los Reyes Ingas; y es ésta la más formal, capaz y bien distribuida que se encuentra en todo aquel reino. Por la parte donde tiene la entrada, hace frente a un pequeño río que pasa inmediato a sus paredes; y por la opuesta termina en la pendiente de un cerro no muy alto con una larga y levantada muralla»115.

Veamos la que hizo el célebre Barón de Humboldt.

«Al descender del páramo del Azuay hacia el Sur se descubre, entre las haciendas de Turche y Burgay, otro monumento de la antigua arquitectura peruana, conocido con el nombre de Inga-pirca, o fortaleza de Cañar. Esta fortaleza, si puede llamarse así una colina terminada por una plataforma, es mucho menos notable por su grandeza que por su perfecta conservación. Un muro construido de grandes piedras sillares se eleva a la altura de cinco a seis metros; forma un óvalo muy regular, cuyo eje mayor tiene casi treinta y ocho metros de longitud; el interior de este óvalo es un terraplén cubierto de hermosa vegetación, la cual aumenta el efecto pintoresco del paisaje. En el centro de este recinto hay una casa dividida en dos solos departamentos, de casi siete metros de altura... El corte de las piedras, la disposición de las puertas y de los nichos, la analogía perfecta que reina entre este edificio y los del Cuzco no dejan duda sobre el origen de este monumento militar, que servía de alojamiento a los Incas, cuando estos príncipes pasaban de tiempo en tiempo del Perú al reino de Quito. Los restos de un gran número de edificios, que se encuentran al rededor de la elipse, anuncian que hubo antes en Cañar lugar suficiente para alojamiento del pequeño cuerpo de tropa que generalmente seguía a los Incas en sus viajes.

  -165-  

»La ciudadela de Cañar y los edificios cuadrados que la rodean, no han sido construidos con ese mismo asperón cuarzoso que cubre el esquisto arcilloso y los pórfidos del Azuay y que está a la vista en el jardín del Inca, en la pendiente del vallecito de Gulán. Tampoco son de granito, como lo ha creído Mr. de La Condamine, las piedras que han servido para construir el edificio de Cañar, sino de pórfido trápeo, muy duro, mezclado con feldespato vítreo y anfíboles. Tal vez, este pórfido fue sacado de las grandes canteras que se encuentran a cuatro mil metros de altura, cerca del lago de Culebrillas, a distancia de más de tres leguas de Cañar.

»El pórfido empleado en los edificios de Cañar está tallado en paralelepípedos con una perfección tal, que las junturas de las piedras serían imperceptibles, como lo ha notado muy bien Mr. de La Condamine, si la superficie exterior de ellas fuera la plana; mas esta superficie exterior es un poco convexa y cortada en lados hacia los bordes, de manera que las junturas forman pequeñas canales que sirven de adorno, como las separaciones de las piedras en obras rústicas. Este corte de las piedras, que los arquitectos italianos llaman bugnato, se encuentra las ruinas de Callo cerca de Mulhaló y da a los muros de los edificios peruanos una grande semejanza con ciertas construcciones romanas, por ejemplo con el muro de Nerva en Roma»116.



Caldas visitó también este monumento y sus observaciones han rectificado las inexactitudes del plano y de la descripción hecha por Ulloa117.

A la descripción del Inga-pirca añadiremos la que del Inga-chungana y del Inti-huayco ha hecho el mismo Humboldt.

«El pequeño monumento, llamado juego del Inca, consiste en una sola masa de piedra. Los peruanos han empleado   -166-   para construirlo el mismo artificio que los egipcios para esculpir la Esfinge de Djyzhe, de la cual dice Plinio expresamente: e saxo naturali elaborata. El Inga-chungana, visto de lejos, tiene la apariencia de un canapé, cuyo espaldar estuviera adornado de una suerte de arabesco en forma de cadena.

»Bajando de la colina, coronada por la fortaleza de Cañar a un vallecito por cuyo fondo corre el río de Gulán, se encuentran veredas estrechas, practicadas en la roca, las cuales conducen a una quebrada, que en lengua quichua se llama Inti-huaycu o la quebrada del Sol. En ese lugar solitario, sombreado por una robusta y hermosa vegetación, se levanta una masa aislada de asperón de cuatro o cinco metros de altura. Una de las faces de esta pequeña roca, notable por su blancura, es tallada a pico, como si hubiera sido labrada por la mano del hombre; sobre su fondo blanco y compacto se distinguen círculos concéntricos, que representan la imagen del Sol tal como se la ve figurada al principio de la civilización en todos los pueblos de la tierra; los círculos son de un rojo negruzco; en el espacio formado por ellos se reconocen los rasgos medio borrados que indican dos ojos y una boca. El pie de la roca ha sido labrado en forma de gradas, por donde se sube a un asiento hecho en la misma piedra y colocado de modo que desde el fondo del hueco se puede contemplar la imagen del Sol.

»Cuentan los Indios que, cuando el Inca Túpac-Yupanqui se dirigía con su ejército a la conquista del reino de Quito, gobernado entonces por el Cochocando de Lican, los sacerdotes descubrieron sobre esta piedra la imagen de la divinidad, cuyo culto debía ser introducido en los pueblos conquistados. El príncipe y los soldados peruanos miraron el hallazgo de la roca de Inti-hauyco como anuncio feliz; y esto contribuyó, sin duda, a que los Incas construyeran una habitación en Cañar. Los rasgos que señalan los ojos y la boca han sido trazados evidentemente con un cuchillo de metal y podemos creer   -167-   que los hicieron los sacerdotes del Perú para engañar así mejor a los indios»118.



Algunos viajeros modernos, y Cieza de León entre los antiguos, han creído que el Inga-pirca era un templo del Sol; pero aquello es un engaño notable. Correal describe este edificio llamándolo templo del Sol en la provincia de Tomebamba y dice que encontró en las puertas algunas piedras labradas, en las cuales estaban esculpidas figuras de cuadrúpedos, de pájaros y de otros animales fantásticos. De estas piedras labradas y de las que vio La Condamine ya no hay ahora vestigio alguno. ¿Qué habrá sido de ellas?... ¡Nadie lo sabe! Correal visitó el Inga-pirca en 1692; La Condamine, en 1739; Humboldt, en 1803 y ya este sabio no encontró las piedras labradas de las puertas, pues no hace mención alguna de ellas.

Los autores antiguos ponderan la riqueza de los palacios de Tomebamba; los muros interiores estaban cubiertos de planchas de oro bruñido; las habitaciones del monarca tenían figuras primorosas de oro, que representaban aves, animales, yerbas, plantas, hombres, y la paja del páramo, como si hubiera nacido entre los ángulos de las paredes. Los Cañaris decían que, para fabricar este palacio, Huayna-Cápac hizo venir desde el Cuzco las piedras con que lo edificó, a fin de manifestar así el aprecio singular que profesaba a la tierra que le había visto nacer, pues era costumbre de los Incas, para honrar alguna provincia, hacerle participar de las cosas de su capital, el Cuzco, que miraban como tierra sagrada.

«Muy grandes cosas pasaron, dice Cieza de León, en el tiempo del reinado de los Ingas en estos reales aposentos de Tumebamba y muchos ejércitos se juntaron en ellos para cosas importantes. Cuando el Rey moría lo primero que hacía el sucesor, después de haber tomado la borla o corona del reino, era enviar gobernadores a Quito y a este Tumebamba, a que tomasen la posesión en su nombre, mandando que luego le hiciesen palacios dorados   -168-   y muy ricos como los habían hecho a sus antecesores y así cuentan los orejones del Cuzco (que son los más sabios y principales de este reino), que Ingayupangue, padre del gran Topainga, que fue el fundador del templo, se holgaba de estar más tiempo en estos aposentos que en otra parte; y lo mismo dicen de Topainga, su hijo. Y afirman que estando en ellos Guaynacapa, supo de la entrada de los españoles en su tierra, en tiempo que estaba don Francisco Pizarro en la costa con el navío en que venía él y sus trece compañeros, que fueron los primeros descubridores del Perú»119.

Antes de separarnos del Inga-pirca indicaremos la época en que fue edificado. Después de referir el P. Velasco la llegada de Huayna-Cápac, en Tomebamba, dice: «Fue pasando lo demás de la provincia no sólo sin oposición, sino como en triunfo y fiesta, aclamado de todas sus numerosas parcialidades, hasta las últimas del Gran Cañar, donde fabricó aquel magnífico palacio, que aún subsiste casi entero, y que ha sido la admiración de las naciones europeas»120.

Según estas palabras no hay mucha exactitud en la tradición de los indígenas acerca del Inca que hizo construir este edificio. Humboldt apoyado en esa tradición da por fundador del Inga-pirca a Túpac-Yupangui, padre de Huayna-Cápac, lo cual no está de acuerdo con lo que refiere Velasco, cuya narración en este punto nos parece más autorizada que la de Humboldt. Así pues la época de la construcción del Inga-pirca debe fijarse en los últimos años del siglo XV, cuando Colón andaba buscando cómo llevar a cabo su propósito de encontrar camino por Occidente a la India Oriental.

Diremos para concluir solamente una circunstancia que ha pasado desadvertida por todos los que han descrito   -169-   el Inga-pirca, a saber: que las paredes interiores de los aposentos estaban cubiertas, a manera de estuco, con una tierra medio roja, de la cual se conservan hasta ahora muchas señales. Por donde parece que el interior de este edificio estaba pintado como el palacio que habitaba Ata-Huallpa en Cajamarca, cuya descripción hace Jerez del modo siguiente: «El aposento donde Atabalipa estaba entre el día es un corredor sobre un huerto, y junto está una cámara, donde dormía, con una ventana sobre el patio y estanque, y el corredor asimismo sale sobre el patio; las paredes están enjalbegadas de un betumen bermejo, mejor que almagre, que luce mucho, y la manera que cae sobre la cobija de la casa está teñida de la misma color»121.

Alcedo cree que en frente del Inga-pirca fue donde se dio por Ata-Huallpa aquella reñidísima batalla contra el ejército de su hermano Huáscar, en la cual murieron como sesenta mil combatientes; pero parece nada verosímil esta opinión.




III

De la famosa Vía real de las cordilleras, que, atravesando por todo el ámbito del imperio de Norte a Sur, ponía en comunicación la ciudad de Quito con la del Cuzco, se conservan todavía algunos vestigios en la provincia del Azuay, en los puntos siguientes: en el nudo de este nombre; en las cercanías de Cuenca en la colina que se llama de Turi, y entre Nabón y Oña. En el Azuay se conocen con el nombre de Inga-ñan (camino del Inca); están en uno de los puntos más elevados de la cordillera y es necesario desviarse del camino real y buscarlos de propósito, para conocerlos; el Barón de Humboldt habla   -170-   de ellos y los describe de la manera siguiente, en sus Vistas de las cordilleras: «Me sorprendió contemplar allí (en el llano de Puyal) a una altura, que excede con mucho la de la cima del pico del Tenerife, los restos magníficos de un camino construido por los Incas del Perú. Es una calzada limitada por grandes piedras sillares; puede compararse, tal vez, con los más hermosos caminos de los Romanos que he visto en Italia, Francia y España; es perfectamente alineada y conserva la misma dirección por seis u ocho mil metros de longitud»122.

  -171-  

Entre los pueblos de Nabón y Oña vuelve a encontrarse otro fragmento de la Vía real; pero allí no está formado de piedras sillares, como en el Azuay, sino de una mezcla durísima de barro y piedras menudas. El punto donde se encuentran estos vestigios se llama Charcay y a muy corta distancia se hallan también las ruinas de un tambo o casa de posada de los mismos Incas. Ruinas de esta clase de edificios hay en Achupallas, a este lado del Azuay; en Puma-llagta; en el mismo páramo del Puyal; más allá de Déleg y sobre el pueblo de Oña. En todas estas obras se han empleado para la fábrica de las paredes piedra tosca; en Achupallas se encuentra gran cantidad de piedra labrada; pero ya es imposible formar idea del plano del edificio, porque ha sido demolido para fabricar otras habitaciones. En los demás varía la forma, pero el sistema de construcción es el mismo, aunque estos tambos se hallan ya en tal estado de ruina que apenas existen señales para conocer que son obra de los Incas.

En el pueblo llamado Pucará hay una fortaleza de los Incas bastante bien conservada, y, acaso, el haber edificado el pueblo a las faldas de ella, ha sido causa de que sea llamado con el mismo nombre.

En nuestras excursiones por la provincia del Azuay hemos tenido ocasión de comprobar la exactitud de aquella brevísima observación de Prescott, quien, al hablar de la arquitectura peruana en tiempo de los Incas, después de indicar los caracteres que distinguen los monumentos que de ella quedan todavía, dice: «Pero aún subsisten bastantes monumentos de esta clase para dar estímulo a las investigaciones del anticuario. Hasta ahora no se han examinado, por decirlo así, más que los que están a la vista, y, según testimonio de los viajeros, existen muchos más en regiones del país mucho menos frecuentadas»123. En efecto, en un punto llamado Collúctor, entre el pueblo del Tambo y el Inga-pirca, casi al   -172-   frente de Cañar, existen los restos de un edificio de los Incas, ya muy destruido. Trabajados en la misma roca, a manera del Inga-chungana, hay canales, juegos de agua, baños y sofás, todo lo cual parece que ocupaba el centro de una casa construida en su mayor parte con piedras labradas. ¿Quién levantó este edificio? ¿Para qué objeto estaba destinado?... Garcilaso dice que los Cañaris, después de conquistados por los Incas, «hicieron muchos palacios para sus reyes».

El punto donde están estas ruinas se llama Collúctor, como lo hemos dicho antes, y toda aquella comarca es conocida con ese nombre de Huana Huari. Llamaban Huari los indios aquel sitio de cada pueblo donde decía la tradición que habían vivido los primeros pobladores, y estos lugares eran sagrados y objeto de adoración para ellos. Hanak significa arriba, alto, por donde Huanak Huari quiere decir el Huari alto, de arriba. «Adoran también, dice el P. Arriaga, las casas de los Huaris, que son los primeros pobladores de aquella tierra que ellos dicen fueron gigantes... Invocan a Huari, que dicen es el dios de las fuerzas, cuando han de hacer sus chácaras o casas, para que se les preste»124. Como acabamos de ver, el Huana Huari de Cañar debió ser un lugar sagrado para los indios y, por lo mismo, no es extraño que lo adornasen con labores en la misma peña, y que fabricasen allí edificios con piedras labradas, muchas de las cuales existen todavía.







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ArribaAbajoPrehistoria ecuatoriana

Ligeras reflexiones sobre las razas indígenas que poblaban antiguamente el territorio actual de la República del Ecuador


  -[174]-     -175-  

ArribaAbajoAdvertencia

Como por vía de prólogo, vamos a decir pocas palabras. Uno de los estudios a que, llevados de nuestra inclinación natural, nos hemos dedicado con mayor constancia, ha sido el de la prehistoria ecuatoriana, sobre la cual hemos publicado ya algunos trabajos.

El estudio de las razas indígenas que poblaban antiguamente el territorio de las provincias que forman ahora la República del Ecuador es muy difícil, por la falta casi absoluta de medios para hacerlo con probabilidades de buen éxito. Las noticias que dan los escritores antiguos son no solamente escasas sino contradictorias. No estuvieron bien informados, sus datos son vagos, y una credulidad deplorable los ha inducido a aceptar muchas fábulas y tradiciones históricas destituidas de fundamento; por lo cual, el testimonio de los escritores antiguos debe ser examinado diligentemente y sometido al crisol de una crítica severa.

En los viajeros se encuentran algunas noticias, pero no siempre exactas; anduvieron de prisa, examinaron de ligero, y estaban preocupados con ideas preconcebidas de antemano. Las relaciones de los viajeros han de ser examinadas, por lo mismo, con un criterio ilustrado y recto.

  -176-  

Tradiciones antiguas no existen; y el estudio de los objetos pertenecientes a los antiguos aborígenes se hace cada día más costoso y más difícil. No obstante, las dificultades no nos deben hacer desmayar; y los obstáculos, en vez de desalentarnos, nos han de infundir brío para perseverar, con constancia, en nuestras investigaciones.

La ciencia de la prehistoria ecuatoriana no existe todavía; nosotros, con nuestros trabajos, lo único que hemos hecho ha sido abrir el camino y señalar el rumbo; más tarde, nuevas investigaciones esclarecerán los puntos oscuros, resolverán los dudosos, rectificarán los errores en que hayamos incurrido, y, tal vez, confirmarán las conjeturas que hemos formado.

Puede ser que en este opúsculo repitamos algunas cosas, que ya en nuestros anteriores escritos hemos dicho; y pedimos que no se lleve a mal esa repetición, pues hay ocasiones en que la exigía la naturaleza misma del asunto. Las observaciones expuestas en este opúsculo son el resultado de largos estudios, en los cuales hemos perseverado hasta ahora.

Ya hemos manifestado, en nuestro Estudio sobre los aborígenes del Carchi y de Imbabura, nuestra opinión en punto a la historia de los llamados Scyris o Reyes de Quito, y ahora insistimos en ello; pues la tradición, en que esa narración histórica se apoya, nos parece destituida de fundamento sólido; lo que nuestro historiador Velasco nos cuenta acerca de la historia de los Scyris, opinamos que debe ser considerado como una fábula. Este punto de nuestra prehistoria ecuatoriana debiera ser estudiado con un criterio enteramente desapasionado, mediante el cual se desecharían leyendas que, hasta ahora, se han aceptado con un cierto cariño nacional, más candoroso que ilustrado. La historia es de suyo austera, y no acepta sino la verdad, y la verdad cuando está bien probada.

Ibarra, 1904.



  -177-  

ArribaAbajoCapítulo primero.- Opiniones y conjeturas

Nuestro propósito. Reflexiones acerca del modo cómo se debe estudiar la prehistoria americana. La tradición oral. La autoridad de los historiadores antiguos. El testimonio de los viajeros. La prehistoria ecuatoriana. El uso del cobre y las épocas prehistóricas. Distinción necesaria. La civilización incásica. Observaciones acerca de ella. En el Ecuador hubo dos civilizaciones prehistóricas. Razas principales antiguas. Su distribución en el territorio ecuatoriano. Rectificaciones y aclaraciones necesarias. La antigüedad de la civilización indígena en el Nuevo Mundo.



I

Aunque por nuestras ordinarias ocupaciones no podamos actualmente consagrarnos a estudios arqueológicos   -178-   detenidos, con todo, siquiera de cuando en cuando, volvemos a ocuparnos en ellos, deseando esclarecer algunos puntos de la prehistoria ecuatoriana, que son demasiado oscuros e impenetrables.

Es de suma importancia en las investigaciones arqueológicas, para llegar a resultados satisfactorios, prescindir completamente de toda idea preconcebida y de todo sistema imaginado de antemano; las ideas preconcebidas y los sistemas imaginados de antemano son perjudiciales para descubrir la verdad, porque hacen ver en las cosas, no lo que las cosas son realmente, sino lo que uno se ha imaginado que han de ser; y así, en ellas unas veces se ve lo que no hay, y otras se pretende que hay más de lo que en verdad hay; de donde nacen engaños y errores, muy dañosos a la ciencia, digna de ese nombre y verdaderamente tal.

En América no se encuentran esas épocas progresivas, en que la prehistoria sistemática ha dividido caprichosamente la marcha de la civilización: el empleo de los metales y el uso de la piedra son simultáneos; una alfarería tosca y sin colores se encuentra junto con instrumentos de cobre muy diestramente templados; la época avanzada del hierro no ha existido en América y, en vez de la época del hierro, se observa la elaboración del cobre, conocido y explotado y utilizado por los aborígenes de América, con tanta destreza, que suplía la falta del hierro. En lo que ahora es República del Ecuador, éste es un hecho evidente.

No conviene nunca presentar las meras conjeturas como verdades históricas demostradas, ni confundir la simple probabilidad con la certidumbre; de no haber observado esta regla tan obvia de crítica histórica, han nacido no pocos errores, que, por desgracia, han llegado a ser punto menos que indesarraigables; ¡tan hondas son las raíces, que el error ha echado en el campo sagrado de la historia!

Cuando se presenta una conjetura, es necesario aducir con claridad las pruebas en que ella se apoya, pues   -179-   una conjetura será tanto más aceptable, cuanto fueren más sólidas las razones en que se apoyare. Las opiniones caprichosas, enteramente destituidas de fundamentos razonables, no deben aceptarse jamás en las investigaciones arqueológicas.

Tampoco se han de aceptar las tradiciones de los indígenas, porque siempre carecen de verdad histórica; hay ordinariamente en los indígenas una ignorancia absoluta acerca de los acontecimientos antiguos de las gentes de su propia raza; y, si algo saben, es poco, y eso poco, mezclado siempre con cuentos y con consejas inverosímiles; y en todas sus tradiciones tienden a lo maravilloso, por esa irresistible propensión de los indígenas a la superstición. La tradición oral en el Ecuador es testigo mudo, y para los estudios arqueológicos, no existe; en otras partes, como en México, acaso podrá servir de fuente histórica, empleándola con suma cautela.

La tradición oral debió ser consultada en el momento mismo de la conquista o inmediatamente después; al presente, podemos asegurar que esa fuente histórica es entre todas las fuentes históricas la menos segura, la más falta de autoridad. En cuanto al Ecuador, en la época de la conquista, esa fuente histórica no fue consultada; más tarde, Cabello Balboa y Montesinos la consultaron; pero, como ambos escritores eran apasionados, hicieron decir a la tradición lo que ellos deseaban que dijera; así es que ahora cuesta trabajo discernir en las obras de esos dos autores la verdad histórica, de la fábula tradicional.

En las investigaciones arqueológicas llevadas a cabo hasta ahora en el Ecuador, se ha trabajado sobre un terreno histórico muy defectuoso; pues, preocupados los historiadores con su admiración a los Incas, no han distinguido la civilización genuina de los aborígenes ecuatorianos, de la civilización incásica, traída a estas provincias por Túpac-Yupanqui y por su hijo Huayna-Cápac, los dos últimos monarcas del Cuzco, cuyos reinados precedieron inmediatamente a la época de la conquista española.

  -180-  

Es, pues, por lo mismo, necesario que el arqueólogo, en el Ecuador, distinga cuidadosamente la una civilización de la otra, sin que confunda nunca los productos de la una con los productos de la otra. En la prehistoria ecuatoriana hay dos civilizaciones distintas: la incásica y la ecuatoriana indígena. La primera fue traída a estas provincias por los Incas, cuando conquistaron ellos estas comarcas; la segunda es la que habían alcanzado por sí mismos los aborígenes del Ecuador, antes de ser conquistados y dominados por los soberanos del Cuzco.




II

Hagamos algunas observaciones tanto acerca de la introducción de la civilización incásica en el Ecuador, como en punto a su influencia sobre las tribus de los aborígenes ecuatorianos.

Sea lo primero una reflexión, que pudiéramos llamar cronológica, por ser relativa al tiempo en que se introdujo en el Ecuador la civilización incásica. Advertiremos, ante todo, que nosotros designamos con el nombre de incásica la cultura propia de los Quichuas del Mediodía del Perú, que, bajo el gobierno de los Incas, llegaron a subyugar en la América Meridional un número muy considerable de tribus indígenas, con las cuales formaron aquel gran imperio, cuya capital fue la célebre ciudad del Cuzco. Esta civilización debe apellidarse propiamente incásica y no peruana, porque en lo que ahora constituye el territorio de la República del Perú había muchas nacionalidades indígenas, cada cual con su cultura particular, y el nombre de civilización peruana designaría rigurosamente el conjunto de todas esas culturas distintas. Aun en el mismo territorio actual del Perú, la civilización incásica era menos antigua, que algunas otras civilizaciones, muy dignas de estudio.

Considerada, pues, la civilización incásica desde un punto de vista cronológica, es en la prehistoria ecuatoriana   -181-   una civilización moderna, porque comenzó a introducirse en las provincias ecuatorianas sesenta años, poco más o menos, antes del descubrimiento y de la conquista de ellas por los españoles. El penúltimo de los Incas fue Túpac-Yupanqui, y éste fue quien invadió las provincias del Ecuador, y quien las fue sometiendo poco a poco a su imperio; la influencia de la civilización incásica sobre los aborígenes ecuatorianos fue, pues, de corta duración, y se prolongó apenas por más de medio siglo.

Comenzó en la provincia de Loja, y en tiempo de Túpac-Yupanqui avanzó hasta Quito, viniendo a ser del lado septentrional, respecto del Cuzco, la línea equinoccial el límite del imperio. Huayna-Cápac, hijo y sucesor de Túpac-Yupanqui, extendió el imperio hasta el río Angasmayo, al Norte de Pasto, en el territorio actual de la República de Colombia. Pero, considerada la influencia de la civilización incásica desde un punto de vista geográfico, su intensidad, dirémoslo así, fue muy desigual sobre las provincias ecuatorianas. En la región oriental no influyó nada, pues ni siquiera fue introducida ahí, y las tribus salvajes que vagaban en las selvas orientales trasandinas, no formaron nunca parte del imperio de las Incas; lengua, religión y costumbres, todo en el Oriente se conservó intacto, sin modificación ninguna proveniente de la civilización incásica.

En las provincias del litoral del Pacífico, la influencia de la civilización incásica sobre las tribus indígenas fue corta y muy desigual. En efecto, los Incas no llegaron a la provincia de Esmeraldas, cuyas parcialidades, ni fueron sometidas por las armas ni entraron a formar parte del imperio de los hijos del Sol, viviendo casi aisladas y del todo independientes.

En la provincia de Manabí tocaron los Incas; pero su dominación sobre las gentes de ella fue corta y sin influencia ninguna considerable.

Por la provincia de Guayaquil, más bien que conquistas fueron correrías las que hicieron los dos últimos Incas, sin lograr que las tribus belicosas de los Guancavilcas   -182-   se les sometieran del todo. En la Isla de la Puná dominaron con astucia y rigor, pero no tuvieron tiempo para ejercer ahí una influencia duradera y capaz de modificar las costumbres de los isleños. En el litoral, la influencia de la civilización incásica, lo repetimos, fue, pues, muy desigual y de muy corta duración; las gentes de las provincias del litoral del Pacífico en el Ecuador conservaron, por lo mismo, sin modificación ninguna notable, su fisonomía social propia. El arqueólogo no debe perder nunca de vista esta circunstancia: en la costa encontrará, de cuando en cuando, la civilización incásica al lado de la civilización indígena ecuatoriana, coma sucede en la Isla de la Plata, donde esas dos civilizaciones están yuxtapuestas, sin mezclarse ni confundirse.

Leyendo atentamente la descripción que de los pueblos de la costa del Pacífico hace el cronista Pedro Cieza de León, se viene en conocimiento de que, en el litoral del Ecuador, había dos clases de gentes: las que vivían en el litoral de la actual provincia de Esmeraldas y las que moraban en el territorio de Chone de la provincia de Manabí eran de una misma raza y usaban labrarse el rostro; desde la Bahía de Caráquez hacia el Sur era otra raza la que poblaba la costa; no se labraban la cara, pero los Guancavilcas tenían la costumbre de sacarse de propósito tres dientes de la mandíbula superior; y los curacas se taladraban los caninos y aun los incisivos, y los adornaban introduciendo en los agujerillos clavos de oro. La costumbre de sacarse dientes era propia también de las Huastecas, tribu indígena que habitaba en el territorio de México125.

  -183-  

En la sierra, tampoco se confunden esas dos civilizaciones. Conocemos muy poco la provincia de Loja, y en su territorio no se han practicado todavía investigaciones arqueológicas; pero es indudable que se encontrarán ahí obras pertenecientes a la raza indígena, y a la quichua. De todas las provincias del Ecuador, la de Loja fue donde duró por más largo tiempo la influencia de la cultura incásica.

La provincia de Cuenca, desde el nudo de Saraguro al Sur hasta el Nudo del Azuay al Norte, presenta restos evidentes de entrambas civilizaciones; un arqueólogo ejercitado distinguirá fácilmente la una de la otra en los productos que de ellas se encuentran en toda aquella dilatada comarca. La dominación de los Incas no se estableció tranquilamente en aquellas provincias; los aborígenes lucharon por su independencia, y el triunfo de los Incas se debió a tratados y a avenimientos más bien que a la fortuna de las armas. Las dos civilizaciones no llegaron a confundirse, y permanecieron con sus caracteres propios, por los cuales se las puede distinguir sin dificultad.

En la provincia del Azuay encontramos la primera colonia de Mitimaes traída por los Incas al territorio del   -184-   Ecuador; la mandó venir el Inca Túpac-Yupanqui, y la estableció en el valle de Chuquipata, en el sitio denominado Cojitambo; pero no se sabe de qué punto del Perú fue traída.

Por lo que hace a las provincias del centro, en la altiplanicie interandina, ya hemos dicho que la dominación de los Incas se estableció por la fuerza y duró solamente sesenta años, poco más o menos, desde el triunfo de Túpac-Yupanqui sobre el régulo de Quito, hasta la llegada del conquistador Benalcázar. Así, también en las provincias del centro hay dos civilizaciones, que son la incásica y la de las aborígenes, y conviene distinguirlas con cuidado; solemos llamar ordinariamente obras de los Incas a todo lo que ha sido hecho por los antiguos indígenas, pero el arqueólogo no se ha de dejar engañar por esa manera de hablar, tan absoluta y tan general, y en los restos de la antigüedad que se le presentaren distinguirá siempre las obras incásicas de los restos de la cultura primitiva de los aborígenes de cada provincia.

Las provincias del Norte de la República recibieron tarde la influencia incásica, la cual no llegó nunca a transformar los usos, las costumbres y el modo de ser de sus primitivos pobladores; podemos, pues, asegurar, sin temor de equivocarnos, que en el Carchi y el Imbabura y en el valle de Cayambi, la cultura de los aborígenes se conservó intacta. La influencia incásica no fue duradera; los Incas subyugaron a los aborígenes, pero no modificaron la cultura de ellos.

Hemos examinado, provincia por provincia, todo el actual territorio de la República del Ecuador, haciendo notar en cada provincia la existencia simultánea de las dos civilizaciones, la incásica y la indígena ecuatoriana, y advirtiendo que no se las ha de confundir nunca. También es necesario tener en cuenta la presencia de los Mitimaes o colonos, para saber explicar algunos puntos así etnográficos como filológicos, que pudieran engendrar confusión en la prehistoria ecuatoriana. En la provincia de Riobamba y en la de Guaranda hubo numerosas   -185-   colonias de Mitimaes, traídos del sur del Perú; algunas de las antiguas poblaciones de los aborígenes fueron exterminadas casi completamente en esas dos provincias, y reemplazadas con Mitimaes.

Expuesto lo que nos ha parecido necesario respecto a la influencia de la civilización incásica en el Ecuador, vamos a presentar nuestra opinión relativamente a los aborígenes ecuatorianos. Ya, en varias ocasiones, hemos manifestado nuestra opinión en punto a los aborígenes ecuatorianos, y ahora vamos a repetir lo que ya hemos escrito.




III

Tres razas distintas encontramos en el Ecuador, estas tres razas son: la Caribe, la Quiché y la Maya. Según nuestro juicio, pertenecen a la caribe los Jíbaros de la región oriental trasandina, muchas de las tribus salvajes que vagaban en las selvas bañadas por los afluentes del Amazonas, y los pobladores de la provincia del Carchi.

Tienen también origen caribe los aborígenes de Imbabura, de Pichincha, de León, de Tungurahua, de Riobamba y de Guaranda en las comarcas serraniegas del Ecuador; gentes de raza caribe fueron, además, las que poblaron gran parte del litoral del Pacífico, en las provincias de Esmeraldas, de Guayaquil y de Machala; pobladoras de raza caribe hubo, por fin, en la provincia de Manabí.

Dos variedades o ramas de la raza caribe son las que vivieron en el Ecuador: la antillana y la Chaima; representantes de ésta son los aborígenes del Carchi; a la antillana pertenecen todos los demás, tanto en las provincias de la sierra, como en las de la costa.

Las parcialidades salvajes que pueblan la región oriental, no son todavía muy bien conocidas; muchas de   -186-   ellas, o acaso todas, pertenecen a la misma raza caribe, como los Omaguas y los Jíbaros.

En la comarca del Azuay, en esa gran extensión de territorio que está limitada al oriente por la cordillera de los Andes, al Norte por los cerros del Azuay, y al Sur por las breñas de Saranguro, vivían los Cañaris. ¿Quiénes eran éstos? ¿A qué raza pertenecían? Vamos a emitir nuestra opinión acerca de ellos.

Con el apelativo de Cañaris se designa en la prehistoria ecuatoriana una nacionalidad, y no una raza; los Cañaris constituían una nación, regida o agrupada, mejor dicho, por una alianza federativa; pero no eran todos oriundos de la misma raza, aunque, tal vez, existían entre ellos relaciones antiguas etnográficas. Entre las tribus que formaban la federación de los Cañaris, encontramos una que procedía de origen quiché y pertenecía a esa raza; era ésta una de las más antiguas en la provincia, había arribado por el Pacífico, y, al fin, estaba acantonada en los valles de Gualaceo, de Paute, de Azogues, de Challuabamba, de Quinjeo y en las planicies de Cuenca y de Tarqui.

Las parcialidades indígenas que poblaban la parte alta de la actual provincia de Cañar, no pertenecían a la misma raza; a lo menos así podemos conjeturarlo de ciertos datos etnográficos que manifiestan una procedencia distinta. No obstante, advertimos que esta nuestra conjetura se apoya en fundamentos no muy seguros.

En el valle de Yunguilla tenía su asiento otra parcialidad de los Cañaris, la cual había llegado a alcanzar un grado de muy notable progreso social; esta parcialidad tenía, indudablemente, relaciones de familia o de procedencia etnográfica con otras tribus establecidas en la provincia de Machala y en varios puntos de la costa del Perú, pertenecientes al departamento de Trujillo. Pero, volveremos a preguntar, todas las parcialidades que constituían la confederación de la nación de los Cañaris ¿pertenecían a la misma raza? Etnográficamente consideradas,   -187-   ¿tenían todas un mismo origen...? Éstas son cuestiones de solución casi imposible; a lo menos ahora, en el estado en que se encuentran nuestros conocimientos arqueológicos, una respuesta satisfactoria a esas cuestiones es imposible.

Hemos dicho que la más antigua de esas parcialidades era la que moraba en el valle de Gualaceo, la que tenía en el famoso sitio de Chordeleg el lugar de enterramiento para los diversos régulos de la comarca. Esta parcialidad era oriunda de la raza quiché, a la cual pertenecían los pobladores de Guatemala en Centro América; ésta es nuestra opinión.

Conjeturamos que esta parcialidad vivió en lucha con las hordas de los Jíbaros de Gualaquiza; ¿estaríamos equivocados, si juzgáramos que los Cañaris fueron quienes construyeron esos como baluartes o fortalezas, cuyos restos se conservan todavía en la cordillera oriental, en el punto intermedio entre el Sigsig y Gualaquiza? Investigaciones prolijas, acaso, aclararán más tarde este punto.

En la época de la conquista, parece que los Jíbaros estaban en amistad con los Cañaris, y aun que habían formado parte de la confederación de la nación Cañari.

Los Cañaris profesaban suma veneración a las lagunas, las cuales para ellos eran lugares sagrados y objeto de superstición y de culto religioso. Dos eran las más celebradas lagunas para los Cañaris: la una es un lago solitario y melancólico, en los yermos desiertos de la cordillera oriental, en el punto que está sobre el pueblo del Sigsig; en esta laguna se había sumergido voluntariamente el progenitor de los Cañaris, el padre de su raza y el fundador de su nación; convirtiose éste en una enorme culebra, y se precipitó en aquella laguna, y no volvió a aparecer jamás. A esa laguna le ofrendaban figurillas de oro, subiendo en peregrinación al páramo como a un santuario.

La laguna, que ahora llamamos de Culebrillas, en uno de los más elevados valles o quiebras del nudo del Azuay,   -188-   era asimismo otro lugar sagrado, otro adoratorio para los Cañaris, que vivían en la parte septentrional de la provincia. Considerando esta costumbre que de venerar los lagos tenían los Cañaris, se nos ha ocurrido la sospecha siguiente: los Cañaris, ¿tendrían, tal vez, relaciones etnográficas, relaciones de origen o de raza con los Chibchas, moradores de la planicie de Bogotá en Colombia...? Si la nación de los Cañaris nos fuera mejor conocida, acaso encontraríamos algunos otros rasgos más de semejanza entre los Chibchas y los Cañaris126.

  -189-  

En el territorio de la provincia de Loja vivía una tribu indígena, entre cuyo idioma y el de los Chibchas se encuentra una cierta analogía; esa tribu ¿tenía parentesco con la de los Cañaris...? Por desgracia, los estudios de la prehistoria ecuatoriana se hallan todavía tan a los principios, que lo único que podemos enunciar ahora son meras sospechas, porque ni siquiera para emitir conjeturas hay fundamento todavía.

Haremos aquí una rectificación. Tanto en nuestro Estudio histórico sobre los Cañaris, como en nuestra Historia general de la República del Ecuador, referimos en punto al origen de los Cañaris la leyenda por la cual se atribuía el origen de ellos al ayuntamiento de un varón con una hembra misteriosa, la cual tenía rostro de mujer y cuerpo de Guacamaya. Esta tradición la refiere Molina, escritor muy antiguo, y que de boca de los Cañaris que moraban en el Cuzco, pudo haber oído las leyendas tradicionales acerca del origen de ellos; pero juzgamos que Molina se equivocó, y que atribuyó a los Cañaris la leyenda que éstos le refirieron acerca del origen de los Jíbaros. Molina era párroco en el Cuzco, donde a la sazón vivían todavía algunos indios Cañaris, llevados allá en tiempo de los Incas; trasladó al Cuzco muchas familias de Cañaris el Inca Túpac-Yupanqui, y llevó también después otras su hijo Huayna-Cápac.

La leyenda relativa al origen de los Jíbaros debe distinguirse, según nuestro juicio, de la leyenda acerca del origen de los Cañaris; éstos eran descendientes de la serpiente; aquéllos, de la guacamaya. Y esta leyenda de la guacama ya era propia también de las tribus de los Maynas, y de otros que vivían en la región oriental127.



  -190-  
IV

En la provincia de Manabí encontramos a los Mayas. Ésta fue, acaso, la gente que arribó a las playas ecuatorianas unos trescientos, o cuando más, cuatrocientos años antes de la conquista de esa provincia por los españoles; fue también la última inmigración llegada al Ecuador; y los Mayas fueron los que abrieron en Santa Elena los pozos o cisternas que todavía se admiran en esa localidad; los que fabricaron las curiosas sillas de piedra, los que labraron estatuas y se hicieron célebres en las tradiciones indígenas, en las que se los calificaba de gigantes.

Los que labraban y pulían la piedra eran los Mayas, quienes, según la tradición, arribaron a Manta, navegando en grandes balsas o almadías de madera; y no se han de confundir estos advenedizos o recién llegados, con los primitivos aborígenes del litoral, de los cuales son procedentes los indios llamados Colorados, que subsisten todavía en estado salvaje en las montañas, que cubren la base de la cordillera occidental de las provincias de Pichincha y de León.

Sin duda, los Mayas, a su llegada, repelieron a los primitivos pobladores de la costa de Manabí, y los hicieron retroceder hacia la base de la cordillera occidental. Las indios Colorados, son, pues, restos de razas primitivas y muy antiguas en el territorio ecuatoriano.

A la misma raza de los Mayas pertenecían los aguerridos aborígenes de la Isla de Puná, en el golfo de Guayaquil. Los Mayas de Manabí tenían su adoratorio en la Isla de la Plata; los de la Puná lo habían establecido en el islote de Santa Clara o en el Amortajado.

Hubo una época en la cual el Gran Chimú extendía su dominio hasta las costas de Manabí en el litoral del Pacífico, formando de todas las naciones que habitaban desde Trujillo hasta Portoviejo un solo imperio. Esta raza del litoral era, pues, distinta de la raza quichua, y su civilización era también diversa.

  -191-  

Creemos que investigaciones arqueológicas más afortunadas que las nuestras, harán, con el tiempo, conocer mejor a los Mayas de Manabí, de Santa Elena y de la Puná; y nos atrevemos a asegurar que, cuando sean más prolijamente estudiadas las naciones indígenas antiguas de Centro América, y cuando se hayan investigado los territorios por ellas habitados, y descubierto mayor número de restos arqueológicos, entonces se pondrán de manifiesto las relaciones etnográficas, que ahora conjeturamos, que existen entre los pobladores de Centro América y las parcialidades ecuatorianas, a quienes las hemos apellidado Mayas porque opinamos que procedían de aquella raza128.

  -192-  

Los aborígenes que poblaban las costas de la provincia de Esmeraldas, eran idénticos a los que habitaban el Istmo de Panamá; y, sin duda, pertenecían a la misma raza.

Según nuestra opinión, no hay diferencia ninguna entre los Quitos y los Scyris; y Quitos y Scyris son unos mismos, y pertenecen a la raza caribe, y a la familia antillana; la gente de raza caribe es, pues, la más antigua entre las que poblaron las costas y las provincias interandinas del centro de la República, a un lado y otro de la línea equinoccial. Cuando la conquista de los Incas, entonces, en Quito, se pusieron frente a frente las dos razas, la caribe y la quichua, lucharon, y ésta, la quichua, triunfó sobre aquélla, la caribe. ¿En qué grado de civilización se encontraba ésta? ¿Cuáles eran sus leyes, sus usos, sus costumbres? ¡Nada cierto se encuentra en la historia...! Una crítica histórica desapasionada nos obliga a ser sinceros, y a declarar llanamente que todo cuanto se ha escrito acerca de los Scyris carece de fundamento; hubo Scyris, y éstos fueron vencidos por los Incas, he ahí todo cuanto se puede tener como cierta acerca de ellos.

Conjeturamos que los Scyris fueron raza caribe, y opinamos que eran los más antiguos pobladores del centro de la República; antes que ellos, ya hubo otras gentes, a quienes los caribes vencieron y subyugaron, nos parece también cierto. En cuanto a las tolas o montículos fúnebres, ¿pertenecen a los Scyris? Nosotros opinamos que las tolas no son monumentos sepulcrales de los Scyris, sino de otras gentes desconocidas, mucho más antiguas que los Scyris en el territorio ecuatoriano; aunque no deja de parecernos muy probable que los Scyris   -193-   aprendieron de aquella antigua raza esa manera de enterramiento, y la pusieron en práctica para honrar así a sus régulos o jefes.

La gente caribe parece haber entrado al Ecuador por la costa del Pacífico y por la cordillera oriental de los Andes, subiendo aguas arriba por los grandes afluentes del Amazonas, y transmontando después la gran cordillera. Según nuestra opinión, la familia antillana pobló primera el Ecuador antes que las Antillas; la emigración caribe siguió del Sur hacia el Norte, del continente a las islas, en las Antillas; en el Ecuador la familia antillana ¿arribó a las costas del Pacífico? ¿Trasmontó, tal vez, la cordillera oriental? No nos atrevemos a asegurar nada cierto acerca del rumbo seguido por la inmigración.

No obstante, reconocemos que hay un hecho evidente, y es que la raza caribe está dividida en muchas familias, y que esa división en familias es tan antigua, que su principio se pierde en la oscuridad de lo pasado. De estas familias caribes encontramos en el Ecuador algunas: las principales son la Chaima, la Antillana y la Jíbara; ¿cuál de éstas es la más antigua en el Ecuador? Indudablemente, es la Jíbara: entró por el Atlántico; era poco numerosa, y andando el tiempo, nuevas avenidas de colonias caribes la fueron rechazando hacia la base de la cordillera oriental de los Andes. ¿Trasmontaron los Jíbaros esta cordillera por alguna parte? Opinamos que la trasmontaron muy al Sur, y que salieron al valle de Paute en la provincia de Cuenca, de donde, más tarde, los Cañaris los obligaron a retroceder.

En cuanto a la familia Chaima, nos parece que es la menos antigua, y que entró al Ecuador por el Oriente. En nuestras Investigaciones arqueológicas sobre los aborígenes del Carchi y de Imbabura, hemos examinado estos puntos y así juzgamos innecesario volver a discutirlos y a tratarlos de nuevo aquí; sobre los Jíbaros volveremos a hablar después, en otro lugar.

Que haya habido en el territorio ecuatoriano, tanto en el litoral como en la planicie interandina, gentes de   -194-   razas desconocidas y distintas de la caribe, parece muy probable; pero no nos faltan fundamentos para asegurar que la familia caribe antillana fue la más antigua. Los nombres propios de los ríos, montes y lugares son nombres caribes, y así manifiestan que era ya mucha la antigüedad de la raza que había poblado estos lugares; pues, o habían caído ya del todo en olvido los nombres geográficos primitivos, o la raza caribe había sido la que desde muy antiguo habitó en estos lugares.




V

Sea ésta una ocasión oportuna para hacer una observación muy importante. Manifiesta equivocación han padecido algunos autores muy respetables, así nacionales como extranjeros, cuando se han empeñado en interpretar por medio de la lengua quichua los nombres propios de nuestros más famosos volcanes y cerros nevados, pues esos nombres no son quichuas, ni pueden interpretarse mediante voces quichuas; son dicciones de otro idioma distinto del quichua, y muchas (si nosotros no estamos también equivocados), pertenecen al idioma caribe, y en el dialecto antillano pueden ser interpretadas, sin violencia ninguna.

La lengua quichua fue introducida en el Ecuador por los Incas, y fue hablada sólo como unos sesenta años antes de la conquista; y hasta muy entrado el siglo décimo séptimo, todavía se hablaba el cañari en la provincia de Cuenca; el puruhay, en algunos pueblos de la provincia de Riobamba, y el quillasinga en el Carchi. En los primeros tiempos que siguieron a la conquista había más de veinte lenguajes distintos en el territorio ecuatoriano, subyugado por los españoles, sin que en ese número se cuenten los idiomas de los salvajes de la región oriental.

  -195-  

¿Qué pensamos nosotros sobre la antigüedad de la raza indígena en el Nuevo Mundo? La solución de ese problema histórico es difícil: los aborígenes americanos no tenían conocimiento ni de los cereales, ni del hierro, ni de los animales domésticos; en el Nuevo Mundo no se encontró ni la avena, ni la cebada, ni el trigo; no existían ni el caballo, ni el asno, ni el buey, ni la oveja; y de instrumentos de hierro no se ha descubierto hasta ahora huella ninguna.

El maíz era el único cereal conocido y cultivado por todos los pueblos americanos; los quichuas habían domesticado el llama, rumiante indígena de las cordilleras peruanas... Todo contribuye, pues, a probar una antigüedad muy considerable para la raza americana. Para resolver, por lo mismo, el problema relativo al origen de la población del Nuevo Mundo, le faltan todavía datos a la ciencia, los que actualmente posee no son suficientes. Raza por raza, nación por nación , es indispensable que se vaya considerando separadamente, y que se investigue el origen de cada una, pues no todas eran igualmente antiguas en el continente americano; cuando Cortés conquistó México, ya en México había ruinas de ciudades antiguas; cuando Pizarro se apoderó del Perú, en el Perú se encontraron ciudades arruinadas; y tan antiguas eran esas ruinas que hasta la memoria de sus constructores se había perdido. Los Incas no sabían dar razón, cuando se les preguntaba quién había construido los edificios arruinados de Tiahuanaco.

En el pueblo denominado San Agustín, en Colombia, hay ruinas de antiguos edificios y de estatuas fabricadas en piedra; ¿qué gentes habitaron allí? ¿A qué raza pertenecían esos desconocidos que, subiendo aguas arriba por el Magdalena, llegaron a la meseta de San Agustín, y luego desaparecieron, sin que la historia pueda decir cómo ni cuándo...?129

  -196-  

En la vida de la especie humana sobre la tierra, hubo, sin duda, una época (de la cual no ha podido guardar recuerdo la historia) cuando, a consecuencia de causas físicas desconocidas, los hombres sufrieron modificaciones naturales, tan fuertes, tan hondas, tan trascendentales, que de ellas se originaron razas distintas; la historia del hombre está ligada íntimamente con la historia física del globo; y, cuando ésta se conozca bien, entonces, acaso, se podrá explicar satisfactoriamente aquélla. La historia encuentra ya las razas constituidas; pero no sabe decir cuándo se originaron.





  -197-  

ArribaAbajoCapítulo segundo.- Notas arqueológicas

Una advertencia. Monumentos de los Incas. El Palacio de Callo. Nuestra opinión respecto de este edificio. El Inga-pirca. El Inga-chungana. Destino probable de este segundo edificio. Observaciones. Edificios de los Incas y edificios de los Cañaris. Indicaciones sobre los objetos de cerámica y la manera de estudiarlos.



I

Ahora para concluir nuestras observaciones sobre la prehistoria ecuatoriana, vamos a decir unas pocas palabras acerca de los monumentos incásicos que se conservan todavía en el territorio ecuatoriano.

  -198-  

Dos son los monumentos principales y más dignos de llamar la atención del historiador y del arqueólogo: el Palacio de Pachuzala en la llanura de Callo cerca de la ciudad de Latacunga, y el Inga-pirca en el territorio del Cañar, en la antigua provincia del Azuay.

No es nuestro propósito describir esos edificios, pues varias veces han sido descritos por viajeros ilustres; lo único que pretendemos es emitir una conjetura sobre el objeto, con que esos edificios fueron construidos. Hablemos primero del palacio de Callo.

Éste es un monumento religioso; lo levantaron los Incas en el mismo punto en que, sin duda, había antes un adoratorio, erigido ahí por los aborígenes de la comarca de Quito y de Latacunga. ¿Qué divinidad era la que se adoraba en ese santuario? Nosotros opinamos que era el Cotopaxi; los aborígenes de todas las provincias ecuatorianas, desde el Cayambi hasta el Azuay, adoraban a los grandes cerros nevados de la cordillera, y les tributaban culto como a seres vivientes. ¿No adorarían al Cotopaxi? ¿No le tributarían culto? Es evidente que lo adoraban, el más hermoso de los cerros nevados, ¿no habría sido adorado? El más formidable de los volcanes ecuatorianos, ¿no habría sido considerado como una divinidad terrible por los supersticiosos indígenas? En la impresionable imaginación de éstos, ¿no había de causarles terror el aspecto del volcán, cuando presenciaban sus horribles erupciones? ¿Cuando lo veían encendido arrojando llamas? ¿Cuando oían sus bramidos, roncos y prolongados?... Los Incas veneraban a los cerros ¿no venerarían al Cotopaxi...? Los Incas no atravesaban la cordillera sin aplacar al numen de cada cerro; pasarían por el pie del Cotopaxi ¿y no lo aplacarían...? Aún, hasta ahora, se ven en los sitios más elevados de la cordillera montecitos de piedrezuelas, formados de las que arrojaban los transeúntes en homenaje a la divinidad del cerro, para tenerlo propicio.

La llanura de Callo era llanura sagrada para los indígenas y, acaso, no estaríamos muy equivocados, si conjeturáramos   -199-   que el Panecillo fue labrado y redondeado artificialmente, para que sirviera como imagen del Cotopaxi; el montecillo será natural, pero la forma tan regular que ahora presenta, es artificial. Esa forma es demasiado regular para ser natural130.

Una objeción pudiera hacérsenos aquí. El Cotopaxi no estaba en actividad en tiempo de los aborígenes, podría decírsenos; y su primera erupción aconteció el año misma de la conquista.

Ésa es una de las fábulas que ha divulgado el padre Velasco en su Historia del Reino de Quito; basta notar que las lavas arrojadas por el volcán son más antiguas que la conquista, pues con piedras de lava del Cotopaxi están construidos los muros del Palacio o edificio de los Incas. Aquella otra aseveración de que el cerro parecía coronado, y que la copa de él es la que se ve al lado del volcán, es tan candorosa, que de puro sencilla raya en ridícula, y con sólo reflexionar un momento se la rechaza como absurda.

Las tribus indígenas de la provincia de Tungurahua solían tener sus cantares nacionales, por cuyo medio conservaban la memoria de los sucesos pasados y la trasmitían a la posteridad; en sus fiestas bailaban y cantaban   -200-   aquellos cantares históricos; y en esas tradiciones se encontraba consignado el recuerdo de una erupción del Tungurahua, que coincidió con el aparecimiento de los conquistadores españoles en la tierra ecuatoriana. Ésta fue, sin duda, la erupción que sorprendió a Alvarado, mientras iba subiendo de la costa a la sierra. Cuando entraron en Quito los conquistadores, el Cotopaxi estaba en reposo; y así en calma se mantuvo hasta el 15 de junio de 1792, día que de repente comenzó a arder de nuevo131.



  -201-  
II

En un mismo sitio, y muy próximo uno a otro, están el Inga-pirca y el Inga-chungana, pues apenas los separa una hondonada, que forma un vallecito pequeño y estrecho. ¿Qué era el Inga-pirca? ¿Con qué objeto fue construido ahí, en esa soledad? He aquí nuestra opinión a este respecto.

  -202-  

El Inga-pirca era un palacio, grande y muy espacioso, y también un lugar sagrado. En efecto, en la misma roca en que está labrado el Inga-chungana, se encuentra el Inti-guaico, de modo que el Inti-guaico y el Inga-chungana no forman más que un solo todo, en la misma peña: el Inti-guaico abajo, en la parte inferior; y el Inga-chungana, arriba, en la parte superior.

Inti-guaico quiere decir: Barranco o quebrada del Sol. ¿De dónde viene ese nombre? ¿Qué es el Inti-guaico? La roca es blanca, cuarzosa; en el cuarzo están patentes, visibles, unas cuantas líneas rojas circulares y concéntricas, formando un óvalo perfecto; en ese círculo se ven, hechas al parecer con un instrumento cortante, algunas rayas, con las cuales se ha dado al círculo el aspecto de una cara humana, groseramente trazada. Esta como imagen del Sol, que da su nombre a la roca, se halla en un hueco o cueva muy poco profunda, dentro de la cual, parado uno, alzando algo la cabeza, contempla cómodamente la figura.

El hallazgo de estas líneas se tuvo, sin duda, como un agüero muy feliz; los Incas eran hijos del sol, y el sol favorecía con su presencia la conquista de los Cañaris. Bien sabido es que los Incas ponían en juego la astucia, y explotaban la superstición de los pueblos para llevar a cabo sus conquistas.

¿Qué viene a ser, pues, el Inga-chungana? Entre las prácticas religiosas con que los Incas daban culto al sol, hay una, la cual, creemos, explica el objeto del Inga-chungana.

Cuando un sitio, un lugar cualquiera, presentaba una señal que la superstición de los indios juzgaba sobrenatural, entonces el sitio se consideraba como sagrado; si la señal podía tomarse como una figura del sol, el sitio estaba consagrado al sol, y el sol lo había escogido para detenerse ahí; se construía un asiento, para que el astro descansara, y se labraba una cadena para significar que en aquel asiento sagrado quedaba el sol como detenido, preso y aherrojado. En el Inga-chungana tenemos el asiento,   -203-   el espaldar y la cadena; era, pues, aquel un lugar amado del sol, y el astro del día reposaba ahí132.

El nombre propio del lugar no debió ser Inga-chungana, sino Inti-huatana.

Lo que en el Inga-pirca se ha llamada la fortaleza, opinamos nosotros que era un adoratorio; el eje mayor de la elipse se dirige de Oriente a Occidente, y el menor de Norte a Sur. En la dirección del diámetro menor está un aposento rectangular, dividido por una pared en dos departamentos, que no se comunican entre sí; el un departamento mira al oriente, y el otro al occidente. En ambos ¿no pudo estar la imagen del sol? Si estuvo, entonces el astro iluminaría su imagen por la mañana, al asomar en el oriente; y por la tarde, al descender al occidente.

  -204-  

El plano de la elipse actualmente es terrizo; pero, sin duda ninguna, en tiempo de los Incas ha de haber sido pavimentado con piedras sillares pulimentadas, y tal vez no sería muy aventurado suponer que tendría alguna columna, levantada de industria para calcular la época de los equinoccios y de los solsticios. Esos gnomones eran muy del gusto de los Incas.

Ulloa, La Condamine y el mismo Humboldt pensaron que el óvalo con su terraplén era una fortaleza militar; y Ulloa explicaba todas las partes del edificio, asignando a cada una un fin especial, según la táctica española de aquella época. La casa asegura que era garita, para que los centinelas atalayaran por los tragaluces de las paredes; empero, nosotros conjeturamos que la elipse, con el aposento doble levantado sobre ella, tenían un destino religioso, y no un objeto militar.

El edificio unas veces ha estado abandonado, y así se ha ido arruinando rápidamente; otras, ha sido demolido de propósito, para emplear en otras construcciones las piedras labradas que de él se extraían.

Si admitimos el fin religioso de la elipse, podríamos aceptar la tradición, que refiere que las piedras fueron traídas desde el Cuzco; lo cierto es que, hasta ahora, no se ha podido señalar con seguridad la cantera de donde fueron cortadas; si fueron sacadas de alguna cantera del Azuay, es necesario que la composición mineralógica de las piedras sea idéntica a la de la roca de la cantera.

Lo que hemos dicho de la elipse del Inga-pirca de Cañar, nos atrevemos a conjeturarlo también del edificio conocido con el nombre de Paredones. Este edificio ¿fue construido por los Incas? Nos parece que no: las piedras no son labradas, sino toscas.

Paredones pudo haber sido un antiguo adoratorio de los Cañaris, reformado y ensanchado por los Incas; recordemos que Paredones está casi a la margen del lago de Culebrillas, y que ese lago era adorado como un lugar sagrado por los Cañaris. Conviene distinguir unos   -205-   edificios de otros, pues no todos los que se tienen por tambos de los Incas en la provincia del Azuay lo eran realmente; hay algunos que son obra de los Cañaris, y no de los Incas.

Las construcciones de Túpac-Yupanqui y de Huayna-Cápac tienen piedras pulimentadas con arte en la cara exterior, al paso que los edificios de los Cañaris son todos de piedras toscas, ordinariamente piedras de río. El plano se distingue por los aposentos pequeños, cuadrados y adheridos siempre a los lados, de uno como salón, largo y angosto; las paredes gruesas, fabricadas con piedras y una mezcla abundante de arcilla, bien amasada con arena.

En Inga-pirca estaba el alojamiento del Sur; en Achupallas el del Norte; Paredones no podía ser un tambo. En la provincia del Cañar y en la del Azuay no se ha de confundir la civilización incásica con la de los Cañaris; ya lo hemos advertido repetidas veces.

El Inga-pirca es un monumento netamente incásico, o lo que se ha calificado de fortaleza no es fortaleza, sino adoratorio religioso; la elipse es propiamente una Sayana, es decir un terraplén, construido, de propósito, con un fin religioso; la casa era el adoratorio, y, tal vez, la sombra que hacía la casa, según la marcha del sol en los sucesivos meses del año, en la tarde y en la mañana, servía para determinar los equinoccios y los solsticios. Ni la altura de la elipse, ni sus dimensiones, ni su forma, ni la orientación perfecta de ella, ni el punto que en la plataforma ocupa el adoratorio, nada indica un destino militar; antes, por el contrario, todo manifiesta un fin religioso. El adoratorio no se levanta sobre el diámetro menor de la elipse, sino un poco hacia atrás, del lado del Occidente133.



  -206-  
III

En la penúltima lámina de nuestro Atlas arqueológico ecuatoriano se halla representado el plano de un antiguo edificio, cuyas ruinas existían hasta hace poco en el valle de Yunguilla, a la margen derecha del Jubones, en el punto en que este río recibe al río de Minas. Sobre ese edificio vamos a emitir, aunque con mucho recelo, una conjetura, que es aventurada.

Según parece, ese edificio no tenía cubierta ninguna; y se componía de un grupo de paredes de altura desigual. ¿Cuál sería su objeto? Puede ser que haya servido de adoratorio, dedicada al culto de la Luna, que era la divinidad   -207-   principal de los Cañaris; el número de las paredes, la altura y la disposición de ellas harían las veces de uno como calendario de invención original.

Tan destruidas estaban ya aquellas ruinas, que, con mucha paciencia y con grande trabajo, pudimos levantar el plano de ellas, aunque no quedamos enteramente seguros de haber acertado completamente.

¿Las paredes longitudinales serían los meses? ¿Las transversales la división de los meses en semanas? En el lado izquierdo están dos series de cuadrados pequeños, en el derecho hay veinte y cuatro, en el izquierdo sólo veinte. El mes lunar tenía veinte días; estos veinte días se distribuían en cuatro series de a cinco días, y los meses eran diez y ocho, número, acaso, expresado por la suma de todas las líneas, así longitudinales como transversales. Ésta es una mera conjetura, que a nuestro propio juicio carece de fundamento sólido, y la emitimos sin pretensión ninguna de sostenerla con empeño.

Hemos indicado antes, y ahora tornamos a repetirlo, que no se deben confundir las ruinas de los edificios construidos por los Cañaris, con los escombros de los edificios que levantaron los Incas: los edificios de los Incas fueron hechos con piedras labradas, y los de los Cañaris con piedras toscas; los Incas pulimentaban la piedra y sus paralelepípedos artísticos se conocen a primera vista; los Cañaris no solían pulir ni labrar las piedras con que levantaban sus edificios. Hasta hace pocos años, todavía quedaban en el valle de Yunguilla algunas ruinas curiosas de edificios de los Cañaris; hoy no sabemos si existen134.

En la cerámica, en las obras de alfarería, es necesario advertir bien y parar mientes en la antigüedad del objeto   -208-   que se examinare, pues hay objetos que son evidentemente posteriores a la conquista de los españoles; de ahí esos adornos de cruces, con que aparecen algunas figuras; de ahí esos tipos raros de caras netamente latinas; de ahí hasta esos remedos de las facciones de los conquistadores y de los misioneros, que se ven en ollas y en cántaros extraídos de los sepulcros de los indígenas. Los indios en América conservaron sus usos, sus costumbres, sus prácticas supersticiosas y hasta su idolatría misma, durante largos años; circunstancia que se ha de tener muy en cuenta en las investigaciones arqueológicas. La influencia de las artes castellanas es visible en muchos objetos, que se creen muy antiguos, y, en realidad, son posteriores a la conquista.





  -209-  

ArribaAbajoCapítulo tercero.- Advertencias necesarias

Coexistencia de las dos civilizaciones, la incásica y la indígena ecuatoriana. Necesidad de distinguirlas bien. Los indios llamados Colorados y las sillas de piedra encontradas en Manabí. Advertencias. El idioma de los Colorados y el de los Cayapas. Indicaciones acerca de los Jíbaros. Opinión del señor Brinton sobre el idioma de los Jíbaros. Una rectificación necesaria.



I

En el primer capítulo de este opúsculo, advertimos que el arqueólogo debía distinguir bien las obras de la civilización incásica, de los objetos pertenecientes a la cultura indígena de los aborígenes ecuatorianos; y ahora   -210-   añadimos, que en los restos que aún quedan de esa cultura se han de investigar aquellos caracteres exteriores, mediante los cuales se disciernen los productos de una tribu de los productos de otras tribus en la misma región ecuatoriana.

En las obras de cerámica, por ejemplo, aun en la misma comarca del Carchi, hay diferencia notable en punto a la condición del barro, entre los utensilios elaborados por la tribu de Guaca, y los objetos trabajados por las tribus del Ángel y de Pialalquer.

Por no haber tenido presente esta circunstancia, han caído en error y se han equivocado en sus investigaciones arqueólogos antropologistas, respetables por su ciencia y por su erudición; esto ha sucedido en el Ecuador principalmente con los aborígenes de la provincia de Manabí; pues, a los Colorados se les han atribuido las obras de piedra que en tanta abundancia se encuentran en ciertos puntos de esa comarca.

Los pozos abiertos en la punta de Santa Elena y en varios lugares de la provincia de Manabí, y las obras de piedra que se hallan en tanta abundancia, y, sobre todo, las sillas semicirculares, sin espaldar, y con soportes que representan animales o figuras humanas, no son, como se ha creído, obras trabajadas por los antiguos progenitores de la tribu indígena, que actualmente se designa con el nombre de los Colorados; son restos de las obras fabricadas por las gentes que en las tradiciones indígenas de los pobladores de la costa se calificaban de gigantes. ¿Qué gentes eran aquéllas? ¿De dónde provenían?

La tradición refería acerca de esas gentes dos cosas: que eran extranjeras, llegadas por mar, navegando en grandes balsas de madera; y que en estatura eran gigantes. Una crítica histórica ilustrada aceptará el primero de estos datos tradicionales como razonable y muy posible; pero, al segundo, lo desechará como fabuloso, explicándolo por una asociación de ideas, muy frecuente en pueblos incipientes; en esas localidades hay huesos fósiles de mastodonte, los cuales tienen bastante semejanza   -211-   con los huesos humanos; y de ahí nació, sin duda, la creencia de que aquellos huesos eran los restos mortales de los antiguos moradores de esos lugares, y de que aquéllos habían sido gigantes.

Los indios Colorados pertenecen, pues, a una raza distinta de la de los fabricantes de las sillas de piedra, y son descendientes de los primitivos y más antiguos pobladores del litoral ecuatoriano. Nosotros hemos opinado que los constructores de las sillas de Manabí procedían de la raza de los Mayas, tan célebres en el antiguo México; y conjeturamos que entre los aborígenes de Centroamérica y los Mayas ecuatorianos es imposible que no haya relaciones etnográficas135.

  -212-  

Los Mayas de Manabí no han sido estudiados todavía con toda aquella prolijidad y diligencia que tan necesarias son en las investigaciones arqueológicas para obtener resultados satisfactorios; los restos arqueológicos recogidos hasta ahora son muy pocos, y andan desparramados, sin que se haya hecho una comparación concienzuda de ellos con los monumentos de Centroamérica; la ciencia carece, por lo mismo, de datos suficientes para formar conjeturas fundadas.

En Picoazá se conservaba, hasta hace poco, una campana de los aborígenes de aquella localidad; era una laja de pizarra negra, de un metro poco más o menos de longitud, y de unos cuantos centímetros de anchura; suspendida esta piedra por uno de sus extremos, y golpeada, con otra piedra o con la mano, producía un sonido apacible y metálico, que vibraba como el de una campana.

Ya hemos advertido que se deben tener muy en cuenta las colonias de Mitimaes, para no perderse en vanas conjeturas antropológicas, al estudiar las diversas tribus de los aborígenes ecuatorianos. En algunos puntos de la provincia de Cuenca se encuentran momias peruanas, verdaderas momias Aimaraes, las cuales pertenecen indudablemente no a los Cañaris, sino a las gentes que los Incas trajeron en sus ejércitos cuando conquistaron esa provincia, y cuando peruanos y quiteños lucharon ahí en tiempo de las guerras de Huáscar con Atahuallpa. El arqueólogo ha de introducirse en el laberinto oscuro de la prehistoria ecuatoriana, llevando siempre encendida en su diestra la antorcha de la crítica histórica.

La campana lapídea de Picoazá sugiere al arqueólogo las siguientes cuestiones: ¿A qué gente perteneció ese objeto? ¿Cuál era el uso a que estaba destinado? ¿De dónde provenía? La cantera de la cual fue cortada esa piedra ¿se encuentra en la misma provincia de Manabí? ¿No se encuentra ahí roca ninguna semejante...? La petrografía ¿cómo rastreará el origen o procedencia de esa pizarra, auxiliándose de la Geología...? Acaso, algún día, esa piedra caiga en manos de la ciencia...



  -213-  
II

La tribu de los indios Colorados tiene su idioma propio, distinto enteramente del quichua, y pertenece, sin duda, al tronco etnográfico lingüístico del caribe, del cual es un resto, demasiado pobre y estropeado. Los Colorados fueron conocidos desde la época de la conquista española, y hubo un tiempo en el cual los jesuitas de Quito sostuvieron misiones en varios pueblos pertenecientes a esa tribu.

El señor Seler, eminente americanista alemán, ha descubierto que el idioma de los Colorados de la provincia de Manabí tiene mucha semejanza, casi identidad, con el idioma de los Cayapas, que pueblan una parte del territorio de la provincia de Esmeraldas; este dato viene en apoyo de nuestra conjetura relativamente al origen caribe de los aborígenes que poblaron una gran parte del litoral ecuatoriano136.

Mas ¿de dónde vinieron al Ecuador las gentes de esa raza...? Los Caribes pobladores del valle de Patate recordaban en sus cantares que sus progenitores eran autóctonos del sitio de Baños, al pie del Tungurahua; y sostenían que desde ahí se habían ido propagando por todo el callejón interandino. ¿Estaríamos nosotros muy errados si, apoyándonos en esa tradición, conjeturáramos que los Caribes vinieron de hacia el Oriente, y, subiendo aguas   -214-   arriba por el Pastaza, salieron a la alta región interandina, en el centro de la meseta ecuatoriana...? ¿Ésa no sería, tal vez, una de las inmigraciones de las gentes de raza caribe a estas comarcas...? La prehistoria ecuatoriana, por desgracia, está todavía muy a oscuras, y acaso nunca dará solución satisfactoria al intrincado problema antropológico de estas regiones.

En este lugar conviene que hagamos también una advertencia relativa a los Jíbaros del Oriente. En los primeros tiempos que siguieron a la conquista de estas provincias por los españoles, la palabra jíbaro era sinónima del apelativo yumbo, y con ambas voces se designaba a toda tribu indígena que se conservaba todavía independiente y no había sido aún ni enseñoreada por los castellanos, ni catequizada por los misioneros. En una descripción muy antigua del gobierno de Guayaquil, que comprendía a la sazón toda la costa occidental ecuatoriana, se habla de los Jíbaros, es decir, de los indios bárbaros o semi-salvajes que había en algunas partes de esa provincia.

Andando el tiempo, el apellido Jíbaro se apropió solamente a una tribu o raza de salvajes, que, entre todos los demás de la región oriental ecuatoriana, se distinguían por su carácter indómito y por sus instintos sanguinarios y feroces. Esta raza estaba acampada al Sur, en el valle cortado por el río Zamora y por el río Santiago; y en el centro vivía o mejor dicho vagaba en la gran extensión de terreno limitado por el Pastaza y el Morona, y nunca fue sometida por los blancos ni convertida al cristianismo por los misioneros.

En el territorio poblado por los Jíbaros se fundaron, al principio de la dominación española, las ciudades de Zamora y de Logroño; la primera de las cuales decayó en breve, y la segunda desapareció a consecuencia de las sublevaciones de los Jíbaros.

El señor Brinton, célebre americanista anglo-americano, identifica a los Jeberos con los Jíbaros, y ha creído que eran unos y los mismos éstos y aquéllos, en lo cual,   -215-   sin duda, ha padecido equivocación. Los Jíbaros y los Jeberos podrán ser oriundos de un mismo tronco etnográfico, y pertenecerán a la misma raza, de la cual, acaso, constituirán dos familias o parcialidades distintas; pero, con todo eso, en la historia antropológica de los aborígenes americanos, y, sobre todo, ecuatorianos, no se confunden nunca: ni hablan el mismo idioma ni viven en regiones limítrofes. Los Jeberos residían muy al centro de la región oriental, en la cuenca que separa al río Apena del Cahuapanas y sale a las orillas del Marañón137.

En el idioma de los Jíbaros se encuentran no pocas palabras en castellano, lo cual se debe al contacto y comunicación que aquellos indios tuvieron por largo tiempo con los españoles o gente blanca de las ciudades de Logroño y de Zamora; circunstancia que no debe pasar desadvertida para las investigaciones filológicas relativas a la raza de los Jíbaros.

Téngase presente, además, que en territorio habitado por parcialidades de la tribu de los Jíbaros se fundó también la ciudad llamada Sevilla del oro; y que la antigua y extensísima provincia de Macas comprendía toda la parte oriental, que desde la base del Tungurahua se dilata hasta los bosques del Santiago y del Bomboiza. Los Jíbaros no pueden menos de ser los pobladores más antiguos del centro del continente meridional americano.

Concluiremos este opúsculo, haciendo una pregunta, o, mejor dicho, proponiendo una cuestión que, sin duda, es muy interesante para la prehistoria ecuatoriana. Antes   -216-   de la llegada de los Jíbaros a la planicie o región trasandina oriental ¿hubo ya otras gentes en esos lugares? ¿Qué gentes serían ésas?

Si las noticias, que algunos viajeros han dado acerca de ruinas antiguas, existentes en los valles y en las mesetas de la región trasandina oriental, son verdaderas, podremos asegurar que hubo gentes desconocidas en todas esas comarcas, por donde andan ahora vagando las tribus indómitas de los Jíbaros, y éstos serían indudablemente los que exterminaron a aquellas gentes138.

El origen de la civilización de la América Meridional se ha creído que debía buscarse, siguiendo las huellas de las inmigraciones prehistóricas de Oriente hacia el Occidente, comenzando a investigarlas en la meseta interandina, para descender a la costa, y hacer llegar a los antiguos pobladores del Pacífico; este sistema de investigación hasta ahora no ha dado luz alguna sobre el origen de los monumentos de la antigua civilización peruana; y nosotros opinamos que se debe rastrear ese origen inquiriendo de Occidente a Oriente los restos de esas como etapas, que los inmigrantes no pudieron menos de hacer, para subir del Atlántico a las heladas planicies de Tiahuanaco. Los constructores ignorados de esas enigmáticas ruinas, sospechamos nosotros que arribaron al continente americano por el Atlántico, y no por el Pacífico.

  -217-  

La última etapa de esa inmigración está en Tiahuanaco; la primera debería buscarse a orilla del Plata; las intermedias aparecerán en las mesetas, que se van escalonando desde la región de los llanos hasta las márgenes del lago de Chucuito. Tal es nuestra sospecha.







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ArribaAbajoLos aborígenes de Imbabura y del Carchi

Investigaciones arqueológicas sobre los antiguos pobladores de las provincias del Carchi y de Imbabura en la República del Ecuador


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ArribaAbajoIntroducción

Desde hace muchos años nos hemos ocupado en estudiar lo relativo a las antiguas razas indígenas, que poblaban el territorio de la República del Ecuador, y, como fruto de nuestro estudio, hemos dado a luz dos obras; una sobre los Cañaris y otra sobre todas las tribus indígenas en general. Esta segunda hace parte de nuestra Historia general de la República del Ecuador, y constituye el Tomo primero de ella, compuesto del volumen de la narración y del Atlas arqueológico.

La primera obra se titula Ensayo histórico sobre los Cañaris, antiguos pobladores de la provincia del Azuay en la República del Ecuador. En esta obra, como su mismo título lo indica, consideramos nuestro asunto más bien desde un punto de vista exclusivamente histórico, que bajo el aspecto arqueológico; por esto, no nos ocupamos en ella   -222-   en asunto alguno relativo a la lengua ni al origen de los Cañaris, y apoyamos cuanto acerca de ellos dijimos basados en la autoridad de los antiguos cronistas de América, principalmente de los del Perú, porque la historia del Ecuador, en los tiempos antiguos, está íntimamente ligada con la de los Incas del Perú139.

En la Historia general del Ecuador adoptamos un sistema esencialmente narrativo, refiriendo los sucesos que, a nuestro juicio, podían considerarse como verdaderos, atendida la autoridad de los escritores en cuyo testimonio nos apoyábamos.

En el Atlas arqueológico tratamos, de un modo breve y sumario, todas aquellas cuestiones oscuras y discutibles, acerca de las cuales las ciencias auxiliares de la historia muy poco o casi nada han dicho hasta ahora respecto de las antiguas tribus indígenas del Ecuador.

En nuestro Tomo primero de la Historia general del Ecuador, y, principalmente, en nuestro Atlas arqueológico, como lo habrá notado toda persona ilustrada, guardamos la más escrupulosa discreción en punto a opiniones e hipótesis científicas, limitándonos por nuestra parte a emitir con reserva ciertas conjeturas, que no carecen de buenos fundamentos, sin empeñarnos   -223-   en sostener porfiadamente ninguna; nada de juicios aventurados, nada de sistemas abrazados de antemano. Buscamos la verdad; para dar con ella, es necesario abrir penosamente el camino, y eso es lo único que nosotros hemos pretendido hacer con nuestros libros: abrir el camino para llegar a la verdad, y nada más.

La historia de las antiguas tribus indígenas que poblaban el territorio ecuatoriano antes de la conquista llevada a cabo por los españoles en el siglo décimo sexto, está todavía por escribirse; y una historia, verdaderamente tal y digna de este nombre, es imposible que se escriba, porque faltan los elementos indispensables para ella. Lo único que puede hacerse es dar a conocer el estado de civilización en que se encontraban dichas tribus, cuando fueron conquistadas por la raza blanca y sometidas a su dominación.

No solamente la historia de las antiguas tribus indígenas ecuatorianas, sino la historia de los Incas, aun hasta la de los Aztecas y mexicanos, debe rehacerse de nuevo; deben ser sometidas otra vez al crisol de una crítica severa e ilustrada las narraciones admitidas como verdaderas, para depurarlas de todo engaño y sacar limpia la verdad. Tal debe ser la empresa a cuya realización conviene que consagren sus fuerzas los ingenios americanos. Por lo que respecta al Ecuador, eso es lo que nosotros pretendemos hacer en este libro.

Con la publicación de nuestro Tomo primero de la Historia general del Ecuador no quedamos satisfechos, y, después de dar a luz nuestro Atlas arqueológico, continuamos estudiando todavía. Emprendimos nuevos viajes a distintas provincias del Ecuador, volvimos a visitar algunas comarcas y nos consagramos a nuevas investigaciones; la exaltación inmerecida, a pesar nuestro, a la dignidad episcopal vino a poner término bruscamente a los estudios arqueológicos en que estábamos ocupados; dejamos a un lado la azada del arqueólogo, para empuñar el báculo del Obispo. ¡Ésa habrá sido la voluntad divina!

  -224-  

Sin embargo, los mismos viajes que, en cumplimiento de nuestro sagrado ministerio pastoral nos hemos visto obligados a realizar en estas dos provincias del Carchi y de Imbabura, que componen la Diócesis de Ibarra, nos han proporcionado ocasión oportuna para volver a reanudar el hilo de nuestros trabajos arqueológicos, que creíamos roto para siempre. Hemos, pues, estudiado de nuevo toda la región septentrional de nuestra República, y en este volumen ofrecemos al público el fruto de nuestros estudios e investigaciones.

Privados de la posibilidad de poner por obra nuestro propósito de recorrer de nuevo todas las provincias de la República, hemos desistido de continuar nuestros estudios arqueológicos, y damos a luz únicamente lo relativo a las dos provincias del Carchi y de Imbabura, que son las que hemos podido visitar más detenidamente.

Según nuestro juicio (y creemos que no estamos equivocados), no es posible formar conjeturas fundadas en arqueología, sino mediante un estudio comparativo de objetos pertenecientes a naciones distintas y civilizaciones variadas; y este estudio no puede suplirlo ni la inspección atenta de los mejores grabados, ni la contemplación de las láminas de colores, por bien ejecutadas que estuvieren; la presencia de los objetos es el más provechoso de los recursos para estudiar la arqueología. A la observación de los objetos debe acompañar el conocimiento de los lugares, sin lo cual el arqueólogo se verá privado de uno de los más oportunos medios de ilustración; estas que parecen cosas insignificantes, son en la práctica de una trascendencia científica indisputable.

Para que el estudio acerca de las tribus indígenas que poblaban antiguamente el territorio septentrional de la República del Ecuador sea menos incompleto, hacemos primero algunas observaciones críticas respecto de todas las primitivas gentes que habitaban estas comarcas antes de la llegada de los españoles. Como lo hemos dicho antes y lo repetimos ahora, nuestros estudios arqueológicos no pueden menos de ser imperfectos; son un ensayo, sin   -225-   pretensiones ningunas de ciencia. Queremos abrir el camino; tras nosotros esperamos que vendrán, algún día, ingenios más sagaces, que tomarán en cuenta nuestros trabajos y continuarán avanzando por la senda que nosotros hemos abierto; ellos llenarán nuestros vacíos y corregirán nuestros errores.

Mucho hay todavía que estudiar en el territorio ecuatoriano, comarcas enteras están todavía inexploradas, y son terreno intacto, donde la arqueología no ha puesto hasta ahora la mano. La provincia de Loja es casi desconocida, y merece una atención especial y un estudio particular; mucha mayor atención reclama toda la zona del litoral, donde es muy poco lo que se ha estudiado hasta hoy día, y donde, a no dudarlo, espera el arqueólogo una mies rica y abundante. Desde el punto de vista arqueológico, el Ecuador entero es completamente desconocido.

Nuestros estudios, acaso, servirán para despertar a otros ingenios, y estimular a nuestros compatriotas.

Federico González Suárez,
Obispo de Ibarra.

Ibarra, 1902.



  -[226]-     -227-  

ArribaAbajoCapítulo primero.- Consideraciones generales

Es imposible escribir la historia de las tribus indígenas ecuatorianas. Descripción topográfica del territorio ecuatoriano. Cuadro etnográfico de las antiguas razas indígenas ecuatorianas. Una conjetura acerca de los montículos llamados tolas. Derrotero de las inmigraciones indígenas al territorio ecuatoriano.



I

La historia de los aborígenes del Ecuador no existe rigurosamente, y lo único que se puede hacer, mediante prolijas y concienzudas investigaciones de todo género, es rastrear el origen y describir el estado relativo de civilización   -228-   de las diversas tribus indígenas, que habitaban, al tiempo de la conquista, en las comarcas que forman actualmente el territorio de la República ecuatoriana. Para comenzar con acierto esas investigaciones, lo primero que debemos hacer es prescindir, de propósito, por un momento, de las noticias, que en punto a la historia de las primitivas tribus indígenas nos ha dejado el historiador Velasco en su Historia antigua del Reino de Quito, porque estas noticias, en vez de servirnos de norte en nuestros estudios, nos extraviarían del camino que conduce a la verdad.

Demos una ojeada a la carta geográfica de nuestra República, fijémonos en su división actual en provincias y consideremos su configuración topográfica natural, por la cual el territorio ecuatoriano está distribuido en tres regiones, bien marcadas y distintas: la región baja occidental, limitada por el Océano Pacífico; la meseta interandina, que se extiende de Norte a Sur, entre los dos ramales de la cordillera de los Andes; y la región oriental, que en unas partes va descendiendo poco a poco, y en otras se despeña bruscamente. Cada una de estas tres regiones tiene rasgos característicos, mediante los cuales se diferencia de las otras: el litoral es húmedo, pantanoso, cubierto de bosque casi en su totalidad; su clima es cálido, enfermizo y enervante; la sierra goza de clima templado en unas partes, y muy frío en otras; su terreno es desigual, con valles hondos, quebradas profundas, colinas enhiestas; aquí un manto de verdura apacible recrea la vista, allá lomas escuetas se levantan unas al lado de otras; en una extensión considerable, arenales movedizos transforman la tierra en un desierto; pendientes, casi perpendiculares al horizonte, desnudas de toda vegetación, hacen triste contraste con pajonales solitarios; el cauce de los ríos es profundísimo; cordilleras transversales se atraviesan a trechos, dividiendo en compartimientos desiguales la meseta, y el aspecto de ella varía casi por instantes.

En la región oriental predomina el calor; la humedad del suelo es constante; el bosque, tupido y enmarañado,   -229-   se dilata y prolonga legua tras legua; los ríos caudalosos tejen una como red de agua con los pequeños que en ellos desembocan; la neblina que arroja la selva, aumenta el bochorno del ambiente; el Amazonas, abriéndose camino y dilatándose por entre selvas seculares, forma, según la gráfica expresión de Humboldt, un verdadero mar mediterráneo de agua dulce en medio del continente meridional americano. Estas tres zonas tienen muy distinta elevación sobre el nivel del mar, y son tan variadas en sus producciones naturales, como en su temperatura y aspecto físico.

Cuando los españoles, a mediados del siglo décimo sexto, descubrieron estas regiones, las encontraron ya habitadas; pero las gentes que las poblaban no eran igualmente numerosas en todas ellas: la sierra era la más poblada; en la costa había grupos considerables de población; las tribus salvajes estaban como perdidas en la vastísima región de la montaña. También había diferencia notable en cuanto al grado de civilización relativa en que se encontraban los pobladores de esas tres distintas regiones: los de la montaña eran, por lo general, salvajes o bárbaros en sus costumbres y manera de vivir; en la costa había gentes que podían llamarse adelantadas en cultura y civilización relativa; las parcialidades de la sierra daban muestras de no poco adelanto en unas partes, al paso que en otras parece que no habían logrado salir todavía de la barbarie. Tal era el estado en que se hallaban las gentes pobladoras de las comarcas que constituyen lo que es ahora territorio de la República del Ecuador.

¿Será posible determinar a qué raza pertenecían estos pobladores? ¿Habrá entre ellos y los habitantes de otros puntos del continente americano algunos rasgos de semejanza, por los cuales se pudiera deducir que tanto los unos como los otros pertenecían a la misma familia o nacionalidad?... Estudiadas las gentes indígenas que poblaban el territorio ecuatoriano al tiempo del descubrimiento y la conquista de los españoles, nos parece que, sin mucho peligro de equivocarnos, podemos hacer de ellas la clasificación etnográfica siguiente.

  -230-  

Cuatro razas principales eran las que habitaban en el territorio ecuatoriano, a saber: los Quichuas, los Caribes, los Quichés y los Mayas. ¿Habría gentes de otra procedencia? ¿Puede haberlas habido? Eso no es ni imposible ni difícil; antes es muy probable que las haya habido.

Señalaremos el lugar en que habitaban esas cuatro razas al tiempo de la conquista; comencemos por la familia o raza caribe.

Poblaban las gentes de raza caribe: en el litoral, toda la provincia de Esmeraldas y gran parte de la de Guayaquil; en la sierra, principiando nuestra enumeración por el Norte, la provincia del Carchi, la de Imbabura, la de Pichincha, la de León, la de Ambato, la de Riobamba, la de Guaranda y, acaso, también una parte de la de Loja.

En la región oriental, si nosotros no nos equivocamos, no habitaban sino variedades de la familia caribe.

Los Quichés son los que en la historia de la conquista del reino de Quito se llaman Cañaris, y éstos poblaban la comarca que se designa ahora con los nombres de provincia de Cañar y provincia del Azuay; los límites de esta región en lo antiguo eran: el gran nudo del Azuay al Norte, el nudo de Saraguro al Sur, la cordillera de los Andes al Oriente, las playas y bosques de la costa al Occidente.

En cuanto a los Mayas, éstos no poblaban más que una parte de la provincia de Manabí, es decir: los cantones de Manta, Portoviejo, Santa Ana y Jipijapa; la isla de Puná y el cantón de Santa Elena, en la provincia de Guayaquil.

Por lo que hace a los Quichuas, éstos eran modernos y advenedizos en el territorio ecuatoriano, en el cual entraron en una época no ya solamente tradicional sino histórica, a saber: cuando los Incas llevaron a cabo la conquista de las provincias, que después los castellanos llamaron Reino de Quito. Según el sistema de dominación adoptado por los Incas, hubo algunas provincias del territorio   -231-   ecuatoriano pobladas de Mitimaes o colonias de indígenas traídos de fuera; en la provincia de Riobamba consta que pusieron una colonia numerosa de gentes traídas de la parte más meridional del Perú, limítrofe con Bolivia. Otra colonia hubo al Norte de Quito, en los arenales llamados de Zámbiza140.

Tenemos como falsa la aseveración de que los denominados Scyris de Quito hablaban un dialecto de la lengua quichua; los Scyris no eran oriundos de la familia quichua, sino descendientes de la raza caribe. Los Quitos no eran distintos de los Scyris, pues, a no dudarlo, Quitos y Scyris eran unos y los mismos, todos oriundos de la raza caribe. Si en la provincia de Pichincha hubo otras gentes, que hayan llegado antes que los Caribes y hayan sido quienes poblaron esa parte antes que ellos, eso no es posible determinarlo ahora; cuando los Caribes llegaron a la provincia de Pichincha, ésta pudo estar ya habitada por otras gentes; mas ahora no es fácil decir (si así sucedió), qué gentes fueron aquéllas. Tal es el cuadro etnográfico, que demuestra la distribución de las diversas familias indígenas que poblaban el territorio ecuatoriano, cuando éste fue descubierto y conquistado por los españoles, en el siglo décimo sexto.

  -232-  

Que hubo inmigraciones de razas distintas en el territorio ecuatoriano, y que de esas inmigraciones o llegadas de gentes extranjeras se conservaba vivo el recuerdo entre los indios, al tiempo de la conquista, es indudable. Para nosotros, los gigantes de Manta y de la Punta de Santa Elena son Mayas; arribaron al Ecuador navegando en balsas, y echaron de la costa hacia el interior a los Caribes, que la estaban poblando. He ahí una de las inmigraciones, cuyo recuerdo se conservaba por tradición; los Mayas fueron, pues, indudablemente los últimos inmigrantes que arribaron al territorio ecuatoriano, en cuyas costas se establecieron, y de donde no pasaron al interior.

Otra inmigración debió haber habido, la de los Quichés; pero ésta fue probablemente muy anterior a la de los Mayas. Los Cañaris habían localizado ya en algunos sitios del Azuay las tradiciones relativas a su origen, lo cual es indicio evidente de una muy remota antigüedad.

Como nosotros sostenemos la unidad de la especie humana, y como contra las enseñanzas religiosas de la Iglesia católica romana en punto al origen del hombre, no hay cosa ninguna sólida que puedan oponer las modernas ciencias experimentales y de observación, no podemos menos de buscar fuera de América el origen de los americanos; los primeros pobladores del continente americano vinieron de fuera, y no hay dificultad ninguna para atribuir una considerable antigüedad a esa primera llegada de inmigrantes a las playas americanas. El problema relativo al origen de los pobladores del Nuevo Mundo es muy complicado y de solución casi imposible, a lo menos por lo pronto.

Es necesario conocer cómo eran en lo antiguo las islas y los continentes, así en el un hemisferio como en el otro del globo terráqueo; cuál era su forma y cómo se hallaban distribuidos; lo que exige dilatados y prolijos estudios de ciencias nada fáciles y que todavía no han avanzado mucho, a pesar de haber sido cultivadas por grandes sabios; ¡tan vasto es el campo de observación!

  -233-  

Deberíamos tener claro y exacto conocimiento, además, de las naciones, que en las edades antiguas poblaban el Asia y el África y las islas de la Oceanía; del estado de cultura de ellas, de sus usos y costumbres, de sus creencias religiosas y de sus vicisitudes históricas; este conocimiento, al presente, es muy deficiente y muy imperfecto, y, por eso, no es ahora cuando se puede resolver el problema relativo al origen y a las varias inmigraciones de los pueblos americanos.

¿Cómo eran antiguamente los continentes? ¿Cómo estaban distribuidas las islas en la vasta extensión de los mares? El continente africano y el continente americano ¿tendrían en todo tiempo la misma forma y la misma extensión que ahora tienen?

He ahí algunas cuestiones, que es necesario resolver primero, antes de tratar del origen de los americanos.

Sin aceptar esos miles de miles de años, que suponen algunos paleontólogos, nosotros no vacilamos en dar a la existencia del linaje humano sobre la tierra una duración mucho más antigua, que la que, ordinariamente, le suelen dar algunos autores ortodoxos, empeñados en no reconocer que los cálculos de los diversos períodos históricos del Génesis pueden ser interpretados con un criterio más amplio, puesto que en punto a la cronología bíblica nada ha resuelto doctrinalmente la Iglesia católica. Sin embargo, todavía es imposible conjeturar cuánta sea la antigüedad de las primeras poblaciones del continente americano, y lo único que conviene es admitir que esa antigüedad es muy remota. En la serie de los siglos del período ante-histórico hubo, sin duda alguna, varias inmigraciones de gentes que vinieron del antiguo al nuevo continente; y en entrambos continentes americanos, en el septentrional y en el meridional, acontecieron cambios y mudanzas, guerras y trastornos, que obligaron a unos pueblos a trasladar de una parte a otra el lugar de su residencia. Hay arcanos tenebrosos en la historia de las naciones indígenas americanas, y falta luz para disipar esas tinieblas. Concretándonos ahora solamente   -234-   a los pueblos ecuatorianos, principiaremos nuestro estudio o investigación histórica por los de raza caribe.




II

La raza caribe parece haber tenido su primer asiento en la parte Sur de la América Meridional, en el Brasil; y, acaso, desde un principio en las orillas del Atlántico y en las islas del gran río de las Amazonas; esa raza debió haber sido numerosa, y es evidente que se dividió en parcialidades o familias, de las cuales encontramos en el Ecuador la Chaima, la Antillana y la Omagua.

La rama antillana pobló las comarcas de Imbabura, de Pichincha, de Latacunga, de Ambato, de Riobamba, de Guaranda, de Guayaquil y de Esmeraldas; la chaima, toda la provincia del Carchi; la omagua se encuentra en el mismo Carchi y en la región del Napo y del Marañón.

Otra rama de la misma familia caribe son los Jíbaros, y éstos residieron en la provincia del Azuay, tras la cordillera oriental; venían de hacia el Atlántico, fueron subiendo de Occidente a Oriente, y vivieron unas veces en paz y otras en guerra con los Quichés. Jíbaros y Quichés se toparon en la gran cordillera oriental; éstos ascendieron de las playas del Pacífico; aquéllos habían subido de los bosques orientales. En la cordillera oriental, en la comarca limítrofe con Gualaquiza, se encuentran restos de edificios antiguos, los cuales se ha creído que eran ruinas de la famosa ciudad de Logroño; pero, mejor examinado este asunto, nosotros nos inclinamos a creer que aquéllos son restos no de edificios españoles, sino de construcciones de los aborígenes. ¿Fueron éstos los Quichés, en su lucha con los Jíbaros? ¿Serían,   -235-   acaso, otras gentes, de quienes no haya ni un recuerdo siquiera ni en la historia ni en la tradición?... Esos restos merecen ser bien estudiados141.

  -236-  

Los montículos llamados tolas no se encuentran sino en una circunscripción de terreno bien determinada: el río Mira o Chota es el límite de esa región por el Norte; el Guaillabamba forma su otro límite, viniendo del lado del Sur, haciendo una curva y dirigiéndose luego hacia el Occidente. La región de las tolas está comprendida en el territorio limitado por esos dos ríos.

¿Quién construyó esos montículos? ¿Fueron ésos los sepulcros de los Scyris de Carán, como lo dice nuestro historiador Velasco? Emitiremos nuestra opinión acerca de este punto.

Las tolas no fueron sepulcros de los Scyris, fueron monumentos sepulcrales de gente de otra raza, anterior a la caribe antillana; esas gentes no residieron sino en la zona marcada por los límites arriba indicados, y, probablemente, fueron vencidas y subyugadas por las tribus de la familia caribe antillana, cuando ésta ascendió a la meseta interandina.

La nación constructora de tolas vino del lado del Pacífico, llegó a las costas de Esmeraldas, se detuvo en los valles de Intag, salió a las llanuras de Imbabura, se extendió por Cayambe y, acaso, entró en la provincia de Pichincha. ¿Qué nación fue ésa? No es posible responder a esa pregunta. Los levantadores de montículos no son desconocidas en América; un pueblo entero de ellos vivió en el continente septentrional; y, en el territorio ecuatoriano, esa raza sería, acaso, una de las más antiguas. Hay montículos muy elevados y de extensión considerable en Atuntaqui, en esta provincia de Imbabura142.

  -237-  

Los Caribes fueron subiendo, aguas arriba, por el Marañón y por el Napo; llegaron a la base de la cordillera oriental, transmontaron ésta y subieron a la meseta interandina; una colonia de ellos se estableció en Pimampiro, y, por ventura, fue la última; pues, cuando Guayna-Cápac, conquistada la provincia de Imbabura, resolvió penetrar en la región oriental, vino a Pimampiro, y de Pimampiro, por Chapi, entró en la tierra desconocida del Oriente, y de la expedición del Inca al Oriente se conservaba vivo el recuerdo, medio siglo después143.

Pobladas por los conquistadores y sus descendientes las provincias interandinas, cesó el trato y comunicación de las tribus indígenas de la meseta interior con las de   -238-   las comarcas orientales; empero, antes de la conquista no era así, pues todas las parcialidades indígenas de un lado y de otro de la gran cordillera vivían en trato y comunicación continua, y el jefe de los Jíbaros formaba parte de la confederación de los Cañaris.

Pudiéramos, por lo mismo, aventurar acerca del itinerario de la inmigración caribe una conjetura, no destituida enteramente de fundamento. El hogar primitivo de la raza caribe estuvo, como ya lo dijimos, en la parte media de la América meridional; allí, en las tierras del Brasil, regadas por el Amazonas y sus caudalosos afluentes, se establecieron, se multiplicaron y, multiplicándose, comenzaron a emigrar, dirigiéndose en su rumbo aguas arriba, de Oriente hacia Occidente; así que salieron a la planicie interandina, fueron extendiéndose poco a poco, descendieron a las costas del Pacífico y se hicieron ahí numerosos. De este modo, al cabo de un número crecido de siglos, sucedió que salieron al Océano del Sur los que habían arribado por el Atlántico, atravesando para eso todo el continente meridional. Si hubo gentes de otra raza, las vencieron y las sometieron indudablemente los Caribes144.

  -239-  

La raza caribe procede, pues, del Brasil, y se esparce y derrama por la América meridional dirigiéndose del Sur al Norte, y del Oriente al Occidente; a las Antillas sabemos que pasó del continente. Los Mayas vendrían por el Pacífico; los Quichés llegarían por un rumbo semejante; el territorio ecuatoriano se pobló con dos corrientes de inmigración, una que subía de Oriente, y otra que llegaba por el Occidente. Trazado ya el cuadro de las razas principales que poblaban el territorio ecuatoriano al tiempo de la conquista, necesario es que rectifiquemos algunas equivocaciones históricas que, por desgracia, han llegado a ser populares hasta en nuestra naciente literatura.






  -[240]-     -241-  

ArribaAbajoCapítulo segundo.- Rectificaciones históricas

Diferencia entre la historia antigua y la historia colonial del Ecuador en punto a documentos fidedignos. La Historia antigua del Reino de Quito escrita por el padre Juan de Velasco. Análisis crítico acerca del valor histórico de sus narraciones respecto de los Scyris. Dudas sobre sus documentos históricos. Juicio sobre la monarquía de los Scyris. Observaciones necesarias para acertar en las investigaciones arqueológicas. Rectificación acerca de la leyenda histórica relativa al origen de los Cañaris. El plano de Chordeleg ¿será un Contador?



I

Lo que acabamos de exponer en el capítulo anterior requiere que, en la historia de las aborígenes ecuatorianos,   -242-   procuremos esclarecer algunos puntos que están en manifiesta contradicción con nuestras opiniones.

Hay una diferencia inmensa entre la historia del Ecuador en tiempo de la colonia, y la historia antigua de los aborígenes ecuatorianos antes del descubrimiento y de la conquista; para la historia de la época colonial no sólo no faltan ni escasean, sino que abundan y aun sobran documentos; y esos documentos tienen todos los requisitos morales que una crítica histórica ilustrada exige para darles fe; en la narración de los sucesos acaecidos en tiempo de los aborígenes andamos muy a tientas, por entre una densa oscuridad, expuestos a tropezar con el error y darle crédito, sobre todo cuando se presenta autorizado con el testimonio de los antiguos historiadores y cronistas americanos. Necesario es, pues, someter esas narraciones a un análisis crítico severo, para procurar extraer de ellas la verdad pura, limpia de toda fábula; y esto es lo que nosotros nos hemos propuesto hacer en nuestros estudios; presentaremos los argumentos que hay en contra de narraciones muy autorizadas hasta ahora, y emitiremos nuestra propia opinión personal, aduciendo los fundamentos en que la apoyamos. Más tarde, con datos mejores que los nuestros, y con más sagaces investigaciones, o se confirmarán nuestras conjeturas, o se las rechazará, como destituidas de fundamentos científicos razonables.

Daremos principio a nuestro análisis crítico, por la Historia del antiguo Reino de Quito.

Según el padre Velasco, los Quitos eran distintos de los Scyris: aquéllos fueron los primitivos pobladores de la comarca central ecuatoriana; éstos llegaron después, vencieron a los primeros y fundaron un reino, que llegó a ser poderoso, mediante guerras y alianzas sucesivas. Nosotros opinamos que los Quitos y los Scyris no fueron dos pueblos distintos, sino un solo pueblo, procedente de una misma raza; y, en cuanto a la verdad histórica relativa   -243-   a la monarquía de los Scyris, hacemos las siguientes conjeturas145.

Los Caribes estaban divididos en tribus distintas, con sus jefes o régulos propios, entre los cuales no es moralmente imposible que haya habido alguna especie de alianza y confederación, sobre todo cuando los Incas, en su conquista, se presentaron amenazantes de este lado del nudo del Azuay; pero ese reino antiguo y bien organizado, con una serie de doce príncipes o Scyris, cuyas empresas guerreras tanto se ponderan, nos atrevemos a decir que, según nuestro juicio, no tiene fundamento sólido en nuestra historia, de la cual, por lo mismo, debiera ser eliminado como fábula, a lo menos hasta que, con documentos ineludibles, llegue a constarnos lo contrario. Del reino tradicional de los Scyris no debe quedar, pues, en la historia más que el nombre, que es palabra de la   -244-   lengua caribe, en su dialecto antillano; todo lo demás carece de fundamento.

Velasco es el único historiador que ha narrado esos hechos; pero, aquilatando la verdad de la narración en el crisol de una crítica concienzuda, el reino de los Scyris de Carán se desvanece y pasa a ser una leyenda, destituida de fundamento histórico.

Tenemos asimismo como fabuloso cuanto se refiere acerca de la cultura y civilización de los Scyris, quienes no edificaron ningún templo al Sol en la cumbre del Panecillo, ni levantaron otro a la Luna en la colina del frente. Sus columnas para observar los equinoccios y los   -245-   solsticios, su género de escritura en piedrecillas de tamaños diversos, su manera de guerrear atrincherándose en plazas fuertes cuadrangulares, tal vez, no carece de algo de verdad, atendidos ciertos descubrimientos arqueológicos verificados por nosotros en estos últimos tiempos.

Toda la historia de Cacha, el duodécimo Scyri; su retirada de Quito a Atuntaqui, sus encuentros con Huayna-Cápac, su derrota y muerte, y la sucesiva proclamación de la hermosa Pacha por su heredera del reino, son inexactitudes fabulosas, y es necesario suprimirlas en la historia de los aborígenes ecuatorianos. Velasco está en contradicción con todos los historiadores antiguos.

Por testimonio unánime de todos los historiadores antiguos, consta que la provincia de Riobamba y la provincia de Quito, con los territorios de Ambato y de Latacunga, fueron conquistados por Túpac-Yupanqui, y no por Huayna-Cápac; el llamado reino de los Scyris concluyó, pues, con las conquistas de Túpac-Yupanqui, y, cuando su hijo y sucesor Huayna-Cápac vino a estas provincias, ya ese reino no existía. Los sucesos, pues, que refiere Velasco no pueden ser verdaderos.

¿Cuál de los Incas llevó a cabo la conquista de Quito? Todo lo que ahora es territorio de la República del Ecuador, y aun algo más hasta el río de Angasmayo al   -246-   Norte de la línea equinoccial, se solía designar en los tiempos antiguos, en los que siguieron inmediatamente a la conquista, con el nombre general del Reino de Quito; y los historiadores y los cronistas castellanos, cuando tratan de las conquistas de los Incas en las comarcas septentrionales del Cuzco, atribuyen la conquista de Quito tanto a Túpac-Yupanqui como a Huayna-Cápac, porque ambos Incas la hicieron, en efecto. Túpac-Yupanqui conquistó toda la región ecuatoriana, desde el Macará hasta el Guaillabamba; y Huayna-Cápac redujo las dos provincias del Norte, que son la de Imbabura y la del Carchi, y avanzó hasta el Angasmayo.

Huayna-Cápac tardó diez y siete largos años en someter al régulo de Cayambe, que, confederado con el de Otavalo y con el de Caranqui, opuso al Inca resistencia tenaz y vigorosa; y en la narración de los hechos sucedidos durante aquella guerra hay mucha variedad en los antiguos historiadores. Acaso no nos apartaremos enteramente de la verdad, si decimos que Huayna-Cápac se dio maña para hacer pasar un cuerpo de tropas por la cordillera del Norte a la actual provincia del Carchi, con cuyo arbitrio acometió de frente y por las espaldas a los Caranquis, en quienes después de vencidos ejecutó venganzas sangrientas, para memoria de las cuales se le mudó al lago de Caranqui su antiguo nombre, llamándolo Yahuar-cocha o lago de sangre146.




II

Una cuestión muy curiosa vamos a tratar ahora. ¿Quién fue la madre de Atahuallpa? ¿Dónde nació Atahuallpa?   -247-   Cieza de León asegura que Atahuallpa nació en el Cuzco, y que fue hijo de una de las mujeres peruanos de segundo orden que tenía Huayna-Cápac; pero ésta no deja de ser una manifiesta equivocación del antiguo cronista de los Incas. Lo cierto es, a no dudarlo, lo siguiente:

Atahuallpa fue hijo de Huayna-Cápac en la hija del último régulo de Quito. Muy sabido es que los Incas tenían dos clases de mujeres; una legítima, y otras nada más que concubinas; según las costumbres de los soberanos del Cuzco, mujer legítima del Inca era solamente su propia hermana de padre y madre; pero, para concubinas, tomaban ordinariamente a las hijas de los curacas o señores principales de las provincias de su imperio. Huayna-Cápac había compartido su tálamo con una princesa quiteña, con la hija del último régulo de Quito, y ésta fue la madre de Atahuallpa.

¿Cómo se llamaba la madre de Atahuallpa? El padre Velasco dice que se llamaba Pacha; Gómara y Garcilaso de la Vega callan el nombre, y refieren solamente que era hija del último rey de Quito. El padre Coba le da el nombre de Tocto-Ocllo, y el padre Oliva el de Guayara, y otros le dan otros nombres; no es, pues, tan seguro que se llamara Pacha. Cabello Balboa parece dar a entender que fue princesa del Cuzco, una Ñusta. Lo cierto, lo indudable es únicamente que la madre de Atahuallpa fue de Quito, e hija del último régulo de Quito. Pedro Pizarro, que fue uno de los que estuvieron en Cajamarca y trató a Atahuallpa y a los indios principales que acudían a esa ciudad a ver al Inca, dice: «Pues estando este Huayna-Cápac conquistando a Quito, que dicen tardó en ganallo más de diez años, hubo a este Atahuallpa de una india, hija del señor principal de esta provincia de Quito».

Para fijar con alguna probabilidad el lugar del nacimiento de este desgraciado príncipe, conviene tener presente que el año de 1533, en que fue muerto por Pizarro   -248-   en Cajamarca, Atahuallpa era todavía joven; pues, según el testimonio de los que lo vieron y trataron en la prisión, contaba apenas treinta o treinta y dos años de edad; de donde se deduce que nacería el año de 1501 o el de 1502. Huayna-Cápac murió ocho años antes del triste descalabro de Cajamarca, y cuando Atahuallpa estaba de veintitrés o veinticuatro años; y, como su padre permaneció cuasi treinta años en Quito, es claro que Atahuallpa no pudo haber nacido en el Cuzco, sino en Quito, como lo refiere una tradición constante.

Empero, difícil parece sostener que nació en Caranqui; pues la guerra con los de esa tribu duró diez y siete años, y el triunfo definitivo de Huayna-Cápac sobre los belicosos caranqueños sucedió poco antes de la muerte del Inca; es, pues, seguro que Atahuallpa nació en Quito y que en el desventurado hijo de Huayna-Cápac se mezcló la sangre quichua de los Incas con la sangre de los régulos de Quito147.

Huáscar era mayor que Atahuallpa, y nacido, criado y educado en el Cuzco.

Discutiremos todavía más este punto del lugar del nacimiento de Atahuallpa. ¿Dónde nació Atahuallpa? ¿Quién fue la madre de Atahuallpa? ¿Cómo se llamó la madre de Atahuallpa? He aquí tres cuestiones bien distintas: resuelta una de ellas, no por eso quedan resueltas las demás.

Que la madre de Atahuallpa haya sido una india quiteña, hija del régulo de Quito, no cabe duda: lo afirman Pedro Pizarro, Gómara, Garcilaso de la Vega, Zárate, Montesinos, Oliva y Velasco, apoyado en la autoridad de Niza; Herrera y Cobo le dan nombre quichua, ¿se sigue   -249-   necesariamente que no fuese quiteña? Como hija del régulo de Quito, era ella una india principal; y, admitida entre las mujeres del Inca, se le cambió indudablemente el nombre, poniéndole un nombre quichua, en vez del nombre quiteño.

Huayna-Cápac vino a Quito, cuando todavía era joven; lo llamó su padre, para que se ocupara en dar cima a la conquista del reino de Quito, gran parte del cual la había sometido ya el mismo Túpac-Yupanqui. Bien pudo, pues, haber nacido Atahuallpa en Quito el año de 1501 o el de 1502, cuando su padre estaba en esa ciudad, ocupado en la guerra con los régulos de Imbabura, que le opusieron larga y tenaz resistencia. Esta resistencia consta que duró muchos años. La historia de la conquista de las provincias de Imbabura y del Carchi por Huayna-Cápac es una de los puntos más oscuros de la época antigua; en los escritores castellanos hay grande confusión. Tal vez, se podría esclarecer suponiendo que, al cabo de diez años de guerra, logró el Inca someter a los régulos de Cayambe y de Imbabura; que, sometidos éstos, redujo a los Quillacingas y a los Pastos, y que, de nuevo, valiéndose de una ausencia temporal que de Quito hizo el Inca yendo al Cuzco, se revelaron para sacudir el yugo de los señores del Perú, y entonces en esta guerra fue la matanza de los Caranquis. El inmenso edificio que en Caranqui mandó construir Huayna-Cápac, supone un transcurso no muy breve de tiempo; y la historia se esclarece mediante la suposición que acabamos de hacer.

Jerez, que conoció a Atahuallpa y lo trató en Cajamarca, le da treinta años de edad; y la misma dice Oviedo que le calculaban otros españoles que también estuvieron en Cajamarca; treinta y dos años, dicen ambos historiadores.

Con acaloramiento han discutido algunos historiadores antiguos sobre la legitimidad de Atahuallpa, y sobre la justicia de su derecho al trono de Quito. Según los usos y costumbres de los soberanos del Cuzco, claro es   -250-   que Huáscar era legítimo, y que Atahuallpa no lo era; pero, en un sistema de gobierno como el de los Incas del Cuzco, en el que la única fuente del derecho era la voluntad del monarca, considerado como hombre divino, ¿no podría haber dividido sus estados entre dos hijos suyos el Inca, dueño y árbitro absoluto de las cosas de su imperio, autor de las leyes y superior a ellas?

Cuestión ociosa nos parece, pues, ésta; tanto más cuanto, por informaciones antiguas, consta que ni Huáscar era legítimo, y que el heredero legítimo del imperio fue un otro hijo de Huayna-Cápac, llamado Ninan-Cuyuchi, el cual murió antes del padre, en edad temprana.

La historia de las naciones indígenas de América es muy confusa, carece de fundamentos sólidos y está mezclada con fábulas; si esto se puede asegurar con razón respecto de todas las historias de las naciones indígenas en general, sobran motivos para repetirlo en cuanto a la historia de los Incas del Perú. En efecto, esa historia no descansa más que en la tradición oral de los indígenas, la cual no tenía otra fuente que la memoria de cada testigo o de cada narrador; en el Perú no había letras ni jeroglíficos, ni escritura pintada; no había más que tradición, y una tradición tan pobre que enmudecía ante los más notables monumentos arqueológicos, y callaba cuando se le preguntaba el origen de ellos. Añádase a esta circunstancia el estado del ánimo de los primeros escritores o cronistas castellanos, en algunos de los cuales se trasluce, a través de su estudiada imparcialidad, el deseo de tejer una historia completa de los monarcas cuzqueños, en la cual no haya vacíos ni lagunas; ¿cómo daremos entero crédito, por ejemplo, a Garcilaso de la Vega o al licenciado Montesinos? El Inca Garcilaso ha trazado de los monarcas del Cuzco una historia, tan seguida, tan llena, tan candorosa, que ese mismo candor, esa misma prolijidad, esa misma encadenación de los hechos la hacen sospechosa y la convierten en novela o poema; en la obra de Montesinos hay unos cuantos datos seguros sobre la antigüedad peruana, y todo lo demás debe desecharse inexorablemente como fabuloso y gratuito.

  -251-  

Si esto podemos asegurar relativamente a la historia de los Incas del Perú, ¿qué no deberemos decir en cuanto a la historia de los Scyris de Quito? Velasco es el primero que nos ha referido esa historia, dándonos una serie no interrumpida de reyes, con la edad de cada uno y el tiempo que duró su reinado. Garcilaso compuso de los Incas, sin más documentos que las conversaciones que oyó cuando niño a sus tíos maternos, una historia tan minuciosa, cual no la tienen semejante los papas de los primeros siglos de la Iglesia; Montesinos tejió, remontándose nada menos que hasta el Diluvio bíblico, una sucesión de soberanos del Perú, tan seguida y completa, como no la hay ni de la misma España. Velasco, al cabo de dos siglos y medio, nos obsequia a los ecuatorianos con una dinastía, tan cabal y tan enlazada, como una genealogía de nuestros Libros Santos. ¿Cuáles fueron los documentos en que se apoyó? La sinceridad con que se debe escribir la historia nos obliga a declarar que Velasco careció de documentos fidedignos para escribir la historia de los aborígenes de Quito, y que, por lo mismo, esa historia no merece entero crédito.

Ningún historiador antiguo habla de los Scyris, la tradición respecto de ellos en Quito no ha existido nunca; ¿de dónde sacó Velasco los datos para su historia? Velasco cita en su apoyo dos obras del padre fray Marcos de Niza; pero nadie ha visto esas obras, nadie ha hecho siquiera mención de ellas; ¿dónde las vio el padre Velasco? Parece que esas obras, manuscritas, inéditas, las vio y las leyó en Quito el padre Velasco. ¿Cómo vinieron esas obras a Quito? ¿Los manuscritos que vio el padre Velasco, eran los únicos ejemplares que de esas obras existían?... ¿Eran, acaso, los mismos originales del padre Niza? ¿Dónde estaban? ¿Quién los poseía en Quito? Oímos al mismo padre Velasco, y consideremos lo que dice acerca del padre Niza y de sus escritos. He aquí las palabras textuales del padre Velasco: «Fray Marcos de Niza, religioso franciscano, que vino con el capitán Benalcázar a la conquista de Quito, y fue después nombrado por primer Comisario de su orden en   -252-   las provincias del Perú. Este religioso, tan celoso del bien de los indianos, como diligente investigador de sus antigüedades, escribió varias obras, que son: Conquista de la Provincia de Quito, Ritos y ceremonias de los indios, Las dos líneas de los Indios, Las dos líneas de los Incas y de los Scyris, señores del Cuzco y del Quito, Cartas informativas de lo obrado en las provincias del Perú y del Quito, que fueron escritas a Panamá, México y España, Viaje por tierra a Cíboli, reino de las siete ciudades. De todas estas obras, que podían formar dos volúmenes gruesos, no han visto la luz pública sino una de las Cartas informativas, inserta en la obra de Las Casas, y el Viaje a Cíboli, en la colección del Ramusio T. III. Todas las demás, a excepción de tal cual copia manuscrita, se suponen sepultadas en los archivos, por causa del grande ardor contra los conquistadores, especialmente contra Benalcázar, motivo por que salió de Quito, y logró pasar a Nueva España, con el capitán Pedro de Alvarado, donde escribió su última obra. Heredó su espíritu doblado fray Bartolomé de Las Casas, y lo que escribió de antigüedades se halla lleno de fábulas y conjeturas»148.

El padre Niza o estuvo con Benalcázar, cuando la primera entrada de este Capitán a Quito, o vino hasta la antigua Riobamba con Almagro; lo primero parece verosímil, y entonces llegaría a Quito y sería testigo de las crueldades, que, según él mismo refiere, vio cometer a los conquistadores; pero, entonces los indios estaban en guerra con los conquistadores, y éstos no se detuvieron mucho en Quito, circunstancias muy desfavorables para consagrarse a investigaciones históricas y genealógicas. Además, el padre Niza ¿sabría la lengua quichua? ¿Cómo la aprendió en tan breve tiempo? ¿Se entendería, acaso, con los indígenas, por medio de intérpretes? Pero, en ese tiempo parece que no había más que uno, el tristemente célebre Felipillo, a quien, como es sabido, hizo ahorcar Almagro en Riobamba.

  -253-  

¿No habrá una equivocación en las cronistas franciscanos, al asegurar que el padre Niza vino con Benalcázar al Perú? En las crónicas americanas de las corporaciones religiosas abundan, por desgracia, las noticias inexactas y las equivocaciones en cuanto a fechas y a sucesos históricos. ¿No vendría al Ecuador el padre Niza más bien en compañía de Alvarado, que de Benalcázar? Si esto fue así, el padre Niza no estuvo en Cajamarca; y su residencia en el Ecuador no pasó de tres meses, cuando más.

La carta o relación del padre Niza, insertada por el padre Las Casas, en su celebérrimo opúsculo sobre la Brevísima destrucción de las Indias, no es tan clara ni tan explícita en punto a fechas que no deje lugar a dudas. Parece que, sin violencia, podríamos interpretarla diciendo que Niza ha referido en ella sucesos que oyó, y cosas de las cuales fue testigo de vista. Los escritos del padre Niza, citadas por el padre Velasco como principales fuentes de su historia de los Scyris, son tan raros, tan desconocidos, que no los conoció ni tuvo noticia de ellos un erudito tan inteligente como León Pinelo, el cual ni siquiera los menciona en su Biblioteca occidental.

Sin embargo, no se puede suponer que el padre Velasco haya citado a Niza sin haber leído sus obras sobre los régulos de Quito; quizá algún día se esclarecerá este punto tan oscuro ahora. ¿Dónde leyó Velasco las obras de Niza? ¿Dónde escribió Niza sus obras? ¿Las escribió en el Ecuador, antes de partir a México? ¿Las compuso, tal vez, en México? ¿Cuáles eran esas bibliotecas, en las cuales, según Velasco, estaban guardadas las obras de Niza manuscritas? Parece que Velasco leyó las obras de Niza en Quito. ¿Qué fue del ejemplar en que las leyó? ¿Era éste el autógrafo de Niza o sólo una copia? Si fue sólo copia ¿era fiel? ¿No estaría, acaso, adulterada? ¿Qué se han hecho esos manuscritos, de los cuales ahora no da razón nadie? Muy diligente tiene que ser la crítica histórica en el estudio de las fuentes.

  -254-  

Emitimos estas dudas para dar a conocer la prolijidad con que hemos procurado estudiar la historia de los aborígenes ecuatorianos, sometiendo las narraciones antiguas a un análisis crítico escrupuloso.

Pero, ¿quién ha visto, volveremos, pues, a preguntar, los escritos del padre Niza? Parece que ni el mismo padre Velasco los había leído, a lo menos así lo hace sospechar, cuando, hablando de las obras del padre Niza dice: «Todas las demás, a excepción de tal cual copia manuscrita, se suponen sepultadas en los archivos», expresiones demasiado vagas, ambiguas e indeterminadas, que revelan la insegura crítica del historiador del Reino de Quito.

Los fundamentos en que el padre Velasco apoya su narración de la historia de los Scyris de Quito son, pues, muy frágiles, y no es temeridad el considerar esa historia como de pura imaginación en muchos de sus pormenores y circunstancias149.




III

Del estudio de los objetos arqueológicos, de la comparación de unos objetos con otros, de la inspección ocular   -255-   de los sitios y lugares, del análisis de las lenguas, del examen de las tradiciones y del conocimiento de los antiguos usos y costumbres, se ha de deducir no la historia, sino el estado de cultura relativa, a que habían llegado las tribus de los aborígenes ecuatorianos.

Para obtener en estas investigaciones arqueológicas resultados ciertos y seguros, hemos de distinguir con mucho esmero una civilización de otra civilización; así no confundiremos unas cosas con otras, ni deduciremos consecuencias falsas de datos inexactos. Debemos considerar que los antiguos cronistas castellanos tuvieron en poco la cultura de las naciones indígenas sometidas al cetro de los Incas, y que describieron con prolijidad solamente lo relativo a éstos; hablaron extensamente de las leyes, de los usos, de las costumbres, de las creencias y prácticas religiosas y de las artes de los Incas, y prescindieron casi completamente de la civilización de los pueblos conquistados por los hijos del Sol; y algunos ni sospecharon siquiera que hubiese habido en el Perú y en el Ecuador naciones con una civilización distinta de la de los quichuas. Para Garcilaso, los Cañaris eran salvajes; aseveración desmentida por la arqueología. En una misma provincia, en una localidad relativamente estrecha, por ejemplo, en la provincia del Azuay, habitada por los Cañaris, a quienes acabamos de nombrar, se distinguen objetos pertenecientes a tres razas distintas: en la cerámica, verbigracia, en la comarca de Cañar hay vasos netamente peruanos, de origen incásico; en la parte oriental, en el valle de Paute, se desentierran ánforas de barro, que proceden de la industria caribe, y en Chordeleg vasos y utensilios de barro son de fábrica quiché. Un conocedor ejercitado distingue esas prendas al momento. ¿Con cuánta circunspección no convendrá que proceda el arqueólogo en sus clasificaciones? Muchas veces acontece, que en objetos pertenecientes a un mismo pueblo, a una misma raza, a una misma civilización, se encuentran variedades, que se refieren a épocas distintas, a momentos diversos, dirémoslo así, en la historia de los pueblos.

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La arqueología indígena ecuatoriana ha de distinguir, y por eso, las razas, y en las razas las familias, y en la duración histórica de esas familias dos tiempos distintos, el antiguo, el que precedió a la conquista, y el que siguió a ella, el que pudiéramos (aunque impropiamente) llamar moderno. Distinción indispensable para no perdernos en estériles y vanas conjeturas. Las tribus indígenas no aceptaron de lleno la civilización castellana; y, después de reducidas por los conquistadores a una nueva manera de vida, todavía, a pesar de ser bautizadas, conservaron por un tiempo, más o menos largo, sus usos y sus costumbres antiguas; se enterraban en sus conocidos cementerios, donde estaban los sepulcros de sus antepasados, y en sus sepulcros, cavados a la usanza antigua, se depositaban todos aquellos objetos que habían constituido en vida el tesoro del difunto; entre esos objetos estaban el vaso de barro, que remedaba los vasos de cristal de los conquistadores; el frasco de vidrio, las cuentas de vidrio, y en sus ollas y en sus copas de barro, la señal de la cruz, puesta en vez de las figuras de animales, con que supersticiosamente las solían adornar antes. Cuando esos objetos se encuentran, pues, en las tumbas de los aborígenes, ya sabemos lo que significan; una crítica, serena e ilustrada, nos impedirá perdernos entonces en cavilaciones y en conjeturas, destituidas de todo fundamento. Después de la conquista, en los años que siguieron inmediatamente a ella, los indios, en sus utensilios de barro, remedaban los objetos nuevos que les habían llamado más su atención: el sombrero, la copa de brindar y hasta el perrillo doméstico. La cerámica ecuatoriana, extraída de los sepulcros de los indígenas, abunda en ejemplares de esa clase de obras; los objetos de piedra y, sobre todo, los de oro, son las muestras más seguras de la cultura genuina de los aborígenes ecuatorianos.

Éstos no conocían el uso del fierro, y lo suplían con el cobre, fabricando de ese metal sus instrumentos, dándole al cobre un temple admirable. La cultura de las antiguas tribus indígenas ecuatorianas desmiente la exactitud   -257-   sistemática de las clasificaciones que en la arqueología prehistórica han establecido algunos antropólogos modernos: la piedra tosca y la piedra pulimentada; el hueso y el cobre; la plata y el oro han sido simultáneamente empleados por los aborígenes ecuatorianos, para fabricar los utensilios domésticos de que habían menester; y los adornos con que se engalanaban, y hasta los idolillos para sus supersticiones religiosas.

Respecto de los antiguos Cañaris, creemos no sólo oportuno sino necesario hacer aquí una rectificación histórica y una aclaración. Apoyados en la autoridad de Molina, referimos la fábula o leyenda que los Cañaris contaban a cerca del origen de ellos; pero, después, estudios más detenidos, investigaciones más prolijas y nuevos documentos nos han facilitado los medios de esclarecer completamente ese punto. Molina confundió la leyenda relativa al origen de los Jíbaros, con la leyenda que acerca de su origen tenían los Cañaris, y creyendo, acaso, que los Jíbaros y los Cañaris no formaban más que una sola tribu, refirió como si fuera leyenda relativa al origen de los Cañaris, la que se refería al origen de los Jíbaros. En efecto, éstos eran los que se tenían por descendientes de aquellas guacamayas o mujeres mitológicas, con quienes el progenitor suyo se desposó, para repoblar la tierra después de la gran inundación o diluvio, que acabó con todos los vivientes150.

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Los Cañaris se creían descendientes de una culebra, grande y misteriosa, la cual finó sumergiéndose ella misma voluntariamente en una laguna solitaria de agua helada, que se halla sobre el actual pueblo del Sigsig, en la cordillera oriental de los Andes. Esta laguna era para los Cañaris del Azuay un lugar sagrado, y un santuario; y, en ofrenda a la culebra que les había dado el ser, acostumbraban arrojar al agua figuritas pequeñas o idolitos de oro.

Los Cañaris estaban divididos en dos grupos o parcialidades principales, el grupo de la parte meridional de la provincia, y el grupo de la parte septentrional; y los de esta parcialidad tenían también su laguna sagrada, que era la que ahora llamamos Culebrillas, en lo más agreste del páramo del Azuay. El prestigio de los Incas hizo que no se parara mientes en la civilización curiosísima de los Cañaris, de los hijos de la culebra, como ellos mismos se apellidaban.

Entre los objetos encontrados en los sepulcros de Chordeleg hallose uno, muy curioso: era de madera, cubierto de una lámina de plata delgada. En nuestro Estudio histórico sobre los Cañaris, antiguos pobladores de la provincia del Azuay, y en el texto del Atlas arqueológico ecuatoriano, que acompaña al tomo primero de nuestra Historia general de la República del Ecuador, en una lámina reprodujimos la figura de ese objeto; y, tratando de explicarlo, avanzamos la conjetura de que podría ser el plano de Chordeleg; después hemos sabido que en algún punto del Perú se han encontrado objetos idénticos, ya de madera ya de barro, y que a estos objetos se los llama ahora Contadores; sin embargo, nosotros no desechamos todavía nuestra primera idea151.

Ese objeto no es incásico; es propio de los Cañaris; en el Perú ha sido encontrado en los sepulcros de las   -259-   gentes de la costa, muy distintas de las de raza quichua; pudo ser un Contador; y en efecto, fue un Contador; servía para llevar la cuenta de los sepulcros que se abrían en Chordeleg; y con sólo mirarlo manifestaba el orden con que esos sepulcros estaban distribuidos en el área del terreno, y este terreno, a su modo, estaba acondicionado de conformidad con la figura del Contador. Nótese, además, que el Contador de Chordeleg tiene figuras de cabezas humanas con coronas, y dos cocodrilos, que se topan, hocico con hocico, en cada esquina de la diagonal del cuadro; el Contador de Chordeleg no es, pues, un simple Contador, es un Contador especial, con figuras y jeroglíficos; esas figuras se hallan también en la cara posterior, y figuras y jeroglíficos han sido esculpidos en el Contador, a fin de que sirvieran para expresar lo que con ese Contador se había contado. Un Contador era un instrumento que podría adaptarse para llevar, por medio de él, no una sola clase de cuentas, sino cuentas de varias clases.

Los Cañaris, consta por el testimonio de castellanos que sabían formar planos geográficos de relieve en madera; un plano del camino de la provincia del Azuay a la provincia del Chimborazo hicieron para el conquistador Benalcázar, cuando pasaba a la conquista de Quito. Podremos nosotros estar equivocados, pero nuestra conjetura de que el Contador encontrado en Chordeleg puede representar el plano de las sepulturas de Chordeleg, no carece de fundamento.





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ArribaAbajoCapítulo tercero.- Investigaciones filológicas

Observaciones generales en punto a la variedad de los idiomas. Diferencia entre el idioma literario y el lenguaje vulgar. Lenguas de las tribus salvajes americanas. Algunas de las etimologías indígenas dadas por el padre Velasco. Conjetura sobre la lengua que hablaban los aborígenes de Imbabura. Qué lengua parece que hablaban los aborígenes del Carchi. Ensayo de interpretación de algunas palabras de la provincia de Imbabura. A qué idioma podrá pertenecer la palabra Scyri. Ensayo de interpretación de algunas palabras indígenas de la provincia del Carchi. Valor de nuestras conjeturas.



I

Uno de los problemas históricos de más difícil solución es el relativo a la variedad de los idiomas, que hablaban   -262-   las naciones indígenas americanas al tiempo del descubrimiento y de la conquista del Nuevo Mundo; esa variedad era todavía más asombrosa en los idiomas de las tribus salvajes, pues había tantas lenguas distintas, cuantas eran las hordas que moraban en los dilatados bosques y en las extensas llanuras de entrambas Américas. ¿De dónde provenía una variedad tan considerable de idiomas? ¿Con cuál otro idioma de los conocidos en el antiguo mundo tenían semejanza los idiomas americanos? ¿Cuál era el grado de perfección gramatical de ellos? ¿Qué juicio podía formarse acerca de la riqueza o de la pobreza de sus respectivos vocabularios?... Estas y otras cuestiones han ejercitado el ingenio de no pocos filósofos, consagrados al cultivo de la lingüística americana y de la filología comparada; pero, hasta ahora, no se ha logrado todavía llegar a una solución satisfactoria, hace falta un número mayor de datos; y nada estorba tanto en estas materias como los sistemas imaginados y preconcebidos de antemano, pues los hechos se observan entonces desde puntos de vista convencionales, haciéndose de ese modo fácil el engaño y muy difícil el descubrimiento de la verdad.

Antes de tratar de los idiomas que hablaban las tribus indígenas del Carchi y de Imbabura, haremos primero algunas consideraciones generales sobre la variedad de los idiomas y sobre las causas que, a nuestro juicio, influyen en ella.

El hombre (la criatura racional humana), fue puesto por Dios en la tierra; Dios lo crio en el tiempo; y en su formación y en su conservación y en su propagación está sometido a leyes precisas, fijas e invariables, establecidas por la divina Providencia, con admirable sabiduría. El hombre está compuesto de dos sustancias distintas, pero tan íntimamente unidas entre sí, que no forman más que un solo ser, cuya vida temporal aquí en la tierra es el resultado de la unión del alma con el cuerpo; pues, para los actos propiamente humanos, han de concurrir el alma y el cuerpo, funcionando juntos a la vez. El alma ha de poner en ejercicio sus facultades,   -263-   sirviéndose de los órganos del cuerpo; y sobre los órganos del cuerpo no pueden menos de ejercer su influencia las causas exteriores.

El lenguaje consta de varios elementos, entre los cuales hay unos, que son materiales, y otros que son espirituales, porque el hablar es una función a la vez del alma y del cuerpo: el alma piensa, discurre y siente; para pensar imagina y percibe; las imaginaciones resultan de los sentidos corporales, que han sido impresionados por los objetos externos y han transmitido las impresiones al alma. Siempre que hablamos pensamos, y las palabras de que se compone el lenguaje son sonidos materiales y sensibles, en los cuales va encarnado (si se nos permite la expresión) un concepto espiritual. De las ideas que posee la mente, unas se deben a las percepciones sensibles, y otras a la trasmisión oral de nuestros semejantes por medio de la palabra, porque la Providencia de tal manera ha reglamentado las funciones de la vida humana, que el desenvolvimiento de las facultades espirituales de nuestra alma está subordinado al crecimiento y desarrollo de los órganos del cuerpo. Dedúcese de aquí, que en la formación primitiva del lenguaje, el hombre es un ser pasivo, sometido a leyes fijas y providenciales; el hombre ha sido criado racional, con la facultad de pensar y con la de querer; tiene, además, la dote de la sociabilidad, que es condición esencial de su naturaleza racional; y así ha debido pensar, y, porque ha debido pensar, no ha podido menos de hablar; el lenguaje articulado de nuestros semejantes, percibido por el órgano del oído, va formando en nuestra alma el caudal de nuestras ideas y de nuestras palabras.

En el lenguaje humano hay siempre un elemento esencial, que viene a ser el objeto de la gramática general, porque en todo idioma (sea el que fuere el grado de su perfección ideológica) expresa el hombre los conceptos de su propia personalidad individual, de su existencia, de la existencia de todo cuanto le rodea y es distinto de él mismo, del movimiento, de lo permanente y de lo variable y de las relaciones o modificaciones de   -264-   las cosas; por esto todo idioma tiene ciertas partes de la oración como el nombre, el verbo y las partículas, que son constitutivos esenciales del lenguaje. El género de vida de un pueblo, y las vicisitudes de su vida social, las condiciones del suelo en que vive y del clima a que está necesariamente sometido, su aislamiento de otros pueblos o su comunicación con ellos y hasta su misma robustez o debilidad física, contribuyen a dar al idioma un carácter determinado; con los idiomas sucede, además, lo que con todas las cosas humanas, que de suyo son mudables, variables e inconstantes; y esta mudanza y esta variabilidad y esta inconstancia son tanto mayores, cuanto más atrasado, cuanto más bárbaro, cuanto más salvaje sea un pueblo. Así, un pueblo sin escritura cambiará con suma facilidad su lenguaje; la escritura contribuye poderosamente no sólo a fijar el idioma sino a impedir su mudanza rápida y su variabilidad; y con la escritura aun puede suceder y sucede, en efecto, que no sólo se fija el idioma, sino que se descompone en dos categorías; una la del idioma en que se expresa el vulgo; y otra la del mismo idioma, según lo usan y escriben los literatos. El idioma vulgar o plebeyo cambia y se muda con una rapidez increíble.

Tanto puede variar un idioma que carezca de escritura, y tanto puede irse alterando, que, al cabo de algún tiempo, llegue a perder completamente su primera fisonomía, sobre todo en cuanto a los sonidos y a la manera de pronunciar las palabras; por esto, el elemento fonético en los idiomas hablados por tribus salvajes es variable en sumo grado.

La especie humana es una, y unos los mismos son los elementos constitutivos esenciales de la palabra humana; pero, así como por causas exteriores poderosas y desconocidas, modificándose hondamente la especie humana, da origen a la variedad de razas; así también, bajo la influencia de agentes exteriores poderosos, los idiomas se van paulatinamente transformando, hasta disgregarse en lenguas diversas y en dialectos distintos de un mismo lenguaje; y tan remota vendrá a ser la semejanza   -265-   de la lengua madre con las que de ella se derivaron, que sea muy difícil reconocerla. La división de la especie humana en razas, y la variedad y multiplicación de los idiomas debemos reconocer y confesar que son hechos providenciales; causas segundas necesarias son las que han dado origen a las razas humanas y a los idiomas, pero esas causas son obra de la Providencia, que dirige y gobierna el linaje humano, según los inescrutables designios de su sabiduría infinita152.

Los idiomas se forman, se modifican y también desaparecen; ardua, y más que ardua, aventurada hasta cierto punto nos parece la empresa de intentar, por medio del análisis comparativo de las lenguas americanas, deducir el origen de las naciones que poblaron el Nuevo   -266-   Mundo. Ninguna lengua americana tenía escritura; y, cuando los europeos formaron gramáticas y vocabularios de ellas, para la transcripción de las voces indígenas emplearon los alfabetos y la ortografía de las lenguas neolatinas; ya en punto a etimologías, ya en punto a semejanzas de voces y de palabras, la crítica ha de andar, pues, con mucha cautela. En la boca de los indígenas, aun actualmente, hay una gran variedad de sonidos para pronunciar la lengua quichua, que ahora es su lengua materna, y es imposible representar algunos de esos sonidos por medio de combinaciones ortográficas. ¿Cómo aceptaremos con toda confianza las gramáticas y los vocabularios de las lenguas indígenas americanas? Con grande recelo entramos, pues, en la exposición de los resultados antropológicos que, en punto a las razas que poblaban el Norte del territorio ecuatoriano, hemos adquirido mediante el estudio y el análisis de los restos de los idiomas hablados por nuestros aborígenes.




II

Comenzaremos por hacer una rectificación en lo que dice el padre Velasco respecto de las etimologías de algunos nombres propios geográficos ecuatorianos. El padre Velasco asegura (y debemos darle crédito),que entendía y hablaba bien la lengua quichua, llamada del Inca; pero parece que no conocía a fondo ni el diccionario, ni las raíces de ese idioma, pues creía que eran palabras quichuas voces y nombres que no lo son; y, con la convicción equivocada de que eran nombres quichuas, les daba interpretaciones no sólo inexactas, sino hasta gratuitas y arbitrarias. Sirvan de ejemplo, para comprobarlo, las dos palabras siguientes: Imbabura y Hatuntaqui.

La primera, según el padre Velasco, es palabra compuesta de dos términos, Imba, que significa criadero, y   -267-   bura, que es el nombre de las preñadillas o pececillos pequeños de agua dulce, conocidos en la ictiología fluvial con la denominación científica de pymelodes cyclopum. De donde se deduce que Imbabura debería interpretarse por criadero de preñadillas; pero ninguna de las dos voces es quichua, y no se las encuentra en los mejores vocabularios de ese idioma.

La palabra Hatuntaqui se podría descomponer ciertamente, sin violencia ninguna, en las dos voces quichuas: hatun, grande; y taqui, troje o granero; pero ¿significaría lo que el padre Velasco dice que esa palabra significa? No ciertamente; sería necesario, además, aceptar que los Scyris hablaban la misma lengua que los Incas, lo cual no es exacto. Hatuntaqui ni es palabra quichua, ni significa gran tambor de guerra153.

  -268-  

Las voces caribes del dialecto antillano pueden fácilmente confundirse con palabras quichuas, pues en ambos idiomas hay sílabas que son idénticas en cuanto al sonido, pero en quichua significan una cosa, y en caribe otra; en el quichua son palabras simples, y en caribe expresiones compuestas. ¿Cuánta no deberá ser la sagacidad para discernir unas palabras de otras?

El caribe es idioma suave, rico en voces monosilábicas, de pronunciación fácil, abundante en sonidos vocales, llenos; sus voces terminan siempre en vocal y no en consonante; sus dialectos llegan a diez y ocho y tiene una gran variedad de terminaciones y sufijos para formar palabras muy expresivas.

En la manera de pronunciar su idioma tenían los caribes una increíble variedad, una variedad caprichosa, que hacía muy difícil el poder transcribir, por medio de las letras neo-latinas, los sonidos que ellos formaban no sólo con los labios, la nariz, el paladar y los dientes, sino también hasta con la garganta y con la laringe. Otro de los caracteres que distingue a este idioma es su flexibilidad: suprime letras, trastrueca los sufijos, cambia sílabas, para conservar la armonía del oído en la pronunciación de las palabras; una y la misma sílaba pronunciada de diversa manera, daba variedad al lenguaje, sin enriquecer el significado de las voces.

Siguiendo las huellas de la inmigración caribe al territorio ecuatoriano, podemos distinguir claramente tres familias: la omagua, la chaima y la antillana en la alti-planicie   -269-   interandina; la jíbara con sus variedades, y otras ramas, como la icaguata, vivieron siempre en la región oriental. Insistimos en nuestra conjetura respecto al origen de la raza caribe: aparece ésta en el Brasil, como si viniera por el Atlántico; va subiendo contra la corriente de los grandes afluentes del Amazonas, llega a la base de la gran cordillera oriental andina, la transmonta y sale a la sierra en territorio ecuatoriano; se derrama por las provincias del centro, va avanzando hacia el litoral y, por fin, llega a las playas del Pacífico; la familia chaima puebla el Carchi y baja a la provincia de Esmeraldas; la familia jíbara no avanza sobre el Azuay y queda tras la cordillera oriental, contenida allí por los Quichés o Cañaris; la familia antillana, por los valles de Angamarca y de Chimbo, llega a la provincia de Guayaquil. En esta larga peregrinación al través del continente meridional americano, la raza caribe no pudo menos de gastar algunos siglos; las guerras frecuentes de unas tribus con otras, el aumento de la población, la sequía, que agostaba en flor los sembrados y obligaba a emigrar para no perecer de hambre, habrán sido parte para que las gentes de raza caribe vayan caminando de Oriente a Occidente hasta salir al Pacífico.

Hoy no es posible decidir si los caribes encontraron ya otras gentes establecidas en el territorio ecuatoriano; parece probable que las hayan encontrado, y que guerrearan con ellas y las vencieran, y conservaran en servidumbre a los vencidos. La residencia de los caribes en el territorio ecuatoriano debió ser muy antigua, pues habían llegado a prevalecer como únicos nombres propios geográficos los que ellos en su idioma habían puesto a los cerros, a los montes, a los ríos del territorio donde ellos moraban, lo cual es prueba de grande antigüedad. Los quichuas no cambiaron esos nombres, y principalmente en las dos provincias del Norte, los sitios geográficos continuaron llevando los nombres que sus primitivos pobladores les habían puesto, y así los llamamos hasta ahora.

Esta circunstancia merece mucha atención. Los inmigrantes caribes o llegaron al territorio ecuatoriano viniendo   -270-   por el lado del Pacífico, o entraron trasmontando la cordillera oriental de los Andes; en ambos casos no pudieron menos de ir poniendo nombres propios a los sitios, a los lugares, a los montes, a los ríos de las comarcas donde sucesivamente se iban estableciendo; en los nombres geográficos conviene, pues, distinguir muy bien los que pertenecen a la lengua quichua, de los que son propios de otras lenguas. Sabemos cuándo comenzó en el Ecuador la dominación de los Incas, y cuándo principió también a ser hablada la lengua quichua; de los primitivos Quitos, que son los aborígenes de la provincia de Pichincha, asegura el padre Velasco que hablaban una lengua distinta de la quichua; y de los Scyris asevera que tenían por lengua materna de ellos la misma lengua de los Incas. Pero esto ¿será históricamente cierto? Nosotros opinamos que semejante aseveración carece de fundamento. Los nombres propios de los montes, de los ríos, de los sitios, de los lugares en la provincia de Pichincha, son todos caribes y no quichuas; esos nombres o fueron puestos por los Quitos o por los Scyris; y, ahora hayan sido puestos por los Quitos, ahora se los hayan puesto los Scyris, es claro que ni los Quitos ni los Scyris hablaban como idioma suyo materno la misma lengua que los Incas del Perú; la consecuencia lógica es más bien que Quitos y Scyris hablaban la misma lengua y procedían del mismo tronco etnográfico. Mejor dicho: no conviene hacer distinción ninguna entre los Scyris y los Quitos, pues Quitos y Scyris eran caribes.

En cuanto a los aborígenes de la provincia de Imbabura, consta, por antiguos documentos fehacientes, que no hablaban la lengua quichua sino una lengua distinta, de la cual había varios dialectos, que todavía estaban en uso medio siglo después de la conquista; la generalización de la lengua del Inca se debió a los doctrineros y los párrocos, quienes la enseñaron y la popularizaron entre los indígenas de la provincia.

Asimismo, por un documento auténtico de autoridad histórica indisputable, consta que los aborígenes de la   -271-   provincia del Carchi ni hablaban ni entendían la lengua quichua, sino que tenían un idioma propio de ellos; ese documento es el Sínodo del obispo Solís, celebrado en Quito el año de 1595, en cuyo capítulo tercero se dispuso que el catecismo de la doctrina cristiana fuera traducido a la lengua de los Quillacingas, porque estos indios no entendían ni la lengua quichua, ni la aymará. Bien sabido es que en aquella época con el apellido de Quillacingas, eran designados los indígenas de la actual provincia del Carchi en la República del Ecuador154.

Cuando los primeros inmigrantes caribes llegaron al territorio ecuatoriano, ya habría transcurrido indudablemente un muy largo espacio de tiempo desde la entrada de las tribus caribes al Brasil, hasta su llegada al Ecuador; los que llegaron al Ecuador no pudieron menos de hablar la lengua caribe, no como la hablaban los Tupis al tiempo de la conquista, sino de una manera más pura, más sencilla, más primitiva; la lengua de los caribes aborígenes del Ecuador debió haber sido respecto de la lengua de los Tupis del Brasil una lengua como si dijésemos más antigua, y en la cual se notaran diferencias de pronunciación y aun de sintaxis, provenientes del tiempo que había transcurrido entre la separación de las tribus inmigrantes y la de las que permanecieron en las comarcas del Brasil. Las tribus que llegaron al Ecuador han debido ser descendientes de los caribes antiguos, de los caribes que aportaron al continente americano, cuando   -272-   comenzó el viaje de las diversas parcialidades en busca de una nueva comarca donde establecerse; una de las primeras olas de inmigración, dirémoslo así, fue la que dio en territorio ecuatoriano, empujada por el crecimiento de la población y, acaso, también por las guerras u otros accidentes desfavorables para la residencia de todas las parcialidades en el mismo territorio.

Hechas estas observaciones, principiaremos el estudio analítico de algunas voces indígenas, para determinar el origen filológico y la naturaleza de ellas; elegiremos de preferencia nombres geográficos.

Comencemos nuestro estudio por la provincia de Imbabura.




III

No hay cosa más difícil que la investigación de las lenguas habladas por las antiguas tribus indígenas americanas, que han desaparecido sin dejar de su existencia huella alguna importante, mediante la cual pueda el filólogo rastrear algo acerca del idioma nativo, que ellas hablaban. Las tribus indígenas americanas cambiaban de idioma con una facilidad extraordinaria, olvidando en breve tiempo su lengua materna, para hablar otra distinta, que les imponía el conquistador o que les enseñaba el misionero. Sin embargo, puede adivinarse el lenguaje primitivo de una tribu o nacionalidad indígena, analizando los nombres propios de lugares, de cerros, de ríos y de otros objetos, como animales, por ejemplo, y árboles, que casi siempre pasan de la lengua del vencido a la lengua del vencedor y enriquecen ordinariamente el vocabulario del idioma advenedizo. Para este estudio se necesita grande sagacidad y un tino muy delicado, porque en ninguna cosa puede influir tanto la imaginación como en las investigaciones de etimologías; con no poco recelo y desconfianza presentamos, pues, un ensayo   -273-   de interpretación de algunos nombres propios de sitios y lugares de la provincia de Imbabura, con el objeto de acumular datos en apoyo de nuestra conjetura acerca del origen caribe de las primitivos pobladores de las provincias del Carchi y de Imbabura en la República del Ecuador.

Hemos opinado que también procedían de origen caribe los aborígenes de Pichincha, de Latacunga, de Tungurahua y aun los de la provincia de Guaranda y los de Guayaquil. He aquí nuestro ensayo de interpretación155.

Nombres de cerros. Imbabura. El padre Velasco asegura (como ya lo recordamos antes) que la palabra Imbabura se compone de dos voces:   -274-   Imba, que quiere decir preñadilla; y, bura, que significa criadero; pero no dice en qué lengua la primera voz significa preñadilla, y la segunda criadero; esas palabras no pertenecen al idioma quichua. ¿A qué idioma pertenecerán? Creemos que a ninguno, tales como las escribe el padre.

El término Imbabura podía, pues, explicarse acudiendo al caribe antillano; entonces sería i-am-hu-ra: vida-agua-alto-lugar. I, partícula que equivale a vida y también a acción o movimiento; am, agua; hu, nombre adjetivo que significa alto, elevado; ra, sitio, lugar, nacimiento. I-am-hu-ra, es, pues, «Sitio elevado, de donde nace el agua».

Cotacachi. Descompongamos esta palabra: co-ata-ca-chi. Co, sustantivo y adjetivo, que significa suelo o lugar fértil. Ata, adjetivo, uno, solo, primero. Ca, entre otras cosas significa, tierra y seco. Chi, equivale a vivo. Hecha la supresión de la a primera de ata, cosa muy fácil en los dialectos caribes, queda la expresión Cotacachi, tal como la pronunciamos hoy día. El significado literal de esta palabra será pues: «Lugar seco, hermoso». ¿No está muy bien aplicado ese nombre al valle arenisco en que está la población de Cotacachi?

Cayambi. En el nombre de esta montaña, una de las más hermosas y espléndidas del Ecuador, encontramos el sufijo bi o pi, tan común en los nombres caribes; pero, tal vez, sería menos aventurado descomponer la palabra del modo siguiente: hai-am-bi, con lo cual, dando a la primera letra un sonido gutural, tendríamos casi la palabra tal como la pronunciamos ahora. Su significado sería: Tierra-agua-alta. Podría ser también ca-i-am-bi: Suelo-movimiento-agua-vida. Sitio donde hay agua corriente en abundancia.

Cotopaxi. Vamos a ver si desciframos el nombre indígena de esta hermosa montaña, al par que terrible volcán. Podrá ser, tal vez, así: co-t-op-ac-zic, es   -275-   decir, palabra por palabra. suelo-este-muerte-sagrado-rey: «sitio sagrado del rey de la muerte». Si hemos acertado en nuestra interpretación, el significado del nombre caribe Cotopaxi no pudo ser más adecuado para el famoso volcán que lo lleva. El Cotopaxi es, acaso, el volcán más formidable del mundo. Pero ocúrresenos una reflexión: la palabra Cotopaxi ¿designaba el grande cono nevado, el volcán mismo?... ¿No designaría más bien la extensa llanura apellidada actualmente llanura de Callo? Nos inclinanos a creer que, en su primitiva significación, el nombre caribe designaba la llanura, y no el cerro; en el texto de nuestro Atlas arqueológico tratamos ya de este sitio y emitimos la conjetura de que para los aborígenes de la actual provincia de León era aquel un lugar sagrado.

Advertiremos que en la lengua caribe la letra t hace las veces de artículo determinado, y cambia de lugar en la frase, en la que no va siempre al principio.

Procuraremos interpretar ahora la palabra Scyry. Mucho se ha dicho acerca de esta palabra, pero lo cierto del caso es que no se sabe a punto fijo ni cómo se debe escribir, ni menos cómo se debe pronunciar. Esta palabra no es quichua, es caribe, pertenece a la lengua caribe y en ella tiene interpretación natural y fácil. Scyri, según conjeturamos nosotros, debe ser pues: qui-quiri: qui, que equivale a nuestro; quiri: varón, masculus. El índice pronominal qui se puede cambiar, y de hecho se cambia en los dialectos caribes en una i, la cual suele mudarse en ch, y en z. Según esto Scyri, pudo ser Iquiri o Chiri o Ziri mediante la supresión de la sílaba primera, tan fácil y común en los dialectos caribes.

Si nuestra interpretación es exacta, Scyri significaría pues: Éste es nuestro hombre, este nuestro varón. Ya se comprenderá que una significación semejante corresponde muy bien al término o palabra con que los llamados Caras designaban al Jefe principal de ellos.

Ensayaremos la interpretación de algunas otras palabras más.

  -276-  

Nombres propios de ríos, de sitios y de lagunas:

Cotabo. Nombre propio de sitio. Descompuesto sería así: co, fértil; abo, señor o jefe; coto-abo, fértil-lugar-jefe. Sitio extenso y fértil.

Ambuqui. También nombre propio de sitio o comarca, podría equivaler a am-bu-bi: es decir am, agua; bu, colorado, rojo, púrpura, porque es adjetivo; y bi, que significa vida. «Agua-colorada-vida». Río colorado o de agua roja.

Otavalo. A no dudarlo, es palabra compuesta; sus elementos componentes serían: ota-ba-l-o. Analicemos estas palabras: oto, significa lugar, pueblo, residencia, como quien dice el hogar, y es término propio del idioma caribe; ba, es lo mismo que antepasado; l, hace las veces de artículo demostrativo y se traduciría por éste; o, es como el signo de la posesión y se interpreta por la preposición de en el caso genitivo: «Lugar-antepasados-este-de». Éste es el lugar de los antepasados.

Tola. Según dice nuestro historiador Velasco se llamaban tolas, en la lengua de los Scyris, las colinas funerarias que se levantaban para sepultar a los difuntos; este nombre ¿no podrá, acaso, interpretarse en el idioma caribe? Creemos que sí puede ser interpretado. Es palabra compuesta de dos voces monosílabas, que son: toc y va, que significan: toc, paz; y va, hueco; así que, tola sería en Caribe tocva, y querría decir: «Hueco de paz». Acaso sería también tocvaa, haciendo la segunda a veces de posesivo. No olvidemos que los caribes pronunciaban de una manera muy rápida y caprichosa su lengua, que esa pronunciación fue oída por los Incas primero, después por los castellanos en el Ecuador, y que, al expresarla por medio de la escritura, era muy fácil poner tola en vez de tocvaa   -277-   o tocva. Tola equivaldrá, pues, a «hueco de paz», nombre muy expresivo para designar el sepulcro.

Ambi, descompuesto sería: am, agua; bi, vida. Agua, vida: agua corriente o abundante. El Ambi, en efecto, es río caudaloso.

Anapo, Anafo o Anabo: ana, flor; bo, grande: «Flor grande». Nombre de sitio actualmente.

Cuicocha, ¿sería tal vez Cuicochi? Cu, centro; i, señal de acción; co, lugar; chi, vivo. Centro-activo-sitio de-vida. Si, acaso, fue Cuicochi, entonces equivale a sitio de mucha animación, de mucha vida. Parece que los nombres que ahora aplicamos a los cerros y a los lagos eran más bien nombres generales de una región o de una comarca entera.

Mojanda, podrá ser ma-am-ta, Grande-agua-sola. Un conjunto grande de agua. Nombre muy apropiado para aquellas solitarias lagunas.

También a la voz Pacha, que es el nombre de la última princesa descendiente de los Scyris, según Velasco, le pudiéramos encontrar interpretación en los dialectos caribes, que parecen haber predominado en estas provincias del Ecuador. Pacha significa esposa y también hermana mayor.

Así encontraríamos palabras enteramente caribes como taba, pueblo; topo, piedra, etc., etc.; unas aisladas y otras con los sufijos, que cambian o modifican el significado.

Hállase en composición la palabra ita que equivale a roca, y el monosílabo ma, que significa grande: co-ta-ma, «El terreno grande».

Tababuela, o taba-ve-la, Esto parece pueblo, o Ahí fue un pueblo: expresión compuesta de la lengua tupi-caribe.

  -278-  

En la provincia de Esmeraldas, a la orilla del Pacífico, vive una tribu de indios todavía semi-bárbaros, cuyo nombre los Cayapas, es enteramente caribe: ca-la-po en tupi-caribe significa «salteadores de los montes». ¿De dónde un nombre semejante? Los Incas no dominaron nunca en la provincia de Esmeraldas y ni siquiera llegaron a ella; y los Cayapas hasta ahora hablan una lengua propia de ellos y muy distinta del quichua. ¿No serán los Cayapas un resto de la gente caribe, que en lo antiguo pobló las costas occidentales del Ecuador?

Caranqui, nombre de la belicosa nación que habitaba a las faldas del Imbabura, pudiera interpretarse, descomponiéndolo en sus elementos monosilábicos: ca-ra-an-i, o también ca-ra-an-ri; lo cual equivaldría, palabra por palabra, a los términos siguientes: ca, suelo seco; ra, lugar; an, pueblo o gente; i, partícula que indica la acción o el acto de vivir, es decir: «lugar seco en que vive la gente» o «lugar seco en que habitan los varones», porque ri significa varón.

Suficientes nos parecen los ejemplos de interpretación que acabamos de dar en apoyo de nuestra conjetura en punto al origen caribe de los primitivos pobladores indígenas de la provincia de Imbabura; vamos ahora a ocuparnos en el análisis de algunas palabras, que son nombres propios de algunos sitios de la provincia del Carchi, advirtiendo previamente que comenzamos este estudio todavía con una desconfianza de acertar, mayor que la que teníamos al exponer el resultado de nuestras investigaciones relativamente a la lengua que hablaban los aborígenes de Imbabura.




IV

Daremos principio a este trabajo por el análisis filológico de la palabra Carchi, que es el nombre con que   -279-   se designa la provincia. Carchi es nombre de un río, y se puede descomponer, sin violencia, en dos términos monosilábicos, que son rar y chie; el primero es una palabra de la lengua caribe en dialecto chaima, y significa borde, pendiente, lado; la segunda es un adverbio de lugar y corresponde en castellano a las voces ahí, aquí. Rarchi querría decir, por lo mismo: he ahí el borde, ésta es la pendiente, al otro lado. El Rarchie chaima muy bien puede ser nuestro actual Carchi, pronunciando la palabra a la castellana156.

La expresión rar se encuentra también sola, y ahora la pronuncian car.

  -280-  

En otros compuestos entra asimismo esta voz, por ejemplo en Carlozama, nombre propio de un lugar, y se puede interpretar fácilmente, acudiendo a la misma lengua chaima. Así Carlozama equivaldría a rar-az-ama: lado, borde, pendiente; azama es nombre sustantivo y significa camino. Rarazama, «el lado del camino, el camino, pendiente, el borde del camino».

Laramal, ¿no sería, tal vez, el chaima Taguarimaz, que significa «oscuro y tinieblas»?

Guachucal, ¿no sería Guachucaz, que es lo mismo que «estancar-agotar»?

Chapues pudiera ser, acaso, lapuer, que en chaima es lo mismo que brazo o Chapuezke, y en ese caso sería verbo y significaría «tomar-coger».

Puerres acaso sea Puerrer, que en chaima es el nombre del «sapo».

Pun es chaima y significa «carne» y también «cuerpo»; en la provincia del Carchi hay una montaña que se llama del Pun.

La palabra pupo, casi sin variación ninguna ortográfica, es voz del dialecto chaima, en el cual pufpo significa «cabeza»; así es que, la palabra pupo viene a ser una sinécdoque, por la que la parte se toma por el todo.

La población que ahora lleva el nombre de San Gabriel se llamaba Tusa hasta hace poco; el término tusa designa, pues, un lugar, y podría interpretarse del modo siguiente: u, pronombre personal; zan, nombre sustantivo que significa «madre»; de donde uzan sería «mi madre».

Encontramos también el sufijo er, o r en muchos vocablos que designan lugares o sitios; y el sufijo con, que sirve para formar el número plural en los sustantivos,   -281-   como sería fácil hacerlo notar citando nombres propios de lugares. Hoy damos nombres indígenas a ciertos puntos que acaso tenían en la lengua de los aborígenes nombres distintos, y el cambio ha provenido, a lo que parece, de que los primeros pobladores castellanos ignoraban la lengua de los indígenas, y en la aplicación de los nombres se equivocaban, dando a un río un nombre que, tal vez, era el propio de una llanura. Con todo, casi no hay en la provincia del Carchi ni un solo nombre propio de sitio o de lugar, que no se pueda, sin dificultad, interpretar en el dialecto chaima; así no sería muy aventurado deducir que los aborígenes del Carchi, a quienes los Incas les apellidaron Quillacingas, eran caribes de la familia chaima.

Los Quillacingas poblaron no sólo las comarcas del Carchi en la República actual del Ecuador, sino también una gran extensión de terreno en la vecina República de Colombia, al Sur de la ciudad de Pasto.

Existen palabras, que son enteramente chaimas, como tuna, que significa agua; ahora se dice «El Tuno» un sitio donde hay un hilo de agua, en la dilatadísima pendiente que desde las orillas del Chota conduce a la meseta del Pucará. Ahí mismo está el punto denominado Iazcón, que, tal vez, sería Iuzchacón, que significaría los cerros, suponiendo que la palabra se pronunciaba sincopándola y diciendo Iuzcón en vez de Iuzchacón, lo cual muy fácilmente puede haber sucedido, porque los chaimas, así como todos los demás caribes, sincopaban de ordinario todas las palabras.

Como ya lo hemos hecho notar antes, el monosílabo con es un sufijo que sirve para formar el plural, en el dialecto chaima.

Conveniente nos parece repetir aquí lo que en otros puntos de este mismo estudio hemos advertido ya, a saber: que nosotros presentamos estas investigaciones filológicas como simples conjeturas y nada más; podemos habernos equivocado, y es muy fácil que, en realidad, hayamos padecido equivocaciones, tratándose de materias   -282-   en cuyo estudio casi no hay terreno sólido en que hacer pie, y es necesario caminar muy a tientas, con peligro de errar.

Las personas instruidas en esta clase de asuntos juzgarán acerca de nuestros trabajos; y, si hubiéramos acertado, nuestras investigaciones contribuirán a dar alguna luz, para que algún día se resuelva el problema histórico relativo al origen de los antiguos pobladores indígenas del territorio ecuatoriano.





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ArribaAbajoCapítulo cuarto.- Investigaciones arqueológicas

Una observación preliminar. La cerámica. Sepulcros de los aborígenes del Carchi. Utensilios domésticos de barro. Sus formas. Su ornamentación. Obras trabajadas en oro. Una cuestión de etnografía. Nuevas consideraciones sobre los montículos llamados tolas. Dos monumentos antiguos. Influencias locales. Comparación entre la cerámica del Carchi y la cerámica de Imbabura. Conjetura sobre la moneda usada por los aborígenes del Carchi. Datos sobre la procedencia de los aborígenes del Carchi. Sus amuletos de piedra verde. Sus obras de hueso. La edad del cobre en la prehistoria americana. Noticias que acerca de los aborígenes del Carchi ha dado Cieza de León.



I

No sólo muy difícil, sino de veras imposible es componer la historia de los pueblos sin escritura, sin monumentos,   -284-   sin tradiciones; los aborígenes del Carchi y de Imbabura en la República del Ecuador carecen completamente de historia, y sería empresa vana el pretender escribirla. Esas gentes no tenían escritura, ni de ellas en el suelo donde vivieron ha quedado monumento alguno; y las palabras que de la lengua han sobrevivido a la casi extinción de la raza que la hablaba, son como huellas fugaces que el viajero deja estampadas en un desierto de arena. Por esto, el único medio de investigar es el examen arqueológico de los utensilios domésticos, extraídos de las tumbas de los indígenas; la inspección de los cráneos, el estudio comparativo de los objetos, el análisis del idioma son datos para conjeturar la procedencia de las antiguas tribus moradoras de estas comarcas. Nos detuvimos ya algún tanto en el capítulo pasado estudiando, o mejor dicho, cavilando sobre el lenguaje que hablaban los aborígenes del Carchi y de Imbabura; ahora nos ocuparemos en investigar su manera de vivir, sus usos y sus costumbres y el estado relativo de cultura o civilización a que habían llegado.

Mediante el estudio del idioma hemos rastreado su origen, llegando a conjeturar que eran procedentes de la raza caribe; y aun los hemos clasificado, barruntando que los del Carchi pertenecían a la familia de los Chaimas, y los de Imbabura a la rama antillana. Vamos a ver ahora si nuestras investigaciones arqueológicas suministran algún fundamento en apoyo de nuestra conjetura.

Principiaremos por el examen de las obras de cerámica.

El nombre de los Quillacingas comienza a sonar en la historia americana con motivo de las conquistas, que Huayna-Cápac llevó a cabo al Norte de la línea equinoccial, en las provincias llamadas después por los españoles de los Pastos y de Pasto. Eran, pues, dos comarcas distintas, contigua la una a la otra: la de los Pastos comenzaba en el río Mira, y se extendía casi hasta las cercanías de la ciudad de Pasto; la provincia llamada de Pasto comprendía el dilatado valle, en cuyo centro Lorenzo   -285-   de Aldana fundó la población denominada al principio San Juan de Villaviciosa, y después ciudad de Pasto. Este valle se conocía con el nombre de Atris, en la lengua de los indígenas de la comarca. Tanto la provincia de Pasto, como la de los Pastos, estaban pobladas por los Quillacingas. ¿Quiénes eran éstos? ¿Cuál era el estado relativo de civilización en que se encontraban?

El verídico y minucioso Cieza de León se ha limitado a describir con sólo tres palabras a los desconocidos Quillacingas, diciendo de ellos que eran «sucios, desvergonzados y tenidos en muy poca estima por sus comarcarnos»157.

Los Quillacingas o narices de Luna, fueron llamados así por los Incas, a consecuencia de que los principales jefes de ellos llevaban colgada de la ternilla de la nariz, a manera de bigote, sobre el labio superior, una media luna de oro.

He aquí, pues, un pueblo sin historia; una raza, cuyo nombre ha sido lo único que han pronunciado los cronistas castellanos. Sin embargo, pasan los tiempos y la casualidad pone, de repente, un día de manifiesto lo que esa raza había alcanzado a adelantar en el camino de la cultura social. Descúbrense los sepulcros de los antiguos Quillacingas, y en los sepulcros, juntamente con los restos mortales de los indígenas, se encuentran las obras de su industria.

Las obras de barro encontradas en los sepulcros de la provincia del Carchi merecen un estudio atento y detenido, porque constituyen una cerámica de las más curiosas entre las cerámicas de los aborígenes ecuatorianos.

Empleaban como material para la fabricación de sus utensilios domésticos un barro muy bien amasado, al cual le daban consistencia, mezclándolo con arena menuda, muy fina; no se servían para nada del torno, ni lo   -286-   conocían, pues todas sus obras eran trabajadas prolijamente a mano, mediante moldes del mismo barro, preparados de antemano y secados y endurecidos al Sol; asimismo, al Sol y no por medio de fuego artificial, secaban y endurecían todas las piezas que fabricaban.

Ya secas y endurecidas, entonces las pintaban y labraban sobre ellas sus dibujos; sospechamos que algunos de estos dibujos y labores se hacían también por medio de moldes. Los colores para las pinturas decorativas se sacaban, a no dudarlo, de plantas tintóreas y de ciertas tierras o colores minerales, que no son raros en nuestras cordilleras. El blanco, el colorado, el amarillo, según nuestro juicio, son colores minerales.

Estas obras de cerámica merecen el calificativo de obras de arte; el artífice ha buscado no solamente la utilidad, sino el deleite del ánimo, como resultado de una hermosa variedad en las formas, en los colores y en la ornamentación; las figuras humanas, las figuras de animales y la combinación de las figuras geométricas varían caprichosamente las formas de los vasos: ya es una cara humana, ya la cabeza de un felino; ahora un pie o un animal la forma del vaso; un hemisferio se ha combinado con otro hemisferio, variando sus direcciones, para hacer de los dos una olla; se han remedado los gajos apretados de las frutas, para formar el cuerpo de otra, y así, con una fantasía inagotable, se han inventado formas que halaguen a la vista y recreen el ánimo.

En la ornamentación hay conocimiento de los secretos del arte, para trazar y combinar las líneas de los dibujos; y se nota estudiado esmero en los contrastes, para evitar la uniformidad.

En la decoración predomina la figura del mono americano; unas veces de bulto, apareado en el cuello de los vasos; otras veces, pintado como figura principal en la disposición de los dibujos. Se advierten, además: un ofidio, la culebra; un batracio, la rana, y también el sapo o bufo; un mamífero, el armadillo o encubertado, y tres clases de aves: dos de rapiña, el gavilán y la lechuza; y una palmípeda, acuática.

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Algunos de estos vasos, y principalmente los caracoles de barro encontrados en Guaca, son hermosísimos y tan primorosamente embarnizados, que todavía ahora, al cabo de tanto tiempo, están lustrosos y brillantes, sin que el largo enterramiento los haya deteriorado.

Tenemos respecto a la ornamentación de las ollas una sospecha, pues la elección de los animales cuyas figuras se ponían de relieve, ya en el cuerpo, ya en el cuello, pudiera provenir de una práctica supersticiosa. En efecto, en las ollas que están adornadas con cruces, se nota que las cruces ocupan precisamente los sitios que debieran ocupar las figuras de los animales; que las ollas con cruces sean posteriores a la conquista, es indudable.

La cruz, en esos utensilios, es el signo cristiano, y no solamente un signo decorativo, y mucho menos la designación de los cuatro puntos cardinales del horizonte. ¿Con qué fin colocar cuatro cruces en una olla? Esas cuatro cruces ¿no serían la sustitución del signo cristiano en los puntos, donde, en ciertos vasos, se solían poner figuras de animales, en las cuales idolatraban en tiempo de su gentilidad?...

Las ollas con cruces son muy escasas; y, por el aspecto que presentan la pintura y el barniz de ellas, se puede deducir que son modernas, que no han estado sepultadas dentro de la tierra durante muchos siglos, como ha sucedido con otras, en las que no pueden menos de notarse las señales de una antigüedad muy grande y de una larga sepultación bajo de tierra, en la oscuridad. Aun cuando la conquista fue muy brusca, y aunque el choque de la raza conquistadora con la raza indígena fue violento y repentino, con todo, la conversión de los indios al cristianismo no fue completa, y pasaron muchos años, durante los cuales pueblos enteros y parcialidades considerables conservaron sus usos y sus costumbres antiguas, principalmente en punto a sus enterramientos y a la manera de honrar a sus difuntos. Así se explica por qué se encuentran vasos, ollas y cántaros adornados con cruces; y por qué en las cabezas decorativas hay caras   -288-   con bigote y perilla a la española, y con facciones del tipo caucasiano, tan distinto del tipo cobrizo. Otras cavilaciones y otras conjeturas, para explicar las cruces en la cerámica de los aborígenes sudamericanos, confesamos que a nosotros nos parecen vanas y sin fundamento; a lo menos, nosotros no lo encontramos, y creemos no estar engañados. En los utensilios de la cerámica americana la crítica no puede prescindir de la edad o época arqueológica de ellos, pues no pertenecen todos a la edad del gentilismo, y hay algunos que son de la época de transición o tiempos inmediatamente posteriores a la conquista.

En el distrito del pueblo de Guaca se han descubierto muchísimas tumbas, y, entre los varios objetos de barro encontrados en ellas, no podemos menos de mencionar de un modo especial cierto instrumento de música en forma de caracol; las dimensiones de este instrumento varían, así como las diversas figuras del molusco, que constituye el cuerpo principal de él; lleva una pintura bastante fina, y está ordinariamente hermoseado con dibujos que le dan una vistosa ornamentación. Hay algunos de estos caracoles primorosamente embarnizados, con un barniz fino y lustroso. De estos objetos damos algunas muestras en las láminas de colores, que acompañan e ilustran este nuestro Estudio158.



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II

Mas ¿qué gentes eran las que fabricaban objetos de una cerámica tan curiosa? Insistimos nosotros en nuestra conjetura en punto al origen de los indígenas del Carchi, los cuales procedían del tronco tupi-caribe, y hacían parte de la familia que, andando los tiempos, recibió el apellido de Chaima; los Caribes del Norte ecuatoriano, según nuestra opinión, no arribaron del Pacífico a las costas occidentales del Ecuador; vinieron por el Atlántico, y, después de haber andado largo tiempo en las comarcas orientales, entraron en la planicie interandina, transmontando la gran cordillera de los Andes.

Para mayor abundamiento de datos en apoyo de nuestra conjetura, aduciremos ciertos objetos de oro, entre los cuales hay cabezas de aborígenes, representadas con la nariz deformada adrede, sacando tiras del pellejo, para envolverlas en la punta, dando así al miembro más prominente de la cara una figura repugnante; tan extraña manera de adorno era usada por algunas de las antiguas tribus de los Mainas y de otros, que habitaban en la ribera del Napo y del Marañón, lo cual parece que dio origen a la leyenda de los Izcay-cingas o indios de dos narices, pobladores de las selvas orientales159.

Estas cabezas de oro, con las narices deformadas artísticamente, a su modo, de propósito, eran una representación de lo natural, y manifiestan que los aborígenes del Carchi tenían de común con algunas tribus de la familia o raza tupi no sólo la deformación o achatamiento de la cabeza, sino también la deformación asimismo artificial de la nariz. ¿De dónde podían provenir estas semejanzas en los usos y en las costumbres sino de identidad de origen?

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La raza caribe, de donde proceden los aborígenes del Carchi, conocía muy bien el arte de fundir el oro, de batirlo y de reducirlo a láminas, tan finas y tan delgadas como hojas de papel; labraba en el oro figuras de dibujos complicados y fantásticos, con habilidad propia de quienes en orfebrería habían alcanzado un grado muy notable de perfección y de adelanto; y habían, además, inventado para adorno de sus personas joyas y alhajas muy variadas. Medias-lunas, que pendían de la ternilla de la nariz, sobre el labio superior, a manera de bigotes resplandecientes; medias-lunas, con adornos, para suspenderlas sobre el pecho; enormes planchas circulares o patenas, que asimismo traían colgadas al pecho; caracolillos para silbar; patenas pequeñas, con labores concéntricas al medio, y hasta aros, que hacían las veces de anillos y de sortijas; con éstos, sin duda, se engalanaban en vida, y con ellos mismos se sepultaban, pues ahora se los encuentra ciñendo todavía el hueso descarnado del dedo de la mano derecha de algunos cadáveres, no de mujeres sino de varones.

Con láminas de oro fabricaban figurillas de forma humana, juntando pieza con pieza, mediante un alambre muy delgado del mismo metal; los ojos de estas figurillas son ordinariamente hechos de láminas de plata, cosidas con hilo de oro sobre las piezas de oro, en las que de antemano se ha abierto un hueco donde colocar la lámina de plata que ha de representar el ojo. Causa admiración lo sutil y lo prolijo de semejantes obras.

Los aborígenes del Carchi no estaban, pues, en un estado de atraso y de envilecimiento, como quieren dar a entender algunos escritores antiguos; aún más, nosotros nos atrevemos a conjeturar que eran aficionados al comercio, y hasta que tenían moneda. Del comercio es una prueba el oro que poseían, pues ese metal no se encuentra en el Carchi, y, sin duda ninguna, lo llevaban allá o de las comarcas orientales o de la provincia de Esmeraldas, donde hay minas de oro trabajadas desde el tiempo de los aborígenes de esa región. En Oriente hay lavaderos, en los cuales hasta ahora se recoge oro por los indios, habitantes de esa provincia.

  -291-  

Y ¿la moneda? En los sepulcros de El Ángel se han encontrado ciertas cuentas o granos artificiales formados de una pasta de arcilla muy bien amasada; estos granos son de tamaños distintos y colores variados: blancos, colorados, verdes; han estado ensartados en un hilo de pita de palma, y forman grupos enormes, que pesan muchas libras. ¿Qué eran estos granos? ¿Qué objeto tenían? ¿Cuál era el uso a que los destinaban?

Estos granos eran la moneda de los aborígenes. En efecto, consta que los indígenas, pobladores antiguos de las comarcas orientales ecuatorianas, donde más tarde se fundaron las ciudades de Archidona y de Ávila, tenían moneda, la cual consistía en unos granos, hechos de una masa arcillosa; una sarta de esos granos era la unidad monetaria de ellos, y esa unidad se apellidaba carato160.

Ahora es imposible averiguar qué condiciones tenía aquella pasta arcillosa, de dónde la extraían, ni cómo la preparaban, ni cuántos granos constituían un carato. Según nuestra opinión, los aborígenes del Carchi pertenecían a la misma familia caribe-tupi de donde procedían los antiguos pobladores de la región oriental; y la moneda que éstos empleaban en su comercio rudimentario es la misma que se encuentra acaudalada en sartas enormes en los sepulcros del Ángel.

¿Cuántos granos blancos hacían un carato? Los granos de colores ¿qué valor tienen? ¿Qué representaba la diversidad en el color? ¿Cuál era la significación mercantil que estaba anexa a la forma de los granos? He aquí problemas curiosos, pero de imposible solución; las gentes, que se creían ricas con esos granos de arcilla, descendieron al sepulcro cuando los usos y costumbres de ellas nadie los había estudiado todavía.

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Una cosa es indudable: la moneda no era un bien de que podían usar todos; la poseían exclusivamente los régulos o curacas, porque tan sólo en los sepulcros de ellos se la encuentra almacenada; en los otros sepulcros no hay ni rastro de ella. Además, esta laya de moneda no se ha encontrado ni entre los aborígenes de Imbabura, ni entre las de otras provincias.

Tampoco puede ponerse en duda que las gentes del Carchi estaban en comunicación con las del Oriente, y que, en tiempo del Inca Huayna-Cápac, hubo una expedición a esas provincias; en los primeros años posteriores a la conquista se conservaba la tradición de que a las comarcas orientales trasandinas se podía entrar por la provincia del Carchi, tomando la ruta desde el pueblo habitado por la parcialidad de los Guacas y de los Tusas. Ese camino había elegido para su segunda expedición a la región oriental ecuatoriana el capitán Gonzalo Díaz de Pineda, como lo hemos referido en el Tomo sexto de nuestra Historia general de la República del Ecuador.

Es indudable que las condiciones físicas del clima y del género de vida han de haber influido necesariamente en la raza caribe, pobladora del Carchi, modificándola de un modo notable; el Carchi es de clima rígido, ventoso y húmedo; sus campos son extensos, siempre verdes y frescos, pero faltos de arbolado; el nudo de Guaca es el único punto de la provincia del Carchi vestido de bosque y cubierto de arbolado; en los demás, los árboles son raros. Así pues, aunque el tronco, dirémoslo así, de las gentes que poblaron una gran parte del territorio ecuatoriano haya sido uno mismo, en las parcialidades caribes no pudo menos de haber gran diversidad, hasta el punto de hacerlas aparecer como casi extrañas unas respecto de otras.



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III

Volveremos a recordar aquí nuestra conjetura sobre las tolas; éstas son sepulcros, indudablemente, porque en el centro de ellas se encuentran cadáveres; pero parece que no fueron monumentos sepulcrales construidos por los llamados Scyris, sino por gentes distintas de los Caribes y mucho más antiguas que ellos en el territorio ecuatoriano. Estos constructores de tolas es gente desconocida: ¿fue, acaso, vencida por los Caribes? Los Caribes, tal vez, la vencieron; pero no la exterminaron del todo, y varias parcialidades de ella subsistieron a una con los Caribes, tanto en la provincia de Imbabura, como en la de Pichincha; a lo menos así parece que podemos conjeturarlo del estudio comparativo de las mismas tolas, y de otros sepulcros que se hallan en ambas provincias. Las tolas no tienen todas la misma forma. Unas son como cruces, otras enteramente redondas; algunas elípticas, y no faltan varias circulares, pero con un apéndice pequeño de figura cuadrangular.

Los cadáveres en algunas tolas no están echados ni tendidos de espaldas, sino sentados en cuclillas; tampoco se halla siempre solamente un cadáver; por el contrario, hay tolas en las cuales se descubren hasta cinco y seis cadáveres reunidos.

Nuestros estudios arqueológicos sobre las tolas no son todavía ni muy satisfactorios ni muy completos; sería necesario practicar excavaciones metódicas y comparar los objetos extraídos de las tolas con los objetos encontrados en otra clase distinta de sepulcros en la misma provincia. En esta misma provincia de Imbabura, donde son tan numerosas las tolas, hay sepulcros de otra forma: son huecos grandes, hondos, cavados en el suelo. En uno de estos sepulcros, los cadáveres no estaban tendidos, sino parados en pie; y había un cadáver sepultado con la cabeza hacia abajo y los pies hacia arriba: ¿fue esto intencional? ¿Sería descuido?

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En la provincia de Pichincha encontramos, mediante la filología comparada, huellas numerosas de la raza caribe; siguiendo hacia el Sur, las hallamos en la provincia de León, en la de Tungurahua, en la de Riobamba y en la de Guaranda; la familia antillana de la raza caribe ha dejado, pues, en el Ecuador huellas desde el río Chota hasta las faldas del nudo del Azuay; pero las tolas no se encuentran sino en Imbabura y en parte de Pichincha. ¿Sería la misma gente caribe la que construyó las tolas? ¿Por qué no se encuentran éstas en esas otras comarcas, donde han vivido las gentes de procedencia caribe?

Los constructores de tolas han venido del lado occidental, arribaron por el Pacífico, se detuvieron en las costas de Esmeraldas, transmontaron la cordillera occidental y entraron en la meseta interandina; la gran cordillera oriental fue el límite del terreno habitado por ellos. ¿Estaremos equivocados? Algún día ¿nuevos descubrimientos arqueológicos confirmarán nuestra conjetura?...

Los constructores de tolas labraban estatuas de piedra, toscas en general y muy imperfectas, pero de dimensiones distintas. Una de estas estatuas tenía la cabeza trabajada con arte, y la cara daba señales de una fisonomía distinta de la caribe: parecía cara de mujer blanca. En el atlas, con que ilustramos estos estudios, damos esta figura.

Las otras son unas piedras grandes, en las cuales la cabeza, la cara y los brazos son las únicas partes labradas, lo restante del cuerpo tiene siempre una traza coniforme. Los brazos, delgados, desproporcionados, están constantemente adheridos al pecho; estas piedras ¿representaban personas vivas, o eran, acaso, representaciones de momias? Hasta ahora, estas piedras no se han descubierto más que en la provincia de Imbabura, y eso en sólo un punto, a saber: en unas tolas construidas a la orilla de la laguna de San Pablo, en el lado que cae al frente del cerro de Imbabura. Las piedras se encontraron clavadas verticalmente en el suelo, en línea recta,   -295-   dentro de las tolas, de tal modo que estaban cubiertas enteramente por la tierra. Volveremos a preguntar ¿serían, tal vez, imágenes de los muertos, sepultados en la tola? ¿Tendrían algún otro significado? Nosotros conjeturamos que eran lo primero.

El lago de San Pablo pudo ser un lugar sagrado para los aborígenes de Imbabura, un sitio de enterramiento para los régulos de la tribu. Otavalo era el nombre con que se designaba en lo antiguo toda la comarca; y, si nosotros en nuestra interpretación de la palabra Otavalo no andamos muy descaminados, ¿no se llamaría toda aquella localidad Otavalo, es decir, lugar de los antiguos, de los antepasados, a causa de las tolas que encontraron allí los Caribes, si en esas tolas estaban sepultados los antiguos régulos de la comarca, las patriarcas de la tribu constructora de montículos fúnebres?... Esas estatuas no se han encontrado en otras tolas. ¿Por qué estaban solamente en las de la laguna de San Pablo? ¿Y no en todas las tolas de ese lugar, sino tan sólo en algunas? Conviene hacer notar aquí, como en su lugar propio, una costumbre que hemos observado en los aborígenes del Carchi. Acostumbraban éstos tener un muñeco, una figurilla, que era como el retrato o la imagen de su propio dueño: unos la hacían de oro, otros de barro; y esta figura se ponía en la sepultura del dueño, junto a su cadáver, cuando se lo enterraba a éste; semejantes figurillas las solían tener de preferencia los régulos o jefes de cada parcialidad. En las láminas que acompañan e ilustran estos Estudios, damos la representación de algunos de estos objetos, en los cuales se puede examinar con sagacidad hasta la deformación artificial del cráneo; los rasgos característicos de dos razas o variedades distintas están muy visibles en las figuras encontradas en los sepulcros del Ángel. Unos tienen el cráneo achatado, otros lo conservan con su forma natural; una de estas figuras de barro es muy curiosa, porque en la cara lleva unas señales como de sangre, y, al verla, se diría que es un indio que está llorando sangre, pues de cada ojo le salen unas rayitas de color de sangre, que   -296-   parecen remedar lágrimas. ¿Qué es lo que se habrá querido representar? ¿Tal vez serían meros caprichos del fabricante de la figura?... Este objeto fue encontrado en un sepulcro del Ángel161.

Concluiremos este punto con una observación curiosa. En algunas tolas de Caranqui se encontraron esqueletos enteros de Cui o del conejillo de Indias; estaban en un plato tapado con otro plato, ambos de barro, lo cual manifiesta que los aborígenes tenían ese animal doméstico y lo comían. ¿Cuál fue la primera tribu que domesticó al Cui? ¿Serían los Quichuas? ¿No parece más probable que serían los Caribes, y que de éstos lo aprendieron los Quichuas? El cultivo del maíz y la domesticación del Cui deben ser muy antiguos en América, y ambas cosas no pueden menos de ser obra de una misma raza, asimismo muy antigua en el Nuevo Continente.

En el mismo distrito del pueblo del Ángel se encuentran cadáveres de indígenas acondicionados en vasijas grandes de barro, en las cuales los ponían doblándolos para que ahí pudieran caber sentados, con las rodillas al pecho y la cabeza apoyada sobre las manos; en estas vasijas, que servían como de ataúdes, los sepultaban, haciendo en el suelo huecos muy profundos. Semejante manera de enterramiento era usada por las tribus caribes de Pimampiro y de Puembo; pero en ambas localidades la vasija funeraria era muy grande y estaba cubierta con una tapa de barro, casi del mismo tamaño y de forma idéntica.

Estos ataúdes, en ciertas sepulturas de Pimampiro, se encuentran reunidos en cuevas o huecos, y colocados con orden, uno junto a otro, formando círculo. Los cadáveres de los niños están en vasijas pequeñas.

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Hemos dicho que los Caribes encontraron ya poblada la planicie interandina, y en apoyo de nuestra conjetura aduciremos el testimonio de la craneología. En efecto, entre los restos humanos encontrados en los sepulcros de los aborígenes del Carchi se han descubierto cráneos deformados artísticamente; hemos tenido en nuestras manos algunos de estos cráneos achatados adrede, con el hueso frontal y el occipital aplanados, y tan aplanados que daban al cráneo una forma muy curiosa, prolongándolo enormemente. En las mismas sepulturas se hallaban muchos otros cráneos y todos con su forma natural, más bien ovalada que esférica; el cráneo achatado era indudablemente el cráneo del régulo o curaca, pues sobre el hueso frontal están siempre las señales de la oxidación del metal de la corona, con que fue sepultado; y uno de estos cráneos estaba todavía ceñido por una faja de oro, que formaba parte de la corona. ¿Esta variedad craneana podría reputarse como indicio de dos distintas razas en la misma localidad? No nos parece a nosotros inverosímil.

Los Omaguas de las islas del Marañón se deformaban adrede el cráneo, según ellos decían, para no tener cabezas como de mono. En algún cráneo de los desenterrados en el Carchi estaba patente el hundimiento de los huesos de la bóveda craneana, causada por el golpe de un rompe-cabezas de piedra, señal evidente de muerte violenta. Esa provincia manifiesta haber sido muy poblada, y, según se colige de la inspección del terreno, había tribus diversas, cada una de las cuales tenía determinado un campo para enterramiento de sus difuntos; este campo se escogía siempre en un sitio bien seco y garantizado contra la humedad por medio de quebradas naturales, hondas, a uno y a otro lado, y en altiplanicies elevadas sobre el cauce de los ríos.



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IV

En cuanto a monumentos o edificios públicos, en el Carchi no se ha encontrado vestigio alguno, ni hay memoria de que en esa provincia hayan tenido los aborígenes templos ni adoratorios comunes, en tiempo de su gentilidad.

De los Caribes, a quienes en nuestra historia hemos dado el nombre de Scyris, existe hasta ahora, aunque transformado, un monumento religioso. La tribu de los Caranquis tenía un templo: era de forma hexagonal perfecta y la puerta miraba hacia el occidente. Este edificio se conserva todavía en pie, formando parte de la iglesia parroquial del pueblo de Caranqui; no se sabe si los mismos Incas, para convertirlo en templo del Sol, o los conquistadores, para transformarlo en iglesia, le quitaron algunos lados al exágono; lo cierto es que ahora no está con su forma primitiva. Con todo, aún se puede completar el plano y medir la extensión; ésta era relativamente pequeña, y en ella ha cabido apenas la capilla para el altar mayor de la iglesia.

En cuanto a los materiales de construcción, nos parece que los muros, hasta la altura de unos dos metros poco más o menos son muy antiguos, y los mismos que construyeron los aborígenes de Caranqui; son de piedras muy grandes, sin labrar, y parece que están unidas mediante una mezcla de barro y de arena. La cubierta ha de haber sido siempre, indudablemente, de paja, porque los aborígenes del Ecuador nunca supieron fabricar cubiertas de otra clase.

Conquistada la tribu de los Caranquis por Huayna-Cápac, este Inca construyó un edificio muy grande junto al primitivo templo de los vencidos; el nuevo edificio era palacio del soberano, templo del Sol y casa para las recogidas, que cuidaban del culto y del servicio del astro del día. Medio siglo después de la conquista, se conservaba todavía en pie este edificio; ahora, como señal de   -299-   que existió, no hay más que un trozo de muralla, que sirve de lindero entre dos predios contiguos. El gran aljibe ha sido cegado adrede con tierra, y la tradición señala el lugar donde estaba162.

Otro edificio había del tiempo de los aborígenes en Cayambi: era un templo construido de tapias, en una eminencia cercana a la misma población actual. Su forma era enteramente circular, y la puerta estaba hacia el Occidente.

Estos dos edificios eran los dos únicos monumentos que de los antiguos caribes ecuatorianos se conservaban en toda la República hasta el siglo décimo octavo; ahora   -300-   no existe más que el uno de ellos, el de Caranqui; el de Cayambi desapareció hace mucho tiempo163.

¿A quién rendían culto los Caranquis y los Cayambis en estos adoratorios? ¿Adoraban en ellos al Sol? No es posible saberlo; puede conjeturarse que adoraban ya al Sol, porque en el exágono de Caranqui continuó el culto del astro incásico, cuando Huayna-Cápac ensanchó el edificio y cubrió con planchas de oro y de plata los muros interiores del exágono; así tan ricamente entapizados encontraron los conquistadores esos muros, cuando con Benalcázar llegaron por la primera vez a Caranqui en los primeros meses del año de 1534.

No faltan fundamentos para asegurar que había otro templo levantado por los mismos Caribes ecuatorianos al Sol en el Quinche, y que estaba un poco más arriba del punto donde actualmente se halla construida la iglesia parroquial.

En varias partes del territorio de la República se conservan todavía restos y señales de edificios construidos por los Incas; en Quito, en el mismo sitio donde fue edificada la capital, hubo algunos edificios de los Incas, y no tememos engañarnos asegurando que con piedras de esos monumentos se construyeron algunas iglesias y conventos de Quito; examinando despacio esos edificios, se convence uno de que esa muchedumbre asombrosa de grandes sillares y de cilindros de granito son restos de edificios incásicos, modificados adrede para las construcciones castellanas posteriores.

En el Inga-pirca de Cañar y en el trozo de muro de Caranqui se conserva todavía intacta la pasta de arcilla pintada, con que los peruanos-quichuas solían enlucir y hermosear por dentro los aposentos de sus palacios regios. Esa pasta es una masa delgada de arcilla amarilla,   -301-   amasada con esmero y bien apelmazada; para darle consistencia la mezclaban con paja seca, picada. Sobre la arcilla pintaban los muros con tinta de rojo muy suave, que, sin duda, lo extraían de sustancias vegetales. Es un rojo pálido, sin belleza ninguna. Restos más numerosos de edificios de los Incas había anteriormente, y ahora ya no se sabe ni dónde estuvieron, pues en los sitios donde los vio Cieza de León no se los encuentra. Etiam periere ruinae.

Cieza de León encontró pedazos enteros del camino de las cordilleras, todavía bien conservados, en la provincia del Carchi, entre Tulcán y Guaca; y ahora es imposible hallar ni siquiera el rastro de semejante obra.

Reducidos a escombros, están desafiando todavía la lenta acción destructora de los tiempos y la punible incuria de los hombres, el Palacio llamado de Pachu-zula en la llanura de Callo y el Inga-pirca en los declives meridionales del nudo del Azuay, que son los dos mejores monumentos que de la época de los Incas quedan todavía en el territorio de la República del Ecuador.

Rastros o señales de tambos hemos encontrado nosotros, en nuestras excursiones arqueológicas, en Mocha, en Pumallacta, en Achupallas y en Paredones; también entre Cumbe y Nabón, y cerca de Oña; además, encima de Paquizhapa, y en el punto denominado las juntas, una jornada antes de la ciudad de Loja. En ninguno de estos edificios hay cosa alguna digna de llamar la atención de un modo particular, ni por el plano, ni por la construcción; los edificios de los Incas no tenían nada de belleza: eran sólidos, pero tristes y oscuros, sin ventanas y sin arcos ni columnas, y de una monotonía desapacible.




V

En cuanto a la industria de los aborígenes de Imbabura, conviene hacer una observación. Como en todas las   -302-   tribus indígenas americanas, el arte de la alfarería fue muy esmerado, y los utensilios domésticos se distinguen por lo excelente del barro, por lo variado de las formas y por lo uniforme del color; este color es rojo oscuro, y parece que se lo daban a la masa del barro de que fabricaban los objetos. Por lo que respecta a la materia de donde lo sacaban, acaso, ni es sin fundamento nuestra opinión, nos parece extraído de alguna sustancia vegetal, la cual muy bien pudo ser el zumo del achiote; si, en verdad, empleaban esta sustancia, deduciríamos de este hecho que los aborígenes de Imbabura mantenían relaciones de comercio con las tribus de la región oriental, que es donde abunda el arbusto que produce la semilla denominada vulgarmente achiote.

El oro parece haber sido muy escaso; la plata se encuentra en los sepulcros del Carchi y en los de Imbabura, y pudiéramos asegurar que las gentes del Norte labraban ese metal muy poco.

El cobre era conocido; y del cobre, mezclado con otros cuerpos metálicos, fabricaban aretes, patenas, hachas y cascabeles.

Entre la cerámica de los aborígenes del Carchi y la cerámica de los aborígenes de Imbabura, hay una diferencia notable: los del Carchi eran insignes alfareros y tenían refinado el gusto, si podemos expresarnos así; en los objetos trabajados por los de Imbabura no se encuentra ni el barniz, que da lustre, ni el dibujo, que contribuye a la ornamentación decorativa.

Estas condiciones artísticas, si podemos decirlo así, de la cerámica de las gentes del Carchi son para nosotros un indicio más de que los aborígenes de esa provincia procedían de los Omaguas, cuya habilidad en la alfarería llamó la atención de Orellana y de sus compañeros, cuando, navegando por el Marañón, descubrieron esas tribus y trataron con ellas. Las obras de alfarería encontradas en las tolas de la comarca de Intag son muy toscas y sin hermosura ninguna; el embarnizado parece haber sido un secreto, poseído solamente por los aborígenes del Carchi.

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Éstos labraban también la piedra; hay vasitos pequeños fabricados de un solo trozo de piedra, y, lo que es más curioso todavía, en los sepulcros se encuentran ciertos dijes o amuletos de piedra verde, del jade, el cual, hasta hace poco, se creía que no existía en América, y que los objetos fabricados de esa piedra se traían de fuera. La petrografía de nuestras cordilleras andinas no está todavía bien estudiada, y aun podemos decir con toda verdad que está, hasta ahora, inexplorada, a lo menos en gran parte, y así no puede determinarse la naturaleza de la roca ni el propio sitio geológico de ella en la cordillera donde existe, sin duda, porque, entre las chinas menudas acumuladas en el álveo de algunos ríos, se hallan esas piedrezuelas verdes, aunque en escaso número.

El análisis químico de estos trozos de roca servirá para determinar algún día la naturaleza mineral y el origen de ellos; entre tanto, solamente añadiremos que todos estos dijes tienen dos agujerillos, por los cuales pasaba el hilo con que los solían suspender del cuello.

Algunos de estos objetos son muy bien labrados; en nuestro atlas de estos Estudios damos las figuras, que representan tres de ellos, que son un monillo, una luciérnaga y un pájaro (un macrocércido). ¿Cómo los labraban? Con instrumentos de cobre y con la frotación, para la cual empleaban una arena muy menuda, gastando en la labor de una sola pieza de éstas meses y aun años enteros, con esa pacienzuda constancia, tan propia del indio americano.

En varios de estos objetos, ya de superstición, ya de adorno, empleaban también el hueso, del cual hay piezas muy curiosas. Labraban, pues, los aborígenes del Carchi el oro, la plata y el cobre; el hueso y la piedra. La edad del hierro para otros pueblos, debe ser la edad del cobre en la prehistoria americana.

Cieza de León habla de los Pastos y de los Quillacingas como si fueran gentes distintas; coloca a los segundos hacia el Oriente respecto de los primeros, cuyo último pueblo dice que era el de Tusa en la actual provincia   -304-   del Carchi. No obstante la aseveración de Cieza de León, bien podemos considerar a los Pastos y a los Quillacingas como tribus procedentes de un misma origen; y las diversidades que había entre ellas, provendrían de su mayor o menor antigüedad en la extensa comarca que ellas poblaban al tiempo de la conquista. Conocían el algodón y lo empleaban en sus vestidos; utilizaban para tejer sus mantas las fibras de algunas otras plantas, y, aunque la tierra es muy fría, usaban solamente dos prendas de vestir: la camisa o túnica sin mangas, y la amplia manta, con que se envolvían el cuerpo y abrigaban la cabeza. Los varones llevaban a la cintura acomodados unos maures, con que se cubrían honestamente.

Los sepulcros, hace notar Cieza de León, que eran huecos muy hondos cavados en el suelo; y cuenta que, cuando moría algún indio principal, enterraban con él a sus mujeres, a sus sirvientes y a las indias e indios que, para que fuesen sepultados con el difunto, obsequiaban los otros régulos de la tribu, de modo que con cada jefe eran sepultadas hasta veinte personas. La relación de Cieza explica por qué en los sepulcros de las gentes del Norte se suelen encontrar muchos cadáveres. Con estas noticias concluiremos nuestras investigaciones arqueológicas respecto de los aborígenes de la provincia del Carchi en la República del Ecuador.





  -305-  

ArribaAbajoCapítulo quinto.- Conjeturas históricas

Puntos de semejanza entre los Quimbayas de Colombia y los aborígenes del Carchi. Conjetura histórica acerca de la procedencia de los aborígenes del Carchi y de Imbabura. Indicaciones arqueológicas y bibliográficas. Advertencia.



I

En los capítulos anteriores hemos expuesto, con cuanta sencillez nos ha sido posible, el resultado de nuestras investigaciones acerca de los usos y costumbres de los aborígenes del Carchi y de Imbabura, sometiendo al juicio de los doctos en estas materias nuestras conjeturas en punto al origen de aquellas gentes, y a la lengua que ellas hablaban; ahora vamos a estudiar otra cuestión, la   -306-   relativa a la semejanza que las tribus del Carchi y de Imbabura tenían con otras parcialidades indígenas del mismo continente americano meridional.

¿Con cuál otra nación americana tenían puntos de semejanza los aborígenes del Carchi? Muchos puntos de semejanza nos parece que hay entre nuestros aborígenes del Carchi y la nación de los Quimbayas, moradores de una considerable provincia en el departamento llamado de Antioquia en la vecina República de Colombia o antiguo Virreinato del Nuevo Reino de Granada. En efecto, la traza de los sepulcros y la manera de los enterramientos, la destreza en la orfebrería, ese esmerado trabajo en objetos de oro que con tanta razón han hecho célebres a los Quimbayas, se nota y observa en los aborígenes del Carchi; y la semejanza es tanto más notable, cuanto más despacio se comparan las obras de los unos con las obras de los otros, así en los trabajos de cerámica como en los de orfebrería. Muy poco es lo que por la historia sabemos acerca de los usos y de las costumbres de los antiguos pobladores indígenas de nuestra provincia del Carchi, los Quimbayas son mucho más conocidos. Si fuera posible rehacer la mitología de los aborígenes del Carchi y llegar a conocer cuáles eran sus leyes y su manera de gobierno y las tradiciones suyas, no sería imposible obtener datos suficientes para asegurar, con fundamento, que los Quimbayas de Antioquia en Colombia y los Quillacingas del Carchi en el Ecuador provenían de un mismo origen y pertenecían al mismo tronco etnográfico164.

Los Quimbayas conservaban la tradición de su origen; y, cuando llegaron a las tierras habitadas por ellos los primeros españoles, en tiempo del descubrimiento y la conquista, les refirieron que sus progenitores no habían   -307-   nacido en aquella comarca, sino en otra muy distante, de la cual habían venido en tiempos anteriores, y que entonces guerrearon con los antiguos pobladores de aquellos lugares, los vencieron y los exterminaron.

¿De dónde procedían los Quimbayas? ¿Será, tal vez, muy aventurado conjeturar que habían entrado ahí, atravesando la cordillera de los Andes, y que vendrían de hacia el Oriente?

Si se pudiera rastrear el origen de los Quimbayas, acaso se daría también con el de los Quillacingas. Los antropologistas americanos buscan ordinariamente las huellas de las antiguas inmigraciones desde el Pacífico hacia los Andes, y conjeturan que los primitivos pobladores del suelo americano arribaron a las costas occidentales; semejante conjetura es muy fundada relativamente a ciertas tribus o parcialidades antiguas, pero, en cuanto a las oriundas de la estirpe caribe, opinamos nosotros que la derrota de su inmigración debe trazarse más bien de Oriente a Poniente, de las playas del Atlántico a la base de la gran cordillera oriental andina, la cual fue trasmontada por grupos de gentes de la misma raza, que, en épocas diversas, fueron llegando a la altiplanicie, desde donde algunas trasmigraron, más tarde, a la región occidental. En todo caso, el problema relativo al origen de los primitivos pobladores de las provincias septentrionales ecuatorianas permanecerá muy oscuro, y casi de todo punto insoluble.

Con el recelo que esta clase de conjeturas no puede menos de inspirar, nos atrevemos, no obstante, a exponer nuestra opinión, resumiéndola en las siguientes conclusiones, meramente hipotéticas. Los primitivos pobladores de las provincias del Carchi y de Imbabura eran descendientes de la raza caribe, y procedían de la región oriental; en ambas provincias hubo, indudablemente, gentes distintas, que traían su origen de otro tronco etnográfico; en la del Carchi los Quillacingas, dominadores de ella, cuando la conquista del Inca Huayna-Cápac, nos parecen relativamente modernos con respecto a los moradores de la de Imbabura.

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La manera de sepultación en vasijas grandes de barro y la práctica de deformarse adrede la nariz los relacionan con las gentes de raza caribe, pobladoras de la región oriental; el achatamiento del cráneo y el primor que se admira en sus objetos de alfarería contribuyen a dar un fundamento más en apoyo de la misma conjetura. ¿Cuál fue el rumbo por donde vinieron a las comarcas septentrionales ecuatorianas? ¿Qué vicisitudes sociales serían la causa de sus inmigraciones? ¿Cuándo, en qué tiempo llegaron a estas provincias? ¿En qué estado de relativa cultura social se encontraban, así cuando arribaron al Ecuador, como cuando fueron conquistados por los españoles?... Todas éstas son preguntas a las cuales ahora las ciencias auxiliares de la historia no pueden dar respuesta ninguna. ¿La darán algún día? Acaso no la darán nunca. En la historia, tanto como en la naturaleza, hay arcanos profundos, cuya oscuridad la ciencia no aclarará nunca165.




II

Para complemento de la materia que hasta aquí hemos estado tratando, y para que en nuestro trabajo abunden las noticias que han de esclarecer e ilustrar puntos, de suyo tan oscuros, vamos a indicar en seguida los autores en cuyas obras de arqueología se hallan datos acerca de las obras de arte trabajadas por los aborígenes de las provincias del Carchi y de Imbabura.

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En la obra del diligente americanista alemán, señor Seler, sobre las antigüedades peruanas, hay un ligero estudio también sobre las antigüedades ecuatorianas, y se halla en la lámina cuadragésima octava166.

Esta lámina contiene veintiuna figuras, de las cuales solamente tres representan objetos de Imbabura; son las figuras que en la expresada lámina están señaladas con los números sexto, undécimo y vigésimo. Representan estas figuras tres objetos de barro, es decir, tres ollas o cántaros comunes; y la tercera es indudablemente un cántaro peruano y no ecuatoriano, como lo indican la forma de ella, las asas y los dibujos que la adornan; como el señor Seler dice simplemente que esta pieza es de Ibarra, sin precisar el lugar de la provincia de Imbabura donde fue encontrada, no podemos aducir ninguna otra circunstancia para confirmar nuestra opinión de que aquel objeto pertenece a la cultura peruano-incásica, y no a la genuinamente imbabureño-ecuatoriana.

Las otras dos vasijas tienen señales evidentes de su procedencia netamente imbabureña, y son restos de la industria de los aborígenes de esta provincia. El señor Seler designa la procedencia de los objetos con el nombre de la ciudad capital de la provincia, llamándolos generalmente «de Ibarra».

En la gran obra sobre las antigüedades indígenas sudamericanas, publicada en alemán por el señor Max Uhle, con colaboración de los señores Stübel, Reiss y Hoppel, se encuentran representados no pocos objetos pertenecientes a los aborígenes de Imbabura167.

Entre los trabajos de cerámica, todos los representados en la lámina octava de las correspondientes al Ecuador, son de Imbabura.

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Los objetos de metal son asimismo solamente dos: la hachuela encontrada en Cochasquí debe, con justa razón, ser enumerada entre las obras de Imbabura; pues la comarca de Cochasquí, etnográficamente considerada, pertenece a Imbabura y no a Pichincha.

En la obra del señor Uhle no hay, pues, ni una sola pieza perteneciente al Carchi; y las de Imbabura son relativamente pocas, aunque muy bien escogidas para dar a conocer la cerámica de los aborígenes de esta provincia. El museo de Bruselas es en Europa uno de los más ricos en objetos pertenecientes a la prehistoria ecuatoriana. El finado señor Anatolio Bamps publicó un atlas de cuarenta láminas pequeñas de colores, en que se hallan representados todos aquellos objetos; y en el estudio que acompaña al atlas se indica diligentemente la procedencia de cada uno de ellos168.

Pertenecientes a los aborígenes de Imbabura hay algunos objetos, así de barro como de piedra; y pertenecientes a los aborígenes del Carchi hay solamente seis piezas de barro, extraídas unas en San Isidro y otras en El Ángel. Conviene hacer notar aquí para esclarecimiento del punto que estamos estudiando que, hasta el año de 1878, en el Norte de la República del Ecuador no había más que una sola provincia, la cual se denominaba de Imbabura; en aquel año se erigió con los territorios que están al otro lado del río Chota la provincia llamada del Carchi. La colección de antigüedades ecuatorianas del museo de Bruselas fue coleccionada y clasificada antes de que se erigiera la nueva provincia del Carchi.





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ArribaAbajoApéndice

Observación general. Aborígenes y Mitimaes. Cultura indígena ecuatoriana y cultura peruano-incásica. Zonas o departamentos arqueológicos ecuatorianos. Reflexiones necesarias. Rectificaciones históricas. Problemas prehistóricos relativos al Ecuador. Conclusión.



I

Me parece necesario, como Apéndice a esta segunda edición de mi opúsculo sobre Los aborígenes del Carchi y de Imbabura, hacer un resumen de mis opiniones en punto a la prehistoria ecuatoriana.

En lo que es ahora territorio de la República del Ecuador hubo dos civilizaciones prehistóricas: la incásica y la indígena. La incásica no se extendió por todas las provincias del territorio ecuatoriano; fue traída por los   -312-   Incas y duró un siglo, poco más o menos, desde que los hijos del Sol comenzaron a conquistar las provincias del Sur, hasta la conquista de los españoles. Las huellas de esta civilización se encuentran en la región interandina desde Loja hasta Imbabura y aún más allá169.

La civilización indígena ecuatoriana es muy variada y tiene caracteres distintos, según la índole de las diversas tribus indígenas a quienes perteneció.

Además de estas dos clases de civilizaciones, hay otra, cuyas señales son muy notables, a saber, la de los Mitimaes o colonos, que los Incas pusieron en algunas provincias, sacando a los primitivos pobladores de ellas. Una de las provincias, donde se deben hacer estudios e investigaciones acerca de esta civilización es la de Riobamba, principalmente en el valle u hondonada de Guano; algunos restos casi perdidos de edificios antiguos y los grandes ídolos o figuras de piedra, en forma de hombres sentados, que se encuentran en esta localidad, llaman la atención del arqueólogo y exigen un estudio diligente y prolijo. ¿A qué pueblo pertenecen esos restos? ¿Son de los Mitimaes? ¿Serán de los aborígenes?... Entre esas figuras de piedra y ciertos monolitos encontrados en la región del bajo Amazonas parece que hay rasgos de semejanza. ¿Serán éstos casuales? ¿Será acaso una mera ilusión? Lo cierto es que, en punto a prehistoria, el territorio ecuatoriano es todavía mundo inexplorado.

No se debe confundir nunca la civilización indígena de los aborígenes ecuatorianos con la civilización incásica, la cual no influyó de ningún modo sobre las tribus de la costa del Pacífico; esas gentes conservaron su civilización propia, y merecen que se las estudie con espíritu crítico, desapasionado y libre de prejuicios o preocupaciones históricas.

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Entre las gentes de la costa las más notables, las más célebres, son las que, cuando llegaron los conquistadores, estaban poblando la provincia de Manabí, la Isla de la Puná y el cantón de Santa Elena en la provincia del Guayas. ¿Qué gentes eran ésas? ¿A qué raza pertenecían? Si eran advenedizas en la comarca poblada por ellas, ¿de dónde arribaron? ¿En qué época? A todas estas cuestiones, o mejor dicho, a todos estos problemas prehistóricos les hemos procurado dar solución, aventurando conjeturas no faltas de fundamento170.

Esas gentes vinieron de fuera, y llegaron a las costas ecuatorianas navegando en grandes balsas o almadías de madera, según la tradición que se conservaba entre los indígenas, al tiempo del descubrimiento y la conquista; mas ¿de dónde venían? ¿Con cuáles otras parcialidades indígenas de México y de Centro América tenían relación? ¿Qué semejanza se encuentra entre los restos de las artes de las gentes de Manabí y los objetos pertenecientes a otras razas, pobladoras de los territorios de México y de Centro América? A pesar de la deficiencia de nuestros estudios arqueológicos, y a pesar de que hasta ahora no nos ha sido fácil practicar comparaciones prolijas entre unos objetos y otros; con todo, nosotros insistimos en nuestra conjetura acerca del origen o procedencia etnográfica de los pobladores de Manabí, los cuales pertenecían a alguna de esas razas famosas que habitaban en México y en Centro América, en la época de la conquista española171.

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Empero ¿qué gentes eran ésas? Nosotros opinamos que procedían del mismo tronco etnográfico de que descendían los tan conocidos Mayas de Yucatán; éstos eran los que, en la época de la conquista, se hallaban en un grado de cultura y de adelantamiento mayor que el que habían alcanzado otras parcialidades, oriundas de la misma familia y establecidas en otros puntos del continente americano, al Norte de la línea equinoccial. Los que arribaron a Manabí, ¿de dónde procedían? ¿Cuál fue el punto desde donde partieron? Por ahora, estas cuestiones son insolubles.

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Los pobladores de Manabí poseían el secreto de componer, con arena menuda y con un ingrediente glutinoso, una pasta tan dura y tan compacta que llegaba a tener la consistencia de la piedra; con esta pasta trabajaban las sillas o asientos, que en tanta abundancia se encuentran en la provincia de Manabí, principalmente en el cerro llamado de Hojas.

Pero esas sillas, ¿eran propiamente sillas? Todos esos objetos, ¿estaban destinados solamente para servir de asientos? ¿No sería posible que tuvieran también algún otro uso? ¿Tal vez un destino religioso?... Séanos lícito aventurar, a propósito del empleo de aquellas sillas, una conjetura: las gentes de la costa de Manabí acostumbraban ofrecer sacrificios de víctimas humanas a sus ídolos. No sabemos cómo practicaban la inmolación de la víctima; pero no es improbable que la sacrificaban de un modo parecido al uso de los Aztecas en sus adoratorios; las sillas, ¿no serían aras, en que sacrificaban, de una en una, víctimas humanas, haciéndolas primero sentarse, y después doblándolas boca arriba, de manera que el pecho y el vientre quedaran tirantes, para poder partirlas y arrancarles el corazón?... Poniendo los ojos en esas que nosotros ahora llamamos sillas, se nos ha ocurrido esta sospecha sobre el destino de ellas. El cerro de Hojas   -316-   era para las gentes de Manabí lugar sagrado, uno como grande y gigantesco teocalli, en que, tal vez, se congregaban las tribus para celebrar sus fiestas religiosas.

En estos últimos años, las antigüedades indígenas de la provincia de Manabí han llamado la atención de los arqueólogos y americanistas extranjeros, se han practicado investigaciones prolijas y se han colectado, para museos de Europa y principalmente de Norte América, objetos sacados de diversos puntos de aquella provincia; nos halaga, pues, la esperanza de que la prehistoria ecuatoriana será pronto objeto de estudio para sabios, que, sin duda ninguna, lograrán dar solución satisfactoria a los problemas históricos que nosotros no hemos hecho más que plantear172.




II

La prehistoria ecuatoriana, según nuestro juicio, pudiera distribuirse en tres zonas o departamentos arqueológicos: la costa del Pacífico, las comarcas interandinas y la región oriental. En la primera de estas zonas o departamentos, se distinguen algunas parcialidades, la más notable de las cuales es la de Manabí; ¿cuántos centros de población comprendía esa parcialidad? Las gentes que vivían en Atacames, ¿pertenecían a la misma raza? ¿Serían oriundas de otra fuente etnográfica? En la bahía de Atacames encontraron los españoles que acompañaban a Pizarro una ciudad o población bien formada.

En la Isla de la Puná, en las costas de Machala y de Santa Rosa, en las isletas del golfo de Jambelí, es necesario   -317-   practicar investigaciones arqueológicas; deben practicarse también en la isla de Santa Clara o del Amortajado, donde no dudamos que se harán descubrimientos de mucha importancia para ilustrar la prehistoria ecuatoriana, y conocer a las tribus que poblaban la costa, las cuales hasta ahora nos son casi completamente desconocidas. La isla llamada de la Plata ha sido ya explorada por el Sr. Dorsey, arqueólogo norte-americano.

En este departamento arqueológico de la costa ecuatoriana del Pacífico, conviene distinguir bien unas tribus de otras, para no atribuir a unas las obras que fueron de otras. Los indios llamados Colorados, por ejemplo, según nuestro juicio, no son los fabricadores de las sillas de Manabí, sino los supervivientes que de los primitivos pobladores de la costa de Manabí se han conservado hasta ahora; cuando los constructores de sillas arribaron a la costa ecuatoriana, sin duda ninguna, lucharon con los Colorados, los vencieron y les obligaron a retirarse a las faldas de la cordillera occidental. Si así sucedió en efecto, los Colorados serán los restos de los más antiguos pobladores de una parte de la costa ecuatoriana; esos restos han atravesado ya varios siglos, sin que sobre ellos ejerza influencia ninguna la civilización castellana. Es propiamente un campamento de salvajes, estacionado entre la capital de la República y las playas del Océano Pacífico173.

En el segundo departamento arqueológico, comenzando por el Sur nuestra exploración, encontramos la provincia de Loja, la cual, desde el punto de vista de la prehistoria ecuatoriana, está todavía intacta; hasta ahora no se han practicado en ella investigaciones ningunas.

Nosotros la recorrimos como de paso; en Paquizhapa nos detuvimos, para estudiar un monumento, cuyos escombros   -318-   se encuentran en una colina, no muy alta, cerca de la población. Ese edificio conjeturamos que es anterior a la llegada de los Incas a esa provincia. ¿Qué destino tuvo? ¿Fue adoratorio? ¿Sería fortaleza militar? Para no emitir conjeturas muy aventuradas, nosotros lo hemos enumerado entre los restos que de los edificios de los Incas se conservan todavía en el territorio ecuatoriano; pero ¿en verdad deberá atribuirse a la época de los Incas? Las piedras de que ha sido construido manifiestan que no fue obra de los hijos del Sol. ¿Estaremos nosotros equivocados?... En la provincia de Loja debe tenerse muy en cuenta que la dominación de los Incas duró largo tiempo, y que así no pudo menos de ejercer influencia sobre la cultura primitiva de los aborígenes de ella.

De los Cañaris, antiguos pobladores de todo el territorio de Cuenca, hemos tratado ya de propósito en nuestras publicaciones anteriores sobre la arqueología y la prehistoria ecuatoriana, por lo cual no decimos nada ahora. Estudiando las cosas de los antiguos Cañaris, investigando sus usos, sus costumbres, sus creencias y prácticas religiosas, se nos ha ocurrido la sospecha de que esa raza tenía su cierto parentesco etnográfico con los Chibchas de la planicie de Cundinamarca, en la república de Colombia. El culto sagrado a las lagunas y algunas otras relaciones de semejanza entre los Chibchas y los Cañaris, ¿serían tan sólo casuales? ¿No serían tal vez resultado de la identidad de origen? Origen, sin duda, muy remoto, pero idéntico. ¿Dónde estaba ese origen?

Si la conjetura de Paravey llegara a comprobarse, encontraríamos el origen de los Chibchas de Cundinamarca en las islas remotas del archipiélago del Japón. Cuando las antiguas vicisitudes de la nación japonesa sean mejor conocidas, no dudamos que se ha de encontrar explicación para muchos puntos de la prehistoria americana que, al presente, son no sólo oscuros sino misteriosos;   -319-   la identidad de raza entre los japoneses y los indígenas americanos es indudable174.

El día en que el Japón llegue a ser bien conocido, ese día se habrá alzado el velo que ahora encubre la historia de las antiguas poblaciones del imperio de Moctezuma. Un trasunto del Buda japonés aparece entre las ruinas de Palenque; esas ruinas hoy son un enigma histórico. Empero, mañana serán esclarecidas: la luz les vendrá del Japón.

Sigamos nuestra excursión arqueológica al través del callejón interandino. En los cantones occidentales de la provincia de Guaranda, parece que antiguamente se establecieron pobladores procedentes de raza caribe; en esos cantones hay, pues, necesidad de no confundir a los aborígenes con los colonos que, para esos mismos lugares, trajeron los Incas, después que se apoderaron de esa provincia.

Hemos dicho ya algo acerca de los pobladores del extenso valle de Guano.

Las otras localidades de la dilatada provincia del Chimborazo se hallan todavía arqueológicamente inexploradas. Asimismo lo están las de Tungurahua, León y Pichincha. En todas estas conviene distinguir, con mucho cuidado, las obras peruano-incásicas de los productos de la primitiva cultura de los aborígenes; éstos fabricaban objetos de cobre, de piedra y de barro, mucho antes de que se estableciera la dominación de los Incas en esta parte del territorio ecuatoriano, al Sur de la línea equinoccial.

¿Nos habremos equivocado nosotros, al conjeturar que las provincias del centro de nuestra República fueron   -320-   pobladas primitivamente por aborígenes oriundos de la raza caribe? ¿Estaremos engañados, opinando que los Quitos (Quitus o mejor Quitúes), no fueron otros que los mismos Caribes?... Cuanto más estudiamos la prehistoria ecuatoriana, tanto más nos afianzamos en nuestras conjeturas; y el cumplimiento de un deber de conciencia literaria nos obliga a declarar aquí, una vez más, que toda esa historia antigua de la monarquía de los llamados Scyris de Quito carece de sólido fundamento; así, es necesario eliminarla de la prehistoria ecuatoriana. La historia de esa monarquía de los Scyris de Quito, con sus conquistas y sus alianzas, sus fracasos y sus victorias, tiene trazas de tradición o leyenda fabulosa; la esponja de la crítica histórica pasa, pues, sobre ella, y la deja borrada.

En el departamento arqueológico, trasandino, en las inmensas comarcas orientales ecuatorianas, todo está por hacerse todavía; nada se ha hecho hasta ahora. La antropología, la etnografía, la lingüística, la filología comparada y la prehistoria propiamente dicha, tienen allí un campo vastísimo, que aún no ha sido explorado. La raza caribe, con sus múltiples familias y variedades, es la que, desde tiempos muy remotos, ha habitado en esas regiones; la opinión del erudito americanista norteamericano Brinton acerca de los Jíbaros nos parece muy fundada. Los Jíbaros, los sanguinarios, los vengativos Jíbaros, tan refractarios a la civilización, proceden del tronco caribe, y son los pobladores más antiguos de la región oriental trasandina, en la América Meridional. ¿De dónde vinieron? ¿Cuándo llegaron a las playas del continente americano? Acaso nunca se podrá dar respuesta satisfactoria a estas preguntas175.



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III

Los Incas se enseñorearon del territorio ecuatoriano en los últimos tiempos de la duración de su imperio, pues la conquista del Reino de Quito la llevó a cabo Túpac-Yupanqui, el penúltimo de los Incas; su hijo y sucesor, Huayna-Cápac, la extendió a las provincias del Norte; la guerra de este Inca con los régulos de Cayambi, de Otavalo y de Caranqui duró veinte años. Todavía se conservan en Guápulo, a las inmediaciones de Quito, los vestigios de una de las fortalezas o Pucaráes que, durante esa guerra, se vio obligado a construir el padre del infortunado Atahuallpa. Todos estos pormenores históricos son necesarios para no equivocarnos en las investigaciones arqueológicas.

Huayna-Cápac, sin duda por motivos de superstición religiosa, gustaba mucho de residir en Quito; recordemos la veneración que tributaban los Incas a los puntos en que reposaba, al decir de ellos, el Sol, y comprenderemos por qué la ciudad de Quito, situada casi bajo la misma línea equinoccial, era tan estimada por el Inca.

Según refiere Montesinos, los aborígenes de Quito habían logrado determinar el punto preciso por donde pasar la línea equinoccial, en la cordillera occidental de los Andes, y allí habían construido un edificio, cuyos escombros alcanzó a ver y examinar aquel curioso analista del Perú. ¿Ese monumento fue construido por los Incas? ¿Lo edificarían ya antes los aborígenes de la provincia de Pichincha?

Está aún por plantearse todavía en el Ecuador la cuestión relativa a la antigüedad de la presencia del hombre en el territorio ecuatoriano; decimos la cuestión de la presencia del hombre, porque, en cuanto a que el hombre americano fue autóctono o advenedizo en el Nuevo Mundo, para nosotros que profesamos y sostenemos la doctrina del monogenismo, esa cuestión no está ni puede estar nunca en tela de juicio; esa cuestión está   -322-   ya resuelta: el hombre americano desciende del único progenitor primitivo del linaje humano. Mas ¿cuándo comenzó a ser poblado por el hombre el territorio ecuatoriano? Para resolver esta cuestión es necesario que la ciencia vaya acumulando datos, teniendo presentes los cambios que han causado en el suelo ecuatoriano los agentes geológicas y meteorológicos, en las diversas épocas de la formación de la corteza terrestre; conviene distinguir, además, la presencia del hombre, como ser aislado y como fundador de agrupaciones sociales. Por causas naturales desconocidas, pudo un individuo ser arrojado vivo o muerto a las costas del Pacífico; y así sucederá que se encuentren restos del hombre en los yacimientos geológicos de las costas occidentales; sin embargo, eso no es suficiente para resolver la cuestión relativa a la antigüedad de la presencia del hombre en el territorio ecuatoriano; con los restos del hombre es necesario encontrar también los restos de la industria humana, por rudimentaria que sea.

¿Se descubrirán en las costas ecuatorianas los paraderos, con residuos de cocina, de los primitivos pobladores? ¿Existen, tal vez, en algún punto de la costa ecuatoriana, montículos artificiales, formados lentamente con conchas y con restos de la cerámica de la época llamada de la piedra, en la prehistoria general? Volveremos a repetir, que la cuestión relativa a la antigüedad de la presencia del hombre en el territorio ecuatoriano está por plantearse todavía.

En las investigaciones de las ciencias auxiliares de la prehistoria, es indispensable un criterio recto, ilustrado y muy desapasionado, para evitar equivocaciones; los juicios preconcebidos, los sistemas que de antemano forja la imaginación, inducen en error inevitablemente. Así investigaban las tradiciones, los usos y las costumbres de las americanos algunos de los antiguos historiadores y viajeros; así discurren todavía, y con suma ligereza, ciertos viajeros y escritores contemporáneos extranjeros, que recorren de prisa el nuevo continente; y   -323-   luego, con mayor prisa todavía, se apresuran a publicar sus escritos. De ese modo, en vez de esclarecer los problemas históricos, los embrollan; y en lugar de aclararlos, contribuyen a hacerlos más oscuros.








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ArribaAbajoDe Historia eclesiástica del Ecuador

Discurso sobre la historia de la Iglesia católica en América desde su fundación hasta nuestros días


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ArribaAbajoIntroducción

Si algún día la América quisiera levantar un imperecedero monumento de gratitud, para perpetuar en las edades futuras la memoria de sus más insignes benefactores, no podría menos de erigirlo a la Iglesia católica; porque esos hijos mimados de la fortuna, a quienes apellidamos conquistadores, han dejado su nombre escrito con sangre en los escombros de los pueblos por ellos devastados, y los guerreros que, luchando heroicamente y en los campos de batalla con huestes enemigas, dieron independencia y libertad política a los pueblos americanos, por desgracia, mancillaron su nombre con miserias propias de la condición humana, sin las cuales, tal vez, su nombre habría sido inmaculado. Hay, sin duda, nombres   -328-   que los pueblos pronuncian con orgullo en sus momentos de ventura y de prosperidad; pero que echan al olvido en sus días de dolor y de infortunio; hay también nombres que una generación enseña a repetir con amor a otra generación, porque en ellos está vinculada toda una historia de gratísimos recuerdos. Así la América guarda con religioso cariño, para enseñanza y admiración de los siglos venideros, los nombres, por siempre venerables, de los apóstoles del catolicismo, que, sin fausto ni ostentación mundanal, antes en silencio y con humildad, trabajaron, con asidua constancia y sin igual fortaleza, en la obra penosa y difícil de la civilización del pueblo americano.

En efecto, a la Cruz debe la América los verdaderos elementos de civilización que posee en su seno. Ahora cuando, con razón o sin ella, se hace en la investigación de los hechos históricos tanto de alarde de espíritu filosófico, justo será que, recorriendo concienzudamente a la luz de una crítica imparcial la historia americana, reclamemos para el cristianismo, y por consiguiente para la Iglesia católica, el mérito de haber trabajado grandemente en la obra de la civilización de las naciones americanas. La historia de la Iglesia católica es siempre y en todas partes la historia de la verdadera civilización; y en la América lo fue también, para gloria del nombre católico.

Todos los que, con sincero amor de la verdad, quieran meditar en las condiciones sociales de las pueblos, para descubrir las causas de su engrandecimiento o de su decadencia, no podrán menos de confesar que la Iglesia católica es la única que posee el secreto de hacer verdaderamente felices a las naciones. La Iglesia católica, para hacer beneficios a las naciones y al linaje humano entero, no exige otra condición que la libertad, así como aquel guerrero de la Iliada no pedía a Júpiter para triunfar hasta de los mismos dioses, más que luz y claridad. Cuando los déspotas la cargan de cadenas, la Iglesia no logra hacer todo el bien que pudiera a los pueblos. Esas cadenas, unas veces se las pone Calígula y   -329-   otras Constantino; si las cadenas de la persecución le dan vigor, los dorados grillos de una protección poco sincera la enervan y envilecen.

El testimonio imparcial de la historia será nuestro único guía en el estudio que vamos a hacer, desconfiando de nuestras fuerzas y movidos únicamente de nuestro amor a la causa católica; sin embargo, esperamos hacer ver a la Iglesia inspirando en todo tiempo a los americanos el verdadero espíritu del cristianismo, sin el cual es locura pretender civilizar a los pueblos. Verdad para la inteligencia, virtud para el corazón, medios de satisfacer, pronta, cómoda y fácilmente aquellas necesidades a que por las condiciones mismas de su naturaleza está sujeto el hombre, eso es lo que constituye y podemos llamar civilización. La ciencia sin la moral hará sabios; las riquezas sin la moral forman pueblos corrompidos; verdad, virtud, he ahí la civilización.




ArribaAbajoI.- El descubrimiento y la conquista

Ley providencial de los acontecimientos humanos. Los últimos tiempos de la Edad Media. El protestantismo. Grandes inventos. Vasco de Gama. Colom. Descubrimiento de la América. El cristianismo en el Nuevo Mundo. Reflexiones sobre la conquista.


La historia de la Iglesia católica no es otra cosa que la exposición de los acontecimientos sociales que se verifican   -330-   bajo el gobierno de la Providencia y el ejercicio de la libertad humana relativamente a los destinos sobrenaturales de la humanidad. La historia reproduce la fisonomía de los tiempos y de los personajes, con la misma fidelidad con que un espejo representa la figura de lo que se le pone delante; y, como refiere lo pasado para instrucción y ejemplo de las generaciones venideras, dejando a un lado innumerables hechos, narra solamente los acontecimientos que tienen importancia social. La sociedad humana tiene, así como el hombre, un fin sobrenatural, para cuya consecución ha sido formada por Dios aquí en la tierra. Ese fin no puede ser otro sino la glorificación de Dios en el tiempo por medio de Jesucristo, a quien han sido dadas en herencia todas las naciones. Referir cómo desde el principio de los siglos hasta ahora las sociedades humanas han cumplido los designios de Dios respecto de ellas, en su relación con Jesucristo y su Iglesia, he ahí el objeto de la historia eclesiástica universal. Cristo es el alma que da vida al linaje humano; por esto, sin Cristo la historia es un enigma; por esto, también la historia del linaje humano sobre la tierra no puede dividirse con exactitud sino en dos solas grandes épocas; la que precedió a la venida del Deseado de las naciones, y la que, habiendo principiado en su nacimiento, ha de durar hasta el fin de los siglos. Del Calvario para allá las naciones vivieron esperando; del Calvario para acá las naciones han vivido y seguirán creyendo. Las pueblos antiguos esperaron, porque creían en las divinas promesas que les anunciaban un Redentor futuro; los pueblos modernos viven creyendo en las promesas hechas por el Redentor, que vivió vida mortal en medio de los hombres.

Sin violentar la libertad humana, Dios gobierna los pasos de los pueblos, así como dirige los pasos de los individuos, por aquel dominio absoluto que el Criador tiene sobre sus criaturas y por la necesaria dependencia que liga a éstas con su Criador. El dogma de la Providencia deja al hombre toda su libertad y, por lo mismo, le hace responsable de todos sus actos. La libertad humana   -331-   y la Providencia concurren a la producción de todos los acontecimientos sociales. Quien negara la Providencia, no acertaría a explicar los misterios de la historia; porque en la humanidad no vería más que un desgraciado Edipo, arrastrado por una fuerza ciega y fatal a cometer crímenes, de los cuales, en vano, trabajaría por librarse.

El reinado espiritual de Jesucristo sobre las naciones por medio de la Iglesia católica es una verdad enseñada en las Santas Escrituras. Manifestar lo que una nación como nación, lo que un pueblo como pueblo, ha obrado en sus relaciones con la Iglesia católica, y lo que esta Iglesia ha hecho, por su parte, para dar a conocer a ese pueblo la verdad en el orden sobrenatural, eso es narrar su historia eclesiástica. La historia eclesiástica, por tanto, no puede menos de ser la acción de lo sobrenatural en lo humano por medio de los hombres que han recibido de lo alto el sublime encargo de dirigir a sus semejantes por la senda del bien a la consecución de sus eternos destinos.

Por medio de la ambición humana Dios abrió camino a la predicación del Evangelio en el Nuevo Mundo. Los conquistadores buscaban las riquezas de los pueblos americanos, y Dios se sirvió de medios, enteramente contrarios a la Iglesia católica, para trasplantarla a estas regiones y hacerla producir en ellas saludables frutos de vida. Los hombres caminan, olvidados de Dios, a hacer la obra de Dios en todas partes; y, cuando parece que en las grandes empresas humanas en todo se piensa menos en Dios, la obra de Dios se va llevando a cabo, a pesar de las pasiones de los hombres y muchas veces contra las previsiones y cálculos del ingenio humano. Pueden los potentados del siglo apostatar de la fe católica, perseguir a la Iglesia, desterrar a los sacerdotes o darles muerte en tormentos; la gloria de Dios brillará con mayor esplendor, porque entonces es cuando se pone de manifiesto la fuerza divina y sobrenatural de la Iglesia. Esas persecuciones francas no son dañosas a la Iglesia. La encina es muy hermosa cuando está cubierta   -332-   de hojas y de verdor; sus ramos frondosos, extiéndense a los cuatro vientos del globo, dan sombra a tribus enteras, que, fatigadas del calor sofocante y rendidas de cansancio, acuden a guarecerse bajo de ellos; pero cuando los huracanes, soplando con ímpetu, la embisten furiosos; cuando, arremolinándose en torno de ella, los vientos tempestuosos de invierno amenazan arrancarla de raíz y esparcir sus cepas por la tierra, y el árbol, no obstante, permanece firme e inmóvil, entonces se echa de ver cuánta es su robustez; y, si hermoso agrada, vencedor de los huracanes, admira. Así acontece también con la Iglesia santa: los vientos de las persecuciones la limpian de las hojas secas, que afeaban su hermosura. Empero, esas otras persecuciones traicioneras con las cuales se hacen graves daños, aparentando proteger y defender a la Iglesia, ésas son las verdaderamente terribles y perniciosas. Los sofismas del error tienen en contra suya la ciencia, que siempre ha impuesto silencio a los sofistas; pero las dádivas corruptoras, los halagos envilecedores han hecho en la Iglesia católica más víctimas que la cuchilla del verdugo y las hogueras. La historia de Nerón y de Juliano es una historia gloriosa; ¡pero la historia de los sacerdotes palaciegos, que han llevado al altar alma impura y a la corte de los poderosos, conciencia católica...! ¡Cuán funesta os ha sido siempre una protección traicionera...! La palma crece esbelta en los bosques, al sol reverberante del desierto y al soplo de los vientos; pero pierde toda su gallardía y hermosura, trasplantada a la estrecha cárcel de un jardín; sus ramas, que ondeaban antes al aire, ahora, lánguidas y marchitas, se inclinan hasta el polvo. ¿Qué le falta...? ¿Qué? Nada más que libertad... ¡Dadle otra vez sus aguas, dadle su sol y la veréis otra vez cómo se yergue lozana!

En la historia del linaje humano hay épocas notables por grandes acontecimientos, que cambian completamente la faz de las naciones. Así aconteció al terminar la Edad Media. La agitación y la inquietud, apoderadas entonces de todos los ánimos, levantaban torbellinos impetuosos para sacudir la sociedad europea. El alfanje vencedor   -333-   de Mahomet II ponía fin a la agonía secular del Imperio de Oriente, y, tomada Constantinopla, los turcos acampaban a un extremo de Europa, al mismo tiempo que el pendón castellano, después de ocho siglos de combate, era enarbolado victorioso en las torres de la Alhambra. Los pueblos europeos, sacudiendo los últimos restos del feudalismo, trabajaban por formar grandes naciones, bajo el cetro de un solo monarca, en cuyo poder debían venir a concentrarse los poderes divididos antes, entre los grandes del reino. Lutero se presentaba también a concluir, bajo formas mucho más bastas, la obra de Wyclif y de Hus; Calvino en Ginebra y Zwinglio en Suiza cooperaban a la difusión de los nuevos errores, que, patrocinados poco después por Enrique VIII de Inglaterra, se convirtieron en causas de sangrientas discordias y de obstinadas guerras civiles. Como sucede frecuentemente, la división en las creencias religiosas ocasionó discordias civiles; los partidos religiosos se transformaron en partidos políticos, y las naciones discordes en punto a religión no tardaron en considerarse como enemigas y rivales en política.

Aquél fue, en verdad, un gran siglo; siglo de hombres grandes y de grandes hechos. El genio robusto y original de la Edad Media, después de una gran carrera de casi diez siglos, se aproximaba ya a su ocaso; mas, al trasponer el horizonte de los tiempos, despidió de sí el gran resplandor, cuando comenzaba también ya a despuntar el genio activo y emprendedor de la Edad Moderna. Ese genio que inspirara en la poesía la Divina comedia del Dante; en la ciencia, la Suma teológica de Santo Tomás de Aquino y en la mística cristiana, el asombroso libro de la Imitación de Cristo; ese genio, que había promovido las Cruzadas y levantado las catedrales góticas, inventó también la pólvora y con ella, de repente, dejó inutilizado el antiguo sistema militar y produjo una revolución espantosa en las relaciones de nación a nación; aplicó la brújula a la navegación y, al punto, el piélago vino estrecho a las empresas de la infatigable ambición humana; descubrió la imprenta y la palabra   -334-   humana, despertándose del polvo en que yaciera dormida, se sintió émula de la eternidad. ¡Qué hechos y qué tiempos! ¡Qué hombres los que aparecieron entonces! ¡Colón y San Francisco Javier; Machiavello y Cisneros; Lutero y Santa Teresa; virtudes admirables y grandes delitos; santos y tiranos; misiones e inquisición...!

Como sintiese entonces la Europa rebosar en su seno la vida, lanzó sus naves al Océano en busca de mundos desconocidos. En vano el ponto embravecido, estrellándose en las playas del Oriente, oponía un terrible valladar a la audacia humana; Vasco de Gama se presenta en los mares africanos y, cual si fuera árbitro de las tormentas, se burla de las tempestades, desafía al aquilón, y el Índico mar le ve asombrado romper el primero sus olas y hollar, atrevido, la tierra donde la fábula mentirosa había colocado, en inciertos tiempos, las hazañas de su dios conquistador.

Colom176 adivina la existencia de hasta entonces ignoradas regiones. Allá como escondido en las aguas del Océano ha entrevisto un mundo; las presunciones de su saber llegan a adquirir para el marino genovés toda la certidumbre de un convencimiento; pide a los reyes, les suplica, les insta, les importuna que acepten el presente de un mundo, con que anda afanado por obsequiarles; y los reyes ni siquiera se dignan dar oídos a sus proposiciones; las explica a los sabios, y los sabios no aciertan a entenderle, pareciéndoles no se qué sublime delirio el de aquel hombre desconocido, que ni conoce las escuelas, ni ha ido jamás a las universidades; al fin, un pobre fraile de San Francisco comprende lo que los sabios no alcanzan a entender. Fray Juan Pérez de Marchena, Guardián del convento de la Rábida, acoge con entusiasmo al que los reyes miraban con desdén; y el pan de la caridad cristiana, dada a Colom en la portería de un convento,   -335-   le valió a España la adquisición de un Nuevo Mundo. En frágil carabela, puesta la proa al Occidente, surca Colom las aguas hasta entonces no tocadas del inexplorado Atlántico; un día tras otro día va pasando sin que la vista del marino descubra en el horizonte, que no se cansa de mirar, las señales de ese mundo desconocido que hace meses viene buscando. Vedlo... ¡ahí está! Es una noche de octubre, las tinieblas reposan sobre la faz del océano desconocido y misterioso... lejos, muy lejos, quedan las costas de la conocida Europa; la trémula luz de las estrellas oscila en el fondo oscuro del firmamento; en torno de la carabela, que lentamente se balancea sobre las aguas, todo es silencio y calma... Colom, de pie en la proa de la nave, tiene fija la vista en la oscuridad y el oído puesto atento para sorprender el leve rumor de la fugitiva brisa; cansado está ya de buscar ese mundo desconocido, que parece que huye y se retira delante de él, y que en ese momento se halla por fin frente a frente, pero oculto y escondido entre un denso velo de tinieblas. Colom presiente, porque su corazón le avisa, que está delante de la tierra americana, y aguarda la luz del nuevo día para contemplar ese Nuevo Mundo, que al rayar la aurora principia a aparecer poco a poco en el horizonte, como si en ese momento fuera saliendo lentamente de las olas. ¡Qué hora tan solemne aquella para el corazón del gran hombre! Dentro de poco tiempo, ¡cuán otro no será el mundo...! ¡Pueblos americanos! ¡Naciones del Anáhuac! ¡Hijos del sol! ¡Tribus del Orinoco, del Paraguay, del Amazonas, que dormís el sueño secular de la idolatría, ¡oh! despertad, porque la hora de salud ha sonado ya para vosotros...! ¡Oh América, yo te contemplo en esas remotísimas edades cuando humana planta aún no había hollado tu suelo virginal; ignorada entonces del hombre, presente sólo a los ojos de tu Criador, las olas del océano, yendo y viniendo en incesante agitación, golpeaban tus costas y su monótono bramido era el único himno que entonabas al Eterno, acordándolo con el horrendo trueno de tus volcanes! ¡Qué pueblos, cuántas naciones viste formarse y desaparecer en tu seno! ¡Qué de siglos pasarían hasta que brilló para ti la hermosa   -336-   luz del Evangelio! En vano, para esconderte a las ávidas miradas del europeo, extendió el piélago borrascoso sus inmensas olas entre ti y el viejo mundo, pues esas mismas olas suyas, cantando tus alabanzas, murmuraron un día tu nombre en las playas lusitanas; lo oyeron el genio y la osadía y, al punto, se lanzaron a buscarte. ¡Oh si al arrancarte a las olas del océano, no te hubiesen tan bárbaramente ensangrentado!

Un viernes, 12 de octubre de 1492, como a las diez de la mañana, se acercaba a las playas americanas la navecilla en que venían con el descubridor del Nuevo Mundo los primeros europeos que pisaron el suelo americano. Vestido de gala el inmortal Cristóbal Colom saltó en tierra, tremolando en sus manos el estandarte de Castilla, y, puesto de rodillas, con los ojos humedecidos en lágrimas, besó el suelo del Nuevo Mundo, que acababa de descubrir.

La Cruz llegó también entonces a la América... ¡La Cruz! ¡Bien venida sea al mundo americano! Donde ella se presenta, allá va la civilización; de donde ella se retira, de ahí se ahuyenta también la civilización.

Retrocedamos con la imaginación hasta esos tiempos de ahora casi cuatrocientos años, cuando la América, recién descubierta por Colom, se presentaba a las atónitas miradas de los europeos, con su naturaleza y habitantes hasta entonces enteramente desconocidos. La imaginación caballeresca de los españoles fantaseaba a sus anchas con hazañas de valor y de gloria que podían llevarse a cabo en un mundo donde lo ignorado aumentaba lo maravilloso; la ambición se contemplaba saciada por fin con riquezas, cuya realidad excedía las exageraciones de la fama; los sabios hallaban espacio vasto para sus meditaciones y sobrada materia para la investigación, en ese mundo que, aparecido de repente y como por encanto, había trastornado todos los sistemas de la ciencia; y la Iglesia católica encontraba un dilatadísimo campo, donde ejercitar su celo y caridad.

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La Iglesia católica, la primera para el trabajo y la postrera para el descanso, halló en la América, recién descubierta, salvajes a quienes convertir, bárbaros a quienes civilizar, conquistadores cuyos instintos crueles humanizar, pueblos innumerables a quienes defender, instruir y consolar; y convirtió al salvaje y civilizó al bárbaro y dulcificó el fiero corazón del conquistador y defendió, instruyó y consoló a los pueblos que la terrible espada del castellano borraba o hacía brotar de la haz de la tierra.

Para juzgar con acierto acerca de la conquista, tal como la llevaron a cabo en América los españoles, conviene considerarla desde un elevado punto de vista. Según las doctrinas de aquella época sobre la justicia social, los españoles creían que tenían justo derecho para conquistar todo pueblo que no profesase creencias cristianas, sujetándolo por la fuerza, si de buena voluntad no reconocía el dominio del Monarca de Castilla. En el ánimo de los conquistadores no cabía, pues, duda ninguna sobre la justicia de la conquista. Los crímenes que cometieron, al ponerla por obra, fueron contra el linaje humano y no solamente contra una tribu de indios o una nación bárbara. De la conquista podrán excusarse con la buena fe en doctrinas enseñadas entonces generalmente como verdaderas; pero de los crímenes que cometieron contra la desventurada raza india no podrán excusarse jamás; porque el robo, los asesinatos, el adulterio, la traición, la lascivia y todo ese aparato de fuerza e inmoralidad, que se apellidaba pacificación, no podrán en ningún tiempo dejar de ser crimen execrable. Sí, crímenes se cometieron, ¿cómo negarlo...? Cuando consideramos lo que fue la conquista, no podemos menos de exclamar con gemidos ¿por qué, en vez de soldados feroces y sanguinarios, no vinieron a América solamente sacerdotes pacíficos y virtuosos? ¡Ah! entonces, si alguna sangre se hubiera derramado en la conquista de América, habría sido la sangre de los misioneros; entonces la conquista habría sido la victoria de la civilización contra la barbarie, y no el destrozo violento de naciones indefensas...   -338-   Pero los conquistadores, esos hombres extraordinarios, de alma indomable y de férreo corazón, por lo común ignorantes, dominados por fuertes pasiones, creyentes fervorosos, leales hasta el heroísmo, con la fogosa imaginación española henchida de recuerdos caballerescos, cuando estaba viva la memoria de las guerras que por ochocientos años habían sostenido con los árabes, opresores de su patria y enemigos de su fe, ¿cómo era posible que acertaran a la conquista, cuando en los indios veían no sólo al enemigo a quien era preciso domeñar, sino también al infiel, supersticioso y adorador del demonio? ¿Cómo hubieran podido discernir lo justo de lo injusto unos soldados valientes, eso sí, envejecidos en los campos de batalla, y diestros sólo en manejar la espada, cuando los sabios de aquella época, encanecidos en el estudio, maestros de los pueblos, consejeros de los reyes, sostenían como verdades indudables errores manifiestos? La imparcialidad exige que juzguemos sin pasión: los conquistadores de América deben ser juzgados según la época en que vivieron.

Amamos la España sabia, heroica y, sobre todo, católica; pero detestamos la España cruel y descreída; la España de San Luis Beltrán, San Francisco Solano y Las Casas es admirable; la España de Pizarro, Ampudia y Valverde es indigna hasta de un recuerdo, porque el crimen no merece otro galardón que el vituperio.



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ArribaAbajoII.- Misiones

Los misioneros en América. El apostolado católico. Establecimiento de las misiones. Carácter del salvaje. Sacrificios heroicos de los misioneros. Obstáculos para la conversión de los indios. Las reducciones del Paraguay. Gran número de misioneros. Filósofos y misioneros.


Una de las pruebas de la divinidad que tiene el cristianismo, es la enseñanza pública y universal de su doctrina. Los otros cultos o han sido propios solamente de una raza, como el mahometismo, o han permanecido encerrados dentro del estrecho recinto de una provincia, como el budismo, o eran conocidos exclusivamente de una casta o sociedad privilegiada, como sucedía con las doctrinas ocultas del Egipto, de Grecia y de la misma Roma. Para el cristianismo, empero, no hay ni ha habido nunca distinción de razas, ni diversidad de naciones, pues para Jesucristo todos los hombres no forman sino una sola y gran familia con un solo padre, que es el mismo Dios, que está en los cielos. A ningún filósofo antiguo se le ocurrió jamás salir por el mundo, abandonando todas sus comodidades, a enseñar a los pueblos la unidad de Dios y la inmortalidad del alma, verdades religiosas que los filósofos conocían muy bien, pero que nunca se tomaron el trabajo de enseñarlas a los demás. En las escuelas aquellas grandes verdades eran temas para discursos, alguna vez, elocuentes; en las prácticas ordinarias de la vida el filósofo era tan supersticioso como el más ignorante vulgo.

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No así la divina enseñanza del cristianismo. Id y enseñad a todas las naciones, dijo un día Jesucristo a sus doce pobres pescadores del mar de Galilea. Id y enseñad... ¿A quién? Omnes gentes, ¡a todas las naciones! ¿Y qué les mandaba enseñar? La buena nueva, el Evangelio de la salvación eterna... Nada de cuanto yo os hubiere enseñado, añadió el Divino Maestro, nada tendréis oculto; lo que se os ha dicho en secreto predicadlo públicamente. Recibido el precepto de evangelizar a todo el mundo, los apóstoles de Jesucristo partieron sin tardanza a predicar la buena nueva. Hubierais visto como esos doce pobres galileos iban a la conquista de todo el mundo, sin más armas que su palabra, con el fin de enseñar al esclavo, a la mujercilla, al niño, al griego, al bárbaro, al romano, lo que no supieron ni Platón, el divino, ni Sócrates, el mejor de los sabios de la antigüedad.

Cuando Jesucristo mandó a sus discípulos ir por todo el mundo a enseñar a todas las gentes, entonces fundó el apostolado católico, misión permanente que debe durar mientras en la tierra haya hombres a quienes predicar la verdad. Por esto, no ha habido nación civilizada ni bárbara, pueblo remoto, tribu inhospitalaria, ni cabaña de salvajes donde no se hayan presentado los apóstoles del cristianismo a cumplir el precepto del Divino Maestro.

En América los vemos llegar al mismo tiempo que los conquistadores; éstos penetran hasta lo más remoto y escondido del nuevo continente; lo exploran en todas direcciones, pero les falta la constancia y el valor les abandona allí donde la tierra no ofrece señales de ricos veneros; el sacerdote se adelanta y reconoce las comarcas donde el conquistador no se resuelve a penetrar, porque el tesoro del sacerdote son las almas. La España envía al Nuevo Mundo sus huestes aguerridas de conquistadores, pero ella misma derrama también sobre él sus pacíficas legiones de apóstoles, nube benéfica que trae frescura y abundancia a una tierra árida y desolada. Tras el conquistador, allí está el misionero. Con Cortés van a México, con Pizarro vienen al Perú, con Quezada penetran   -341-   en Cundinamarca, con Ponce de León abordan a la Florida, con Valdivia parten a Chile, y con Benalcázar llegan a la tierra ecuatoriana.

Dos clases de misiones fundaron en América los sacerdotes, pues mientras que unos se consagraban a instruir a los indios que vivían formando pueblos, como en México y el Perú, otros, internándose en los bosques, se ocupaban en convertir las tribus errantes de salvajes. México en su vasta extensión tocó en suerte a los franciscanos, que fueron allá llevando por superior de ellos al virtuoso padre Valencia. El gran Cortés salió a recibirlos y les saludó hincadas ambas rodillas en tierra, para dar ejemplo de reverencia a los indios, que contemplaban aquella escena llenos de admiración.

Las Antillas, el Perú y gran parte de Colombia evangelizaron los dominicos; los padres de la Merced acudieron temprano a la obra de la conversión de los indios en Centroamérica y en Chile; los agustinos vinieron a colaborar también en la tarea evangélica, fundando conventos en las colonias; y, por fin, los jesuitas que llegaron en último lugar, se consagraron de una manera admirable a la conversión de las tribus salvajes en el Amazonas, en el Orinoco, en el Paraguay, en los llanos de Casanare y en entrambas Californias; así es que un siglo después de descubierta la América no había lugar alguno de ella que no hubiera sido visitado por los misioneros.

Ponderar los obstáculos que hubieron de vencer, los sacrificios heroicos que consumaron y la paciencia con que soportaron fatigas y contradicciones, sería imposible. Los indios odiaban de muerte a los españoles; éstos habían sido los destructores de sus imperios, los que habían dado muerte a sus reyes, los que andaban desolando sus provincias; la religión cristiana era para los indios la religión de sus opresores; si los misioneros les predicaban la práctica de las cristianas virtudes, la vida licenciosa de los conquistadores, que profesaban las mismas creencias religiosas, destruía toda la enseñanza del misionero. El cristianismo fue anunciado a los indios entre el estrépito de las armas y el fragor de los combates, y en la mente   -342-   de ellos la predicación de la religión cristiana estaba unida con los tristísimos recuerdos del hundimiento de sus imperios, de la trágica muerte de sus monarcas y de la pérdida de su patria y hasta de su misma lengua. ¿Qué amor a la religión podía inspirar a los Incas, por ejemplo, la muerte sangrienta de Atahualpa? ¿Cómo podían amar los pobres y desventurados indios la religión de los que les arrebataban sus mujeres, les cargaban de cadenas o los hacían despedazar con perros de presa...? ¡Oh, conquistadores, no os llaméis cristianos...! ¡Religión santa de Jesucristo, perdonad tantos ultrajes...!

Sigamos al misionero y contemplémosle ocupado en la conversión del salvaje. ¡Cuántas y cuán terribles pruebas tenía que soportar su paciencia! Después de haberse internado en las selvas, cruzado desiertos, vadeado ríos caudalosos, trepado por rocas inaccesibles, llegaba al fin a la cabaña del indio. Feroz y desconfiado el hijo de las selvas muchas veces rechazaba con rústico desdén al misionero. El salvaje no es, como pretendieron los incrédulos del siglo pasado en sus delirios filosóficos, el hombre primitivo, sino el hombre degenerado, envilecido, el hombre que, descendiendo al último escalón de la vida racional, manifiesta de un modo triste pero evidente los estragos causados en la obra de Dios por el pecado original. El salvaje tiene por patria el desierto; flechas y arco, por tesoro; brío en el corazón, audacia en la mirada, planta ágil como la del ciervo; la negra y destrenzada cabellera ondea al viento, cuando se lanza a perseguir las fieras en los bosques, y en el desnudo cuerpo resaltan los nervudos miembros, señales de fuerza y de vigor; en desigual combate lucha con el tigre, terror de las selvas, y lo vence; embarcado en su frágil piragua se burla del cocodrilo, que le acecha bajo las aguas de los ríos; una vez dueño de su presa, ni el pasado le aflige con importunos recuerdos ni el porvenir le espanta con funestos presentimientos; cándido como niño, los sueños le asustan y en el leve ruido de las hojas que arrastra el viento se imagina percibir misteriosos murmullos de no sé qué cosa sobrenatural que no comprende; su ley, su   -343-   capricho; su gloria, la venganza; aunque nunca ha saboreado las dulzuras del amor, experimenta el furor de los celos; la vida social exige sacrificios y por eso la detesta; su cuerpo respira el aire del desierto y su alma se marchita privada de libertad, porque el salvaje no tiene más pasión que la de la independencia. Necesaria era pues toda la constancia y santa tenacidad de un apóstol para lograr hacer de aquel hombre degradado un miembro de la sociedad y un discípulo de Jesús.

Para esto el misionero vivía en la cabaña del salvaje, le acompañaba en sus correrías, dándole gusto en sus caprichos, procurando adivinar sus deseos a fin de ganarle la voluntad, sirviéndole en todo, imitando hasta sus groseros y muchas veces ridículos modales, para cautivarle el corazón e inspirarle confianza. El salvaje es enemigo del trabajo, casi no conoce la vida doméstica; por esto el misionero labraba él mismo en persona la tierra, arándola y desherbándola para aficionar al trabajo a los indios y estimularlos con su ejemplo; pero sucedía muchas veces que los salvajes o se estaban quietos o indolentes mirándolo con desdeñosa indiferencia, o arrebataban las semillas, recién sembradas, para comérselas a la vista misma del misionero, porque el salvaje es el hombre eternamente niño; para él no hay crecimiento en las virtudes sociales.

Por complacer con el indio, el misionero coronaba su cabeza con el vistoso plumaje de los indios de la Luisiana o se engalanaba con los rústicos adornos de las tribus belicosas del Ucayali y del Brasil. ¡Cuántas industrias santas e ingeniosas no empleaban los misioneros para convertir al salvaje! De noche, cuando todo el desierto estaba en silencio, mientras la luna, recorriendo lánguidamente el firmamento, alumbraba con apacible y melancólica luz los bosques vírgenes del Paraguay, cuando ni el murmullo del insecto ni el canto de las aves interrumpía la majestuosa calma de la soledad, los misioneros en su pequeña barquilla descendían mansamente por las tranquilas aguas del río, modulando tiernos sones con la flauta agreste y entonando himnos al Señor, himnos   -344-   sagrados que resonaban por vez primera en el fondo de las selvas de América. Los salvajes, amantes de la música y del canto, acudían solícitos a escuchar esa nueva y para ellos nunca oída armonía; se aficionaban a los padres, les seguían y de esta manera principiaban a frecuentar poco a poco su compañía. ¡Oh, y qué escenas tan tiernas y encantadoras no presenció entonces el suelo americano! La tosca Cruz de la misión se alzaba en medio de los campos; delante de ella el sacerdote del Señor, voluntariamente desterrado de su patria, erigía, con piedras rústicas y césped de los prados, un altar, agreste y sencillo, cual lo soldrían levantar Abel y los patriarcas en las cercanías del Edén; y allí se preparaba a ofrecer el adorable sacrificio del cuerpo y sangre de Jesucristo; con el desierto inmenso por templo, el firmamento por dosel, sin más música que el manso ruido del viento que agitaba al pasar las hojas de los árboles, sin más himnos que el canto agreste de las aves del vecino bosque, cuando en el lejano horizonte la plácida claridad de la aurora principiaba a ahuyentar las sombras de la noche, a fin de que los rústicos hijos de las selvas, agachada hasta el polvo la indómita cerviz, adorasen entonces, por la primera vez, a su Criador. ¡Oh, exclamaremos con el autor del Genio del cristianismo, oh encanto de la religión, oh magnificencia del culto cristiano...!

¡Y qué duros y cuán penosos sacrificios no había costado al misionero labrar ese ingrato terreno, donde apenas cosechado el primer fruto de sus fatigas, había de ver disiparse como un sueño la principiada cristiandad! Desde el otro hemisferio había venido en busca de aquellos indios que sin más ciencia que el instinto de su propia conservación, volubles e inconstantes hoy escuchaban atentamente las enseñanzas del misionero, y al día siguiente empuñaban de nuevo su arco y volaban al desierto para no volver jamás. Y ¿cómo hacer comprender a los salvajes las enseñanzas de la religión cristiana? ¿Cómo explicarles sus misterios sublimes, cuando el ingenio grosero del salvaje no tenía más ideas que las de   -345-   su vida de todo en todo mezquina y envilecida? ¡Cuánta pobreza de ideas! ¡Cuánta escasez de palabras para expresar lo abstracto y sobrenatural en idiomas imperfectos y caprichosos, propios de pueblos sin ninguna cultura intelectual!

Mas no vayamos a creer que el misionero coronaba su obra cuando conseguía bautizar al salvaje, no; entonces tenía que interponerse entre sus mismos compatriotas, duros y codiciosos, y los neófitos débiles y desvalidos; el misionero debía defender a sus neófitos de la rapacidad y tiranía de los colonizadores. ¡Ah, cuán tristes recuerdos no nos ha conservado la historia de la sacrílega oposición que hicieron los primeros colonos a la civilización del salvaje! ¡Quién lo creyera! Entonces como ahora el hombre blanco, el hombre civilizado, con su trato era un grave impedimento para la completa educación de los indios, una religión que se les había anunciado entre cadenas y regueros de sangre. ¡No quiero, no, ir a ese cielo donde están los blancos, contestó uno de aquellos infelices desde la hoguera en que lo estaban quemando, al misionero que en aquel instante le exhortaba a recibir el bautismo...!

Cuántas otras veces, después de haberse internado con increíbles trabajos en los bosques seculares del Nuevo Mundo, se encontraba de repente el misionero perdido, sin camino ni salida, en ese laberinto asombroso de árboles gigantescos, entrelazadas lianas, troncos derribados y parásitas hermosas, que forman un bosque aéreo sobre las ramas de otros árboles. La selva en todas direcciones ostentaba una majestad aterradora, y el solemne silencio que reinaba bajo el recinto sombrío de aquellos bosques, sólo era interrumpido por el eco lejano de los aullidos de la horda salvaje, acampada a incierta distancia. Una muerte segura a manos de aquellos mismos a quienes había venido a civilizar, he ahí el premio de tantas fatigas para el sacerdote católico. Y ¡qué muerte la que le estaba reservada! ¡Una agonía lenta y dolorosa, atado a un poste, donde se le iban arrancando a pedazos las carnes para devorarlas a su misma vista; la   -346-   tardía consumsión, expuesto a la llamarada de una hoguera, cuyo fuego atizaba de cuando en cuando el salvaje, para oír como chirriaban las carnes del mártir tostadas por el fuego! Otras veces, perdidos en las selvas, eran presa de las fieras o morían de extenuación y de cansancio; sus huesos yacían insepultos en la soledad y pronto, soplando el viento del desierto, los dispersaba, así como al pasar el tiempo iba borrando su memoria, sin dejarles entre los hombres más premio que el olvido.

Sucedía también frecuentemente que los indios despreciaban al misionero o huían de él sin querer aceptar sus obsequios porque, como supersticiosos, se recelaban de las dádivas del hombre blanco, teniéndolas en su concepto por funestos encantamientos. Ponderemos, por fin, cuán grandes serían las angustias de los misioneros cuando después de años de constante trabajo y de inauditos sufrimientos para formar un pueblo o una misión, veían de repente destruirse para siempre su obra; pues las guerras encarnizadas, que se hacían unas a otras las tribus salvajes, eran uno de los mayores obstáculos para la conservación de las misiones. Plantaba el sacerdote una cruz, en torno de ella poco a poco se iba formando un pueblecillo, y el mismo misionero enseñaba a los indios, dos veces neófitos, del cristianismo y de la civilización, a labrar la tierra y a ejercitarse en aprender las artes necesarias para la vida social. Cuando he aquí que un día de súbito era preciso huir sin saber a dónde, porque los gritos de guerra de los enemigos resonaban allí cerca y era necesario ponerse en fuga, abandonándolo todo; la rústica cruz, a cuyos pies habían solido congregarse para oír las primeras instrucciones, el templo apenas construido, y las sementeras, que pronto debían cosechar. Dando, pues, un sentido adiós a su antigua patria, iban a buscar otra nueva...

Mas, ¿qué motivos impelían a estos sacerdotes a sobrellevar tantos trabajos y a consumar tan penosos sacrificios? ¿La gloria? ¿El buen nombre? ¿Y de parte de quién habían de esperar gloria? ¿Acaso de parte de los salvajes, que ni aun eran capaces de apreciar el heroísmo   -347-   de su abnegación? ¿Qué gloria ni qué aplausos podían esperar de tribus bárbaras, que aborrecían a los extranjeros? ¡Locura parece decirlo siquiera...! ¿Buscaban, tal vez, los aplausos del mundo? El mundo se compadecía de ellos como de miserables o los escarnecía como a criminales. Los filósofos, esos árbitros de la opinión pública, sentados a la mesa de juego allá en Europa, apurando copas rebosantes de vinos generosos y paladeándose con manjares exquisitos, hablaban del atraso y degradación de las tribus salvajes, hacían muy elegantes discursos acerca de la igualdad y fraternidad y se mofaban de los misioneros de América pintándolos con los más feos colores, para hacerlos odiosos y despreciables... ¿Venían, por ventura, en busca de comodidades? Los misioneros carecían muchas veces de abrigo, en sus largos y penosos viajes dormían a la sombra de los árboles, la humedad y las lluvias destruían sus vestidos, las malezas rasgaban en jirones sus pobres hábitos, y a pie, descalzos, enervados por el calor sofocante, recorrían distancias inmensas. Muchos de ellos, para venir a América, habían sacrificado la patria, siempre querida, las comodidades de familias opulentas, la honra y gloria literaria en academias y colegios, y todos, en fin, el hogar doméstico que, aunque pobre, no puede nadie olvidarlo jamás.

Dios sabe con cuánto dolor vamos trazando estas líneas. ¡Reducciones del Paraguay, santas misiones del Orinoco, del Amazonas, del Paraná, ya no existís! Apenas sois ahora un recuerdo en la historia... Cuando leemos en Muratori, Chateaubriand, Cantú, Candell y Marshall la descripción de lo que fueron las misiones de América, nos preguntamos a nosotros mismos, ¿esos tiempos habrán pasado para siempre? ¡Aún hay salvajes y muchos e innumerables en América, ojalá el Señor se digne enviarles apóstoles...!

Allá, tras la gigantesca cordillera de los Andes, vagan tribus numerosas de salvajes; esos pobres indios son hijos de la Patria, y ¿qué hace por ellos la Patria? ¡Oh, Santa Iglesia católica, extiende hacia ellos tus brazos maternales, y recíbelos en tu seno! ¡Oh, cuándo será el   -348-   día, cuándo, en que todos ellos conozcan a nuestro señor Jesucristo...! ¡Apóstoles de la Cruz, volad allá! ¿Por qué tardáis...? El espíritu de sacrificio, ese espíritu que animaba a los antiguos misioneros, ese espíritu os debe animar también a vosotros; si ese espíritu os anima, obraréis las maravillas de celo que ellos hicieron. ¡Enviad, Señor, apóstoles, enviad, Señor, sacerdotes abnegados a esas tribus innumerables de salvajes que no os conocen...! Fijemos nuestra vista en el mundo, ¡cuánta agitación! ¡Cuántas empresas! Construyen ferrocarriles, fabrican vapores, tienden de un polo a otro hilos telegráficos, levantan máquinas admirables, pero los hombres están olvidados de Dios; no obstante, un día todas esas grandes obras del hombre servirán para llevar a cabo la obra de Dios. Cuando los romanos construían sus famosas vías reales no pensaban que estaban allanando el camino a los apóstoles. ¿En qué se ocupa ahora el mundo tan olvidado de Dios...? ¡En hacer la obra de Dios...! Construid ferrocarriles, por ellos pasarán los misioneros; fabricad vapores, para que los apóstoles vayan volando al extremo del mundo; tended hilos telegráficos, para que la voz de los papas se oiga al instante en ambos continentes, es decir, ¡haced la obra de Dios!



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ArribaAbajoIII.- Ciencia y literatura

Servicios que el clero católico ha hecho a las ciencias y a las letras en América. Gran número de escritores. Historiadores en América. Lingüistas. Viajeros. Disposiciones relativas a la instrucción pública.


Parece que la Iglesia católica, cuyo fin es la salvación de las almas, no debía haber favorecido, sino mirado con indiferencia el cultivo y adelantamiento de las ciencias profanas; sin embargo, consultando la historia, no podemos menos de quedar sorprendidos encontrando al sacerdote católico al frente de todos los ramos del saber humano. Sería necesario extendernos demasiado, alejándonos de nuestro objeto, si quisiéramos exponer detenidamente los servicios prestados por sacerdotes católicos a las ciencias profanas y a las artes. Las ciencias puramente especulativas han sido siempre patrimonio casi exclusivo del sacerdocio católico. Las investigaciones profundas de la metafísica, el examen de las grandes cuestiones de la moral y la lógica fueron en la antigüedad honrosa ocupación de hombres como Platón, Aristóteles y Séneca; pero en esas mismas ciencias ha producido la Iglesia católica mentes tan elevadas como las de San Agustín, San Anselmo y Santo Tomás de Aquino. El libro de Las leyes del padre Suárez, jesuita, tiene la exactitud y profundidad que en muchos puntos faltan a la tan ponderada obra de Montesquieu; Bacon en la física experimental y Clavio en la astronomía, prepararon el camino a otros sabios que han venido después; Petavio, Papebroquio y Mabillón desenredaron el intrincado laberinto de la cronología; en fin, sólo entre los   -350-   católicos han aparecido esos ingenios enciclopédicos, verdaderos prodigios en el orden intelectual, como Alberto Magno, Raymundo Lulio y Orígenes, de quienes podemos decir lo que Terencio decía de Varrón: no se sabe en ellos qué admirar más, si sus voluminosos escritos o su pasmosa erudición.

La historia de la Iglesia católica es la historia de la verdadera civilización: allí donde la iglesia católica ejerce libremente su acción vivificadora, allí, como por encanto, brotan a la sombra de la Cruz las artes y las ciencias. Así sucedió también en América. El clero católico fue el primero que con el Evangelio trajo las ciencias y las artes; ciencias y artes que durante tres siglos fueron conservadas, enseñadas y difundidas en América casi exclusivamente por el mismo clero católico. Haremos un breve resumen de los trabajos que en favor de la ilustración emprendió el clero americano, contentándonos con citar solamente los nombres más célebres.

Por desgracia, la historia de las letras en América es muy poco conocida; así es que muchos nombres famosos yacen completamente ignorados. Preocupaciones de escuela, o mejor diremos de secta, han persuadido a muchos que más allá del horizonte de los tiempos modernos todo es oscuridad y tinieblas. Pues bien, de ese fondo oscuro de los tiempos pasados veremos aparecer ahora multitud de espíritus ilustres, ostentando en su frente la corona de la ciencia, que el olvido no ha podido marchitar. Ahí están esos que ilustraron los puntos más oscuros del derecho y dieron solución a todas las cuestiones del régimen eclesiástico. Villarroel, sorprendente por su erudición; Murillo Velarde, metódico y exacto; Avendaño, insigne por su doctrina; Montenegro, notable por su mucho saber; Moreno, cuyas obras, ricas en erudición, puras en doctrina, en mérito admirables, son conocidas en América y celebradas en Europa. Ahí están el venerable padre Diego Álvarez de Paz y el padre Godínez, insignes maestros en esa ciencia no humana sino celestial de la santificación de las almas. En el tratado de la Vida espiritual del primero encontramos la unción de San   -351-   Bernardo, la gracia seductora de Santa Teresa y la elocuencia persuasiva del venerable Juan de Ávila; en la Teología mística del segundo vemos explicados los arcanos de la gracia en la santificación de las almas.

¿Queremos filósofos? Pues ahí tenemos, por no citar otros, el padre Alonso de Peñafiel, natural de la antigua Riobamba, en cuyos escritos aplaudidos por la Universidad de Lima, bajo la áspera corteza del escolasticismo, se halla encubierta sustanciosa doctrina. En América se enseñaba entonces como en toda Europa la filosofía llamada escolástica, y con esto queda dicho que los filósofos americanos no inventaron sistemas nuevos ni fundaron escuelas aparte, lo cual para nosotros no es un defecto, sino un mérito. En metafísica, en lógica en una palabra, en todas las ciencias abstractas, así como en las experimentales, hay puntos luminosos y puntos oscuros; aquéllos no están sujetos a discusión, porque son conocidos y solamente necesitan demostración, para que la verdad de ellos sea palpable a toda inteligencia, y refutación de los errores que se les opongan en contrario; los sistemas sólo son admisibles para explicar los puntos oscuros de la ciencia. La astronomía no principia por demostrar la existencia del sol y de las estrellas; pues así también en las ciencias abstractas hay ciertas verdades que son respecto de ellas lo que la existencia del sol y de las estrellas respecto de la astronomía. El escolasticismo tiene pues la excelencia, sobre toda otra escuela filosófica, de no haberse puesto nunca en contradicción con el sentido común.

Los conquistadores despreciaban al pueblo vencido y, por esto, no quisieron poner los ojos en las costumbres, tradiciones y creencias de los indios; así es que éstas no perecieron por completo merced a los misioneros, quienes se consagraron a investigar con solícito cuidado y hasta con cierta especie de cariñoso interés la historia de las naciones americanas.

No hubo pueblo alguno del nuevo continente, ni raza de indios, bárbara o salvaje, que no tuviese entre los   -352-   sacerdotes católicos su respectivo historiador. Sahagún y Torquemada se hicieron historiadores de los aztecas; Landa estudió los caracteres simbólicos de la escritura de los Mayas; en las obras de Simón, de Piedrahíta y de Zamora se encuentran datos preciosos sobre los Muiscas; Julián hace discretas observaciones sobre las tribus que moraban en el territorio de Santa Marta; Gumilla nos ha dejado una curiosa historia de las naciones salvajes del Orinoco, y Balera escribió en latín elegante la historia de los Incas, que sirvió después para que Garcilaso compusiese la primera parte de sus Comentarios reales. Dávila, Remezal, Meléndez, Calancha, los dos Córdovas, Cassani y otros muchos escribieron las Crónicas de sus respectivas órdenes en América, acopiando en sus obras curiosos datos relativos a la historia civil, y hasta doméstica de estos países en la época colonial. Tan exacto es cuanto acabamos de decir, que los escritores modernos para referir muchos acontecimientos pasados, casi no han tenido otras fuentes históricas que las obras de aquellos cronistas de las órdenes, religiosas.

Rodríguez compuso una Historia de las misiones del Marañón, que no vacilamos en calificarla de notable bajo muchos aspectos. Techo y Charlevoix compusieron la del Paraguay. Lafitau y García escudriñaron el origen incierto de los primeros pobladores de América. Duchesne interpretó el calendario de los Chibchas, y de los trabajos arqueológicos de este cura se sirvió el Barón de Humboldt citándolos con elogio en sus Vistas de las cordilleras.

Historiadores hubo, como Clavijero y Molina, que en un siglo ilustrado llamaron la atención de los sabios en la misma Europa. En nuestros mismos días Funes escribió la historia del Paraguay, el ilustrísimo García Peláez, la de Guatemala y el señor Eyzaguirre, la Historia eclesiástica de Chile, que ha merecido ser traducida al francés. Y ¿quién, por poco que conozca la historia de América, no apreciará las obras de Brasseur, sacerdote francés, consagrado a estudiar con paciencia y laboriosidad admirables las antigüedades de los mayas de Yucatán   -353-   y de esa raza desconocida que levantó los monumentos de Mitla y de Palenque? Ni son para que pasemos desadvertidos los escritos de otro sacerdote, también francés, Domenech, cuyo Itinerario de un misionero ha sido puesto a par de las Prisiones de Silvio Péllico.

El padre Acosta, escritor verdaderamente sabio según el protestante Robertson; el padre Acuña y la preciosa recopilación de las misioneros jesuitas conocida con el nombre de Cartas edificantes, contienen observaciones juiciosas sobre la naturaleza física de los terrenos, sobre los climas, los animales y plantas de América, descripciones exactas de costumbres y de fenómenos naturales que honrarían a un viajero moderno.

¿Ni cómo habíamos de dejar sin un tributo de gratitud a nuestro compatriota el padre Juan de Velasco? ¿Quién no ha gastado algunas horas en leer esa narración de los sucesos antiguos de nuestra patria, hecha no con la gravedad de un historiador sino con cierta sencillez doméstica...?

En las obras históricas de los escritores que acabamos de citar se hallan examinadas todas las cuestiones relativas a los primeros pobladores de América, al origen de sus habitantes, al tiempo en que éstos pasaron al nuevo continente, etc., etc. Hay además conjeturas muy fundadas, observaciones sagacísimas y una erudición admirable. Alguna vez no hemos podido menos de sonreírnos encontrando en escritores modernos, principalmente extranjeros, presentadas con aire de novedad reflexiones ya viejas entre los escritores americanos. Para conocer lo que son esas obras, es de todo punto necesario leerlas en sus propios originales y no en traducciones infieles o en citas de trozos incoherentes. Añadiremos, por fin, que en muchas de esas obras campean a la par la riqueza y donosura de nuestra lengua castellana.

A los escritores de crónicas, historias, anales y biografías, siguen los filólogos y lingüistas americanos. El número de las gramáticas y diccionarios de idiomas americanos que han compuesto los misioneros es muy crecido.   -354-   No hay lengua alguna de América que no tenga su gramática y muchas también su vocabulario compuestos por misioneros. Los franciscanos llegaron a conocer tan a fondo el idioma de los mexicanos, que compusieron obras de largo aliento en aquella lengua que hablaban con tanto primor como los antiguos príncipes de Anáhuac. No sólo fueron gramáticas y diccionarios, fueron también traducciones de la Sagrada Escritura, de la Imitación de Cristo y copiosos Sermonarios los que publicaron en varios idiomas americanos. El padre Olmos, franciscano, fue el primero que compuso una gramática del idioma Náhuatl, y el padre Domingo de Santo Tomás, el primero que redujo a arte las reglas de la lengua de los Incas. Ruiz de Montoya, Lugo, Torres Rubio, Febres, Marban, todos religiosos, compusieron respectivamente gramáticas y diccionarios de las lenguas guaraní, chibcha, aymará, chilena y moxa. Los únicos restos que nos han quedado del idioma hablado por las antiguas tribus de Caribes, que habitaban las Antillas en la época del descubrimiento de América, se deben a un misionero. En fin, también un misionero, el padre Hervás, jesuita, fue el primero que ensayó el estudio comparativo de las lenguas americanas en sus notabilísimas obras tituladas la Aritmética y el Catálogo de las lenguas.

A los filólogos americanos se les echa en cara una falta, a saber, la del método que adoptaron en sus gramáticas para explicar la índole de los idiomas americanos. Aplicaron a los idiomas americanos, se dice, el método seguido entonces para enseñar la lengua latina. No hay duda que este defecto es muy grave, pero sólo para los modernos que han analizado la estructura gramatical de los idiomas americanos, mediante las luces que sobre la naturaleza de los idiomas ha difundido la lingüística, ciencia que no existía en aquellos tiempos. La lingüística y la filología comparada son ciencias muy modernas, y acusar a los misioneros de que en sus gramáticas y vocabularios de las lenguas indígenas del nuevo continente no siguieron el método que han adoptado los sabios modernos para la enseñanza de los idiomas sería   -355-   lo mismo que acusarles de que no navegaban en buques de vapor, ni viajaban en ferrocarriles.

No contentos los misioneros y muy particularmente los obispos con dar a los desvalidos indios la instrucción religiosa necesaria para el cumplimiento de sus deberes como cristianos, procuraron darles instrucción no solamente artística, sino hasta científica, como lo atestigua la historia de las colonias americanas. Varias bulas de los papas, principalmente de Paulo III y Gregorio XIII, contienen disposiciones terminantes sobre la instrucción religiosa que debía dar a los indios; los concilios provinciales de México y de Lima, los sínodos diocesanos de Quito, de Santiago, de La Paz y de varias otras diócesis americanas, congregados para arreglar la disciplina eclesiástica que debía regir en estas iglesias, dictaron providencias y reglamentos para la instrucción y buen gobierno de los indios. En 1534 se fundó para ellos en México un Seminario, y hasta ahora se ha conservado el nombre del primer profesor de latinidad, que lo fue el padre fray Arnaldo, franciscano. En ese mismo colegio se les dieron más tarde lecciones de retórica, de filosofía, y de jurisprudencia tales como se daban a los hijos de los conquistadores. La Iglesia puso la primera piedra de todos los establecimientos literarios que hubo en América. México, Lima y Córdoba de Tucumán debieron a la Iglesia esas sus célebres universidades, durante tres siglos, fecundo semillero de sabios. El ilustrísimo señor Torres fundó en Bogotá el Colegio del Rosario; la primera Academia de Teología que hubo en Quito fue fundada por los padres agustinos, y un fraile agustino, un Obispo, el ilustrísimo señor López de Solís fue el fundador del primer seminario que hubo en nuestra patria. Minerva hizo brotar el olivo, golpeando la tierra con el asta de su lanza. Esta fábula donosa de los griegos fue una realidad en el Nuevo Mundo, donde el báculo pastoral de los obispos hizo brotar el árbol frondoso del saber humano, cuyos frutos recogemos todavía.

En los colegios de América se enseñaban las ciencias eclesiásticas, la jurisprudencia civil y canónica, la filosofía,   -356-   la lengua latina. Profesores hubo en esos colegios que gozaron de una muy bien merecida fama de sabios en éste y en el otro continente. Citaremos un solo nombre, que es también una de nuestras glorias nacionales, el del padre Juan Bautista Aguirre, jesuita, el cual desterrado en Roma fue teólogo y consejero del ilustre pontífice Pío VII, entonces Arzobispo de Ímola. El padre Aguirre nació en Guayaquil y se formó en los colegios de Quito. ¿De dónde salió, en qué colegios había sido educada aquella juventud tan apta para las ciencias, que en todas las colonias americanas, a principios de este siglo, encontró el Barón de Humboldt? ¿Quién fue Mutis, ese sabio cuyo retrato mandó grabar el mismo Barón de Humboldt al frente de sus obras, quién fue sino un sacerdote tan sabio como modesto...? El observatorio famoso de Bogotá fue dirigido por Mutis; y un Arzobispo, el señor Góngora fue quien protegió con regia munificencia las primeras expediciones botánicas que se hicieron en la América meridional.

Las numerosas y ricas bibliotecas que todavía quedan en los conventos están dando testimonio en favor de la ilustración de las antiguas corporaciones religiosas de América. ¿Quién introdujo en estas ciudades la imprenta? Los sacerdotes. ¿Quién descubrió la quina, ese poderoso antídoto contra las fiebres? Quien sino los odiados jesuitas. Los mejores monumentos que adornan nuestras ciudades fueron levantados por sacerdotes. Para erigir a Dios templos dignos de su santo nombre, los sacerdotes pusieron el cincel en manos del arquitecto, estimularon y protegieron la pintura, la escultura, la música, porque daban cita a todas las artes, llamándolas a trabajar juntas la casa del Señor.



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ArribaAbajoIV.- Costumbres

Mísera situación de los indios. El padre Las Casas. Los negros. El padre Pedro Claver. El signo de los santos en América. Destrozos causados por el liberalismo. La libertad es necesaria a la Iglesia católica. Sin independencia la libertad es ilusoria.


La instrucción no fue el único beneficio dispensado por la Iglesia católica a los americanos. Los conquistadores, después que demolieron las antiguas monarquías de México y del Perú, hicieron montones de oro y dando por concluida su obra ya no pensaron más que en satisfacer sus concupiscencias; mas entonces fue cuando principió para la Iglesia católica una tarea difícil y penosa. La sociedad que existía en el Nuevo Mundo era un verdadero caos moral, sin más leyes que pasiones desenfrenadas, y en ese caos era necesario hacer que reinara orden y hubiese armonía.

En los primeros tiempos de la colonia, lo mismo que ahora, había en América dos pueblos distintos uno de otro, en condición diversos y en fortuna contrarios, a saber: el pueblo conquistado y el pueblo conquistador. El pueblo conquistado, es decir, los pobres indios sufrían las espantosas consecuencias a que su repentino cambio de posición social les había condenado. En efecto, los indios vieron llegar de repente a los europeos, ponerles fuertes cadenas y reducirlos a dura servidumbre; privados entonces de libertad, extranjeros en su propia patria, huéspedes hasta en su mismo hogar, siempre tristes, abrumados bajo el peso de cargas que no podían sobrellevar,   -358-   apenas, apenas alcanzaban a entretener entre amarguras y dolores una vida, que les había llegado a ser insoportable. Unos, cautivos en los obrajes, trabajaban sin descanso los días y las noches; otros labraban la tierra, vigilados por amos duros y faltos de abrigo y de comida; éstos sepultados en las minas buscaban ese oro funesto que nunca llegaba a saciar la hidrópica codicia de los castellanos; aquéllos como acémilas a sus propias espaldas transportaban de un lugar a otro al conquistador, por páramos helados y sitios malsanos, vadeando ríos caudalosos y salvando precipicios. Jamás oían una palabra suave, ni una expresión de cariño. La perversidad de los conquistadores llegó hasta el extremo de tener por insensibles a los indios viéndolos tan sufridos; se les hizo la injuria de creerlos incapaces de los tiernos afectos de familia, y el amo separaba a la esposa del marido y a los hijos de la madre; el pudor del lecho conyugal fue insultado por la desvergonzada licencia del conquistador, sin que a la honestidad de las pobres indias sirviese de salvaguardia la pobreza, dos veces sagrada para un cristiano. A los sacerdotes católicos se debió, como dice el más concienzudo de los historiadores modernos, que los indios no se acabasen completamente en América. Al lado de los conquistadores, esos hombres de hierro que tenían corazón de héroes y fuerzas de titán, venían los sacerdotes, para interponerse entre el vencido y el vencedor.

Y entre esos sacerdotes el más célebre fue el padre fray Bartolomé de Las Casas, dominico. Las Casas fue, en efecto, el verdadero ángel tutelar de los indios. Vino a América, vio la dura servidumbre en que estos infelices gemían y su corazón de sacerdote no pudo menos de encenderse en santa cólera contra sus opresores; habloles enérgicamente, les conminó en nombre de Dios a que mudaran de conducta; y aunque sus palabras se estrellaron en el corazón egoísta del avaro conquistador, no por eso se desalentó; su vida peligraba si seguía hablando, mas no guardó silencio; antes, tanto más esforzado cuanto más combatido, atraviesa tres veces el océano,   -359-   se presenta en la Corte de España, y no la deja reposar hasta que logra ver puesto algún remedio a ese cúmulo de males que oprimía a los desventurados indios. Cisneros, el gran ministro, del cual dijo Leibnitz que si hubiera cómo comprar un ministro la España debería dar por tener otro Cisneros todos los tesoros del Nuevo Mundo, Cisneros escuchó con atención a Las Casas y las primeras medidas que se tomaron para proteger a los indios fueron dictadas por aquel famoso Cardenal.

Más tarde, como el mal fuese creciendo espantosamente, Las Casas se presentó de nuevo ante Carlos V; y el monarca que decía, con justificada jactancia, el sol no se pone nunca en mis dominios, oyó de la boca de un pobre fraile dominico palabras que le hicieron temblar. «Señor, le dijo el fraile, no habéis recibido de Dios las Indias para destrucción de sus habitantes, sino para convertirlos a la fe; acordaos, pues, que sobre vos hay un Juez que os tomará estrecha cuenta de vuestras acciones».

Nada pone miedo al defensor de los indios, tiene por enemigos a todos sus compatriotas, y el odio de éstos le hace cobrar nuevos bríos; predica, escribe, disputa, ruega, suplica, insta, amenaza a los reyes con la justicia de Dios. Sus enemigos se unen contra él para hacerle daño, mas no retrocede; ni las calumnias le abaten ni las amenazas le asustan; ni las dilaciones y tardanzas calculadas le desalientan, y tanto puede su constancia que, al fin, triunfa y el triunfo de Las Casas es el triunfo del cristianismo y de la civilización. ¡Gloria a la religión que produce tales hombres...! ¡Oh, padre Las Casas! ¡Tu solo nombre ha dado a España más honra que infamia le causaron los excesos de los conquistadores! Prelado sin igual, eres el coloso del sacerdocio americano... ¡Inspirado por el Evangelio, fuiste constante como la fe, resuelto como la esperanza, infatigable como la caridad; en tu obra civilizadora arrollaste los obstáculos y te engrandecieron las dificultades...!

Otros buscarán defectos en el padre Las Casas para deshonrar su memoria; nosotros creemos que esos sus   -360-   mismos defectos eran necesarios para conseguir el fin que se había propuesto y para llenar su destino providencial. La historia le ha limpiado además de la mancha de haber cooperado a la esclavitud de los negros en América.

El ejemplo dado por el padre Las Casas fue fecundo. La orden entera de Santo Domingo adoptó las ideas de Las Casas sobre la libertad de los indios, y las sostuvo con ese celo fervoroso característico de esta orden en todo lo que emprende para la gloria de Dios. El padre Luis de Valdivia en Chile y el padre Vieira en el Brasil, ambos jesuitas, siguieron el ejemplo dado por Las Casas, y partieron el uno a la Corte de Madrid, y el otro a la de Lisboa, para defender a los indios y pedir justicia contra la rapacidad de los conquistadores. La voz de los misioneros fue robustecida por las quejas que no cesaban de elevar los obispos en favor de los indios, y a esta santa tenacidad se debieron aquellas órdenes sabias que dictaron los reyes para el buen gobierno de sus colonias de América.

Al mismo tiempo que los padres Vieira y Valdivia defendían la causa de los indios ante los reyes de Europa contra los conquistadores, los padres Anquieta y Nobrega se entregaban por sí mismos en rehenes, quedando cautivos entre las hordas de caníbales del Brasil, para salvar la vida de algunos de esos mismos conquistadores. Tan brillantes páginas tiene la Iglesia católica en la historia de América.

Hay en la sociedad humana una raza infeliz, a quien le ha cabido en herencia, siempre y en todas partes, la esclavitud, y cuyo patrimonio ha sido la miseria; raza desgraciada, a quien en el banquete de la civilización no le ha tocado sino hambre, ignorancia y degradación. Esa raza es la de los negros. Comprados en su tierra, eran traídos a los mercados de Cartagena, donde se los vendía por esclavos; destinados por sus amos al cultivo de los campos o al laboreo de las minas, para ellos no había más descanso que el de la fosa común. Empero   -361-   los negros tuvieron también su apóstol en América y fue el B. P. Pedro Claver de la Compañía de Jesús.

Claver, cuyo nombre debe ser trasmitido a las generaciones futuras grabado con caracteres de diamante en las páginas de la historia. Claver se llamaba a sí mismo esclavo de los pobres negros esclavos, y fue para ellos padre que con los brazos abiertos estaba aguardándolos cuando llegaban al puerto para darles el ternísimo abrazo de la caridad cristiana; hermano encontrado en la tierra de su esclavitud; bienhechor que curaba sus llagas, aligeraba sus cadenas, se hacía participante de su aflicción, les acompañaba en su desamparo, ilustraba su entendimiento y les abría la puerta del paraíso y, por fin, único amigo que iba a orar sobre su sepulcro. ¡Pobres negros! A su pobre sepulcro no daban sombra los árboles de la tierra natal...

Cuánto habría tenido que padecer el santo jesuita, en 40 años de un apostolado tan penoso, no es posible ni imaginarlo siquiera. Cuando pensamos en los méritos de este hombre extraordinario, se nos dilata el corazón; el mundo, ciego e injusto, suele levantar monumentos suntuosos para honrar la memoria de grandes criminales, que han hecho gemir a las naciones y deja olvidada la tumba del inmortal padre Claver; sí, junto a esa tumba, casi ignorada, no se canta otro himno de gratitud que el monótono bramido de las ondas del Atlántico que, allá de cuando en cuando, vienen a azotar las costas de Colombia.

Mas a aquel, a quien ha olvidado el mundo, la Iglesia católica le ha levantado altares.

Mientras que unos sacerdotes defendían a los indios en la corte de los reyes, otros, principalmente los individuos de las órdenes religiosas, derramados por nuestras miserables aldeas, evangelizaban a la gente sencilla de los campos. Nos cansaríamos si quisiéramos referir solamente los nombres de aquellos verdaderos discípulos de Jesucristo, que se llamaba a sí mismo apóstol de los pobres. Un San Luis Beltrán, que evangelizó a las tribus   -362-   de las orillas del Magdalena; un San Francisco Solano, a cuyo celo vino estrecho el vasto imperio del Perú; un padre Salvatierra, fundador de las trabajosas misiones de California; un venerable padre Margil de Jesús, que convirtió al cristianismo pueblos innumerables en Centroamérica; un padre Onofre Estevan, enriquecido con el don de milagros; un padre Olmedo, compañero y director de Hernán Cortés; en fin, un padre José Segundo Lainez, que a mediados de este siglo moría de extenuación y de fatiga en las soledades del Caquetá.

De Francia se ha dicho con mucha verdad que fue formada por los obispos, con aquel esmero y constancia que emplean las abejas en labrar su colmena; lo mismo se puede decir de la América y con igual verdad. Y entre los nombres ilustres de prelados verdaderamente apostólicos tiene la América uno que descuella entre todos los demás: el de Santo Toribio de Mogrovejo, Arzobispo de Lima. La Providencia lo concedió a la América cuando más lo necesitaba, y la vida de este santo prelado fue toda un himno magnífico a la gloria de Dios. Los conquistadores habían hecho blasfemar del nombre de Dios; Santo Toribio lo hizo bendecir. El siglo de Santo Toribio fue el siglo de los santos en América. Entonces aparecieron aquellas almas heroicas, cuyas virtudes probaron cuánta es donde quiera la divina fecundidad de la Iglesia católica. La tierra americana manifestó que no era menos rica en producir santos que en guardar en su seno inexhaustos veneros de metales preciosos. Entonces aparecieron Sebastián de Aparicio, Juan Masías y Martín de Porras, a quien podemos llamar el Vicente Paul del Perú; entonces fue también cuando floreció en Lima aquella tan singular Rosa de pureza y mortificación, y brotó en Quito esa Azucena de inocencia y santidad, cuya fragancia de virtudes se ha dilatado por el mundo.

El venerable Pedro de Betancur fundó los hermanos y las hermanas de Belén, dedicándolos por un voto especial a enseñar las primeras letras a los niños y niñas   -363-   pobres, y a servir a los enfermos en los hospitales. Tan benéfico instituto, nacido en Guatemala, no tardó en propagarse por la mayor parte de América. Ya los hermanos hospitalarios de San Juan de Dios habían venido antes y fundado hospicios y casas de caridad en varias partes, y las madres de la enseñanza tenían abiertos sus conventos para educar niñas. Así en América la Iglesia católica hizo grandes bienes a los pueblos, por la cual de ella se puede decir siempre lo que del Divina Maestro pertransiit benefaciendo, donde va derrama bienes.

Mas la época de los santos parece que hubiera pasado para no volver. ¡Cuánto tiempo hace a que en América no los tenemos! Francia, esa tierra de Voltaire y de Renan, tiene santos; Italia es fecunda en ellos; los países disidentes, donde el catolicismo es apenas tolerado, han gozado la dicha de poseerlos y solamente la América no los tiene... Todo hemos tenido... guerreros famosos, patriotas eminentes, sabios notables, poetas sublimes y, para que nada falte, también grandes criminales; ¡solamente santos no hemos tenido...! ¡Cuán grande es la necesidad que de santos tienen estas naciones! ¡Oh tierra americana, abríos y brotad santos...! ¡Nubes, llovednos como un rocío esos justos que tantos necesitamos...!

La época del descubrimiento del Nuevo Mundo fue notable bajo muchos respectos y entonces coincidieron varios hechos, que modificaron profundamente las condiciones sociales de la Iglesia católica. Así, en el orden religioso se verificó la reforma protestante; en el político, el establecimiento de las monarquías absolutas y de los ejércitos permanentes; y en el literario, el renacimiento de las antiguas formas literarias de los griegos y latinos. El protestantismo enseñó la unión de las dos potestades, la espiritual y la temporal, en la mano de los reyes; la monarquía absoluta hizo de éstos los únicos árbitros de la suerte de los pueblos, y la pasión por las obras de literatura y de arte de los antiguos inspiró desdén y menosprecio respecto de todo lo que era cristiano.   -364-   Como por instinto, procuraron, pues, los monarcas enseñorearse de las conciencias de sus súbditos, para tener de esa manera mejor asegurada su autoridad; dominar los cuerpos les pareció poca cosa si no dominaban también las almas. Los reyes que permanecieron fieles a la Iglesia católica lograron, por medio de privilegios y concesiones de la Santa Sede, lo que los protestantes habían alcanzado con la rebelión. He ahí cómo se explica por medio de la historia ese derecho de patronato tan amplio que llegaron a tener los reyes de España sobre las iglesias de América. Más tarde, los letrados de la Corte de Madrid sostuvieron la doctrina de los derechos naturales de la corona sobre las cosas eclesiásticas, enseñando que era inherente a ésta lo que en un principio no había sido más que gracia y privilegio. La Santa Sede se contentó con poner los libros de aquellos doctores en el índice romano; pero la escuela o secta regalista estaba ya fundada.

Sucedió, por desgracia, que los patriotas de América, cuando trataron de establecer entre nosotros el gobierno republicano, buscaron instrucción en la lectura de obras, principalmente francesas, en las cuales sus autores con el amor a las formas republicanas inspiraban también cierto odio secreto a la Iglesia católica. De esta manera, sin que nadie lo advirtiese, se pusieron en América los fundamentos del más monstruoso de los liberalismos. Los gobiernos de nuestras repúblicas hicieron lo que José II en Austria: dictaron leyes sobre asuntos sagrados, suprimieron conventos, se apoderaron de los bienes eclesiásticos, modificaron la disciplina de los regulares, etc., etc., todo esto fundados en la extraña doctrina de que habían heredado el patronato de los reyes de España.

Los efectos lamentables de semejante conducta no se dejaron aguardar, pues la sociedad americana se vio conmovida hasta en sus más íntimos fundamentos. La Santa Sede, por su parte, adoptó una prudente reserva y por medio de generosas y largas concesiones ha trabajado hasta ahora y sigue trabajando todavía por remediar abusos que han llegado a ser inveterados.

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Las gracias y concesiones hechas por la Santa Sede a los gobiernos civiles han dado a éstos una participación muy grande en la jurisdicción espiritual, de donde en muchas partes ha resultado necesariamente la pérdida de la independencia de la Iglesia. Jesucristo, el divino fundador de la Iglesia, la estableció en la unidad, pues, según sus mismas expresiones, no quiso que hubiese más que un solo rebaño con un solo pastor, unum ovile, unus Pastor; ese pastor único del rebaño de Jesucristo es su vicario en la tierra el sucesor de Pedro, el Papa, por quien deben ser pastoreados y regidos los fieles. Cuanto contribuya, pues, a conservar la unión entre la Santa Sede y los fieles, todo lo que sirva para estrecharla y robustecerla más ha de ser buscado y amado por los católicos, porque quien más se une con Roma más se estrecha con Jesucristo. He aquí el peligro terrible que encontramos nosotros en esas largas concesiones que los Papas hacen a los volubles gobiernos de nuestros tiempos; pues, cuando el liberalismo toma en sus manos el cayado pontificio no es para regir, sino para dispersar el rebaño de Jesucristo y, por medio de la misma Roma, alejar a los fieles de Roma. El día en que los católicos se acostumbren a no depender del Papa sino como por comedimiento en cuanto a la jurisdicción espiritual, pronto oirán también de mala gana las enseñanza y doctrinas de la Santa Sede.

Hay una diferencia muy grande entre los reyes de otras épocas y los gobiernos de nuestros días en punto a sus relaciones con la Iglesia católica: aquellos reyes antiguos pedían gracias y privilegios a la Santa Sede, porque creían en la divinidad de Jesucristo y se preciaban de ser hijos sumisos de la Iglesia; los papas concedían a esos reyes gracias y privilegios en remuneración de los grandes servicios hechos por ellos a la Iglesia, e imponiéndoles la obligación de mantener a los ministros sagrados y sostener el culto divino. Hoy los gobiernos piden derechos sobre las cosas sagradas para hacer grandes daños a la Iglesia; y como méritos para que los papas les concedan gracias y privilegios alegan   -366-   la confiscación de las rentas eclesiásticas y el despojo de los bienes del clero. Los papas de otras épocas premiaban a los reyes por sus buenas acciones; hoy los papas conceden a los gobiernos lo que éstos les piden, deseando evitar mayores males a la iglesia, pero sin desconocer que las mismas concesiones son muchas veces males por desgracia irremediables.




ArribaAbajoV.- Conclusión

Relación íntima entre el catolicismo y la civilización. Eterna duración de la Iglesia católica.


Se cuenta que cierto día asomó en las calles de Florencia un furioso león, escapado de la jaula en que lo mandaba custodiar el gran Duque de Toscana. Las calles se despoblaron a la vista de la fiera; todos huían despavoridos, procurando poner en salvo sus vidas; entre los que huían iba también una madre, llevando estrechado en su seno un niño tierno, al cual, con el afán de huir precipitadamente, dejó caer en tierra, cuando el león estaba ya muy cerca. Vuelve la mujer a mirar hacia atrás y ve a su hijo en las garras del león, que lo había tomado del suelo y parecía como si lo fuese a devorar; lo vio la madre y, olvidándose de sí misma, corrió hacia la fiera, se hincó de rodillas delante de ella y levantadas ambas manos, le gritó diciéndole, cual si pudiera entenderle: ¡Devuélveme mi hijo...! El grito sublime   -367-   de la madre suspendió al león que, levantando la cabeza, la miró y siguió adelante dejando ileso al niño. El liberalismo es ahora el león que anda dando la vuelta al mundo, desolado al aspecto de fiera tan terrible; libre se pasea por las naciones y, cuando topa con la indefensa Iglesia católica, la ase con sus garras para devorarla, sin que ni gracias ni concesiones de la Santa Sede logren aplacarle, pues el error moderno, aunque tan feroz como el león de Florencia, no es tan generoso. Antes sucede con frecuencia que después de obstinados y heroicos combates en defensa de la libertad eclesiástica, el Papa entra en la tienda de Aquiles para pedirle el despedazado cadáver de Héctor, porque del matador de su hijo se contenta con alcanzar siquiera que no arrastre por el polvo sus sangrientos restos.

Dos clases de potentados piden gracias y privilegios a la Santa Sede: unos, como Felipe II, disponen del derecho de patronato para hacer bienes; otros, como los gobiernos descreídos de este siglo, piden gracias y privilegios al Papa, a fin de acabar de una manera segura con la iglesia; de los muchos modos de hacer la guerra a la Iglesia, éste es el más terrible. Las cadenas no las forjarán ya los enemigos de la Iglesia con las propias manos de ellos, sino con manos ajenas, con manos que en otro tiempo rompieron grillos de secular servidumbre. Los filisteos no pretenden otra cosa sino la muerte de Sansón; por eso andan afanados por descubrir el secreto de su extraordinaria fortaleza, y saben muy bien que lo que no rinde la fuerza suelen quebrantar los halagos. Que Dalila emplee pues traicioneras caricias hasta dejar al juez de Israel inerme e indefenso... Lo que eran los cabellos para Sansón eso es para la Iglesia su sagrada libertad; los gobiernos de nuestros días han dado ya con el secreto de quitar al Nazareno su bendita cabellera, a la Iglesia su libertad; y ahí está ese Sansón de otros tiempos, ciego y sin vigor, expuesto a las burlas y sarcasmo de sus enemigos.

Acabemos de persuadirnos, por fin, que las regalías no tienen otro objeto que privar a la iglesia de su libertad, para reducirla a la condición de sierva.

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¿Qué es un obispo...? Un obispo es en medio del pueblo el representante del orden sobrenatural, la protesta viviente de la ley del espíritu contra los goces de la materia, el centinela vigilante de los derechos de Dios, de los derechos de los pequeños, de los derechos de los que padecen, en una palabra de los derechos de la inmensa mayoría de eso que es y se llama pueblo. Por esto los obispos son aborrecidos, por esto sufren persecuciones, porque aquellos que ponen su dicha en gozar aquí en la tierra no quisieran que hubiese bienes y males eternos; los que hacen consistir la perfección del hombre en lo terreno desdeñan la perfección moral y los que pretenden avasallar a sus semejantes para dominar sobre ellos, principian por olvidarse de Dios, para envilecer a los hombres. De ahí esa guerra tenaz, de ahí esa lucha sin treguas entre los sacerdotes y los déspotas, entre los pontífices y los tiranos; aquéllos han sido puestos por el Espíritu Santo para regir la Iglesia de Dios; a éstos encumbra de repente el caprichoso viento de las revoluciones políticas que hacen oficio de huracanes en la sociedad, sacudiendo los montes, levantando en alto la ruin basura.

¿Qué es un sacerdote...? La existencia del sacerdote sería un enigma, si el destino del hombre terminara solamente aquí en la tierra. Desde la tosca piedra que se pone de cimiento al templo católico hasta la campana que congrega el pueblo a la oración, todo es admirable en la Iglesia católica, porque todo es un recuerdo incesante dado al hombre de su destino eterno, de su fin sobrenatural; el hombre tiende a hundirse en el mundo de los sentidos; la Iglesia lo levanta, a cada momento, hacia las regiones de la luz increada.

La Iglesia edifica, sus enemigos destruyen. Ved lo que ha pasado en América... Medio siglo de persecución contra la Iglesia ha bastado para arruinar la obra de tres siglos de trabajos y tareas incesantes. Los obispos, proscritos, han ido a morir en tierra extraña; los sacerdotes han sido puestos como blanco a los tiros de la calumnia y de la maledicencia; los religiosos, dispersados   -369-   y condenados a exterminio, han andado fugitivos como criminales, y de sus asilos han sido arrojadas violentamente hasta las mismas inofensivas monjas; los monasterios se han convertido en cuarteles, las casas de oración en casas de placer; los colegios han disminuido y las mesas de juego se multiplican como por encanto. Los pueblos, entre tanto, ¿han ganado o han perdido...? Quien dijese que han ganado, no acertaría a explicar por qué la hoguera, prendida por la guerra civil, no se ha apagado hasta ahora con esos ríos de sangre que han corrido en luchas fratricidas. Cuanto ha perdido la ley ha ganado la fuerza...

La religión católica es la única que puede hacer la prosperidad y bienestar de las naciones americanas; y, sin la libertad e independencia de la Iglesia, la religión católica no producirá grandes bienes; trabajar por la independencia de la Iglesia es trabajar por la libertad política de los pueblos; defender la independencia de la Iglesia es defender la dignidad humana.

¡Santa Iglesia católica! Nadie puede ser indiferente respecto de tu libertad e independencia, porque nadie puede ser indiferente respecto de Jesucristo, el Hombre Dios, que te fundó sobre la tierra; Jesucristo ama tu libertad, y el Dueño de las naciones te fundó en medio de ellas, dándote reino espiritual, independiente de las potestades del siglo.

¡Santa Iglesia católica, Iglesia civilizadora! ¿Quiénes son tus enemigos? ¿Quiénes...? ¿La ciencia...? ¡Ah, nunca fue la luz enemiga de la luz...! ¿La libertad...? ¡Tú rompiste las cadenas del esclavo, enseñando a los hombres el dogma de la igualdad humana, fundada en filiación divina, por la cual todos tenemos derecho de llamar a Dios nuestro padre!

Tus enemigos te cargan de cadenas, te acribillan a heridas; pero, así encadenada y agonizante, les infundes terror; echan el dado sobre tu túnica, para repartirse a la suerte tus bienes; o rasgan en girones tu manto, para aprovecharse de tus despojos; y te creen muerta   -370-   para siempre. Empero ese sepulcro en que yaces será la cuna de tu gloria... ¡Creemos firmemente en tu resurrección...!

La América se tiende, como un gigante en lecho de espumas, en medio del océano, reclinando la cabeza en los hielos del polo y hollando con sus plantas las tempestades del Mediodía; arrullada por las olas de dos mares, muestra al mundo su seno despedazado por guerras y facciones continuas. Mas, entre tantas desgracias ha conservado un principio de unión y de paz, una prenda de concordia, en las creencias católicas. ¡Ojalá llegue un día en que la Cruz haga sombra a pueblos que hablando una misma lengua no tenga más que un solo corazón...!

Quisiéramos encender en los corazones de todos el amor a la Iglesia católica, para que de esa manera las naciones del mundo formaran ese único redil que tiene a Jesucristo por pastor, ese único hogar que tiene a Dios por padre.

Parece que los gobiernos de nuestros días, nacidos por lo regular de la revolución, temen a cada instante ser devorados por esa misma hidra multiforme que los ha engendrado, y por esto, conociendo los instintos feroces de su madre, se afanan por divertirla arrojándoles iglesias, conventos, obispos, sacerdotes, religiosos que ella devora, sin que, a pesar de eso, quede satisfecha; el anhelo de la destrucción, el frenesí de ruinas, eso la posee, eso la atormenta y la hidra no quedará contenta sino cuando haya contemplado arder el mundo entero como una sola hoguera inextinguible. La revolución moderna no quiere solamente la destrucción de una o de otra institución católica; quiere la ruina de todo orden social establecido, y por esto lo que sus garras no pueden hacer pedazos, reducen a ceniza sus principios: demolición para lo que oponga resistencia; fuego para lo que pretenda mantenerse en pie; ¡siempre ruinas...! Si el orden social ha de salvarse, apóyese en la Iglesia católica, la única institución humana a quien labios infalibles han prometido eterna duración, a pesar de cuantos esfuerzos hagan las potestades del Infierno para destruirla.





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ArribaAbajoÉpoca primera

La Iglesia durante el gobierno de los reyes de España



ArribaAbajoLibro primero - Período primero

Desde el descubrimiento del Perú hasta la erección del Obispado de Quito


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ArribaAbajoCapítulo primero.- Descubrimiento del Perú
Basco Núñez de Balboa. Descubrimiento del Mar del Sur. Muerte desgraciada de Balboa. Francisco Pizarro. Diego de Almagro. Hernando de Luque. Primeras noticias acerca del Perú. Convenio de los tres socios. Primer viaje de Pizarro. El puerto del hambre. Segundo viaje de Pizarro. El piloto Bartolomé Ruiz. Descubrimiento de las costas del Ecuador. Llegada de Pizarro a la Bahía de San Mateo. Disputa entre Pizarro y Almagro. Pizarro en la Isla del Gallo.



I

La historia del descubrimiento y conquista del Ecuador ha sido referida por los historiadores que han escrito   -374-   acerca del descubrimiento y conquista del Perú, pues nuestra historia hace parte de la historia de la vecina nación en los tiempos que precedieron inmediatamente a la conquista y en los que siguieron al establecimiento del Virreinato. Así es que, para narrar la historia del descubrimiento de lo que hoy llamamos República del Ecuador, es necesario referir cómo se verificó el descubrimiento de lo que en aquellos tiempos se conocía con el nombre de Imperio del Perú.

Colom, buscando un camino por Occidente a la remota India oriental, tropezó con el continente americano, extendido de un polo a otro del globo en el hemisferio occidental y bañado por las aguas de dos mares. El intrépido descubridor del Nuevo Mundo, en sus repetidos viajes, mientras vagaba por el mar de las Antillas, iba buscando ese estrecho que según sus cálculos debía servir de comunicación a los dos océanos; pero las costas del continente americano, en vez de romperse en alguna parte para formar el imaginado estrecho, prolongándose indefinidamente al Septentrión, parecían burlar las previsiones de Colom. Años después, Balboa debió a un acontecimiento inesperado el saber la existencia de un inmenso océano hacia el Mediodía y, estimulado por su ambiciosa curiosidad, fue el primero que desde la altura de una montaña en el istmo de Panamá contempló, con asombro, la azulada llanura del Pacífico, que se perdía en lontananza. ¿Qué había en esas playas misteriosas, bañadas por las aguas de un mar hasta entonces ignorado? Tal debió ser y tal fue, en efecto, la primera reflexión que se ocurrió a los aventureros españoles que acompañaban a Balboa. Poco tiempo después, las excursiones practicadas por el mismo Balboa y por Andagoya en las costas de Colombia, anunciaron la existencia de un imperio poderoso allá en tierras muy distantes y a donde, para llegar, era necesario atravesar largos caminos y sierras fragosas.

Balboa trabajó con grande afán por acometer la empresa de descubrir y conquistar esas comarcas donde, al decir de los salvajes del Darién, se hallaban grandes señores,   -375-   en cuyas casas el oro era tan abundante, que lo empleaban en fabricar hasta los objetos necesarios para los usos más viles de la vida. Ocupado en estos preparativos estaba cuando llegó a la colonia un nuevo Gobernador, encargado de residenciarle y tomarle cuenta por las quejas que contra él había recibido la Corte, a causa de la muerte del desgraciado Nicuesa. Balboa, el descubridor del Océano del Sur, vio, pues, eclipsarse la estrella de su fortuna en el momento mismo en que principiaba a brillar para él con más halagüeñas esperanzas. Envuelto a un juicio inicuo, fue sentenciado a muerte por su mismo suegro, sin que ni ruegos, ni promesas bastaran a salvarle la vida; y el desgraciado extendió su cuello entregando su cabeza al cuchillo del verdugo. El cruel Pedrarias se la mandaba cortar como a traidor, ¡pues tal fue el premio que la envidia reservaba al que en gloria y fama no tenía entonces rival en el Nuevo Mundo...!

La existencia de un rico imperio en las tierras del Mediodía era asunto de ordinaria conversación entre los vecinos de la nueva ciudad de Panamá, trasladada recientemente a este lado del istmo, sin que nadie pudiese, no obstante, indicar con certidumbre ni el punto donde se hallaba ni la distancia que separaba de las costas al anunciado imperio. Los salvajes de la costa donde habían aportado Balboa y Andagoya, hablaban del misterioso imperio y de sus riquezas; se tenía un grosero dibujo del llama o carnero del Perú y hasta se repetía, aunque estropeado y confuso, el nombre del monarca y de la capital. Los salvajes de las costas del golfo de San Miguel y de la isla de las Perlas señalaban su situación diciendo que estaba muchos soles hacia el Sur.

Había entonces en Panamá un soldado de los que habían servido a las órdenes de Ojeda en las desgraciadas expediciones de aquel Capitán a las costas de Cartagena y Santa Marta. Retirado a la vida doméstica, vivía mal avenido con la estrechez de una no holgada fortuna. Compañero de Balboa en el descubrimiento del Pacífico, ocupado después por el Gobernador de Panamá en ligeras   -376-   expediciones militares, Pizarro, el futuro conquistador del Perú, iba llegando ya casi a la vejez, sin que hasta entonces se le hubiese presentado ocasión oportuna ni teatro a propósito para desplegar las extraordinarias dotes de constancia, energía de voluntad y fortaleza de ánimo con que lo dotara naturaleza. Los subalternos lo amaban por su buena índole y varias veces lo habían pedido por jefe en las ligeras excursiones que había habido necesidad de emprender en la naciente colonia en demanda de víveres y de esclavos; más de una vez terminadas sus correrías volvía nuestro hidalgo a sus poco agradables ocupaciones del cultivo de la tierra. Entre tanto, cada día aumentaban las noticias del opulento imperio situado en las tierras del Sur, al cual por aquella época se designaba ya generalmente con el nombre de Perú. Pedro Arias de Ávila o Pedrarias, como lo suelen llamar los antiguos cronistas, Gobernador de Tierra-firme, deseoso de hacer descubrimientos en aquellas costas que caían al levante de Panamá, había preparado al intento una pequeña flota confiada al capitán Basurto; mas la muerte de éste, cuando se preparaba para emprender la proyectada expedición, frustró los planes del Gobernador e impidió por entonces que se continuasen los descubrimientos en demanda del Perú.

Consumir la vida en las oscuras ocupaciones del cultivo de los campos, con escaso provecho y ninguna fama, era cosa dura para el ánimo de Pizarro así ganoso de riquezas como ambicioso de honra. El Perú, ese imperio del cual se contaban tantas noticias, estaba ahí tentando con su ponderada opulencia la insaciable codicia de los aventureros que habían abandonado patria y hogar por venir al Nuevo Mundo donde, en vez de las riquezas que buscaban, habían encontrado pobreza, sufrimientos y fatigas. Entre esos muchos que habían venido a las colonias de América en busca de riquezas y de holganza se encontraba en Tierra firme en aquella época, casi en las mismas condiciones que Pizarro, un vecino de la antigua del Darién, llamado Diego de Almagro, con quien, tanto como con Pizarro, hasta entonces la fortuna se había   -377-   manifestado demasiado ingrata. Un corto número de indios esclavos y una pequeña extensión de tierras malsanas era todo el caudal de entrambos. Morir sin haber hecho nada digno de memoria, vivir en la miseria, cosas eran a que no podía resignarse un castellano de aquella época, en la cual las ideas caballerescas habían contribuido poderosamente a realzar el carácter del pueblo español. Sin embargo, Almagro y su amigo Pizarro estaban viendo declinar su edad hacia la vejez, sin que hasta entonces hubiesen logrado realizar los mágicos ensueños de ventura que les trajeron al Nuevo Mundo. En el descubrimiento y conquista de aquel imperio misterioso, oculto en las inexploradas costas del Mediodía, veían el medio de engrandecerse, cambiando de fortuna; acaso, muchas veces en sus conversaciones amigables se habían comunicado este pensamiento; tal vez, en sus íntimas confidencias, los aventureros habían discurrido sobre el modo de ponerlo por obra. Valor les sobraba, constancia la tenían, la pobreza estimulaba su hasta entonces no satisfecha ambición; mas, ¿cómo llevar a cabo sus proyectos, con tanta falta de recursos...?

Mientras Pizarro y Almagro discurrían sobre la manera de poner por obra el proyecto del descubrimiento y de conquista del Perú, otro de los más famosos vecinos de Panamá buscaba también por su parte cómo emplear, de un modo oculto y secreto, en aquella empresa su caudal, que era crecido. Mas como hubiese cooperado a la muerte de Balboa y tenido mucha parte en ella, temía trabajar a las claras para que continuaran los descubrimientos que en las costas todavía inexploradas del océano del Sur había principiado con tan infeliz suceso el desgraciado yerno de Pedrarias. El licenciado Espinosa había servido de Fiscal en el juicio contra Balboa, y por eso temía con razón que se le creyera cómplice en la muerte de aquel Capitán, cuando quería aprovecharse de sus descubrimientos. Así pues, buscó manera como pudiese emplear su dinero en la empresa, conservando a cubierto su honra, lo cual consiguió fácilmente por medio de Luque, quien, como se ha llegado a averiguar después,   -378-   representaba la persona del Licenciado y éste daba, por manos de Luque, el dinero que necesitaban los socios.

Hernando de Luque, Canónigo de la catedral de la antigua Darién y entonces Vicario de Panamá, se presentó, pues, públicamente como socio en la empresa del descubrimiento, aunque en secreto hacía las veces del licenciado Espinosa. Pusiéronse, pues, de acuerdo Hernando de Luque, Diego de Almagro y Francisco Pizarro, comprometiéndose los dos últimos a emplear su pequeño caudal y consagrar su persona y diligencia a la empresa, y el primero a contribuir a ella con el dinero necesario dando para los primeros gastos veinte mil castellanos de oro y conviniendo en distribuirse proporcionalmente las ganancias. Habida licencia del Gobernador, aprestaron una miserable flotilla, comprando al efecto un buque que Balboa había preparado para los mismos descubrimientos y que desde la muerte de este Capitán había quedado abandonado en el puerto. Lo adobaron lo mejor que pudieron y con ochenta hombres de tripulación se hizo Pizarro a la vela, en noviembre de 1524, con rumbo al Sur, mientras Almagro se quedaba en Panamá, ocupado en aparejar gente y vitualla en otro buque que dentro de pocos días debía seguir al de su compañero.

Pizarro lanzó su pequeño buque a las aguas del océano, dirigiendo a tientas por rumbo desconocido la proa hacia el Sur aprovechándose de los consejos y noticias que le había dado Andagoya al salir de Panamá. La estación en que Pizarro emprendió este primer viaje era la menos oportuna para navegar en las aguas del Pacífico. Vientos contrarios entorpecían la marcha, tempestades constantes maltrataban la nave, y el cielo siempre nebuloso hacía penosa y difícil la navegación. Los aventureros españoles sabían que en las playas de ese mar desconocido, por donde ellos estaban entonces navegando por primera vez, existía un imperio opulento; pero ¿dónde estaba? ¿Se hallaba, tal vez, muy cerca? ¿Acaso se ocultaba a mucha distancia...? Nada sabían con certidumbre   -379-   y así era necesario no alejarse de la tierra e ir conociendo palmo a palmo las orillas. Al cabo de muchos días de lenta navegación, llegaron al puerto de Piñas, último término de la navegación de Andagoya; de allí para adelante todo era inexplorado. Al fin arribaron a un puerto que al parecer ofrecía para los ya cansados navegantes abrigo un poco cómodo; y era necesario saltar en tierra, porque el agua se iba acabando y los víveres escaseaban. Cuando saltaron en tierra, las playas anegadas con las lluvias no les presentaban suelo seguro: pantanos profundos, ciénagas extensas donde se hundían al pisar, aguaceros incesantes, tal era la posada que al continente americano ofrecía en las costas del Mediodía a los cansados compañeros de Pizarro, que en busca del codiciado oro se atrevían a hollarlo por primera vez.

Desde este punto determinó Pizarro que se volviera Montenegro a la isla de las Perlas en busca de vitualla. Entre tanto permaneció él con sus compañeros alimentándose con raíces amargas, bayas desabridas y algunos mariscos que cogían en las playas, y que el hambre les hacía devorar con ansia. Pasadas seis semanas, volvió Montenegro y quedó pasmado viendo el aspecto demacrado y abatido de sus compañeros, algunos habían muerto víctimas de la necesidad. Reforzados con los alimentos traídos por Montenegro, continuó Pizarro hacia el Sur el reconocimiento de la costa, después de haber apellidado Puerto del hambre a aquel de donde se alejaba para eterno recuerdo de las penalidades que allí habían padecido.

Continuando su marcha, siempre hacia el Sur, desembarcó en un punto al cual puso por nombre Pueblo quemado. Estrechas veredas, que se descubrían por entre los bosques cercanos a la playa, indicaban que allí debía haber alguna población. Encontrose ésta, en efecto, a no mucha distancia; mas Pizarro se vio obligada a retirarse por la tenaz resistencia que le opusieron los salvajes, acometiéndole con inesperado denuedo y fortaleza. Los compañeros le pidieron entonces que tomara   -380-   la vuelta de Panamá; así es que condescendiendo con ellos hízose a la vela y fue a tomar puerto en Chicama, pequeña población a corta distancia de aquella ciudad.

Almagro había salido de Panamá pocos días después que Pizarro. Por algunas señales, hechas en los árboles como habían convenido de antemano, fue siguiendo la misma derrota de su compañero y avanzó hasta Pueblo quemado, reconociendo al paso los puntos donde antes había tocado Pizarro. Con la esperanza de encontrarse con él más adelante, continuó descubriendo la costa hasta el río que llamaron San Juan; mas, como no hallase ya señal ninguna, determinó volverse a Panamá. Cuando llegó a la isla de las Perlas le dieron noticia de Pizarro y del punto do se hallaba, y deseoso de verlo cuanto antes, se dirigió en busca suya a la provincia de Chicama. Allí encontró a su compañero con veinte hombres, muy destrozado porque Pedrarias, Gobernador de Panamá, le había prohibido entrar en esta ciudad por la falta de comida que había en ella, y mandádole que se detuviese en Chicama pacificando ciertos caciques alzados, hasta que se cogieran los maizales.

Grandes obstáculos se oponían en Panamá a los tres socios para la realización de su empresa. Pedrarias les negaba recursos, el caudal propio estaba agotado y la empresa había caído en tal descrédito que con grande dificultad pudieron encontrar quien se lo prestase. Con todo, en esa ocasión fue cuando los tres asociados, firmes más que nunca en dar cima a la obra comenzada, celebraron aquel famoso contrato por el cual juraron dividirse, por partes iguales, el imperio cuya conquista tenían resuelta.

La diligencia de Almagro logró, al fin, disponer una embarcación algo cómoda con ciento diez hombres, unos pocos caballos, algunos pertrechos y abundantes provisiones de boca. Juntose con Pizarro que lo estaba ya aguardando en Chicama y ambos continuaron su navegación, llegando en breves días al río de San Juan, último punto de la costa reconocido por Almagro en su primer   -381-   viaje. Determinaron hacer alto allí, para repararse de los quebrantos sufridos en la navegación y, subiendo dos leguas arriba de la embocadura del río, encontraron a sus orillas un pueblo cuyos habitantes, asustados con la repentina aparición de los extranjeros, habían huido, abandonando sus casas, a ocultarse en los bosques. Los expedicionarios, entrando a saco el pueblo, recogieron en varias piezas hasta quince mil pesos en oro, y alegres con el rico despojo tomado tan fácilmente, acordaron estimular con él a los colonos de Panamá para que acudiesen a tomar parte en la empresa. Con este fin resolvieron que en la una nave volviera Almagro a Panamá en demanda de nuevos recursos; que Pizarro aguardara en el mismo punto, con dos canoas y la mayor parte de la gente, y que, entre tanto, el piloto Bartolomé Ruiz siguiera adelante en el otro buque, explorando la costa hacia el Sur.

Cuando Almagro llegó a Panamá halló ya nuevo Gobernador, pues en vez de Pedrarias había sido nombrado don Pedro de los Ríos, quien recibió a Almagro muy sagazmente y le prometió favorecer en cuanto pudiese su empresa. Empero, dejando a Almagro ocupado en preparar su nueva partida y mientras que Pizarro estaba aguardando la vuelta de su compañero, sigamos nosotros al piloto Bartolomé Ruiz y contemplemos el descubrimiento de la tierra ecuatoriana.




II

Con viento próspero y brisas favorables la nave del marino castellano fue avanzando en su camino, y el primer punto donde arribó fue la pequeña isla del Gallo. Como se había propuesto solamente reconocer las costas que iba descubriendo, no desembarcó en ninguna parte, antes siguió adelante su derrota y a poco se halló en una hermosa bahía. Ruiz acababa de ponerse delante de la tierra ecuatoriana, era el primer europeo que visitaba   -382-   las costas de nuestra patria. La parte del litoral ecuatoriano de lo que hoy llamamos la provincia de Esmeraldas, eso era lo que el piloto castellano tenía delante de sus ojos. Mientras el buque pasaba, deslizándose suavemente por las aguas del Pacífico, hasta entonces no cortadas por quillas europeas, los sencillos indígenas acudían en tropel a la playa y asombrados se estaban mirando la nave, sin saber darse cuenta de lo que veían.

La hermosa tierra ecuatoriana se presentaba a las curiosas miradas de los marinos españoles ataviada con las galas de su siempre verde y fresca vegetación: campos cultivados, bosques frondosos, colinas pintorescas se divisaban hasta donde alcanzaba a descubrir la vista. Por entre las sementeras y plantíos asomaban las cabañas de los indios, derramadas aquí y allá con gracioso desorden y las columnas de humo que, levantándose del fondo de los bosques, escarmenaba el viento a lo lejos en el horizonte eran indicios seguros de numerosa población.

Viendo Ruiz a los indios con aspecto de paz, echó anclas en el caudaloso Esmeraldas, y cuando saltó en tierra fue recibido por ellos amistosamente. Halló a las orillas del río tres pueblos grandes, cuyos habitantes estaban engalanados con joyas de oro, y tres indios que le salieron a recibir, llevaban sendas diademas del mismo metal en sus cabezas. Entre varios obsequios que le ofrecieron, diéronle también algún oro por fundir. Después de permanecer dos días entre los indios, volvió Ruiz a su navío y continuó navegando a lo largo de la costa de Esmeraldas y Manabí hasta doblar el cabo Pasado, teniendo la gloria de haber sido el primero que navegara bajo la línea equinoccial. Bartolomé Ruiz, el primer europeo que pisó la tierra ecuatoriana, era un piloto muy hábil, natural de Moguer en Andalucía.

Hallábase en alta mar, cuando alcanzó a divisar que asomaba en el horizonte algo que parecía una como vela latina; cuando iba acercándose, más crecía la inquietud, sin poder darse cuenta de lo mismo que estaba viendo,   -383-   pues era aquello una balsa peruana, en la cual algunos indios de Túmbez iban a comerciar con los de las costas de Esmeraldas y Manabí. Sorprendido quedó Bartolomé Ruiz cuando atracando la balsa de los indios del Perú encontró en ella tejidos de lana y de algodón con hermosos tintes de variados colores, vasos y otros objetos de oro y de plata muy bien trabajados y hasta una balanza de pesar oro, indicios evidentes de la existencia de pueblos ricos y bastante civilizados respecto de las tribus salvajes que poblaban las feraces costa del Chocó. Ruiz, dejando en libertad a los demás, llevó consigo solamente dos indios, y con ellos dio la vuelta hacia el río de San Juan, para comunicar a Pizarro las halagüeñas noticias acerca de las tierras que había descubierto.

Y en efecto las costas que el piloto Ruiz acababa de descubrir son las más hermosas de este lado occidental que bañan las aguas del Pacífico. La gran cordillera de los Andes, que recorre de Norte a Sur todo el continente americano conforme se aproxima al Ecuador, se va dividiendo en dos grupos o ramales que corren uno en frente de otro hasta más allá del punto donde nuestra República parte límites con el Perú. Varios otros ramales de la gran cordillera, tendidos de Oriente a Occidente entre los dos principales, forman con éstos unos como peldaños de aquel gigantesco encadenamiento de montañas, contribuyendo a dar a todo el conjunto el aspecto de una inmensa escalera sobre la cual descuellan cerros elevados que esconden en la región de las nubes sus frentes siempre cubiertas de nieve. Esa distribución casi simétrica de las cordilleras, forma mesetas variadas, valles profundos, cañadas pintorescas en el Occidente, arrimadas a los lados de la gran cordillera en declives prolongados aparecen selvas y bosques seculares, que por el Oriente se extienden hasta las aguas del Amazonas y por el Occidente llegan, en algunas partes, hasta las playas del océano.

Montes gigantescos, cubiertos con capas de hielo, se alzan en una hilera prolongada a entrambos lados de la cordillera; unas veces parecen pirámides colosales de   -384-   bruñida plata a la plácida claridad de la luna en las hermosas noches de verano; otras veces, cuando se inflama el fuego inagotable que guardan en sus entrañas, ofrecen a la vista un espectáculo terriblemente hermoso presentándose a inciertas distancias, en la oscuridad, como hogueras inmensas atizadas por el soplo de los huracanes; truenos sordos y prolongados se dejan oír de cuando en cuando, y en la noche sucede muchas veces que el viajero no acierta a discernir entre los estallidos de la tempestad que se condensa en el horizonte y los bramidos del volcán que tal vez se prepara a una próxima y desoladora reventazón.

A la madrugada los valles aparecen arropados en una sutil neblina y entonces es curioso observar cómo los ríos anuncian su corriente por un murmullo que casi no se acierta a indicar de dónde sale; por la tarde, sucede muchas veces que mientras en los valles se descuelgan copiosos aguaceros, en las cumbres elevadas de los montes está brillando al mismo tiempo el sol con toda serenidad.

Varios ríos de diverso caudal tejen en los valles, selvas y cordilleras del Ecuador una como red de plata, que aparece tendida en todas direcciones: unos, al descender de las cumbres nevadas de la cordillera, ruedan al valle en sonorosos torrentes, se arrastran luego por cauces profundos y recorriendo, como el Guaillabamba, tres provincias enteras van a derramar sus aguas en el Pacífico; otros nacen, como el Jubones, en los lagos sombríos de la cordillera, bajan azotando su corriente entre rocas y, después de formar en el valle cortos remansos, vuelven a esconderse entre grietas profundas; ya descienden de los páramos y, dando giros y rodeos, se derraman en los valles interandinos, formando a la margen vegas deliciosas, como el Paute; ya, en fin, recogiendo el tributo de otros innumerables, engruesan prodigiosamente su caudal y corren al encuentro del Marañón, émulo de los mares. Campos, siempre cubiertos de verdor, merced a la influencia benéfica de un clima suave que no conoce ni el rigor del invierno ni los calores del   -385-   estío, dan a la tierra ecuatoriana un aspecto agradable y risueño. Si en sus bosques crecen el árbol medicinal de la Quina y el aromático Canelo; si allá las arenas de los ríos son ricas en oro, acá dehesas y prados inmensos se extienden en los repechos de las cordilleras, convidando a las útiles faenas de la ganadería. Los bosques abrigan una innumerable variedad de animales, desde la enorme danta, que forma su cueva al pie de árboles seculares, hasta el tímido armadillo, que se guarece entre guijarros; y desde el gigantesco cóndor, que hace su nido en las breñas heladas del Chimborazo, hasta el diminuto quinde, que lo cuelga de las ramas del naranjo y limonero entre las flores de nuestros jardines.

Al mismo tiempo que el piloto Ruiz volvía de su exploración a las costas del Sur, con tan halagüeñas noticias de la tierra que había descubierto, llegaba Almagro bien provisto de vitualla y trayendo consigo algunos auxiliares más para continuar la empresa. Así es que cobrando bríos los abatidos compañeros de Pizarro clamaban por darse pronto a la vela, para ir a reconocer esas tierras que con tan magníficos colores les pintaba Ruiz. Aprovechándose el discreto Capitán del entusiasmo de sus aventureros, se echó al mar y navegando aunque por tiempo borrascoso, llegó guiado por Ruiz a la bahía que llamaron de San Mateo por haber anclado en ella el 21 de setiembre de 1526, día en que la Iglesia católica celebra la fiesta de aquel santo apóstol. Saltaron, pues, todos en tierra y, pareciéndoles conveniente descansar allí algún tanto, salieron a recorrerla; como divisasen un indio que andaba por ahí, Pizarro mandó tomarlo para que les diese algunas noticias del imperio que buscaban y de la comarca a que había arribado. El indio así que se vio perseguido por dos jinetes que venían en su seguimiento, echó a correr y huyó con carrera tan acelerada y por tan largo trecho que al fin cayó muerto falto de respiración; a lo cual contribuiría también mucho sin duda alguna el horror que debieron inspirarle los caballos, haciéndole sentir su fogoso aliento a las espaldas. Parte por tierra y parte por mar continuaron   -386-   su marcha los conquistadores hasta el pueblo de Atacames, cuyas calles tiradas a cordel y numerosa población no pudieron menos de contemplar llenos de sorpresa. Resueltos a descansar ahí de las fatigas de la penosa marcha por tierra, se acuartelaron en una de las mejores casas del pueblo que sus moradores habían dejado abandonadas a la llegada de los extranjeros. Y bien necesitados de descanso debían hallarse después de haber llegado allí andando a pie, atravesando esteros y pantanos con el agua hasta la mitad del cuerpo, rendidos de fatiga con el peso de la ferrada armadura, sofocados con sus justillos de algodón y tan atormentados por los mosquitos que según refiere el cronista Herrera, tenían que enterrarse hasta los ojos en la arena, para librarse siquiera por algunos breves instantes de sus molestas picaduras. Algunos murieron a consecuencia de esto y los más enfermaron.

Los españoles miraban con sus propios ojos, y no sin asombro, las grandes porciones de terreno cultivado, las vistosas sementeras de maíz y de las plantaciones de cacao que encontraban al paso y junto a los pueblos. En Atacames hallaron maíz en tanta abundancia que hicieron de él pan, vino, miel, vinagre, guisándolo de muchas maneras. Entre tanto los indios andaban emboscados, concertándose para dar de sobresalto en los extranjeros y acabar con ellos. ¿Qué andaban buscando éstos, se decían? ¿Qué quieren estos hombres barbudos que cautivan nuestras mujeres...? Justas reflexiones del sentido común inútiles para la avaricia. Viendo que los indios se presentaban con prevenciones de hostilidad, Pizarro les mandó mensajeros para llamarlos de paz, asegurándoles que no tenía ánimo de causarles daño. Los indios prometieron venir al día siguiente, pero no se presentaron; llamados e invitados por segunda vez tampoco acudieron, ni ellos ni los mensajeros. Así es que los españoles les acometieron y alancearon algunos; mas, cuando los indios venían a la carga y se preparaban con denuedo a dar el ataque, los desconcertó y puso en fuga un incidente ridículo, aunque para ellos maravilloso. Uno de los jinetes que tenían los españoles cayó   -387-   al suelo al tiempo mismo en que corría, espoleando a su caballo para acometer a los indios; viendo éstos caer al jinete se imaginaron que el terrible monstruo se había partido en dos, multiplicándose para hacerles daño, con lo cual, atónitos, sólo pensaron en huir.

Como el número de indios era considerable y se manifestaban resueltos a combatir, los dos capitanes celebraron un consejo de guerra para tomar determinación acertada en tales circunstancias. Diversos y encontrados eran los pareceres de los soldados, aunque la mayor parte de ellos opinaba por la vuelta a Panamá, alegando que no era prudente atreverse a acometer la conquista de la tierra, siendo ellos en tan corto número y faltos además de los recursos necesarios para tamaña empresa. Almagro contradecía este dictamen, diciendo que en todo caso convenía no perder tiempo en la conquista; pues, añadía, mejor es estar aquí, aunque sea rodeados de peligros, que ir a morir de miseria en las cárceles de Panamá, presos por deudas. Pizarro, tal vez agriado el ánimo con los sufrimientos, respondió a su compañero en tono descomedido: ese consejo bien lo podéis dar vos, que yendo y viniendo de Panamá no habéis experimentado los trabajos de los que nos quedamos en esta tierra, faltos de todo lo necesario para la vida, padeciendo la miseria del hambre que nos reduce a extrema congoja. Exasperado Almagro con esta respuesta se trabó de palabras con Pizarro y aun echaban mano a las espadas para herirse ambos capitanes, cuando el tesorero Ribera y el piloto Ruiz se pusieron de por medio y lograron traerlos a un amistoso avenimiento. Dándose, pues, un abrazo fraternal en prenda de reconciliación, determinaron que Pizarro quedara con la mayor parte de la gente, aguardando mientras Almagro iba a Panamá para buscar recursos y traer de allá auxilios y la gente de tropa necesaria para acometer con seguridad la conquista del Perú, acerca del cual acababan de adquirir más exactas noticias. Reembarcándose volvieron a hacerse a la vela con dirección a la vecina isla del Gallo, lugar escogido para la permanencia de Pizarro. Mientras   -388-   iba navegando tuvieron ocasión de convencerse del arrojo y valor de los habitantes de aquellas costas, pues los buques de los conquistadores se vieron acometidos por catorce canoas de indios que en aparato de guerra y con miradas provocativas dieron varias veces la vuelta alrededor de ellos, y fácilmente se acercaron a la playa resueltos, al parecer, a resistir allí cuando los españoles intentaron agarrarlos.

Pizarro desembarcó con su gente en la isla, distante algunas leguas del continente, y allí, a las puertas del imperio que andaba buscando, determinó aguardar la vuelta de su compañero. Pronto los tristes aventureros vieron desaparecer en el remoto horizonte que formaba la azul superficie de las aguas del Pacífico, el buque en que se regresaba Almagro; y desde ese instante principiaron a contar no los días sino los momentos que tardaba en volver a presentarse en el punto donde lo habían visto desaparecer; mas pasaban días y días y el deseado buque no volvía. ¿Qué le había sucedido? ¿Por qué tardaba en volver Almagro...?





  -389-  
ArribaAbajoCapítulo segundo.- Preparativos para la conquista
Viaje de Pizarro a España. Capitulaciones celebradas con Carlos V. Los primeros religiosos que vinieron al Perú. Pizarro reconoce segunda vez la costa de Esmeraldas. Viaje penoso al través de la costa. Llegada a la isla de la Puná. Combates con los indios. Pizarro y sus compañeros pasan a Túmbez. Término de la conquista del Perú.



I

Por desgracia, los soldados no tenían la misma constancia de alma que sus capitanes, para sobrellevar con   -390-   fortaleza la penosa vida del aventurero, tan pronto halagado por esperanzas lisonjeras como burlado luego por amargos desengaños; así, descontentos y casi desesperados, se dieron maña para hacer llegar a manos de Pedro de los Ríos, Gobernador de Panamá, una representación en la cual le pedían con grande encarecimiento que se dignara sacarlos de tan miserable situación y hacerlos volver a Tierra Firme177. Cuantas medidas tomaron los sagaces capitanes para impedir que representaciones semejantes llegasen a Panamá, todas fueron inútiles. Ya fuese verdadera conmiseración, ya fuese egoísmo lo que estimulaba el ánimo del Gobernador, lo cierto es que se negó tercamente a conceder licencia para que se llevasen nuevos refuerzos a Pizarro; antes bien dispuso que un oficial de su servidumbre llamado Tafur fuera con un navío a traer a Panamá a Pizarro y sus compañeros.

Un día se dejó ver en el horizonte el buque tan deseado; pero no era Almagro, el compañero a quien tanto habían aguardado todos los días el que llegaba, sino Tafur que traía orden expresa del Gobernador para que, abandonando para siempre la empresa del descubrimiento proyectado, se volviesen todos a Panamá. Apenas podían haberse presentado circunstancias más críticas para Pizarro a la llegada de Tafur; en un momento veía desvanecerse sus proyectos, cuando estaba ya a punto de realizarlos. Entonces fue cuando hizo aquella hazaña verdaderamente heroica de quedarse solo contra todas las prevenciones del Gobernador, firme en llevar a cabo su propósito a pesar de toda clase de obstáculos. Cuando llegó el día de la vuelta de Tafur a Panamá, Pizarro reiteró sus ruegos e instancias para que le dejase algún bastimento ya que no quería, de ninguna manera, consentir   -391-   en que quedasen los compañeros; empero Tafur se mantuvo inflexible. El momento de la partida llega; la orden de embarcarse se ha dado ya; pronto, recogiendo anclas, zarpará la nave y con ella se disiparán las esperanzas de conquistar un imperio cuya opulencia no pueden poner en duda... ¿Qué hace entonces Pizarro...? Toma su espada, traza con ella en el suelo una línea de Oriente a Occidente y, señalando al Norte, dice: para allá pobreza, deshonra; para acá, añade señalando el Mediodía, ¡riquezas, gloria...! Y, diciendo esto, salta él primero la línea con dirección al Perú. Sólo trece tuvieron suficiente valor para seguirle y uno tras otro la saltaron después de su capitán; los demás, todos, se volvieron contentos a Panamá. Como se veían tan pocos en número, juzgaron conveniente pasar de la isla del Gallo a la Gorgona, más distante de las costas, con lo cual evitaban las acometidas de los salvajes.

¡Cuántos trabajos pasaron allí en aquella isla desierta! La ropa, pudriéndose con las lluvias incesantes, se les fue cayendo a pedazos y quedaron casi completamente desnudos; se les acabaron muy pronto los alimentos y para no morirse de hambre se vieron forzados a comer hasta culebras y otros reptiles venenosos que abundaban en la isla; el calor enervaba las fuerzas de sus mal alimentados cuerpos; la humedad les causaba dolencias y enfermedades... El buque en que debía venir de Panamá algún auxilio no asomaba, y los cuitados aventureros gastaban los días en prácticas religiosas y en la monótona y desesperada ocupación de estarse mirando el horizonte para descubrir el buque deseado, aunque pasaban meses tras meses y el buque no venía. Su permanencia en la desierta isla de Gorgona es uno de los episodios más admirables de la historia de la conquista de América, tan abundante en hechos que asombran.

Las instancias y empeños de Luque y de Almagro y las quejas de los vecinos de Panamá contra Pedro de los Ríos, porque dejaba perecer abandonados en una roca desierta del océano catorce españoles dignos de consideración por sus heroicas empresas en servicio de la corona   -392-   de Castilla, movieron al fin el ánimo del inflexible Gobernador y consintió en que se les mandara un buque, pero sólo con los aprestos necesarios para la navegación y con orden terminante de que Pizarro se presentara en Panamá dentro de seis meses cumplidos. Inexplicable fue la alegría de los tristes moradores de la Gorgona cuando vieron, al cabo de ocho meses, arribar a ella el anhelado buque. En él volviose a dar a la vela Pizarro y, gobernando hacia el Sur, dirigido por el diestro marino Ruiz, reconoció las costas ecuatorianas, dobló el cabo Pasado, traspuso la línea equinoccial, surcó las mansas aguas del golfo de Jambelí, notó la isla de Puná y, poniéndose en frente de Túmbez, observó con admiración las sorprendentes señales de riqueza y adelantamiento que presentaba el imperio que iba a conquistar. En este viaje de exploración Pizarro, visitando las costas del Perú, llegó hasta más allá de Santa, desde donde sus compañeros le obligaron a dar la vuelta para Panamá.

La existencia de un imperio tan rico era indudable; los aventureros españoles acababan de ver llenadas sus esperanzas más allá de lo que ellos mismos en su ambiciosa fantasía se habían imaginado; restaba sólo no perder tiempo en conquistarlo. Partió, pues, Pizarro para España; se presentó en Toledo ante el emperador Carlos V, le mostró los objetos que traía para atestiguar la grandeza de los reinos que acababa de descubrir y obtuvo despachos favorables a su empresa. Provisto de títulos y de empleos, rico de esperanzas y fantaseando a sus anchas con proyectos de grandeza, el conquistador del Perú y futuro demoledor del trono de los Incas, zarpó del puerto de San Lúcar como a hurtadillas en una mal aparejada nave. Venía a conquistar un imperio y apenas tenía cómo sustentarse en su patria. Después de casi un año de ausencia estuvo de vuelta en Panamá acompañado de sus hermanos para dar cima a la conquista del Perú.

Graves e inesperados obstáculos se presentaron, no obstante, para continuarla. Disgustos profundos, vengativos resentimientos del amor propio ofendido casi la   -393-   hacen abortar cuando estaba a punto de llevarse a cabo. Disgustos y resentimientos que si por entonces no ahogaron la empresa, se conservaron con todo vivos en el pecho de los agraviados hasta manifestarse después en venganzas ruines y sangrientas que han impreso un estigma de infamia eterna en la frente de los conquistadores. Todo lo allanó y compuso el sagaz Vicario de Panamá; pero él mismo pudo ver realizada la funesta profecía que su previsora prudencia hiciera a sus dos socios, cuando Pizarro partía para España. Cuando Pizarro se resistía a partir a la Corte, para negociar con el Emperador la conquista del Perú, y Almagro insistía en que debía ir su compañero antes que otro alguno, Hernando de Luque les dijo estas palabras: «¡Plegue a Dios, hijos, que no os hurtéis uno al otro la bendición, como Jacob a Esaú. Yo holgara todavía que a lo menos fuérades entrambos». La historia ha recogido estas palabras del avisado sacerdote para mostrar el triste cumplimiento del anuncio en ellas contenido.

Una de las primeras condiciones impuestas por Carlos V a Pizarro, en la capitulación que celebró con él en Toledo para la conquista del Perú, fue la de que llevara sacerdotes y religiosos que se encargasen de la predicación del Evangelio y conversión de los indios a la fe católica. Y en una cédula del año de 1529 se designó al dominicano fray Reginaldo de Pedraza para que, acompañado de seis religiosos más de su misma orden, pasase al Perú. Uno de estos seis religiosos fue el padre Alonso de Montenegro, fundador del convento de Quito. Por otras cédulas reales del mismo año se mandó dar a estos padres lo necesario para vestuario, transporte hasta Panamá, ornamentos y vasos sagrados, que debían traer desde España, todo el tesoro de las cajas reales, señalándose a los empleados de la corona hasta el ramo de donde había de hacer estos gastos.

El padre fray Reginaldo de Pedraza era el fundador del convento de dominicos de Panamá, a donde había sido enviado por el padre fray Pedro de Córdova, uno de los dominicanos más ejemplares que habían venido a la   -394-   española. Según afirma Meléndez cronista del orden de predicadores en el Perú, el padre Pedraza hizo con Pizarro el viaje a España y le acompañó a la audiencia que concedió en Toledo Carlos V al conquistador del Perú. Sea de esto lo que fuere, una cosa hay muy digna de atención en las providencias tomadas por el gobierno español para la conquista del Perú, y es cierta disposición por la cual se le mandaba a Pizarro tener a los religiosos dominicos que traía consigo por consejeros, con quienes debía consultar todos los asuntos importantes que se fuesen ocurriendo, no pudiendo hacer la conquista de la tierra sino con el parecer y dictamen de ellos. Parece que de esa manera intentaba el monarca español templar algún tanto la fiereza del soldado con la mansedumbre del sacerdote; ¡pluguiese a Dios que los deseos del monarca español se hubiesen cumplido siempre...!

Renovado otra vez en Panamá el primer contrato por el cual se obligaban los socios a dividirse, por tres partes iguales, todo cuanto lograsen en la conquista, resolvieron que Pizarro se adelantara con tres naves, ciento ochenta hombres, veinte y siete caballos y las provisiones de boca y guerra que se había conseguido hasta entonces; mientras Almagro se disponía a seguirle, llevando nuevos refuerzos. Arreglada así la partida, Pizarro salió de Panamá a principios de enero de 1531, y aunque se dirigió inmediatamente para Túmbez, tomó puerto en la Bahía de San Mateo a los trece días de navegación. Desembarcados allí platicose lo que se había de hacer, para no errar el principio de la empresa; y después de diversos pareceres se resolvió que se sacasen a tierra los caballos, para que fuesen por la orilla del mar y los navíos costeando, a fin de poder prestarse mutuamente auxilio en cualquier evento. Entonces fue cuando por segunda vez hollaron los conquistadores la tierra ecuatoriana.



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II

Dispuesta la marcha, como se acaba de referir, los conquistadores siguieron por tierra su camino, padeciendo grande incomodidad por los esteros que, aumentados con las lluvias de invierno, casi no se podían vadear y era necesario pasarlos a nado. Mas pronto el valioso despojo que pillaron en el pueblo de Coaques les hizo olvidar los trabajos pasados. Parece que los indios o se hallaban desprevenidos o no temieron nada de parte de los españoles, porque dando éstos de súbito en el pueblo, se apoderaron de cuanto tenían sus habitantes los cuales, asustados, huyeron a esconderse en los bosques cercanos. Entradas a saco las casas del pueblo recogieron mantas, tejidos y en piezas labradas de oro y plata como veinte mil castellanos y sobre todo un número muy considerable de esmeraldas. Había entre ellas una muy valiosa del tamaño de un huevo de paloma, la cual fue adjudicada a Pizarro. Para poner orden en la división del botín, se mandó que todos entregaran cuanto habían cogido, sin reservar nada para sí, bajo pena de la vida al que ocultara alguna cosa, por pequeña que fuese. Hecho un montón de todo cuanto se había recogido, se dedujo el quinto para el Rey; lo demás se distribuyó proporcionalmente entre los soldados, estableciéndose esta práctica como ley inviolable para lo futuro en todo el tiempo que durara la conquista.

Además de estas joyas de tanto valor, la mal parada hueste de Pizarro halló en el pueblo de Coaques mantenimientos en grandes abundancias para reponerse de las molestias del camino.

El curaca del pueblo se había escondido en su propia casa. Saqueada ésta por los soldados de Pizarro, el indio fue descubierto y llevado a la presencia del Capitán, quien le reconvino por haberse ocultado. No he estado oculto, contestó el curaca, porque me he estado en mi propia casa, y no os salí a ver, porque entrasteis en mi pueblo contra mi voluntad y la de los míos y   -396-   temía que me mataseis. No tenéis por qué temer, le repuso Pizarro, pues venimos de paz y si nos hubierais salido a recibir, no os habríamos tomado cosa alguna. Mandad ahora, añadió, que vuelvan los indios a sus hogares, que no les haremos daños. El curaca hizo, en efecto, volver a los indios para que se ocuparan en el servicio de los españoles; pero como los tratasen muy duramente, dentro de poco cuasi todos volvieron a huirse a los montes.

Con la presa de oro y esmeraldas acordó Pizarro de enviar dos navíos, uno a Panamá y otro a Nicaragua, para estimular la codicia de los moradores de esas dos colonias y obtener quienes viniesen en su auxilio, pues conocía que entonces no contaba con fuerzas suficientes para acometer la conquista. Así se hizo en efecto; mas, mientras aguardaba la vuelta de los navíos pasaron siete meses.

Aquí en Coaques sucedió, cuando se hallaron las esmeraldas, aquel chasco de echar a perder una gran parte de ellas majándolas en yunques con martillos, porque fray Reginaldo de Pedraza aconsejó a los rudos soldados que las probasen de esa manera, diciéndoles que las verdaderas esmeraldas no se podían quebrar de ningún modo. Sin embargo se dice que el bueno del padre no quiso sujetar a prueba las que le tocaron a él, antes se las guardó enteras. ¡Lástima es que al primer sacerdote que ejerció el santo ministerio en la tierra ecuatoriana no le puede la historia limpiar enteramente de esa fea mancha de codicia...!

Pronto las influencias del clima vinieron a quebrantar el ánimo ya bastante perturbado de los hombres de la conquista. Muchos se acostaban sanos y amanecían baldados de miembros, con los brazos y las piernas encogidos; a otros muchos les nacían pústulas o verrugas en todo el cuerpo, sin que ningún remedio fuera eficaz para sanarlas, pues los que se las picaban con lanceta morían desangrados, y los que se las cortaban las veían a pocos días reproducirse en todo el cuerpo con mayor abundancia.

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Desconcertados andaban los españoles sin atinar con la causa de tan molesta y asquerosa enfermedad. Unos la atribuían a cierto pescado que mañosamente les habían dado a comer los indios, o que éstos habían atosigado el agua de beber; otros a que habían dormido en ciertos colchones fabricados de la corteza de los ceibos; pero la verdadera causa no les era posible averiguar, para ponerle acertado remedio, y así se iban muriendo muchos, y los que zafaban quedaban muy maltrechos.

En tal extremo de necesidad, acongojados no sabían qué hacer y con qué remedio sanar, y la tropa iba reduciéndose cada día con los que morían. Siete meses eran transcurridos en tan penosa situación; y cuando ya la mayor parte de los aventureros maldecía de su destino y renegaba de la empresa, abordaron dos buques, en uno de los cuales venía Benalcázar, que tan célebre se hizo después en la conquista de Quito y pacificación de Popayán. Alentados con este refuerzo, siguieron su marcha a lo largo de la costa y caminando siempre por tierra atravesaron el litoral por las provincias de Esmeraldas y Manabí. Cuando estuvieron cerca del punto donde después se fundó la ciudad de Portoviejo, cansados ya de una marcha tan penosa, por el calor, la arena y otras incomodidades, muchos quisieron quedarse allí y fundar una población; pero Pizarro, más advertido, se opuso señalando como lugar a propósito para sentar sus reales la isla de Puná, que está frente de Túmbez.

En su marcha a lo largo de las costas ecuatorianas los españoles iban sometiendo cuantos pueblos encontraban al paso. El curaca de la bahía de Caráquez les obsequió amistosamente y casi en ningún pueblo encontraron resistencia. En el de Pasao el cacique les salió al encuentro, los recibió de paz e hizo a Pizarro el presente de una esmeralda muy preciosa por su tamaño, pidiéndole que dejase en libertad diez y siete indias que habían cogido los españoles en otro pueblo. Los historiadores refieren que Pizarro aceptó el obsequio pero no dicen si concedió lo que se le pedía. Despedidos de Pasao, se dirigieron hacia Caráquez. La cacica de uno de   -398-   los pueblos comarcanos había enviudado en aquellos días, así es que los extranjeros fueron en apariencia bien recibidos; pero, en secreto concertaban los indios el modo de acabar con ellos, aunque sin atreverse a atacarlos, porque los caballos, a los que tenían por seres inmortales, les infundían terror. Con todo, cierto día lograron sorprender solo a un español que se había alejado del real y lo mataron, y en otra ocasión se presentaron armados más de doscientos, con lo cual ya no les quedó duda a los españoles de las prevenciones hostiles de los indios. Destacó, pues, Pizarro una partida de a caballo en persecución de ellos y fueron alanceados algunos y tomado prisionero uno de los magnates, al cual conservó Pizarro como en rehenes, porque por su medio quería contener a los demás. Púsole luego en libertad, por haberle prometido el indio que castigaría a los que molestasen a los españoles, y así lo cumplió, pues, aprehendido uno de los delincuentes, lo mandó ahorcar al momento y el cuitado sufrió la muerte, según la expresión de Herrera, dando señales de tener en muy poco la vida. Establecida la paz con los de Caráquez, determinaron continuar adelante y después de muchos días de una marcha fatigosa por la costa, llegó Pizarro con su tropa al hermoso golfo de Guayaquil. Hallábase tomando algún descanso y disponiendo lo conveniente para trasladarse a la isla de la Puná, cuando se le presentó Tumbalá, cacique principal de ella, acompañado de otros jefes y le convidó con su amistad, ofreciéndole posada en su isla y estimulándole a pasar allá donde se holgarían de recibirlo. Muy de grado aceptó Pizarro la invitación de los isleños y les prometió que pasaría sin demora a la Puná. Recibida la respuesta del jefe de los blancos, comenzaron los isleños a aparejar con solicitud grande las balsas en que debía verificarse el trasporte; y ya lo tenían todo a punto bien dispuesto para la marcha, cuando los intérpretes de Pizarro le advirtieron que se pusiese en guardia contra la traición de los isleños, porque sabían que éstos estaban resueltos a cortar las cuerdas, para deshacer las balsas en medio del agua y ahogar a los españoles. Con este aviso Pizarro reconvino por   -399-   la traición a Tumbalá; pero éste la negó con tal aire de honradez y de verdad, que Pizarro se dio por satisfecho. No obstante, para mayor seguridad dispuso que junto a cada uno de los indios remeros fuera un español con espada desenvainada. Así es que en dos navíos pasó la gente y en las balsas los caballos, yendo los soldados apercibidos sin perder de vista a ningún indio. Cuando Pizarro abordó a la isla, el cacique Tumbalá le salió a recibir con música de atabales, con danzas y otros aparatos de fiesta, acaso para desvanecer la sospecha de traición que en el ánimo del Capitán extranjero pudo haber infundido el denuncio de los intérpretes tumbecinos.

La isla de la Puná estaba en aquella época habitada por una raza esforzada y belicosa; tenía varios pueblos y se hallaba gobernada por seis caciques, cuyo jefe era el referido Tumbalá y su población ascendía como a veinte mil indios. Aunque falta de aguas, pues no tiene sino llovedizas, la cubrían en la época de la conquista bosques frondosos en diversos puntos y la restante parte de ella estaba cultivada con grandes sementeras de maíz, cacao y otras plantaciones; pero su principal comercio consistía en sal, que los isleños llevaban a traficar a los demás puntos de la costa y aun hasta a lo interior de la sierra.

Sujetos mal de su grado a los Incas, sufrían con disgusto la dominación de los monarcas peruanos y conservaban una guerra obstinada con sus vecinos de Túmbez; por esta circunstancia prefirió Pizarro la isla, para acampar en ella, pues comprendió cuanta ventaja podría sacar para el buen éxito de su empresa de la rivalidad de los dos pueblos. Había formado el conquistador el proyecto de apoderarse de Túmbez, ciudad a la cual consideraba como la llave del imperio peruano, y nada le pareció tan oportuno como congraciarse con sus habitantes, abatiendo y subyugando a los belicosos isleños; o servirse de la cooperación de éstos para sujetar a aquéllos, en caso de que le fuese necesario entrar en Túmbez por la fuerza. Empero este plan, aunque sagaz, no le fue   -400-   muy ventajoso, porque los tumbecinos se le opusieron tanto como los de la Puná, y emplearon las mismas estratagemas que éstos para destruir a los extranjeros.

Tan luego como hubieron sentado sus reales en la isla, los conquistadores principiaron a hostilizar a los indios arrebatándoles su ropa, su comida y hasta sus mujeres. Pizarro, además, para agasajar a los tumbecinos e inclinarlos a su devoción, puso en libertad y mandó transportar a Túmbez seiscientos prisioneros de guerra que encontró cautivos en la isla, unos ocupados como esclavos, y otros destinados a los sacrificios sangrientos de víctimas humanas que los de la Puná solían ofrecer a su dios Túmbal. Con esta demostración de parcialidad en su favor por parte de Pizarro, los tumbecinos cobraron bríos y, pretextando agradecer a los extranjeros la libertad concedida a sus paisanos, pasaron a la isla, donde, al amparo de Pizarro, comenzaran a talar los sembrados de sus enemigos, como en represalia de pasados agravios. Bramaban de coraje los orgullosos isleños viendo así hollado su territorio tan impunemente por sus rivales; acudían en tropel a implorar con gemidos la protección de sus dioses y los sacerdotes fatigaban en vano a sus oráculos, pidiéndoles respuestas sobre el modo de acabar con los extranjeros. Concertáronse, al fin, en secreto para matar a los españoles tomándolos separados unos de otros para impedirles que se auxiliasen mutuamente; con este objeto les convidaron a una gran cacería que en obsequio de ellos tenían aparejada; pero también entonces la diligencia de los intérpretes llegó a calar el plan y se lo advirtieron oportunamente a Pizarro. Para no manifestar cobardía, dispuso éste, obrando sagazmente, aceptar la invitación sin darse por entendido de que sabía la traición de los indios; pero ordenó también que todos saliesen al campo armados como para pelear. El aspecto taciturno y cauteloso de los españoles y el verlos armados dio a entender a los indios que aun por esa vez su plan estaba descubierto; así fue que después de montear, concluida la cacería, presentaron todas las presas a los españoles, sin reservar nada para sí   -401-   mismos. Las violencias de los extranjeros contra los patricios continuaban y los intérpretes volvieron a dar nuevo aviso a Pizarro para que se pusiese en guardia, diciéndole que los isleños se disponían en secreto a exterminar a los conquistadores, y que con el fin de concertar el plan se habían reunido los caciques a conferenciar en la casa de uno de ellos. Pizarro se hallaba en ese momento con Jerónimo de Aliaga y Blas de Atienza, oficiales del Rey, ocupado en repartir el oro que hasta entonces habían recogido, y dejándolo todo acudió al punto indicado donde se encontró, en efecto, una reunión de diez y siete caciques con Tumbalá, jefe o régulo de la isla. Apoderose al instante de todos ellos y dando por probada su traición, entregó a los desgraciados indios en manos de sus implacables enemigos, los tumbecinos, quienes los mataron sin piedad cortándoles las cabezas por detrás. Sólo reservó con vida a Tumbalá, pero encerrándolo en una prisión bajo muy estrecha custodia.

Este hecho tan bárbaro consumó la medida de la indignación de los indios contra los españoles; y no ya a ocultas sino descubiertamente se presentaron a guerrear con ellos. Mas aquella era una guerra enteramente desigual. Desde el anochecer se vieron partidas de indios que andaban vagando por los contornos del real de los españoles; tocose alarma en el campo de éstos y permanecieron en vela toda la noche, oyendo el lejano murmullo del mal disciplinado ejército de los indios, los cuales, al amanecer, cayeron sobre el campamento de los conquistadores y lo cercaron por todos lados, dando espantosos gritos y haciendo horrible algazara con el ruido de sus pífanos y atabales, el choque de sus largas picas y los aullidos de furor con que unos a otros se estimulaban a combatir. En el campo de los españoles reinaba profundo silencio; y con la ventaja de la bien ordenada maniobra, sin recibir grave daño, lo causaban tremendo en el ejército de los indios, que con sus cuerpos medio desnudos presentaban un blanco indefenso a las cortantes espadas de los contrarios, mientras que éstos, cubiertos de pies a cabeza con armaduras de hierro, eran invulnerables   -402-   a las lanzas y dardos de los indios; en los compactos grupos de los isleños las balas de los arcabuces causaban estragos certeros a cada descarga, sin que hubiese tiro perdido. Había salido ya el sol y la mañana avanzaba; el campo estaba sembrado de cadáveres; entre los españoles había muchos heridos y cinco muertos; pero los indios no se desalentaban, antes tomando vigor en su misma desesperación, no dejaban ni un instante de reposo a los españoles. Cansados éstos de la refriega y sorprendidos de la constancia de los indios, no acertaban a dispersar los pelotones de combatientes que acudían a llenar inmediatamente el puesto de los que morían, cuando Pizarro mandó a su hermano Hernando que los atacara con su caballería, que hasta entonces había estado de reserva. La repentina aparición de los caballos, que en la carrera atropellaban a los indios y la lanza de los castellanos que se cebaba en ellos sin piedad, los pusieron al fin en derrota, dando tiempo a los españoles para que se recogieran a su real pasado ya el medio día. Hernando Pizarro recibió una herida grave en una pierna por la lanza arrojadiza de un indio; murió también un caballo, al que se mandó enterrar al momento para que los indios no perdieran la creencia que tenían de que aquellos monstruos eran inmortales.

Tan reñido debió ser y encarnizado este combate, que los españoles creyeron deber su triunfo a un milagro, pues aseguraban haber visto en los aires al Santo Arcángel Miguel peleando con Satanás que acaudillaba un ejército de demonios, los cuales ayudaban a los indios. Pero muy lejos estaba el cielo de favorecer con portentos guerras como las de la conquista, en las cuales, invocando el santo nombre de Dios, se violaban las leyes divinas.

Al día siguiente, los indios derrotados pero no abatidos, se presentaron de nuevo a combatir con los españoles; y durante veinte días consecutivos tuvieron éstos necesidad de no soltar las armas de la mano porque los indios, sin desalentarse por las pérdidas, los atacaban sin tregua ni reposo. Navegando en sus balsas acometieron   -403-   repetidas veces a los buques surtos en el puerto, con intento de echarlos a pique, cosa que a los españoles ponía en grande aprieto, obligándoles a dividir su tropa, unos en defensa de los navíos y otros en la del campamento.

Cada día los indios con sus familias iban abandonando la isla y refugiándose en el continente; así es que la despoblación era rápida; incendiadas las sementeras, saqueadas las habitaciones, la escasez y el hambre sobrevinieron muy pronto; y los soldados, que no hallaban esos montones de oro que se habían imaginado, decaían de ánimo, hablaban mal de sus jefes y la subordinación y disciplina sufrían de día en día notable detrimento. La fecunda sagacidad de Pizarro echó mano en esas circunstancias de un ardid que le fue inútil. Fingió que se había encontrado casualmente entre las de la Puná una india que había servido a Bocanegra, aquel español que se quedó en las costas del Perú en el primer viaje, al tiempo del descubrimiento. La india había entregado al Capitán una cédula escrita por Bocanegra, en la cual se leían estas palabras: «Cualesquiera que vengáis algún día a estas tierras, sabed que aquí hay más oro que hierro en Viscaya». Aseguraba Pizarro que la india le había entregado este papel, envuelto en una camisa del español muerto; pero ninguno en la mal avenida tropa creyó en la realidad el supuesto hallazgo, antes cada día crecía más el desaliento.

Un incidente inesperado vino a aumentar los cuidados e inquietud de Pizarro. Su hermano Hernando, hombre recio de carácter y soberbio, insultó a Riquelme, Tesorero del Rey; airado el Tesorero, se embarcó secretamente en un navichuelo y por la noche se fugó de la isla, con dirección a Panamá. Así que lo supo Pizarro, mandó en seguimiento de Riquelme a Juan Alonso de Badajoz, quien le dio alcance en la Punta de Santa Elena, desde donde consiguió que se volviera; de vuelta en la Puná, dándole satisfacciones, obtuvo Pizarro que se reconciliara con su hermano.



  -404-  
III

Llegadas a este extremo las cosas, permanecer más tiempo en la isla era ya casi imposible; los mantenimientos faltaban, las hostilidades no cesaban, la isla cada día se iba despoblando más y más, y aunque se había ocurrido al arbitrio de poner en libertad al cacique Tumbalá para que calmase los ánimos irritados de sus súbditos y les persuadiera que dejadas las armas volviesen en paz a sus hogares, nada se había conseguido. Por fortuna la llegada de Hernando de Soto con nuevos refuerzos mejoró la situación de los aventureros. Hernando de Soto, el célebre descubridor del Missisipi y conquistador de la Florida, venía desde Nicaragua atraído por las noticias que de la maravillosa riqueza del Perú habían llegado hasta allá. Era además amigo de Pizarro y de Almagro y venía a ayudarles en su empresa. Auxiliado, pues, con estos nuevos refuerzos, Pizarro ya no pensó más que en salir de la Puná, para ocupar Túmbez y principiar la conquista definitiva del imperio de los Incas. Durante los seis meses que había permanecido en la isla se había informado prolijamente de la riqueza, condiciones y recursos de los dos soberanos que se estaban disputando la corona del imperio, y ninguna circunstancia le pareció tan propicia para llevar a feliz término la proyectada conquista como la de la guerra civil que entonces tenía divididas las fuerzas del imperio. Así pues, principió a disponer la partida para Túmbez. Seis meses se habían detenido los conquistadores en la isla de la Puná y al salir de ella, la dejaban asolada habiéndola encontrado floreciente.

En el territorio de lo que hoy es República del Ecuador y entonces se llamaba Reino de Quito, hacía ya muchos meses que los europeos estaban viviendo; sin duda, en esos días los religiosos dominicos que venían en la expedición con Pizarro celebrarían los santos misterios; pero, como no habían determinado todavía los conquistadores fundar ninguna colonia estable, no se edificó   -405-   tampoco ningún templo al verdadero Dios, y los oficios divinos se celebrarían bajo alguna tienda de campaña, en las marchas del ejército de los conquistadores.

Dispuestas ya todas las cosas y arreglada la salida para Túmbez, Pizarro ordenó que en los tres navíos que tenía pasara la mayor parte de la gente, y que en las balsas de los indios se transportaran los pertrechos, los caballos y otras cosas que no era conveniente llevar en los navíos. Grande fue la sorpresa del conquistador cuando así que arribó a Túmbez, encontró la ciudad reducida a escombros; y todavía fue mayor el desengaño que sufrieron los reclutas de la expedición viendo ruinas de casas quemadas en vez de la ciudad opulenta que se habían imaginado. Poco tiempo antes la ciudad había sido destruida por los isleños de la Puná, en las guerras encarnizadas que sostenían con sus vecinos de Túmbez. Como no había comodidad para establecer allí una colonia, siguieron a Paita, cuyo puerto ofrecía grandes ventajas para la comunicación con las ciudades de Tierra Firme; escogido, pues, un sitio que les pareció a propósito para edificar una ciudad que sirviese como de llave a toda la provincia, delinearon la planta de San Miguel de Piura, la primera ciudad fundada por los españoles en el suelo del Perú. De allí Pizarro tomó resueltamente el camino de Cajamarca, donde sabía que se encontraba a la sazón el Inca Atahuallpa. El viaje del conquistador hasta Cajamarca, la entrevista con el Inca, su prisión, la horrible carnicería que hicieron los españoles en los desprevenidos indígenas, el rico botín que allí recogieron y por fin el proceso inaudito que formaron para matar a Atahuallpa, son hechos que pertenecen a la historia civil tanto del Perú como del Ecuador y que, por lo mismo, juzgamos si no ajenos de nuestro principal objeto a lo menos innecesarios para tejer la narración completa de los sucesos propios de nuestra historia eclesiástica. Solamente haremos algunas reflexiones convenientes de nuestro propósito.

¿Qué parte tuvo la Iglesia católica en los acontecimientos de Cajamarca? ¿Es acaso la religión responsable   -406-   de los crímenes que allí se cometieron? La Iglesia católica tiene una moral santa, moral que como fundada en la Iglesia misma, es invariable; aprueba siempre lo bueno y condena donde quiera lo malo, así es que jamás puede ser responsable de los crímenes que cometan los católicos, y eso aunque sean sacerdotes; antes bien las obras de éstos las juzga la Iglesia con mayor severidad, porque en su tribunal, si merecen indulgencia la ignorancia inculpable y el arrepentimiento, también es inflexible en condenar a aquellos para quienes ni la ignorancia sirve de excusa ni el carácter sagrado atenúa las faltas. Cuando la Iglesia católica apruebe pues lo malo entonces será responsable de los crímenes que cometan sus hijos; pero por fortuna esto no sucederá jamás. Juzgada a la luz de estos principios la conducta del padre Valverde en Cajamarca no puede menos de ser muy digna de censura; aunque también es cierto que en cuanto a la parte que tomó en la prisión del Inca y matanza de los indios no están de acuerdo todos los historiadores. Parece que los mismos autores de la muerte de Atahuallpa, cuando vieron la reprobación que su conducta había merecido en la Corte, procuraron declinar algún tanto su responsabilidad exagerando la parte que en tan horrible acontecimiento tuvo el religioso que había acompañado a los conquistadores en la captura del Inca. Tanto más interesados debieron estar en hacerlo así, cuanto que de esa manera aparecía como responsable la persona que el mismo Rey había señalado por consejero y moderador en la conquista y pacificación de la tierra.

La conquista, acompañada de las terribles circunstancias que tuvieron lugar en Cajamarca, era sin duda muy perjudicial para la predicación del Evangelio y conversión de los indios. Estos desgraciados oyeron anunciar el nombre de Jesucristo, al mismo tiempo que se los condenaba a la más dura servidumbre; ni era para hacerles amable la religión que se les predicaba esa repugnante contradicción entre las máximas de caridad cristiana que se les inculcaban y la feroz conducta de los   -407-   hombres de la conquista. No tememos, pues, decir que aun para lo puramente temporal, la manera con que se llevó a cabo la conquista del Perú fue muy perjudicial. Mas ¿cómo podía hacerse de otro modo en aquella época...?

Después de una larga retención y un juicio a toda luz injusto, el desventurado Inca fue ajusticiado en Cajamarca el día 28 de agosto de 1534. Al principio se le condenó a ser quemado vivo, linaje de muerte sobre manera cruel, pero se le ofreció conmutar en la pena de garrote, con tal que consintiera en recibir el bautismo. Presentó alguna resistencia casi hasta el momento de salir al suplicio; mas a ruegos del padre Valverde consintió al fin en ser bautizado y se le puso por nombre Juan, sirviendo de padrino en el bautismo el mismo don Francisco Pizarro. Sin duda, por esto también se le puso el nombre de Francisco, como se llama constantemente en documentos antiguos de aquella época, relativos a la familia del Inca. Muerto Atahuallpa, determinó Pizarro salir de Cajamarca para tomar posesión del vasto imperio que la ciega fortuna acababa de poner en sus manos, y cuya grandeza él mismo entonces no podía calcular. Tomando, pues, la dirección hacia el Sur, se encaminó para el valle de Jauja con el fin de enseñorearse del Cuzco, capital de los Incas, mientras Sebastián de Benalcázar marchaba a Piura como Teniente de Gobernador de aquella naciente colonia.






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ArribaAbajoCapítulo quinto.- Expedición de Alvarado
Preparativos de Alvarado para su expedición. Llegada de los expedicionarios a la bahía de Caráquez. Marcha desordenada. Trabajos en las montañas. El paso de los puertos nevados. Salida a los pueblos de Ambato. Encuentro con los soldados de Almagro. Viaje precipitado del Mariscal. Fundación de la ciudad de Santiago de Quito. Avenimiento entre Almagro y Alvarado. Sucesos posteriores.



I

Con grande diligencia aparejaba su armada en Guatemala don Pedro de Alvarado, anunciando públicamente   -410-   que venía con su expedición a las costas del Perú. La Audiencia de México le prohibió hacer expedición ninguna a tierras ya descubiertas y dadas por la corona a otros capitanes españoles, pero se disculpó diciendo que iba al Perú para ayudar a don Francisco Pizarro en la conquista de aquel gran imperio, empresa para la que Pizarro carecía de medios suficientes. Desatendió las representaciones de la ciudad que le pedía que no se ausentase de ella cuando era más que nunca necesaria su presencia, por la multitud de tribus belicosas que la rodeaban y por quienes se veía sin cesar amenazada. Sordo a toda reflexión y aconsejado solamente de su ambición, Alvarado trabajaba con suma diligencia en aparejar su armada; así es que en breve tiempo tuvo prestas ocho velas de diferentes tamaños y entre ellas un galeón de trescientas toneladas, al cual llamaron San Cristóbal por sus grandes dimensiones. En esta sazón, las noticias llevadas a Centroamérica por el piloto Fernández que se volvía desde Cajamarca, donde había presenciado la captura del Inca y visto amontonar el oro para su rescate, aguijonearon la ambición de Alvarado, que ya no pensó más que en hacerse pronto a la vela para ir a conquistar el Reino de Quito, donde la fama decía que había más riquezas que en el Cuzco.

A principios de 1534 se hizo a la vela Alvarado con su armada, compuesta de doce navíos de diferentes tamaños en los cuales se embarcaron quinientos soldados bien armados, doscientos veinte y siete caballos y un número bien crecido de indios, los más de servicio, otros como auxiliares y algunos en rehenes. Por el número de velas y de gente de tropa, por los pertrechos y armas de que venían provistos, ésta era la mejor armada que había surcado las aguas del Pacífico en busca de las riquezas del Perú. Venía dirigiéndola el piloto Juan Fernández, ya conocedor y práctico en la navegación de estos mares. Acompañaban a Alvarado muchas personas distinguidas y nobles de España de esas que venían a América ganosas de probar fortuna.

Llegado al puerto de la Posesión se encontró con el capitán García Holguín, a quien de antemano había   -411-   mandado Alvarado a las costas del Perú, para que se informara con exactitud del estado de las cosas. La relación de Holguín confirmó las noticias dadas por Fernández. La armada volvió a hacerse a la vela y entrando de paso en el puerto de Nicaragua el adelantado se apoderó, a viva fuerza, de dos buques que tenía apercibidos Gabriel Rojas para traer a Pizarro doscientos soldados. Rojas era antiguo amigo de Pizarro y, llamado con ahínco por éste, se preparaba a venir al Perú para cooperar a la empresa y participar de la fortuna de su antiguo camarada; y como ni reclamos ni protestas fueron bastantes para hacer que Alvarado se retrajera de cometer aquel despojo, Rojas no tuvo otro partido que tomar que el de embarcarse inmediatamente con unos pocos compañeros para venir a dar aviso de la expedición del adelantado de Guatemala a los conquistadores del Perú.

Zarpó del puerto de la Posesión la armada de Alvarado, y a los treinta días de navegación dobló el cabo de San Francisco y se acercó a tierra, buscando puerto favorable para las naves. En la bahía de Caráquez hallaron cómodo surgidero para las naves y tomando tierra desembarcaron ante todo los caballos que se hallaban enfermos y temían que se les muriesen. Desembarcada toda la gente y acomodados del mejor modo posible, procuraba Alvarado disponer los ánimos de su numerosa expedición a la unión y concordia, poniéndoles delante de los ojos de su consideración los gastos inmensos que se habían hecho para aquella jornada emprendida para el medro y acrecentamiento común.

Cuando llegó el día señalado para continuar la marcha hacia Quito, el Adelantado dispuso su gente nombrando por Maese de Campo a Diego de Alvarado, por capitanes de caballería a Gómez de Alvarado, Luis Moscoso y Alonso Enríquez de Guzmán, de infantería a Benavídez y Lezcano, y por Justicia mayor al licenciado Caldera. Hechas estas provisiones dispuso que el piloto Juan Fernández fuese reconociendo la costa y tomando posesión de todos sus puertos por Alvarado a nombre de   -412-   Su Majestad. Disposición o medida que manifestó muy a las claras el plan de la expedición del Gobernador de Guatemala. Él mismo en persona con algunos de a caballo pasó a reconocer, entretanto, el puerto de Manta.

Principió al fin su camino la expedición; pero no era un verdadero ejército lo que se ponía en camino sino una verdadera población, compuesta de soldados, mujeres, negros esclavos e innumerables indios traídos la mayor parte de Guatemala y otros tomados en los pueblos de las costas de Manabí. Pero ¿a dónde marchaba esa variada muchedumbre de aventureros de diversas condiciones? ¿A dónde...? A Quito, la fama de cuyas riquezas iba atrayendo tantas y tan diversas gentes. Pero caminaban a la ventura, sin norte fijo ni rumbo conocido, por senderos escogidos al tanteo; así es que con ser corta la distancia que hay entre Quito y la provincia de Manabí, Alvarado se tardó como cinco meses en salir de los bosques del litoral a los llanos interandinos de la República.

A las dos jornadas llegaron a un pueblo al que pusieron el nombre de la Ramada, donde sintieron falta de agua. Siguieron luego de ahí para Jipijapa, y tomando descuidados a los habitantes del pueblo principal, se apoderaron de muchas joyas y adornos de oro y bastantes esmeraldas; pero todo les parecía nada con la esperanza de lo que se imaginaban hallar en Quito. A este pueblo le dieron el nombre de El Oro, por el que allí encontraron; y al tercero, donde hicieron parada, le apellidaron de las Golondrinas por las muchas que ahí vieron. En este pueblo se les huyeron los guías dejándolos en grande confusión sin saber por dónde era el camino. En semejante aprieto salió el capitán Luis Moscoso a descubrir y llegó a Chonana, donde hallaron bastimento y cogieron algunos indios para que sirviesen de guías. Confuso se hallaba Alvarado en tierras desconocidas, sin saber qué camino tomar y para no seguir adelante sin tino ni dirección conocida, mandó a su hermano Gómez de Alvarado que, con algunos de a pie y otros de a caballo, fuera por el Norte a descubrir camino mientras   -413-   que Benavídez lo buscaba por Levante. Uno de los exploradores descubrió el río Daule y por él fueron a salir al de Guayaquil. Dieron oportuno aviso al Gobernador, para que siguiera en la misma dirección, como en efecto lo hizo descendiendo en balsas de Daule a Guayaquil. Parece que desde aquí volvió a retroceder al Norte, subiendo por el mismo río Daule y así anduvo de una a otra parte, yendo a Levante, volviendo al Norte, siguiendo hacia las faldas de la cordillera, sin atinar el camino por donde había de subirla y mientras más caminaba hacia Levante más y más iba penetrando en los intrincados bosques que cubren los declives y sinuosidades de la cordillera por aquella parte. Perdidos se hallaban en aquel asombroso laberinto que forman las selvas intertropicales: árboles seculares que encumbran sus copas frondosas hasta las nubes, parásitas numerosas que en los viejos troncos de árboles gigantescos forman selvas aéreas, lianas que, descendiendo de las ramas de los árboles y tendiéndose en todas direcciones, tejen una red estrecha que uniendo árboles con árboles, ramas con ramas, impiden el camino, todo contribuía a retardar la marcha de la expedición, pues era necesario, a golpe de hacha, descuajar primero la enmarañada selva para abrir camino; así es que con grande trabajo apenas alcanzaban a andar unas pocas cuadras por día.

No eran solamente las molestias del camino, eran también las acometidas de los indios que les salían a estorbar el paso la causa de su marcha lenta y trabajosa; levantaban el campo de una parte y como para seguir adelante no tenían derrota conocida, era necesario aguardar en un mismo punto muchos días hasta que descubriesen camino los que se enviaba a explorarlo. Tierra anegadiza aquélla de las playas no presentaba sino ciénagas dilatadas, atolladeros profundos, donde se atascaban los caballos; en los pantanos formaban sus tiendas provisionales para pasar la noche y aguardar que se encontrase camino o siquiera alguna vereda para poder continuar la marcha, y cuando en la jornada llegaban a algún río, entonces eran los apuros, ahí crecían   -414-   las dificultades para haber de pasarlo; tendían mimbres gruesos para formar una especie de puente y, colgándose de las ramas de los árboles con grande trabajo y mucho tiempo pasaban a la orilla opuesta.

Entre tanto, el calor sofocante enervaba los cuerpos y hacía postrar de fatiga a los más robustos; cansados, rendidos con el peso de las armaduras de hierro, se sentaban a descansar junto a los troncos de los árboles, pero para muchos ese descanso era funesto, porque se levantaban lánguidos de modorra; y soldado hubo que perdida la razón salió con espada en mano a matar a su propio caballo; desgracia considerable porque uno de esos animales importaba entonces en el Perú hasta 4.000 pesos. La comida iba escaseando pues la que traían se cubría de moho y pudría con el calor y la humedad; carne en muchos días no probaban y, cuando se moría algún caballo, se repartían sus tasajos como un regalado manjar.

La sed les atormentaba cruelmente en el clima sofocante de la montaña y su angustia crecía más con la falta de agua, pues, aunque cerca de ellos oían el ruido del agua que bajaba por las peñas en arroyos o corría por los ríos y quebradas, no podían tomarla, porque las ramas de los árboles, enredadas con los bejucos, formaban una espesura tan compacta que por ella era punto menos que imposible abrirse camino sin grande trabajo; o el cauce de los ríos y quebradas era tan profundo que apenas se podía ver allá dentro el agua que, como un delgado hilo de plata, iba corriendo por el fondo de un abismo de verdura, formado por rocas altísimas trabajadas como a nivel y sobre las cuales la exuberante vegetación de la costa había tendido sus cortinas de lianas y enredaderas.

Una tarde la avanzada de la expedición que adelantaba abriendo camino, llegó a un punto donde encontraron un dilatado cañaveral de guaduas; creyeron que allí habría agua, pero no la encontraron y hacía ya más de dos días que no habían hallado donde apagar su sed.   -415-   Como determinaron pasar la noche en aquel mismo lugar, un negro principió a cortar cañas para formar un rancho y con bastante sorpresa vio que los cañutos contenían bastante agua pura y fresca; conque, cortando cañas, encontraron agua en cantidad suficiente para dar de beber a los caballos y apagar su propia sed.

Circunstancias inesperadas, fenómenos maravillosos contribuían a hacer cada vez más penosa una marcha ya bajo tantos aspectos difícil. De repente un día el cielo se dejó ver encapotado, la atmósfera oscura y a poco rato una lluvia de tierra menuda principió a caer por largas horas en abundancia. Los árboles, las yerbas, todo estaba al día siguiente cubierto de tierra; los caballos no tenían qué comer y para darles un poco de yerba era necesario lavarla primero con cuidado; las ramas de los árboles se desgajaban con el peso de la ceniza; y, cuando principió después a ventear, el polvo sutil y menudo de que se llenaba el aire, yendo a dar en los ojos de los caminantes, los dejaba ciegos y desatinados. Los supersticiosos cayeron de ánimo con tan sorprendente y para los castellanos nunca visto fenómeno y, sin acertar a explicarlo, se lamentaban de su fortuna diciendo que aun el cielo, con señales maravillosas, contribuía a estorbar una empresa que en mala hora habían acometido. La erupción de uno de los volcanes de la cordillera de los Andes, tal vez el Cotopaxi o el Pichincha, era lo que acababa de tener lugar y la ceniza arrojada por el volcán lo que llenó de asombro a los conquistadores178.



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II

Esta lluvia de ceniza que desconcertó a los indios en Riobamba y les hizo levantar intempestivamente el campo tomando la retirada, sorprendió a los expedicionarios a la subida de la cordillera y por entrambos fue recibida como un muy funesto agüero: tan extraordinario era para los españoles e indios aquel fenómeno.

Nuevos trabajos aguardaban todavía a los cuitados aventureros al trepar a la cumbre de la cordillera occidental. Grande fue su alegría cuando al salir de los bosques, donde habían andado perdidos tantos días, dieron en una campiña abierta en la cual estaba paciendo una manada de llamas u ovejas de la tierra. Era ya cerca de la puesta del sol cuando llegaron, y apoderándose de las ovejas prepararon su cena en la cual se regalaron comiendo carne que hacía muchos días no la probaban. Como venían los expedicionarios divididos en diversos grupos o partidas, el capitán Diego García de Alvarado, cuya partida iba como de avanzada, llegó primero a aquel punto; y desde allí remitió al Gobernador veinte y cinco ovejas, dándole noticia de haber descubierto, al fin, buena tierra.

Los que todavía estaban abajo entre los bosques se hallaban padeciendo extrema necesidad, y comían cuanto encontraban, sin perdonar culebras ni otros animales por más repugnantes que fuesen. Pero el uso de comidas a que no estaban acostumbrados enfermó a muchos, los cuales, faltos de todo remedio, murieron en el camino. A tanto extremo de necesidad llegaron los expedicionarios que el alférez Calderón mató una galga muy estimada que traía y regaló con ella a sus compañeros. Un riñón de aquella perra, servido al capitán Luis Moscoso, que venía enfermo, fue comido por éste con tanto agrado, que dijo que le sabía tan bien como gallina; pero le produjo el efecto de una purga enérgica. Con grande regocijo recibieron las ovejas que les enviaba   -417-   Diego García; y con mayor la noticia de que los que iban adelante habían salido ya a tierra llana. De unas partidas a otras se obsequiaban con la carne, y se comunicaban las noticias de la tierra, animándose a seguir pronto para descansar algún tanto de sus fatigas. El Adelantado venía con la segunda partida; y la última, en que estaban los cansados y enfermos, traía el licenciado Caldera.

Habían llegado, pues, ya a uno de los repechos occidentales de la cadena también occidental de los Andes; pero para llegar a las llanuras y valles interandinos donde estaban las grandes poblaciones de las tribus indígenas, todavía les faltaba ascender a las cimas o páramos para desde allí tornar a bajar nuevamente a los valles poblados. Pedro de Alvarado estimulaba a todos con palabras blandas y persuasivas; levantaba, con halagüeñas promesas, el ánimo abatido de los más cobardes; se ganaba las voluntades de todos, sirviendo y regalando a los enfermos; y toda esa maña y sagacidad eran necesarias para sostener en su propósito de seguir adelante a los quebrantados expedicionarios. Empero, iban a sobrevenirles nuevos e inesperados trabajos, que pondrían a prueba su constancia. Esas grandes alturas de la cordillera algunas veces se cubren enteramente de nieve en ciertas temporadas del año, de ordinario a principios del verano en los meses de junio, julio y agosto, época en la cual debieron pasar por ahí Alvarado y sus compañeros, pues en Riobamba estaban a mediados de agosto.

Débiles por falta de alimentos sustanciosos, enervados los cuerpos por la acción del calor en la montaña, aquejados de diversas enfermedades, los mal parados expedicionarios principiaron a subir la cordillera, a tiempo en que estaba nevando en las alturas. La niebla densa que se difunde por todas partes en aquellas ocasiones no les daba comodidad para seguir adelante su camino; el viento penetrante y helado que soplaba de los cerros y páramos, ponía yertos y entorpecidos los miembros, y los menudos copos de nieve que llovían sobre ellos, y de los cuales no tenían donde guarecerse, iban encanijando   -418-   a muchos, principalmente a los negros y a los indios de Guatemala necesitados de mayor abrigo. Los castellanos, más robustos y mejor vestidos, resistían con fortaleza al frío y al hambre; pero los indios, apenas mal cubiertos, sin abrigo, cansados, se sentaban arrimándose contra las peñas y se quedaban muertos allí, sin ánimo para valerse a sí mismos. Ya en la cima de la cordillera, cuando arreciaba el viento y el suelo estaba todo cubierto de nieve, la angustia de los expedicionarios llegó al último extremo. Algunos indios morían dando gritos a sus amos y llamándolos en su auxilio; los bastimentos se habían acabado, las poblaciones de los indios no se sabía dónde estaban y a cualquiera parte donde volviesen los ojos, no veían sino páramos yermos y agrestes y el silencio de la naturaleza que reinaba en ellos daba grima al corazón. Tendían sus toldos de campaña y bajo de ellos, al amor de la mezquina lumbre, acurrucados pasaban la noche en mustio silencio temiendo que llegara el nuevo día por no verse obligados a contemplar el triste espectáculo de los cadáveres de los indios que amanecían yertos en los puntos donde se habían sentado a descansar en la jornada del día anterior. El desaliento, el despecho se habían apoderado de los más resueltos y animosos; pues los tímidos y cobardes ya no querían dar un paso más adelante. Para halagarles, Alvarado hizo pregonar que todos tomaran de las cargas cuanto oro quisieran, con tal que reservasen el quinto para el Rey; pero nadie se consoló con esto; antes un caballero a quien su criada le presentó unas joyas de oro, las desechó diciéndole con desagrado: ¡quita allá, que el verdadero oro es comer...! Otro murió yerto y entumecido de frío, sin poder andar por la carga de oro y esmeraldas que llevaba en su caballo, ya cansado; caballo y caballero murieron, en tanto que otros botaban todas sus cosas para salvar la vida, caminando, expeditos, más a prisa. Un español apellidado Huelmo pereció víctima del amor a su esposa y a dos hijas doncellas que traía; como las oyese dar gritos, acudió a favorecerlas, y quiso antes perder la vida al lado de ellas que salvarla desamparándolas. Murieron quince castellanos, seis mujeres,   -419-   varios negros y muchos indios en el paso de la cordillera que los españoles llamaron los puertos nevados.

Los indios tuvieron aviso oportuno de la llegada de estos nuevos conquistadores, les salieron al camino armados y lograron matar un español y quebrar el ojo a otro. Desmedrados y con aspecto de difuntos llegaron al pueblo de Pasa y de allí pasaron al de Quisapincha, que están sobre Ambato en la cordillera occidental y a no mucha distancia de la ciudad. Pasó revista a su tropa el Adelantado y halló que desde la costa hasta el último puesto habían muerto ochenta y cinco castellanos y muchos caballos. Procurando ante todo descansar y reparar también a los enfermos, gastaron varios días, pues algunos soldados habían quedado ciegos después del paso de la cordillera, enfermedad o lesión que ordinariamente causa la refracción de la luz del sol en la nieve.




III

Mas mientras que Alvarado descansa y convalece con su gente de los quebrantos del viaje, veamos las medidas que tomaron Pizarro y Almagro para defender su conquista.

Con la llegada de Gabriel Rojas se confirmaron las noticias que corrían en el Perú acerca de la expedición que preparaba el Gobernador de Guatemala, Pedro de Alvarado; ya no era posible dudar de ella, porque se hallaba ya el adelantado navegando con rumbo hacia el Sur y pronto debía tocar en las costas del Perú. Pizarro conoció al momento el peligro que le amenazaba; bajó precipitadamente del Cuzco a los llanos para vigilar los movimientos de Alvarado, y mandó a Almagro, su compañero, que sin pérdida de tiempo pasara a tomar posesión de las provincias de Quito en cuya conquista se hallaba ocupado el capitán Benalcázar. Los años y   -420-   fatigas no habían quebrantado todavía al diligente y sagaz Almagro; así que recibió la orden de partir a Quito, que le fue comunicada a nombre de Pizarro, se puso en camino para San Miguel de Piura desde Jauja, donde acababa de llegar persiguiendo al general indio Quizquiz. Pocos días antes había sido éste derrotado cerca del Cuzco y a marchas dobladas bajaba al valle de Jauja, donde sabía que estaban muy pocos españoles, con Riquelme encargado de guardar los tesoros que todavía no se habían distribuido. Los de Jauja se defendieron con valor heroico y Quizquiz se retiró viniendo hacia Huancabamba, la más meridional de las provincias de Quito, y allí resolvió aguardar el éxito de la contienda, que barruntaba iba a empeñarse dentro de poco entre los mismos conquistadores.

Hernando de Soto y Gonzalo Pizarro que perseguían a Quizquiz se volvieron a Jauja tan luego como supieron la retirada del general indio a Huancabamba, pues a los conquistadores del Perú les traía muy inquietos la noticia de la expedición de Alvarado a quien a cada instante aguardaban ver desembarcar. Las ilusiones de riqueza y de prosperidad que tanto les habían halagado, parecía que pronto iban a disiparse con la llegada de hombres enteramente nuevos que venían a disputarles la presa en el momento mismo en que estaban a punto de repartirse sus despojos.

Almagro reunió en San Miguel alguna gente y se vino para acá apresuradamente porque supo que Alvarado había desembarcado ya en Portoviejo y que tomaba el camino de Quito. Llegó a Riobamba y tuvo que combatir con los indios que le oponían resistencia, pero triunfó de ellos fácilmente. Viose con Benalcázar, que a la llamada del Mariscal acudía desde Quito a defender su conquista; al principio Almagro reconvino a Benalcázar, porque se había apresurado a venir a la conquista de las provincias de Quito como por su cuenta sin expresa orden y autorización para ello del gobernador Francisco Pizarro. La intempestiva reconvención de Almagro alteró el ánimo de Benalcázar y le hizo dar al   -421-   Mariscal, su antiguo compadre, una respuesta algo destemplada que el segundo supo disimular con grande tino; pues, teniendo al frente un enemigo común, no era tiempo de ponerse a disputar sobre celos de autoridad. Así la prudencia en disimular, reparó cuanto había dañado la destemplanza en el contestar.

Tal era la situación o estado de las cosas por parte de los conquistadores, cuando Alvarado llegó a la altiplanicie de Ambato. Después de haber descansado algunos días, los expedicionarios bajaron de Quisapincha y cuando menos pensaban, encontraron en el gran camino de los Incas, entre Ambato y Molleambato, huellas de caballos, lo cual no dejó de sorprenderles grandemente y de afligirles, porque aquello era señal evidente de que otros españoles antes que ellos habían tomado ya posesión de la tierra cuya conquista habían emprendido con tan grandes trabajos. Y, en efecto, era así, pues esas huellas eran las de los caballos en que hacía poco había pasado Benalcázar de vuelta de Quito a Riobamba, donde iba a juntarse con Almagro, que allí lo estaba aguardando.

Desabrido quedó el adelantado don Pedro de Alvarado con las señales y rastro de gente castellana que se había encontrado y para tomar lengua, mandó a su hermano Diego deseando ser informado de la verdad del caso. Por su parte tampoco Almagro andaba descuidado, antes, conociendo el buen ánimo de su gente, salió en demanda de Alvarado con ciento ochenta soldados, unos de a caballo y otros infantes. Los indios de toda la comarca estaban en armas, y así tan luego como Almagro levantó su campo de Riobamba le persiguieron, cayeron sobre la retaguardia y lograron matar tres españoles, con lo cual muy alegres andaban llenos de orgullo. Fue, pues, necesario combatir con ellos y tomar venganza de la muerte de los tres castellanos. Un río torrentoso separaba a la gente de Almagro de los indios que, apiñados en la orilla opuesta, hacían con grito y alboroto alarde de valor. Mandó el Mariscal pasar algunos soldados para acometerlos, pero la corriente era tal que muchos indios   -422-   Cañaris que intentaron vadearle se ahogaron y los mismos caballos retrocedían de la orilla y se encabritaban rehusando pasar. Al fin, se logró hacer pasar unos quince, los cuales bastaron para poner en fuga a los indios. Algunos prisioneros que se tomaron dieron noticia de los extranjeros que habían asomado, descendiendo de la cordillera, los cuales no dudó Almagro que fuesen Alvarado y sus compañeros, y era así, en efecto. Alegráronse mucho Benalcázar y el Mariscal con esta nueva, pareciéndoles que abreviaban tiempo y ahorraban trabajo pues, venciendo o vencidos acabarían pronto aquella jornada. Después de reflexionar maduramente y tomar consejo, resolvieron mandar a Lope de Idiáquez con cinco de los que tenían mejores caballos a que reconociesen el campo y se informasen del lugar en que se encontraba Alvarado, de la gente que traía y de todo lo demás que creyesen conveniente descubrir. Esta partida de exploradores que venían del lado de Riobamba no tardó en topar con la que en dirección opuesta, aunque con idéntico objeto, había mandado el adelantado de Guatemala. Como Diego de Alvarado llevaba gran número de gente y bien armada, fácilmente rodeó a López de Idiáquez y sus cinco compañeros y les obligó a rendirse; ellos, conformándose con el tiempo, dieron lugar a la fuerza. Diego de Alvarado los trató con mucha cortesía, y dando la vuelta a Ambato, vino a reunirse con su hermano a quien halló en Pansaleo. También el Adelantado por su parte hizo a Idiáquez y sus compañeros muy buen acogimiento, y como era naturalmente cortés y comedido, les dijo que no venía para causar escándalos sino para descubrir tierras nuevas en servicio del Rey, a lo cual todos, añadió, estamos obligados.

Por medio de unos indios supo luego el mariscal Almagro la prisión de los suyos, de lo cual mostró gran sentimiento, haciendo ver cuánto los estimaba. El adelantado don Pedro de Alvarado no tiene provisión ninguna del Rey para entrar en estas tierras, decía Almagro, por tanto, le he de hacer la guerra hasta la muerte, por ser justa, aunque no sea más que para impedir que   -423-   un nuevo ejército quite el premio que el mío aguarda por sus servicios. Y con estas y otras expresiones se ganaba la buena gracia de los soldados. Entre tanto, el Adelantado mostrándose generoso daba libertad a Lope de Idiáquez, mandándole que volviese a su cuerpo con una carta para el Mariscal en la que, con términos muy discretos, protestaba Alvarado que su intención era conquistar las tierras que cayesen fuera de la gobernación asignada a don Francisco Pizarro, y concluía diciendo que se acercaba a Riobamba donde tratarían de lo que a todos fuese de satisfacción.

Leída la carta de Alvarado y conocida su intención, el Mariscal deliberó con los suyos sobre el partido que debería tomar, y resolvió fundar luego una ciudad en Riobamba con todos los requisitos necesarios para poder alegar la primera posesión; y, en efecto, la fundó el 17 de agosto de mil quinientos treinta y cuatro, dándole el nombre de ciudad de Santiago de Quito. Celebró el acta de la fundación de la ciudad ante el escribano Gonzalo Díaz y nombró por alcaldes a Diego de Tapia y Gonzalo Farfán.

Despachó luego al presbítero Bartolomé de Segovia, a Ruiz Díaz y a Diego de Agüero para que fueran en comisión a dar la enhorabuena de su llegada al Adelantado, y significarle el sentimiento que tenía de los grandes trabajos padecidos por su gente en los puertos nevados. Debían decirle además a nombre de Almagro que siendo el Adelantado un tan leal caballero no podía menos de creer el Mariscal cuanto en la carta le decía; y que así le hacía saber oportunamente que don Francisco Pizarro era Gobernador de todos aquellos reinos y que el mismo Almagro aguardaba por momentos sus despachos para gobernar las tierras que caían al Este, fuera del distrito señalado a su compañero.

Los mensajeros encontraron al Adelantado en el camino con dirección a Riobamba; y mientras Alvarado se daba tiempo para deliberar la contestación más conveniente en aquellas circunstancias, ellos, con sagacidad y astucia, ponderaban entre los soldados de aquél las grandes   -424-   riquezas de la tierra conquistada y los magníficos repartimientos que a cada uno les había de caber, deplorando que este funesto acontecimiento hubiese venido a dilatar el día en que principiarían a gozar de tanta holganza y comodidad. Con estas pláticas encendían el ánimo de los recién llegados en deseos de entrar a la parte en tantas riquezas con los del Mariscal.

Alvarado respondió que cuando estuviese cerca de Riobamba daría contestación con propios mensajeros; y así que llegó a Mocha envió a Martín Estete para pedir a Almagro que le proveyese de intérpretes y le asegurase el camino, porque quería hacer descubrimientos y pacificar las tierras que estuviesen fuera de la gobernación de don Francisco Pizarro. El Mariscal procuraba dar tiempo al tiempo, y así contestó que no permitiría pasar a descubrir con tan grande ejército por tierras ya pacificadas, pues habría falta de bastimento para tanta gente. Entre tanto, cada capitán andaba solícito en ganar ocultamente los ánimos de la gente de tropa de su rival; Alvarado a los de Almagro y éste a los de aquél; y tan buena maña se dieron uno y otro en procurar este negocio, que una noche se huyó el indio Felipillo que servía de intérprete a Almagro y amaneció en el campo de Alvarado, a quien dio menuda cuenta de todo cuanto le convenía saber. Pero también Antonio Picado, que venía sirviendo como Secretario de Alvarado, le abandonó pasándose secretamente al campo de Almagro, a quien, a su vez, instruyó de cuanto había dicho a Alvarado el indio Felipillo. El número de soldados que tenía Almagro, las armas de que estaban provistos, las medidas que se habían tomado para la defensa en caso de ser atacados, todo lo sabía Alvarado por el indio Felipe; el cual le ofrecía, además, hacer incendiar el campo a la redonda, para obligar a huir a los de Almagro. Astucia infame que Alvarado no quería dejar poner por obra.

Grande divergencia de opiniones había en el consejo del Mariscal acerca del partido que convenía tomar en las presentes circunstancias. Unos decían que convenía retirarse a San Miguel de Piura para rehacerse allá con   -425-   más gente y poder recobrar por la fuerza lo conquistado; otros aconsejaban discretas medidas de paz, y no faltaban también algunos, aunque pocos, que juzgaban oportuno resistir esforzadamente al Adelantado. Con notable firmeza y resolución, el Mariscal adoptó este último partido, aunque tenía un número muy escaso de gente en comparación de la que traía Alvarado; pero contaba con el valor y la decisión, y así tomó todas las medidas necesarias para no hallarse desprevenido en caso de ser atacado.

La fuga de su Secretario indispuso el ánimo de Alvarado y le hizo formar la resolución de atacar el campo del Mariscal. Con el estandarte real desplegado y en son de guerra, con cuatrocientos hombres bien armados, marchó hacia Riobamba. El Mariscal dispuso que Cristóbal de Ayala, Regidor de la recién fundada ciudad, y el escribano saliesen al encuentro del Adelantado y le requiriesen de parte de Dios y del Rey que no cometiera escándalos en la tierra, y que saliese de ella, volviéndose a su gobernación de Guatemala; y que, en caso de no hacerlo así, le protestaban de todos los males, daños y muerte de naturales que causara. El Adelantado, sin darse por notificado de la protesta, contestó que le entregasen a Antonio Picado porque era su criado; a lo cual le hizo responder Almagro que Antonio Picado era libre y que así podía irse o quedarse sin que nadie pudiese hacerle fuerza. Vista la resolución de Almagro y conociendo por ella que en los del campamento opuesto no había señal alguna de flaqueza, el Adelantado entró en mejor acuerdo e hizo proposiciones de paz, mandando al licenciado Caldera y a Luis Moscoso que pasaran a Riobamba a conferenciar con el Mariscal. Como éste se mantuviese terco en su primera resolución de exigir que el Adelantado retrocediera a lo menos una legua, para tratar de cualquiera avenimiento, respondió Alvarado que él era Adelantado por el Rey, de quien tenía provisiones para descubrir y pacificar en las tierras del Mar del Sur que no estuviesen asignadas a otro; pero que, como Almagro tenía hecha ya fundación de ciudad, no quería sino proveerse en ella de lo necesario por sus   -426-   propios dineros. Tanta fue la firmeza del Mariscal que, a duras penas, consiguieron los comisionados de Alvarado que se les permitiera alejarse con su gente y caudillo, en unos edificios viejos que estaban abandonados, a poca distancia de Riobamba.

Difícil era la situación del Gobernador de Guatemala: punzábale el ánimo haber traído consigo a la malaventurada empresa contra las terminantes disposiciones de la corona tanto número de indios, la mayor parte de los cuales se habían muerto en el paso de la cordillera; se inquietaba por haberse manifestado reacio a las órdenes de la Real Audiencia de México y a los reclamos del Obispo de Guatemala, que le habían procurado impedir que viniera a entrar en las tierras de la gobernación de don Francisco Pizarro; barruntaba la mala voluntad que tenía su gente de pelear con sus propios hermanos; veía los efectos funestos de la guerra civil y alcanzaba a comprender su responsabilidad; con todo, se mantenía dudoso e incierto. Retroceder era imposible; pelear no era prudente; un avenimiento de paz era, pues, el único atajo que le quedaba para salir de aquel aprieto. Y para esto el licenciado Caldera trabajaba, con mucha discreción, en disponer los ánimos de los dos caudillos a un avenimiento honroso para entrambos, en lo cual le ayudaban grandemente algunos religiosos que estaban como mediadores de paz entre los dos campamentos. Y no fueron pequeña parte para impedir que viniesen a las manos los dos ejércitos las promesas y halagos que con sagacidad se hacían a los de Alvarado por los de Almagro a nombre de su caudillo. Dispuestos los ánimos a la paz, no fue difícil persuadir a los dos capitanes que tuviesen una conferencia en la cual arreglarían lo que fuese más conveniente para el servicio del Rey y bien de la tierra; el ánimo naturalmente pundonoroso de los castellanos hasta para satisfacer su codicia, buscaba motivos nobles con que cohonestarla.

Al día siguiente pasó el adelantado don Pedro de Alvarado a Riobamba, acompañado de algunos caballeros ocultamente armados, pues parece que no dejaban de   -427-   temer alguna celada por parte de los de Almagro; mas fueron recibidos por éste con grande cortesía y muchas pruebas de lealtad. Alvarado, de gallarda y noble presencia, rostro hermoso y varonil, cuya tez roja y rubios cabellos le habían granjeado entre los mexicanos el nombre de hijo del sol, contrastado con la figura desmejorada de Almagro, enjuto de carnes, pequeño de cuerpo, de modales sencillos y a quien la falta de un ojo traía de continuo medio avergonzado entre sus mismos compañeros; el Adelantado hablaba mucho y con grande facundia, el Mariscal era parco en el hablar y usaba de palabras y términos precisos; el uno era violento en sus resoluciones, el otro meditaba despacio sus proyectos; aquél gustaba de imponer su voluntad a sus amigos, éste procuraba hacer placer hasta a sus propios soldados; leales a su Rey y valientes ambos, no era pues difícil prever cuál de ellos había de triunfar. Notorio es, dijo don Pedro de Alvarado, tomando la palabra él primero, notorio es en todas las tierras e islas del mar Océano, por donde surcan quillas españolas, cuántos servicios tengo yo hechos al Rey, por lo que Su Majestad ha tenido a bien honrarme haciéndome merced de la gobernación del gran Reino de Guatemala. Mas, como no estaba bien que quien como yo se había criado en el ejercicio y profesión de las armas sirviendo a su Rey, se estuviese mano sobre mano gozando tranquilamente en la holganza de la paz, sobrado de bríos y ganoso de honra, por eso, con permiso de Su Majestad, he salido a emprender nuevas conquistas. Dirigí mi rumbo hacia las islas del Poniente y he venido a dar en tierras asignadas a la gobernación del señor don Francisco Pizarro, lo cual me ha acaecido contra mi voluntad, porque nunca tuve propósito de entrar en tierras ocupadas ya por castellanos. Oyendo estuvo Almagro la plática del Adelantado y, así que éste calló, con discretas y bien concertadas razones le respondió que de un tan leal y noble caballero no podía menos de creer que tuviese tan hidalgo procedimiento; y así concertaron la paz entre ellos. Benalcázar se presentó luego en la sala donde estaban los dos capitanes y, acompañado de Vasco de Guevara, Diego de Agüero y   -428-   otros, besó las manos al Adelantado; y los principales caballeros que acompañaban a éste hicieron el mismo homenaje a Almagro. Presentose después el secretario Picado y fue recibido en la buena gracia de Alvarado; también el intérprete Felipillo fue devuelto al Mariscal, quien lo recibió sin hacerle reconvención ninguna.

Restituyose el Adelantado a su alojamiento, y pasaron algunos días en conferenciar entre los del Mariscal y los de Alvarado sobre el mejor medio de llevar a feliz término el principiado avenimiento de los dos capitanes. Negociaba con gran sagacidad por parte del Adelantado el licenciado Caldera, hombre de claro ingenio, corazón bien puesto y amigo de la paz. Aconsejaban también medidas atinadas y decorosas hombres no menos discretos que Caldera, como Luis Moscoso y otros, los cuales miraban mejor por los verdaderos intereses de su jefe, que los jóvenes mal aconsejados en cuyos pechos difícilmente tiene entrada la prudencia. Pactose al fin por ambas partes el siguiente avenimiento que se puso en escritura pública para mayor solemnidad bajo la fe de juramento. El Adelantado de Guatemala se comprometió a volverse a su gobernación, acompañado de los capitanes de su tropa que voluntariamente le quisiesen seguir; y el Mariscal se obligó a darle ciento veinte mil pesos de oro por la armada y los otros bastimentos que debían quedar en beneficio de los conquistadores del Perú. Hechos estos arreglos restaba solamente persuadir lo oportuno de ellos a los capitanes de la gente de Alvarado para quienes era recia cosa quedarse en esta tierra, sirviendo como subalternos después de haber tenido grados elevados en el ejército que mandaba el Adelantado. Con blandas palabras procuraba Alvarado inclinar el ánimo de sus soldados a aceptar gustosos las condiciones pactadas por el Mariscal. Nada habéis perdido, les decía, venimos en busca de tierra rica y la hemos encontrado; seguir adelante en busca de otra mejor, sería más que aventurada temeraria empresa. Lo único que perdéis, añadía, es mi persona; pero esa pérdida os es ventajosa, porque perdiéndome a mí quedáis medrados, poniéndoos   -429-   bajo la obediencia del Mariscal. Unos admitían contentos el cambio, otros se manifestaban desagradados; pero, al fin, les fue necesario convenirse, porque ya no era posible volver atrás de lo que una vez se había resuelto. Con buenas maneras y largas promesas procuraba también por su parte el sagaz Almagro ir trayendo a su devoción a los que se manifestaban descontentos179.




IV

Puestos así en buen orden los negocios de la nueva conquista y conjurada a tiempo la guerra civil que amenazaba estallar entre los mismos castellanos, Almagro y Alvarado se pusieron en camino para el valle de Pachacámac, donde a la sazón se encontraba Pizarro. Habían llegado al punto en que andando el tiempo se fundó la ciudad de Cuenca, cuando tuvieron aviso de que Quizquiz,   -430-   Capitán de Atahuallpa, venía con un grueso ejército resuelto a presentarles batalla, a fin de acabar con ellos. Era Quizquiz uno de los más celebres guerreros de los indios. Formado en los ejércitos de Huayna-Cápac bajo la ruda disciplina militar de los Incas, juntaba a la paciente laboriosidad del soldado peruano la arrogancia y firmeza del quiteño. Súbdito de Atahuallpa, lo amaba con aquel amor o especie de culto religioso con que los Incas solían amar a sus soberanos, y Quizquiz reconocía además en el hijo predilecto de Huayna-Cápac al descendiente de los antiguos príncipes de su raza y monarcas de su nación. Había peleado al lado de su soberano, y de batalla en batalla, victorioso de sus enemigos, había llegado al Cuzco, capital del imperio, y rendídola a la obediencia de Atahuallpa, al mismo tiempo en que los españoles llegaban a Cajamarca. La muerte del Inca, la ocupación del Cuzco por los extranjeros y últimamente las noticias que le llegaron de lo que estaba pasando en Quito, le movieron a ponerse en camino con su ejército, desde Huancabamba donde se hallaba apostado, resuelto a combatir con los extranjeros, para restablecer en el trono de los Syris a Huayna-Palcon, hermano de Atahuallpa que también venía en su compañía. Éste parece el propósito más probable que estimuló a Quizquiz a venir a Quito, aunque otros historiadores dicen que el General quiteño nunca pensó en la exaltación al trono de Huayna-Palcon, joven indio de mucho valor y denuedo pero de poco ingenio.

Quizquiz había dividido su ejército en tres cuerpos, para facilitar la marcha. La vanguardia venía al mando de Zota-Urcu; la retaguardia, a tres leguas de distancia, seguía al grueso del ejército comandado por Quizquiz en persona, de manera que el General indio venía al medio de su gente, atento a dar órdenes a los que iban delante y vigilando sobre la marcha de los que venían detrás, guardándole las espaldas. El ejército, así dividido en tres cuerpos, ocupaba un espacio como de quince leguas. Quizquiz traía consigo muchas cargas de oro, vitualla y grande número de gente de servicio.

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La vanguardia se encontró con don Pedro de Alvarado, quien se dio tan buena maña en la refriega que con poco trabajo logró desalojar a los indios de la ventajosa situación en que se habían colocado y tomar prisionero al mismo Zota-Urcu, de cuya boca supo todo el plan de campaña y el orden con que marchaba Quizquiz. Conociendo, pues, que debía caminar mucho para cogerlo de sorpresa y dar sobre él, redobló las jornadas; a la bajada de un río le fue indispensable detenerse para herrar los caballos, que con los pedregales del camino se habían desherrado, y cogiéndoles la noche en esta operación se vieron obligados a terminarla con lumbre. Continuaron el camino a gran prisa y al otro día por la mañana descubrieron el real de Quizquiz. Mas el General indio no quiso hacerles frente y dividiendo su ejército en dos alas mandó la una con Huayna-Palcon, quien se dirigió hacia lo más áspero de la sierra, mientras que Quizquiz con la otra tomaba una dirección opuesta. Diego de Almagro se encontró con la gente que mandaba Huayna-Palcon y la cercó, acometiéndola por el frente y por la espalda; mas los indios se defendieron tenazmente, arrojando sobre los españoles grandes piedras que hacían rodar desde lo alto de unos riscos donde se habían hecho fuertes. De noche, los indios alzaron su campo y siguieron a reunirse con Quizquiz. Diego de Almagro y Alvarado continuaron su camino y no les causó poca sorpresa encontrar los cadáveres de catorce españoles, a quienes habían descabezado los indios tomándolos de sorpresa, pues aquéllos para seguir adelante habían echado a andar por un atajo. No tardaron los dos capitanes en descubrir la retaguardia de Quizquiz acampada a la orilla de un río; todo el día pelearon los españoles, pero no les fue posible pasar el río porque los indios combatían del otro lado sin cesar. Cuando éstos pasaron a la banda opuesta, para fortalecerse en un peñol, entonces los españoles pudieron seguir su marcha, dejando atrás a los indios. Sin embargo, la resistencia de los indios no había dejado de ser funesta para los españoles, pues algunos fueron heridos gravemente, como Alonso de Alvarado y un Comendador de San Juan cuyo nombre no refieren los   -432-   historiadores. Almagro no creyó conveniente atacar a los indios en el peñol en que se habían fortificado y continuó su viaje hacia San Miguel de Piura, donde descansaron pocos días para seguir después a Pachacámac a verse con Pizarro. Allí pagó éste a Alvarado los ciento veinte mil pesos que habían pactado en Riobamba con Almagro, y entre manifestaciones de cortesanía y lealtad pusieron término los tres capitanes a un negocio que amenazaba empapar en sangre española la ya maltratada tierra ecuatoriana180.

Alvarado volvió a su gobernación en Guatemala y en su compañía partieron también muchos capitanes que no quisieron quedarse en el Perú, y varios otros españoles de aquellos que habiendo allegado en la colonia grandes tesoros, regresaban a disfrutar de ellos en la tierra patria; pero la mayor parte de los soldados se quedó en el Perú, y algunos en el Reino de Quito al servicio de Benalcázar, y tanto éstos como aquéllos desempeñaron un papel muy importante en los acontecimientos posteriores. Entre los que vinieron con Alvarado y se quedaron en el Perú se cuentan Garcilaso de la Vega, padre del historiador, y Rada, jefe de los conjurados que asesinaron a Pizarro; de los que se quedaron con Benalcázar el más famoso fue Juan de Ampudia, que tan funesto renombre alcanzó después por sus crueldades en la conquista de Quito y descubrimiento del valle del Cauca en Colombia.

Los españoles que se quedaron en el Perú al servicio de Almagro y de Pizarro después de haber venido en la expedición de Alvarado, eran entre los compañeros de armas motejados con el nombre de vendidos, aludiendo al convenio que hizo su jefe181.

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Apenas podrá encontrarse en la historia una expedición que haya prometido más en sus principios y que haya tenido un éxito tan infructuoso como la del Adelantado de Guatemala, pues al vanidoso caudillo no le quedó más gloria, si gloria puede llamarse, que la del mercader a quien una circunstancia inesperada le ofrece la ocasión de hacer una pingüe granjería.

Alvarado acabó poco después su vida de una manera desgraciada, estropeado por un caballo, a tiempo que se hallaba ocupado en cierta expedición militar, por encargo del Virrey de México, contra los indios de Nueva Galicia.





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ArribaAbajoCapítulo séptimo.- Expedición de Gonzalo Pizarro a las regiones del Oriente
Discordias entre los conquistadores. Muerte de Almagro. Gonzalo Pizarro es nombrado Gobernador de Quito. La provincia de Canelos. Viaje penoso de Gonzalo Pizarro y sus compañeros. Francisco de Orellana. Descubrimiento del Amazonas. Muerte del conquistador Francisco Pizarro. Muerte del padre Valverde. El nuevo Gobernador del Perú. Vaca de Castro llega a Quito. Capitulaciones de Orellana con el Emperador. Vuelta de Gonzalo Pizarro a Quito.



I

Apenas había partido Alvarado para Guatemala cuando estallaron en el Perú sangrientas discordias entre   -436-   los conquistadores y sublevaciones espantosas de los hasta entonces pacíficos indígenas. Almagro y Pizarro tuvieron graves desavenencias, porque prendió en sus pechos la llama de la discordia que al fin acabó con ambos. Hernando Pizarro volvía a España después de haber negociado en la Corte nuevos títulos de nobleza, preeminencias y rentas para su hermano Francisco; al mismo tiempo que le llegaba también a Almagro una gobernación por separado distinta de la que Pizarro tenía en el Perú.

A Francisco Pizarro se le honraba con el título de Marqués de los Atavillos y a Diego de Almagro le hacía merced el Emperador de una gobernación aparte, a la cual se le daba el nombre de la Nueva Toledo, para distinguirla de la de Pizarro, llamada la Nueva Castilla. Como la gobernación de Almagro, según las disposiciones del Rey, debía comenzar allí donde terminasen las leguas de la tierra señalada a Pizarro, suscitose entre los dos gobernadores una disputa reñida y tenaz sobre la posesión de la ciudad del Cuzco, pues los unos sostenían que la ciudad estaba incluida en la gobernación de Pizarro, y los otros pretendían que se hallaba dentro de los límites asignados a la gobernación concedida recientemente a Almagro. Parecía que las cosas marchaban a feliz término cuando el Mariscal, siempre amigo de la paz y la concordia, tomó el camino de Chile, resuelto a emprender la conquista de aquellas provincias; mas pronto se vieron los resultados funestos de su mal aconsejada conducta.

Apenas se había alejado Almagro algunas jornadas del Cuzco, cuando hubo un general levantamiento de los indios que, acaudillados por el mismo Inca Manco coronado por Pizarro, pusieron cerco a la ciudades del Cuzco y de Lima y las estrecharon tanto que los españoles se vieron en ambas partes casi a punto de perecer.

Mas, aún no habían acabado los hermanos de Pizarro de liberarse de los indios, haciendo heroicas hazañas de valor y constancia, cuando se presentó a las puertas del Cuzco Almagro con su tropa, intimándoles que desocuparan   -437-   la ciudad que ellos acababan de defender. A su vuelta de Chile, encontrando perturbada la tierra del Perú, acaso creyó el Mariscal llegada la ocasión de apoderarse del Cuzco, haciendo alianza con el Inca; pero entonces los ánimos estaban muy poco dispuestos a arreglos y avenimientos pacíficos, y así las armas empleadas antes en domeñar a los indios hubieron de tornarse contra los mismos conquistadores en guerras fratricidas. Almagro hizo la guerra a los Pizarros y se apoderó a viva fuerza del Cuzco; pero muy pronto se conoció cuán funesta le había sido su victoria y, más que su victoria, su clemencia.

Si hubiera prestado oídos a sus consejeros que le estimulaban a dar muerte a los dos Pizarros, Hernando y Gonzalo, a quienes tenía presos, aunque cometiendo indudablemente un crimen habría arrancado de raíz toda causa de futuras discordias; pero Almagro, concediéndoles la vida, generoso, pensó que aseguraba mejor la posesión de la disputada ciudad; no obstante Hernando y Gonzalo así que se vieron en libertad ya no procuraron otra cosa sino satisfacer la venganza que contra Almagro ardía en sus irritados pechos. Una segunda vez las armas españolas volvieron a mancharse con sangre castellana, y la fortuna fue entonces adversa al Mariscal; el desventurado Almagro, anciano ya y achacoso, acabó sus días en un cadalso, condenado a muerte por los mismos que pocos días antes le debieran la vida; y su patíbulo se levantó en esa misma ciudad del Cuzco, donde había pensado establecer la capital de su gobierno. Almagro moría a manos de aquellos mismos a quienes meses antes no más teniéndolos prisioneros les había perdonado la vida. Venganzas bastardas y ruines fueron la causa de la muerte del desgraciado Almagro, sacrificado por los hermanos de Pizarro a los reclamos de su sanguinaria codicia; pero considerada esta misma muerte desde un más elevado punto de vista, no podemos menos de reconocer que fue el fallo inexorable aunque tardío de la Providencia contra el instigador de la muerte del desventurado Atahuallpa. Los intereses de una política infame   -438-   obraron en el ánimo del caballeroso Almagro para estimularle a aconsejar a sus compañeros la muerte del Inca; y los intereses de una ambición criminal fueron parte para que Gonzalo y Hernando Pizarro sacrificaran sin piedad al viejo amigo y al leal compañero de su hermano; débil y acobardado al aspecto de la muerte imploraba en vano Almagro la compasión de sus vengativos enemigos; como, años antes, el triste Atahuallpa había rogado, también en vano, a sus verdugos que le otorgasen la vida. En el silencio de un calabozo se dio garrote, como a un oscuro malhechor, al valiente soldado que había gastado sus fuerzas y sus mejores años de vida en conquistar un imperio, del cual el justo cielo no había de permitirle gozar. Santa y adorable Providencia que de las pasiones de los hombres se vale para castigar aun aquí en la tierra, los crímenes de los hombres; así la historia pone de manifiesto cómo gobierna Dios las cosas humanas.

Los últimos años de la vida de Almagro no correspondieron a las esperanzas con que principió a manifestársele risueña la fortuna, pues la prosperidad despertó en el desconocido expósito de un oscuro pueblo de Castilla pasiones viles, que una escasa medianía había tenido hasta entonces, como adormecidas; y esas pasiones, a las que no cuidó de poner freno, le precipitaron a su ruina. Almagro dejó solamente un hijo, el cual fue heredero de su nombre y de su desgracia.

Una vez libre de competidores en el mando ya Francisco Pizarro no pensó más que en hacer repartimientos de la inmensa tierra que la fortuna había puesto en sus manos; verificó fundaciones de nuevas ciudades, distribuyó riquezas entre los colonos y se ocupó con afán de organizar el imperio que había conquistado y del cual se veía único señor y dueño absoluto; su voluntad, su querer, era la única ley con que se gobernaba la colonia en la dilatada extensión de casi mil leguas de territorio.

El Marqués Gobernador había traído consigo desde Extremadura, su patria, cuatro hermanos suyos para   -439-   que tomasen parte en la conquista del Perú. De éstos, Juan, generalmente querido por su carácter suave e índole mansa, había muerto en el sitio del Cuzco; Hernando, el único legítimo entre ellos y el más legitimado en soberbia, según la observación del viejo cronista Oviedo, había partido para España, llevando a Carlos V un cuantioso donativo para las dispendiosas guerras que aquel monarca sostenía entonces en Europa; Martín, hermano sólo de madre no había tomado parte muy activa en las empresas de los conquistadores peleando solamente como un honrado Capitán; restaba sólo Gonzalo, el último de ellos y a quien por ser el menor de edad el Gobernador amaba con amor de padre. En el repartimiento general de las tierras del Perú, Gonzalo había recibido de su hermano pingües encomiendas de indios en las comarcas australes de la remota Charcas.

La fama publicaba entonces que al Oriente de Quito había extensos territorios, ricos de oro y donde abundaba el árbol preciado de la aromática canela; esos territorios todavía no habían sido bien explorados; y así el que llegara a conquistarlos adquiriría no pequeña honra y sobre todo muchas riquezas. Pizarro pensaba en su hermano Gonzalo y ninguna ocasión le pareció tan propicia como ésta para engrandecerlo y hacerlo feliz. Le llamó, pues, mandándole que viniese al Cuzco desde Charcas, donde Gonzalo estaba ocupado en arreglar sus repartimientos, y el 30 de noviembre de 1539, hallándose ya Gonzalo en el Cuzco, le confirió la gobernación de todo el Reino de Quito, de los territorios de Pasto y Popayán y de todo cuanto más se descubriese al Oriente de la cordillera en estas regiones. Menos próspera fortuna habría bastado para exaltar la fantasía de Gonzalo; así se preparó para venir a su gobernación haciendo grandes gastos y atrayendo a su devoción muchos españoles nobles, que resolvieron seguirle, halagados por sus pomposos ofrecimientos, y acompañado de ellos salió del Cuzco a principios de marzo de 1540, tomando el camino hacia Quito. Mas, mientras Pizarro llega a esta ciudad, veamos los que en ella había sucedido.



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II

Las expediciones de Benalcázar a la provincia de Popayán y con este motivo sus dilatadas ausencias de Quito habían sido muy perjudiciales a la naciente colonia, por lo cual el Ayuntamiento de Quito le requirió para que no dejase abandonada la ciudad y sobre todo para que se abstuviese de llevar indios a la fuerza, lo que había principiado a causar en esta tierra alborotos y perturbaciones. Sin embargo, Benalcázar no dio oídos a los justos reclamos del Cabildo de Quito y, cuando salió de esta ciudad para su última expedición a las provincias del Norte, se fue llevando más de cinco mil indios de servicio y recogió para su jornada cuantos caballos pudo haber a las manos, dejando la ciudad desguarnecida de armas y de gentes. Apenas se habían reparado algún tanto estas pérdidas, cuando dos años después llegó a Quito Gonzalo Pizarro y se hizo reconocer por Gobernador de todas estas provincias.

Gonzalo Pizarro había pasado del Cuzco a Lima y de allí, tomando por Piura el camino de la sierra, había bajado para el Norte con dirección a Quito combatiendo con las tribus de indios alzados que en varios puntos del camino le salieron a impedirle tenazmente el paso y por quienes en más de una ocasión se vio en riesgo de ser derrotado; y acaso lo habría sido sin remedio si su hermano Francisco no le hubiera mandado oportuno refuerzo con el capitán Francisco de Chávez.

Gonzalo fue reconocido como Gobernador de Quito por el Cabildo el 1.º de diciembre de 1540, día en que presentó las provisiones del Marqués su hermano, en las cuales se le nombraba Gobernador no sólo de lo descubierto y conquistado por Benalcázar, sino también de todo cuanto en adelante se descubriera y conquistara. Tan luego como el Ayuntamiento de Quito le reconoció por Gobernador, principió Gonzalo a ocuparse en poner por obra su proyecto de ir a descubrir y conquistar las provincias de Oriente; y cuando todo estuvo a punto dejó por su   -441-   Teniente de Gobernador en Quito a Pedro de Puelles, nombró por Alguacil de la ciudad a un hijo suyo pequeño llamado Francisco, habido en una india y, como el muchacho era todavía de muy pocos años de edad, designó para que entre tanto desempeñara aquel cargo uno de sus amigos, apellidado Londoño; disposición con la cual manifestaba Gonzalo las poco nobles prendas de su alma.

El país de la canela o la provincia de los Quijos, como la llamaban entonces los conquistadores, está formada de todas aquellas comarcas situadas hacia el Oriente de Quito al otro lado de la cordillera de los Andes, donde se halla la hoya de los más caudalosos ríos que pagan el tributo de sus aguas al Amazonas. El primero que intentó el descubrimiento de ese país fue el capitán Gonzalo Díaz de Pineda, saliendo para esto de Quito por dos veces consecutivas con muchos indios de servicio; pero en ambas ocasiones se vio obligado a volver sin ventaja ni provecho alguno.

Gonzalo Pizarro, resuelto, pues, a emprender a toda costa la conquista del país de la canela donde creía encontrar ciudades populosas, imperios opulentos y grandes señores con inmensas riquezas, reunió como unos trescientos soldados entre los que habían venido con él desde Charcas y los que reclutó en Quito; dio orden a los caciques para que alistasen 4.000 indios, los cuales debían acompañar a los expedicionarios cargando los bastimentos, fardaje y pertrechos de guerra; aprestó como dos mil cerdos y un número crecido de llamas u ovejas de la tierra, para racionar a su gente en el camino, porque se imaginaba que al otro lado de la cordillera encontraría tierras abundantes y provistas de todo182. Dispuestas y arregladas las cosas necesarias para la expedición,   -442-   se puso en camino en los primeros meses del año de 1541, alegre y regocijado con las ensueños de riqueza que había concebido su ambiciosa imaginación. El Cabildo de la ciudad le requirió para que no llevara indios forzados y sobre todo para que no los llevase amarrados con cadenas; pero Gonzalo no prestó atención a tan justos reclamos y siguió adelante en su propósito. Era de ver el afán y diligencia con que el día señalado para la partida daban principio a la jornada los expedicionarios; ya desde la víspera había adelantado tomando la derrota hacia Levante la numerosa y gruñidora piara de cerdos, arreada por indios encargados de irla cuidando. El primer día se detuvieron en un punto denominado Inga, que está a este lado de la cordillera oriental, y mientras no salieron de poblado el viaje fue cómodo y agradable; pero cuando principiaron a trasmontar la gran cordillera, entonces comenzaron sus trabajos; muchos murieron principalmente de los indios helados de frío con el viento recio y húmedo de las alturas y la copiosa nevada que cayó mientras pasaban los expedicionarios. Al descender a la parte oriental al otro lado de la cordillera, conforme iban bajando se internaban más y más en el cerrado bosque, donde no había señal alguna de vereda ni camino trajinado. Después de haber andado como unas 30 leguas llegaron a una población, la primera de los Quijos, llamada Zumaco, puesta a las faldas de un cerro muy elevado; en el tránsito encontraron algunas cuadrillas de indios armados con intento de estorbarles el paso; pero al ver a los caballos y oír disparar los arcabuces, huyeron precipitadamente. Pocos días habían descansado en Zumaco los viajeros, cuando un fuerte e inesperado terremoto arruinó la aldea; una tarde tembló la tierra terriblemente, se abrió en diversas partes, se hundieron muchas casas y no faltaron supersticiosos que tomaran este fenómeno como funesto presagio de futuras desgracias; al terremoto se siguieron tempestades espantosas acompañadas de truenos y relámpagos y lluvias incesantes de día y de noche por dos meses continuos; la comida iba faltándoles; en las miserables chozas abandonadas por los salvajes no se encontraba nada y el río torrentoso   -443-   aumentado grandemente con las lluvias no permitía pasar a la banda opuesta para buscarla. En el pueblo de Muti, de la misma provincia de Zumaco, les dio alcance Francisco de Orellana, el cual invitado por Gonzalo Pizarro acudía desde Guayaquil con un buen refuerzo de gente, llevando en su compañía a fray Francisco de Carvajal, religioso dominico que iba como capellán de la expedición. Con Pizarro había salido de Quito otro religioso, fray Gonzalo de Vera, del orden de la Merced.

Cuando la estación de las lluvias hubo amainado algún tanto, Gonzalo consultó con sus capitanes sobre lo que deberían hacer en aquellas circunstancias, y acordaron que el mismo Gonzalo, acompañado de setenta arcabuceros, siguiese adelante a explorar el camino, como lo hizo en efecto, continuando hasta dar con los árboles de la canela. Son éstos tan altos como los olivos; sus flores se abren a manera de capullos, en los cuales está la sustancia que en fragancia y sabor es muy semejante a la canela. El mejor fruto y más oloroso suele ser el de los árboles cultivados en huertos, como los tenían los indios de Quijos antes de la conquista, para servirse de él como de una especie de moneda en las granjerías que acostumbraban tener con otros pueblos de la provincia de Quito en tiempo de los Incas. Gonzalo no encontró población ninguna formada, sino miserables cabañas distantes unas de otras y separadas por trechos inmensos; unas veces los indios se negaban a servirles de guías, contestando en frases breves y concisas que no sabían si existirían más allá otras poblaciones porque ellos no conocían más que sus montañas; otras, forzados por los españoles, se obligaban a guiarles; pero entonces de propósito los conducían lejos del poblado metiéndolos en lo más bravo y cerrado de la montaña. Gonzalo, en vez de halagar a los salvajes para que le prestasen algún auxilio, los aterraba haciendo quemar a unos o despedazar con perros a otros; los pobres indios se dejaban matar dando ayes lastimeros, pero que no enternecían el fiero corazón de Gonzalo. Mohíno y arrepentido de su malaventurada empresa tomó al cabo de muchos días la   -444-   vuelta de Zumaco para reunirse con sus compañeros y continuar todos juntos la marcha dirigiendo su rumbo por la orilla derecha del Coca. Leguas y leguas anduvieron buscando cómo pasar a la orilla opuesta, pero el cauce profundo del río no les ofrecía comodidad para vadearlo; así les fue indispensable continuar bajando sin apartarse de la misma orilla; pero, ¡cuán difícil y penosa no les era la marcha, qué tardía, mientras a golpe de hacha se abrían paso por entre la tupida selva! El suelo en muchas partes no ofrecía piso firme y seguro ni para los hombres ni para los caballos; éstos ya no les servían de alivio porque no podían viajar montados por entre el enmarañado bosque y era necesario llevarlos tirados del diestro, dar grandes rodeos para no atravesar por las ciénagas y pantanos, y sacar a cada instante a los que se atollaban en los atascaderos y lodazales de las montañas; la piara de cerdos les daba todavía mayores trabajos para llevarla sin que se les extraviasen en el camino; imposible era contenerlos a todos, pues ya unos se huían metiéndose en la maleza, otros se quedaban perdidos en el bosque y uno solo que se les quedase era gran pérdida para los expedicionarios, que se veían sin otra cosa para alimentarse que raíces desabridas y frutas insípidas; la carne de algún caballo que se moría se repartían con peso y medida como manjar regalado; tanta era la falta de alimentos.

Cierta noche, cuando las selvas estaban en profundo silencio, oyeron resonar a lo lejos el ruido de una de las caídas del río, que les pareció al siguiente día atronadora cascada, de doscientos pies de altura; como no era posible pasar por ninguno de esos puntos a la orilla opuesta, continuaron bajando todavía muchas leguas más hasta donde el cauce del río se estrecha tanto entre dos altísimas peñas que de una orilla a otra apenas habrá veinte pasos de distancia. Todo aquel inmenso caudal de agua se recoge y comprime en uno como abismo oscuro y profundo, donde las aguas pasando en silencio parece que hubieran perdido la rapidez de su movimiento, quedándose estancadas temblando más bien que corriendo   -445-   entre las peñas que forman sus orillas. Este punto les pareció a propósito para construir un puente y luego sin pérdida de tiempo se pusieron a la obra; derribaron no sin grande trabajo el árbol más elevado que encontraron allí cerca y lo tendieron dejándolo caer de la una a la otra orilla; cortaron después otros iguales y, al cabo de varios días de incesante fatiga, el puente quedó acabado y por ahí principiaron a pasar guardando mucha cautela, pues cuando lo estaban construyendo un español que desde el borde se acercó por curiosidad a mirar el fondo de las aguas, desvanecido cayó dentro y se ahogó. Algunos indios que desde el frente les habían querido estorbar el paso, al experimentar los terribles efectos de los arcabuces, huyeron despavoridos llevando a sus aduares la noticia de los hombres barbados que habían asomado en las selvas.

Pocas jornadas después llegaron a una pequeña población asentada en campo raso, cuyo cacique les salió al encuentro y presentó en obsequio alguna comida, aunque poca; Gonzalo Pizarro le preguntó sobre el camino y los pueblos que había en aquella comarca, a lo cual, con astucia, respondió el cacique más adelante existían numerosas poblaciones con muy ricos señores; noticia dada adrede por el indio, para que los españoles saliesen de su pueblo. Gonzalo ordenó que el cacique fuese llevado con disimulación, y lo mismo dispuso que se hiciera con otros dos, a quienes tomaron de sorpresa en sus pueblos; pero los indios, cierto día, de repente se arrojaron al río y aunque cada uno tenía una cadena al cuello pasaron a nado a la otra orilla sin que los españoles pudiesen impedírselo. Muchas leguas habían andado ya Gonzalo y sus compañeros sin encontrar señal alguna de población, cuando llegaron a una provincia que en la lengua de los salvajes se llamaba Guema; repuesto allí algún tanto de sus fatigas, resolvieron continuar la marcha, pero iban ya tan desmedrados que Pizarro juzgó necesario emprender en la construcción de un bergantín para seguir su viaje por el río. Pusiéronse, pues, todos a la obra sirviéndoles de maestra la necesidad; cortaron   -446-   árboles del bosque, fabricaron carbón y de las herraduras de los caballos muertos forjaron clavos con inexplicables sufrimientos, pues la abundancia de mosquitos era tanta que para librarse siquiera un poco de sus molestas picaduras mientras que unos sentados en cuclillas atizaban la fragua, otros parados delante les aventaban la cara con el sombrero; de las mantas de los indios y de las camisas podridas de los españoles hicieron estopa, por brea emplearon la resina que destilaban en abundancia ciertos árboles, y como todos trabajaban con grande afán, pronto el tosco y mal aparejada bergantín estuvo en estado de botarlo al agua. Cuando los compañeros de Gonzalo vieron balanceándose en las aguas del río su improvisada embarcación, no cabían de contento, creyendo haber redimido sus vidas de la muerte segura, que les amenazaba en medio de las soledades de los bosques del Ecuador. Cargaron en el bergantín todo lo más precioso que tenían, acomodaron en él a los enfermos y continuaron con nuevos bríos su viaje observando orden y concierto, pues mientras que los unos caminaban por la playa, el barquillo iba navegando a vista de ellos sin alejarse mucho de las orillas; y cuando encontraban algún paso difícil y trabajoso, se embarcaban para trasladarse de una banda a otra en busca de mejor camino, aunque les era necesario gastar hasta dos y tres días, yendo y volviendo ocupados en transportar los caballos y todas las demás cosas que llevaban.

Entre tanto, el número de muertos aumentaba cada día, pues habían perecido hasta entonces como dos mil indios y muchos españoles; la mayor parte de los restantes iban enfermos, los más estaban desnudos, todos descalzos y a pie, porque los pocos caballos que les sobraban más bien les servían de estorbo que de auxilio en las enmarañadas selvas, donde apenas podían caminar, abriéndose paso por entre malezas. Ya no les quedaba ni un solo cerdo, las ovejas de la tierra se habían acabado también, maíz no se encontraba y la carne de los caballos que mataban, servida sin sal, era potaje regalado que los más robustos reservaban para los enfermos.   -447-   Los perros llevados para perseguir a los indios salvajes se iban también acabando, pues a falta de otro alimento los hambrientos expedicionarios habían apelado a esa carne, la cual les hacía muy buen estómago en la hambre que los consumía. Desesperados, unos comían raíces, otros hacían hervir las suelas de los zapatos, las correas y los arzones de las sillas, para comérselos, y no faltaron también algunos que comieron sapos y otras sabandijas; tanta era su necesidad y tan extrema la falta de comida. Los indios de servicio buscaban con esmero algunas raíces suaves y recogían en el bosque frutitas silvestres para obsequiar con ellas a sus amos. Por sin igual ventura tuvieron éstos encontrar en esas circunstancias una miserable población o cortijo de salvajes, cuyo cacique les hizo buen acogimiento; allí se regalaron comiendo maíz y pan de yuca, el cual les supo tan sabroso a su paladar que según sus mismas expresiones creían estar comiendo pan de Alcalá; y como les informasen los salvajes que el río Coca, por cuyas orillas iban caminando, desaguaba en otro más caudaloso que bañaba comarcas ricas, fértiles y pobladas, resolvieron que fuese allá el capitán Francisco de Orellana en el bergantín, para que reconociese la tierra y provisto de comida volviese sin tardanza, mientras Gonzalo con los demás compañeros, los enfermos y los pocos indios de servicio que restaban todavía, quedaba aguardando en el mismo lugar.

Dejemos en este punto a Gonzalo Pizarro esperando la vuelta de Orellana y acompañemos a este Capitán en su viaje, para ver cómo siguiendo por el río Coca llegó al Napo, descubrió el Amazonas y fue a salir al océano Atlántico, desde donde, por inesperado rumbo, tornó a la Corte de España.




III

El jefe de más confianza que tenía Gonzalo era Orellana, cuyas prendas de caballero y de soldado eran de   -448-   todos bien conocidas; designole pues por Capitán de una compañía de cincuenta hombres, escogidos entre los mejores, dándole cargo de ir a explorar la tierra y traer provisiones. Acomodaron en el bergantín toda la ropa de Gonzalo y de los demás compañeros, aseguraron también en él algunos instrumentos de hierro y cuantas esmeraldas y castellanos de oro tenían; hecho esto, Orellana emprendió su jornada con grande presteza, un lunes 26 de diciembre de 1541; y como iban aguas abajo caminaban con tanta velocidad que haciendo de navegación 25 leguas por día, a la cuarta jornada desembocaron en el caudaloso Napo. Habían andado hasta allí como cien leguas, viendo con admiración como el Coca engrosaba sucesivamente sus aguas con las del Conzanga y el Payamino.

Con Orellana se embarcaron también los dos religiosos: el mercenario y el padre Carvajal, dominico, el cual escribió el diario del viaje hasta Cubagua.

A los nueve días después de haberse despedido de Pizarro y sus compañeros arribó Orellana a una población llamada Imara perteneciente a cierta tribu de indios apellidados Irimaraes; allí encontró abundancia de maíz, ají y pescado. Era, pues, llegada la ocasión de hacer acopio de provisiones para remitírselas a Gonzalo Pizarro como se lo habían ordenado y Orellana lo había prometido; pero ya entonces un proyecto de codicia y de gloria había cruzado también por su imaginación, y para ponerlo por obra, solamente era necesario discurrir motivos especiosos con que cohonestarlo a los ojos de sus soldados. ¿Cómo volver ahora al real de Gonzalo? Navegando río arriba contra la corriente, decía Orellana que ni en un año les sería posible llegar al punto donde habían dejado a sus compañeros, y que cuando llegaran ya no los encontrarían; por tanto, añadía que en aquellas difíciles circunstancias convenía ante todo mirar por su propia conservación y poner en salvo sus vidas, navegando hacia el mar Atlántico, pues por lo que respecta al gobernador Gonzalo Pizarro y sus compañeros ya ellos habrían tomado algún camino para salir de la   -449-   apurada situación en que los dejaron. La proposición de Orellana fue escuchada con agrado de casi todos sus compañeros, quienes se manifestaron resueltos a seguir el consejo de su Capitán; sin embargo, un joven español apellidado Sánchez de Vargas, la rechazó con indignación esforzándose por hacer ver a su jefe lo ruin e infame de su procedimiento con el cual, dijo, que por su parte protestaba con toda energía. Indignado Orellana de escuchar esta noble protesta que para él no podía menos de ser inesperada, mandó dejar abandonado en los bosques al caballeroso Sánchez, en pena de su noble firmeza y lealtad; y faltó poco para que hiciera lo mismo con el padre Carvajal, a quien maltrató groseramente de palabra porque también se opuso al proyecto de abandonar a Gonzalo Pizarro y seguir adelante la navegación. Pudo más en el ánimo de Orellana la codicia que la lealtad y, desoyendo los consejos de la honradez, atendió solamente a los reclamos de su ambición.

Hizo luego que sus mismos soldados le eligiesen por su jefe y caudillo a fin de emprender en nuevos descubrimientos por su cuenta y no a nombre y por autoridad de Gonzalo. Del pueblo de Imara pasaron al de Aparia, donde fueron obsequiados por el cacique; y haciendo allí buena provisión de comida tornaron a navegar por el Napo, hasta que al cabo de varios días de navegación el barquichuelo de Orellana flotaba en las aguas del portentoso Amazonas. Tendió su vista hacia todos lados el jefe castellano y contempló lleno de admiración el azulado lienzo de las aguas confundiéndose allá en lontananza con el límpido azul del firmamento, sin que ni a un lado ni a otro alcanzasen los ojos a distinguir orillas en el remoto horizonte; entonces comprendió toda la importancia de su descubrimiento y tuvo por realizados los proyectos de su ambición.

Con grande trabajo y padeciendo increíbles contratiempos logró Orellana recorrer en casi seis meses todo el curso del Marañón y salir al océano Atlántico tomando puerto en la isla de Cubagua, donde permaneció solamente poco tiempo mientras se disponía a pasar a España.   -450-   Curiosa e interesante era la descripción que el afortunado aventurero hacía de su expedición; había recorrido distancias inmensas, visitado comarcas hasta entonces ignoradas, tomado noticia de países y naciones innumerables de extrañas costumbres, lenguajes difíciles y desconocidos. Ponderaba la riqueza de aquellas provincias, acerca de las cuales contaba cosas maravillosas, como aquello del imperio de las amazonas, que vivían en ciudades pobladas solamente por mujeres y gobernadas también por mujeres guerreras, las cuales peleaban manejando con singular destreza el arco y la pica. No se cansaba de referir las armas que usaban, las flechas emponzoñadas con que daban muerte infaliblemente, enumerando los peligros de que se había librado, las batallas que había reñido y los triunfos que había alcanzado.

Durante toda la cuaresma los aventureros hicieron alto en un pueblo, ocupados en fabricar un nuevo bergantín; y todos los días por lo regular oían el sermón que el padre fray Gaspar de Carvajal les predicaba, y el Domingo de Pascua confesaron y comulgaron todos; aunque ya en adelante no pudieron volver a oír Misa porque en una hambre extrema de muchos días se comieron la harina que para hacer hostias llevaba el religioso. Para poder navegar en alta mar, tejieron jarcias de raíces de árboles y de bejucos y de las mantas con que se abrigaban para dormir hicieron velas; en semejante embarcación muchos días fueron juguete de las olas en el golfo de Paria, y cuando por fin lograron abordar a la isla de Cubagua y vieron en ella pisadas de caballos, se alegraron grandemente conociendo por semejante señal que estaba habitada por cristianos y su primera diligencia fue ir derecho a la iglesia para tributar gracias a Dios porque les había concedido llegar salvos hasta aquel punto.

Orellana poseía prendas nada comunes. Era audaz, arrojado, concebía altos pensamientos, formaba planes grandiosos y se complacía en ponerlos por obra, arrollando cuantos obstáculos se le presentaban delante para ejecutarlos. Comprendía con admirable prontitud los idiomas   -451-   difíciles de los salvajes y en poco tiempo se hallaba en estado de darse a entender; habilidad de ingenio que le sirvió muy mucho en su viaje por el Marañón para contratar con las tribus salvajes. De imaginación exaltada, veía siempre en las cosas más de lo que realmente había en ellas y acostumbraba describirlas, ponderándolas para darles mayor importancia. Constante en llevar a cabo cuanta empresa cometía, gustaba de hazañas dificultosas para darse el placer de realizarlas. Amigo de Gonzalo mientras no se le ofreció ocasión de señalarse por sí mismo en algún descubrimiento famoso, quebrantó los fueros de la amistad e hizo traición a la confianza de su jefe cuando vio que se le abría el camino para satisfacer su propia ambición.

La Corte de España comprendió fácilmente la grande importancia de los descubrimientos que acababa de hacer Orellana y celebró con éste una famosa capitulación, en la cual es digna de particular recomendación la severa moral que exigía el Soberano de España al jefe castellano en las relaciones de comercio y tráfico que le permitía entablar con los indios. Orellana aprestó una armada para venir a establecer colonias y pacificar las tierras bañadas por las aguas del Amazonas; llegó a las playas del río pero murió desgraciadamente víctima de inesperados contratiempos antes de ver realizados sus sueños de grandeza. Con su muerte quedó por entonces abandonada su empresa.

Conviene que digamos una palabra siquiera acerca del religioso dominico que acompañó a Orellana en toda su expedición.

Fue el padre fray Gaspar de Carvajal, natural de Extremadura en España; vino al Perú el año de 1533 y se hallaba en Lima cuando pasó por aquella ciudad Gonzalo Pizarro viniendo a Quito para el descubrimiento del país de la Canela. El padre Carvajal acompañó a los expedicionarios y tuvo la suerte de ser el primer sacerdote católico que surcara las aguas del Amazonas. En las varias refriegas que Orellana y sus compañeros tuvieron   -452-   con los indios fue herido gravemente dos veces, una en la hijada y otra en la cabeza y a consecuencia de esta segunda herida causada por una flecha arrojada al bergantín en que iban los españoles perdió un ojo. En el año de 1544 lo volvemos a encontrar en el Perú, ocupado en fundar algunos conventos de su orden; en 1557 fue elegido Provincial de su provincia de frailes predicadores del Perú y murió en Lima en el convento del Rosario en edad muy avanzada el año de 1584. La crónica de su orden hace notar que fue el primero a quien se dio sepultura en la sala capitular de aquel convento, según la costumbre de los religiosos de Santo Domingo. El padre fray Gaspar de Carvajal gozó entre los suyos de la fama de varón sencillo, de ánimo constante, grande sufridor de adversidades y muy ejemplar en sus costumbres. Después tendremos ocasión de hablar de la parte que tomó este religioso en las discordias entre el primer Virrey del Perú y la Real Audiencia de Lima.




IV

Graves e inesperados acontecimientos se estaban verificando al mismo tiempo en el Perú, mientras el ambicioso Gonzalo andaba perdido en los bosques de Oriente en demanda de imperios que no existían más que en su imaginación.

El viejo Almagro había dejado en el Perú amigos fervorosos y decididos, los cuales buscaban ocasión oportuna para vengar su sangre; formaban conjuraciones y hablaban públicamente de la necesidad de asesinar a Francisco Pizarro para mejorar de fortuna, exaltando a la gobernación del Perú al joven Almagro, hijo de su difunto caudillo. El Marqués Gobernador tenía conocimiento de la conspiración, estaba instruido menudamente en todos los planes de los conjurados; pero no se qué especie de ciega confianza le mantenía descuidado, sin que   -453-   quisiera, a pesar de repetidos avisos, tomar precaución alguna. Había llegado a tal extremo la audacia de los partidarios de Almagro, que a las claras se reunían en Lima para preparar el asesinato del Marqués; todos hablaban del peligro, nadie ponía los medios de evitarlo, y un domingo después del mediodía, los conjurados acaudillados por Rada atravesaron a vista del público la plaza de la ciudad, penetraron sin obstáculo ninguno en casa de Pizarro y le asesinaron, sin que hubiera quien lo defendiese, pues amigos y allegados, todos huyeron en el momento del peligro. ¡Así acabó su vida a manos de sus enemigos el conquistador del Perú; había derramado sangre inocente y el puñal del asesino puso término a sus días cuando principiaba recién a gozar de los frutos del imperio que con tantas fatigas y no pocos crímenes había conquistado...!

A la muerte de Pizarro se siguieron espantosos trastornos en el Perú y de un cabo al otro la guerra civil recorrió el país de los Incas. Los partidarios de Almagro exaltaron a la gobernación de las colonias al hijo del Mariscal, joven animoso y de partes aventajadas, así para la guerra como para el gobierno, pero a cuyo nacimiento parecía como si hubiese presidido alguna funesta estrella que permitía su encumbramiento a la fascinadora cima del poder, solamente para precipitarlo de más alto en el hondo abismo de la desgracia.

Por este tiempo sucedió también la muerte del tristemente célebre padre fray Vicente Valverde, entonces Obispo del Cuzco, y fue de esta manera. Hallábase en Lima el padre Valverde cuando acaeció el asesinato de Pizarro y el sucesivo alzamiento del joven Almagro con el gobierno de todo el Perú. Valverde debió sentir profundamente, sin duda alguna, la muerte de Pizarro, con quien tenía deudo muy cercano; pesábale también mucho del escándalo dado en tierra tan nueva con la usurpación del gobierno de ella por medio de un asesinato; púsose, pues, a predicar con grande desenfado contra la facción que llamaban de los Almagristas, lo cual le ocasionó gravísimos disgustos. Como no pudiese por esta   -454-   causa permanecer en Lima, sin grande peligro de la vida, se vino para la isla de la Puná, acompañado de un hermano suyo secular. Mas tan luego como llegó a la isla principió a ejercitar aquel celo poco discreto de que por desgracia siempre había estado animado; y derribó adoratorios, despedazó ídolos, manifestándose inflexible en perseguir la idolatría y castigar a los idólatras. Los isleños, gente belicosa y feroz, sufrían de mala gana la presencia del Obispo entre ellos y se conjuraron contra él resueltos a matarlo en la primera ocasión oportuna que se les presentase. El Obispo había construido una pequeña cabaña, donde solía celebrar los santos misterios, y allí le acometieron los indios una mañana a tiempo en que arrodillado delante del altar estaba preparándose para ofrecer el sacrificio de la Misa; cargaron sobre él y dándole repetidos golpes de macana en la cabeza, le mataron. La venganza de los indios no se dio por satisfecha viéndole muerto, pues, en seguida, le ataron una soga a los pies y sacándolo de la capilla arrastrado por el suelo, celebraron con sus carnes asadas al fuego un bárbaro festín de caníbales. Tal fue el fin del famoso padre Valverde.

No hay por cierto en la historia del Perú fisonomía más indeterminada que la de este religioso, pues cuando queremos condenarlo como violento y duro, se nos presenta como amigo de los indios y depositario de su confianza; trabaja por salvar la vida del viejo Almagro, llamando con instancia a Pizarro, quien dilata adrede su llegada al Cuzco hasta recibir la noticia de la muerte de su antiguo compañero; el Inca Manco le aprecia y reverencia; el Rey le presenta para primer Obispo del Cuzco y le confía el cargo de protector de los indios; algunas comunicaciones oficiales de aquel tiempo hablan de él con elogio; en otras se le pinta como hombre dominado de pasiones violentas. Tuvo la desgracia de ocupar destinos muy elevados, sin poseer las virtudes necesarias para desempeñarlos como debía; así es que en tiempos de calma y tranquilidad acertó a gobernar bien su inmensa Diócesis; pero en épocas de trastorno y en ocasiones imprevistas manifestó los vicios espontáneos de su   -455-   carácter poco manso e irascible. La orden de predicadores a la cual perteneció le cuenta en el número de sus mártires; pero la Iglesia católica no podrá reconocerlo como tal mientras sus manos no estén limpias de la sangre de los indios sacrificados impunemente por los conquistadores en Cajamarca183.

La noticia de las alteraciones de la colonia y de las sangrientas guerras civiles de los conquistadores del Perú había llegado a la Corte de España y obligado al emperador Carlos V a tomar serias medidas a fin de asegurar el orden público y promover el adelantamiento y buen gobierno de estas lejanas comarcas. Entre muchos medios sugeridos por el Real Consejo de Indias, al cabo se adoptó el de mandar un comisionado regio, encargado de examinar escrupulosamente el estado y situación de la colonia e informar a Su Majestad sobre lo que conviniera hacer para el bien y prosperidad de ella. Al efecto, fue elegido el licenciado Cristóbal Vaca de Castro, Oidor de la Audiencia de Valladolid a quien se le dieron las instrucciones convenientes para desempeñar con acierto el delicado cargo que se le confiaba. Diósele además muy oportunamente el nombramiento de Gobernador del Perú, para el caso en que hubiese fallecido o falleciera el marqués don Francisco Pizarro. Las circunstancias posteriores demostraron lo acertado de esta medida. Entre muchas otras disposiciones, cuyo cumplimiento se encargó a Vaca de Castro, había dos relativas a los asuntos eclesiásticos de estas provincias. La una era averiguar la conducta que observaban los clérigos y religiosos que estaban residiendo aquí para expulsar de América a los escandalosos o que no cumpliesen bien con los deberes de su elevado ministerio. La otra era   -456-   relativa a la demarcación de los dos nuevos obispados, de Lima y de Quito, cuya erección se había pedido ya a la Santa Sede.

Vaca de Castro salió de la península a principios de 1540, llegó en el puerto de Buenaventura arrojado allí por una terrible tempestad que sufrió navegando de Panamá hacia el Perú, tomó por tierra el camino de Cali y pasó a Popayán donde supo el asesinato de Francisco Pizarro; siguió su camino a Quito y en esta ciudad se hizo reconocer por Gobernador del Perú. Hallábase entonces de Teniente de Gobernador de Quito por Gonzalo Pizarro el capitán Pedro de Puelles, quien resignó su cargo en manos de Vaca de Castro.

En septiembre de 1541 presentó Vaca de Castro al Cabildo de Quito la provisión real por la que se le nombraba Gobernador del Perú en caso de que sucediera la muerte del conquistador Francisco Pizarro.

El Cabildo le reconoció por Gobernador el mismo día; todos hicieron inmediatamente renuncia de los cargos que tenían por nombramiento de Gonzalo Pizarro y luego fueron continuados en la posesión de ellos por el nuevo Gobernador.

Gonzalo Pizarro había sido nombrado Gobernador de Quito por su hermano el conquistador, quien para hacer ese nombramiento carecía de autoridad competente, pues el Emperador le había permitido nombrar sucesor en el gobierno de todas las colonias, pero no dividirlas para formar gobiernos separados. Ninguna dificultad encontraron los miembros del Cabildo de Quito en reconocer a Vaca de Castro por Gobernador de todo el Perú y de Quito, a pesar del nombramiento hecho por Pizarro en la persona de su hermano Gonzalo. Todos estos acontecimientos tenían lugar en el Perú y en Quito, mientras Gonzalo Pizarro andaba ocupado en los bosques de Oriente en su malaventurada expedición.

Desde Quito mandó el nuevo Gobernador comisionados a Guayaquil, Portoviejo, Trujillo, San Miguel y Lima   -457-   avisando de su llegada y dando órdenes de alistar soldados y aprestar armas y municiones; ni se descuidó de enviar un jefe con algunos pocos de a caballo en demanda de Gonzalo Pizarro a quien llamaba en su ayuda. Mas el jefe se volvió del camino asegurando que no había noticia alguna de Pizarro. Todo bien dispuesto y aparejado salió de Quito Vaca de Castro, dejando por Teniente de Gobernador a Hernando Sarmiento. Escogió para ir a Lima el camino por tierra y, llegado a San Miguel, mandó volverse de ahí al adelantado Sebastián de Benalcázar, de cuya fidelidad había concebido injustas sospechas.

Por su parte tampoco el joven Almagro se había descuidado en prepararse para sostener por medio de las armas la usurpada gobernación, en caso de que no tuviesen buen éxito las negociaciones de paz que había entablado, aunque algo tibiamente, con Vaca de Castro. Cuando el nuevo Gobernador debía poner empeño en evitar a toda costa la guerra civil, empezaron a hacerse preparativos para ella en todas las provincias del Norte por donde iba pasando; así es que, con semejante conducta, ninguna confianza podía inspirar a los del bando opuesto para provocarlos a un amistoso avenimiento. Vaca de Castro se manifestaba con sus actos más decidido a castigar a los asesinos de Pizarro que a celebrar con ellos tratados de paz. La infortunada tierra de los Incas debía ser purificada por largos años con el fuego de la guerra civil, para que fuesen expiados los crímenes de sus conquistadores.

Los dos ejércitos, el de los Almagristas y el de Vaca de Castro, se dispusieron a combatir y al efecto se avistaron en las llanuras de Chupas; el encuentro fue sangriento y la fortuna adversa al hijo de Almagro. Vaca de Castro entró triunfante en el Cuzco y pocos días después la cabeza del infeliz Almagro rodó al golpe del hacha del verdugo en el mismo punto donde poco tiempo antes había sido decapitado su padre. Así, los triunfos de los conquistadores del Perú acababan en el cadalso.



  -458-  
V

Digamos ahora, pues ya es tiempo, cómo se verificó la vuelta de Gonzalo a Quito desde el punto en que fue abandonado por Orellana.

Larga fue la permanencia de Gonzalo en aquel lugar esperando la vuelta del bergantín provisto de víveres; pero pasaban los días y Orellana no volvía ni había acerca de él noticia alguna; por lo cual, después de dos meses de inútil esperar, Gonzalo resolvió seguir adelante, animando a su desmayada tropa. Los escasos alimentos encontrados hasta entonces apenas les bastaban para conservar penosamente la vida, y aun ésos estaban ya agotados.

Por dos ocasiones mandó Gonzalo exploradores para que averiguasen el paradero de Orellana y buscasen comida, pues de hambre se encontraban ya casi a punto de perecer. El primero de los comisionados volvió sin haber encontrado huella alguna de Orellana; el segundo, que partió poco después, conoció por los desmontes que aquel Capitán con sus compañeros había seguido aguas abajo; pero fue más feliz en su comisión porque encontró abundantes y extensos yucales abandonados, se proveyó de comida y volvió a dar a Gonzalo noticia del hallazgo que acababa de hacer. Animados con la esperanza de remediar la penosa necesidad que padecían, acudieron todos al punto indicado, donde encontraron las grandes sementeras de yuca. Habían sido éstas plantadas por los salvajes, quienes las dejaron abandonadas viéndose perseguidos por sus enemigos en esas guerras incesantes de unas tribus con otras. Tal era el hambre de los españoles que muchos se comían las yucas sin limpiarlas bien de la tierra y a medio cocinar, lo cual les ocasionó monstruosas hinchazones de todo el cuerpo, poniéndolos en tal estado que no podían sostenerse en pie. Lo que más les atormentaba era la falta de sal, que hacía meses no la probaban.

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Nuevos y más terribles trabajos se vieron obligados a padecer Gonzalo y sus compañeros mientras bajaban por las selvas de las márgenes del Napo; y su admiración subió de punto cuando un día se les presentó el buen Sánchez de Vargas y les refirió cuanto había pasado con el capitán Francisco de Orellana. Estaban en la embocadura del Coca con el Napo, a cuatrocientas leguas de distancia de Quito; no hallaban ese imperio opulento en que habían soñado y, en vez de las ciudades populosas que su fantasía caballeresca les representara en ese país todavía desconocido tras la cordillera de los Andes, no encontraban más que miserables cabañas de salvajes, dispersas acá y allá, entre bosques interminables y enmarañadas selvas; el bergantín, con tanto trabajo fabricado y en el cual habían puesto toda su esperanza, había desaparecido; donde creían encontrar aparejados alimentos suficientes con que reparar sus debilitados cuerpos, no encontraban cosa alguna y hasta la idea de la gloria que se habían adquirido en el descubrimiento y exploración de esas misteriosas comarcas de Levante se había convertido en motivo de amargo despecho. Orellana, el Capitán de toda la confianza de Gonzalo, le había hecho traición y, sin duda, pretendía adelantarse para arrebatar a su jefe la honra del descubrimiento. Las intenciones de Orellana puestas de manifiesto en su conducta con el noble joven Sánchez de Vargas, lastimaron el ánimo de Gonzalo, desprevenido para una tan inesperada traición, y allí se amontonaron de súbito en su imaginación la honra arrebatada villanamente por un subalterno y los trabajos sufridos tan sin frutos hasta entonces... Volver a Quito era muy difícil, por la larga distancia y los fragosos caminos; continuar adelante era imposible. Estaban viendo las aguas del anchuroso Napo; esas aguas corrían hacia el mar del Norte bañando regiones inmensas, donde sin duda habitaban pueblos innumerables. ¿Cómo conquistarlos? Los medios para conservar la vida les faltaban y no era tiempo para pensar en conquistas; resolvieron tomar la vuelta a Quito, escogiendo el camino que quedaba al Septentrión, por parecerles menos fragoso.

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Pusieron a los enfermos en los pocos caballos que todavía les restaban, asegurándolos con correas para que no se cayesen, tan extrema era su debilidad. Y en servir a los enfermos y cuidar de todos se señalaba el caudillo, granjeándose el amor y cariño de sus compañeros.

Cuántos hayan sido los trabajos que Gonzalo y sus compañeros hubieron de padecer en su vuelta a Quito no es posible ponderar. Faltos enteramente de alimentos, débiles de fuerzas, rendidos de fatigas, iban volviendo por aquellos montes, hundiéndose en ciénagas y pantanos, vadeando los torrentes que bajaban hinchados de las montañas, dejando en todo el camino señalada la huella de su marcha por los sepulcros de sus compañeros, los cuales quedaban para siempre durmiendo el sueño de la muerte en la soledad. Abrióseles el corazón cuando, alzando un día los ojos, vieron a lo lejos en los remotos confines del horizonte las nevadas cumbres de los Andes que se confundían con las nubes del cielo; era aquella señal de que se acercaban a tierras pobladas de españoles. Cuando al cabo de varios meses de caminar por montes y riscos fragosos lograron llegar a la tierra de Quito, postrándose de hinojos la besaron llorando de consuelo. Mas ¡cuán otros asomaban ahora de cuando se fueron! La ropa pudriéndoseles con la humedad se les caía a pedazos o se les iba en girones, arrancada por las espinas y malezas de los bosques; así es que, al cabo, se quedaron enteramente desnudos, viéndose obligados para cubrir sus vergüenzas a colgarse por delante unas hojas de árboles hilvanadas a manera de delantal. Cuando estuvieron cerca de la cordillera, con sus arcabuces mataron uno que otro venado y de sus pieles se hicieron unos como calzoncillos o bragas para taparse honestamente. Como una tercera parte de ellos había perecido; de los indios que les acompañaban casi no había quedado ninguno; volvían solos y pobres. Por medio de algunos indios que se prestaron a servirles de mensajeros dieron aviso a la ciudad de su llegada comunicando a sus vecinos la triste situación en que se hallaban. Quito estaba entonces tan escaso de recursos que, a pesar de la buena   -461-   voluntad de sus moradores y de las diligencias que se hicieron para favorecer a Gonzalo Pizarro y sus compañeros, apenas se pudieron completar seis mudas de ropa y unos pocos caballos. Unos daban un jubón, otros unos zapatos y así otras prendas, pues con motivo de las guerras civiles del Perú había quedado Quito muy desmantelado, porque al pasar por la ciudad Vaca de Castro se llevó cuantos caballos y recursos pudo reclutar para hacer la guerra a los de Almagro. Los pocos socorros que pudieron juntarse en Quito para Gonzalo y sus compañeros se los mandó el Cabildo a nombre de la ciudad con doce vecinos a quienes encargó que se los llevasen al camino. Gonzalo dio en esta ocasión una prueba de notable magnanimidad, pues viendo que no había vestidos para todos no quiso aceptar el que le presentaron para él ni montar a caballo, determinando entrar en la ciudad como había venido. Los demás oficiales siguieron el ejemplo de su Capitán, y todos llegaron a Quito y entraron por las calles de la ciudad, dirigiéndose derechamente a la iglesia para oír misa y dar gracias a Dios. En unos causaba risa y en otros lástimas verlos desnudos con unos calzoncillos de pieles de venado con que cubrían por delante y por detrás sus cuerpos, negros, flacos, desmedrados, los cabellos y barba crecidos, cubierto todo el cuerpo de llagas y cicatrices, de lastimaduras causadas por las malezas de los bosques, con unas abarcas en los pies, las espadas enmohecidas al hombro, porque hasta las vainas se les habían destruido, y apoyados en toscos bastones para sostener el cuerpo que de puro débil apenas podía tenerse en pie. Era una mañana de los primeros días del mes de junio de 1543 cuando entraron en Quito, más de dos años después de su salida de la ciudad; y de los trescientos expedicionarios que fueron con Gonzalo volvían sólo ochenta, pues habían perecido como doscientos. Allí fue el alegrarse de los unos, el preguntar de los otros, el llorar de aquéllos, porque éstos no veían a sus deudos, ésos se consolaban, esperando que Orellana y sus compañeros saldrían vivos al mar y volverían algún día, y los otros abrazaban vivos a los que tenían por muertos. No pasaremos en silencio una   -462-   circunstancia digna de llamar la atención y fue que los comisionados de la ciudad, así que Gonzalo Pizarro se resistió a admitir los vestidos que le llevaban y a montar a caballo, se desnudaron también ellos y a su manera procuraron ponerse en el mismo traje y aspecto con que se hallaban los expedicionarios, y acompañando a éstos entraron en la ciudad; mas en una cosa no podían asemejárseles y era en el hambre con que aquellos venían. Se les iba el alma viendo la comida, pero tenían que ir comiendo poco a poco, con tasa y medida, porque a muchos de ellos el alimento sustancioso les iba quitando la vida, pues sus estómagos acostumbrados por largo tiempo a extrañas comidas, por lo regular crudas y sin sal, rechazaban todo manjar sazonado y así les era necesario tino en abstenerse de la comida, para no perder la vida ahitados, los que habían corrido peligro de perecer de hambre y necesidad.

Grandes sinsabores, no esperados sufrimientos se reservaban para Gonzalo a su llegada a Quito, pues una de las primeras noticias que se le dieron, tan luego como entró en la ciudad, fue la de la muerte de su hermano Francisco, asesinado en Lima por las huestes de Almagro. Se le refirió como a consecuencia de aquella muerte se había cambiado notablemente el estado de las cosas del gobierno en todo el Perú: el hijo del Mariscal andaba lozaneando con sus partidarios en las provincias del Sur; para reprimirle y castigar su rebelión, Vaca de Castro estaba poniendo toda diligencia en equipar un buen ejército; su hermano Hernando se hallaba preso en España por orden del Emperador y, por fin, el comisionado regio había sido reconocido por Gobernador de todas estas provincias, con lo cual Gonzalo había perdido todo mando y autoridad en ellas. Tantos y tan súbitos cambios de fortuna se habían verificado en el corto espacio de dos años y algunos meses.

Gonzalo escribió desde Quito a Vaca de Castro pidiéndole permiso para ir a servir al Rey en el ejército que marchaba contra Almagro. El Gobernador recibió esta carta en Jauja y ya entonces mejor aconsejado contestó   -463-   a Gonzalo Pizarro agradeciéndole por sus buenos ofrecimientos, pero negándole discretamente el permiso que solicitaba, pues no podía menos de conocer Vaca de Castro cuán inoportuna sería la presencia de un hombre como Pizarro en el ejército real, para un avenimiento de paz con los contrarios. Disgustó a Gonzalo Pizarro la prudente negativa del Gobernador y pocos días después de haberla recibido salió de Quito tomando la vuelta de Lima, quejándose públicamente en todas partes de los agravios que había recibido y de la injusticia que se le había hecho en quitarle la gobernación de los reinos del Perú, la cual decía que a nadie con mejor derecho que a él pertenecía. Hombres sediciosos y mal acondicionados para quienes las revueltas y trastornos son ocasión de medrar, aconsejaban al incauto Gonzalo que se resolviera a tomar las riendas del gobierno y aun trataban de asesinar a Vaca de Castro como el medio más expedito para poner por obra su dañado intento. De todo fue instruido el Gobernador y con sagacidad hizo ir al Cuzco, donde entonces se hallaba, a Gonzalo Pizarro y con maña le obligó a retirarse a los Charcas, de donde era vecino.







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ArribaAbajoCapítulo quinto.- El ilustrísimo señor don fray Luis López de Solís
El ilustrísimo señor don fray Luis López de Solís, cuarto Obispo de Quito. Anécdota relativa a este Prelado. El primer sínodo diocesano. Visita del Obispado. Segundo sínodo diocesano. Virtudes del ilustrísimo señor Solís. Fundación de los monasterios de Santa Clara y Santa Catalina. Cuestión sobre la inmunidad de los templos. Muerte del Obispo. Su retrato.



I

La prolongada vacante del Obispado terminó por fin con la venida del ilustrísimo señor Luis López de Solís,   -468-   religioso agustino. Fue este señor presentado por Felipe II para el Obispado del Paraguay o Río de la Plata; mas antes que fuese preconizado en Roma, el mismo Rey le hizo merced del Obispado de Quito. Sus bulas se despacharon en Roma el 6 de setiembre de 1592, el primer año del pontificado de Clemente VIII. Veamos quién era el nuevo Obispo.

Don fray Luis López de Solís, cuarto Obispo de Quito, fue natural de Salamanca, hijo de Francisco de los Ríos y de María López de Solís, personas de conocida nobleza. Abrazó muy joven la vida religiosa vistiendo el hábito de fraile agustino en el convento de Salamanca y en 1556, tres años después de haber profesado, vino al Perú entre los primeros religiosos de su orden que pasaban a ocuparse en la conversión de los indios, para lo cual, pocos años antes, se había fundado en Lima el primer convento de agustinos que hubo en todo el Perú. Se cuenta acerca de este Señor Obispo una anécdota curiosa, la cual no será por demás referir en este lugar.

Dícese que hallándose en Cádiz con los demás padres que venían del Perú, tomó a su cuidado disponer las cosas necesarias para el viaje y que así andaba cierto día ocupado en hacer transportar a la embarcación todo el ajuar de los religiosos. Estando ocupado en esto sucedió que mientras iba de la posada a la playa le quedase mirando atentamente un hombre desconocido, el cual, acercándose luego a nuestro Obispo, le dijo: padre, ¿a dónde es el viaje? A Indias, contestó el padre Solís. Pues no vaya a Indias, replicó el desconocido, váyase más bien a Roma y será Papa... Riéndose el padre le dijo: yo soy un pobre fraile y así no tengo ni un solo cuarto con que pagar a vuestra merced por el pronóstico. El hombre, que se las daba de astrólogo o mejor dicho de fisonomista, le repuso: No se ría, padre, vea que vuestra reverencia tiene cara de ser muy feliz y por eso juzgo que llegará a obtener la primera dignidad eclesiástica del lugar a donde vaya; como la mayor en el mundo es la de Papa, le aconsejo que vaya a vivir en Roma, donde tengo por cierto que la conseguirá. Fray   -469-   Luis despidiose del hombre sin hacer ningún caso del pronóstico. Andando el tiempo veremos si el vaticinio del astrólogo estuvo o no desacertado.

A poco de haber llegado al Perú se ordenó de sacerdote; fue profesor de filosofía en su convento de Lima y después pasó a Trujillo donde se estableció la enseñanza de teología, de la cual estuvo encargado por varios años, con grande aplauso de todos y notable aprovechamiento de sus discípulos. Desempeñó en su orden los cargos más elevados y fue dos veces Provincial de su provincia de frailes agustinos del Perú. El virrey Toledo por comisión de Felipe II le nombró Visitador de la Audiencia de Charcas, contra la cual se habían recibido en la Corte quejas repetidas. Ejerció aquel cargo delicado con grande entereza y acierto, mostrándose tan íntegro en administrar justicia que ni las dádivas pudieron corromperle ni las amenazas intimidarle; y condenó a los culpables sin miedo, ni acepción de personas. Los oidores pretendieron sobornarle, mas el padre rechazó sus presentes diciendo que quienes se habían atrevido a injuriarle tentándole con obsequios no podían menos de estar ellos mismos manchados con semejantes pecados. Una conducta tan firme y desinteresada le granjeó muchos enemigos, los cuales buscaron ocasión de hacerle daño. La encontraron muy oportuna cuando, terminada la visita de la Audiencia, el Virrey le volvió a dar la comisión de repartir ciertas tierras baldías que se hallaban en el territorio de la misma Audiencia. Tenaces acusaciones se elevaron entonces contra el padre Solís al Virrey y hasta a la misma Corte y al Consejo de Indias. Hoy, cuando examinamos esas acusaciones a la luz de un criterio imparcial, nos alegramos de que las hayan hecho los enemigos de este insigne varón, pues ellas contienen el mayor elogio que de su caridad y celo pudiera hacerse. En efecto, ¿qué decían contra el padre Solís sus enemigos? ¿Cuál era el fundamento de las acusaciones que dirigían contra él? ¡Decían que había defraudado la Hacienda Real, prefiriendo a los indios en la venta de terrenos, cuando algunos españoles habían ofrecido por ellos   -470-   mayores sumas de dinero...! El Rey desatendió semejantes quejas y, reconociendo los méritos del padre Solís, lo presentó para el Obispado del Paraguay o Río de la Plata, y poco después lo trasladó al Obispado de Quito.

La consagración episcopal después de recibidas las bulas, se la concedió en Trujillo Santo Toribio de Mogrovejo, que se hallaba entonces en aquella ciudad ocupado en hacer la visita de su Diócesis; y desde Lima encargó el nuevo Obispo al deán don Bartolomé Hernández de Soto que tomara posesión del Obispado, como la tomó en efecto el 18 de febrero de 1594. El Obispo llegó a Riobamba la víspera de la fiesta de Corpus de aquel mismo año y el 25 de junio presidió por la primera vez el Cabildo eclesiástico reunido en Quito. En aquella sesión hizo el Prelado una breve plática a los canónigos sobre la observancia de los sagrados cánones y leyes eclesiásticas y, al concluir, tomando en sus manos un ejemplar del Santo Concilio de Trento y de los concilios provinciales de Lima, se hincó de rodillas y, dirigiéndose a Dios Nuestro Señor, hizo juramento solemne, prometiendo que observaría él mismo y haría guardar con toda puntualidad por todos sus súbditos lo dispuesto en aquellos concilios. Tal fue el primer acto con que el ilustrísimo señor Solís inauguró el gobierno de su Obispado. De un Prelado que tanta veneración manifestaba a las leyes eclesiásticas con razón Quito podía esperar grandes bienes.

Luego mandó que en su presencia todos los capitulares hiciesen el mismo juramento, como lo practicaron uno por uno.




II

Fiel en cumplir lo que a Dios había prometido, una de sus primeras ocupaciones fue la visita de todo su Obispado. Lo visitó de un cabo al otro, entrando hasta   -471-   en lugares casi despoblados y llevando consigo un padre de la Compañía de Jesús sumamente diestro en hablar la lengua quichua. Diez largos meses gastó el venerable Prelado en practicar la visita, 10 meses que fueron una no interrumpida misión. En todos los pueblos predicaban el Obispo y el jesuita en la lengua de los indios y en la misma les enseñaban a los niños la doctrina cristiana; así es que muchos indios adultos que hasta esa época no se habían bautizado, instruidos en los divinos misterios se acercaban a recibir el bautismo. La ciudad de Loja, donde permanecieron toda la cuaresma, fue la que recibió beneficios más abundantes de la visita episcopal.

Antes de practicada la visita de toda su vasta Diócesis, pero ya conocidas las necesidades de ella, reunió en Quito para remediarlas el Primer Sínodo diocesano. Celebrose la primera sesión con grande solemnidad el día 15 de agosto en la iglesia catedral, por ser aquel día la fiesta de la gloriosa asunción de la Virgen a cuya advocación está dedicada la Catedral de Quito. Dijo la misa pontifical el mismo Obispo y después de ella se cantó el himno del Espíritu Santo. Asistieron a esta primera sesión el Presidente y los oidores de la Real Audiencia, el Cabildo de la ciudad, las comunidades religiosas, los vicarios de Cuenca, Zaruma, Guayaquil, Pasto, Cumbinamá, Loja, Chimbo y Baeza, los curas de la parroquia del Sagrario, de San Sebastián, San Blas, Santa Bárbara, el Puntal, Zámbiza, Tumbaco, Pelileo, Guaillabamba, el valle de Piura, los Yumbos, Puembo y Pimampiro, otros varios eclesiásticos entre los cuales se hace especial mención de Diego Lobato, predicador en la lengua del Inca. Fiscal del Sínodo fue el presbítero Luis Román y secretario Melchor de Castro Macedo, que lo era también del Obispo.

Por la tarde hubo en la misma iglesia catedral conclusiones teológicas y canónicas, en las cuales se trató principalmente de todo lo relativo a los Concilios provinciales y Sínodos diocesanos. Tan bien discurrieron los sustentantes y tanta doctrina manifestaron los arguyentes,   -472-   que el Obispo lleno de complacencia dijo públicamente que bendecía a Dios porque en la tierra tan nueva como ésta había tantos eclesiásticos cuyas letras bastarían para honrar a cualquiera en la misma España.

Se señalaron para las dos sesiones siguientes dos domingos consecutivos; se determinó que las congregaciones privadas se reunieran en el palacio episcopal desde el día siguiente todos los días dos veces al día: de nueve a once de la mañana y de tres a cuatro por la tarde para lo cual anticipadamente se haría señal con la campana.

En la primera congregación tenida al día siguiente se arregló el orden que habían de guardar en sus asientos las personas que tenían derecho de asistir al sínodo. El orden fue el siguiente: bajo el sitial del Prelado, a su mano derecha, el Presidente de la Real Audiencia y a la izquierda, el Fiscal de ella, siempre que en virtud del patronato real quisiesen asistir a las reuniones sinodales; en los asientos de la derecha, el Cabildo eclesiástico según el orden de sus sillas; en los de la izquierda el Cabildo secular; después los prelados de las órdenes religiosas; a un lado y otro los vicarios, los curas propios, los doctrineros, según la antigüedad de sus ordenaciones; los demás eclesiásticos guardando el orden de precedencia de los graduados en alguna universidad respecto de los que no tenían grado ninguno.

El Vicario general del Obispo tenía asiento entre los canónigos después del asiento ocupado por el Deán.

El sínodo terminó el 25 de agosto de 1594. Para el 15 de agosto del año próximo venidero, se convocó designando la misma ciudad de Quito, el segundo que por circunstancias imprevistas se congregó en Loja.

El primero contiene 114 artículos o capítulos en los cuales se habla del método que debían observar los párrocos en la administración de sacramentos y se prescriben reglas para cortar abusos, y cuidar del mejoramiento de las costumbres de los eclesiásticos, de la instrucción   -473-   de los indios, de la decencia en el culto divino y del adelanto en las virtudes cristianas de todo el pueblo católico.

En la primera sesión de este sínodo el Prelado mandó leer las constituciones sinodales promulgadas por el ilustrísimo señor Peña, su antecesor, para poner en vigor de nuevo las que debían guardarse dejando aquellas que en el transcurso del tiempo habíanse vuelto innecesarias o imposibles de guardar. Estas constituciones sinodales, los concilios provinciales de Lima, el sínodo diocesano que acababa de celebrarse y el Santo Concilio de Trento fueron el código de leyes eclesiásticas con que se declaró que debía ser gobernada y dirigida la Iglesia católica.

Una de las primeras cosas en que se ocupó el ilustrísimo señor Solís en este primer Sínodo diocesano fue en la erección de la iglesia catedral. El primer Obispo de Quito había recibido comisión de la Santa Sede para hacer la erección del Obispado y de la iglesia catedral; pero no sabemos por qué aquel Señor Obispo murió sin firmar el auto de erección; a pesar de esto los canónigos de entonces lo recibieron como auténtico y por él se gobernaron durante varios años; en tiempo del señor Peña se suscitaron dificultades sobre la inteligencia del auto en punto a la distribución de diezmos, hubo desacuerdo entre el Obispo y el Cabildo y por este motivo se elevó un pleito a la Real Audiencia, para que resolviese el asunto. El ilustrísimo señor Solís examinó todos esos documentos y, encontrando mucha discordancia, notables errores y muchas faltas en los diversos traslados que existían entonces del auto de erección, resolvió hacer, de conformidad con el Sínodo diocesano, un traslado auténtico al cual pudiera prestarse entero crédito. Así se verificó y el 17 de febrero de 1595, estando reunidos el Cabildo, el Obispo y los canónigos firmaron y autorizaron una copia esmeradamente correcta del auto de erección del Obispado, declarando que ésa era la única copia a la cual debía darse crédito en adelante en juicio y fuera de él.

El segundo Sínodo diocesano se celebró en Loja, en donde convocó el Obispo a todos los eclesiásticos en su Diócesis, por hallarse en aquella ciudad ocupado en practicar   -474-   la visita. Asistieron pocos, pues lo largo y fragoso de los caminos no podía menos de ser grave obstáculo para la asistencia de la mayor parte de los párrocos. Las constituciones que se hicieron en este Sínodo fueron explicación de algunos artículos del anterior y disposiciones nuevas, dictadas por el Prelado para remediar los males que la visita de su Diócesis le había dado a conocer. El Sínodo terminó el 24 de agosto de 1596, día de San Bartolomé apóstol, y en la misa, celebrada aquel día en la iglesia parroquial de Loja, se publicaron las nuevas constituciones sinodales. De esta manera aquel virtuoso Obispo trabajaba por hacer de su inmenso Obispado un verdadero aprisco, donde fuesen apacentados los fieles con el ejemplo y la doctrina de sus pastores. En celo, en vigilancia y en mortificación ningún obispo ha aventajado hasta ahora al señor Solís. Todavía ahora, a pesar del transcurso de casi tres siglos, la memoria de este venerable Prelado se conserva entre nosotros y se conservará sin duda mientras haya en el Ecuador quien ame la virtud y reverencie la santidad184.




III

Y en verdad el señor Solís dio ejemplo de perfectas y consumadas virtudes; en el claustro fue modelo de religiosos,   -475-   en el solio fue ejemplo de obispos. Amaba de tanto grado la pobreza que durante todo el tiempo que fue Obispo, jamás usó para sus vestidos ni seda ni lino; su sotana episcopal era su mismo hábito de religioso, agustino, un sayal de lana teñido en negro; con ese hábito vino a Quito y con él mismo fue sepultado; su aposento de Obispo no tenía más ajuar que una mesa, unas pocas sillas, un bufete para escribir, todo modesto y sencillo; a eso estaba reducida toda su recámara episcopal.

Tenía por regla invariable de conducta, a la cual no faltó jamás, no admitir en su servidumbre sino personas de conocida virtud, para que la casa del Obispo sirviese de ejemplo a las demás. Gobernaba sus acciones guiado por la máxima de que un obispo no debe perder ni el menor instante de tiempo; por lo cual, tenía hecha distribución de todas las horas del día y en guardarla escrupulosamente fue fiel hasta la muerte. Pondremos aquí para edificación de nuestros obispos la distribución que de las horas del día tenía hecha el ilustrísimo señor Solís. Se levantaba antes de amanecer y se ponía en oración hasta la hora en que celebraba el sacrificio de la misa; después daba audiencia a todos los que necesitaban hablar con él; asistía todos los días a los divinos oficios, por la mañana y por la tarde en la catedral. Al mediodía comía parcamente y después consagraba un rato a la lectura de algún libro devoto. Tanto por la mañana como por la tarde, después de salir de la catedral se ocupaba en despachar los negocios de la curia eclesiástica; a las cinco de la tarde admitía visitas; pero, ya todos sabían que para visitar al Obispo habían de observar dos condiciones: ser breves y no ocuparse en pláticas inútiles. Las primeras horas de la noche las gastaba en examinar la cuenta y razón que tenía mandado habían de presentarle todos los días de los asuntos domésticos, de las fábricas que por su orden se estaban construyendo y de las limosnas distribuidas entre los pobres. Luego él mismo escribía respecto de cada asunto lo que creía conveniente que debía hacerse y esa instrucción o memoria entregaba a sus ministros para el buen   -476-   desempeño de los negocios que les estaban encomendados. Concluido este arreglo se recogía en su oratorio y allí perseveraba en oración hasta muy avanzadas horas de la noche; después reposaba solamente el tiempo preciso para conservar la salud. Su abstinencia era frecuente y se observó que no cenaba nunca, contentándose con una sola comida al día.

Su mortificación corporal fue admirable; traía siempre a raíz de las carnes un cilicio de puntas de hierro y la oración de cada noche solía terminarla tomando recia disciplina. La visita de un Obispado como el de Quito, tan extenso en aquella época, por caminos ásperos y fragosos, en la cual se ocupó dos veces, es una prueba de su mortificación; pero además un testigo ocular de su penitencia nos ha dejado escrito el hecho siguiente. Los viernes, terminada su oración en avanzadas horas de la noche, salía de su palacio acompañado de alguno de sus domésticos y así que llegaba a una cruz que había entonces a la salida de la ciudad cerca de la iglesia de San Blas, se desnudaba las espaldas, se descalzaba completamente y de rodillas principiaba de nuevo su oración y al mismo tiempo la disciplina con una cadena de hierro hecha tres ramales; levantándose después de un breve rato, continuaba su camino hasta el pueblo de Guápulo sin cesar ni un instante de azotarse; delante de la cruz que está en la bajada antes de llegar al pueblo volvía a postrarse por algunos instantes; lo mismo hacía a la puerta de la iglesia; al día siguiente celebraba el sacrificio de la misa con gran devoción en el altar de la Virgen, y volvía a la ciudad montado en mula.

En una ocasión de éstas le acompañó el presbítero Ordóñez de Zevallos, autor del Viaje y vuelta del mundo, y dice que cuando el Obispo estaba arrodillado delante de la cruz, era tal la devoción que le infundió que le parecía estar viendo a San Agustín o a San Nicolás de Tolentino; así, mientras el Obispo oraba y se mortificaba, el clérigo besaba en silencio las zapatos que le había dado a guardar.

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Si era grande la mortificación y penitencia mayor era la caridad que para con los pobres tenía este gran Obispo. Dividía la renta de su Obispado en cuatro partes: las tres consumía en las fábricas de las iglesias y en limosnas de los pobres; la cuarta volvía a subdividir en otras tres; de éstas las dos reservaba para limosnas extraordinarias y la otra empleaba en el sustento de su persona y familia. En la visita de la Diócesis solía andar a llevar una bolsa de reales para repartirlos en limosna a cuantos pobres se le presentaban, prefiriendo siempre a los indios, a quienes amaba con predilección. Por más dinero que llegase a sus manos, jamás reservó para sí ni para sus domésticos cosa alguna, todo era para los pobres.

Cuando salió a la visita de la diócesis, encontró las iglesias de los pueblos en lastimoso estado de ruina: unas enteramente caídas, otras sin puertas ni ventanas, algunas de ellas tan pobres y desaseadas que causaba dolor celebrar en ellas los divinos misterios. El Obispo contribuyó con sus rentas a que se reparasen las que podían ser reparadas, y a que se construyesen de nuevo todas las que se hallaban deterioradas notablemente. El señor obispo Peña había deplorado ya este mal, pero no logró en sus días verlo remediado.

No sólo daba el ilustrísimo señor Solís a los pobres las rentas de su Obispado en largas y cuantiosas limosnas, muchas veces vendió sus propias alhajas para socorrer con el precio de ellas a los necesitados. A la vuelta del viaje que hizo a Lima para asistir al último concilio provincial convocado por Santo Toribio, se encontró tan falto de recursos, que no teniendo con qué hacer limosna a los pobres, mandó vender un pabellón o tienda de campaña que le servía en sus viajes, por ser lo más precioso que tenía, y el valor de esta alhaja fue distribuido en socorro a los pobres; mas como las necesidades de los indigentes no quedasen satisfechas, dispuso que se vendiese una ropa de martas, que le servía para abrigarse del frío. Salió a venderla por las calles su mayordomo, y no hubo quien ofreciese nada por ella; sin embargo, lo   -478-   supo una señora rica de Quito y dio por aquella prenda doscientos pesos, comprándola, según ella misma aseguraba, no por su valor, sino como reliquia. Cierto clérigo rico murió instituyendo al Obispo en su testamento por único heredero de toda su hacienda, que era muy crecida; el Obispo aceptó la herencia y después de puestos en almoneda todos los bienes del difunto, mandó hacer muchos sufragios por el descanso de su alma, y todo lo demás lo empleó en obras de caridad, sin reservar absolutamente nada para sí. Cuando sus domésticos llevaban a mal la estrechez en que vivía y las limosnas que a juicio de ellos eran demasiadas, contestaba el virtuoso Prelado: basta a un obispo lo honesto; en las casas de los obispos la antigua es sólo la caridad; el fausto es muy moderno. Una cosa pido a Dios, añadía, y es que me conceda morir tan pobre que, para enterrarme, sea necesario pedir limosna.

Cierto caballero noble de Quito andaba por algunas casas de la ciudad pidiendo limosna para el dote de una niña pobre, a quien la pobreza impedía contraer honrado matrimonio. Aun cuando conocía muy bien la caridad del Obispo, no se atrevía a pedirle limosna, porque le constaba que entonces el Prelado, con las muchas limosnas que había repartido, se había quedado enteramente exhausto de recursos. Sin embargo, llegó a noticia del Obispo la necesidad de aquella niña, porque se lo contó una persona que fue al palacio de visita; al punto, llamando el Obispo a su mayordomo, le mandó que saliese y buscase prestada esa cantidad a crédito del Obispo y la llevase al caballero encargado de colectarla. La dote estaba tasada en tres mil pesos y el Obispo dio los dos mil, tomándolos a crédito.

Otra de las virtudes en que más sobresalió este insigne Prelado, fue el celo en procurar la decencia y esmero en el culto divino. Asistía todos los días, como lo hemos referido antes, tanto por la mañana como por la tarde a la celebración de los divinos oficios en la Catedral, para cuidar de que se celebrasen con la debida puntualidad, compostura y reverencia. Como los multiplicados negocios   -479-   del gobierno del Obispado no le permitiesen asistir a la Catedral todos los días tan puntualmente como deseaba, hizo abrir una ventanilla en la pared de la iglesia contigua a la casa en que moraba, para observar desde allí lo que se hacía en el coro y en el altar. Llevaron pesadamente los canónigos semejante vigilancia y pusieron pleito al Obispo ante la Real Audiencia para que le mandasen cerrar la ventana, y sobre el registro que sufrían informaron a Santo Toribio de Mogrovejo como a Metropolitano. Oídas las razones de ambas partes, respondieron el Santo Arzobispo y la Audiencia de Quito que a Prelado tan celoso de la honra de Dios no se le había de ir a la mano sino venerar sus acciones. Con que los canónigos tuvieron desde entonces por más acertado cumplir bien con sus deberes que poner pleito al Obispo.

Era tan celoso de la buena moral que se disgustaba cuando veía algún clérigo vestido con profanidad, lo cual tenía por indicio de flaca virtud; así, quería que el traje de los clérigos no desdijese jamás de la modestia y gravedad sacerdotal. Supo que un clérigo traía medias de seda amarillas; hízole llamar con descuido y encarándose los dos solos en un aposento retirado, le mandó quitarse las medias de seda, y en su lugar le dio unas de lana negras, diciéndole: estas medias debe ponerse quien todos los días debe subir al altar.

No sólo exigía de los clérigos buena moral, sino también suficiencia. Pocos meses después de llegado en Quito fundó el seminario de San Luis, cuya dirección confió a los padres jesuitas por el grande aprecio y entrañable devoción que profesaba a la Compañía de Jesús. A los que había de ordenar los sujetaba primero a riguroso examen, y no concedía a ninguno las órdenes sagradas sino cuando estaba satisfecho de su suficiencia; la misma regla guardaba en conferir beneficios. Sucedió que un clérigo alcanzase cédula real para una canonjía de la Catedral; con ella se presentó al Obispo, para que le diese la institución canónica; mas el Obispo se la negó, diciéndole que carecía de la instrucción competente para ser   -480-   Canónigo. Interpusiéronse muchas personas autorizadas, juntamente con todos los canónigos, como intercesores para que concediese al clérigo la prebenda, alegando para ello razones y congruencias. Mas el Obispo se mantenía inflexible en su primera resolución, pues decía que el Rey le había hecho merced al clérigo presentándolo para aquella prebenda, sin duda ninguna porque ignoraba Su Majestad que el agraciado era iliterato, dado caso que nunca habría querido proveerla en un indigno. Tantas fueron las súplicas, tan repetidos los empeños que al fin el Obispo prometió que le daría la prebenda con la condición expresa de que primero había de estudiar el clérigo dos años de gramática latina; aceptada la condición, lo consignó a los jesuitas y efectivamente el prebendado cursó dos años gramática bajo la dirección de los padres; y al cabo de ese tiempo, encontrándolo el Obispo suficientemente instruido, le concedió la canonjía que solicitaba.

Otro ejemplo dio de firmeza y de cuánto aprecio hacía de la buena moral. Había en la catedral un excelente músico y cantor, joven de prendas nada comunes y muy estimado así de los canónigos como del mismo Prelado por la hermosura de la voz y la destreza en el cantar. Contra este músico recibió quejas el Obispo por cierto desacato cometido con su madre, con la cual había reñido y faltádole al respeto. Averiguó diligentemente el caso y convencido de la falta, despidió al momento al culpado del empleo que desempeñaba en la catedral. El joven se valió de cuantas personas graves había en la ciudad para que el Obispo revocase la orden y no le privase del empleo; los canónigos acudieron también a interceder por él, representando al Obispo la falta que haría en la iglesia el joven por la excelencia de su voz y su destreza en la música. Dejolos hablar el Obispo, escuchándoles en silencio con grande calma, y al fin por toda respuesta les dijo las siguientes palabras, dignas de toda ponderación: Más gloria recibe Dios de que se castigue un mal hijo, que de que haya en su iglesia un buen cantor; y prohibió que se le volviese a hablar más sobre aquel asunto.

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Cuando recién vino a Quito y principió a gobernar su Obispado, se manifestó severo en corregir las faltas e incorruptible en punto a acepción de personas, porque, decía, si desde el principio conocen mi manera de proceder, no extrañarán después mi conducta. Y así fue en efecto pues las virtudes del Prelado inspiraron a todos profundo respeto y veneración a su persona. Hablaba poco y con grande mesura y discreción; y aunque afable con todos, jamás la bondad le hizo torcer ni un ápice del camino de la justicia; había aceptado con grande repugnancia el Obispado, temiendo condenarse, y por esto andaba siempre con sus ojos fijos solamente en la voluntad divina. Amaba a todos sus súbditos con una caridad tan perfecta que cuando se veía obligado a castigar las faltas de alguno, lo hacía guardando siempre los fueros de la honra y fama ajenas. En el distribuir de los beneficios y cargos eclesiásticos profesaba la máxima de que aquél es más digno de un empleo que menos lo solicita; y se complacía en sacar a luz el mérito buscándolo en la oscuridad de la modestia.

Habíase introducido ya en aquella época una reprobada costumbre que por desgracia entre nosotros dura todavía, a saber, el exceso en la comida y la falta de modestia en las casas de los curas, cuando reciben la visita episcopal; esta costumbre era aborrecida por el Ilmo. señor Solís y en destruirla se manifestó infatigable, riñendo a los curas que se esmeraban por regalarle en la mesa y en el cuarto preparado para que se hospedase. Conociendo un cura la voluntad del Obispo, le recibió dándole posada en un cuarto cuyas paredes estaban entapizadas con esteras de totora; al entrar, se sonrió el Obispo y volviéndose al cura, le manifestó en términos muy sinceros cuánto le agradaba aquella sencillez y pobreza; esos otros adornos, dijo, me desagradan porque desdicen de la modestia y humildad del estado que hemos profesado; agradezco la buena voluntad, pero repruebo los adornos. Presenciando los pueblos tantos ejemplos de virtud, veneraban a su Obispo y oían sus instrucciones con profundo acatamiento.











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ArribaAbajoSelecciones literarias

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ArribaAbajoLa poesía en América

Discurso pronunciado en un acto público literario en Quito el año de 1871


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I

Hoy más que nunca me considero honrado por vosotros, honorables magistrados, respetables padres de familia; hoy, cuando, dejadas a un lado vuestras ocupaciones, habéis venido a tomar parte en la penosa, pero grata faena de la educación de la juventud, puesto que vuestra sola presencia en este lugar es el mejor premio que anhelan los alumnos; hoy, cuando os habéis dignado solemnizar con vuestra asistencia el acto literario de la clase de literatura, encomendada a mi dirección; hoy, yo vuestro compatriota, no debería hablar sino para tributaros mi más sincero y profundo agradecimiento por el alto honor que habéis dispensado a la juventud estudiosa de esta capital; pero, ya que tan benignamente os dignáis escucharme, permitidme que os hable de un asunto tan querido de mí como simpático para vosotros, la poesía en América.

Principiaré repitiendo lo que repetía el árabe aquel de las Mil y una noches: «yo no sé más que historias de mi patria»; y, ciertamente, del grande amor que tengo   -488-   a la América, creo que no se me hará un crimen, ni temo que censuréis mi entrañable afecto y tierno cariño al Ecuador, mi patria idolatrada. Amo a la América, y la amo con ternura por sus largos padecimientos; amo a la América, y la admiro por su heroico valor; amo a la América, y la amo con cierta especie de reverencia por ser la patria de mis padres, y quiero con especial cariño al Ecuador por ser mi patria. Hijo del suelo americano, no he puesto mis plantas en el famoso suelo de la civilizada Europa; no he visto sus ciudades opulentas; no he visitado sus sabias universidades; no he presenciado sus espléndidas diversiones; ni he sido testigo de sus grandes hechos; mi patrio río es humilde y sin nombre; que los sabios hablen de ciencia, yo sólo sé hablar de cosas de mi patria. Generosos como sois, perdonaréis esta protesta, acaso, para muchos de vosotros importuna.

Un día, en una edad ya de nosotros lejana, un hombre fue de corte en corte por Europa, ofreciendo a los reyes un mundo que él había adivinado, y que ninguno de ellos quería recibir; al fin, después de muchos desprecios y largo esperar, tres pobres carabelas zarpaban de un pequeño puerto de España con rumbo al Occidente; los días se sucedían a los días, y siempre, al amanecer, el horizonte se presentaba inmenso y desierto... Era una noche de octubre; el cielo, como un pabellón negro bordado de diamantes, cobijaba a la tierra, y en el desconocido, vasto y solitario Océano reinaba un silencio solemne, que sólo era interrumpido de cuando en cuando por el monótono bramar de los vientos en las lomas... ¡y en aquel instante la América, envuelta en su manto de tinieblas, se hallaba frente a frente de la audacia y el genio, que la andaban rastreando! Al otro día, cuando, el sol brilló en Oriente, la América estaba descubierta.

Entonces, volando atravesaron los mares famosos aventureros en busca de riquezas, y apóstoles insignes trayendo la Buena Nueva; y cuando el hacha terrible de Cortés, de Pizarro y de Quezada hubo demolido los imperios de México, del Perú y de Sogamoso, sobre sus ruinas   -489-   los misioneros plantaron la Cruz, símbolo de resurrección y de vida; y a la sombra de la Cruz, como siempre, principiaron a levantarse las artes y las ciencias. Cierto es que España se llevó entonces las riquezas de los pueblos que habitaban en este suelo; pero también es cierto que trajo en compensación su lengua, rica y sonora, sus luces y su civilización.

Seamos justos, señores: la patria de Pizarro es también la patria de Las Casas; ¡la humanidad maldice a los conquistadores, y colma de gloria a los apóstoles!

Desde entonces hasta ahora las letras en América han corrido la misma suerte que los pueblos; en la época colonial la poesía americana fue imitadora, siguiendo a la castellana, que andaba también por el sendero de la imitación. Por desgracia, el siglo de oro de la literatura castellana, se gastó en América en destruir y en reedificar; y cuando la madre patria empezó a enviar a sus colonias americanas magistrados, leyes, ciencias y mercaderías, les mandó también su gongorismo; la independencia pidió a la América soldados y mártires; la República le pide desinterés, sacrificios e ilustración, brindándole en cambio con halagüeñas esperanzas.




II

Voltaire decía, hablando de los poetas de su tiempo: «En los mejores escritores modernos se siente el carácter de su país al través de la imitación de la antigüedad; sus flores y frutos han sido calentados y madurados por el mismo sol, pero, del terreno en donde se nutrieron han recibido gusto, colores y formas diferentes»185. ¿Podemos decir de los poetas americanos lo que el crítico francés, decía de los escritores europeos? Los cantos de los bardos de América ¿tienen el gusto, el colorido y la   -490-   forma característicos del suelo americano? ¡Ah! muchos ciertamente no los tienen... Arrastrados de la manía de la imitación, han hecho oír en su patria cantos extranjeros para ella; han desdeñado la rústica pero magnífica belleza de la naturaleza americana, para describir escenas y paisajes que nada tienen de bellos, porque carecen de verdad; han delirado al entonar himnos a la libertad, porque, extraviados, pensaron que podía haber libertad sin virtud; y han blasfemado, porque blasfemaban los poetas de ciertas naciones, devoradas por la gangrena del materialismo, a quienes era moda imitar.

La poesía en América, para ser verdaderamente americana y nacional, debe ser religiosa y no escéptica, porque el pueblo americano no ha renegado de su Dios; debe ser patriótica, es decir, debe santificar los recuerdos nacionales, llorar en los padecimientos del pueblo, animarle a la generosidad y al progreso, ilustrarle y aplaudir sus triunfos; y, en fin, las imágenes con que se embellezca, los recuerdos que evoque, los hechos a que aluda, todo debe ser americano. Para decirlo en una palabra, la naturaleza americana, hermosa, lozana y magnífica, debe estar pintada en la poesía americana, con toda la pompa y gala que recibiera de la mano del Criador. He aquí, pues, si no me engaño, las tres cualidades que debe tener la poesía americana: religiosidad, patriotismo y originalidad; cualidades que, no siendo únicas ni exclusivas, pero sí principales, contribuirán, según mi modo de ver, a formar una literatura nacional y americana.

Una de las fuentes de inspiración poética, y la más sublime sin duda, es la religión. En efecto, las ideas nobles y elevadas, los sentimientos generosos y heroicos que sólo el cristianismo puede inspirar al hombre, comunican a la poesía aquel carácter augusto y civilizador que le ha granjeado el renombre de divina. El pueblo conserva todavía en América vivo y ardiente, digan otros lo que quieran, el sentimiento religioso; y la vida de las naciones americanas, no temo asegurarlo, está en su religiosidad, pues el pueblo americano ha sido educado con sentimientos religiosos, los que se han convertido   -491-   en su carácter distintivo, llevando en sí mismos el respetable sello de antiguas tradiciones nacionales; por esto, cuando los poetas americanos, hijos de una sociedad eminentemente religiosa, en vez de tomar la lira del santuario, empuñan la lira del materialismo, hacen una injuria al pueblo americano. Hablen al pueblo de aquello que le interesa más, y hallarán eco en su corazón; en esas sociedades, a las que el excesivo lujo y la corrupción las han arrastrado a la apostasía en las creencias, produciendo como consecuencia legítima la sed de placeres y el fastidio de la vida, la poesía se ha convertido en escéptica y materialista, sus cantares han sido gritos de desesperación, y su influjo deletéreo ha ocasionado vértigos terribles en la moral de los pueblos; pero en América, donde sociedades jóvenes y llenas de vida sienten el halago de la esperanza que las impele en busca de prosperidad y grandeza, la poesía no puede ser materialista ni escéptica; sociedades viejas y corrompidas, cuyas entrañas están devoradas por la fiebre de todos los vicios, que, al cantar, deliren, está bien; pero la América, que apenas nace a la vida social, ¿para qué quiere ostentar enfermedades que aquejan a naciones gastadas ya y moribundas?

¡Ah! digámoslo francamente, y yo os confieso que siento un verdadero placer, un desahogo en decirlo: si la América, esta tierra de nosotros tan querida, tiene algo bueno, todo se lo debe a la Cruz; conocéis nuestra historia y ocioso sería repetirlo. La Cruz, esa Cruz que, ennoblecida con la sangre de una víctima divina, dio la civilización al viejo mundo, esa misma Cruz ha civilizado la América; la sabia Europa, que justamente se enorgullece con su civilización, miente cuando dice que sus luces, cultura y prosperidad son fruto de ella misma, y ahí está la historia (ese inmenso epitafio que la verdad y la justicia graban sobre la losa de la tumba donde duermen las generaciones que fueron), ahí está la historia para desmentirla; sí, la Cruz ha civilizado la América, lo digo con entusiasmo, porque hablo la verdad... ¡Pobres indios! ¿Qué habría sido de ellos si la Cruz no los hubiera defendido de los bárbaros conquistadores?...   -492-   La Cruz, plantada en las selvas de América, hizo del salvaje un hombre civilizado; la Cruz, plantada sobre los escombros de los antiguos pueblos, dio nueva vida a los restos moribundos de las naciones, que sin la Cruz hubieran perecido.

Comprendamos bien el cristianismo y en él encontraremos una poesía noble y sublime, porque el cristianismo tiene una poesía sublime y magnífica, y sus poetas se llaman Dante, Tasso, Milton, Racine, Chateaubriand, Manzoni... Entre los antiguos, los poetas formaban las religiones; entre los modernos, la religión ha formado a los poetas. Podemos, pues, decir con Nodier: «mientras la poesía no sea cristiana, la grande obra de la nueva ley, que ha revelado a la humanidad un orden entero de pensamientos y sentimientos dignas del hombre, no estará completa»186.

La poesía no es, como tal vez pudiera creerse, un frívolo entretenimiento sin influencia ninguna en la sociedad; pues siendo, como es, el halago de la juventud, produce consecuencias funestas, cuando es inmoral; y civiliza, cuando conserva su inspiración noble y elevada. La juventud, en cuyo pecho late un corazón de fuego, ansiando el bien y sin acertar a comprender su verdadera naturaleza, ama por instinto todo lo bueno; pero lo ama con pasión juvenil, es decir, con mucho entusiasmo y poca reflexión; confunde el orden con la tiranía; y, apasionada por la libertad, quisiera darla a todos aunque fuera por medio de la violencia; amante de la novedad, desprecia lo antiguo y procura destruirlo, sin saber con qué ha de reemplazarlo. La poesía no es para ella un solaz sino una especie de religión: poesía busca en el orden social, y por eso le encantan las utopías políticas que tienen mucho de imaginarias y poco de realizables; poesía busca en los afectos, y por eso gusta de sacrificar su corazón en el altar de un ídolo, muchas veces desconocido; poesía quiere en las creencias, y por eso le agradan las novedades, aunque sean absurdas, con   -493-   tal que tengan algún colorido de libertad; pues libertad es lo que dice el corazón del joven en cada uno de sus latidos, aunque la libertad en las concepciones entusiastas de la juventud es muchas veces una deidad que reclama en holocausto el deber, la autoridad y por consiguiente el orden.

Que la juventud me perdone las expresiones que acabo de pronunciar, me las dicta la verdad y no la preocupación. Joven también yo, sé que la juventud, siempre generosa en sus aspiraciones, se extravía por inexperto e irreflexivo entusiasmo, nunca por premeditado egoísmo.

Cuando se ponen en manos de la juventud escritores que ultrajan la moral enseñando el vicio y haciéndolo amable, por presentarlo vestido y adornado con las galas de la poesía, se hace traición a los sagrados deberes sociales, pues la corrupción prematura de la juventud es una enfermedad lenta pero terrible que, consumiendo poco a poco la moralidad de los pueblos, acaba por envilecerlos; y pueblo envilecido, pueblo muerto en el orden social. Si quieren los bardos de América merecer bien de su patria, no le hagan traición; inspiración elevada, noble y sublime tiene el cristianismo, pero necesitan los poetas americanos cantar lo que siente su corazón y no remedar los sentimientos de otros poetas extranjeros, atormentados por afectos e ideas enteramente extrañas a los pueblos americanos. ¡Cuán tristemente asombrado queda uno cuando oye a algunos poetas americanos cantar, expresando en sus cantares los sentimientos de pueblos y naciones trabajados por terribles sacudimientos morales! ¡Desesperación de la vida, cuando el pueblo vive de esperanza, anhelando por el bienestar con que le brindan su índole pacífica y sencilla, y su misma juventud social! ¡Escepticismo materialista, cuando las naciones americanas no han apostatado de sus creencias religiosas! ¡Oh, no! ¡La América no está, no, condenada al suicidio nacional! Si la poesía americana es inmoral, no es la poesía del pueblo americano.




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III

Hablaré exponiendo con franqueza y lealtad mis sentimientos. Si la poesía en América hace traición a los sentimientos del pueblo americano, aunque por circunstancias excepcionales brille un instante, perecerá, por ser cual planta parásita, sin vida propia, arrimada al tronco vetusto y carcomido de una civilización que no es la del pueblo americano. Sentimientos viles, ideas torpes, más bien bramidos de la discordia, que gusta de beber la sangre de los pueblos, y no cantos de poeta se han oído, vergüenza da decirlo, en América.

La educación del pueblo americano es, señores, un edificio en el cual apenas se han puesto las primeras piedras, y ésas, por desgracia, no han sido de las mejores ni más sólidas. Distingámoslo bien: bajo el gobierno colonial la América no tenía verdadera vida propia, nacional; la guerra de la independencia tomó cierta tendencia algún tanto destructora, que no dejó de producir efectos funestos. En el régimen antiguo había algo que debía ser destruido y algo también que debía ser conservado; mas, desgraciadamente, la espada de la libertad hirió también a lo que debía ser conservado y, como las naciones no se improvisan, los pueblos han ido poco a poco caminando hacia su prosperidad; toca, pues, a la literatura en América el noble cargo de civilizar al pueblo; y, hablando francamente, en algunas partes la literatura debe principiar por crear el pueblo... ¡Crear el pueblo! Sí, porque pueblos sin sentimientos nacionales no son pueblos. El amor desinteresado y generoso a la patria forma al ciudadano, y sin ese sentimiento, que debe arder siempre en el corazón de todo hombre, las naciones no son naciones. ¿Queremos que los pueblos sean virtuosos? Pues principiemos por hacerles amar la patria, ha dicho el tristemente célebre autor del Emilio.

Dícese que en la antigua Roma, en esa Roma de los Catones y también de los Lucrecios, las vestales debían   -495-   conservar siempre encendido en el templo el fuego sagrado, símbolo de la vida de la nación; así quisiera también yo que las vírgenes musas americanas conservaran siempre vivo y ardiendo en el corazón de nuestros pueblos el santo fuego del amor nacional. Del ciudadano que no ama a su patria no os prometáis acción ninguna generosa; si espera algún provecho para sí en la ruina de la patria, temblad, la patria será sacrificada. Concluyamos: si el amor a la patria -hablo del amor ilustrado- no anima a los americanos, no contéis con la nacionalidad americana, pues las naciones, en cuyo seno llega a apagarse la llama del amor nacional, morirán, porque en tal estado no querrán más que pan y diversiones, cambiando de amo como tengan falta de placeres. Pero ¡ay del pueblo corrompido!, porque lleva en su corazón una enfermedad mortal, que poco a poca irá gastando el sentimiento moral, que es la vida de los pueblos; ese pueblo necesita de un terrible remedio para sanar; afortunadamente para la humanidad, la Providencia vela por la felicidad de los pueblos.

Decía hace un instante que la poesía americana, para ser verdaderamente nacional, debe expresar con fidelidad los sentimientos del pueblo americano, y no sé que haya un solo americano en cuyo corazón no excite tiernos afectos el recuerdo de los antiguos indios moradores de esa tierra, hoy patria nuestra, así como antes fue patria suya. Ahora bien, si todo lo antiguo, en el mero hecho de serlo, es muy favorable a la poesía, ¿cuánto más lo será la memoria de las antiguas naciones americanas, cuyos recuerdos han sido realizados por la desgracia? Yo de mí sé decir que el solo nombre de los Incas despierta en mi alma toda una epopeya de recuerdos. ¡Los Incas, pueblo tan dócil y apacible cuanto desgraciado, y a quien ni aun siquiera le fue dado gustar de la mansedumbre de la Cruz, que le fue presentada entre cadenas y regueros de sangre!

Poetas ha habido, en efecto, en América, vosotros no lo ignoráis, señores, puesto que uno de ellos es honra de nuestra patria; poetas ha habido, a quienes la musa de   -496-   la historia ha inspirado sentidos acentos para cantar los recuerdos de las míseras naciones americanas.

Una palabra más sobre este punto. La Edad Media ha sido para los poetas modernos de Europa la época poética por excelencia; para nosotros esa edad no puede ser tan interesante por no pertenecernos tan de cerca; mas, en cambio, tenemos la época colonial, nuestra Edad Media, cuando en las colonias americanas la vida social se deslizaba tranquila, como la del antiguo señor en su castillo feudal, entre la monotonía de fiestas religiosas y diversiones populares. El estudio y contemplación de la época colonial ha dado materia para dos hermosos poemas, «Inami» y «El campanario», de que justamente se gloría la literatura chilena; la época colonial inspiró al poeta guerrero del Cauca, al cantor de «Gonzalo» y de «Pubenza», y a la época colonial debe también el delicado Celta uno de sus más bellos romances.




IV

Hablemos ya de la tercera cualidad que debe tener la poesía en América, es decir, de la originalidad en su manera.

Nada me parece tan extraño como el modo de proceder de algunos poetas americanos, que reniegan de la belleza para ser sus cantores. Van a buscar en tierra extranjera las riquezas que abundan en su patria, semejantes al que, deseando pintar un hermoso cuadro y necesitando de gran luz, cerrara las puertas y ventanas de su aposento, para encender una lámpara con que alumbrarse en la plenitud de luz del medio día. Algunos de nuestros poetas han visto la hermosura de la naturaleza americana y no la han comprendido; efecto debió ser esto, sin duda, de la equivocada educación literaria. Ciertamente, no de otra manera acierto yo a explicar cómo poetas de tan delicado sentimiento estético no se han   -497-   impresionado con la hermosa naturaleza del nuevo continente, y han ido a mendigar el colorido poético para sus concepciones artísticas allá al viejo mundo, y principalmente a las deidades de la difunta mitología clásica.

En efecto, los libros que se han solido poner en manos de los niños en América, escritos por ilustrados críticos europeos, contienen, no hay duda, excelentes preceptos y muy buenos ejemplos; pero también debemos observar que aquellos autores profesaron una doctrina literaria algún tanto mezquina, y más bien convencionalmente verdadera que verdadera en su esencia, y la esencia, como muy bien lo sabéis, es la verdad de las cosas. Hermosilla, Blair, más tarde Zárate; tales han sido, como nadie ignora, los maestros de nuestra juventud en América. Hermosilla, si en muchas cosas anduvo acertado, en muchas otras se equivocó gravemente; crítico sin sentimiento, nota los defectos de forma sin apreciar las bellezas de fondo; con su doctrina, más bien que aprovechar se extraviarán los jóvenes. Zárate, más ilustrado y más filósofo que Hermosilla, no alcanza completamente el objeto a que su Manual de literatura se ha destinado entre nosotros, sin que sus vacíos puedan ser tampoco llenados por la rica erudición, el atinado gusto y la juiciosa doctrina de Blair. El virtuoso ministro inglés escribía cuando aún no se habían hecho los progresos que ahora en la crítica literaria187.

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Algunos pocos aficionados al estudio y amantes de la ilustración adquirieron entre nosotros los buenos escritores franceses de los siglos XVII y XVIII; pero, por desgracia, sus conocimientos fueron estériles para la juventud, y la luz que podían haber derramado los críticos franceses quedó reducida a iluminar a algunos hombres afortunados, que pudieron y supieron aprovecharse de ella. Por otra parte, los mejores escritos de aquellos literatos, preciso es también hacerlo notar, si hubieran contribuido a purificar el gusto, no habrían ensanchado mucho el círculo de las ideas, pues bien conocéis que dichos escritores por su crítica sistemática redujeron la poesía a un conjunto de reglas, de las cuales unas son verdaderas por estar fundadas en la esencia de la belleza, entonces sentida más bien que definida, y otras son convencionales por ser derivadas del modo inexacto de estudiar las obras clásicas de la antigüedad. Estaba reservado a la pensadora Alemania el crear, dirémoslo así, la ciencia de la crítica literaria: Lessing, Herder, Schiller, tan gran poeta como atinado crítico, y principalmente Federico y William Schlegel, con su vasta erudición y elevada filosofía ensancharon el horizonte de la crítica literaria y le dieron miras verdaderamente sabias; y, gracias a tan ilustres pensadores, la poesía dejó de ser considerada como un formulario al que tenían que ajustarse las creaciones del genio para recibir el título de las bellas188.

Pero mientras que en Europa las obras de aquellos sabios ilustres, derramando nueva luz, producían una completa revolución en las doctrinas literarias, en América todavía se continuaba creyendo en la infalibilidad poética de Horacio y de Boileau189, siendo por cierto   -499-   muy triste que la casi ninguna comunicación de algunos de nuestros países con los grandes centros de civilización europea, el poco conocimiento del alemán, no sé qué especie de fatalidad que persigue a nuestra patria, a donde, por diez obras malas, apenas llega una buena, y más que todo, el uso, esa divinidad de las medianías, que   -500-   exige en sacrificio la petrificación del talento, hayan sido parte para que la educación literaria quedase estacionaria. Hay también otra causa que será siempre un grande obstáculo al adelantamiento de la juventud, y es el fastidio y disgusto de nuestros jóvenes por los estudios serios, fruto de la lectura de novelas inmorales, mal escritas y peor traducidas, que inundan nuestra América. Esas novelas han corrompido la sana moral, han viciado el gusto y echado a perder el habla castellana. ¡Triste es decirlo, señores! Nuestros jóvenes después que han leído una docena de esas novelas, creen que ya lo saben todo, porque ignoran cuanto hay que saber.

Canten los bardos de América, pero canten himnos patrióticos; canten, pero no deliren; si su inspiración noble y elevada da a sus liras el acento solemne del canto cristiano, habrán simpatizado con el pueblo, que les pide que entonen cánticos que del pueblo sean conocidos. No creo que los poetas americanos tengan una alma tan mezquina y apocada que sea incapaz de sentir la emoción de la sublime poesía del cristianismo. No, pues hasta la campesina cruz del cementerio de aldea tiene su poesía, para el que cree y creyendo espera190. Canten también las pasiones del corazón, pero cántenlas domesticadas y dirigidas por el cristianismo. Cuando Chateaubriand, el Virgilio del siglo XIX, quiso cantar esa terrible pasión que nace en el corazón humano como brota la maleza en una tierra fecunda, no mendigó la inspiración de la voluptuosa deidad de Chipre; vino a América, invocó al genio silvestre de los bosques, y la musa americana diole su lira, tan tierna y melodiosa como el gemido de la paloma del desierto, tan grave y solemne como el ruido imponente del huracán cuando sacude las hondas del Meschacevé, y tan melancólica como el quejido del viento que gime agitando la palmera de la soledad; sí, el Genio del cristianismo inspiró a Chateaubriand, y Atala, para servirme de la comparación de   -501-   un ilustrado escritor francés191, cual la paloma bíblica, volando desde el remoto mundo americano, fue a cernerse sobre las olas del diluvio de corrupción e impiedad en que había sido ahogada la Francia.

No creo que los bardos de América, hijos de una patria generosa, sean de peor condición que los vates extranjeros que han venido a esta nuestra tierra pidiendo inspiración poética al límpido cielo americano. No faltan a la otra parte del mundo, dijo Bernardino de Saint-Pierre192, sino Teócritos y Virgilios para que tengamos descripciones tan interesantes a lo menos como las de nuestros país. Y, en efecto, su casta musa encontró inspiración tierna y melancólica en la cuna del huérfano; el hermoso cielo de los trópicos prestole su apacible color para que pintara la paz y dulzura del hogar doméstico; lloró sobre las humildes ruinas de las pobres cabañas donde se albergaran Pablo y Virginia, y su idilio fue el himno del huérfano protegido por la mano paternal de la Providencia.

¡Honor y gloria a esos bardos que, inspirados por la silvestre pero hermosa deidad americana, han entonado himnos y cantares bellos como el cielo americano, ardientes como la juventud, graves como la religión! Cada nación tiene el suyo... ¡Bello! el respetable nombre el magistrado íntegro, del legislador humanitario, del filólogo profundo, del humanista consumado y del poeta original, el primero que cantó la virgen naturaleza americana, es gloria no sólo de su patria, sino también de la América toda. Heredia, el cisne del Niágara, de alma ardiente como el cielo inflamado de su patria, Cuba, de la hermosa y esclava Cuba; el poeta cubano, arrullado en su infancia por el bramido de las borrascas que agitan los mares de su patria, y vigorizado después por la persecución, siempre poseído por el genio de la libertad, hace resonar su lira, atronadora como el trueno de inmensa   -502-   catarata. Echeverría, el cantor de las pampas; Sanfuentes, honor de la ilustrada Chile; y el tierno Caro, ¡Caro!, cuyas poesías tienen un no sé qué de grato y encantador como la fragancia de las selvas americanas; y el simpático cantor de Balboa, Ortiz, prez y gloria del pueblo colombiano. ¡Ortiz! ¡El arpa del bardo granadino suena grave y solemne como el majestuoso quejido del órgano en los templos católicos, cuando canta los misterios de la religión; suspira triste, como el melancólico arrullo del ave nocturna que llora en la soledad, cuando deposita una corona de rústicas siemprevivas sobre la tumba del sencillo labrador; otras veces su armonía es sonora e imponente como el bramar del Tequendama!

Y nuestra patria, con el cantor de La Virgen del Sol se asocia ufana al unísono concierto de las musas americanas. Cuando el bardo del Tungurahua volvió a tomar su lira, silenciosa por algún tiempo, vuelta la vista a lo pasado, evocó los tiernos recuerdos de los pueblos que moraron en este suelo; vio sentado junto a la tumba de los Incas al genio de América; cantó, y su canto fue triste como el gemido de esas aves solitarias que gustan de hacer su nido entre ruinas; cantó, y su canto tuvo para nosotros esta vez algo de ese sentimiento delicado y de esa magia incomprensible que tiene todo lo que dice relación con la patria, algo tierno como la voz de una madre, agradablemente melancólico como un recuerdo de la infancia. ¡La voz del poeta ecuatoriano dejose oír, en fin, en América, como el eco moribundo del último alarido de los míseros hijos del Sol, al hundirse para siempre en la tumba!

Colombia, la gran Colombia, y el coloso de la guerra, Bolívar, necesitaban un cantor digno de ellos, y lo tuvieron en efecto: ¡Olmedo, el Píndaro del Guayas, digno era de cantar la libertad de un mundo!

¡Honor, gloria y eterna gratitud a los vates americanos!

He concluido, señores. Soy el ínfimo de los ecuatorianos, pero a nadie cedo en amor a mi patria. Llamado   -503-   a enseñar la clase de literatura, conociendo mi insuficiencia, temí, pero al mismo tiempo me alegré de tener ocasión para prestar un servicio a los jóvenes mis compatriotas. Siempre anhelando por el bien y prosperidad de la América toda, y en especial por el de la República ecuatoriana, voy llevando también mi grano de arena para el edificio de la literatura ecuatoriana patria, en el que han trabajado y trabajan con gloria Mera, Zaldumbide, en la poesía; Cevallos, Herrera, Borrero, en la historia; Espinosa, original pero no escéptico como Fígaro, en el estudio de la sociedad; Carvajal, Montalvo... estos y otros muchos ecuatorianos ilustres, cuyos nombres no pronuncio, pero a quienes estimo de corazón, en cuyos talentos y patriotismo se funda la esperanza de la naciente literatura ecuatoriana.

He dicho193.





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ArribaAbajoLa poesía y la historia

Discurso pronunciado en el colegio seminario de Cuenca, con ocasión de los actos públicos literarios del mismo colegio el año de 1879


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Ilmo. Señor194,

Señores:

Las condiciones pacíficas de nuestra sociedad y la sencillez de nuestras costumbres suelen dar a los ejercicios literarios de la juventud estudiosa de Cuenca un cierto carácter como de regocijos públicos; así es que, cuando acudís aquí vosotros para honrar con vuestra presencia los ensayos literarios de la juventud, y los alumnos para dar razón al público de los trabajos escolares del año que termina, podemos decir que maestros y discípulos,   -506-   padres de familia y magistrados, os congregáis para celebrar a una las fiestas de la ciencia en este recinto, el cual por eso, acaso, podría merecer el glorioso título de modesto santuario de la ciencia, donde bajo la vigilante solicitud de la Iglesia rendimos culto al saber humano.

Señores, vuestra presencia en este lugar honra a los alumnos; vuestro voto de aprobación, si lo merecieren, será su recompensa y un estímulo más para que sigan adelante con nuevos bríos en la carrera de los estudios que todavía les faltan.

Mas ahora, como asunto análogo al examen de retórica y poética, en que acabamos de ocuparnos, me permitiréis que discurra brevemente acerca de las relaciones que existen entre el estudio de la poesía y el de la historia.


I

La poesía puede considerarse desde dos muy diversos puntos de vista, pues o se busca en las producciones del ingenio humano solamente la belleza literaria, prescindiendo de todas las circunstancias exteriores relativas al autor y al tiempo en que se escribieron, o, por el contrario, se toman en cuenta todas esas circunstancias para deducir de la comparación entre la índole de las obras poéticas y las circunstancias del lugar y del tiempo en que fueron compuestas el carácter moral y el grado de cultura de los pueblos o naciones a que aquéllas pertenecieron. El uno de estos estudios sin el otro es incompleto, ambos son de todo punto necesarios para adquirir de las obras poéticas una idea perfecta. Principio es reconocido por los críticos que el poeta, y en general todo escritor, para ser juzgado con acierto debe ser colocado en la posición que ocupó en su nación y época; porque, así como en la vida natural hay una atmósfera de aire   -507-   dentro de la cual respiramos, así también el ingenio en su vida intelectual respira en una como atmósfera literaria, formada por el gusto y principios literarios que dominan en su tiempo. La naturaleza y aun la existencia misma de algunas composiciones poéticas serían inexplicables sin el conocimiento de la historia de la época en que se escribieron.

Es indudable que las circunstancias que rodean al hombre modifican notablemente su ingenio, índole y costumbres. La educación que haya recibido, los hechos que hubiere presenciado o en que haya tomado parte, la condición de la sociedad en cuyo seno haya nacido, vivido y ejercido influencia, el aspecto de la naturaleza con que se haya familiarizado, la religión que profese, el sistema de gobierno que rija en su nación, todo, en fin, obra poderosamente sobre el hombre, y las producciones del ingenio, siempre que sean originales, no pueden menos de llevar impreso el sello de la época y sociedad a que pertenecía el autor. Las imágenes con que se embellece la poesía, la forma de las habitaciones y santuarios, las fiestas, regocijos y funerales, las creencias religiosas, el lenguaje y, lo que es más todavía, hasta el timbre mismo de la voz, revelan admirablemente el carácter de los pueblos y las condiciones del lugar donde hicieron por largo tiempo su mansión.

Ante las colosales fuerzas de la naturaleza, contemplando escenas grandiosas, enervado por el ardor del clima y oprimido por un terrible despotismo, el hombre, en el Oriente se anonada, pone su felicidad en la inacción, confunde el Universo con la Divinidad y a todas sus obras procura darles cierto carácter de magnitud, que tiende a la inmensidad; por esto sus adoratorios son vastos hipogeos, y la acción de sus poemas se prolonga por siglos. Bajo el cielo risueño de la Grecia, en medio de una democracia turbulenta y con una religión material que representaba a los dioses en forma humana y tan sensuales como los hombres, el genio activo de los griegos se apasionó por la belleza exterior, buscó la armonía y el orden, y por eso sus obras artísticas llegaron a adquirir en la forma aquella perfección que siempre   -508-   será admirada. Las largas y monótonas noches, el ruido imponente de los témpanos de hielo flotantes en un mar, que, chocando con las rocas de sus solitarias orillas, forma una especie de lúgubre quejido, dieron a la poesía de Ossian aquella belleza sombría y aquellos tan majestuosos acentos. El arpa siempre melancólica del Bardo de Caledonia parece velada por las brumas eternas que envuelven las montañas de su patria; al paso que el Árabe, acostumbrado a vivir en el desierto, sombreando bajo palmeras esbeltas y gozando de un clima delicioso, respira alegría, voluptuosidad y ligereza en sus cantares195.

Algunos han negado la posibilidad de un sentimiento estético común. Sin embargo, ese sentimiento existe, porque forma parte de la constitución esencial de nuestra humana naturaleza; aunque es verdad que la diferente conformación de los órganos, las primeras sensaciones recibidas por el niño, la educación y la asociación de ideas varían o modifican de diversas maneras en cada pueblo la manifestación exterior del dicho sentimiento. En la India la poesía aniquila al hombre ante la inmensidad del tiempo y del espacio, porque en la India las creencias religiosas confunden el Criador con la criatura, lo pasado con lo futuro. En Grecia la poesía fue fatalista, más rica de imágenes que de sentimientos, delicada en sus formas, pero falta de caracteres morales; pues aun el mismo Homero más bien nos presenta la pintura de pasiones que de verdaderos caracteres morales humanos. En Oriente, por el contrario, los poetas descuidan la perfección exterior de la forma, pero abundan en pensamientos grandiosos.

En Roma la poesía en el hombre sólo vio al ciudadano, porque para los romanos no había más Dios que la patria, y la religión consistía en sacrificarse por ella. Mas una vez abolida bajo el imperio la antigua libertad civil republicana, la poesía latina correcta y esmerada   -509-   en la forma, majestuosa en los conceptos, grandilocuente en la expresión, pero aduladora de los Césares y palaciega, vino a ser un trasunto de la grandeza y poder del imperio, en el cual había muchas cosas dignas de admiración, pero ninguna dignidad moral. Horacio, después de haber arrojado sus armas en la derrota de Filipos, celebraba a los pies del trono de Augusto el patriotismo inflexible de Catón, con tanta mayor libertad, cuanto menos temor podía infundir al César el envilecido Senado Romano.




II

La historia, narrando los hechos pasados para enseñanza de las generaciones venideras, sigue paso a paso al linaje humano en su viaje por la tierra al través de los tiempos y hace notar sus aciertos y errores, sus bienes y males; nos muestra el nacimiento, prosperidad, decadencia y ruina de los pueblos; nos cuenta cómo desaparecieron éstos de la faz de la tierra, dejando en herencia a las naciones que se levantaron después de ellos sus conocimientos, extravíos y virtudes. Ahora bien, si la literatura es y debe ser la expresión de la sociedad, es claro que mientras no conozcamos la naturaleza y condiciones de un pueblo, no podremos juzgar con acierto acerca del mérito de su literatura; porque ignoraremos si en verdad sus poetas y escritores pensaron, sintieron y hablaron como pensó, sintió y habló el pueblo, para cuya instrucción, moralidad y perfección deben ser emprendidas las tareas y obras del ingenio.

Así, imposible nos sería comprender cómo cantó Lucrecio el ateísmo materialista en Roma, donde se adoraba entonces una turba innumerable de dioses, si la historia no nos revelara que para los romanos de aquella época las fiestas religiosas no eran más que un medio de satisfacer placeres voluptuosos, porque la corrupción de costumbres había llegado casi a extinguir completamente   -510-   todo remordimiento. Así, también la exaltada declamación de Lucano y su predilección por Pompeyo no pueden ser explicadas sin las narraciones de Suetonio. Y el magnífico retrato que de Catón bosquejara en su Farsalia el cantor de las guerras civiles, necesita de las vigorosas pinceladas de Tácito, para que la figura del austero republicano resalte en el oscuro cuadro de la época de los Césares.

Sin el conocimiento de los odios y obstinadas guerras de los Güelfos y Gibelinos sería inexplicable el sombrío terror del Dante y la adusta majestad de su poema; así como la frivolidad de los trovadores, sin la paz, riqueza y diversiones de la corte de los Duques de Provenza. Guicciardini explica al Ariosto; y los cínicos poemas de Voltaire a nadie pueden causar sorpresa ahora, cuando César Cantú ha descrito con severa imparcialidad y honesto lenguaje las lúbricas escenas del tiempo de la regencia.

En una palabra, lo bueno, lo verdadero y lo bello serán siempre el objeto de la incesante aspiración del hombre. Mas, como el alma humana es simple, recibe a un mismo tiempo la influencia simultánea de la bondad, de la verdad y de la belleza; de donde se sigue necesariamente que nuestro lenguaje debe expresar la diversidad de esas impresiones en la unidad de la sustancia que las experimenta. Según sea, pues, la naturaleza de los objetos en cuya posesión haya colocado el hombre la satisfacción de aquellas necesidades de su alma, será también la manifestación que, por medio de la palabra, haga de sus ideas y sentimientos. Por eso la historia de los pueblos es el mejor comentario de su literatura.

La poesía escéptica de Byron sólo podía ser fruto espontáneo de la fría doctrina del anglicanismo, que viciando como vicia las enseñanzas del Evangelio, no puede menos de dejar en el alma un vacío terrible y engendrar en el corazón un funesto desabrimiento de los bienes de esta vida. La musa escéptica de Byron blasfema en medio de los goces de una civilización material; la musa cristiana de Manzoni ora entre el ruido y estrépito   -511-   que forman el ferrocarril, el telégrafo y el vapor en el suelo de la civilizada Italia.

Pueblos ha habido como el Griego entre quienes la literatura fue siempre la expresión de su estado de prosperidad o de decadencia. En efecto, apenas nace el pueblo Griego, cuando ya sobre su cuna se eleva espléndido el sol de la poesía homérica, presagiando con el fulgor de semejante aurora poética la abundancia de la luz con que había de brillar en el mediodía de su gloria. Cuando la Grecia, uniéndose en una sola voluntad, detenía en las Termópilas el ejército de Jerges, que, como turbión asolador, iba a desplomarse sobre ella, Esquilo, Sófocles y Eurípides levantaban también la poesía dramática a la altura de la heroica grandeza de su patria. Y, por fin, cuando destruida la nacionalidad griega, los poetas mendigaron la sombra de un trono extranjero, la poesía, en su edad caduca y acercándose también a su ocaso, se entretuvo con los vanos juegos de palabras y la ridícula laboriosidad de los acrósticos y anacíclicos, porque entonces se creyó que la dificultad vencida en la forma supliría la falta de belleza. ¡Cuán admirable no aparece el genio de la poesía griega en aquella su larga edad de oro, que principia con Humero y se cierra con Teócrito!... ¡Con Teócrito, cuyos hermosos idilios sorprenden en una época de decadencia, pudiendo por esto compararse muy bien con la hiedra que, naciendo entre escombros, vino a coronar con sus pálidas hojas los derruidos muros del Partenón!...

Notable es la coincidencia que ofrece la historia entre la prosperidad de los pueblos y el adelantamiento de su literatura. Prescindiendo, por ahora, de la perfección a que llegaron las letras griegas en el siglo de Pericles y la poesía latina bajo el imperio de Augusto, y del vasto desenvolvimiento de la literatura italiana en el pontificado de León X, ninguno de vosotros ignora hasta qué punto se perfeccionó la lengua misma y cuánta gloria alcanzaron los ingenios españoles en la época del reinado de Carlos V y de Felipe II. Entonces también las armas castellanas levantaron la monarquía española a   -512-   tal punto de grandeza, que ninguna otra nación ha podido conseguir hasta ahora. Ved, señores, a la nación castellana después de la derrota del Guadalete en el siglo VIII... No es más que un puñado de valientes refugiados con Pelayo en las montañas de Asturias; vedla después en el siglo XVI... ¡Ni el océano le opone lindes, ni el Sol tiene ocaso para ella!... Su poesía crece a par de la nación, desde el rudo verso del poema del Cid hasta las suaves y hermosas Églogas de Garcilaso.

Ni fue menor la perfección de la literatura francesa en tiempo de Luis XIV. La Francia llegó a ser entonces la primera entre todas las naciones civilizadas de Europa; y la que regía los destinos del mundo por las combinaciones de la política, alcanzó también el señorío de las letras por lo consumado y perfecto de su literatura. Si la espada de Condé la hizo invencible en los campos de batalla, por el genio de Bossuet no tuvo rivales en la elocuencia.

Mas, pueblos ha habido también cuyos poetas no han expresado en sus cantos ningún sentimiento propio del pueblo en medio del cual entonaban cantares. Podemos decir que la musa que les inspiró fue extranjera, y que por eso ni las glorias de la patria les merecieron un himno, ni sus desgracias un suspiro.

Hay, en fin, cierta clase de poesías que, como flores delicadas, se ajan y marchitan al tocarlas; pues, como su belleza consiste únicamente en la forma, no resisten al contacto de la crítica. Esa poesía, nutrida de pensamientos nuevos, rica en afectos generosos, magnífica en Homero, delicada en Virgilio, terrible en Dante, sublime en Milton; esa poesía, que ahora tiernamente melancólica nos conmueve en Tasso; ahora sentimental y contemplativa, nos eleva con Lamartine a las elevadas regiones de un idealismo místico; esa poesía, que brama de furor en los cantares guerreros del Iroqués, que se ríe voluptuosa en las trovas del Árabe; esa poesía, que gime y suspira en los salmos bíblicos; esa poesía siempre será bella aun vertida a otro idioma. No así esa otra   -513-   poesía tan pródiga de palabras sonoras y de epítetos brillantes, como pobre de afectos y falta de pensamientos. Por desgracia, este defecto va dañando en gran parte a la poesía americana. Mariposa inquieta e inconstante, la musa americana despliega al viento sus frágiles alas de lindos colores y visita de pasada todos los géneros de poesía, posando ahora en el fragante y purísimo cáliz de la azucena, sentándose ahora en el fango, porque, como se conoce débil, no puede emular el vuelo atrevido de las águilas del desierto. Y con esto está manifestando que nuestras sociedades políticas, sin orden ni principios fijos, fluctúan constantemente agitadas por innobles pasiones. Para que la poesía no sea, pues, un pasatiempo estéril, debe conservar vivo en el corazón de los pueblos el santo fuego del amor patrio, purificar todo sentimiento noble, maldecir toda acción vil, tributar homenaje a la virtud y honrar la memoria de los hombres grandes; la historia a su vez deberá hacernos conocer lo que fueron los pueblos, para que comparando el retrato que de ellos nos haga ésta con la índole y carácter de la poesía, conozcamos si mereció con el título de nacional.





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ArribaAbajoBelleza literaria de la Biblia

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ArribaAbajoDos palabras

La Biblia es no solamente un libro sagrado, sino un libro literariamente hermoso; contiene la palabra de Dios revelada a los mortales y es, sin disputa, el libro más bello entre todos cuantos libros se han escrito en el mundo. Ya San Jerónimo ponderaba en su tiempo el mérito de los Salmos, considerados como poemas líricos; y después del santo muchos autores gravísimos han celebrado las excelencias literarias que embellecen nuestros Libros sagrados.

Desde fines del siglo pasado ha habido escritores notables que han compuesto obras con el objeto de analizar los Libros poéticos de la Biblia. Calmet en sus eruditas Disertaciones, y Fleury en sus Discursos trataron de la poesía de los Hebreos. La-Harpe escribió para demostrar que los Salmos, como obras poéticas, merecían figurar no sólo en el mismo grado que las producciones de la antigüedad clásica, sino en un grado muy superior a ellas. Sus Reflexiones sobre el mérito poético de los   -518-   Salmos son dignas de elogio, por la sincera convicción con que están escritas.

La obra del obispo anglicano Lowth sobre la Poesía sagrada de los Hebreos, fue un verdadero acontecimiento literario, y no ha habido crítico de nota que no la haya estudiado y aplaudido. Igual éxito alcanzaron en Francia, a mediados del siglo presente, los Estudios literarios de monseñor Plantier, Obispo de Nimes, sobre los Poetas bíblicos. El docto Prelado francés trató su asunto con todo el aparato de la elocuencia, aprovechándose de las circunstancias en que pronunciaba sus lecciones; el aplauso que éstas merecieron, oídas en la Academia católica de Lyon, fue secundado por el que obtuvieron de la crítica ilustrada tan luego como vieron la luz pública por la imprenta.

Ya antes que monseñor Plantier, un distinguido escritor protestante, el célebre Herder había tratado de la poesía de los Hebreos en una obra que en Alemania fue muy aplaudida. Herder, consecuente con su sistema religioso naturalista, examinó la poesía de la Biblia desde un punto de vista equivocado; y, a su manera, hizo con los Salmos y con los cánticos bíblicos lo que los cortesanos de Baltasar hicieron en Babilonia con los vasos sagrados del templo de Jerusalén, cuando bebían en ellos el vino con que habían ofrecido libaciones a sus dioses. En la obra del crítico alemán abundan observaciones literarias atinadas, pero no escasean errores respecto a la inteligencia de las verdades dogmáticas enseñadas en la Biblia.

El famoso escritor católico De Maistre y el no menos autorizado historiador italiano César Cantú han tratado también de la poesía hebrea; el primero, como por incidencia, en sus Veladas de San Petersburgo, y el segundo de propósito en su Historia universal; ambos dicen poco, pero sus observaciones equivalen a extensos tratados, por lo juiciosas y por lo doctas. ¿Quién no conoce el ingenioso y brillante discurso del Marqués de Valdegamas sobre la Biblia? ¿Habrá alguien que no haya leído las hermosas páginas de Chateaubriand acerca del mérito   -519-   poético de la Biblia comparada con Homero?... Aunque menos conocidas, no por eso son menos apreciables las observaciones de Rollín en su Tratado de los estudios, que, sin duda, tuvo presente el autor del Genio del cristianismo.

En la misma Francia hay muchos otros libros sobre la literatura de la Biblia; citaremos ahora solamente el del abate Villaume titulado El Oriente y la Biblia, tan recomendado por el conde Montalembert.

Todas estas obras, escritas para poner de manifiesto los primores de la poesía de la Biblia, son una prueba del mérito literario indisputable de nuestros Libros santos y justifican el título que hemos dado a nuestro opúsculo.

Nuestro trabajo se reduce a unas cuantas reflexiones sencillas, presentadas a la ligera, sin pretensiones doctrinales de ningún género y con el único propósito de manifestar cuánta es la admiración que nos inspira la sagrada Biblia, y cuán profunda nuestra veneración a la palabra de Dios en ella contenida. Si alguien, leyendo nuestro escrito, se sintiere animado de una estimación mayor a nuestros Libros santos, nos felicitaremos, alegrándonos del éxito de nuestra publicación. ¿A qué ha de aspirar un escritor católico, sino al bien de sus semejantes y a la gloria divina? Tales son ahora nuestras aspiraciones, y nunca han sido otras.



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ArribaAbajoCapítulo primero.- De los libros escritos en prosa

Definición de la Biblia. División de los libros sagrados en clases, considerados literariamente. Belleza en general. Libros históricos. Excelencia literaria de estos libros. Libros doctrinales. El Nuevo Testamento. Discursos de Nuestro Señor Jesucristo. Libros proféticos.



I

La Biblia o el Libro por excelencia es un conjunto de libros, escritos, bajo la inspiración de Dios, por diversos   -522-   autores y en muy distintos tiempos; divídese en dos grandes secciones, llamadas Antiguo Testamento y Nuevo Testamento. El Antiguo Testamento contiene todos los libros divinos anteriores a la venida del Hijo de Dios al mundo; y el Nuevo, los cuatro Evangelios y los otros libros escritos por los Apóstoles y Discípulos de Jesucristo.

En el Antiguo Testamento hay libros históricos, libros doctrinales y libros poéticos.

Libros históricos son el Génesis, el Éxodo, los Números, Josué, los Jueces, Ruth, los cuatro de los Reyes, los dos del Paralipómenon, los de Esdras, el primero y el segundo de los Macabeos, y los de Ester, Judit y Tobías.

Libros poéticos son el de los Salmos y El Cantar de Cantares.

Entre los libros doctrinales pudieran incluirse el Levítico, el Deuteronomio y los llamados Sapienciales, a saber: los Proverbios, el Eclesiastés, la Sabiduría y el Eclesiástico.

En los Libros de los Profetas y en el de Job hay parte histórica, parte doctrinal y parte poética.

La división que acabamos de hacer de los libros del Antiguo Testamento no es muy rigurosa ni muy exacta, y la empleamos considerando la Biblia solamente desde un punto de vista literario.

El Nuevo Testamento contiene libros históricos y libros doctrinales: los cuatro Evangelios y los Hechos Apostólicos son libros de historia; las Epístolas de los Apóstoles y aun el mismo Apocalipsis deben ser mirados como doctrinales.

¿Hay en la Biblia belleza literaria? La Biblia es no solamente un Libro sagrado, y como sagrado superior a todo otro libro profano, sino también un libro hermoso, con una belleza literaria encantadora. Mas hay quienes no sienten esta belleza, porque tienen dañado el gusto; su teoría acerca de la belleza literaria es equivocada y,   -523-   como no conocen otra belleza que la de las formas retóricas convencionales, desechan lo que a su parecer carece de belleza. Conviene, por lo mismo, adquirir un criterio literario recto y depurar el gusto, ni se ha de confundir nunca la excelencia literaria de la forma con la belleza sustancial del fondo en las obras literarias, ya estén en prosa, ya estén en verso.

Casi toda la Biblia fue originalmente escrita en idiomas asiáticos; tradújose primero al griego y después al latín. La traducción latina no se hizo directamente de los idiomas originales sino de la versión griega, al latín del siglo primero de la Iglesia; y, aunque más tarde trabajó en corregirla San Jerónimo, muy versado en el conocimiento del hebreo y del caldeo, con todo, el santo no quiso rehacer la traducción antigua, sino mejorarla, dándole más corrección en el lenguaje latino, en cuanto fuera posible, y mayor exactitud en la expresión de las ideas contenidas en el texto sagrado original. Esta traducción es la que tenemos como auténtica; llámase Vulgata latina, y de ella afirmamos que contiene tantos primores literarios que, aun bajo ese respecto, es un libro incomparable.

Mas, ante todo ¿en qué consiste la belleza literaria? Así como para juzgar acerca de las cosas corpóreas es necesario tener sanos los sentidos y aplicarlos bien; así, para discernir la belleza literaria de los meros adornos retóricos, es indispensable haber educado esmeradamente aquel sentido espiritual con que percibimos la belleza en las obras de arte. En nuestra alma hay una cierta disposición natural para recibir impresiones suaves y placenteras con la presencia de algunos objetos; esa aptitud para ser impresionados agradablemente es lo que constituye el sentimiento de lo bello. Mas, esta disposición natural de nuestro espíritu puede ser educada y mejorada y, como si dijésemos, afinada con la reflexión, con la continua contemplación de objetos hermosos y con el estudio de las reglas mejores para la expresión de la belleza.

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Entre las reglas conviene distinguir las que se refieren a la naturaleza íntima de lo bello, de las que miran tan sólo a ciertas condiciones accidentales en la manifestación artística de la belleza. Por esto, si examináramos la Biblia según las reglas generales de la retórica y poética de las escuelas, no encontraríamos en ella belleza literaria, y nos desagradaría precisamente la ausencia de todo aparato artístico, en que consiste uno de los secretos de la hermosura literaria de la Biblia. Las reglas de la retórica y poética de las escuelas se han deducido del estudio de las obras maestras de los escritores griegos y latinos de la antigüedad clásica; y, aunque esas reglas sean exactas, con todo, se les ha dado un rigorismo contrario a la naturaleza verdadera de lo bello. Han errado, por lo mismo, aquellos críticos que en la Biblia se han empeñado en hallar y en señalar las clasificaciones literarias del sistema retórico-poético de la escuela clásica. En la Biblia no hay discursos ciceronianos ni historias a lo Tito Livio; tampoco odas horacianas, ni églogas como las de Virgilio, ni poemas épicos, ni elegías; ¿qué hay en la Biblia? En la Biblia hay belleza, y esa belleza ha sido expresada con el lenguaje más natural y más conveniente a cada asunto.




II

En los libros históricos se admira una naturalidad y una sencillez extraordinaria, nada hay en el estilo que no sea natural y muy espontáneo. Ningún artificio, ningún amaneramiento; pero, con esa candorosa sencillez del estilo, con esa amable naturalidad, se hermanan la nobleza, la dignidad y un decoro sobrenatural que, dejando desnudas las cosas más delicadas, ni ofende el pudor ni lastima la decencia. Ésta es una dote tan propia y tan exclusiva de la Biblia, que le pertenece sólo a ella y no a ningún otro libro; es como la púdica desnudez de esos grupos de ángeles, que en forma de niños tiernos   -525-   adornan el santuario en los templos católicos. En esto la Biblia es singular, es única, no tiene semejante.

Las narraciones históricas, a pesar de su sencillez, abundan en pormenores; y a veces están hechas con una prolijidad minuciosa, sorprendente; el arte clásico convencional huía, como de un escollo, de la abundancia de pormenores; exigía en la narración una etiqueta literaria muy cortesana, en la cual los encantos de la vida doméstica se proscribían como ajenos de la belleza literaria, y así jamás descendía a narrar circunstancia alguna de familia; el hogar no era bello en el sentido retórico convencional. En la Biblia esta clase de narraciones abunda, pudiéramos citar todo el Libro de Tobías y la Historia de Ruth, la moabita. ¿Qué descripción más minuciosa que la de la llegada del joven Tobías, cuando regresaba de su viaje a Rages? Ese perro, compañero fiel de camino, que marchaba delante del Arcángel Rafael y del joven viajero a la ida, y que a la vuelta se adelanta y es el primero que entra en la casa, para anunciar la llegada de su amo, ¿no es muy doméstico?... Nada falta a esta narración, dice Rollín; y la Escritura, para aumentar su naturalidad, no ha omitido ni la circunstancia del perro, que no podía ser más natural. No hay belleza sin verdad ha dicho Boileau; ¿no podríamos decir nosotros, no hay belleza donde falta la naturalidad?... La narración del viaje del adivino Balaán, en el Libro de los Números, es admirable; asistimos a las conferencias de los enviados del Rey de Moab con el falso profeta; lo vemos cómo va caminando, presenciamos el milagro de la aparición del Ángel, en la vereda estrecha, entre los viñedos, y somos testigos del estupor de la borrica, de su carrera y de aquel arrimarse a la cerca, asustada con la vista del Ángel; ¿qué narración más natural? Pero ¡cuánta belleza en esos pormenores que, con ser tantos y tan minuciosos, ninguno está por demás, ninguno es ocioso, ninguno superfluo!

Otro de los primores de la narración bíblica es carecer de todo artificio. Villemain decía, que lo supremo del arte consistía en ocultar el arte; y nosotros creemos   -526-   que esta excelencia literaria no se encuentra sino en las narraciones bíblicas. Todas han sido hechas sin pretensiones literarias; los autores sagrados han narrado con aquella misma naturalidad con que trinan y gorjean las aves; y las narraciones de la Escritura son bellas, como los cantos sabrosos y no aprendidos de los pajarillos, según la graciosa expresión de fray Luis de León.

Ninguno de los escritores sagrados debe ser comparado con los historiadores clásicos, ninguno, esa comparación sería absurda. El Templo de Salomón fue único y sin rival en el mundo; así es la Biblia, sin ejemplar y sin semejante en su majestuosa sencillez. En todas las narraciones históricas profanas, por más diestros que hayan sido los esfuerzos hechos por el historiador para ocultarse, siempre deja entrever su mano; se lo conoce, se advierte su presencia tras el velo del arte; en la Biblia no hay artificio alguno, todo es candor, sencillez, naturalidad; y, sin embargo, la persona del escritor desaparece, nos olvidamos de ella, fascinados por la misma sencillez de las narraciones. Algunas de éstas son tan animadas, tan dramáticas, que las escenas reviven ante nuestros ojos, a medida que vamos leyendo; tales son, por ejemplo, el encuentro de José con sus hermanos, en el Génesis, el nacimiento de Moisés y la manera como fue salvado por la hija de Faraón, en el Éxodo. Pero, bajo este respecto, el Evangelio, sobre todo el de San Juan, es el libro histórico más patético de la Biblia. La narración del milagro de la resurrección de Lázaro tiene una frescura inmortal; diríamos que esas páginas están humedecidas por las lágrimas adorables que vertió el Hombre-Dios en la muerte de su querido amigo Lázaro. ¿Quién puede leer esa narración sin conmoverse? Sin embargo, naturalidad más sencilla es imposible; lo sublime era familiar para la pluma de San Juan. ¿Dónde está ahí el arte? Si examináis esa narración según los preceptos retóricos, la encontraréis defectuosa, aunque en verdad sea una obra acabada y perfecta; todos los esfuerzos del arte humano habrían sido impotentes para trazar una página igual. Si bien se mira, la sola narración   -527-   del hecho es una prueba admirable de la realidad del milagro.

En el Evangelio de San Lucas, y principalmente en los Hechos de los Apóstoles, escritos por el mismo santo, hay corrección en el lenguaje y una cierta elegancia en el estilo. Se conoce que era un doctor el que escribía bajo la inspiración de Dios. ¡Qué narración tan encantadora la del nacimiento del Redentor y la de la adoración de los pastores al Niño Dios recién nacido! ¿Por qué no decirlo? Cada vez que hemos oído cantar esas narraciones del Evangelio de San Lucas, en la noche de Navidad, en medio de las augustas ceremonias de la Sagrada Liturgia, hemos sentido un encanto indefinible; ¡cada año nos han parecido nuevas, como si entonces las hubiésemos oído por la primera vez, y, oyéndolas, nuestra alma se ha regocijado con aquella santa alegría que se halla en la revelación de lo sobrenatural!... ¡Oh, Señor! ¡La Biblia es un libro bello, el más bello de los libros! ¡En sus páginas inspiradas hay uno como reflejo de la hermosura increada de su Autor!

Si en una historia debe el historiador retratar fielmente a la nación o al personaje cuya historia escribe, decidme, ¿cuál otra historia puede compararse con la Biblia? Si exigimos verdad en la historia, las narraciones históricas de la Biblia son veraces, exactas y fieles; si la historia ha de ser imparcial, ninguna obra histórica puede disputar ese mérito a la Biblia, sus narraciones históricas no son alabanzas ni vituperios, refiere lo bueno y lo malo, y cuenta las virtudes y los vicios. Un escritor profano hubiera callado la caída de David, y no habría dicho ni una palabra de la idolatría de Salomón, los dos más grandes monarcas de Israel; ¿cómo deslustrar su gloria? ¿Cómo echar sombras sobre el esplendor de reinados tan famosos? Así habría discurrido un historiador profano; pero la Biblia es inexorable, y dijo la verdad, porque sólo la verdad honra a Dios.

Hermosean mucho la historia las descripciones hechas con naturalidad y exactitud; y descripciones de esta clase no escasean en la Biblia: la del Diluvio universal   -528-   y la de la bendición de Jacob disfrazada de Esaú, en el Génesis, son bellísimas; la de la construcción del templo y su dedicación, en el Libro tercero de los Reyes; la de los convites de Asuero, en el Libro de Ester; la del martirio de San Esteban en los Hechos de los Apóstoles, no tienen rival en ninguna historia clásica. ¿Habrá una descripción más admirable de las expediciones de Alejandro Magno, que la que, en cortos pero sublimes rasgos, hace el autor del Libro primero de los Macabeos?...

¿Buscamos caracteres morales bien descritos? Pues la Biblia los tiene de mano maestra: el del patriarca José, en el Génesis, he ahí un modelo acabado. Niño en casa de Jacob, contando candorosamente sus sueños misteriosos; joven, puesto al servicio de Putifar; preso en la cárcel; Virrey de Egipto, y luego recibiendo a sus hermanos, dándose a conocer a ellos, saliendo al encuentro de su padre, siempre es el mismo, sencillo de alma, generoso de corazón.

El carácter de David, tal como nos lo describen los Libros primero y segundo de los Reyes, tiene indisputable hermosura moral: sus cualidades distintivas son el valor y la ternura. Como valeroso, como esforzado, David es siempre un héroe: en el combate, sereno, intrépido, denodado; a su espada nada resiste, todo se le rinde; pero ese corazón tan fiero, tan arrogante, es blando y tierno, sabe amar con desinterés, sabe perdonar con generosidad; si comete un crimen, luego se arrepiente y se avergüenza. ¿Qué escena más admirable que la del encuentro con Abigail, cuando esta esposa discretísima salió a calmar a David, que iba encolerizado contra Nabal?

Pero ningún carácter se halla más diestramente trazado ni es más sorprendente en la Biblia, que el de Moisés. ¡Qué figura histórica tan grandiosa la del Legislador de los Hebreos! Sabio, prudente, manso; si se aíra, es porque el pueblo ha idolatrado; pero luego se pone a contender con Dios mismo y a hacerle violencia para que no castigue al pueblo prevaricador. Poeta sublime, historiador excelso, Moisés no tiene igual ni semejante entre los mismos Profetas de Israel; ¡esos varones   -529-   prodigiosos giran en torno de Moisés, como los planetas al rededor del Sol, recibiendo del gran Legislador de su pueblo la claridad con que brilla en la historia la divina revelación!

Lo delicado, lo tierno, lo noble, lo patético en la Biblia se encuentra puro y limpio de escoria y acrisolado; la narración del sacrificio de Isaac es sublime; aquel silencio de Abrahán, cuando su hijo le pregunta por la víctima del holocausto, no puede ser más patético. He aquí la leña, he aquí el fuego, he aquí el cuchillo, dice Isaac a su padre; y la víctima, ¿dónde está?... ¡Hijo mío, Dios se la proveerá!, le contesta Abrahán. Ese hijo mío, ¿no es una expresión de mucha ternura? ¿No es patética? ¿No será sublime? ¡Qué diálogo tan sencillo entre la víctima y el sacrificador! Ese hijo, que era la víctima señalada por Dios; y ese padre, que en la montaña misma del sacrificio todavía no tenía valor para descubrir a su hijo la orden terrible de Dios... Hay una sublimidad patética en la reticencia de Abrahán y en esa lacónica respuesta dada a su hijo. ¿La víctima?... ¡Dios se la proveerá, hija mío!...

Ejemplos de la más exquisita ternura en el amor paternal nos ofrecen Jacob, lamentándose por su hijo José; y David, dando ayes y plañendo por Absalón. Jacob sale como de un sueño, según la frase de la Biblia, cuando le anuncian que vive José, el hijo, cuya muerte hacía muchos años estaba llorando; David gime por el hijo que le había hecho traición, por Absalón, el rebelde, el sanguinario.

La Biblia ha santificado la amistad celebrando la de David con Jonatás, y, sobre todo, la de Jesucristo con la dichosa familia de Betania, formada por Marta, María y Lázaro. ¿Qué afecto puro hay en el corazón humano que la Biblia no lo haya ennoblecido y santificado? ¿Os parece que la Religión condena el dolor? ¿Creéis que reprueba el pesar? ¿Teméis cometer una falta cuando lloráis por vuestros queridos difuntos? ¡Tranquilizaos!... ¡Abrid la Biblia y leed!... Jesucristo se llena de dolor por la muerte de Lázaro; Jesucristo hinche de lágrimas   -530-   sus ojos divinos y llora, viendo llorar a las dos hermanas del muerto... Et lacrymatus est Jesus!

El amor patrio, llevado hasta el heroísmo, sostenido con sacrificios innumerables, virtud es, virtud de almas nobles, de corazones bien puestos; virtud recomendada por la Biblia. ¿Qué fue la hazaña de Judith sino patriotismo? ¿Qué el sacrificio de Ester, sino patriotismo? Los dos Libros de los Macabeos no son sino la historia del amor patrio, que se afana, que se agita, que se inmola. ¿Quién puso la espada guerrera en la mano esforzada de los Macabeos sino el amor de su suelo natal, de su pueblo y de su religión?...

La familia, que es el principio y el fundamento de la sociedad política, de la civil y de la religiosa, ahí está en la Biblia, descrita, honrada y sublimada sobre toda ponderación en la Historia de Tobías, ese, no diremos relato, sino poema doméstico, idilio del hogar, santificado por dos castos amores, el conyugal y el maternal. Búcaro de siemprevivas, que ninguna intemperie marchita; hacecillo de hierbas olorosas, que con su fragancia dejan perfumada la mano del que las toca...

Ningún amor es más sagrado que el maternal. ¡Qué madres las de la Biblia! Ana, madre de Samuel; la otra Ana, madre de Tobías el joven; Agar, la esclava egipcia, la madre de Ismael. ¿Puede la literatura clásica presentar algo más hermoso? Homero fue delicado cuando describió la despedida de Héctor y de Andrómaca en la Iliada, pero Astiajes, llevado en brazos por Andrómaca, no es tan patético como Ismael, que agoniza de sed en el desierto; Andrómaca es una madre tierna, Agar es una madre cuya ternura por su hijo le quita la vida. Las mujeres de la Biblia son tipos de belleza moral incomparable: Susana, de fidelidad conyugal; Ruth, de compasión y de desinterés; y la madre de los Macabeos, de fortaleza sobrehumana. Ese amor maternal tan heroico no era ni siquiera posible en el paganismo. Sería muy digna de consideración la Biblia, si solamente nos hubiera hecho conocer las virtudes de la mujer.

  -531-  

En el Evangelio tenemos el complemento de este punto, cuya trascendencia moral es indisputable: la rehabilitación de la mujer después de caída en la deshonra. Magdalena es la heroína del arrepentimiento generoso; la mano divina del Salvador se tiende hacia ella, la toma con bondad y levanta del fango escandaloso en que yacía hundida, para sentarla a sus pies, cambiada en penitente voluntaria; allí está, embriagada de amor místico, sin acertar a separarse de los pies del Maestro celestial. Entre tanto, la fragancia del aroma misterioso, con que ha ungido la cabeza de Jesucristo, se dilata al través de los siglos, difundiendo el buen olor de sus virtudes. Una vez más, ¿se hallará en la literatura clásica una figura que pueda compararse con la penitente del Evangelio? Virgilio, el tierno poeta del amor apasionado, creó en su Dido el tipo más cabal de la mujer, que lleva en su pecho la honda llaga abierta por el desdén, por el cariño mal correspondido; la cuitada reina de Cartago encendió con sus propias manos la hoguera en que había de poner fin a su vida y remedio a su pasión. La musa latina no acertó a inventar una escena más patética ni más apasionada: ¡poetizó la desesperación! ¿Qué hizo el Evangelio? En María Magdalena presentó el modelo del arrepentimiento. ¡Ved ahí esa virtud, esa virtud, el arrepentimiento, que desconoció el paganismo y que ha inspirado Jesucristo, haciendo de la esperanza una de las principales virtudes, con que es regenerado el corazón humano!...




III

Examinados los Libros históricos, estudiemos ahora los doctrinales.

El fondo de la doctrina es divino y contiene la revelación sobrenatural hecha por Dios a los hombres. En la Biblia se encuentra la respuesta a todas las preguntas, que el hombre puede hacer respecto de las cosas,   -532-   cuyo conocimiento le es moralmente indispensable; la Biblia plantea y resuelve, con claridad y precisión, todas las cuestiones relativas a Dios, al hombre, a su fin aquí en la tierra, al alma humana, a su destino sobrenatural, a la sociedad, al linaje humano y al mundo. Lo que la filosofía no acertó a explicar, lo ha esclarecido la Biblia; lo que la filosofía ignoró, lo ha enseñado la Biblia; lo que la filosofía confesó que no podía conocer, lo ha revelado la Biblia.

El estilo de los Libros doctrinales del Antiguo Testamento es sentencioso: cada máxima se expresa en una sola cláusula; y así la serie de los pensamientos forma una cadena de oro, en que las piedras preciosas realzan el brillo y la hermosura del metal en que han sido engastadas. Unas veces emplea graciosas alegorías, otras la máxima se expresa en metáforas de clara inteligencia; ya se vale de una comparación, ya usa de la forma interrogativa, dando así amable variedad a la enseñanza moral. En algunas ocasiones, como en el Libro del Eclesiastés, toma la corriente doctrinal un giro inesperado: con grave y sombría elocuencia pondera la inútil vanidad de todas las cosas de la tierra, y manifiesta en frases de una hermosura varonil y severa cuanto desabrimiento dejan en el corazón humano los placeres mundanales. Hay páginas en que parece que Salomón quisiera enseñar el escepticismo y el desprecio de la vida; jamás labios humanos han vertido tanta amargura después de haber saboreado tantos deleites. Pero no; esa descripción de la vanidad de todas las cosas de la tierra le sirve al rey sabio para inculcar el temor de Dios y la esperanza de los bienes de ultratumba, que no fastidian nunca y que no perecen jamás. En el Libro de los Proverbios, en el de la Sabiduría y en el de el Eclesiástico el estilo sencillo y doctrinal se muda en poético, y con tanta gracia va elevándose, que en algunos pasajes llega al lirismo; contienen estos libros descripciones preciosas, hechas en breves palabras; contraposiciones dilatadas, en las que la doctrina moral se enseña recreando el ánimo con el espectáculo de la virtud puesta al lado del vicio;   -533-   y, por fin, elogios de los varones santos que florecieron en la antigüedad. Sería nunca acabar si fuéramos analizando las bellezas literarias de estos Libros.

En los Libros doctrinales del Nuevo testamento no hay para qué buscar elegancias retóricas ni adornos artísticos. En las Epístolas canónicas de San Pedro y de San Juan, en la de San Judas y en la católica de Santiago el menor, la crítica se complace en reconocer el sello del carácter moral que distingue a cada uno de los cuatro Santos Apóstoles.

En San Pedro hay tal abundancia de ideas, y los conceptos se acumulan tan precipitadamente en la cabeza del Apóstol, que su estilo corre henchido de sentencias y cargado de cláusulas largas; es el fervor, es el ímpetu de una alma vehemente, apasionada, que a pesar de los años se conserva ardorosa, sin marchitarse por el hielo de la vejez.

San Juan es sencillo; su estilo, llano y familiar, se conserva sin dificultad ninguna en la versión de la Vulgata; el traductor no se ha fatigado, como cuando trasladaba las Epístolas de San Pedro. El Discípulo amado reclina suavemente su cabeza sobre el pecho de Jesucristo; el jefe el colegio apostólico se lanza a las olas, para ir precipitadamente al encuentro del Maestro Divino.

Sencillo como San Juan y claro, sin misterios sagrados de ciencia recóndita, Santiago podemos decir que es el príncipe de la ascética cristiana.

San Judas acumula imágenes y metáforas para inculcar una sola máxima moral. La historia contiene muy pocas noticias acerca de la persona y de la vida de este Santo Apóstol; su Epístola da a conocer que observaba con profunda atención los fenómenos naturales, bajo de cuyo velo solía contemplar la acción sobrenatural de la Providencia. Los disidentes son para San Judas: nubes sin agua; árboles otoñales, muertos dos veces, sin hojas ni frutos; olas espumosas de la mar; estrellas errantes...

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Mas ¿cómo caracterizar el estilo de San Pablo? ¿Cómo explicar lo que es superior a toda explicación? Ese piélago profundo de doctrina divina, ese mar sin orillas de ciencia sagrada, ese océano inagotable de sabiduría celestial, no puede ser contemplado tranquilamente; su grandeza inspira terror, su majestad impone respeto, y no acierta la mente a abarcar de una mirada lo que es inmenso. Buscamos en la misma Escritura algo con que comparar al Doctor de las naciones y no encontramos sino el Diluvio universal. Ved cómo llueve sin cesar, cómo se abren las cataratas del cielo, cómo se rompen las fuentes del grande abismo. ¡Qué afluencia de palabras! ¡Qué abundancia de pensamientos! ¡Y en tanta copia de palabras, nada es ocioso, nada redundante, nada superfluo! ¿Para qué allí la estrechez de la retórica? ¿A qué fin las ligaduras de la gramática? La ola de la elocuencia sube, empujada por la ola del pensamiento y en los tumbos de aquel océano de sabiduría, ya se encumbra nuestra mente a los cielos, ya se hunde en misteriosos abismos. Tanta grandeza se convierte de repente en ternura maternal, y el corazón de Saulo yace desfallecido. ¿Quién lo ha postrado? ¿Quién, sino la caridad del Señor Jesús? ¿Habrá página más tierna que la que San Pablo escribió a Filemón?... Esa Epístola fue la proclamación solemne del dogma de la fraternidad humana: delante de Dios no había ya amos y esclavos, todos los hombres eran hermanos, bajo la paternidad del padre, que está en los cielos.

En los Evangelios hay no solamente una parte histórica sino también una parte doctrinal, en la que se contienen los discursos de Nuestro Señor Jesucristo; pero ¿a esa parte será dado tocar con la mano profana de la crítica?... El racionalismo impío de nuestros tiempos ha osado manosear la inmaculada belleza de los discursos evangélicos; y, pretendiendo analizar la palabra inefable del Verbo Eterno hecho hombre, ha blasfemado. Por esto, nuestra crítica se acercará ahora al Maestro Divino con la profunda adoración de la mujer piadosa que le enjugó compasiva el rostro sagrado en la pendiente del Calvario; ¡la blasfemia ha pretendido ensuciar ese   -535-   rostro adorable, pero su inmunda saliva ha servido para hacer más brillante el fulgor de su hermosura sobrehumana!

Nótase en los discursos de Nuestro Señor Jesucristo una sencillez clarísima; son, si se nos permite la expresión, diáfanos, transparentes, cristalinos; mas en esa claridad, en esa limpidez hay una asombrosa profundidad. Río caudaloso, cuya corriente tranquila forma plácidos remansos; agua purísima, en cuyo fondo la vista distingue claramente hasta los granos de menuda arena. Empero ¿quién podrá sondear su profundidad? Las palabras de Jesucristo son clarísimas, su estilo es no sólo eminentemente nacional, sino popular; todo es natural, obvio; es un judío de la época de la dominación romana, no ha salido de su nación ni tiene nada que no sea nacional. Sus parábolas son como una descripción de las costumbres de su pueblo; las oyen las turbas y, al instante, las comprenden; cuando quiere poner de manifiesto una gran verdad, se sirve de una comparación para hacerla sensible; y las flores del campo, los pajarillos que se venden en el mercado, las viñas y los sembrados son los objetos que emplea, y, señalándoselos como con el dedo a sus oyentes, deposita en sus almas groseras la sencilla fecunda de su doctrina santificadora. Su comparación predilecta es la del pastor, que cuida con solicitud de su rebaño; insiste en este símil admirable, lo desmenuza, se lo aplica a sí mismo y quiere ser reconocido como el Buen Pastor... ¡Oh, Buen Pastor! ¡Oh, Maestro Divino! ¿Quién hay que sea comparable con Vos?... ¡Sabiduría infinita, Verbo humanado, tenéis palabras de vida eterna; de vuestros labios adorables está fluyendo sin cesar un raudal inagotable de ciencia y de doctrina divina! ¿Quién será comparable con Vos?

La crítica literaria aplicada al Santo Evangelio principia por analizar las palabras de Jesucristo, y no puede menos de continuar admirando, para concluir orando; la crítica se trueca en oración y el análisis en himno de alabanza. Es el grito de admiración y de bendición que los sermones del Nazareno portentoso arrancaron a las   -536-   turbas que tuvieron la dicha de oír sus palabras durante los días de su vida mortal. ¡Ah! ¡Nadie ha hablado como Jesús de Nazaret! ¡Feliz el seno en que fue concebido! ¡Dichosos los pechos que lo amamantaron!...

Una florecilla, los lirios del campo, le bastan al Maestro por excelencia para inspirar a los hombres confianza filial en la providencia de Dios: las flores ni hilan ni trabajan, y sin embargo, ni Salomón con toda su riqueza, estuvo vestido tan galanamente como los lirios del campo. En el Evangelio no hay primores retóricos ni esplendores poéticos, y, con todo eso, su sencillez casi infantil deja avergonzados a los mayores triunfos de la palabra humana.




IV

Los escritos de los Profetas ocupan un término medio entre los Libros doctrinales y los rigurosamente poéticos; tienen mucho de los doctrinales y mucho también de los poéticos. Su estilo es de ordinario figurado y su lenguaje vehemente, pero cada Profeta lleva un sello especial que lo caracteriza y le da una fisonomía literaria propia, mediante la cual se distingue de los demás.

Todos empleaban comparaciones, alegorías y figuras tomadas de la naturaleza que los rodeaba y del género de vida en que estaban ocupados. Así, mientras en Isaías se reconoce al descendiente de regia estirpe que se había familiarizado con los grandes, por ser uno de ellos, en Amós se descubre al israelita humilde, al pastor acostumbrado a las faenas del campo.

En Daniel predomina el estilo histórico, es el Profeta de las setenta semanas. Ezequiel tiene una grandeza tosca y una sublimidad desigual. Isaías pudiera compararse con una estatua de oro acrisolado, trabajada con toda la perfección de las reglas del arte; al paso que   -537-   Ezequiel es como una figura gigantesca de la cual hay que alejarse, para poder percibir sus contornos y admirar sus facciones.

La docta cultura de Jeremías revela al Profeta de familia sacerdotal; no hay en este Profeta esos arranques de un lirismo sublime que sorprenden y arrebatan en Isaías; tampoco tiene esas pinceladas bruscas, pero magníficas de Ezequiel; su numen profético brilla tranquilo, como la llama del candelero de oro delante del Arca de la alianza, disipando las augustas sombras del santuario.

Considerados desde un punto de vista puramente literario, Isaías entre los cuatro profetas mayores, y Nahún entre los doce menores, no tienen rival en ninguna lengua; pues, en sus vaticinios, se halla la oda con toda la rapidez de movimiento y con todo el más patético bello desorden de que es capaz la poesía lírica, en sus arranques de mayor entusiasmo. Nahún anuncia la ruina de Nínive de una manera tan viva, como si el Profeta estuviera viendo el asalto de la ciudad, y fuera haciendo, a gritos, la descripción de la catástrofe, conforme se iba verificando.

En los otros profetas predomina la vehemencia en el estilo, la riqueza de imágenes y el lenguaje lleno de términos enérgicos, de frases vigorosas, de cláusulas cortas y de sentencias terribles. En la larga noche de los siglos, cuando las tinieblas de la idolatría tenían a todas las naciones sepultadas en oscuridad y sombras de muerte, la voz de los profetas fue como el grito de alerta que los centinelas vigilantes dan desde los muros de una ciudad sitiada; sucediéndose unos a otros mantuvieron en el pueblo de Dios despierta la esperanza de la redención, prometida al linaje humano. Ese grito profético calló cuando comenzaba a clarear el horizonte con los albores sobrenaturales que anunciaban la próxima salida del Sol de Justicia, que había de alumbrar a las naciones gentiles y dar gloria al pueblo de Israel. Lumen ad revelationem gentium et gloriam plebis tuae Israel.





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ArribaAbajoCapítulo segundo.- De los libros poéticos

Consideraciones generales. De las obras poéticas en general. Obras poéticas de la Biblia. El Libro de Job. Los Trenos de Jeremías. El Cantar de Cantares. Los Salmos. Los Cánticos. El Magníficat.



I

Estudiemos ahora los Libros de la Biblia que deben ser considerados como rigurosamente poéticos.

¿Cuáles son los Libros, que en la Biblia merecen ser tenidos como poéticos? Esos Libros son los Salmos, el   -540-   Cántico de Cánticos, las Lamentaciones de Jeremías y la principal parte del Libro de Job. En los libros históricos hay también algunos cánticos, que son verdaderas obras poéticas.

¿A cuál de los tres géneros, en que se distribuyen las obras poéticas, pertenecen las poesías de la Biblia? Esos tres géneros son el lírico, el épico y el dramático; las poesías de la Biblia no pueden clasificarse ni entre las épicas, ni entre las dramáticas, y deben ser reconocidas solamente como líricas. El género directo u objetivo es, pues, el único que se encuentra en la Biblia.

El Libro de Job ha sido reputado como épico por algunos críticos, y como dramático por otros; pero no merece ni la una ni la otra de esas calificaciones, en el sentido clásico o convencional que se suele dar ordinariamente a esas palabras. Asimismo el Libro titulado Cantar de Cantares ha sido puesto entre las poesías dramáticas; sin embargo, no se ha de creer que sea un verdadero drama a la manera de los griegos o latinos, ni menos en el sentido que los románticos dan a esa expresión. Si el libro de Job y el Cantar de Cantares no son ni épicos ni dramáticos ni odas rigurosamente tales, ¿qué son? ¿Cómo deben calificarse? Son poesías, deben ser clasificados como poemas.

¿Qué es poesía? ¿En qué consiste la poesía? ¿Tiene la poesía un estilo que sea propio de ella y exclusivamente suyo? ¿Hay verdadera poesía en la Biblia? Ved ahí las principales cuestiones acerca de las cuales debemos decir unas pocas palabras, porque tratarlas a fondo no es nuestro propósito.

¿Qué es ser poeta? ¿Quién lo es realmente? ¿Qué es poesía? ¿En qué consiste la poesía? La poesía, considerada subjetivamente, es un estado del ánimo, distinto de aquel en que se mantiene en el curso ordinario y cuotidiano de la vida; en éste, las facultades del alma se hallan tranquilas; en aquél, se encuentran en movimiento, excitadas, más o menos fuertemente, por la presencia real o espiritual de un objeto, que en sí mismo y por su   -541-   propia naturaleza haya dejado de ser común y ordinario. La imaginación, la memoria, la inteligencia y la sensibilidad interna toman, pues, parte en la poesía.

La imaginación, para representar imágenes de objetos mejores que los que se perciben por los sentidos; la memoria, para recordar lo pasado y para revestirlo de formas muy más hermosas que las que tuvo en realidad; la inteligencia, para percibir, atender, discurrir, reflexionar y coordinar unas ideas con otras; la sensibilidad interna, como potencia ciega, se mueve a impulso de la inteligencia, de la memoria y de la imaginación, y movida así por esas otras facultades se enciende en afectos, y entonces el ánimo sale del estado natural y sufre el fuego de las pasiones, arde y se inflama. Ningún afecto es ya tranquilo; todos son fuertes, vehementes o siquiera intensos y profundos.

La acción de las facultades del alma no es igual; antes, según la predisposición natural de cada individuo, así predomina también una de las facultades. En algunos, la imaginación; en otros, la sensibilidad interna. Este modo de ser no es permanente y pasa más o menos pronto.

El poeta, alumbrado por una iluminación interior, ve, pues, algo que, en el estado natural del ánimo, no le es dado contemplar; se le abren los ojos del espíritu y goza de una visión en la cual todas las cosas aparecen mejores, porque las baña una luz hermosa y han tomado los tintes de ella. Hay un estremecimiento momentáneo del espíritu; sus facultades se han sublimado y gozan de objetos superiores a la realidad de todo cuanto le rodea. Ésta es la poesía subjetiva o el lirismo, considerado en el poeta.

La manifestación de lo que imaginare, recordare, pensare y sintiere el alma en ese estado, hecha por medio de la palabra articulada, es lo que constituye la poesía lírica.

Para dar mayor hermosura a esta expresión, para separarla más y más de la manera de hablar ordinaria,   -542-   y, en fin, para que la impresión producida en el ánimo sea más profunda y duradera, se ha inventado el metro y el verso, que es la distribución armónica y artificiosa de las palabras, para causar un deleite nuevo en el oído y en la imaginación. Pero la versificación no es esencial a la poesía. ¿Desdeñaremos, por esto, el metro? No, porque eso sería despojar a la poesía de la forma exterior, que contribuye a realzar más su hermosura. La poesía sin el verso es poesía, es hermosa; pero la poesía con el verso es mucho más hermosa; quitarle a la poesía la versificación sería disminuir su hermosura.

La versificación viene a ser, a su modo, como los colores para la pintura. El lápiz traza líneas y rasgos, acumula sombras y deja claros; pero la paleta con los colores y el pincel, dan vida al lienzo y hacen que en cierta manera la naturaleza palpite en los cuadros. Mas ¿todo lienzo en que haya figuras y colores será pintura? ¿Será cuadro? No, es indispensable que haya belleza. Sin la belleza no sería nada.

Del mismo modo en la poesía, sin belleza no habría nada: versificación, metro, ritmo, gramática, lenguaje, sin belleza, no son poesía ni merecen ser llamados poesías. ¡Lo bello! ¡He ahí el secreto de la poesía!... Pero ¿dónde está lo bello? ¿Qué es belleza? ¿Qué es lo bello, ha dicho San Agustín, sino el resplandor de lo verdadero? Pulchrum splendor veri. Si esto es así, nosotros nos atrevemos a decir que la belleza no es otra cosa sino el reflejo de la incomparable hermosura de Dios sobre lo criado. ¿Quién es Dios, sino la hermosura increada? ¿Quién es Dios, sino la belleza eterna, la belleza infinita? En todas las cosas hay siempre una participación de los atributos divinos, y, por esto, en todo puede encontrarse un aspecto bajo el cual las cosas sean mejores de lo que aparecen, porque se las contempla bañadas por aquella lumbre divina, que las hace más y más hermosas, en cuanto revelan algo más de los atributos divinos. ¿Qué es ser poeta? Ser poeta es, por esto, ver con los ojos del alma la hermosura de Dios en las cosas criadas, y, viéndola, llenarse de regocijo, salir fuera de sí y ser feliz un instante. ¡Eso es poesía, eso es ser poeta!

  -543-  

Por esto, poesía hay en todas las cosas; poesía hay en cuanto nos rodea. El Universo es poético sobre toda ponderación; los astros, la luz, el ruido, el silencio, la calma, el movimiento, todo es poético en la vasta e inmensa creación. La tierra, este planeta donde habitamos, ¡cuán poético es! No hay escena alguna de la naturaleza en el cielo, en la tierra y en el mar que no tenga poesía; no hay objeto alguno que no sea bello, bajo algún respecto. El granillo de arena con que juega el viento, la hoja seca que cae de los árboles, el insecto que murmulla en la hierba, por despreciables que a primera vista parezcan, son siempre bellos; sólo una alma bronca podrá contemplarlos insensiblemente.

Bello es el hombre, considerado como obra de Dios, bella la virtud, bellas las buenas acciones. Belleza hay en la sociedad, y belleza abundante poseen los acontecimientos pasados. De aquí es que hay poesía en el fondo íntimo del corazón humano, en las empresas heroicas, en las acciones virtuosas y en el recuerdo de los tiempos que fueron. Sobre todo, hay poesía en Dios y en nuestras relaciones con nuestro Criador; ésta es la belleza de lo sobrenatural, la poesía de la religión.

Según esto, es claro que la poesía subjetiva no puede menos de tener muchas maneras de manifestación, lo cual ha dado lugar a que los poemas líricos sean distribuidos en cierto número de clases. ¿A cuál de esas clases pertenecerán las poesías de la Biblia? Todas las obras poéticas de la Biblia deben ser consideradas como líricas, no solamente sagradas, sino divinas. Decimos divinas en atención al significado religioso que, como obras inspiradas por Dios, tienen según las reglas de la interpretación o hermenéutica católica. Dios, sus divinos atributos, sus adorables misterios, las obras de su misericordia para con el género humano y principalmente para con la descendencia de Abrahán, las ceremonias del culto mosaico y los recuerdos históricos son el asunto de los poemas de la Biblia. Pero como el pueblo mismo de Israel era profético, y como todos los sucesos de su historia y hasta las más ligeras ceremonias de su culto, eran   -544-   un símbolo que prefiguraba el orden divino de la Encarnación, anunciada y prometida por Dios al mundo; sus poemas deben ser llamados no sólo sagrados, sino divinos. Esas poesías tenían un significado profético en orden a la redención del linaje humano por Jesucristo.

Si con cuidado no se tiene presente este significado, es imposible gustar de toda la belleza y de toda la sublimidad de las poesías de la Biblia; conociendo lo que ellas anunciaban y descorrido el velo profético del símbolo, se presenta la belleza con una luz admirable. Principiaremos a estudiarlas así, con este criterio literario.




II

El Libro de Job no es una simple alegoría, sino una historia verdadera. Llamémosle poema y analicémoslo. Su asunto es una lección moral sobre la economía con que la Providencia divina distribuye los bienes y los males temporales en este mundo; los males de esta vida presente no son siempre castigos del pecado, son también prueba de la virtud. He ahí el asunto del poema.

Ocho personajes desempeñan la acción, que es muy sencilla, sin enredos, sin nudo, sin tramas: estos personajes son Job, su esposa, sus tres amigos, un joven, Satanás y el mismo Dios. Principia el poema con la descripción del estado de prosperidad en que vivía Job; enumera sus inmensas riquezas y refiere la felicidad doméstica de que disfrutaba, en medio de su familia y de sus hijos. Job era un príncipe idumeo, temeroso de Dios y consagrado de corazón a la práctica de la virtud.

La virtud de Job es alabada por Dios mismo, quien le reprocha con ella a Satanás; arguyendo con Dios, el demonio sostiene que la virtud de Job es interesada, y que, si Job perdiera las riquezas que posee, blasfemaría de Dios. De aquí viene la prueba de Job: Dios le da permiso al diablo para que destruya todos los bienes de   -545-   Job, sin perdonar ni a sus mismos hijos. Vuela Satanás, y, en un momento, trastorna la fortuna de Job, arruina sus riquezas y sepulta a sus hijos bajo los escombros de la casa del primogénito de ellos; el Patriarca no pierde la paciencia, permanece inalterable.

Dios da en rostro a Satanás con la paciencia de Job. Satanás pide permiso para hacerle daño en su persona; Dios se lo da. Satanás toca a Job, y Job se siente cubierto de lepra desde los pies a la cabeza. Huye lejos de los hombres, va a pasar sus días en un muladar y allí, sentado sobre el polvo, rae con una teja la podredumbre de su cuerpo, cuya carne, convertida en gusanos, se le va cayendo poco a poco. En tan triste situación todavía le acomete Satanás, le hace la guerra y no le deja ni un momento de reposo; le conturba con visiones nocturnas y con fantasmas tenebrosos, y, cuando estaba ya cansado, rendido, cubierto de llagas y víctima de dolores, le embiste para derribarle de la paciencia en que el Patriarca se mantenía inquebrantable. ¿Qué arbitrios emplea el enemigo? ¿De qué medios se vale? ¿Qué máquinas pone en movimiento? La lucha está empeñada: Satanás, encarnizado; Job, sentado en el muladar bendice tranquilo la justicia y la bondad de Dios.

Su mujer se aíra con el espectáculo de tanta paciencia e insulta a Job; tres amigos de éste vienen para consolarlo, y en vez de hablarle palabras de consuelo, hincan en el alma del Profeta los dardos de su acerada elocuencia, reprendiéndolo como a criminal y orgulloso; Job se defiende, hace protestas respecto de su inocencia; sus amigos se escandalizan, crece la vehemencia de su argumentación, la disputa se aviva; Job, acribillado a sofismas, insiste en que es inocente; toma la palabra un joven y, esforzando los argumentos de los tres amigos de Job, reprende a éste duramente y le intima que confiese su pecado y reconozca que cuantos males han caído sobre él son un justo castigo de su vida secretamente culpable. Constreñido Job, invoca a Dios y pone al mismo Criador por testigo de su inocencia; aparece el Señor y, tomando parte en la disputa, vuelve por la honra de   -546-   su siervo y pone de manifiesto que los males de esta vida no son siempre castigo del pecado, sino a veces también prueba de consumada santidad. Tal es, en resumen, el argumento de este sagrado Libro.

Es la apología más elocuente que se haya hecho jamás de la Providencia divina, es un conjunto de cánticos fervorosos a la Justicia del Eterno, alabanzas admirables a la sabiduría del Criador, himnos a su gloria y a su omnipotencia. La miseria de la condición humana, la flaqueza, la nada del hombre están ponderadas con elocuencia arrebatadora; comparaciones patéticas, quejas doloridas, gritos desgarradores expresan en este Libro la angustia de Job, que, conociéndose inocente, se oye calificar de criminal y se ve reprendido no sólo por sus amigos, sino hasta por la locuacidad de un joven advenedizo. Si hemos de continuar apellidando poema a la historia de Job, debemos decir que es un poema teológico, en el cual se nos han enseñado verdades morales importantísimas.

El estilo no puede ser más elevado ni más grandioso: nutrido de imágenes hermosísimas y rico en descripciones de un primor y de una gracia sin igual; delicadas ironías, interrogaciones punzantes, apóstrofes sorprendentes, frases figuradas de una originalidad inimitable son algunas de las bellezas de estilo que abundan en este Libro de Job, uno de los más hermosos de la Biblia.

La escena pasa toda en el desierto; y, en el estilo y en el lenguaje, aparece el desierto con su inmensa extensión, sus arenales desolados, su sol abrasador, sus huracanes inflamados; los ayes del Profeta dolorido resuenan como los rugidos secos y prolongados del león que retumban y sobresaltan en la soledad. ¿Dónde, en qué lengua, en cuál literatura se podrá encontrar un trozo más elocuente, ni más bello, que el que tiene este Libro, cuando describe las obras de Dios? ¿En qué poema se hallará una pintura del caballo mejor que la del Libro de Job?... Libro más hermoso no es posible encontrar en literatura alguna; abre uno el libro, comienza a leer, y lo sublime sucede a lo sublime, sorprendiendo y fatigando   -547-   el ánimo; quisiera uno descansar, pero la narración lo arrastra y lo empuja, como si el viento del desierto soplando con ímpetu a la espalda, lo arrebatara en sus caldeados torbellinos; acaba el poema y el espíritu, desfallecido, cae, buscando descanso, y como esquivando la grandeza de Dios, que lo abruma.

Los Trenos o lamentaciones de Jeremías tienen una belleza de otro género. Este poema es una elegía patriótica, en la cual el Profeta describe los estragos causados en el pueblo de Dios por la invasión de Nabucodonosor, Rey de Babilonia, y llora la destrucción de Jerusalén, el incendio del templo y el cautiverio de los judíos. Unas veces es el mismo Profeta el que habla; otras habla Jerusalén, a la cual la personifica Jeremías, para poner en boca de ella la enumeración de todas sus calamidades.

El estilo, aunque vivo y apasionado, con todo guarda mesura, y, sin levantarse al tono lírico, es rico en imágenes y expresiones figuradas, enérgicas y descriptivas. El poema camina como a compás, distribuido artísticamente en estrofas cortas, cada una de las cuales comienza por una palabra, cuya primera letra es una de las del abecedario o alfabeto hebraico; de modo que unas siguen a otras, por su orden respectivo. La Vulgata ha conservado las letras hebreas al frente del texto latino.

Si hubiéramos de calificar este poema con alguna clasificación retórica, diríamos que es una elegía histórica, en la cual se hace la narración del sitio y destrucción de Jerusalén, y se describe el estado de ruina y de desolación de la ciudad santa y de la comarca de Palestina, a consecuencia del cautiverio de los judíos. Todas las circunstancias históricas son exactas, no hay ni un solo pormenor que no sea verdadero; sin embargo existe una enorme diferencia entre el estilo histórico y el estilo de este poema; la sencillez está trocada en elegancia, y la narración en una prosopopeya o personificación de las más elevadas. «Los caminos de Sión lloran, porque no hay quien venga a las solemnidades religiosas... Sión   -548-   extiende sus brazos en busca de socorro, pero no hay quien se apiade de ella». ¿Habrá cosa más patética que esos sacerdotes, huyendo por las calles de Jerusalén con sus túnicas levantadas, para no mancharse con la sangre de los muertos, de que estaba encharcada la ciudad?

Entre las obras de Salomón se cuenta una composición poética, llamada por excelencia el Cántico de Cánticos o el Cantar de Cantares, como quien dice el mejor entre todos los cánticos o poemas sagrados. Es una composición dramática pastoril, una égloga dialogada, en diversas escenas, sin nudo ni enlace alguno. Los personajes son el esposo, la esposa, los compañeros de ambos y ciertos otros individuos, que permanecen en silencio, como espectadores mudos del epitalamio del pastor con la pastora de Judá. Ese pastor era el mismo Salomón, y esa pastora la hija del monarca del Egipto, con la cual se desposó Salomón. El poema tiene una profundísima significación mística, y simboliza la unión o desposorio del Verbo Eterno con la naturaleza humana, mediante la Encarnación.

El estilo es bello sobre toda ponderación, y una de las prendas de belleza es la naturalidad, que en las expresiones y en las comparaciones no deja nada que desear. Todo es campestre, todo pastoril: flores del campo, frutos sazonados, viñas florecidas, manadas de ovejas, aromas, prados, cañadas, cervatillas, tales son los objetos con que se manifiestan familiarizados los personajes del poema. Es el canto del amor puro, que no conoce más que una sola nota, la nota del placer con la presencia del amado; el amor abrasa en sus castos incendios al esposo y a la esposa mística, y, a pesar de su fuego, deja inmaculada la misteriosa virginidad de entrambos. El lenguaje de la pasión ya no puede ser más vehemente ni más arrebatado; y, sin embargo, hay tal pureza en el poema, que nada empaña la tersa limpidez de las palabras. ¡Qué hermosura en las comparaciones! ¡Cuánta gracia en la expresión! De la égloga sagrada pudiera decirse que despide fragancia, como un prado de azucenas, cuando el suave viento de la tarde menea blandamente los cálices nacarados de las flores. O mejor, su   -549-   fragancia es el olor aromatizado y fortificante que desde lejos se difunde de las viñas famosas de Engadí.

En el Cantar de Cantares se admiran, unidos con arte soberano, el lenguaje hermoso, escogido, exquisito, con la gracia y la magnificencia risueña y encantadora del estilo. ¡Qué competencia tan delicada en los elogios con que el esposo y la esposa se están ahí requebrando mutuamente!... Lo más hermoso de la naturaleza les ofrece puntos de comparación para sus recíprocos elogios. Teócrito, el príncipe de la poesía pastoril, es sencillo, y su belleza tiene algo de rústico y menos pulido; Virgilio es delicado, tierno y pinta con primor las escenas campestres; pero cuando Salomón acerca a sus labios augustos la zampoña pastoril la hace resonar con tanta gracia, con tanta suavidad, con tan melodiosa ternura, que toda otra música es desacorde y descompasada en comparación de la suya. En la Biblia no hay un poema tan bello como el Cantar de Cantares. Cantica Canticorum.




III

Los Salmos son otra de las obras poéticas de la Biblia. ¿Cómo los calificaremos? Debemos clasificarlos en el género lírico, considerándolos como odas sagradas, como himnos religiosos y como cánticos inspirados. El autor de la mayor parte de los Salmos fue David; otros fueron compuestos por diversos autores.

Aunque, como hemos dicho, todos los salmos pertenecen al género lírico sagrado, sin embargo, podemos distribuirlos todavía en distintos grupos o secciones: en unos la alabanza del Criador es directa, y el salmista ensalza los atributos divinos de una manera doctrinal; en otros canta las glorias divinas, contemplando las maravillas de la creación; muchos tienen por objeto las misericordias obradas por Dios en beneficio personal de David; un gran número de ellos son históricos, pues celebran   -550-   los portentos que el Señor hizo en favor de su pueblo; unos cuantos son deprecatorios, porque en ellos el salmista implora de Dios el perdón de sus pecados, y, por eso, son llamados los salmos de la penitencia. Tales son las distinciones que conviene hacer en los ciento y cincuenta salmos que se hallan en la Biblia.

Predomina en estas odas divinas el elemento de la voluntad, por los variados afectos de que se manifiesta dominado el salmista. ¡Qué lenguaje el que el hombre supo hablar en los salmos! La admiración por la grandeza de Dios, el respeto profundo, la reverencia humilde, la adoración rendida, la sumisión absoluta, el aniquilamiento ante la Majestad infinita. ¿Qué más? La confianza filial, el reconocimiento sincero, la esperanza inquebrantable y la gratitud profunda están en los salmos hablando de una manera viva y patética. Muchos de estos divinos poemas son obscuros, y es moralmente imposible comprender ahora el verdadero sentido literal de ellos; mas esto no debe sorprendernos, porque es necesario reflexionar que los salmos son composiciones poéticas cuyo asunto era muchas veces un hecho privado, o un suceso público acerca del cual ni la misma Escritura Santa ni las crónicas de los judíos dicen una sola palabra; ignorando completamente el suceso, objeto del poema, y todas sus circunstancias, ¿cómo podremos entender las alusiones y los términos figurados de la composición? Este punto es tanto más digno de atención, cuanto el estilo de los salmos es eminentemente lírico y apasionado.

En efecto, el estilo de los salmos es elevado, abunda en apóstrofes, y en personificaciones tan atrevidas que la poesía meridional europea más patética no las tiene semejantes; en los salmos, los ríos aplauden, dando palmadas; los ríos palmotean; el sepulcro grita; los montes saltan de contento. Las transiciones son tan rápidas que de un versículo a otro pasa el salmista de un objeto a otro tan distinto que, a primera vista, no tiene relación ninguna con el anterior. Callar las ideas intermedias es muy frecuente; expresa tan sólo aquello que era más importante, y prescinde de todo lo demás.

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Hay algunos salmos dramáticos o dialogados; habla en ellos el salmista y hablan también otras personas. En el salmo segundo, por ejemplo hay varias personas: principia el poeta, con una interrogación; claman luego los pueblos y los reyes, conjurados contra el Mesías; les dirige la palabra el poeta; habla el mismo Mesías y concluye hablando otra vez el mismo poeta.

De todas cuantas composiciones poéticas contiene la Biblia ninguna posee un carácter más humano que los salmos; los efectos que los salmos expresan no son individuales, ni siquiera nacionales; son los afectos que dominan el corazón del hombre, en virtud de las condiciones esenciales de su íntima naturaleza. Los salmos son poemas religiosos, compuestos para cantarse en las funciones del culto público de la nación judaica; son poemas locales y eminentemente nacionales; sin embargo, son universales, son humanos, y no hay afecto alguno de nuestro corazón, ni situación alguna moral en la vida, que no encuentre en los salmos la expresión más natural, más propia y más adecuada: la tristeza, gemidos; la angustia, ayes y suspiros; el temor, gritos vehementes; la alegría, voces placenteras; la esperanza, palabras de aliento; y la gratitud, cantos de júbilo; con tanta propiedad, como si en cada ocasión, en cada circunstancia de la vida, el triste, el afligido, el alegre, el temeroso, el lleno de esperanza y el agradecido hubiesen inventado ellos mismos esas expresiones y modos de decir, para desahogar su corazón. Pero esto es poco: los salmos han dado al hombre un lenguaje que el hombre necesitaba, y que el hombre no podía hablar jamás, el lenguaje de la contrición y del arrepentimiento. El hombre, por el pecado, se constituye en enemigo de Dios, en culpado, en reo, que merece penas y penas eternas; la contrición lo regenera, lo vuelve a la amistad de su Criador; pero era necesario hablar al Todopoderoso, para implorar de su misericordia el perdón, para solicitar de su misericordia la vida. Mas ¿cómo podía el hombre criminal hablar a Dios, irritado contra él? ¿Cuál era el lenguaje con que debía dirigirse a Dios, en esas circunstancias?   -552-   ¿Cómo podía expresar su arrepentimiento, de modo que fuera aceptable a Dios? ¿Cómo? ¡Ofender a Dios, y no acertar con el lenguaje del arrepentimiento!... ¡Abrid los salmos y aprended el lenguaje de la contrición y el modo de hablar con el Juez Eterno, para desenojarle!... ¡Nunca la humildad podrá inventar palabras de mayor abatimiento, nunca la vergüenza estará más confundida, nunca la confesión de la culpa se verá más sonrojada!... ¡Qué ayes más doloridos! ¡Qué suspiros más hondos! ¡Qué alaridos más desgarradores! ¿Habrá comparaciones más vivas? ¿Dónde expresiones más patéticas!... Dios, que concedió al hombre la gracia del arrepentimiento y de la contrición, se dignó también poner en sus labios las palabras propias de la contrición y del arrepentimiento, y esas palabras están en los salmos.

La belleza literaria de estos cánticos inspirados es incomparable, y aparece no sólo como nueva, sino como maravillosa y hasta inefable, es decir, imposible de ser expresada con palabras humanas, cuando se conoce el significado profético de cada salmo, y se lo estudia desde aquel punto de vista excepcional. Los salmos tienen un significado estrictamente literal, y un otro significado profético, tan riguroso, tan preciso y tan exacto como el literal, pero en algunos puntos más propio y más verdadero que el literal. Detengámonos en este asunto y procuremos explicarlo.

En cada salmo hay que considerar dos personajes, dos autores del salmo. ¿Cuáles son esos dos personajes? Esos dos personajes son David y Jesucristo: el autor de la letra del salmo, y el inspirador del sentido profético contenido en las expresiones literales del salmo. Si el sentido literal es hermoso, el sentido profético es un abismo de belleza y de sublimidad. ¿Quién es el autor de los salmos? ¿Preguntáis quién es el autor de los salmos? ¡El autor de los salmos, el verdadero autor, es el Verbo Eterno, el divino poeta de los salmos no es otro sino Jesucristo! ¡Quien ora en los salmos es Jesucristo, quien ruega en los salmos es Jesucristo, quien se queja en los   -553-   salmos es Jesucristo; ese pobre, ese huérfano, ese atribulado, ese aborrecido, ese muerto, ese victorioso de la muerte en los salmos es Jesucristo!... ¡Qué admirables son los salmos, qué hermosos, qué sublimes, cuando se conoce el sentido profético de ellos! ¡El Hombre-Dios es el que habla en esos poemas divinos! ¡Qué novedad no se descubre en la expresión! ¡Qué ternura! ¡Cuánta grandeza! ¡Qué dulcísima unción, qué regalada! El sentido profético de los salmos les comunica una belleza extraordinaria y es una de las fuentes de lo sublime; si se prescinde de este sentido, la obscuridad de las expresiones aumenta y llega a ser de todo punto incomprensible. Las diversas situaciones de la vida mortal de Jesucristo se encuentran descritas de un modo admirable, y hay pasajes enteros que convienen sólo al Redentor y no al salmista: la pobreza de su condición voluntariamente humilde y sencilla, la envidia ciega de sus gratuitos enemigos, el odio tenaz con que lo persiguieron, la ira sanguinaria, la perversidad hipócrita, la traición fementida, el triunfo completo sobre todos sus perseguidores, la fundación de la sociedad cristiana y su conservación al través de los siglos, todo está cantado en los salmos de una manera hermosísima. En el salmo vigésimo segundo, por ejemplo, Jesucristo moribundo hace por boca de David una descripción prolija de los dolores que sufrió en su pasión; las acciones de sus enemigos están representadas por las condiciones terribles de ciertos animales furiosos, como el perro, el león y el toro. ¿Habrá descripción más patética de la voluntaria debilidad del Hombre-Dios, que la que se hace en este salmo, cuando Jesucristo se pinta a sí mismo como un niño acometido por toros robustos, que lo embisten y maltratan? ¿Cuando se muestra en medio de sus calumniadores, como una cervatilla rodeada de perros de presa, que ladran y muerden a su víctima? Circundederunt me canes multi; concilium malignatium obsedit me. La hermosura de los salmos entendidos en este sentido profético impresiona profundamente al espíritu menos reflexivo, causándole un deleite sobrenatural, cuyo recuerdo no pueden borrar los sucesos profanos de la vida.

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En los salmos abundan los pensamientos sublimes, expresados con una sencillez inimitable. En Isaías la ironía es amarga y humillante, y frases más crueles no han salido jamás de otros labios humanos; los enemigos de Dios quedan burlados y afrentados; y, en su vergüenza y en su humillación, los pone el profeta como escarmiento a los pecadores. Las comparaciones nos parecen bajas, alguna vez, pero en la misma bajeza se oculta el secreto de la energía de las expresiones. ¿Quién ha maldecido a los inicuos como el salmista? ¿Quién ha consolado a los buenos como el salmista? ¿En qué lengua humana la ira ha sido más enérgica? ¿En qué idioma el amor más afectuoso? ¿Cuál lira podrá competir con el arpa de Sión, ahora cante alegre, ahora gima entristecida?...

Anacreonte no sabe hacer sonar en su lira más que una nota, la del placer; Píndaro recorre una misma escala, yendo siempre de la ambición a la gloria; Horacio se detiene, como furtivamente, en los sones patrióticos, que sabe dar de cuando en cuando su lira republicana; pero pronto se olvida de la fortaleza invicta de Catón, animan invictum Catonis, para no cantar más que el vino y la voluptuosidad; David, empero, en su arpa inspirada encuentra notas armoniosas para todos los afectos del corazón humano y para todas las situaciones de la vida. Horacio es leído en las academias de los doctos, y sus odas son el encanto de los eruditos y de los literatos; los salmos de David han sido recitados por todas las generaciones y por todos los pueblos, y su dolorido Miserere será siempre la plegaria con que el linaje humano aplaque a la justicia de Dios ofendida.

Pasemos a hablar ya de los otros cánticos de la Biblia.

Hay dos cánticos de Moisés, uno en el Éxodo, y otro en el Deuteronomio; el primero es un himno sagrado de acción de gracias, el segundo es un poema histórico en que predomina el estilo doctrinal. El cántico por el Paso del mar Rojo es grandilocuente y está lleno de energía y de arrebatos líricos; Moisés era no sólo un gran Legislador,   -555-   sino también un gran poeta, un poeta lírico sin rival.

El Cántico profético de Habacuc merece, por la sublimidad de su estilo, por lo grandioso de sus imágenes y por lo arrebatado de sus movimientos líricos, ponerse al lado del cántico de Moisés. Otro poema asimismo guerrero es el de Débora, la profetisa, en el Libro de los Jueces: tono elevado, estilo magnífico, rapidez en la sucesión de las ideas son las dotes literarias de este poema.

Más sencillos son los cánticos del Nuevo Testamento, y el de Ana, la madre de Samuel, y el del piadoso rey Ezequías. En el cántico de Ana se admira cómo la expresión de la alegría santa y del reconocimiento se ha mantenido en lo justo, sin traspasar los límites de la virtud, para denostar a sus rivales; recuerda las injurias, pero es para atizar más el agradecimiento, en que su alma arde para con el Señor. El cántico de Ezequías es la despedida melancólica que el hombre da a la vida, al poner sus pies en el borde de la tumba. ¿No es, en verdad, esa divina elegía el arrullo de la paloma del desierto, cuando gime entre las sombras del crepúsculo vespertino?... Estoy dando chillidos, como el polluelo de la golondrina, dice el santo Rey, me he puesto a gemir, como la paloma. ¿Por qué esos chillidos? ¿Por qué esos gemidos? ¡Ah! Antes que llegue el fin de la tarde, habrá finado ya mi vida... ¡Cuánta melancolía hay en esta expresión! De mane usque ad vesperam finies me.

La elegancia del estilo es menos adornada, menos oriental en los cánticos del Nuevo Testamento, pero la doctrina o el fondo dogmático es más profundo. El cántico de Zacarías es uno como salmo de la esperanza, que ve rayar el día de la salvación del mundo; y el del anciano Simeón no es un cántico, sino un grito de júbilo al tener en sus brazos al Mesías, objeto de las promesas divinas y de la expectación de todas las gentes. Ese santo viejo, con el Niño divino en sus brazos, helados por la edad, ¿no es la imagen de la antigüedad pagana, rejuvenecida sobrenaturalmente por el Evangelio? El Nunc   -556-   dimittis es el himno de la muerte cristiana, la despedida de la vida, con la esperanza de la inmortalidad. Cuán bien se conoce que el Sol eterno de justicia había comenzado ya a iluminar a las almas, con luz sobrenatural, sobre sus destinos futuros; en el Antiguo Testamento esa luz era menos espléndida, menos fulgurante en claridad que en el Nuevo.

Mas ¿con qué expresiones hablaremos del Cántico de la Virgen María, del Magníficat de la Madre de Dios?... ¡Cuando la más humilde de las doncellas de Judá, cuando la más santa entre todas las criaturas, cuando la divina Virgen abrió sus labios inmaculados y dejó exhalar de su pecho generoso ese gran himno a la gloria de Dios, sin duda los Ángeles en el cielo se postrarían de rodillas para escucharlo, ahondando con sus mentes sublimes en los misterios que esa poesía inefable expresaba! ¿Qué hará la tierra? ¿Qué hará?... La crítica ¿pretende analizar el Magníficat?... El marino suelta la sonda para tantear con ella el fondo de los mares; pero ¿quién sondeará jamás la inmensidad de los cielos? ¿A quién le será dado medir, palmo a palmo, los abismos?... Nada es, al parecer, tan sencillo como el Cántico de la Virgen; pero, el Magníficat tiene la sencillez de la luz. ¿Qué es la luz? ¿Cómo se deja manosear? ¿De qué modo vemos la luz con la luz y por medio de la luz?... La majestad de este himno soberano es digna del Altísimo y contiene las alabanzas más excelentes que Dios ha oído en la eternidad, las alabanzas más dignas también de la gloria de Dios.

Hay en el Nuevo Testamento un libro a la vez doctrinal y profético, en el cual se contiene la historia de los últimos tiempos, narrada anticipadamente de un modo misterioso; ese Libro es el Apocalipsis o la revelación por excelencia. Si ningún libro de la Biblia tiene pretensiones literarias, mucho menos las puede tener el Apocalipsis, pues San Juan ha estampado en sus páginas divinas las visiones proféticas que en el cielo le fueron manifestadas: ha escrito lo que vio. Pero con una sencillez admirable se halla en el Apocalipsis hermanada   -557-   una majestad aterradora: Lamartine decía que, para comprender cuánta era la sublimidad del libro de Job, se lo debía leer en el desierto. El Apocalipsis no será comprendido sino por las últimas generaciones, cuando los mortales lo lean entre las convulsiones y trastornos del Universo agonizante. Esos ayes aterradores que dan los Ángeles antes de derramar sobre la tierra sus copas llenas de la cólera de Dios, son como los postreros quejidos que exhala el Universo antes de desequilibrarse, trastornarse y hundirse de nuevo en el caos; y ese silencio que, según el Evangelista, hubo en el cielo después de tantas escenas de terror y espanto, es como el reposo de la materia que está aguardando callada la voz del Omnipotente, para organizarse otra vez, formando un nuevo Universo. El Apocalipsis no puede ser analizado: los misterios divinos se adoran, no se analizan.






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ArribaAbajoCapítulo tercero.- Comparaciones literarias

Fin de los escritores sagrados. Causa de su superioridad respecto de los clásicos paganos. Pasajes paralelos. Conclusión.



I

Hemos concluido la revista que nos propusimos hacer de los libros poéticos y de los cánticos de la Biblia; y, para dar fin a nuestros estudios sobre la belleza literaria de la Escritura Santa, presentaremos solamente algunas reflexiones generales.

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Los autores sagrados, en sus poemas, y en general en sus escritos, no se proponían un fin profano ni el éxito literario; buscaban la gloria de Dios, siendo la belleza artística un resultado del esmero que ponían en hacer las obras de Dios excelentemente; de aquí nace una diferencia notable entre los grandes escritores clásicos griegos y latinos y los autores sagrados. No obstante esta diferencia, es preciso reconocer que, como obras literariamente hermosas, los poemas de la Biblia son muy superiores a los más perfectos de la antigüedad clásica; esa superioridad no se halla solamente en el fondo, se halla también en el estilo, y es efecto de las nociones altísimas que el pueblo hebreo poseía acerca de la Divinidad. Compárense, por esto, los poemas bíblicos con los de los griegos y latinos, y se conocerá cuánta es la ventaja que sobre ellos tiene.

Los mayores poetas helénicos son, a no dudarlo, Homero y los tres trágicos, Esquilo, Sófocles y Eurípides. ¿Cuál era la teología de estos grandes genios? Distingamos bien la idea que tenían de sus dioses y no la confundamos con las nociones religiosas en que vivían imbuidos: sus creencias religiosas eran fatalistas; el hado, el destino inexorable era el que, de un modo ciego y arbitrario, gobernaba el mundo y disponía de la suerte de los mortales. Ahí está Prometeo, ahí está Edipo, ambos víctimas del destino. Los dioses de Homero, en la Iliada, son griegos, dotados de mayores fuerzas físicas que los hombres, con las mismas pasiones y con los mismos vicios que los humanos; pasiones más indomables, cierto, vicios más arraigados, pero al fin pasiones y vicios humanos.

Ninguno de los pasajes que, por su belleza inmortal, no perecerán jamás en los poetas griegos y latinos, carece de otro pasaje paralelo en la Biblia; y la comparación no puede menos de hacer resaltar el mérito de los poemas bíblicos sobre los clásicos. El Prometeo encadenado de Esquilo, ¿pudiera compararse con el libro de Job? El gigante encadenado sobre las rocas del Cáucaso, se queja y se lamenta con acentos atronadores; pero los desahogos sombríos y la elocuencia terrible de Job,   -561-   deja muy atrás a las exclamaciones y amenazas proféticas de Prometeo contra el padre de los dioses.

Los Coros del Edipo rey, en el famoso poema de Sófocles, son el grito más desgarrador que a la musa griega le arrancó el espectáculo de las inevitables iras del destino. En algunos salmos los gemidos del real Profeta son superiores. ¿Qué tienen de comparables los clamores de espanto y de terror del numen griego, con las exclamaciones de dolor y de arrepentimiento de la musa inspirada de David?... Como ya lo han observado otros escritores, la caída de David abrió en el alma del Rey salmista una vena inexhausta de poesía, tan nueva, tan delicada, tan patética, que sorprende y admira. ¿De dónde brotaba ese raudal de expresiones, inventadas por la vergüenza y la confusión? Un corazón acongojado ¿podría encontrar modos más enérgicos para dar a conocer su congoja?

En el canto sexto de la Eneida, tiene Virgilio el vaticinio de la Sibila de Cumas, que es indudablemente uno de los más bellos pasajes de su esmerada epopeya; la Biblia presenta otro, que no cede en hermosura al del gran poeta romano, y es el vaticinio de Balaán en el Libro de los Números. La perfección del estilo virgiliano, aquel verso áureo, aquel hexámetro, forjado en el fuego de la inspiración regida por el arte, ponedlo junto a la traducción latina de la Vulgata; y, a pesar de todas sus incorrecciones de lenguaje, no dejaréis de admirar el lirismo consumado de aquellos versículos, al parecer de tan humilde prosa.

En Homero hay rasgos sublimes, y ¿no los habrá en la Biblia? Aquel fruncir del ceño, aquel sacudir la cabeza con desagrado, aquel temblor del Olimpo con sólo esas ligeras manifestaciones de cólera que da Júpiter, han sido, con razón, admirados en Homero; no obstante, ¿qué son esos rasgos comparados con los innumerables que tiene la Biblia cuando habla del poder de Dios? Júpiter no ha hecho el rayo, no, esa arma terrible del Tonante se la da forjada Vulcano, en los hornos del Etna; en Job, Dios hace una señal, y, al punto, los rayos saltan   -562-   y se dirigen rápidos al sitio que Dios les ha señalado; estallan allí, hieren, y vuelven sumisos a ponerse delante de Dios, diciéndole: ¡Henos aquí, prontos a tu mandato! Rasgos igualmente enérgicos y sublimes hay en Baruc y en el cántico de Habacuc. El mundo está en oscuridad, Dios despide a la luz, y, al instante, vuela la luz, temblando de respeto, a alumbrar los ámbitos del mundo. ¿No será ésta una personificación sublime?

Esa mirada que lanza el Señor sobre todas las naciones, y ese quedar, al punto, todas las naciones pulverizadas, con una sola mirada de Dios, ¿no es más sublime que el temblar del Olimpo al arrugar Júpiter el entrecejo? ¿Dónde hay más energía? ¿Cuál poder es mayor?

Horacio, el lírico latino, se comparaba a sí mismo modestamente con la abeja, que vuela de flor en flor, y decía que era empeño temerario el pretender imitar a Píndaro, cuya musa, semejante al cisne, se levantaba a los aires a impulsos de su poderosa inspiración. ¿Qué diremos de la musa bíblica? El águila de Sión alza su vuelo majestuoso y se encumbra a las regiones de la luz, y, allá, se cierne, calentada por el sol de la inspiración, que, con los matices hermosísimos del iris, reverbera en sus agitadas pupilas; cuando, en círculos prolongados, desciende a la tierra, rasgando el aire con gallardía, parece que la tierra enmudeciera, guardando un silencio solemne ante espectáculo tan magnífico.

Otra cualidad más excelente ennoblece a la Biblia, y es su originalidad. La literatura bíblica nace en el pueblo hebreo y crece y prospera en medio del pueblo hebreo, sin recibir de fuera influencia ninguna. Hay todavía una circunstancia digna de mayor ponderación, a saber, que la literatura sagrada nace perfecta, sin que aparezca antes de Moisés cosa ninguna que manifieste esos primeros ensayos que se encuentran en todas las literaturas, y que son como los primeros pasos que da el ingenio nacional en la expresión de la belleza literaria por medio del arte. En la cuna misma del pueblo hebreo, ya su literatura se presenta acabada y perfecta. La lengua ha llegado al desarrollo más completo de que   -563-   era capaz; la historia está en un grado de sencillez y de orden inmejorable, y la poesía ha alcanzado todos los quilates de la perfección.




II

La poesía de la Biblia es eminentemente local y nacional; y, bajo este respecto, los salmos son admirables. Los salmistas reflejan en sus poemas la fisonomía de la Palestina, con todos sus rasgos característicos; David es cantor no sólo nacional, sino propiamente local. El cielo límpido y azulado de la Judea en los días serenos del año; los grupos de nubes oscuras, amontonadas en la atmósfera en los momentos de tempestad; los relámpagos que fulguran con rapidez increíble de un extremo a otro del horizonte; los rayos que serpentean en medio de las nubes; los truenos, que estallan haciendo retemblar el suelo, mientras el eco de los montes va repitiendo sucesivamente sus estallidos hasta apagarse a lo lejos; las pintorescas faldas del Carmelo; los prados fértiles de Basán; las colinas áridas, abrasadas por el sol; el Líbano, con sus cedros majestuosos, con su excelsa cumbre vestida de nieve, con sus torrentes y sus cascadas; el león, con su terrible fortaleza; el gorrión que anida en el alero de la casa, y los polluelos del cuervo, que pían de hambre entre las ramas agrestes de los árboles del campo, todo está reflejado con hermosura incomparable en los salmos. Nada es extraño, nada se ha tomado de fuera, todo es local.

Mucho se ha celebrado, como una belleza literaria propia de la poesía lírica, el aparente desorden en los conceptos y la incoherencia entre unas ideas y otras, por la supresión de los pensamientos intermedios, que el lector o los oyentes pueden suplir con facilidad. Tal es lo que se llama el bello desorden de la oda; y este primor de la poesía lírica en ninguna otra literatura es más hermoso que en los salmos. En Píndaro el bello   -564-   desorden es propiamente una divagación, a la que se vio forzado el poeta por la pobreza de sus asuntos; y, por eso, sus odas son oscuras y causan fatiga al entendimiento, que ante todo exige claridad. Horacio es menos incoherente y su exquisito gusto literario le hizo acertar siempre en sus poesías heroicas con el secreto de la belleza, así es que sin divagar jamás se mantuvo siempre dentro de los límites de su asunto. Los salmos pasan rápidamente de unos objetos a otros, pero sin romper jamás el hilo de la unidad de la composición; esa unidad consiste en los afectos que el poeta se propone excitar respecto de Dios en sus cantos inspirados; y así, aunque salta ligeramente de un objeto a otro, nunca sale fuera de su asunto principal, y las imágenes, y las comparaciones, y los recuerdos históricos y las alusiones a las ceremonias religiosas, a las prácticas civiles y a las costumbres domésticas, todo está relacionado de una manera secreta con el asunto principal.

Tales son las consideraciones por las cuales debemos reconocer que en la Biblia hay verdadera belleza literaria, y que, aun bajo ese respecto, la Escritura Santa es muy superior a los mejores libros de todas las literaturas del mundo.







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ArribaAbajoLa poesía épica cristiana

(De Estudios literarios)


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ArribaAbajoCapítulo primero.- Principios generales

Nuestra opinión acerca del concepto de la Belleza. De lo bello en la religión cristiana. Los dogmas revelados. Reflexiones sobre otros puntos importantes. Si la Pasión de Jesucristo puede ser asunto de un poema épico. Fundamentos de nuestra conclusión.



I

La Belleza es el objeto del arte; pero ¿qué es la belleza? Hasta ahora nadie ha acertado a definirla;   -568-   Gioberti, después de sentar principios y razonar largamente, concluye diciendo que la belleza es un cierto no sé qué, que está oculto en todas las cosas, y causa un placer espiritual y una sensación agradable al ánimo. La belleza es una cosa abstracta, que no se ha de confundir con lo bello; así como la noción abstracta de la blancura en general no es lo mismo que el color blanco, de que puede estar revestida la superficie de los cuerpos. Hay en nuestra alma una cierta facultad espiritual que percibe lo bello, y, percibiéndolo, se deleita y se complace; lo bello existe en todas las cosas, así físicas como espirituales.

No es lo mismo percibir la belleza, que expresar de una manera hermosa la impresión íntima de agrado y de complacencia que la contemplación de la belleza ha causado en el ánimo; el que fuere de veras poeta percibirá la belleza y sabrá expresarla de modo que cause en el ánimo de los oyentes o lectores una emoción deleitable.

Se suele preguntar si la religión cristiana es bella, y si, por lo mismo, la belleza cristiana pudiera ser objeto de la poesía; este asunto es complejo, y conviene considerar despacio lo que es la religión para poder dar una respuesta acertada. En la religión hay un elemento intelectual, que son sus dogmas y sus misterios sagrados; hay un elemento histórico, es decir, los hechos de la vida mortal del Hombre-Dios; hay también un elemento moral, y otro elemento que pudiéramos llamar social, a saber las virtudes enseñadas por el Evangelio, y el culto, con que la Iglesia honra a Dios públicamente. Dogmas, historia, moral y culto externo público, he aquí los cuatro elementos, en los cuales la mente humana puede buscar en la religión la belleza para apacentar agradablemente el ánimo con la contemplación de ella.

Entre los dogmas conviene hacer asimismo una distinción: unos son relativos a la vida íntima de Dios; y otros se refieren al fin último y a los destinos sobrenaturales del hombre.

  -569-  

Los dogmas o revelaciones que de su vida íntima se ha dignado hacer el mismo Dios a los hombres, opinamos que no pueden ser asunto adecuado ni de la poesía épica, ni de la poesía dramática, pero sí de la poesía lírica o subjetiva. La existencia de Dios, su providencia, su justicia, su santidad, su omnipotencia, su sabiduría y su misericordia; su esencia única e incomprensible; sus tres personas, los atributos que las distinguen y las relaciones inefables y necesarias que esas tres santas y adorables personas tienen entre ellas; su existencia eterna, su felicidad suma, muy bien pueden ser cantadas por un poeta, con tal que éste sea contemplativo, tenga una fe muy viva, esté animado de una piedad fervorosa y posea conocimientos exactos e ideas claras de todo cuanto relativamente a Dios, a sus divinos atributos y a la augusta Trinidad enseñan las ciencias sagradas.

Empero, esta poesía no puede ser ni narrativa ni representativa, sino solamente subjetiva, es decir, lírica, afectuosa y científica. En los Salmos bíblicos tenemos la prueba y el ejemplar de semejante poesía.

Cuantas veces en poemas épicos se ha hecho intervenir a Dios, ha descaecido la poesía; se desvanece lo bello y se tropieza con lo inverosímil, y hasta con lo absurdo; como sucede en el Paraíso perdido de Milton, en la Cristiada de Hojeda y en los Mártires de Chateaubriand. Hacer hablar a las personas de la Santísima Trinidad, poner discursos en boca del Eterno Padre, imaginar arengas dichas por Dios Hijo ha sido el escollo donde ha fracasado el numen poético. Dios ha resultado empequeñecido, y el ingenio del poeta ha sucumbido, perdiéndose miserablemente en inverosimilitudes aflictivas y en declamaciones indignas de la adorable majestad de Dios.

La poesía religiosa en los Salmos bíblicos es vehemente, devota, humilde, confiada y reverente; en algunos de esos himnos inspirados hay una como acción dramática, y, a veces, en el diálogo se hace hablar al Unigénito de Dios, dirigiéndose como hombre a su Padre; pero los discursos que se ponen en boca del Verbo de   -570-   Dios humanado son breves, cortísimos, y en nada desdicen de la Majestad divina. La sencillez de la expresión es notable, la sublimidad requiere naturalidad en lo que se dice, espontaneidad en los efectos y parsimonia en el hablar.

La belleza es un no sé qué, que se halla en las cosas; Gioberti no acierta a decirnos lo que es. Hay cosas que vistas u oídas causan en el ánimo una impresión agradable, que lo conmueve y lo regocija tranquilamente. ¿Por qué causan esa impresión? ¿Qué es lo que el alma humana alcanza a percibir en las cosas, para que así la conmuevan y deleiten?... Platón dijo que lo bello era el esplendor de lo verdadero, esta definición le agradaba a San Agustín.

¿Lo bello resplandor de lo verdadero?... ¿La belleza resplandor de la verdad?... ¿Hay en lo verdadero una luz que irradia de las cosas a los ojos que las ven y a la mente que las percibe? ¿Esa impresión luminosa, que parte de los objetos y va a dar y toca en el alma del que las contempla, es la que causa en lo íntimo del ser racional aquella fruición delicada, en nada comparable con las sensaciones de placer meramente sensible?

Dios es quien ha hecho todas las cosas, el Criador es quien con su omnipotencia las sacó a todas de la nada; pero Dios, cuando quiso criar todas las cosas, sacándolas de la nada, ¿tuvo acaso delante de sí algún ejemplar, algún modelo, según el cual dio existencia y vida a todo cuanto fue, con su omnipotencia, sacando de la nada? Si tuvo Dios algún modelo, algún ejemplar, algún tipo, ¿cuál fue ese modelo, cuál fue ese ejemplar, cuál fue ese tipo? ¿Se halló fuera de Dios? Pero, si fuera de Dios se hubiese hallado, ¿sería Dios quien es? ¿Sería el único ser que existe por sí mismo, y que a nadie sino a sí mismo debe su propia existencia? ¿Dónde estaría, pues, el ejemplar, el modelo de todas las cosas, si, acaso, no estaba en Dios mismo?... Dios mismo fue el modelo, el ejemplar, el tipo, que el Criador tuvo delante de sí, cuando, con su omnipotencia, fue sacando las cosas de la nada; y así, no hay cosa que en sí misma no sea   -571-   una como copia o semejanza de Dios; en todas las cosas se encuentra algo que las hace un trasunto, aunque pequeñísimo y muy imperfecto, del Hacedor Omnipotente. En todo cuanto existe hay un rastro, una huella de Dios; y ese rastro, esa huella, que de sí mismo ha estampado Dios en todas las cosas, es lo que las hace hermosas; la belleza increada está reflejada en todas las cosas, y, cuando el alma humana es tocada por esa irradiación de la hermosura de Dios, que se está reflejando en todas las cosas criadas, entonces no puede menos de sentir una impresión suave y deleitable. La belleza, según nuestro modo de concebirla y de explicarla, no es sino la hermosura de Dios, de la cual, en grados diferentes, participan todas las cosas criadas. Dios es infinitamente perfecto, y, por esto, es también hermoso, con una belleza inefable; y de ese piélago inmenso de hermosura ha hecho participantes a las criaturas, a proporción de la capacidad y naturaleza de ellas.

Enseñan los teólogos que Dios, para que los bienaventurados en el Cielo puedan contemplar la Esencia Divina, les da una luz sobrenatural, con la que las criaturas racionales, de suyo finitas y limitadas, son hechas capaces de ver a Dios cara a cara, y de gozar con el conocimiento y la contemplación de la esencia misma de Dios, en cuyo océano de perfección cuanto más ahondan con la vista del alma, tanto más gozan. Dios acondiciona sobrenaturalmente los ojos de los santos para la visión beatífica, y la hermosura de Dios los hinche de inefable regocijo y de celestial contentamiento.

Y no es solamente el alma espiritual la que está predestinada para esa visión y para ese goce; lo está también el cuerpo humano, con ser material, terreno y miserable. Los ojos mismos corporales verán en el cielo la Esencia Divina; los bienaventurados han de resucitar, y, unidas de nuevo las almas bienaventuradas a los cuerpos que ellas animaron aquí en el mundo, los transformarán, los espiritualizarán; y, así transformados y espiritualizados, los harán capaces y participantes de la gloria celestial.

  -572-  

Hay aquí en este mundo una dolencia, que más es padecimiento del ánimo que sufrimiento del cuerpo; esa enfermedad es la nostalgia, que invade y acomete a los que se hallan lejos del suelo en que nacieron, y les pone acíbar en todo, haciéndoles echar de menos el hogar nativo. Así, hay también, a su modo, para las almas, elevadas y nobles, una como nostalgia de la patria celestial, que las impele a ver en todo algún trasunto, algún reflejo siquiera de la hermosura infinita de Dios. Ser sensible a la belleza de Dios en las criaturas, eso nos parece que es un don soberano, concedido por la Providencia, en un grado más o menos intenso, a las criaturas humanas racionales, aquí, en la tierra; es, dirémoslo así, uno como lumen gloriae, con el cual se puede gozar anticipadamente aquí, en la tierra, de la hermosura de Dios con que está embellecido todo lo criado.

No hay alma alguna humana que no tenga esta facultad, toda alma racional la posee, pero no todas la poseen en el mismo grado. En unas es más intensa que en otras; sentir la belleza en las cosas, percibirla, no es lo mismo que saber expresar la sensación y percepción de lo bello; descubrir la belleza en lo criado, deleitarse espiritualmente en la contemplación de ella y saber expresar, por medio del lenguaje articulado, las ideas que lo bello despierta en la mente, y los afectos que enciende en la voluntad, de un modo tan hermoso que comunique a los oyentes o lectores una emoción agradable, que recree el ánimo de ellos apaciblemente, eso pensamos nosotras que es ser poeta. El alma del poeta percibe en las cosas la hermosura de Dios.




II

Conviene analizar despacio este asunto, el cual, como ya lo dijimos, es muy complejo.

Comencemos por las cosas naturales, por la consideración del Universo material. Las cosas materiales han   -573-   salido, tales como ellas son, de las manos del Criador; existen, pero no tienen conocimiento de su existencia, ni son capaces de ello; no obstante, en virtud de las leyes físicas con que se rige el mundo, las cosas materiales tienen un fin, y lo cumplen. Ese fin no depende de ellas, se lo ha trazado el Criador; y se ha de cumplir, sin que las cosas naturales pongan de su parte nada, ni para llenar ese fin, ni para estorbar su cumplimiento. Las cosas materiales ocupan, en el inmenso conjunto de todos los seres criados, el último grado de perfección; la mano del Criador les ha dado solamente la existencia, con el modo de ella, es decir, con la forma, con el tamaño, con el color y con las demás cualidades exteriores, mediante las cuales, el hombre puede tener conocimiento de ellas. Las cosas naturales en el Universo material, son, pues, las que menos participan de la hermosura de Dios; ¡y, sin embargo, son tan hermosas, que recrean el ánimo, lo sorprenden y hasta lo enajenan, cuando la vista se detiene, aunque no sea más que un momento, en la contemplación de ellas!

¡Los cielos, las estrellas, la Luna, el Sol, cuán hermosos son!... El agua, el fuego, la lluvia, el viento, la nieve, los montes, las llanuras, los ríos, las fuentes, el mar, la luz, son hermosos, cuando Dios los hubo criado, dice la Escritura Santa, que se recreó en ellos, porque eran excelentemente buenos. Valde bona. La belleza en los seres materiales nace de su misma perfección, de su modo de ser, y causan una impresión deleitable por medio de la vista, ahora estén aislados, ahora se hallen agrupados en conjunto, formando escenas o panoramas.

En los vegetales comienza la vida, la cual constituye un grado más elevado en la perfección de los seres criados; la vida se halla distribuida con asombrosa profusión sobre el globo terrestre, desde el polen, que fecundiza las plantas, hasta las selvas, en que crecen árboles colosales. Hay belleza en las plantas, y la hay también en los animales; en éstos, como en aquéllas, la figura, el color, el tamaño son las cualidades exteriores que producen la belleza con que deleitan el ánimo del que   -574-   los contempla. Si en el reino vegetal la vida se encuentra distribuida con asombrosa profusión, esa profusión no sólo asombra, sino que pasma en el reino animal; seguid la manifestación de la vida, desde el infusorio, que nada a sus anchas en una gotilla de agua, hasta la ballena gigantesca, que juguetea en las olas del océano.

Dos sentidos, el de la vista y el del tacto, son los que nos ponen en relación inmediata con las cosas materiales criadas; pero la percepción de la belleza nos viene sólo por medio de la vista, y este sentido es el único que basta para trasmitirnos la sensación de lo bello en el mundo material; la vista de los objetos hermosos nos recrea y solaza, y, en ciertas ocasiones, hasta nos consuela, fortalece y vivifica. Los objetos materiales llevan estampada en ellos la huella de la hermosura divina; Dios, al criarlos, dioles cualidades con que participan de la perfección de Dios; y la armonía de esas cualidades no puede menos de hacerlos hermosos.

En las criaturas racionales, como los hombres y los Ángeles, dotados de libertad y sujetos a una ley moral, la percepción de la belleza no es una mera operación pasiva del alma, sino un fenómeno intelectual, para cuya realización se pone en ejercicio la facultad de la inteligencia, y, mediante ella, la de la voluntad. Este fenómeno supone nociones previas, bien claras y exactas, sobre la moralidad de los actos humanos, y sobre el fin último de la criatura racional. Cuando el alma conoce lo que es, y alcanza a rastrear en lo que existe un algo mejor que la realidad, ese algo mejor que lo real es un grado de hermosura divina que vislumbra el alma; y esa hermosura divina vislumbrada, de la cual pudiera participar la criatura racional, constituye su belleza posible.

Las acciones virtuosas son bellas cuando son conformes con la ley moral; y entonces la inteligencia, descubriendo esa conformidad, excita en el ánimo una emoción agradable y placentera.

En las acciones humanas, por buenas que sean en sí mismas, siempre se nota que pueden ser mejores, y que, en la escala de la perfección moral, hay innumerables   -575-   grados de bondad, hasta llegar a lo heroico, a lo que exige sacrificios para ser ejecutado; el heroísmo será tanto más admirable cuanto más arduo y doloroso fuere el sacrificio. En los poemas narrativos, el poeta finge un grado de bondad superior a la moralidad común y ordinaria; expone los sucesos humanos, no como fueron realmente, sino como debieran haber sido, para salir del orden común y ordinario de la vida humana; no es la verdad, sino la ficción; no es lo real, sino lo verosímil.

Ercilla en su Araucana ha idealizado a los caudillos indígenas, no ha conservado la rigurosa verdad histórica; los indios araucanos no eran realmente como Ercilla los pinta.




III

Ahora es ya tiempo de que hablemos de los dogmas cristianos, considerados como asunto adecuado para la poesía. Los dogmas cristianos ¿podrán ser asunto de poesía?

Los dogmas cristianos relativos al fin último del hombre, a su vida inmortal en el mundo de la eternidad, pueden ser asunto de poemas, y de epopeyas, que pudiéramos llamar teológicas; pero semejantes obras son de muy difícil ejecución, y se hallan expuestas, más que cualesquiera otras, a dar en lo inverosímil y hasta en lo absurdo.

La inmortalidad del alma es una de aquellas verdades en que han creído todos los pueblos de la tierra, en todos tiempos; no obstante, solamente el Evangelio ha dado de la manera de ser de esa vida inmortal de ultratumba una noción clara, precisa, bien determinada y digna de la criatura racional. Los dogmas del Juicio particular, del Infierno, del Cielo y del Purgatorio son propios del cristianismo, y una de las enseñanzas en   -576-   que la religión cristiana pone de manifiesto su origen divino y su revelación sobrenatural.

Respecto de estos dogmas, conviene distinguir, con sumo cuidado, lo que la Iglesia católica manda creer como una verdad de fe, lo que enseña como doctrina católica, cierta y segura, y lo que permite opinar o conjeturar a los teólogos y a los ascéticos; muchas cosas hay que son meras consideraciones de autores místicos, o meditaciones de almas contemplativas, y también revelaciones que se dice fueron hechas por Dios a los santos o a otros siervos suyos.

Distingamos, además, lo verdadero de lo verosímil, y no perdamos nunca de vista en las ficciones poéticas la índole de la facultad inventiva, en la cual tiene la principal parte la imaginación del poeta. La imaginación forja seres que, en realidad, o no existen, o, si existen, no son, ni es posible que sean, como los pinta, con palabras articuladas, el poeta, después de habérselos figurado en su imaginación, tomando elementos de la naturaleza y arreglándolos y disponiéndolos artísticamente. Pongamos un ejemplo. Sabemos por la Revelación la existencia de Satanás, de Lucifer, el príncipe de las potestades infernales, el cual es un ángel, un puro espíritu, sin cuerpo material ninguno; sin embargo, la fantasía de Dante y de Milton le ha dado formas corpóreas humanas, de dimensiones gigantescas; y la rapidez de su acción espiritual les ha sugerido a ambos poetas el adornarle de alas, asimismo descomunales, lo cual, aunque ficticio, no parece inverosímil.

El hombre no puede pensar sin revestir de formas fantásticas las concepciones de su mente; mas, para que las creaciones poéticas, que forja mediante la labor de su imaginación, sean conformes con el buen gusto, exige la razón que sean verosímiles.

Los misterios que se refieren a la Encarnación del Verbo Divino, al nacimiento del Hombre-Dios, a la vida, a la pasión y a la resurrección del Redentor, según nuestro juicio son asuntos muy arduos y difíciles para el   -577-   poema épico o narrativo, y se prestan admirablemente para la poesía lírica. Sobre todo, la pasión será asunto que nunca se prestará a la poesía épica narrativa. ¿Por qué? La razón es muy obvia. Ese adorable y santo misterio es, en sí mismo, tan sublime, que cualquiera ficción poética, en vez de comunicarle mayor belleza y hacerlo más hermoso, lo empequeñece y hasta lo rebaja. La narración evangélica es tan concisa, tan sobria, tan serena y, a la vez, tan sencilla, que desafía las fuerzas del más poderoso ingenio humano para que la supere en belleza y hermosura.

¿Se inventan hechos que no están en los Evangelistas? ¿Se añaden circunstancias para exornar la narración, supliendo lo que calló el Evangelio? Ése es el más terrible escollo: es imposible acertar con lo verosímil, tratándose de los misterios de Dios, los cuales son, de suyo, oscuros y superiores a los alcances naturales de la razón humana. Gran secreto, secreto recóndito, es el de la unión hipostática. ¿Quién puede saber esos fenómenos de la psicología del alma de Jesucristo? Alma humana, verdadera alma racional humana, pero cuya personalidad, dejando perfecta la naturaleza de hombre, era y es personalidad divina, por la unidad de persona en Jesucristo. ¿Quién será capaz de sondear esos tan hondos, esos tan adorables abismos?... Las angustias mortales, las repugnancias misteriosas del huerto, las desolaciones, el desamparo de la cruz, ¿cómo podrá embellecer la poesía?... La débil luz de una candela encendida, ¿aclarará el espacio oscuro donde en silencio van las nebulosas transformándose en sistemas planetarios?... Confesemos que la Pasión es, en su misma sencillez divina, muy superior a las más elevadas creaciones de la poesía. ¿No habéis visto esos santos Crucifijos, a los cuales una insensata devoción los deforma, poniéndoles larga cabellera y faldellín ancho, con franjas de oro y cintas de colores?... La poesía corre peligro de hacer con la hermosa figura del Varón de dolores, lo que una piedad poco ilustrada hace con las estatuas del Redentor:   -578-   son obras de arte... Dejadlas en su augusta desnudez.

La historia de la Pasión tiene una belleza real, superior, en sí misma, a las más asombrosas invenciones de la poesía; esa belleza está, precisamente, en las circunstancias históricas, en los pormenores verdaderos de la Pasión; esas circunstancias, puestas de manifiesto por una concienzuda crítica histórica; esos pormenores, descubiertos y descritos por la sagacidad de la arqueología judaico-romana, hacen de la Pasión de Jesucristo un suceso tan admirable, tan asombroso, tan interesante, que la poesía más elevada no puede menos de quedar muy inferior a la simple realidad histórica.

Los mismos místicos, los mismos contemplativos (séanos permitido decirlo, con la debida reverencia), con sus piadosas consideraciones inventadas para ponderar la magnitud de los dolores corporales del Redentor en su pasión, hay ocasiones en que, en vez de engrandecer, han comprometido la austera belleza de tan sagrado misterio; esos pormenores que entrevió su alma contemplativa, no están conformes con la verdad histórica; la ficción ha causado daño a la realidad; ésta era, en sí misma, más dolorosa que lo que la mente devota contempló. ¿Qué sangrientos pormenores no han ideado los místicos en la escena de la flagelación? Y, sin embargo, la simple realidad histórica es, indudablemente, más aterrante, más dolorosa, más desgarradora que todos esos pormenores. Lo que, en sí mismo, es sublime no puede ser más sublime por la industria humana; la Pasión es sublime por sí misma, y con sublimidad divina. El Hombre-Dios no puede ser héroe de poema, ¿qué belleza podría dar la poesía a Jesucristo? ¿Podría hacerlo, acaso, más hermoso que lo que el Redentor es en sí mismo? Si el hombre, con ficciones poéticas, pudiera darnos de Jesucristo un retrato más hermoso que el que nos ha trazado el Evangelio, Jesucristo no sería ni verdadero Dios ni verdadero hombre.

Lo que decimos de la Pasión, lo afirmamos también de todas las demás escenas de la vida mortal del Redentor.   -579-   No pueden ser objeto de poemas épicos narrativos, porque la verdad histórica es, en belleza, muy superior a las invenciones de la poesía.

Poemas descriptivos pudieran componerse con feliz éxito, así de los milagros del Salvador, como de otros sucesos de su vida, no sólo mortal, sino gloriosa. Los lugares, las personas, las acciones podrían enumerarse, y aun describirse poéticamente, sin faltar a la verdad histórica.

Los hechos célebres de la historia de la Iglesia, como las muertes gloriosas de los mártires, la práctica del culto en las catacumbas de Roma, la predicación del Evangelio, no dudamos que podrían ser descritos y narrados por la poesía épica; y estos asuntos, tanto más se prestarían a las invenciones poéticas, cuanto menos conocidas fueran las circunstancias reales de la historia verdadera. Un hecho reciente, un hecho contemporáneo, no es asunto propicio para las creaciones poéticas; tampoco lo serán aquellos asuntos cuyas circunstancias históricas sean de todos muy conocidas. El descubrimiento de América por Cristóbal Colón es uno de esos asuntos; acontecimiento grandioso, el más grandioso de los acontecimientos, pero tan estudiado, tan analizado por la crítica histórica, que se ha hecho imposible toda ficción, por verosímil que sea.

Las ceremonias del culto público, las prácticas piadosas pueden ser cantadas por la poesía; las acciones externas, los mismos edificios sagrados tienen su simbolismo, del cual no sería imposible hacer brotar un manantial de poesía noble, elevada y eminentemente social, pero semejante poesía no podría menos de ser docta y erudita. El himno, el cántico, es la poesía popular, muy propia del cristianismo, y, sobre todo de la Iglesia católica196.





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ArribaAbajoCapítulo segundo.- Un poema épico religioso

Advertencia previa. La Cristiada del padre Hojeda. El autor. Asunto del poema. Dos clases de episodios. Lo sobrenatural en el poema. Lucifer y su intervención en el desenvolvimiento y el desenlace de la acción del poema. Observaciones fundamentales. Defectos del poema. Juicio crítico general.



I

Estos principios generales que acerca de la poesía épica cristiana acabamos de exponer, nos obligan a examinar   -582-   algunas de las más célebres epopeyas religiosas, para hacer notar, con el ejemplo de grandes poetas, lo fundado de nuestras observaciones; principiaremos por la Cristiada del padre Hojeda. Después haremos algunas reflexiones sobre el Paraíso perdido de Milton y sobre la Divina comedia del Dante.

El asunto de la Cristiada es un hecho histórico religioso, la redención del linaje humano por Jesucristo. Un hecho real histórico es asimismo el asunto del Paraíso perdido, pero ese hecho entraña un dogma religioso de la revelación cristiana.

El poema del Dante es puramente descriptivo: el asunto es la descripción de la vida de ultratumba, según las doctrinas de la Iglesia católica.

Son, pues, todos tres, poemas esencialmente épicos religiosos.

Comencemos por la Cristiada.

Muy poco, casi nada, es lo que se sabe acerca de la vida del padre fray Diego de Hojeda, autor de la Cristiada. Pertenece, en rigor, esta obra a la literatura del Perú, y es la más valiosa joya de la poesía castellana en la época colonial.

Hojeda parece haber sido nativo de la Península; fue religioso de la orden de Santo Domingo y, sin duda, compuso su poema en Lima. Floreció en la primera mitad del siglo décimo séptimo, mientras duraba todavía el siglo de oro de la literatura castellana.

La Cristiada es un poema religioso, épico, narrativo, que tiene por asunto la sagrada Pasión del Redentor; está escrito en octavas reales, según el sistema que, para la composición de poemas épicos, se adoptó en castellano, en punto a la combinación métrica y a la índole de la versificación. Consta de doce cantos.

El autor, con laudable cordura, sigue un orden rigurosamente cronológica en la narración o desenvolvimiento de su asunto, y no altera la serie de los sucesos, guardando   -583-   fidelidad a la historia evangélica. Comienza por la celebración de la Cena pascual, y termina con el descendimiento de la Cruz y la sepultura del sagrado cadáver de Jesucristo.

Las escenas principales son la Cena, la Oración en el Huerto, la Prisión del Señor, el Juicio ante el Sanedrín, la Presentación a Pilatos, la Flagelación, el camino al Calvario, la Agonía, y la Sepultura; cada una de estas escenas principales está narrada con todas las circunstancias históricas verdaderas, y con otras imaginadas por la fantasía del autor. Estas circunstancias inventadas por el autor son propiamente la parte inventiva de la Cristiada, y la que da a la historia de la Pasión las trazas o visos de poema.

En cuanto a lo realmente histórico, el padre Hojeda narra y describe con exactitud los sucesos; por lo que respecta a lo puramente imaginado, se vale de sus ficciones para urdir la trama de la Pasión con hilos de la historia eclesiástica, sin que semejantes invenciones dejen de ser naturales y verosímiles; ésta es la parte curiosa o erudita y original de la Cristiada del padre Hojeda.

Pongamos ejemplos. En el palacio de Caifás es Jesucristo atormentado con burlas y donaires crueles en la noche de los improperios; pues el padre Hojeda pone en juego la ciencia infinita del Redentor, a quien el Verbo le hace ver la muchedumbre innumerable de santos que serán famosos por su humildad, por su paciencia, por su desprecio de las honras mundanas; cuando Herodes se mofa del Señor y hace irrisión de su persona, mandando que lo vistan con una vestidura blanca, para manifestar que lo desprecia como a loco, el Verbo le hace ver a Jesucristo, en cuanto hombre, a todos los santos y varones eminentes que, por su ciencia, se habían de distinguir en la futura Iglesia católica; en la flagelación, contempla el Señor la gloria y el mérito de los mártires. De estas invenciones se vale el poeta para entrelazar la historia de la Iglesia con la historia de la Pasión.

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Por medio de otras invenciones, todavía más ingeniosas, más verosímiles y, por lo mismo, naturales, entrevera las escenas de la infancia y de la vida pública de Jesucristo con los sucesos de la Pasión. Así, en el Consejo de los judíos, Gamaliel toma la palabra para defender al Nazareno, y refiere varios hechos de su vida; un pagano, filósofo, relata muchos milagros de Jesús a Pilatos, mientras el Señor es llevado a Herodes, y del Palacio de Herodes regresa al Pretorio; el Arcángel San Gabriel, para confortar a la Santísima Virgen, le anuncia y cuenta punto por punto las apariciones que hará el Señor después de su resurrección; la Samaritana le da noticias minuciosas sobre el Justo misterioso a la esposa de Pilatos, así que ésta, inquieta y azorada por el sueño que le había atormentado en la noche de la Pasión, pregunta a las mujeres de su servidumbre quién era aquel hombre que traían como criminal al tribunal del presidente romano.




II

Otros episodios graciosos tiene la Cristiada. Ninguno lo es tanto como el de Lázaro en la mañana del Viernes Santo, en la plaza del Pretorio, mezclado con las turbas que, instigadas por los enemigos de Jesucristo, vociferaban pidiendo a gritos que sea crucificado; oía Lázaro las calumnias que divulgaban contra el Señor y sale, animoso, en defensa del Maestro. ¿Qué hace para defenderlo? Comienza a referir menudamente toda la historia del milagro de su propia resurrección: él mismo, el que estaba hablando con ellos, el que ellos veían ahí, vivo, fue el que murió, el que estuvo sepultado y el que, a los cuatro días después de muerto, resucitó, llamado de nuevo a la vida por el Nazareno.

La narración de Lázaro es sencilla: refiere el asombroso suceso de su resurrección con serenidad, sin ponderaciones, con calma y naturalidad. Éste es uno de   -585-   los mejores pasajes o episodios del poema. El padre Hojeda anduvo feliz en esta invención. Lázaro fue juzgado en la eternidad: iba a ser condenado, pero la sentencia se suspendió, porque el Ángel de su guarda se presentó en el tribunal divino y puso en la balanza del Juez Eterno unas dos lágrimas, con las cuales el plato de la misericordia quedó tan pesado, que inclinó completamente hacia ese lado la sentencia. Esas dos gotas de lágrimas eran de las que Jesús lloró por Lázaro; el Ángel las recogió, reverentemente, del rostro adorable del Maestro divino, y voló con ellas al cielo.

Estos episodios son muchos en la Cristiada, pues casi no hay canto que no tenga alguno; entre ellos se encuentra el de la aparición del Arcángel San Gabriel a la Virgen María, que es no poco dilatado; la marcha rápida de los pasos de la Pasión resulta en la Cristiada, a causa de la introducción de estos episodios, lenta, pesada y fatigosa. El asunto principal pierde el interés que debiera inspirar al lector, y la lectura del poema se vuelve cansada. Según nuestra opinión éste es el mayor de los defectos que afean la Cristiada de Hojeda.

En efecto, la rapidez con que en pocas horas se sucedieron los acaecimientos de la Pasión, es una de las circunstancias que hacen más terrible ese sangriento misterio. En la tarde del Jueves, llega el Señor a Jerusalén, lleno de vida, en la flor de sus años; en la tarde del Viernes, antes de veinticuatro horas, está ya difunto y sepultado, y el sepulcro cerrado con una gran piedra. En tan corto espacio de tiempo ¡cuánta escena dolorosa, cuánto suceso desgarrador!... La narración evangélica, con esa su característica sobriedad, con esa su santa frialdad, aterra nuestra alma, la confunde, la desconsuela y la arrastra, envuelta en un torbellino de amargura, del jardín de los Olivos al Calvario, y del Calvario a la gruta del sepulcro.

En la Cristiada, las detenciones calculadas, las paradas que obligan a hacer alto, perjudican a la emoción, al interés y a la belleza misma del asunto.

  -586-  

Hojeda emplea también en su Cristiada aquel arbitrio poético que los tratadistas de retórica suelen apellidar máquina: la intervención de los seres sobrenaturales en el desenvolvimiento y en el desenlace del suceso, asunto del poema. Muy de alabar es la discreción del piadoso dominicano en este punto, pues lo que en la Cristiada pudiéramos calificar de máquina poética no es propiamente máquina.

El padre Hojeda se manifiesta conocedor de las enseñanzas de la teología, y hace intervenir en la Pasión del Redentor a Lucifer y a los demonios; pero sin atribuirles más parte que la que les da en la consumación de ese misterio la interpretación católica del Santo Evangelio. Lucifer congrega a los demonios; les habla, les intima órdenes; los demonios suben a la tierra e influyen en los enemigos de Jesucristo, encendiendo y acalorando sus malas pasiones, por medio de las imaginaciones que les hacen forjarse, y por medio de los pensamientos que les sugieren. El Infierno se conmueve, los demonios se agitan; el Príncipe de las tinieblas está inquieto, angustiado, una duda le consume. ¿Qué es el Nazareno? Tiene todo el aspecto de un puro hombre, ¡pero hay en él algo que no es puramente humano!...

Los discursos de Satanás son verosímiles, su duda existió, el demonio la tuvo, en efecto. La tentación en el desierto lo está probando.

El Lucifer de la Cristiada es más verosímil que el del Paraíso perdido; no tiene la arrogancia jactanciosa del Satanás de Milton, ni su altanera insolencia; razona con sutileza, y se lo nota carcomido de la duda, barrunta algo grave, extraordinario... Se sobresalta, quisiera que ese hombre misterioso diera, agotada al fin su paciencia con tantos dolores, alguna señal de flaqueza.

Lucifer, acompañado de sus hordas infernales, acude al Calvario, y allí se deja estar, observando la agonía del Crucificado; su duda se disipa en el momento de la muerte de Jesucristo, y entonces huye atropellado, y se precipita con los suyos en los abismos, perseguido por   -587-   el Arcángel San Miguel y las legiones de los santos Ángeles. El padre Hojeda hace de ese combate una prolija descripción, la cual carece de vigor, de animación y de movimiento.

La escena de la presencia de Satanás en persona en el Calvario, mientras agonizaba Jesucristo suspendido de la Cruz, no es una invención original del padre Hojeda; era una creencia común, fundada en una interpretación muy ortodoxa de varios pasajes del Santo Evangelio.




III

De otro arbitrio poético echa también mano el padre Hojeda en su Cristiada: personifica seres meramente abstractos, y les hace desempeñar papeles especiales, como si fueran personas reales y verdaderas. La oración de Jesucristo en el Huerto, la Impiedad y el Temor son las tres cosas abstractas que en la Cristiada aparecen como otros tantos personajes, con facciones humanas, que el poeta describe con prolijidad: la oración sube al cielo, y se postra ante Dios Padre; la impiedad es una hembra, que mora en un palacio, en uno de los senos del Infierno. Lucifer acude a pedirle auxilio para dar cima a la crucifixión de Cristo, y la impiedad se lo presta, saliendo a la tierra y yendo a Jerusalén para pervertir más a los pontífices, a los doctores y a los ancianos de la Sinagoga; el temor es otro monstruo masculino, del cual se sirve Lucifer para que infunda cobardía en el ánimo de Pilatos, y así condene a Jesucristo. Estas personificaciones fueron muy usadas por los poetas castellanos del tiempo del padre Hojeda; los Autos Sacramentales están llenos de ellas, pero son invenciones de muy mal gusto; y, aunque la fantasía descriptiva del poeta puede en ellas campear a sus anchas, con todo son inverosímiles, dejan un cierto vacío desagradable en el ánimo del lector y se hallan expuestas a tropezar en lo ridículo.

  -588-  

El pasaje mejor de la Cristiada es, según el dictamen de algunos críticos, aquel en que el autor narra y describe la escena de la flagelación; no obstante, se pueden hacer contra este pasaje algunas observaciones, pues las circunstancias del hecho, tales como las refiere el padre Hojeda, no son históricas, sino inventadas por él, para hacer más patético aquel paso. Sabemos ahora muy bien lo que era la flagelación, tormento de los Romanos y no de los Judíos; y, mediante ese conocimiento, no vacilamos en asegurar que las circunstancias reales e históricas de la flagelación de Jesucristo fueron más crueles, más dolorosas, más horripilantes, que las inventadas por la imaginación piadosa del padre Hojeda. Ya lo hemos dicho antes, y lo repetimos ahora: en la Pasión de Jesucristo la sencillez de la mera verdad histórica es más sublime que las invenciones poéticas de la musa épica.

Tal vez, más animación tiene en el fondo y mayor interés inspira en el episodio de la muerte de Judas: las angustias de esa alma fiera, sus remordimientos estériles, sus recuerdos de las virtudes de que ha sido testigo, y los reproches que se hace a sí mismo, son muy naturales y están expresados con habilidad. Lo que se suele decir ahora el análisis psicológico del alma del mísero Apóstol no le fue desconocido al padre Hojeda.

Mas, sea dicha la verdad, en la Cristiada no hay invención realmente dramática, ni ese calor de vida que los grandes poetas saben dar a sus versos; el carácter de Pilatos está muy lejos de ser el carácter que la historia y el Evangelio le atribuyen al miserable Presidente romano; y la Santísima Virgen aparece despojada de esa aureola de sublime fortaleza y sobrehumana magnanimidad con que la teología católica nos la muestra en la Pasión. El discurso que en la calle de la amargura dirige a las piadosas mujeres de Jerusalén, no puede ser más artificioso ni más helado.



  -589-  
IV

La Cristiada no será nunca un poema de fácil y amena lectura, ni solazará nunca el ánimo del común de los lectores, porque es obra erudita y composición propia para académicos o literatos; tiene pasajes y descripciones que se leen con agrado, pero el conjunto carece del secreto de interesar, propio de las obras de veras poéticas. Las comparaciones son vulgares, sin novedad; los discursos demasiado largos y prolijos; el lenguaje puro, correcto y sencillo; el estilo poco animado, descolorido y a veces lánguido.

El padre Hojeda era, sin duda, piadoso y devoto, su poema da testimonio de ello; pero su devoción es acompasada, no calienta sus versos ni aviva sus octavas; el lector se queda helado, y la adorable figura del Redentor se le va presentando tan pálida, tan desvirtuada, que el alma la contempla a secas, con los ojos enjutos y el corazón casi indiferente; el padre no acertó a pintarnos al Divino Nazareno con esos rasgos conmovedores que dejan el alma dolorida.

La versificación tampoco es rotunda ni sonora; de ordinario es buena, pero sin esa armonía y esa galanura que Balbuena sabía dar a sus octavas, aunque esto de un poeta como el padre Hojeda sería exigir demasiado. Hojeda sabía versificar por arte, pero carecía de inspiración; su numen no se enardecía, y el estro no le agitaba el alma, por eso su poema sobre la Pasión tiene menos belleza que los Nombres de Christo, y menos unción, que las Meditaciones sobre los misterios de la Pasión, escritas por fray Luis de Granada.

La rima es fácil y natural, no es ni rebuscada ni difícil; a veces da en la vulgaridad y concuerda una palabra con ella misma; usa, además, sin parsimonia, de las licencias de la métrica castellana. El padre Hojeda, según él mismo lo dice en la dedicatoria al Marqués de Montes-claros, Virrey del Perú, se propuso referir en verso toda la vida de Cristo, y lo realizó por medio de   -590-   los episodios, que intercaló en la Pasión; hay ciertamente una disposición ingeniosa en el plan del asunto, con lo cual se justifica el nombre de Cristiada que el padre le puso a su poema197.





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ArribaAbajoCapítulo tercero.- Reflexiones teológicas

La teología dogmática y la poesía: relaciones entre ellas. Observaciones críticas sobre el Paraíso perdido de Milton, considerado según las enseñanzas de la teología dogmática ortodoxa. Los ángeles rebeldes. El carácter de Satanás en el Paraíso perdido. Reflexiones críticas. Bellezas poéticas del poema. Cómo deben ser apreciadas.



I

El título de este capítulo podrá, tal vez, parecer extraño: ¿qué tiene que ver la poesía con la teología,   -592-   se preguntará, acaso? Entre la Teología y la poesía religiosa, tanto objetiva como subjetiva, existen relaciones íntimas, relaciones esenciales, relaciones necesarias, relaciones de las cuales la poesía no puede prescindir jamás. El poeta sagrado, el poeta religioso, debe ser teólogo, y ha de conocer a fondo la teología para evitar el error y para que las ficciones de su imaginación sean verosímiles. ¿En qué consiste la verosimilitud poética, sino en que las creaciones de la fantasía sean conformes con la verdad posible, con la verdad condicional de las cosas u objetos reales? ¿Cómo podrá el poeta dar a las ficciones de su imaginación esa conformidad con la verdad condicional, si no conoce bien cuanto enseña la ciencia sagrada de la religión en cuanto a dogmas revelados? ¿Cómo le será posible inventar o crear con verosimilitud, si, acaso, no conoce a fondo la doctrina católica? ¿Cómo podrán ser verosímiles sus creaciones poéticas, si no sabe discernir una opinión de otra opinión?

No nos cansaremos de repetir que en la teología católica hay dogmas, doctrinas y opiniones: dogmas son las verdades de la fe, verdades divinamente reveladas; doctrinas son las enseñanzas, las explicaciones claras, precisas, terminantes, que la Iglesia católica ha dado acerca de las verdades reveladas; opiniones son las explicaciones, que la misma Iglesia permite dar, libremente, a los teólogos sobre los misterios sagrados o sobre los puntos oscuros de la religión. Es necesario distinguir bien la verdad del error; es necesario conocer en qué consiste el error y cómo se explica la verdad. ¿Cómo será posible que conozca bien todo esto un poeta que ignora la teología o la ciencia de la religión? Los poetas cristianos tanto de los primeros siglos de la Iglesia como de la Edad Media, eran teólogos profundos. ¿Quién desconocerá la ciencia de Prudencio y de Sedulio? Fortunato y Sidonio Apolinario, ¿no fueron, acaso, teólogos insignes?

Hay asuntos que son esencialmente teológicos, asuntos en los cuales conviene no confundir las verdades dogmáticas, las doctrinas ortodoxas, con las opiniones de los doctores o de las escuelas teológicas católicas; esos asuntos son necesariamente religiosos, y los poemas a los   -593-   cuales esos asuntos sirven de objeto principal no pueden menos de ser poemas netamente teológicos. ¿Qué dice la teología respecto de las ficciones del poeta? Esas ficciones, ¿contradicen el dogma? ¿Están de acuerdo con la doctrina católica?... ¿El poeta ha seguido alguna opinión autorizada? He ahí las preguntas que un crítico está obligado a hacer cuando examina un poema sagrado, una epopeya religiosa; no puede prescindir del punto de vista teológico, desde el cual debe considerar las producciones poéticas que se hallan necesariamente ligadas con la religión revelada.




II

Un ejemplo esclarecerá mejor el asunto en cuyo estudio nos estamos ocupando ahora. Muy célebre es y muy aplaudido el poema épico que con el título de El Paraíso perdido compuso Milton en inglés; empero ¿cuál es el asunto de ese poema? El asunto es un hecho bíblico, que, al mismo tiempo, es un dogma revelado... Adán y Eva, el primer hombre y la primera mujer, los padres del linaje humano, desobedecen a Dios, y Dios los castiga; he ahí el asunto del poema. Éste es un hecho real, un hecho histórico, un hecho bíblico; ese hecho es cierto, ese hecho es indudable, ese hecho es un dogma de fe.

Nuestros primeros padres ¿pecaron o no pecaron cuando desobedecieron a Dios? ¿Qué pecado cometieron? ¿Por qué pecaron? ¿Qué castigo les impuso Dios por el pecado? ¿Qué bienes perdieron a causa de su desobediencia? ¿Qué males se han seguido del pecado de nuestros primeros padres? Todas estas cuestiones se tratan en el Paraíso perdido, y todas estas cuestiones son cuestiones esencialmente teológicas.

La enseñanza de la Iglesia católica distingue muy bien todas las cosas; la existencia del pecado original es una cosa; ¿en qué consistió el pecado original? Ésa es   -594-   otra cosa, es un misterio, un arcano secreto, para cuya explicación se han excogitado algunos sistemas teológicos. Milton no conocía la teología católica; toda su ciencia se reducía a las doctrinas de las sectas anglicanas, doctrinas superficiales y que prescindían de muchas cuestiones trascendentales, íntimamente relacionadas con el dogma del pecado original, como la del estado de la justicia original en que fueron constituidos nuestros primeros padres.

¿Qué hubiera sucedido si solamente Eva hubiese pecado y no Adán? Examinando atentamente el Paraíso perdido a la luz de la teología católica, el poema pierde gran parte de su belleza, porque se descubren errores doctrinales, se notan confusiones y se echa de menos la elevación y la sublimidad de la enseñanza católica. Milton creía que la desobediencia de Eva hubiera causado la pérdida del Paraíso. ¿De dónde provenía esto? Esto provenía, indudablemente, de que no había caído en la cuenta de que sólo Adán era, y no Eva, la cabeza moral del género humano.

Adán y Eva, en Milton, son idénticos a sí mismos tanto antes como después de su pecado; debiera haber habido variación en el carácter de nuestros primeros padres. Antes del pecado, ellos eran justos, con la justicia original; el cuerpo estaba sometido a el alma, y el alma a Dios; los sentidos eran gobernados por la razón, y no había lucha de pasiones; ese estado no se prestaba a ningún drama poético, pues ni aun la ignorancia era posible en Adán. Según San Pablo, Eva fue la única seducida; Adán no lo fue, ni era posible que lo fuera... ¡Hondas cuestiones de la más profunda teología!... El carácter de Adán y de Eva es uno mismo antes y después del pecado; el trastorno del pecado original asoma desde antes de la caída, lo cual no es exacto. ¿Cuál fue la causa del pecado de nuestros primeros padres? ¿Quién fue el causante de la ruina de ellos? Milton se engolfa en el piélago sin fondo de la teología y de la revelación. La existencia de los ángeles, el pecado de los demonios,   -595-   de los ángeles caídos, su castigo, todas cuestiones teológicas.




III

La doctrina católica nos enseña que existen ángeles que son espíritus puros; Dios los crió de la nada, y fueron puestos en estado de prueba: unos perseveraron en el bien, y fueron fieles a Dios; otros desobedecieron, y se perdieron para siempre. Mas, ¿cuál fue el pecado de los ángeles rebeldes? ¿En qué consistió ese pecado? ¿Qué precepto les impuso Dios? ¿Cuál fue el papel, dirémoslo así, de Lucifer en la desobediencia de los ángeles? Todas estas cuestiones son cuestiones de pura teología, acerca de ellas no hay nada cierto. Milton da por resueltas todas estas cuestiones, o, mejor dicho, las resuelve implícitamente; pero ¿cómo las resuelve? Esta parte es la más vulnerable, la más inverosímil, la menos poética de su epopeya... El pecado de Lucifer no pudo nunca ser la pretensión de aniquilar a Dios; eso es absurdo, eso es imposible, metafísicamente imposible, imposible de todas maneras.

Milton pone en boca de Satanás discursos jactanciosos y le hace decir absurdos enormes. ¿Qué quiere decir, qué significa eso de derribar a Dios de su trono? ¿Significa algo? Si algo significara, sería que Dios dejara de ser Dios... y ¿quién hacía eso? ¡Una criatura!... ¡Una criatura subyugando al Criador!... Esto ¿no será un gran absurdo?... Una demencia?

Satanás podrá aborrecer a Dios, podrá blasfemar de Dios, pero no proferir absurdos. ¿Cuál fue el pecado de Satanás? ¿Quién lo sabe? Desobedeció a Dios... mas ¿qué le mandó Dios?... Eso, en el mundo nadie lo sabe. ¿Intentará Satanás echar a Dios del cielo, y hacerse Dios el arcángel rebelde? Así lo canta Milton en el Paraíso perdido; no obstante, esa pretensión criminal era   -596-   imposible que se le ocurriera a Lucifer, porque éste era, mientras duró el tiempo de la prueba, un espíritu revestido de la gracia sobrenatural y dotado de una inteligencia clara, penetrante, poderosa; pudo pecar, por mal uso de su libertad, no por error de su entendimiento.

Los demonios están, pues, muy mal descritos en el Paraíso perdido, su naturaleza está confundida con la naturaleza humana: son hombres198 perversos, y no ángeles caídos. Milton describe a su Satanás dándole formas humanas y haciéndole un gigante enorme; da hasta la medida del cuerpo del demonio, y lo pinta llevando, para apoyarse, una lanza tan grande como el mástil de un navío. «La lanza de Satanás (dice Milton), a cuyo lado el más alto pino, cortado en las montañas de Noruega para servir de mástil a un buque almirante, no sería más que una pequeña rama, le sirve para sostener sus inseguros pasos sobre aquel suelo ardiente, pasos muy diferentes de los que había dado sobre el azul del cielo». Milton no describe nunca vagamente, determina los objetos, los individualiza: el pino era cortado en las selvas de Noruega; el navío, un buque almirante. Confesamos ingenuamente que nosotros no encontramos belleza ninguna en estos inmensos gigantes angélicos   -597-   del Paraíso perdido; la excelsa naturaleza del arcángel rebelde y su odiosa depravación moral, ¿estarán puestas de manifiesto con sólo el aumento de dimensión en las formas humanas?... No hay género de poesía más difícil que la poesía épica religiosa: es la lucha de la palabra humana con lo que de suyo es inefable.




IV

El asunto elegido por Milton para su poema era asunto sumamente arduo y, por demás, difícil; el hecho histórico en sí mismo era demasiado sencillo, y los principales personajes del poema eran puros espíritus. ¿Cómo hacer para narrar los sucesos que inventara el poeta? No había otro medio sino dar cuerpos humanos a los demonios y atribuirles pasiones también humanas, eso es lo que hizo Milton.

El Satanás del Paraíso perdido tiene un corazón perverso, pero ese corazón es corazón de hombre; cuando va a tentar a nuestros primeros padres, siente, de súbito, que se apodera de él un sentimiento de lástima, observando la plácida inocencia de Adán y de Eva; ¡casi está dominado de compasión! ¡Va a hacer daño a unas criaturas tan inocentes y tan inermes!... Guizot compara algunos pasajes de San Avito con otros de Milton, y hace notar la semejanza que en el carácter de Satanás se encuentra entre los dos poemas. ¿Conocería, tal vez, el poeta inglés los poemas latinos del Obispo de Viena? Guizot no resuelve esta cuestión, aunque parece que creía posible que Milton hubiese conocido los poemas de San Avito... Floreció este santo en el siglo quinto, y sus obras se imprimieron en el décimo sexto.

El Satanás de Milton es un Satanás inverosímil, no es el Satanás de la revelación cristiana; y la Majestad infinita de Dios está empequeñecida en el Paraíso perdido, tal es nuestra convicción. Dios no es el Ser infinitamente   -598-   perfecto, el poeta lo mide con Satanás. ¿Cuál de los dos le entusiasmaba más? Léase el poema, y se verá que Milton hizo de Satanás el personaje principal de su poema; Dios (sin duda, a pesar del poeta), ¡resulta un personaje secundario!... ¿Será posible una alucinación mayor?... Todo el que leyere el Paraíso perdido con un criterio recto e ilustrado no podrá menos de confesar que Satanás es el héroe verdadero del poema, aunque en la intención de Milton no haya sido así.

Sin embargo, no es Milton el único poeta que, al fingir el cuerpo de Lucifer, le haya descrito con forma humana de agigantadas dimensiones; ya el Dante había hecho una descripción semejante en su Infierno. El Satanás de Milton es un gigante, pero sus miembros guardan proporción con la estatura del cuerpo; el Dante ha transfigurado a Satanás en un monstruo de formas gigantescas descomunales: tiene una sola cabeza con tres caras, y por la lana de la parte posterior del cuerpo se descuelgan Dante y Virgilio, agarrándose de las guedejas, para salir del abismo infernal. De este modo la imaginación de los poetas se ha esforzado por representar bajo formas exteriores la deformidad moral del Príncipe de las tinieblas uniendo la magnitud física con la fuerza dinámica.

La Escritura Santa le ha llamado dragón, pero en su simbolismo misterioso le ha dado siete cabezas, y siete cabezas coronadas de siete diademas. La vieja serpiente, el dragón bermejo, así le nombra el Apocalipsis. Draco rufus, serpens antiquus.

Guizot, en sus justamente aplaudidas lecciones sobre la Historia de la civilización en Francia, llamó la atención de los literatos hacia los poemas latinos de San Avito, Obispo de Viena en las Galias, e hizo notar la semejanza que había en el asunto y en varios pormenores entre el Paraíso perdido de Milton y esos poemas, a los cuales el docto profesor no vaciló en llamarlos el Paraíso perdido de San Avito de Viena199.

  -599-  

Esos poemas están escritos en hexámetros; son tres, y forman una epopeya completa; he aquí los títulos de esos tres poemas: «La Creación», «La Culpa», «El Juicio». En el primero canta la creación del universo y del hombre; en el segundo, el pecado original de nuestros primeros padres; y en el tercero, el castigo con que Dios los afligió, y su destierro del Paraíso terrenal. ¿No es este mismo el asunto del poema inglés de Milton?




V

El juicio que nosotros hemos formado del Paraíso perdido de Milton ha de parecer, sin duda, a muchos equivocado, absurdo y hasta temerario; estamos tan acostumbrados a la admiración incondicional y al aplauso obligado, que nuestras observaciones, por justas que fueren, no pueden menos de causar sorpresa en el ánimo de algunos lectores. Sin embargo, la censura que hemos hecho del poema, considerándolo desde el punto de vista de la teología católica, es fundada; y fundada la encontrará todo crítico desapasionado.

El poema tiene mérito indudablemente, pero ese mérito no está en el fondo del poema, sino en los pormenores de la composición; nosotros no examinamos la ejecución, dirémoslo así, del poema, sino su doctrina teológica. La ejecución literaria no puede ser ni más esmerada ni más hermosa.

  -600-  

Los primeros juicios críticos que en la misma Inglaterra se emitieron sobre el poema de Milton fueron desfavorables, pero el criterio estético con que la obra se examinaba era estrecho y hasta convencional, y fue necesario que Addison la defendiera. Mas ¿cómo la defendió? La defendió analizándola libro por libro o canto por canto, y haciendo notar que Milton, en la composición de su poema, había observado las reglas que, según la doctrina de Aristóteles, debían guardarse en la composición del poema épico; y puso de manifiesto, además, que en el Paraíso perdido se encontraban exactamente las mismas partes, que en la Iliada y en la Eneida, todo según el criterio estético de la escuela literaria clásica. Con el tiempo la crítica ha cambiado, su punto de vista es más filosófico, el horizonte literario se ha ensanchado mucho; mas los sistemas que de antemano se forjan los críticos sirven de obstáculo para juzgar con rectitud. ¿Cómo será posible aceptar en todo el juicio de Taine sobre Milton?

Emitiremos con franqueza nuestra opinión sobre la ejecución literaria del poema: es la siguiente.

El verso, bien trabajado, correcto y primoroso; quien supiere bien el inglés, quien conociere la pronunciación propia de cada palabra y pudiere gozar con la corrección de la frase, con la majestuosa solemnidad del estilo y con la grave entonación del lenguaje, reconocerá en el poema de Milton una obra acabada, cuya lectura embelesa y hasta sorprende.

Hay pormenores admirables, descripciones de pura imaginación, hechas con destreza magistral; la parte que pudiera llamarse el idilio de la Inocencia es una verdadera obra maestra de gracia y de encantadora poesía; Adán y Eva, en el Paraíso, antes de su caída, están pintados con pincel soberano. En cuanto al interés de la acción, es muy exacta la observación de que el poema acaba en el canto sexto; los otros seis cantos son como un segundo poema, en el cual el interés languidece, a pesar de lo esmerado de la dicción poética y de la diligente versificación.

  -601-  

El héroe principal del poema no es ni Adán ni el mismo Dios, sino el demonio, Lucifer, el arcángel rebelde; haga experiencia cualquiera lector desprevenido, verá por sí mismo que la figura del Rey del Averno es la mejor trazada, que Dios mismo, como personaje del poema, ocupa un lugar secundario. Si en el Paraíso perdido hay algún carácter descrito con rasgos bien marcados, ése es el del Demonio; los demás están sólo como bosquejados. Ya lo hemos dicho.

Recordemos que Milton tomó una parte muy activa en la revolución de Inglaterra contra el rey Carlos segundo, y que llegó a ser Secretario de Cromwell, el dictador; en su poema, el antiguo revolucionario, decaído en fortuna, proscrito y hasta ciego, concentraba en su alma resentida, y marchita por desgracias domésticas, un odio profundo contra el régimen monárquico restablecido; lo que más hondamente sentía era el fracaso de la revolución; y, tal vez, sin advertirlo, hizo de su Satanás un desahogo poético de su odio revolucionario, su odio de vencido contra el vencedor, y como odio de vencido muy intenso y muy implacable.

Satanás es un revolucionario a la inglesa, un demócrata avieso y testarudo, sus conventículos diabólicos son parlamentos de revolucionarios descamisados; la elocuencia del Satanás de Milton es una elocuencia de club, elocuencia arrogante y que rebosa en jactancia declamadora. Pero no es ése el Ángel caído de la teología católica; Milton era protestante e ignoraba indudablemente las admirables y profundas enseñanzas de la ciencia teológica ortodoxa acerca de los ángeles, de su naturaleza, de su poder, de su prueba, de su estado glorioso y de la manera como penan los ángeles prescitos en el Infierno. Si hubiera conocido bien estas doctrinas, o no habría escrito su poema, o de la teología católica hubiese sacado recursos poéticos que en la ciencia teológica anglicana no podía encontrar.

Confesamos ingenuamente que los discursos de Satanás, a pesar del esmero retórico con que están compuestos, nos saben a baladronadas de caudillo presuntuoso...   -602-   ¿Qué será? ¿Qué no será?... Ello es que nadie se halla en mejores condiciones que un ecuatoriano para esto de tomar el gusto a la retórica revolucionaria: sesenta años de revoluciones... Siempre al principio y al fin de ellas, gran derroche de retórica revolucionaria... Esa actitud de Satanás contra Dios en el Paraíso perdido es de todo punto inverosímil; y es de todo punto inverosímil, porque es absolutamente imposible; es contraria a la naturaleza angélica, tal como ésta se halla ahora en los ángeles malos. Éstos perdieron su fin sobrenatural, fueron desnudados de la gracia santificante y arrojados al fuego eterno; eran libres, con una libertad racional mucho más perfecta que la del hombre; se les sometió a la prueba, pecaron y fueron castigados; pero los atributos de su naturaleza angélica, tan excelsa y admirable, se conservaron íntegros. Ellos saben quién es Dios; no lo aman ni pueden amarlo, y ésa es su pena mayor; pero respetan a Dios, lo temen; tiemblan de su Majestad, y de la santidad de Dios están despavoridos; ningún atributo divino los conturba ni los abruma tanto como el de la santidad; ninguno pesa tanto sobre ellos como el de la santidad de Dios. Con su inteligencia poderosa conocen lo que es Dios, y lo que es la criatura; ahondan en el abismo de su propia fealdad moral, y se aterran y se avergüenzan; viven humillados, pero no son humildes; todo el ser de ellos yace trastornado hasta en los más recónditos senos de su esencia espiritual, y, por eso, echando de menos el Bien Sumo, están sin cesar tristes, angustiados, sin que sean posibles para ellos jamás ni la paz, ni la alegría, ni la tranquilidad. Conocen que hacen el mal, detestan el mal, abominan el mal, y, sin embargo, lo buscan, lo quieren, lo desean; nada los consuela, todo les remuerde; son incapaces de arrepentimiento, y, aunque anhelan la satisfacción de amar, para ellos es imposible el amor; ningún afecto apacible dulcifica su recia naturaleza, siempre árida por el odio y requemada por la envidia.

Aunque entre ellos haya subordinación de los inferiores a los superiores, con todo, no hay unión ni armonía;   -603-   los ángeles prescitos forman un agrupamiento, una muchedumbre, sin ningún vínculo de amor recíproco. Cada demonio es un ser aislado, separado, solitario; la sociedad sería un bien, pero en el Infierno no hay bien alguno. Esa actitud de Satanás frente a frente del Altísimo es inverosímil, porque es imposible; no es la arrogancia, sino el anonadamiento, el afecto que, a pesar de su soberbia, domina a Satanás respecto a Dios; se aíra, se encoleriza, pero su furor es un furor abatido y humillado, que lo confunde y lo afrenta y lo avergüenza. Satanás tiembla, está siempre anonadado ante el Eterno.

En las batallas de los demonios contra los santos Ángeles es donde Milton ha escollado tristemente: la fuerza física, la energía atlética, el valor temerario; ¡ah!... ¡Qué pobres recursos poéticos, tratándose de combates entre criaturas puramente espirituales, que luchan, no cuerpo a cuerpo, sino pensamiento contra pensamiento, voluntad contra voluntad!... Esa artillería, esa metralla, ¿para qué ahí?... Eso empequeñece un asunto, grandioso de suyo e inefable.

Los dioses de la mitología clásica eran unos como seres humanos, con las mismas pasiones que los mortales; y no choca el que Homero en la Iliada y Virgilio en la Eneida les hayan dado el atributo de una fuerza material formidable... Pero ¿para qué habían menester de una fuerza semejante los espíritus angélicos en sus luchas misteriosas por la gloria divina?...

Puestas a un lado estas inverosimilitudes teológicas, ¿quién dejará de admirar el viaje de Satanás, cuando, repuesto del terror de su caída, va atravesando el caos tenebroso, en dirección hacia el mundo universo? ¿Quién no se conmoverá con aquella súbita emoción de triste sorpresa que le causa al mísero arcángel el clarear de la luz, que alcanza a divisar allá, en los confines que separan al caos de la vasta creación material? ¿Qué grandiosa imagen esa de Satanás volando por los espacios oscuros y desolados de las regiones de la eternidad, con aquellas sus alas gigantescas, agitadas como el velamen de una embarcación, que surca rápidamente, a todo   -604-   viento, las aguas del Océano?... Imaginando con reflexión la escena, tal como la describe Milton, se siente horror al considerar la llegada de Satanás al Edén; el contraste entre la inocencia inerme de nuestros primeros padres, y la fuerza poderosa del envidioso tentador, hace trágica la situación... Se presienten el triste desenlace del poema y la pérdida del Paraíso terrenal. Pero, para gozar con la lectura del poema de Milton, es de todo punto indispensable, como ya lo hemos advertido antes, cerrar los ojos a todas las inverosimilitudes teológicas de la composición, y colocarse en ese punto de vista desde el cual Milton consideraba su obra. Tengamos muy presente que el error y la ignorancia son imposibles en la eternidad; la mente de Lucifer no podía caer en error; y ¡qué error!... ¡Pretender que Dios dejara de ser Dios!... Ese absurdo, esa locura son imposibles. El Satanás de Milton es un personaje inverosímil, porque es un ser metafísicamente imposible200.





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ArribaCapítulo cuarto.- Las regiones de ultratumba en la poesía épica religiosa

Advertencia necesaria. La Divina comedia del Dante. Juicio general sobre el poema. Estudio crítico especial sobre El Infierno. Observaciones sobre El Purgatorio y sobre El Paraíso. El simbolismo en la Divina comedia. La alegoría. Una palabra sobre Beatriz: su significado. Notas sobre la originalidad de la Divina comedia. Resumen de este estudio literario.



I

Muy difícil es componer un poema religioso en el cual las ficciones de la imaginación del autor guarden   -606-   perfecta armonía con las enseñanzas de la ciencia sagrada; la verdad del dogma católico es inflexible, y no consiente completa libertad a la fantasía. Ya lo hemos visto examinando dos poemas épicos, cuyos asuntos, aunque eminentemente religiosos, pudieran, como hechos históricos, prestarse con alguna facilidad a ser hermoseados por las galas de la más bella entre las bellas artes. ¿Qué diremos de las obras poéticas en las cuales sus autores se han propuesto como asunto la descripción de las regiones de la eternidad? La descripción de esas misteriosas regiones, que ningún ojo humano ha visto y que la mente humana no puede concebir?... La poesía corre peligro de caer en error, de escollar en lo absurdo, de profanar lo sagrado, cuando acomete la empresa de cantar los dogmas relativos al estado de las almas en la eternidad.

Hay una epopeya famosa cuyo asunto es precisamente la descripción de las regiones de ultratumba; ese poema es la Divina comedia del Dante. Nos detendremos ahora para examinarlo; este estudio será sencillo.

Nuestro intento no es hacer un análisis prolijo del poema, sino considerarlo en su conjunto, de un modo general, como composición poética esencialmente religiosa, sin detenernos a analizar todas sus partes bajo todos aspectos de un modo circunstanciado. Con no poca desconfianza de nuestras propias luces, acometeremos, pues, el estudio literario del celebérrimo poema del Dante; tanto se ha escrito sobre este poema, tanto se lo ha elogiado, se han escrito tantos comentarios y se han dado a luz tantos análisis críticos, que ya es de todo punto imposible decir cosa ninguna nueva; el tema se halla agotado para la alabanza, la censura se calificaría de uno como sacrilegio literario.

La biografía del poeta da luz para entender los puntos oscuros del poema; la historia de las repúblicas italianas de la Edad Media viene a ser el comentario indispensable de la obra del rencoroso poeta florentino.

En la Divina comedia debemos distinguir las creaciones del ingenio del poeta, las invenciones de su imaginación,   -607-   sus doctrinas filosóficas, sus conocimientos teológicos y lo que pudiéramos llamar sus ideales políticos; este punto merece atención especial.

La Divina comedia es un poema trabajado y dispuesto con simetría y regularidad sistemática; el verso no varía ni se cambia, desde el principio hasta el fin es uno mismo, el heroico de once sílabas; la combinación métrica es inalterable, el terceto, en el cual la repetición regular y acompasada de la rima encadena la marcha del pensamiento, enfrena la imaginación y da a la obra un aspecto monótono, un aire severo, muy en armonía con los asuntos que son objeto de los cantos del poeta. Estos cantos están distribuidos asimismo con cierto orden o sistema numérico alegórico: un número determinado de tercetos, un número determinado de capítulos o de cantos, en cada una de las tres secciones del poema.

La Divina comedia es poema esencialmente narrativo; el Dante refiere lo que vio, lo que oyó en su viaje al mundo de ultratumba; el poeta describe el camino por donde anduvo, las regiones por donde fue atravesando, los lugares en que se detuvo, los sitios que recorrió. Como esas regiones de la eternidad son desconocidas para los vivientes, como esos lugares del Infierno, del Purgatorio y del Cielo no han sido vistos por ninguno de los mortales, la descripción que de ellos hace el poeta no podía menos de ser puramente imaginativa; los elementos descriptivos están tomados de los objetos reales del Universo material. Este mundo de la eternidad existe, mas, ¿cómo es ese mundo? ¿Cómo lo ha imaginado el poeta?

En la Divina comedia abundan las alegorías, las circunlocuciones, las alusiones locales y los símbolos científicos y literarios; no es, pues, un poema claro; la oscuridad es una de sus cualidades; y, para que su lectura sea inteligible y amena, hay necesidad indispensable de explicaciones y de comentarios. En Italia el Dante es muy leído; en otras naciones la Divina comedia es objeto de estudio para eruditos y literatos que, como Federico Ozanam, mediante estudios variados y sólidos, hechos   -608-   anteriormente, se hallan preparados para gustar de las bellezas recónditas del poema.

De sus tres partes o canciones, la de más fácil e interesante lectura es la primera, El Infierno; la segunda exige más reposo y mayor reflexión; en la tercera lo que más deleita es la exposición de las elevadas enseñanzas de la teología católica, hecha con una maestría consumada y un primor de estilo nuevo y nada común. El Purgatorio recrea más el ánimo, pero hiere menos la imaginación; El Paraíso habla más a la inteligencia, es, en rigor, un poema científico y rigurosamente teológico.

La religión católica tiene acerca del Infierno dogmas de fe, doctrinas verdaderas bien definidas, y opiniones que permite o tolera. El Infierno es el lugar donde, en el otro mundo, son castigados por la justicia de Dios los pecadores que han muerto impenitentes; ese lugar existe, las penas que ahí padecen los condenados son eternas. ¿Qué clase de penas son ésas? ¿Cuál es el instrumento con que las atormenta la Justicia de Dios? Según la doctrina católica, esas penas consisten en el dolor de la pérdida del Sumo Bien, y en los padecimientos de las potencias del alma y de los sentidos del cuerpo; un fuego criado, distinto del fuego material, es el instrumento de la Justicia divina. He ahí las enseñanzas católicas en punto al infierno, enseñanzas aterrantes en su misma sencillez.

Una observación más. Hasta el día del Juicio final penarán en el Infierno solamente las almas de los condenados; después de la resurrección universal, los réprobos serán arrojados en cuerpo y alma al lago de la ira de Dios. Lacus irae Dei, lago cuyas llamas, según la expresión del Apocalipsis, atiza y aviva eternamente el soplo de la Cólera de Dios.

Teniendo muy presentes estas verdades, leamos a Dante.



  -609-  
II

En su viaje al través del mundo de la eternidad, Dante va de la tierra al Infierno, del Infierno pasa al Purgatorio, del Purgatorio es transportado al Paraíso, y vuela de cielo en cielo hasta llegar al Empíreo, donde contempla la inefable Esencia Divina. Fija el poeta la edad en que hace el extraordinario viaje, determina el tiempo y expresa, con precisión, el día: fue en la tarde del Viernes Santo, cuando contaba treinta y cinco años de edad, en la mitad de la duración de la vida, en medio del camino de la vida, como dice el poeta, en ese lenguaje simbólico, tan propio suyo: Nel mezzo del camin di nostra vita.

En la tarde de aquel santo día, se encontró extraviado del camino recto, y metido en una selva, tan densa, que la oscuridad de ella le inspiraba pavor; tres fieras, una pantera, una loba y un león, le salen al paso, lo asustan, lo detienen. ¿Cuál es la realidad de estos símbolos?

Tres pasiones: la soberbia, la lujuria y la avaricia tiranizan al hombre y son causa de sus vicios, por los cuales se aparta del sendero recto de la virtud; Dante, acometido de ellas, se ve en peligro de perderse, y triunfa mediante los auxilios sobrenaturales de la Religión.

Viaja por el mundo de la eternidad; pero un tan extraordinario viaje no lo hace solo, tiene compañero y se le da un guía, Virgilio, el gran poeta romano, acude a tiempo para acompañarlo, y viene enviado de lo alto por Beatriz. El curso de la poesía, el estudio de las ciencias y de las letras, la fe pura, la teología cristiana, de la cual son siervas todas las demás ciencias, ¿eso querría significar el Dante bajo las figuras simbólicas de Virgilio y de Beatriz?... ¡Tal vez!...

Virgilio lo acompaña mientras dura su excursión por el Infierno y por el Purgatorio; para ascender al Paraíso, Beatriz, ella misma, es quien lo conduce y le va guiando;   -610-   próximo ya al trono de Dios, un gran santo, un contemplativo, San Bernardo, se pone al lado del poeta, reemplaza a Beatriz, y le explica los misterios de la vida íntima de Dios. ¿Qué significa esto? ¿Qué es lo que quiso dar a entender el poeta? ¿Acaso la necesidad no solamente de la fe y de la ciencia, sino también de la limpieza del alma y de la piedad fervorosa, para poder ser capaces del gozo soberano de la visión beatífica?... Pudiera ser...

Sigamos al poeta en su viaje misterioso; comencemos a descender, guiados por él, a lo más profundo del Infierno, recorriendo los recintos circulares del mundo del dolor, según el itinerario que, con buril de hierro, ha trazado en los hermosamente ásperos tercetos de su inmortal poema. Un abismo enorme y descomunal, en forma de embudo, abierto en el centro de la tierra, dividido en departamentos circulares, más y más estrechos conforme se van aproximando al fondo, sin claridad, sin luz, oscuros, tenebrosos, he ahí la forma del Infierno, inventada por la imaginación del Dante.

Detengámonos un momento, la topografía de El Infierno del Dante merece atención.

El recinto del Infierno está precedido de un vestíbulo.

En la entrada misma del pozo infernal están penando los espíritus de esos paranada, que en vida no fueron buenos ni fueron malos; sigue el río Aqueronte, a sus orillas llegan a cada instante millares de almas; las hace pasar a la margen opuesta el barquero Carón.

Pasado el río Aqueronte, comienza el primer círculo del Infierno, círculo ancho, espacioso, el más extenso de todos los círculos infernales. ¿Quiénes se encuentran detenidos allí? Allí están las almas de los paganos ilustres, que vivieron antes de Cristo; este círculo es propiamente uno como Limbo, donde permanecen eternamente los espíritus de los que murieron sin recibir el bautismo; ahí no se padece más pena que la de daño.   -611-   Dante encuentra en este círculo a Homero y a otros poetas célebres de la antigua Roma.

El Infierno tiene una puerta, sobre la cual se leen aquellas tan célebres palabras:


Por mí se va a la ciudad doliente...
[...]
¡Oh los que entráis dejad toda esperanza!201



Domina un pensamiento moral en esta parte del poema, y está oculto en todas las escenas de horror descritas por el poeta, a saber, que el crimen no queda jamás impune; aquí, en este mundo, puede triunfar; en la eternidad, el criminal cae en manos de la justicia inexorable de Dios. Los deshonestos, los codiciosos, los avaros, los pródigos, los orgullosos, los déspotas, los homicidas, los herejes, los cismáticos, los blasfemos son atormentados en el Infierno; todo crimen social es allí castigado, y no sólo todo crimen social, no, hasta la misma vida ociosa, esa vida de egoísmo, que no obra el mal, pero que tampoco practica el bien, esa vida, sin vicios ni virtudes, como dice el poeta, esa vida es también castigada; las almas estériles para el mal e infecundas para el bien están ahí en el pórtico desolado del Infierno, despreciadas y humilladas. ¡Míralas y pasa!, le dice Virgilio al Dante... ¡Cuánto desdén!...

Un viento arremolinado va arrastrando en incesante torbellino a los impuros; zambullidos hasta el cuello en un fango sucio, penan los glotones; en un río de sangre, sumergidos   -612-   hasta las pestañas, son atormentados los violentos, los crueles, los homicidas; hundidos en un pozo hondo de estiércol inmundo, expían su ruindad las almas viles de los aduladores, de los lisonjeros, de los rufianes; en un río congelado están sumergidos hasta las sienes, sufriendo el tormento del frío, los suicidas, los traidores; los hipócritas caminan, oprimidos por pesadas capas de plomo, subiendo y bajando, sin descanso, por las pendientes del círculo infernal, donde están aprisionados... La imaginación del Dante es fecunda para inventar tormentos terribles. ¿Cuál es la pena de los herejes?... Yacen sepultados vivos en tumbas de fuego... ¿Cómo son atormentados los simoníacos?... Los simoníacos están chapuzados, cabeza abajo, en pozas o huecos estrechos y profundos, donde el fuego los quema sin consumirlos; van cayendo allí uno sobre otro, y los pies del último que cae es lo único que aparece de fuera... «Las llamas lamían los pies del condenado, que se agitaba sin cesar, a causa del ardor», dice el poeta.

Los cismáticos estaban partidos por el cuchillo de un demonio, que los hendía y los talaba, dándoles golpes con el instrumento de que siempre va armado, volando a par de ellos... Mahoma iba allí entre ellos... Las vísceras le colgaban por delante, el corazón pendiente fuera del pecho le palpitaba, y hasta el saco de los excrementos se veía suspendido por de fuera... Así lo describe Dante.

Jamás se contenta con un solo tormento, añade alguna circunstancia que lo hace más penoso... A las almas baldías, que están en el vestíbulo del Infierno, las pican, sin descanso, unos tábanos de aguijón inmortal... Una lluvia incesante está cayendo eternamente sobre ellos, el granizo los apedrea sin tregua, del fango en que están hundidos se levanta, con la lluvia que lo empapa, un vaho fétido y pestilencial... Asimismo una lluvia, pero de muy distinta naturaleza, una lluvia de fuego, está cayendo sobre los violentos, que yacen desnudos en un arenal; copos de fuego, tan abundantes como los copos de nieve que caen en los Alpes cuando   -613-   sopla viento, llovían sobre esas almas desnudas, dice el terrible viajero del Infierno.

En la descripción que el Dante hace de esa pavorosa región, hay reminiscencias netamente paganas, escenas de la mitología clásica, monstruos con que el paganismo poblaba su Averno; ahí están el río Cocyto, la laguna Estigia; al trifauce Cancerbero, cuyos ladridos, resonando en las bóvedas infernales, atormentan eternamente a los condenados y les causan desesperación; allí Carón, el barquero sórdido e irascible; allí las tres furias, con su cabellera de serpientes; allí los centauros y hasta el híbrido minotauro, cuya figura recuerda su nefando origen; allí los gigantes, que escalaron el cielo; allí Minos, y con el mismo atributo de juez de los muertos, que le atribuía la mitología grecolatina. Minos, dice Dante, se enrosca su cola en la pierna, y el número de vueltas que con la cola forma, indica al condenado el círculo infernal a donde debe descender.

En el empleo de la mitología pagana en la poesía cristiana hay una aberración, deplorable, y no puede menos de chocar esa mezcla de lo profano con lo sagrado, de lo cristiano con lo pagano, que hace hasta ridículo en cierta manera el poema dantesco, examinándolo desde un punto de vista católico y científicamente teológico.

Lo que vamos a decir parecerá, tal vez, extraño y hasta inaceptable a algunas personas: el Dante, con ser poeta cristiano, el Dante, con ser conocedor profundo de la Teología católica, con todo, para la descripción que en su poema hizo del Infierno, no se aprovechó de todos los recursos que, para pintar las cárceles de la Justicia divina, se encuentran en las enseñanzas de la ciencia teológica acerca del Infierno y de las penas que en el Infierno padecen los condenados. En la trilogía cristiana del Dante, El Infierno es la menos cristiana de las tres canciones.

Los condenados del Dante no son los réprobos del Infierno cristiano, son las encarcelados del siglo décimo tercio, en los calabozos que las rudas costumbres de la   -614-   Edad Media solían construir, según el derecho penal de aquella época, todavía dura y recia. ¿Quién no se sorprende?... En el Infierno del Dante los condenados no sienten el aguijón punzador del remordimiento, ni padecen la desoladora pena de daño. ¿Qué es el Infierno sin esa pena? ¡El Infierno dejaría de ser Infierno sin esa asombrosa pena!... La teología católica es la única que, apoyada en la revelación, ha enseñado la existencia de esa pena; ¡los condenados del Dante no echan de menos el Cielo, ni lamentan la pérdida de Dios, del Bien Sumo, del último fin del hombre!




III

En El Purgatorio llama la atención la forma que el poeta ha imaginado para ese lugar: el Infierno es un cono invertido, el Purgatorio una encumbrada pirámide; en el Infierno hay círculos para los condenados, en el Purgatorio las almas ocupan las plataformas de la Pirámide; nueve son los círculos infernales, nueve los recintos expiatorios, nueve son también las mansiones del Paraíso. En el poema dantesco el simbolismo místico del número tres y de los múltiplos de tres está manifiesto: un poema, pero tres canciones; la inmortalidad, con el castigo, con la expiación, con el premio; tres personajes, Dante, Virgilio, Beatriz; la razón, la poesía, la teología; treinta y tres cantos en cada parte. Para los antiguos los números tenían un simbolismo místico, lleno de misterio.

La montaña del Purgatorio está en una isla desierta, en el Océano, y ocupa una situación que viene a ser antípoda de la santa ciudad de Jerusalén. Los andenes sirven de lugares de expiación a las almas; en la cima de la montaña está el Paraíso terrenal; pero volvemos a tropezar con reminiscencias mitológicas. ¿Para qué ese río del Leteo (cuyas aguas causan olvido) en la región   -615-   donde se purifican las almas?... El Purgatorio del Dante no deja en el alma una impresión profunda; la curiosidad se halla ya cansada; y, cuando se llega a la cumbre de la montaña, el encuentro del jardín del Edén en aquel sitio, no puede menos de tenerse como una ficción del todo inverosímil.

Confesamos, ingenuamente, que las invenciones poéticas del Dante en su Purgatorio no conmueven el ánimo con aquel sentimiento plácido y delicado que causa la contemplación de la belleza ideal; en el dogma católico relativo a la purificación de las almas en la eternidad, hay una verdad absoluta, muy más bella en sí misma que las más curiosas invenciones de la fantasía humana. En los dogmas de la revelación cristiana la belleza intelectual, que irradia de la verdad absoluta, percibida por la inteligencia, es mucho más deleitable que las ficciones de la imaginación. ¿A quién no conmueve hondamente la explicación que hace de las penas del Purgatorio Santa Catalina de Génova? En esa sencillez familiar con que expone la Santa lo que a ella se le alcanzaba acerca de la naturaleza de las penas del Purgatorio, hay una sublimidad, que deja asombrada la inteligencia y obliga a meditar.

Así como respecto del Infierno llamamos la atención de nuestros lectores a la topografía de aquel lugar imaginada por Dante, así también en la descripción del Purgatorio conviene que no pasemos desadvertida esa misma circunstancia. Para su Purgatorio ha imaginado el poeta florentino un vestíbulo al pie de la gran pirámide; pero ¿a quiénes ha puesto en ese vestíbulo? En el vestíbulo del Purgatorio ha detenido el Dante las almas de los pecadores que retardaron su conversión hasta la hora de la muerte, de modo que para estas almas ha discurrido una como doble expiación.

La propia, la rigurosa purificación, comienza en los siete departamentos de la pirámide, correspondiente a los siete pecados capitales: un departamento para cada pecado. Las almas penan, pero sus sufrimientos son más   -616-   con la pena de sentido, que con la privación de la vista de Dios, retardada para ellas a causa de sus pecados.

En cuanto al fuego, en su Purgatorio el Dante lo emplea sólo para castigo de las almas de los lujuriosos, las cuales purgan sus pecados en el séptimo departamento.

Hay en el Purgatorio del Dante cosas que pugnan con la teología católica: Catón de Útica aparece en el vestíbulo de la pirámide, y el poeta le ha atribuido un ministerio como de mando y de superioridad sobre las almas de los cristianos que, transportadas por el Ángel en la nave del Purgatorio, saltan a la isla, donde está el lugar de la purificación. Esto sólo se puede explicar teniendo en consideración el ideal político o la utopía social del Dante, y la innegable influencia que en su imaginación había ejercido la apoteosis que de aquel severo romano hace Lucano en su Farsalia. Si los suicidas están en el Infierno, ¿por qué Dante ha puesto a Catón en el Purgatorio? El suicidio, como acto moral, ¿fue laudable en Catón? ¿Por qué lo fue?

Menos chocante nos parece la invención de encontrar al poeta pagano Estacio en el Purgatorio, penando por el pecado de gula; pues, las leyendas que acerca de la conversión secreta del cantor de la Tebaida eran populares en la Edad Media, hacen menos inverosímil el concepto del Dante. Prescindiendo de la inverosimilitud teológica, hay en el encuentro de Virgilio y del Dante con Estacio una belleza dramática incontestable; qué bien imaginado ese ademán de modestia con que Virgilio le advierte a Dante que no le revele a Estacio su nombre, ¡el nombre del autor de la Eneida! ¡La sorpresa regocijada de Estacio, al verse inesperadamente delante de Virgilio!

No es menos feliz el pasaje del mismo canto en que refiere el temblor que sacudió la montaña del Purgatorio; ese temblor acontecía cuando una alma, terminada su purificación, volaba al cielo; a la conmoción de la montaña o pirámide sagrada seguía el himno angélico, en que prorrumpían todas las almas, cantando a una   -617-   voz, y dando las gracias al Señor por la bienaventuranza en que entraba el alma, cuya purificación había terminado ya.

El Purgatorio, esa región misteriosa, allá, en los arcanos de la eternidad, ¿cómo se la ha imaginado el poeta? ¿Cómo se la ha forjado su fantasía?... Ese mundo, esa región, donde no hay tiempo, donde no hay espacio ni extensión; ese lugar de las almas, de los espíritus inmortales que, desprendidos ya de la carne, de la materia, viven con una vida puramente espiritual; esas tinieblas santas, esas llamas purificadoras, que limpian de la escoria del pecado y acrisolan la caridad; esa mansión de la esperanza tranquila, donde se ama la justicia y se bendice el castigo... ¡el Purgatorio!... La imaginación se lo pinta a sí misma, la fantasía se lo forja dándole formas materiales; pero ¿cómo es en verdad?... ¡Pobre imaginación humana!, ella pinta a su modo una región, combinando los elementos de las cosas materiales que percibe el espíritu por medio de los sentidos... Mas ¿cómo imaginar lo inmaterial? La poesía corre peligro de envilecer lo excelso, y de debilitar lo que en sí mismo es sublime, cuando acomete la empresa de describir las regiones de ultratumba; la poesía se abre camino por el mundo de la eternidad, ese mundo es de suyo oscuro, y la poesía va tanteando como quien anda en tinieblas.

Según nuestro juicio, no merecen aprobación sino censura ciertas incoherencias de lenguaje, que trascienden a paganismo, y no pueden menos de ser muy impropias en un poema cristiano, como llamar sumo Jove a Jesucristo; estas expresiones deslucen la Divina comedia del Dante, y son muy censurables.




IV

En el Paraíso se nota una cierta simetría, algún tanto monótona, en la parte descriptiva; en cambio, la parte científica es interesantísima.

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Luz, resplandor, brillo de piedras preciosas acumula Dante en su Paraíso; la imaginación del poeta como que agota su facultad inventiva para describir la mansión de la bienaventuranza eterna... La lumbre de la Divina Esencia está reverberando en los cielos de los cielos, refleja sus rayos de gloria sobre los santos y sobre los ángeles, los bienaventurados centellean y están revestidos de fulgores divinos e inundados en hermosa y deslumbradora claridad. Pero ¿qué hacen? Dante dice que cantan, que danzan, que se agitan, poseídos de santa alegría, rebosando en inefable regocijo.

¿Habrá sido feliz al agrupar como ha agrupado a los ejércitos bienaventurados, imaginando que formaban una águila cuyas alas gigantescas temblaban, se sacudían con las emociones de júbilo, de que estaban henchidos los espíritus celestiales?... El simbolismo ¿no habrá perjudicado a la sencillez? ¿No habrá sido inoportuno?...

Los nueve cielos o nueve esferas celestes que la teología católica, de acuerdo con la astronomía de aquellos tiempos, admitía para explicar el orden del Universo, componen los recintos de los bienaventurados en el Paraíso del Dante; el primer recinto se halla, pues, en el cielo de la Luna, y el último en la esfera del planeta Saturno, luego sigue el Empíreo. ¿Qué diremos ahora nosotros, los hombres del siglo vigésimo, acerca de esta descripción del Paraíso?... ¡La astronomía moderna, con sus famosos descubrimientos, ha desbaratado el Paraíso del Dante!... ¿Dónde la adorable Esencia Divina se hace contemplar de los bienaventurados?... Dejemos a la ciencia sagrada la ardua ocupación de meditar humildemente sobre tan recónditos arcanos.

La explicación de la bienaventuranza celestial y de las maravillas inenarrables de la visión beatífica llenan estos cantos, verdaderamente teológicos, en los cuales la precisión de la doctrina y la esmerada pulcritud del estilo van a la par, y causan en el ánimo una emoción agradable; estamos en presencia de lo inefable; allá, como en lontananza, se barrunta algo de lo que será, en verdad, El Paraíso.

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El poema del Dante no es sólo eminentemente italiano por sus recuerdos, sino también por sus descripciones locales; el poeta se muestra profundo conocedor de su tierra natal, cuyos sitios pinta con una exactitud notable. Describe el aspecto de las horas del día, de una manera tan admirable, y da tales toques y echa tales pinceladas, que pone a la vista los objetos; en punto a la descripción de objetos y seres materiales, Dante posee el secreto de pintarlos tan diestramente, que sus figuras se ven, aparecen a la vista, tienen realidad, no se borran jamás de la imaginación; para describirlas, le bastan dos o tres rasgos... Las descripciones del Dante se trasladan al lienzo por medio del pincel y los colores con suma facilidad.

El influjo de Virgilio, el deseo de imitar la Eneida, se nota a veces en estas descripciones: las Arpías son los mismos monstruos virgilianos, y la transformación de los condenados en plantas vivientes fue sugerida por el Polidoro de la Eneida. La fantasía del Dante ha creado esa horripilante transformación de las almas de los condenados en llamas de fuego vivientes y sensibles. ¡Qué descripción la de Guido de Montefeltro!... ¡Dante es admirable!... Se ve moverse, agitarse, adelgazarse la llama...

La figura gigantesca, monstruosa, de Satanás, es una de las más bellas creaciones del poeta florentino; Satanás ocupa el centro del último círculo, del más hondo, del más estrecho del cono infernal; pero, ¿cómo está ese emperador del reino del llanto? ¿Cómo se lo ha figurado el poeta? Hundido hasta el pecho en un lago congelado, que lo aprisiona, lo comprime y lo atormenta; las alas cartilaginosas y lanudas del vampiro del abismo infernal no están quietas, las menea, las sacude sin cesar; parecen aspas veleras de un enorme molino de viento, que apenas se divisa en la oscuridad; ese viento que producen las alas del demonio, movidas sin descanso, es el que enfría y congela las aguas del lago infernal... Satanás en su cabeza colosal tiene tres caras, y con cada una de sus tres bocas masca eternamente un condenado;   -620-   los muerde con sus colmillos, clava sus garras en los cuerpos y los desuella; pero no se los traga, no se los engulle jamás... Judas es el que tiene en la boca de en medio; Bruto y Casio, a los extremos; éstos con la cabeza afuera; el Apóstol traidor, cabeza adentro; por entre los dientes del hocico de Satanás asoman las piernas del mísero Apóstol, pataleando con las convulsiones del dolor...

Dante, instruido en las enseñanzas de la teología católica sobre los ángeles caídos, no hace hablar al demonio; Satanás está callado, está triste, llora... ¡sus lágrimas se le cuajan en sus mejillas!... La ficción es sublime...

Junto a estas figuras sublimes, Dante en su Infierno es igualmente hábil para trazar escenas y figuras grotescas: esos condenados que nadan en el estanque de pez hirviente, que, de cuando en cuando, sacan la espalda y se sumergen velozmente de nuevo; esos diablos que, por luchar y reñir entre ellos, caen sobre la pez, y, con las alas sancochadas y enviscadas, no pueden seguir volando; y ese diablo, que sopla por detrás y hace resonar, por entre sus nalgas, un ruido ronco y semiacompasado, son con razón lo grotesco y hasta, si se quiere, lo bufo junto a lo terrible, lo ridículo con lo patético.




V

Las ideas que tenía el poeta sobre la política, lo que hoy diríamos sus ideales políticos, sus conocimientos en las ciencias físicas, su sistema planetario y hasta sus opiniones sobre ciertos puntos de las creencias cristianas, todo es necesario tenerlo presente para entender y para juzgar con acierto su poema. La salvación del emperador Trajano, el culto casi religioso de que Virgilio fue objeto en la Edad Media, las leyendas que acerca del   -621-   uno y del otro fueron populares en aquella época, dan mucha luz sobre varios pasajes de la Divina comedia.

El sistema cosmográfico del Dante era el sistema de Tolomeo; sus conocimientos en las ciencias naturales y en las de observaciones eran los que un sabio de aquellos tiempos podía encontrar en las obras de Aristóteles. Dante se manifiesta docto y erudito; hay en su poema ideas ajenas, pero también tiene juicios propios, dignos de ponderación. «Desde el cielo, bajé los ojos a la tierra y vi, dice, con desprecio, ese globulillo, que tanta codicia nos inspira a los mortales».

En política, Dante era un utopista consumado; la perfección social la hacía consistir en que hubiera, para gobernar todo el mundo, sólo dos Autoridades Supremas: el Emperador y el Papa; éste con poder espiritual, aquél para mandar en lo temporal; todo otro gobierno civil debía estar en todo el mundo subordinado al del Emperador. Perseguido por sus conciudadanos, desterrado, proscrito, condenado a ser quemado vivo y reducido a la mendicidad, anduvo vagando lejos de Florencia, su patria; en su alma, noblemente orgullosa, altiva, indómita y lastimada por el ostracismo, la persecución abrió una herida incurable, que los padecimientos fueron engangrenando; de ahí esas sátiras aceradas, esos sarcasmos doloridos en los cantos de su poema, principalmente en los del Infierno y en los del Paraíso; ya es el donaire irónico, ya el reproche airado; ahora el desdén, que afrenta; ahora la venganza, que maldice... Apasionado por sus ideales políticos, encuentra perversidad en todos los que no son sus cooperadores; su odio es ciego; su cólera, concentrada; su enojo implacable. Baldona a Bonifacio octavo, y de este Papa ha hecho el blanco de sus vehementes censuras. En boca de Santo Tomás de Aquino pone un epigrama burlesco contra la Orden de Santo Domingo; y el discurso de San Pedro Damiano, en uno de los cantos del Paraíso, concluye con un terrible insulto contra los cardenales; Dante, amigo de la austeridad, amante de la honra de la religión, era censor severo del escándalo, donde quiera que lo encontrara.

  -622-  

Sus venganzas han inmortalizado a sus víctimas; Alberico fue echado vivo al Infierno, ahí lo encuentra Dante entre los traidores: «¡Mi alma está aquí, en el Infierno, le hace decir al condenado, allá, en el mundo, un demonio sigue haciendo en mi cuerpo las veces de mi alma!»...

Hugolino, el conde Hugolino, en el Infierno, sacia su venganza mordiendo en la cabeza a Rugiero; para hablar con Dante, suelta la cabeza de su asesino, se limpia los labios, refregándolos en los pelos de la nuca de Rugiero; y, así que concluye la relación del modo cómo lo hicieron perecer a él y a sus tres hijos, dejándolos consumirse lentamente de hambre en la prisión, donde los tenían emparedados, vuelve a hincar sus dientes en la cabeza de su enemigo... Acaso, en la Divina comedia, no hay un pasaje más patético que éste.




VI

Vamos a decir una pocas palabras acerca de la alegoría y del simbolismo del poema del Dante.

En El Purgatorio hay alegorías bíblicas, inspiradas por Daniel, por Ezequiel y por el Apocalipsis; el grande y frondoso árbol de la vida, el carro tirado por animales misteriosos, los siete candelabros de oro, los ancianos coronados, etc., son imágenes bíblicas, simbólicas en el poema del Dante, como en los Libros proféticos de la Santa Escritura; pero el simbolismo de esas figuras en el poema del Dante es más obscuro, más indescifrable, que el que tienen en los Libros Sagrados. ¡La obscuridad!... La Divina comedia es, indudablemente, un poema oscuro... Cantú lo ha reconocido.

Dante se duerme demasiadas veces, y ese sueño suyo, y ese aletargamiento es un recurso inverosímil de que el poeta se vale, como para salir de un paso difícil. Volvamos a sus alegorías.

La más notable de todas es la de Beatriz. ¿Quién   -623-   es Beatriz? ¿Qué simboliza?... Beatriz fue una persona real, una joven de Florencia, y simboliza en el poema del Dante la teología, la ciencia, que conduce a Dios.

Es ya un hecho demostrado por la crítica histórica que Beatriz fue una joven florentina, de rara hermosura, a la cual amó el poeta, con pasión tan constante que, cuando ella murió, Dante siguió amándola todavía; y, para inmortalizar su memoria, la puso en el Paraíso, y la convirtió en uno de los símbolos de su poema. Dante conoció a Beatriz cuando ambos eran todavía niños: Beatriz contaba apenas ocho años, Dante tenía nueve.

Se vieron, se conocieron; Dante amó desde entonces a Beatriz, y la amistad entre la joven y el poeta fue tan sincera, tan entrañable, que ni la muerte misma fue poderosa para romperla. Dante no olvidó jamás a Beatriz, llevó la imagen de ella hondamente grabada en lo más íntimo de su alma; con su memoria siguió viéndola siempre y, para que su nombre fuese famoso, la esculpió con su cincel mágico en las austeras páginas de su singular poema; y ahí está Beatriz, con esa hermosura ideal que acertó a darle el poderoso ingenio del poeta.

Pero ¿no profanaría, acaso, el Dante un poema eminentemente sagrado, cantando en él y dando cabida a las memorias de un amor profano?... Entre Beatriz y Dante no hubo jamás lazo alguno de amistad que no fuese puro y casto, el recuerdo de Beatriz fue para Dante un recuerdo honesto; Beatriz había sido hermosa, pero en ese vaso terreno de una tan singular hermosura estaba encerrada una alma incomparablemente más hermosa, la embellecía el casto fulgor de la virtud... El poema del Dante es singular, sin duda ninguna; rara apoteosis del amor humano, cubierto siempre con el púdico velo de la honestidad, aquí en este mundo, y transformado en ciencia beatífica en la eternidad...

Dante, sombrío, meditabundo, se yergue entre el grupo de los grandes poetas sagrados de la edad cristiana; su rostro, enjuto, lleva las huellas del dolor; con arrugas prematuras lo ha surcado no la mano, lenta del tiempo,   -624-   sino la mano áspera de la desgracia; callado, su boca cerrada, su mirada pensativa están como diciéndonos que se halla abismado en la contemplación de las cosas que vio en su maravilloso viaje por las regiones de ultratumba. ¡Ha regresado al mundo de los vivos, pero se desdeña de mirar las grandezas humanas, porque ha visto los secretos de la eternidad; cubre su cabeza la capucha del peregrino, y el laurel de la inmortalidad la ciñe con sus hojas, que van cada día reverdeciendo más y más, merced a la admiración de los siglos!

Varón austero, alma indómita, poeta asombroso; su laúd, laúd de hierro, no dio nunca sones afeminados; el destierro le vigorizó, la religión enardeció su numen. ¿Habría cantado el Dante las glorias terrenas que despreciaba?... Para su estro poético estaban bien sólo los misterios de la vida inmortal202.



  -625-  
VII

Debemos decir una palabra siquiera en cuanto a la originalidad del poema del Dante. Críticos ha habido que, para ponderar el mérito de la Divina comedia, han asegurado que ésta fue una producción tan original, que careció de precedentes no sólo en la poesía popular de Italia, sino en la literatura de todas las demás naciones cristianas, lo cual no es exacto.

El asunto de la Divina comedia se funda en dos verdades: la creencia en una vida futura, después de la muerte, y la existencia de premios y de castigos, en esa otra vida. Ambas verdades pertenecen al tesoro de aquellas ideas religiosas que se han encontrado siempre en todos los pueblos, así antiguos como modernos, sea cualquiera el estado de su civilización y cultura203.

El hombre veía con sus propios ojos la muerte de los suyos, el acabamiento de la vida de los que le rodeaban;   -626-   entregaba el cuerpo de ellos a la tierra, pero no consentía jamás en que el alma se hubiese aniquilado; observaba la descomposición del cuerpo, advertía su reducción a cenizas, su desaparecimiento, pero tenía la convicción íntima de la supervivencia del alma. Ésta continuaba existiendo, no perecía, no se acababa. Mas ¿dónde continuaba viviendo el alma? ¿Qué clase de vida era la vida de que vivía el alma, separada del cuerpo? Acerca de estos puntos había ignorancia, errores, equivocaciones; la imaginación y la fantasía suplían lo que la inteligencia no alcanzaba a descubrir, pero siempre en esas regiones misteriosas y desconocidas de más allá del sepulcro, un criterio de moralidad inflexible distinguía dos lugares: uno el del castigo; otro el de la remuneración. El orden moral nunca era violado impunemente.

Los viajes de los vivos a esas regiones, las peregrinaciones a esos reinos misteriosos del dolor y del regocijo ultramundanos, abundan en la literatura de todos los pueblos, tanto paganos como cristianos: Homero, en la Odisea, refiere la excursión de Ulises a la mansión de las sombras; el hermoso canto sexto de la Eneida de Virgilio es el resumen de todo cuanto la filosofía antigua había alcanzado a entrever acerca de las condiciones de la inmortalidad de las almas, en el mundo de más allá del sepulcro.

En la Edad Media, no sólo en la misma Italia, sino en otras naciones cristianas, eran comunes y hasta populares las relaciones de viajes milagrosos a la eternidad; las descripciones del Infierno, del Purgatorio, del Cielo apacentaban la imaginación de las gentes de entonces; y en aquellos tiempos de tanto desorden y de tanto trastorno, consolaban a los que eran víctimas de la fuerza y de la injusticia, y llevaban a la conciencia endurecida de los déspotas y de los perversos una protesta enérgica, aunque disimulada.

¿Qué hizo el Dante? ¿En qué consiste su indisputable originalidad? En el fondo, el Dante describió las mismas tres mansiones de la eternidad cristiana que   -627-   otros habían descrito antes que él; su poema es un viaje fingido por el mundo de la eternidad y no era Dante el primero que fantaseaba de esa manera, haciendo una peregrinación realmente imposible. ¿En qué está su originalidad? En la maestría de la ejecución. Las otras leyendas, los otros poemas sobre este mismo asunto son como bosquejos confusos al lado del cuadro animado, viviente y patético que, con colores imborrables y pincel diestro, supo trazar el poeta florentino.

Cercenó lo absurdo, separó lo grotesco, pulió lo tosco, escogió circunstancias adecuadas, no recargó de pormenores inútiles sus descripciones; se ciñó con rigurosa exactitud a las enseñanzas de la ciencia teológica ortodoxa sobre la suerte de las almas en la eternidad; en sus opiniones personales cuidó de apoyarse en tradiciones entonces autorizadas y enlazó su poema con la historia política y social de Florencia y de Italia en aquellos tiempos. He ahí la obra del Dante.

El cristianismo, como ya lo hemos dicho en otra parte, es la única religión que haya dado a los hombres ideas claras, precisas y elevadas acerca de las condiciones de la vida de las almas en las mansiones de la eternidad. Los dogmas del cristianismo relativamente a la vida futura tienen un enlace lógico esencial con las reglas y con las leyes de la moral en la vida presente. Dante, en sus ficciones poéticas, no ha inventado nada que sea diametralmente opuesto al dogma ni contrario a la moral inmutable de la religión revelada.

Hubo una circunstancia más para que el poema llegara a ser popular, y fue que Dante no lo compuso en latín, sino que lo escribió en el lenguaje vulgar del pueblo; sus versos eran así fácilmente entendidos no sólo por los doctos, sino hasta por las gentes humildes, por los artesanos, por los campesinos. Su estilo no era encumbrado, sino sencillo, familiar; sus comparaciones, de objetos muy comunes y conocidos; su lenguaje, claro, usual, inteligible.

El verso, bien trabajado, con arte, con simetría; la rima asimismo simétrica, fácil, compacta; las divagaciones   -628-   de la imaginación tenían ajustadas las riendas con las leyes métricas del terceto, y la atención de los lectores quedaba así más fijada; condiciones favorables todas estas para que las pinturas del poema se grabaran hondamente en la imaginación del pueblo, y la Divina comedia llegara a ser a la vez composición erudita y poesía popular.

Hemos concluido nuestro estudio acerca del célebre poema del Dante. Una epopeya cristiana en la que se describan las regiones de ultratumba, ¿será posible? ¿Será fácil? Nuestra respuesta es muy sencilla: es posible, pero sumamente difícil. La dificultad crecerá cada día más y más, a medida que las ciencias fueren revelando los secretos del Universo material, porque el simbolismo, de que los poetas se salían valer para describir el Infierno, el Purgatorio y el Paraíso, pierde toda su convencional significación, a medida que se conocen mejor los objetos naturales.

¿Será posible situar ahora el Infierno en el centro del globo terrestre, como lo hizo Dante en su poema?

¿Cómo se podrá pintar las mansiones celestiales?

¿De qué modo se acertará a imaginar la santa cárcel del Purgatorio?

Concluyamos, pues, que una epopeya cristiana es muy difícil, ahora sea el poema narrativo, ahora sea descriptivo.











 

1

Nicolás Jiménez, «El Ilmo. y Rvdmo. Sr. Dr. D. Federico González Suárez», Revista de la Sociedad Jurídico Literaria, Vol. XIX, pp. 241-303, Quito, 1917.

Bibliografía del ilustrísimo Federico González Suárez, 1844-1917, Publicaciones del Archivo Municipal, Vol. XI 4.º, 290 pp., Quito, 1936. Segunda edición en Biblioteca de Autores Americanos, Quito, 1947. (N. del E.)

 

2

De las Memorias íntimas hay cinco ediciones. La primera es de 1930. (N. del E.)

 

3

La bibliografía del Iltmo. señor González Suárez casi completa puede verse en el «Ensayo bibliográfico» compuesto por el Señor Canónigo de la Catedral de Quito, Dr. Ricardo Bueno C., que se publicó primeramente en la revista de Riobamba Dios y Patria en 1924; y luego, ampliado, en Quito en 1943 y en el volumen X de Clásicos Ecuatorianos, en 1944.

La bibliografía histórica, véase en Bibliografía científica del Ecuador por Carlos Manuel Larrea, 5 volúmenes, Quito, 1948-1953; y Madrid, 1952. (N. del E.)

 

4

Se publicó en el Boletín eclesiástico, Año XXV, N.º 10, pgs. 340-46. (N. del E.)

 

5

Revista de la Sociedad jurídico-literaria, N. S., Tomo XIX, N.os 54 y 55, pág. 256. (N. del E.)

 

6

Historia general de la República del Ecuador, Tomo I, pág. X, Quito, 1890. (N. del E.)

 

7

De la Historia del P. Velasco hizo una edición (incompleta pues sólo llega al libro III de la historia antigua) M. Brandin, en 1837. Esta edición se ha vuelto muy rara. En 1854 se publicó el pequeño opúsculo Recuerdos de los sucesos principales de la Revolución de Quito, por Salazar y Lozano. En 1863, los Apuntamientos históricos, de M. Cueva; y puede decirse que éstos son los únicos trabajos históricos de aquella época; pues no consideramos tales los documentos relativos a sucesos contemporáneos. La primera edición de la obra de Cevallos se hizo en Lima, en 1870. (N. del E.)

 

8

Hist. general, loc. cit., pág. 1. (N. del E.)

 

9

Hist. gen., loc. cit., pág. 1. (N. del E.)

 

10

Acerca de la etnografía del Brasil había publicado, en 1867, Carl Friedrich Philipp von Martius, una importantísima obra que se titula Beiträge zur Ethnographie und Sprachenkunde. America's zumal Brasiliens (Leipzig, 2 vol., 1867). (N. del E.)

 

11

Ephraim George Squier, publicó una serie de estudios sobre el Perú antiguo entre 1853 y 1883. Es muy conocido el libro Incidents of Travel and Exploration in the Land of Incas, New York, 1877, 8.º. (N. del E.)

 

12

William Bollaert es el autor de varios artículos apreciables, publicados asimismo, en su mayor parte, en revistas científicas de 1831 a 1874. (N. del E.)

 

13

Lettre sur les antiquités de Tiaguanaco et l'origine presumable de la plus ancienne civilization du Haut Pérou, París, 1866. (N. del E.)

 

14

Parece probado que las comarcas del cantón Alausí en la actual provincia del Chimborazo hasta Tiquisambe se comprendían también en el grupo del antiguo Cañar. (N. del E.)

 

15

Historia general del Ecuador, tomo I, lib. I, pág. 40. (N. del E.)

 

16

Notas arqueológicas, Quito, 1915. VIII, págs. 83-84. (N. del E.)

 

17

El título exacto de esta obra es Memorias antiguas historiales y políticas del Perú. La otra obra del licenciado Fernando de Montesinos, Anales del Perú, se publicó en 1906. De la primera, sacó el Ilmo. señor González Suárez, una copia manuscrita, del original que se guarda en la Biblioteca de la Real Academia de la Historia, cuando fue a estudiar los archivos españoles; dicha copia se halla ahora en el rico archivo del Sr. Jijón y Caamaño. (N. del E.)

 

18

Los aborígenes de Imbabura y del Carchi, Cap. II, págs. 34-35. En la Prehistoria ecuatoriana, Quito, 1904, Cap. I, pág. 16, había hecho ya esta rectificación. Lo que le indujo a creer que la leyenda de las guacamayas era propia de los Jíbaros y que Molina había sufrido equivocación al atribuirla a los Cañaris, fue, sin duda, el relato del P. Carlos Brentano que halló entre los Mainas una tradición casi idéntica. La obra del P. Brentano se conserva manuscrita en la Real Academia de la Historia; la parte relativa a la leyenda de los Mainas la publicó Jiménez de la Espada en las Relaciones geográficas de Indias, T. IV, último apéndice, págs. LXXII, Madrid, 1897. (N. del E.)

 

19

Notas arqueológicas, Quito, 1915. XII, págs. 133 y sigtes. (N. del E.)

 

20

Rafael Karsten, Mitos de los indios Jíbaros (Shuará), en Bol. de la Sociedad Ecuatoriana de Est. Hist., tomo II, págs. 328-30. (N. del E.)

 

21

Citados por Roberto Lehmann-Nitsche, El diluvio según los Araucanos de la Pampa, Buenos Aires, 1918. (N. del E.)

 

22

Los aborígenes de Imbabura y del Carchi, Apéndice, pág. 105. Prehistoria, Cap. I, pág. 15. (N. del E.)

 

23

Historia general, T. I, Cap. III, págs. 130-31. (N. del E.)

 

24

Véase a este respecto los estudios del Dr. Uhle sobre la estólica en el Perú (1907) y lo dicho por nosotros en el Boletín de la Sociedad Ecuatoriana de Estudios Históricos, T. I, pág. 85, Quito, 1918. (N. del E.)

 

25

Prehist. ec., pgna. 82. (N. del E.)

 

26

Notas arqueológicas, XIII, pág. 181. (N. del E.)

 

27

Mission du Service Géographique de l'Armée pour la mesure d'un Arc de Meridien Equatorial en Amérique du Sud, Tomo 6, París, 1912. (N. del E.)

 

28

Charles Wiener, Pérou et Bolivie, París, 1880, pág. 777. (N. del E.)

 

29

Friedrich Ratzel, Las razas humanas, traducción española, Barcelona, 1889, T. II, pág. 415.

Rudolf Cronau, América, Barcelona, 1892, T. II, pág. 310. (N. del E.)

 

30

Jijón y Caamaño, en su preciosa obra Contribución al conocimiento de los aborígenes de la provincia de Imbabura (Madrid, 1914, páginas 333-334) da una lista de los objetos de estilo Tiahuanacota hallados en Patecte. (N. del E.)

 

31

La lengua Jíbara se considera, hasta ahora, como independiente; aunque Beauchat y Rivet han encontrado numerosas semejanzas lexicográficas entre ésta y las lenguas Arawakas. Véase el muy erudito estudio de Jijón y Caamaño: Contribución al conocimiento de las lenguas indígenas que se hablaron en el Ecuador... (Ed. especial de Bol. de la S. E. de E. H. A., Vol. II, N.º 6 Quito, 1919, págs. 41-53), en donde se hace un prolijo estudio de la lengua Jíbara y se indican abundantes fuentes de noticias etnográficas sobre los jíbaros. (N. del E.)

 

32

Publicaciones del Centro de Estudios Históricos y Geográficos del Azuay, Cuenca, 1921. Entre las varias publicaciones históricas del erudito escritor Sr. Matovelle, merece mencionarse de modo particular ésta, por la abundante documentación en que está fundada. En las muchas y muy interesantes notas de este libro, hace el autor frecuentes referencias al Estudio histórico sobre los Cañaris, al que justamente califica de «sabia monografía», «que en ella se ha acopiado cuanto de más notable se ha escrito acerca de los Cañaris» (Nota de la página 41). (N. del E.)

 

33

Ethnographhie ancienne de l'Equateur, págs. 99-106.

 

34

Tomás Vega Toral, La Tomebamba de los Incas, Cuenca, 1921, 21 págs. 8.º. Jesús Arriaga, ¿En dónde fue Tomebamba?, citado por Vega Toral. (N. del E.)

 

35

No todas las construcciones incásicas tenían las piedras labradas en el estilo de los paralelogramos convexos; pues hay también otras, principalmente en la época de los últimos Incas, en que los muros están hechos con piedras casi rústicas, unidas con barro. Véase a este respecto: Jacinto Jijón y Caamaño y Carlos Manuel Larrea: Un cementerio incásico en Quito y Notas acerca de los Incas en el Ecuador, Quito, 1918, págs. 56-57. (N. del E.)

 

36

Hist. general, T. I, pág. XIV. Los aborígenes de Imbabura, Intr., pág. XI. (N. del E.)

 

37

El manuscrito de Bamps, traducción del Estudio histórico sobre los Cañaris, se vendió poco después de la muerte del notable americanista belga. Lo adquirió el librero M. Chadenat, quien anunció esta obra en su boletín trimestral Núm. 28, correspondiente a enero y febrero de 1902, bajo el número 29.284. En 1912 lo adquirió para su rica biblioteca americanista, el Sr. D. Jacinto Jijón y Caamaño. La memoria sobre Tomebamba se publicó en la revista Muséon de Lovaina. (N. del E.)

 

38

Cieza de León, Crónica del Perú (capítulo 44 y 56). Alcedo, Diccionario geográfico de América. (N. del A.)

 

39

Velasco, Historia del Reino de Quito (Historia antigua, Libro 1.º). (N. del A.)

 

40

Alcedo, Diccionario geográfico de América, (V, Cuenca). (N. del A.)

 

41

Historia de los Incas (Cap. 39, en la colección de Barcia). (N. del A.)

 

42

Historia general y natural de Indias (Libro 46, cap. XVII). (N. del A.)

 

43

Historia del Perú (Capítulos 16, 17 y 18). Traducción francesa en la colección de Ternaux-Compans. (N. del A.)

 

44

Cusi-Bamba, según lo indica el P. Salinas en su Crónica de los franciscanos en el Perú, es el valle de Loja; lo cual está de acuerdo con lo que dice Balboa. (N. del A.)

 

45

Herrera, Historia de las Indias Occidentales (Década V, libro 3.º, cap. XVII). (N. del A.)

 

46

Oviedo, Historia general y natural de Indias (Libro 46, cap. 2.º). (N. del A.)

 

47

Balboa (en el lugar antes citado). (N. del A.)

 

48

Montesinos, Memorias sobre el Perú antiguo (Cap. 23 y 26). En la colección de Ternaux-Compans. (N. del A.)

 

49

La montaña Huacay-ñan de esta leyenda se halla en la cordillera oriental, y ahora toda aquella comarca es conocida con el nombre de Guarayñac, corrupción evidente de Huacay-ñan. (N. del A.)

 

50

Brasseur de Bourbourg, Des sources de l'histoire primitive du Mexique etc., VI. El célebre americanista francés ha sacado esta tradición de los Cañaris de la obra de Ávila sobre los errores, falsos dioses, supersticiones... etc. de varias naciones del Perú, la cual se conserva todavía inédita en el archivo de la Biblioteca Nacional de Madrid. No dudamos que, cuando salga a luz este manuscrito precioso, se aclararán muchos puntos que hoy están oscuros. (N. del A.)

 

51

Landa, Relación de las cosas de Yucatán, XLII. (N. del A.)

 

52

Cogolludo, Historia de Yucatán, libro IV, cap. VIII. (N. del A.)

 

53

Lizana, Del principio y fundación de estos cuyos omules de este sitio y pueblo de Itzmal (Las citas de Landa y Lizana se refieren a la publicación de Brasseur, titulada Colección de documentos en las lenguas indígenas, para servir al estudio de la historia y de la filología de la América antigua. Volumen tercero). (N. del A.)

 

54

Zamora, Historia de la provincia de S. Antonio del Orden de Predicadores en Nueva Granada (Libro 2.º, cap. 16). (N. del A.)

 

55

Garcilaso de la Vega, Comentarios reales de los Incas (Parte 1.ª, libro 8.º, cap. 5.º). (N. del A.)

 

56

Íd., lugar citado. (N. del A.)

 

57

Respecto de las creencias religiosas, además de los autores antiguos, entre los modernos puede consultarse a Desjardins, Le Perou avant la conquete espagnole. Las tradiciones religiosas y cosmogónicas de las antiguas naciones americanas se hallan reunidas en un solo cuadro por Brasseur en la Introducción al Popol Vuk o libro sagrado y mitos de la antigüedad americana. (N. del A.)

 

58

En cuanto a la manera de sepultarse ha habido tanta variedad, que cada nación ha tenido la suya propia; acerca de este punto nos referimos a la preciosa obra de Tschudi sobre las Antigüedades peruanas (Cap. 8.º). Lorente, Historia antigua del Perú (Libro 4.º, cap. 5.º). (N. del A.)

 

59

Garcilaso, Comentarios reales... (Libro 7.º, cap. 3.º). (N. del A.)

 

60

El decreto del Sínodo dice así: «Capítulo tercero: Que se hagan catecismos de las lenguas maternas donde no se habla la del Inga.

»Por la experiencia nos consta que en este nuestro Obispado hay diversidad de lenguas que no tienen ni hablan la del Cuzco y la Aymará, y que para que no carezcan de la doctrina cristiana es necesario hacer traducir el catecismo y confesonario en las propias lenguas; por tanto, conformándonos con lo dispuesto en el Concilio Provincial último, habiéndonos informado de las mejores lenguas que podrían hacer esto, nos ha parecido cometer este trabajo y cuidado a Alonso Núñez de S. Pedro y a Alonso Ruiz para la lengua de los llanos y atallana -y Gabriel de Minaya, Presbítero, para la lengua Cañar y Puruhay-, y a Fr. Francisco Jerez y a fray Alonso de Jerez de la Orden de la Merced para la lengua de los Pastos, y a Andrés Moreno Zúñiga y Diego Bermúdez presbíteros, la lengua quillasinga; a los que encargamos lo hagan con todo cuidado y brevedad pues de ello será Nuestro Señor servido y de nuestra parte se lo gratificaremos y hechos los tales catecismos los traigan o envíen ante Nos para que vistos y aprobados puedan usar de ellos».

Este sínodo se conserva manuscrito en el archivo de la Curia eclesiástica de Quito. (N. del A.)

 

61

Hervás, Catálogo de las lenguas (Lenguas americanas, Tratado 1.º, cap. V). Para comprender bien lo que dice este autor acerca de la provincia del Azuay, o gobierno de Cuenca, conviene hacer notar que llama Cañar todo lo que pertenece al cantón del mismo nombre, y Cañarbamba, los términos occidentales de la provincia, desde el Nudo del Portete hasta más allá del valle de Yunguilla. (N. del A.)

 

62

Cabello Balboa, Historia del Perú (Cap. XIV). (N. del A.)

 

63

García, Origen de los Indios (Libro 2.º, cap. 1.º y 2.º). (N. del A.)

 

64

Acosta, Historia natural y moral de las Indias (Libro 6.º, cap. 8.º). (N. del A.)

 

65

Montesinos, Memorias sobre el Perú antiguo (cap. 4.º). (N. del A.)

 

66

Velasco, Historia de Quito (Historia natural, libro 4.º). (N. del A.)

 

67

Castelnau, Expedition dans les parties centrales de l'Amerique du Sud (cap. XXXVIII). (N. del A.)

 

68

Ríos antiguos, sacrificios e idolatrías de los indios de la Nueva España (cap. XIII). En la colección de documentos inéditos para la historia de España, tomo 53. A. Hops, The Spanish conquest in America... (Libro XVI, cap. III). (N. del A.)

 

69

Memorias de la Academia Real de Berlín. La citan Prescott (en la Historia de la conquista del Perú, libro 1.º, cap. 5.º) y Humboldt en las Vues des cordilleres. (N. del A.)

 

70

Brasseur, Historia de las naciones civilizadas de México y Centro América, tomo 3.º, libro 12.º, cap. 6.º), Ensayo sobre las fuentes de la historia primitiva de México..., XVI. Carli, Cartas americanas (Carta 1.ª). La Condamine confiesa que no acierta a explicar cómo hayan podido los peruanos redondear y pulir las esmeraldas y atravesarlas con dos agujeros cónicos diametralmente opuestos sobre un eje común. De esta clase de piedras preciosas, así taladradas, se nos ha informado que se halló una que otra en Cojitambo. Véase la obra de Droun de Bercy titulada L'Europe et l'Amerique comparées, escrita para refutar las erróneas aseveraciones de Paw sobre la América y los americanos.

Vistoso debió ser el aspecto de los régulos y grandes de la nación; coronada la cabeza con sus grandes llautos de oro, a la espalda del manto de algodón recamado de oro, sobre el pecho planchas redondas también de oro, suspendida de la frente una media luna del mismo metal, adornados brazos y piernas con brazaletes bruñidos, en las orejas pendientes de oro y a la mano un bastón largo con el disco de oro, cuajado como la corona de laminitas brillantes que, al andar, hacían constante ruido, el Cañari se presentaría, sin duda, magnífico, cuando, mientras danzaba en las grandes fiestas nacionales, los rayos del Sol cayendo sobre los adornos de oro hacían resaltar toda su belleza y esplendor. (N. del A.)

 

71

Cieza de León, Crónica del Perú (cap. 44). (N. del A.)

 

72

Garcilaso, Comentarios reales (Libro 7.º, cap. 4.º). (N. del A.)

 

73

Garcilaso, ídem. Alcedo, Diccionario geográfico de América (V, Cañaris). Herrera, Historia de las Indias Occidentales (década V, libro 5.º, cap. 1.º). (N. del A.)

 

74

Garcilaso, Comentarios reales de los Incas (Libro 7.º, cap. 5.º). (N. del A.)

 

75

Cieza de León, Crónica del Perú (cap. 44). (N. del A.)

 

76

Garcilaso (en el lugar antes citado). (N. del A.)

 

77

Huezey, en el lugar citado. (N. del A.)

 

78

Arriaga, Extirpación de la idolatría en el Perú (cap. 5.º). No parece fuera de propósito hacer notar aquí que todas las palabras quichuas citadas por el P. Arriaga están muy mal escritas, el verdadero modo de escribirlas y su significación pueden verse en Tzchudi, Die Kechua-Sprache, vol. 3.º. (N. del A.)

 

79

Arriaga, Extirpación... (cap. 5.º). (N. del A.)

 

80

Lorente, Historia antigua del Perú (Libro 2.º, cap. 3.º). (N. del A.)

 

81

Garcilaso, Comentarios reales (Libro 6.º, cap. XXXVII). (N. del A.)

 

82

Moke, Histoire des peuples americaines (cap. VII). Puede consultarse también a Clavijero, Historia antigua de la conquista de México (libro 1.º); Humboldt, Vues des cordilleres, etc.; Torquemada, Monarquía indiana (libro 8.º). (N. del A.)

 

83

Brasseur, Histoire des nations civilisées du Mexique et de l'Amerique-Centrale (Tome premier, Temps. héroiques, Empire des Tolteques). El autor ha recogido en esta obra, verdaderamente notable por la erudición, todas las tradiciones y documentos relativos a la nación de los Toltecas. (N. del A.)

 

84

Desjardins, Le Pérou avant la conquête espagnole (Vol. N.º 7.º). Brasseur, en el comentario al Popol Vuk o libro sagrado. También el moderno naturalista norteamericano Oscar Peschel se inclina a abrazar esta opinión, en su obra titulada The races of man, and their geographical distribution. Pocos pero interesantes rasgos acerca de las prácticas religiosas de los antiguos habitantes de Tiahuanaco se encuentran en una obra muy poco conocida, la Historia de Nuestra Señora de Copacabana, del P. Andrés de S. Nicolás (cap. 4.º, 5.º, 6.º). (N. del A.)

 

85

Humboldt, Vues des cordilleres... (N. del A.)

 

86

Puede consultarse Brasseur en la obra antes citada; a Clavijero en la Historia antigua de México; a Prescott en la Historia de la conquista de México, y a Moke. (N. del A.)

 

87

Humboldt, Vues des cordilleres... El uso de jeroglíficos, considerado como escritura, ha dado lugar a la división de los signos en diversas clases, llamadas como es de todos muy sabido escritura ideográfica y fonética; imitativa y simbólica; jeroglífica y demótica. Según el célebre pasaje del P. Las Casas en su Historia de las Indias, los Mayas de Yucatán poseían el principio y la esencia del fonetismo. Van Drival, Grammaire comparée des langues bibliques (Part. 1.ª, cap. 9.º). (N. del A.)

 

88

Lorente, Historia antigua del Perú (Libro 4.º, cap. 3.º). (N. del A.)

 

89

Castellanos, Elegías de varones ilustres de Indias (Primera parte, Elegía a la muerte de Benalcázar, Canto primero). Apuntes para la historia de Quito por Pablo Herrera (cap. 1.º). Nos aprovechamos de esta ocasión para tributar al Sr. Dr. Dn. Pablo Herrera los más sinceros agradecimientos por el anhelo con que se ha dignado favorecer nuestros estudios sobre la historia antigua del Ecuador, prestándonos para ellos decidida cooperación e ilustrados consejos. (N. del A.)

 

90

Orbigny, L'Homme americain de l'Amerique meridionale consideré sous ses rapports physiologiques et moraux. Morton no ha vacilado en escribir las siguientes notables palabras. The Toltecan family. In this group are embrassed the civiliced nations of Mexico, Peru and Bogota, extendin from rio Gila in the thirty-third degree of north latitude, along the western margin of the continent to the frontiere of Chili... In South America, on the contrary, this family chiefly occupied a narrow strip of land between the Andes and the Pacific Ocean and were limitad on the South by the great desert of Atacama (Crania americana. Introducción. Ensayo sobre las variedades de la especie humana. Núm. 15). Sin embargo, entre la multitud de cráneos examinados por Morton no hay uno solo proveniente de las antiguas naciones que habitaban el Ecuador. Parece que Bollaert ha estudiado las antiguas razas ecuatorianas, pero sentimos profundamente no haber podido estudiar las Antiquarian Researches de este autor, y así por esto como por otras causas, no dudamos que nuestro escrito tiene que ser muy defectuoso. Sólo por citas conocemos las obras de Bollaert y de Bradfort. (N. del A.)

 

91

Descripción de la gobernación de Guayaquil, de Puerto Viejo y de la Villa del Villar Don Pardo (Riobamba). En la colección de documentos inéditos del Archivo de Indias, tomo 9.º. (N. del A.)

 

92

Cordero (el Sr. Dr. Dn. Luis), Una excursión a Gualaquiza en abril de 1875. Opúsculo publicado aquel mismo año en Cuenca. (N. del A.)

 

93

Humboldt, Viaje a las regiones equinocciales del Nuevo Continente (Libro 8.º, cap. 25). (N. del A.)

 

94

Humboldt, en la obra citada. (N. del A.)

 

95

Orbigny, L'Homme americain (Troissieme race, Rameau unique). Puede consultarse también a Charlevoix, Histoire de l'Isle espagnole; a Codazzi, Geografía de Venezuela; y a Malte-Brum, Geografía universal. Villavicencio, en su Geografía del Ecuador, describe también las costumbres de los Jíbaros; pero, por desgracia, esta obra está llena de errores e inexactitudes y debe leerse con grande cautela. (N. del A.)

 

96

Cogolludo, Historia de Yucatán (Libro 4.º, cap. 3.º). (N. del A.)

 

97

Landa, Relación de las cosas de Yucatán, o XXIII. (N. del A.)

 

98

García, Origen de los Indios (Lib. 5, cap. VII). (N. del A.)

 

99

Viollet-Le-Duc, Cités et ruines americaines (Introduction). (N. del A.)

 

100

Cantú, Historia universal (Libro 14, cap. 14). (N. del A.)

 

101

Libro de actas del Cabildo de Cuenca, Ms. El acta de la fundación de Cuenca se publicó en La Luciérnaga, periódico literario redactado por varios jóvenes de la misma ciudad, en 1876. Paucar-Bamba significa llanura de primavera o muy florida. (N. del A.)

 

102

Velasco, Historia del Reino de Quito (Historia moderna, tom. 3.º, libro 3.º y 15). (N. del A.)

 

103

Cabello Balboa, Historia del Perú, cap. 15.º. (N. del A.)

 

104

Velasco, en la obra antes citada (Historia antigua, tom. 2.º, libro 3.º). (N. del A.)

 

105

Cieza de León, Crónica del Perú, cap. 44. (N. del A.)

 

106

Zárate dice, hablando de Ata-Huallpa: «y llegando a la provincia de los Cañaris mató sesenta mil hombres de ellos, porque le habían sido contrarios, y metió a fuego y a sangre y asoló la población de Tumibamba, situada en un llano, ribera de tres grandes ríos, la cual era muy grande» (Descubrimiento y conquista del Perú, cap. 12). Alcedo dice: «Tomebamba, pueblo pequeño y pobre de los indios del Reino de Quito a la parte del mediodía, ha sido célebre en otros tiempos por suntuosos edificios que tuvieron en él los Incas, especialmente un templo magnífico que fabricaron dedicado al Sol, de que permanecen todavía vestigios» (Diccionario geográfico de América). En el Gazetero americano se lee: «Tomebamba, ciudad de Quito, una de las provincias del Perú, donde existen las ruinas de un templo dedicado al Sol, cuyos muros estaban cubiertos de planchas de oro, cuando llegaron los españoles. Está situada a 160 millas al Sur de Quito, a 2º 10 m. de latitud meridional, y 77º 10 m. de longitud occidental» (Gazzetiere americano, volumen terzo). El P. Velasco, haciendo la descripción de los pueblos de Cuenca, dice: «El de Cañaribamba, que es otro de los mejores, conserva en su cercanía el pequeño pueblo despreciable de Tomebamba, sólo para decir aquí fue Troya; quiero decir, aquella ciudad antigua de Tomebamba, que destruyó Ata-Huallpa en sus guerras civiles, sin dejar piedra sobre piedra, cuya gran riqueza y belleza no saben cómo ponderar los escritores, especialmente Cieza de León» (Historia de Quito, tomo 3.º, página 128). El pueblo de Cañaribamba distaba del Jubones como legua y media; ahora ya no hay ni escombros del pueblo de Cañaribamba; se sabe solamente en qué lugar estuvo la iglesia por una cruz que ha quedado allí medio enterrada, como para indicar la sepultura de un pueblo entero. El que dio a conocer el valle de Yunguilla y las ruinas que se encuentran en él fue el Sor. Dr. Julio Matovelle en un muy galano artículo publicado en La Luciérnaga. Volvemos a advertir aquí que los escritores antiguos hablan de Tomebamba refiriéndose unas veces a la ciudad y otras a la provincia. Cieza de León habla solamente del Inga-pirca de Cañar, llamándolo aposentos de Tomebamba. (N. del A.)

 

107

Garcilaso, Comentarios reales de los Incas (Libro 5.º, cap. 22). (N. del A.)

 

108

El texto dice al Sol, pero parece equivocación del traductor francés. (N. del A.)

 

109

Cabello Balboa, Historia del Perú (cap. II). Según nuestro modo de pensar, uno de los edificios de que habla aquí el autor debe ser el Inga-pirca de Cañar. Lo notable es que Balboa hace mención del templo de Viracocha. (N. del A.)

 

110

Cieza de León, Crónica del Perú (Cap. 44). (N. del A.)

 

111

Montesinos, Memorias sobre el Perú antiguo, cap. XXVI. (N. del A.)

 

112

Herrera, Historia de las Indias Occidentales (Década V, libro 4.º, cap. IX). (N. del A.)

 

113

En el año de 1872 publicamos en la Prensa de Guayaquil una descripción más circunstanciada de las ruinas de los monumentos de los Incas, que se hallan en la provincia del Azuay. Nuestro artículo fue luego reproducido en la América de Bogotá, en la Parte literaria. (N. del A.)

 

114

Cieza de León, Crónica del Perú, cap. 44. (N. del A.)

 

115

Ulloa, Relación histórica del viaje a la América meridional (Libro VI, cap. XI.). (N. del A.)

 

116

Humboldt, Vues des cordilleres... (N. del A.)

 

117

Semanario de la Nueva Granada. Página 477 de la edición de París de 1849. (N. del A.)

 

118

Humboldt. En la obra ya citada. (N. del A.)

 

119

Cieza de León. En la obra antes citada. La descripción de Correal se encuentra en la Historia general de los viajes de Prevost, tomo 23. (N. del A.)

 

120

Velasco, Historia del reino de Quito (Historia antigua, libro 1.º y 4.º). (N. del A.)

 

121

Jerez, Conquista del Perú, (Historiadores primitivos de Indias, tomo 2.º en la Biblioteca de Rivadeneira). (N. del A.)

 

122

Un viajero contemporáneo, Mr. Marcoy, rectifica de la manera siguiente la descripción de Humboldt: «El camino militar de los Incas, principiado del lado de Quito solamente, no lo fue jamás del lado del Cuzco, donde, sobre la fe del sabio Humboldt, que le da más de setecientas leguas de longitud, lo hemos buscado en vano durante años enteros. La extensión, medida desde Quito hasta más allá de Cajamarca, donde se encuentra inconclusa, puede tener de ciento noventa y cinco a doscientas leguas. Esta ruta, que, según las narraciones siempre exageradas de los historiadores y las monótonas repeticiones de algunos viajeros, se ha tenido hasta hoy día por una inmensa calzada embaldosada de granito y guarnecida de parapetos en toda su longitud, no es más que una obra de la naturaleza, en la cual, de distancia en distancia, asoma la mano del hombre y su trabajo. Por un trayecto de una o dos leguas que se encuentra limitado por enormes piedras, hay espacios de siete a ocho leguas donde no se encuentra señal alguna del camino. Cerca de los lugares habitados, en el Azuay, en las alturas de Cuenca y principalmente cerca de Cajamarca, el camino está trabajado con más cuidado que en los parajes desiertos de la cordillera. En algunos puntos, desde donde la vista alcanza a descubrir un vasto horizonte, se ven peñascos monolitos tallados en gradas, que servían evidentemente de asientos; en fin, a largos trechos, se muestran lienzos de paredes desplomadas, ruinas de Tampus y de fortalezas. El trabajo de este camino, interrumpido a la muerte de Huayna-Cápac, no volvió a ser continuado jamás» (Voyage a travers l'Amerique du Sud de l'Ocean pacifique a l'Ocean atlantique, Quatrieme étape).

Notables divergencias hay entre historiadores y viajeros acerca del Camino de los Incas. Cieza de León halló restos de él mucho más allá de Quito hacia el Norte; el Sr. D. Benjamín Vicuña Mackenna en su Historia de Santiago asegura que en territorio de Chile existen huellas de este camino. Caldas observó las que nosotros hemos visto entre Nabón y Oña; sin embargo, no por esto nos parecen menos exactas varias de las observaciones de Mr. Marcoy. (N. del A.)

 

123

Arriaga, Extirpación de la idolatría del Perú, cap. 2.º. (N. del A.)

 

124

Arriaga, Extirpación de la idolatría del Perú, cap. 2.º. (N. del A.)

 

125

Cieza de León, Crónica del Perú (Primera parte. En la Biblioteca de Autores españoles de Ribadeneira: tomo segundo de los Historiadores primitivos de Indias).

Hamy, Décadas americanas (Década tercera, número XVIII, París, 1898). En francés.

El cronista Cieza de León hace notar que los indios Guancavilcas, habitantes de la provincia de Guayaquil, se sacaban los dientes, en virtud de una práctica supersticiosa, por sacrificio y antigua costumbre, como dice el cronista; he aquí sus palabras: «Solían (según dicen), sacarse tres dientes de lo superior de la boca y otros tres de lo inferior, como en lo de atrás apunté, y sacaban de estos dientes los padres a los hijos cuando eran de muy tierna edad, y creían que en hacerlo no cometían maldad, antes lo tenían por servicio grato y muy apacible a sus dioses». No todos los Guancavilcas tenían esta costumbre, sino tan sólo una tribu, la cual, por eso, se apellidaba de los desdentados.

Dos prácticas encontramos, pues, en las tribus indígenas de la costa: la de sacarse los dientes, y la de taladrarse o excavarse, mejor dicho, los caninos y los incisivos, para acomodar en esos huecos laminitas de oro; y ambas prácticas dan motivo para sospechar que además de los aborígenes de la Puná, había en la costa ecuatoriana algunas otras tribus procedentes del tronco etnográfico de los Mayas y Quichés. Como el suelo de la costa es muy húmedo, nos parece muy difícil que se encuentren cráneos enteros, principalmente en la provincia del Guayas; no obstante, desearíamos que se practicaran excavaciones, inquiriendo con cuidado las sepulturas de los aborígenes, pues éstos para enterramiento de sus difuntos buscaban de propósito y escogían lugares secos, y cavaban hoyos muy profundos; el estudio de la craneología aclararía indudablemente algunos puntos, ahora muy oscuros de la prehistoria ecuatoriana. (N. del A.)

 

126

Esta laguna, como lo decimos en el texto, se halla en la cordillera oriental sobre el pueblo de Sigsig, y es seguramente la que ahora se conoce con el nombre de Laguna de Ayllón. Este apellido de Ayllón viene de un cierto hidalgo español, el cual se ahogó ahí, estando buscando oro, según una tradición o conseja tradicional de la gente indígena de aquella comarca; el nombre que tenía antiguamente en la lengua de los Cañaris era el de Leoquina. ¿Qué quiere decir este nombre? ¿Cuál podía ser la genuina escritura y pronunciación de esta palabra?

Insistimos en nuestra opinión de que los primitivos Cañaris eran procedentes del tronco etnográfico de los Quichés de Guatemala; y así, por medio de la lengua quiché, interpretamos aquella palabra del modo siguiente:

Leoquina: puede ser Lae-oquizah, que significa «ahí se introdujo». Lae, adverbio de lugar, ahí, allí debajo; oquizah, verbo, que equivale a meter, introducir. Laeoquizah es, pues, lo mismo que Leoquina, pronunciada la palabra con aquella eufonía medio nasal, medio dental, de los indígenas del Azuay, y oída por los castellanos y escrita por ellos a la castellana.

Véase a Brasseur de Bourbourg, Gramática de la lengua quiché y Diccionario quiché. Castellano, París, 1862.

Descripciones geográficas de Indias, Perú, Tomo III (Descripción de la provincia de Cuenca, hecha el año de 1582. Madrid, 1897). En la descripción del pueblo de Paute se habla de las guerras que los Cañaris tenían antiguamente con los Jíbaros, lo cual es una prueba convincente de nuestra conjetura a este respecto.

Poseemos, además, un manuscrito antiguo, titulado Instrucción para descubrir todas las guacas del Pirú y sus camayos y haciendas; su autor es Cristóbal de Albornoz, eclesiástico de la Diócesis del Cuzco; no tiene fecha, pero, por la condición del papel y por el carácter de la letra, se redactó indudablemente a fines del siglo décimo sexto. Este autor distingue a los Cañaris en dos grupos, con los nombres de Hurinsuyos y Hanansuyos, o lo que es lo mismo Cañaris del norte y Cañaris del sur (los de arriba, los de abajo). (N. del A.)

 

127

Molina, Relación de las fábulas y ritos de los indios Ingas. (Cristóbal de Molina era cura de la parroquia de Nuestra Señora de los Remedios en el Obispado del Cuzco; su relación fue redactada para don Sebastián de Lartaún, tercer Obispo de esa ciudad, el cual entró a gobernar aquella Diócesis en 1573, y la gobernó hasta 1583). La obra de Molina fue publicada en inglés, mediante la traducción que de ella hizo el célebre peruanólogo Markham, y forma parte de la gran colección dada a luz por la Sociedad Hakluyt. (N. del A.)

 

128

Aunque se han hecho ya algunas publicaciones acerca de la arqueología de Nicaragua, de Costa Rica y de Guatemala, con todo, podemos asegurar que todavía no ha avanzado mucho la prehistoria centroamericana, la cual, andando el tiempo, llegará a ser indudablemente de trascendental importancia para el conocimiento de las antiguas razas americanas. Nos aprovecharemos de esta ocasión para hacer una reflexión en defensa de nuestra Historia general de la República del Ecuador; tratando de las tribus antiguas, dijimos, en nuestro tomo primero y lo repetimos en nuestro atlas arqueológico, que las parcialidades indígenas que habitaban en la costa de Manabí, pertenecían a la raza maya; que los Cañaris procedían de la raza quiché, y que los Quitos eran oriundos de la raza caribe; se nos objetó que los Cañaris y los indios de Manta y de la Puná y los Quitos traían su origen de un solo tronco etnográfico, y que éste era el maya-quiché; y así en el territorio ecuatoriano no había más que mayas-quichés y no caribes.

En cuanto a los Cañaris y a los de Manta y de la Puná, no tenemos dificultad ninguna para admitir que pertenecían al tronco maya-quiché; en cuanto a los Quitos, confesamos que los argumentos que se han opuesto a nuestra conjetura no desvirtúan, en nuestro juicio, las razones en que la apoyamos. Repertorio salvadoreño (Tomo VIII, Número primero, San Salvador, 1893). El artículo es del señor Barberena. Las lenguas Maya y Quiché pertenecen a un mismo tronco lingüístico, y proceden de un mismo origen etnográfico; si nuestra conjetura sobre el origen de los Cañaris no es equivocada, claro es que entre la lengua que hablaban éstos y la que hablaban las tribus de la costa de Manabí debe haber semejanza, porque unos y otros eran oriundos de una misma raza, aunque pertenecían a familias distintas. Además, los Cañaris eran muy antiguos en el Azuay, y las tribus que poblaban Manta y Santa Elena y la Puná se puede decir que eran modernas en el litoral ecuatoriano.

Balbi, Atlas etnográfico del Globo (Parte histórica, capítulo VII).

Orozco y Berra, Geografía de las lenguas y Carta etnográfica de México, 1864.

Pimentel, Cuadro descriptivo y comparativo de las lenguas indígenas de México, Tomo III, México, 1875. (N. del A.)

 

129

Sobre las curiosas ruinas del pueblo de San Agustín, en Colombia, puede verse la descripción que de ellas hizo Codazzi, y el estudio que publicó el señor Cuervo Márquez.

Cuervo Márquez, Prehistoria y viajes, Bogotá, 1893. El opúsculo de Codazzi se encuentra en la Geografía física y política de los Estados Unidos de Colombia, redactada por el señor Pérez. Descripción del Estado de Tolima. Apéndice. Antigüedades indígenas. Bogotá, 1863. (N. del A.)

 

130

La descripción más exacta del Palacio de Callo es, según nuestro juicio, la que hizo el señor Marcos Jiménez de la Espada, y se publicó en las actas de la sesión del congreso de americanistas, celebrada en Madrid en 1881 (Congreso internacional de americanistas, Actas de la cuarta reunión, tomo II, Madrid, 1883).

En cuanto al Panecillo de Callo, he aquí cómo se expresa el señor Reiss: «Parece que el cerrito de Callo es la cúspide de una reventazón parecida a la del Panecillo de Quito; pero ahora está casi enterrado y tapado por las eyecciones y avenidas del Cotopaxi» (Carta del señor doctor Wilhelm Reiss a su Excelencia el Presidente de la República, señor García Moreno, sobre sus viajes a las montañas Illiniza y Corazón y en especial sobre su ascensión al Cotopaxi, Quito, 1873). Si el Panecillo de Callo está, según el señor doctor Reiss, casi tapado por las avenidas del Cotopaxi, el Palacio de Callo se halla edificado sobre las lavas del Cotopaxi, porque el Palacio y la base actual del Panecillo están en el mismo plano. (N. del A.)

 

131

Wolf, Memoria sobre el Cotopaxi y su última erupción, acaecida el 26 de junio de 1877, Guayaquil, 1878. Es una monografía interesante sobre la constitución geológica del volcán; la adornan dos láminas.

El padre Velasco asegura dos cosas: primera, que el Cotopaxi no había hecho ni una sola erupción siquiera antes de la conquista; segunda, que la primera erupción que hizo fue la de 1534, el mismo año en que Benalcázar llevó a cabo la conquista de Quito. La primera de estas aseveraciones queda desvanecida por el testimonio de la geología, según la cual, la actividad del Cotopaxi se remonta a algunos siglos antes de la conquista. La segunda aseveración no tiene en su apoyo el testimonio de ningún autor contemporáneo, pues lo único que se sabe es que un volcán hizo su erupción, cuando los conquistadores españoles aparecieron en la planicie interandina; y esto se sabía mediante la tradición de los indios de la provincia de León y de Tungurahua, quienes, en sus cantares, conservaban la memoria de aquella coincidencia. Pero ¿qué volcán fue el que hizo la erupción? ¿Fue el Cotopaxi? ¿Fue el Tungurahua?

Cieza de León da a entender que habla del Cotopaxi cuando dice: «Está a la mano derecha deste pueblo de Mulhaló un volcán o boca de fuego, del cual dicen los indios que antiguamente reventó, y echó de sí gran cantidad de piedras y de ceniza; tanto que destruyó mucha parte de los pueblos donde alcanzó aquella tormenta». Estas palabras confirman nuestra narración, pues expresan claramente que, antes de la conquista, el Cotopaxi había estado ya en actividad, y que sus erupciones habían sido devastadoras.

Que haya sido el Tungurahua el que hizo su primera erupción, cuando asomaron los conquistadores en el territorio ecuatoriano, consta por un documento antiguo, digno de crédito, y es la Descripción geográfica, que, por orden del Gobierno español, se trabajó de las dos provincias actuales de Riobamba y de Ambato en 1605, para remitirla al Real Consejo de Indias; en ese documento, describiendo el pueblo de Baños (el cual entonces no era más que una aldehuela o asiento, como se decía en aquella época), se refiere lo siguiente: «Está el asiento al pie del volcán famoso de Tungurahua... Dicen las relaciones de este asiento, que antes de la entrada de los españoles en las Indias, el volcán no se había encendido ni estaba abierto, sino que el cerro en figura piramidal se acababa en una punta muy aguda, dicen, como de una aguja; que con el principio de la conquista comenzó a arder, y así sus fuegos y ardores son prodigios que significan calamidades». En la descripción del pueblo de Pelileo, dice el mismo documento lo que sigue:

«Los indios de este pueblo y los demás de esta provincia creen, por antigua tradición, que la primera población de esta tierra fue al pie del cerro del volcán, y que de allí se multiplicaron todos los indios de este reino. En sus bailes y juntas repiten y celebran con cantares este su origen, y la enseñan a sus hijos» (Documentos Inéditos del Real Archivo de Indias en Sevilla, tomo nono de la Colección de Torres de Mendoza, Madrid, 1868). Por este documento consta, pues, que el Tungurahua entró en actividad el año mismo de la conquista, y así en actividad se mantenía todavía hasta 1605; porque, en el citado documento descríbanse las erupciones del volcán, y se refiere que la ceniza que arrojaba se esparcía a más de sesenta leguas, y que el viento la llevaba hasta el mar, al occidente, porque el viento dominante en toda aquella comarca era de Levante.

Que el Chimborazo y el Tungurahua eran adorados como divinidades vivas, por los aborígenes Puruhaes, consta asimismo de otro documento muy antiguo, que es la descripción que del pueblo de San Andrés y de su partido escribió el padre Maldonado (Descripciones geográficas de Indias, tomo III, Madrid, 1897). La descripción del padre Maldonado no tiene fecha, pero es evidentemente anterior al año de 1590, porque se hizo por orden del licenciado Auncibay, quien fue Oidor de la Audiencia de Quito poco antes de aquella fecha.

Parece, pues, que en buena crítica histórica se puede asegurar que el Cotopaxi estaba en actividad siglos antes de la conquista; que la primera erupción del Tungurahua coincidió con la llegada de los conquistadores al territorio ecuatoriano, y que la ceniza arrojada por el Tungurahua fue la que, cayendo sobre don Pedro de Alvarado y sus compañeros, los sorprendió y los aterró, mientras iban transmontando la cordillera occidental. (N. del A.)

 

132

Véanse las obras siguientes, en apoyo de nuestra conjetura.

Jiménez de la Espada, Del hombre blanco y signo de la cruz precolombinos en el Perú, Bruselas, 1887.

Desjardins, El Perú antes de la conquista española, París, 1858 (Monumentos del Perú, Descripción de Concacha y de Villca-Huaman). En francés.

Wiener, Perú y Bolivia (Divinidades y cultos peruanos. Culto Solar), París, 1880.

Squier, Viaje y exploración en la tierra de los Incas (en el cap. XIX y en otros lugares habla de los sitios sagrados denominados Inti-huatanas, y describe algunos), New York, 1877. En inglés.

Hutchinson, Dos años en el Perú, con una exploración de sus antigüedades, Londres, 1873. (Describe algunos monumentos; y, en cuanto a las obras de cerámica, hace notar la grande semejanza que hay entre algunos objetos peruanos y los restos de alfarería encontrados por Schliemann, en el sitio donde existió la antigua ciudad de Troya). Squier es americanista norteamericano, Hutchinson es viajero inglés.

Van Volxem, Noticias sobre el destino probable del Inti-chungana o juego del Inca en el Ecuador (Actas del congreso internacional de americanistas, sesión celebrada en Bruselas, tomo II). El señor Juan Van Volxem, viajero belga, visitó el Ecuador en agosto de 1858.

Nos parece indudable que el nombre de Inti-chungana fue inventado andando el tiempo por los castellanos, y que fue ese el nombre que aquel sitio tuvo en la lengua de los Incas. (N. del A.)

 

133

Además de los autores que hemos citado en la nota anterior, aduciremos aquí la autoridad de Cieza de León, que vio el Inga-pirca pocos años después de la conquista, diez y siete años poco más o menos, cuando en la casa de la elipse se conservaba todavía la misma techumbre pajiza puesta por los Incas. Cieza llama al Inga-pirca aposentos de Tomebamba y habla expresamente del templo del Sol, que hacía parte de esos aposentos o edificios. ¿Qué templo podía ser ése sino la elipse con la casa edificada encima de ella?

Es necesario advertir que Cieza de León emplea en dos sentidos la palabra Tomebamba: unas veces designa la ciudad de ese nombre, y otras la provincia antigua del Azuay, o la provincia de los Cañaris, como dice Cieza. Cuando describe el Inga-pirca emplea la expresión de Tomebamba para designar la provincia.

He aquí, a la letra, las palabras de Cieza: «El templo del sol era hecho de piedras muy sutilmente labradas, y algunas de estas piedras eran muy grandes, unas negras toscas y otras parecían de jaspe» (C. XLI, de la Crónica del Perú, Primera parte).

En cuanto a los conocimientos astronómicos que alcanzaron los Incas, los refieren todos los antiguos cronistas y los historiadores, que han tratado de la cultura de los antiguos soberanos del Cuzco. Citaremos aquí la monografía de Mr. M. J. Du-Goureq, titulada: La astronomía entre los Incas, París, 1893. Véase, además, la carta que el señor doctor Reiss le dirigió al señor García Moreno, dándole razón, en 1873, de los viajes de exploración que había verificado a las montañas del Sur de la República (Riobamba, 8 de julio de 1873. Imprimiose en Quito en la imprenta nacional). Ya el señor doctor Reiss sospechó que la elipse podía haber servido de adoratorio, y, hablando de las piedras de que está construida, dice las siguientes textuales palabras: «Las piedras, que, muy bien trabajadas, componen las murallas, se deben haber traído de bastante lejos, porque no se conoce el punto donde tales rocas se encuentran en sitio». La autoridad del señor doctor Reiss en esta materia es muy respetable y decisiva. (N. del A.)

 

134

Unas ruinas algo parecidas a las que existían en el valle de Yunguilla a orillas del río Jubones, había en la costa del Perú en la comarca de Pacasmayo. Raimondi, Enumeración de los vestigios de la antigua civilización entre Pacasmayo y la cordillera (Boletín de la Sociedad Geográfica de Lima, tomo XII, trimestre segundo, Lima, 1903). (N. del A.)

 

135

El señor Wiener opinaba que las sillas monolíticas de Manabí eran obras de los Cañaris, cuyo dominio en tiempos antiguos suponía el mismo arqueólogo que se había extendido mucho, y creía también que los indios Colorados eran descendientes de los antiguos Cañaris; todas tres cosas son infundadas e inexactas. El doctor Hamy, con la reserva propia de un sabio, no se atreve a formar conjetura ninguna sobre el pueblo a quien pertenecieron las sillas; pero, en el análisis que hace de un medallón de piedra remitido por Pinart al Museo del Trocadero, emite la opinión de que aquel objeto debió haber sido fabricado por gentes que tuvieron relaciones etnográficas con tribus del antiguo México.

Wiener, Los indios colorados y las sillas de piedra de la región de Manabí (Revista de Etnografía, París, 1882). En francés.

Hamy, Galería americana del Museo de etnografía del Trocadero (Explicación de las láminas 30 y 31) en francés.

Casi no hay museo de Europa que no tenga una o dos sillas de Manabí: el Museo de Bruselas, que, hasta hace poco, era el más rico en objetos arqueológicos del Ecuador, posee dos, las cuales fueron descritas por Bamps en su Catálogo de antigüedades ecuatorianas, publicado en Bruselas el año de 1879, con un pequeño atlas de cincuenta láminas iluminadas. El opúsculo de Bamps forma parte del Congreso de americanistas, en las actas de la sesión celebrada en Bruselas.

Respecto a las misiones establecidas entre los indios Colorados, poseemos un documento antiguo, de 1694, por el cual consta que había dos pueblos, Lichipe y Calopi con dos misioneros; estos pueblos pertenecían a la jurisdicción del corregimiento de Latacunga. No sólo tenían misioneros esos dos pueblos de los Colorados, sino que pagaban el tributo legal, porque formaban parte de la gran encomienda, que poseía en pueblos de la actual provincia de León el Duque de Uceda; y no es posible que la raza se haya conservado pura, como creía Wiener; antes, es casi seguro que se ha cruzado con la blanca. (N. del A.)

 

136

Seler, Noticia sobre la lengua que hablan los indios Colorados en la República del Ecuador, Berlín, 1885.

Seler, Investigaciones sobre la antigüedad de los idiomas americanos, Berlín, 1902 (Parentesco entre la lengua de los Cayapas y la lengua de los Colorados). Ambos trabajos del señor Seler están en alemán; es lo más concienzudo que, hasta ahora, se ha publicado sobre esos idiomas.

Insistiremos una vez más en la advertencia, que hicimos en el texto: las tribus de Esmeraldas y las de Manabí no fueron ni conquistadas ni subyugadas por los Incas; e insistimos en esta advertencia, porque algunos arqueólogos extranjeros tienen ideas muy inexactas sobre la extensión y la duración de la conquista de los Incas en el Ecuador. (N. del A.)

 

137

Brinton, Lenguas de Sudamérica. (Idioma de los Jíbaros), Filadelfia, 1892. El señor Brinton analiza el idioma de los Jeberos, y sostiene que los Jíbaros y los Jeberos son idénticos, confundiendo esos nombres y creyéndolos sinónimos en la lengua castellana, lo cual no es exacto. El mapa más antiguo que existe de la región oriental es el que trazó el padre Samuel Fritz, y en ese mapa se ponen aparte los dos territorios, el habitado por los Jíbaros, y el poblado por los Jeberos, que eran dos naciones indígenas distintas y separadas una de otra. Sobre este mapa del padre Fritz hemos dado noticias prolijas, en el tomo sexto de nuestra Historia general de la República del Ecuador. (N. del A.)

 

138

Uno de estos viajeros es Vidal Seneze, el cual recorrió la provincia de Loja el año de 1877, y bajó por Tomependa al Marañón y de ahí a Chachapoyas. Este viajero habla de ruinas considerables de edificios de piedra y hasta de estatuas, que descubrió en varios puntos de la región oriental, tanto en la misma provincia de Loja, como en la de Jaén (que ahora retiene el Perú). La relación del viaje de Seneze se publicó en el Boletín de la Sociedad de Geografía de París (Trimestre cuarto, año de 1885. Viaje de Vidal Seneze y Juan Noetzli por las Repúblicas del Ecuador y del Perú. 1876-1877). En el Mercurio Peruano se dio noticia de edificios sepulcrales muy notables, existentes en la comarca de Chachapoyas (Mercurio peruano, Segunda edición, 1861. Tomo III: esta edición se hizo en Bensanzon). (N. del A.)

 

139

El año de 1878, publicamos en Quito nuestro Estudio histórico sobre los Cañaris, antiguos pobladores de la provincia del Azuay en la República del Ecuador. Este opúsculo ha merecido los honores de una traducción al francés. En efecto, fue estudiado y vertido al francés en Bruselas, por el señor Anatolio Bamps, uno de los más distinguidos americanistas de Bélgica: mas, cuando Bamps tenía ya el manuscrito preparado para darlo a la prensa, le sorprendió la muerte y la traducción quedó inédita; poco tiempo después, el manuscrito fue vendido en París, en la librería de Mr. Chadenat, en cuyo catálogo había sido anunciado con el Número 29.284 (Boletín trimestral, Número 28, enero y febrero de 1902).

Ya algunos años antes, el mismo señor Bamps había publicado en francés una monografía sobre Tomebamba, valiéndose de los datos y de las noticias consignadas por nosotros en nuestro estudio sobre los Cañaris. Bamps, Tomebamba, antigua ciudad del imperio de los Incas, Lovaina, 1887. Este trabajo lo dio a luz, primero en el Museon, revista científica muy acreditada, y luego circuló en tirada por separado. (N. del A.)

 

140

Hablando de los indios que poblaban la provincia del Chimborazo al tiempo de la conquista, dice Oviedo lo siguiente: «Toda la gente de aquella tierra es de las provincias del Collao y Condesuyo, que la trajo Guainacapac, cuando la conquistó, porque no se alzasen, y la gente natural de allí llevola a donde salió esotra», Gonzalo Fernández de Oviedo. (Historia general y natural de las Indias, Libro cuadragésimo sexto, capítulo vigésimo).

Es muy necesario tener presente este dato histórico, para juzgar con acierto acerca de la lengua y de los usos y las costumbres de los indígenas de Riobamba, entre los cuales conviene distinguir muy bien a los aborígenes, de los colonos: éstos eran quichuas, del Sur del Cuzco; y aquéllos, opinamos que descendían de los Caribes.

En la actual provincia de Guaranda, en el cantón de Chimbo, había otra colonia numerosa de Mitimaes, traídos de las cercanías de Cajamarca y, principalmente, de Guamachuco. Esos Mitimaes residían en los pueblos de Asancoto y Chapancoto.

En la provincia que ahora se llama de Cañar, hubo otra colonia de Mitimaes, en el punto denominado Chuquipata. Relaciones geográficas de Indias (Tomo tercero). (N. del A.)

 

141

El año de 1783 hubo grande empeño por descubrir la destruida ciudad de Logroño, y con este objeto se hicieron algunas expediciones a la provincia de los Jíbaros, situada tras la cordillera oriental en el territorio de Cuenca; entonces fue cuando se encontraron restos de grandes edificios y ruinas extensas, las que, por lo pronto, se tomaron como escombros de la ciudad de Logroño, que, con tanto afán, se andaba buscando; pero, ya entonces mismo, algunas personas más instruidas en historia comenzaron a sospechar que esos vestigios no eran ruinas de la ciudad de Logroño, sino restos de edificios construidos por los aborígenes del Azuay, o del tiempo del gentilismo, como se decía entonces.

Confirmose esta sospecha cuando, más tarde, el año de 1816, se llevó a cabo la expedición más bien organizada para descubrir el sitio verdadero donde había estado la perdida ciudad de Logroño; esta expedición la hizo un religioso franciscano español, el padre fray José Prieto, por encargo del virrey Abascal, y a instancias de don José López Tormaleo, Gobernador interino de Cuenca. El padre Prieto dio con el sitio de la antigua ciudad de Logroño, descubrió las extensas ruinas de los edificios de los aborígenes y levantó el plano de ellas, emitiendo su dictamen, tanto respecto del punto en que le parecía que había estado la antigua ciudad de Logroño, como sobre el origen de las ruinas que había explorado.

Según el plano levantado por el padre Prieto, las ruinas están en una planicie triangular, formada por la confluencia de los dos ríos, el de San José y el de Sangurima y el Rosario, que en aquel punto se hallan ya reunidos formando uno solo; constan las ruinas de tres cuerpos. Una muralla muy extensa, levantada para encerrar y defender todo el edificio; tiene una dirección paralela a la corriente de los ríos. Nueve trincheras de piedra, colocadas una tras otra, en línea recta, formando ocho callejones estrechos. Unas tres casas casi juntas, una plaza murada y además dos murallas paralelas, construidas para defender y resguardar el plano en que están las casas. Los edificios han sido de piedra y ocupan una extensión muy considerable de terreno; cuando los reconoció el padre Pietro, ya estaba todo el plano cubierto de árboles, que formaban un bosque tupido.

Los Cañaris sostenían guerras constantes con los Jíbaros de Gualaquiza y de Zamora, disputándose la posesión de unas salinas, las cuales no hemos podido determinar dónde estaban situadas. En el Tomo sexto de nuestra Historia general de la República del Ecuador hablamos detenidamente del viaje del padre Prieto, de cuyos manuscritos poseemos en nuestro archivo privado una copia fidedigna, juntamente con los planos. (N. del A.)

 

142

Las llamadas tolas o montecillos artificiales no se encuentran en todo el territorio ecuatoriano, sino tan solamente en las provincias de Imbabura, de Pichincha y de Esmeraldas, en la área geográfica circunscrita al Oriente por la gran cordillera de los Andes; al Occidente, por el Pacífico; al Norte, por el río Chota; y al Sur por la curva que hace el Guaillabamba, desde su origen en el valle de Chillo, hasta su desembocadura en el mar. Estas tolas se han tenido y se tienen hasta ahora por monumentos sepulcrales de los Scyris o reyes de Quito; empero, nosotros opinamos que no son obra de los Scyris, sino de una gente muy anterior a los Scyris, y, acaso, exterminada o subyugada por éstos, cuando éstos entraron al territorio ecuatoriano. Que las tolas sean monumentos sepulcrales es indudable, pero opinamos que no son obra de los Scyris.

Respecto de los constructores de montículos en la América del Norte, se pueden consultar los autores siguientes:

Squier, Antigüedades del Estado de New York, Búfalo, 1851 (En inglés).

Baldwin, La América antigua. Notas para la arqueología americana, New York, 1871 (En inglés).

Nadaillac, La América prehistórica, París, 1883 (En francés).

Schoolcraft, Historia e investigaciones acerca de las tribus indígenas de los Estados Unidos, Filadelfia, 1853 (En inglés). (N. del A.)

 

143

Es un hecho histórico cierto la entrada del Inca Guayna-Cápac a las provincias orientales trasandinas del Ecuador. Después de conquistada la tribu de Caranqui, acometió el Inca la empresa de sujetar también a los Cofanes, y entró al territorio de ellos, por la cordillera de Pimampiro; mas, reconocida la tierra y vista la gente que habitaba en ella, salió sin haber hecho establecimiento en aquellas partes. En 1569, es decir, como cuarenta años después, todavía vivía en Quito una india noble de las que habían ido en compañía del Inca en aquella expedición. Ortiguera, Noticias de Quito y del río de las Amazonas (Manuscrito que se conserva en la Biblioteca Nacional de Madrid). Don Toribio de Ortiguera vivió en Quito, y ahí mismo escogió los datos con que compuso su obra; de ésta poseemos una copia, sacada por nosotros mismos en Madrid el año de 1886. (N. del A.)

 

144

En cuanto al itinerario seguido por los Caribes en su inmigración, nosotros nos apartamos de casi todos los historiadores y los situamos a las orillas del Atlántico, dándoles como punto de llegada al continente meridional americano las costas del Brasil; parece que las inmigraciones fueron varias y en diversos tiempos, y que los grupos de inmigrantes, aunque provenientes todos de un mismo tronco etnográfico, eran distintos, atendido su grado relativo de cultura social y hasta de robustez física.

Moke, Historia de los pueblos americanos, Bruselas, 1847 (En francés).

Guevara, Historia de la conquista del Paraguay, Río de la Plata y Tucumán, Buenos Aires, 1882.

Porto Seguro (Varnhagen, el Visconde), El origen turiano de los americanos Tupis-Caribes, Viena de Austria, 1876 (En francés).

Bancroft, Las razas indígenas de los Estados del Pacífico en Norte América, París, 1875.

El padre Guevara refiere la tradición de los Tupis, por la cual consta cómo éstos recordaban que sus primeros progenitores habían venido de fuera y arribado por el Atlántico a las costas del Brasil, y hasta señalaban en Cabo Frío el punto donde habían desembarcado. (N. del A.)

 

145

Enumeraremos aquí los autores en cuyo testimonio nos apoyamos para hacer estas investigaciones históricas.

Jerez S., Verdadera relación de la conquista del Perú (Tenemos a la vista la edición de Barcia, la de Ribadeneira y la última de Madrid, hecha el año de 1891).

Gómara, Historia general de las Indias (En las ediciones de Barcia y de Ribadeneira).

Cieza de León, La crónica del Perú, Primera parte, Madrid, 1880.

Zárate, Historia del descubrimiento y de la conquista del Perú (En la edición de Ribadeneira, Biblioteca de autores españoles, Historiadores primitivos de Indias, Madrid, 1858-1862).

Montesinos, Memorias antiguas historiales y políticas del Perú, Madrid, 1882.

Cabello Balboa, Historia del Perú (En la edición de Ternaux Compans, París, 1840. De esta obra, hasta ahora, no se ha hecho ninguna edición castellana, y se conoce solamente la traducción francesa; el original castellano parece que se habrá perdido).

Acosta, Historia natural y moral de las Indias (En la edición de Madrid de 1792, que fue la sexta de la obra).

Oliva, Historia del reino y provincias del Perú, Lima, 1895.

Cobo, Historia del Nuevo Mundo (Tomos tercero y cuarto, Sevilla, 1892-1893).

Herrera, Décadas de Indias, o Historia general de los hechos de los castellanos en las islas y tierra firme del mar Océano, Madrid, 1726.

Pachacuti Yanqui, Relación de antigüedades de este reino del Perú (La dio a luz el erudito americanista don Marcos Jiménez de la Espada, el año de 1878 en Madrid, en el volumen que publicó aquel año con el título de Tres relaciones de antigüedades peruanas).

Las Casas (el padre fray Bartolomé), De las antiguas gentes del Perú (El mismo señor Espada fue quien publicó esta obra, entresacándola de la Historia apologética de las Indias, escrita por el célebre padre Las Casas, la cual se conserva todavía inédita; lo publicado por el señor Espada forma el tomo vigésimo primero de la Colección de Libros españoles raros o curiosos, Madrid, 1892).

Anónimo, Discurso sobre la descendencia y gobierno de los Incas (Fue publicado por el mismo señor Espada, en Madrid, con el título de Una antigualla peruana).

Fernández (El Palentino), Historia del Perú (En el libro tercero de la segunda parte habla de los Incas. Sevilla, 1571).

Córdoba y Salinas, Crónica de los franciscanos del Perú, Lima, 1651.

Calancha, Crónica moralizada de los agustinos del Perú, Barcelona, 1688.

Mesa, Anales de la ciudad del Cuzco, Cuzco, 1866.

Lorente, Historia antigua del Perú, Lima, 1860.

Mendiburu, Diccionario histórico y biográfico del Perú (Lima, ocho volúmenes).

Pizarro, Descubrimiento del Perú (Se publicó entre los documentos inéditos para la historia de España. Tomo quinto).

Prescott, Historia de la conquista del Perú.

Garcilaso de la Vega, Comentarios reales (En la edición de Madrid, de 1829).

Oviedo (Gonzalo Fernández), Historia general y natural de las Indias (En la edición de Madrid, hecha el año de 1855, que es la primera de tan recomendable obra).

Ulloa, Resumen histórico del origen y sucesión de los Incas, Madrid, 1748 (En el tomo cuarto de su viaje a América).

Brullo, Historia de la orden de San Agustín en el Perú, 1651 (En latín).

Merecen también citarse las Informaciones que sobre la manera de gobierno de los Incas hizo recibir en varios puntos del Perú el virrey Toledo; lo más importante de ellas publicó el mismo señor Jiménez de la Espada, como apéndice a la edición castellana de la obra de Montesinos sobre las antigüedades del Perú. (N. del A.)

 

146

Entre los documentos del Real Archivo de Indias en Sevilla se encuentra uno relativo a los servicios que el cacique de Cayambe prestó a los conquistadores castellanos, acompañando a Rodrigo Núñez de Bonilla a la expedición de Quijos en 1579. En el mismo expediente consta que Nazacota Puento, régulo de Cayambe, sostuvo la guerra contra Huayna-Cápac durante diez y siete años; este régulo tenía bajo su dependencia a los señores de Cochasqui, de Perucho, de Otavalo y de Caranqui (Cartas y expedientes de personas seculares del distrito de la Audiencia de Quito, Legajo tercero de esta sección). (N. del A.)

 

147

El punto relativo al lugar del nacimiento de Atahuallpa lo ha tratado últimamente el señor Larrabure y Unanue, de cuya opinión nos apartamos nosotros, apoyados en las razones que acabamos de exponer.

Larrabure y Unanue, Monografías histórico-americanas, Lima, 1893. (N. del A.)

 

148

Antología ecuatoriana. Prosistas ecuatorianos, Quito, 1895. (N. del A.)

 

149

Han respetado la autoridad de Velasco como historiador el insigne Prescott y el señor Pi y Margall; ha seguido en todo la narración de Velasco relativamente a los Scyris Mr. Faliés en su obra titulada Estudios históricos sobre las civilizaciones (Tomo segundo, París, sin año de impresión); ha combatido la autoridad de Velasco y ha tachado de fabulosa la historia antigua del Reino de Quito el muy entendido americanista, señor don Marcos Jiménez de la Espada; y nosotros comenzamos a desconfiar mucho de la veracidad de las narraciones históricas de nuestro compatriota en punto a los Scyris, cuando descubrimos las inexactitudes y las equivocaciones en que había incurrido relativamente a sucesos del tiempo de la colonia.

Prescott no dio asentimiento a la aseveración de que los Scyris hablaban un dialecto de la misma lengua quichua; y Margall declaró que la historia de los Scyris de Quito descansaba en muy débiles fundamentos.

Pi y Margall, Historia general de América, Barcelona, 1883. (N. del A.)

 

150

Molina, Relación de las fábulas y ritos de los indios ingas (Manuscrito de la Biblioteca Nacional de Madrid, del cual poseemos una copia en nuestro archivo privado). Molina era cura en el Obispado del Cuzco, y redactó esta relación para el señor Lartaún, tercer Obispo de esa Diócesis, a fines del siglo décimo sexto. Véase también a Jiménez de la Espada, en su curiosa memoria sobre El hombre blanco y la cruz en el Perú, leída en el Congreso de americanistas, en Bruselas, el año de 1879. Actas y memorias del Congreso, Bruselas, tomo primero).

Squier, El símbolo de la serpiente y el culto de las fuerzas recíprocas de la naturaleza, New York, 1851 (En inglés).

Brinton, Los mitos heroicos americanos. Estudio sobre las religiones indígenas del continente occidental, Filadelfia, 1882 (En inglés). (N. del A.)

 

151

Wiener, Perú y Bolivia (Relación del viaje, Estudios arqueológicos y etnográficos y notas sobre la escritura y las lenguas de las poblaciones indígenas, París, 1888 (En francés). (N. del A.)

 

152

Bopp, Gramática comparada de las lenguas indo-europeas (Juzgamos como necesario el estudio de esta obra magistral, para tener nociones filosóficas en punto a la ciencia del lenguaje y al modo de conocer las relaciones de unos idiomas con otros. Nosotros nos valemos de la traducción francesa hecha por Brel, cuatro volúmenes, París, 1889).

Max-Muller, La ciencia del lenguaje (Nos referimos a la traducción castellana hecha por Caso).

Court de Gebelin, Mundo primitivo (Edición de París, 1775, tomo tercero. Del origen del lenguaje y de la escritura. Del mismo autor citaremos también el Ensayo acerca de las relaciones de las palabras entre las lenguas del Nuevo Mundo y las del antiguo, París, 1781, en el tomo primero de las Disertaciones, que es como apéndice a la obra titulada El mundo primitivo.

Como autoridades especiales respecto a las lenguas americanas, citaremos a:

Hervás, Catálogo de las lenguas (Volumen primero, Lenguas y naciones americanas, Madrid, 1800).

Balbi, Atlas etnográfico del Globo, y la introducción al Atlas (París, 1826, capítulo séptimo. Observaciones sobre la clasificación de las lenguas americanas). En francés.

Du Ponceau, Memoria sobre el sistema gramatical de las lenguas de algunas naciones indígenas de la América del Norte, París, 1838. En francés.

Viñaza, Bibliografía española de lenguas indígenas de América (Madrid, 1892).

Darapsky, Estudios lingüísticos americanos (Boletín del Instituto Geográfico Argentino, tomo décimo, cuaderno duodécimo; tomo undécimo, cuadernos primero, segundo y tercero). (N. del A.)

 

153

Sobre la lengua quichua se han hecho, casi desde los días mismos de la conquista, estudios y publicaciones tanto gramaticales como lexicográficas, de las cuales citaremos aquí las siguientes:

Arte y Vocabulario en la lengua general del Perú llamada Quichua y en la lengua española. En Lima, año 1614, impreso por Francisco del Canto (Este diccionario nos parece reimpresión de otro, que se dio a luz en 1584).

González Holguín, Vocabulario de la lengua general de todo el Perú, llamada Quichua o del Inca, Lima, 1608.

Torres Rubio, Arte y Vocabulario de la lengua quichua, Lima, 1754 (Lleva el vocabulario del dialecto Chinchaysuyo, compuesto por el padre Figueredo).

Tschudi, Gramática y Diccionario de la lengua quichua, Viena de Austria, 1853. Esta notabilísima obra sobre la lengua quichua está en alemán.

Markham, Gramática y Diccionario de la lengua quichua, Londres, 1864. En inglés. El estudio de estas dos obras es muy conveniente, para conocer bien la índole y el mecanismo de la lengua quichua.

El padre Velasco (Historia del Reino de Quito, Historia antigua, página 16), dice que la gran llanura de Hatuntaqui era llamada así por estar colocado en ella el mayor tambor de guerra que tenía todo el reino; en verdad Hatum significa grande y es nombre adjetivo, pero taqui, ¿será palabra quichua? Creemos que la voz quichua es Taqque tal como la escribe el padre González Holguín, y significa la troje de paja sin barro, así es que Hatumtaqui significaría más bien troje grande, y no tambor grande; pues, aunque el quichua de Quito sea el dialecto menos puro de todos; con todo, las alteraciones se cometen en la pronunciación y no en la significación de las palabras. Además, en antiguos expedientes sobre cacicazgos (160-1650), hemos encontrado que el pueblo llamado ahora Hatum-taqui, se llamaba Tontaqui, lo cual es una razón más para dudar de la exactitud de la etimología dada por el padre Velasco.

En cuanto a las tolas o montículos, insistimos en nuestra conjetura de que son obra de una raza anterior a la caribe, aunque el nombre tola puede ser caribe, como dado por los caribes a los montículos, que son sepulcros o monumentos funerarios. (N. del A.)

 

154

Relaciones geográficas de Indias, (Tomo tercero, Madrid, 1897). En este tomo hay varias descripciones de pueblos y partidos de indígenas de la provincia, que hoy llamamos de Imbabura en la República del Ecuador, como Otavalo, Caguasqui, Pimampiro y Lita; y en todas ellas se hace constar que los indios hablaban una lengua distinta de la del Inca o quichua. Todas esas descripciones son de fines del siglo décimo sexto.

En la descripción del corregimiento de Otavalo, que es del año de 1582, se refiere que el pueblo de Otavalo tenía el nombre Sarance, y que la comarca entera se llamaba Otavalo; el pueblo de Hatuntaqui se designa con el nombre de Tontaqui.

El término Bura no puede ser quichua indudablemente, porque en el quichua no hay la letra B; la voz Imba no se encuentra tampoco en ningún vocabulario quichua. (N. del A.)

 

155

Citaremos las obras, cuyo estudio puede servir para esclarecer este asunto.

Brasseur de Bourbourg, Relación de las cosas de Yucatán, París, 1864 (En ese mismo volumen, al fin, se encuentra un corto diccionario francés de las palabras caribes del dialecto antillano).

Bachiller y Morales, Cuba primitiva (Origen, lenguas, tradiciones e historia de los indios de las Antillas mayores y las Lucayas), Habana, 1883.

Lucien Adam, Materiales para servir a la formación de una Gramática comparada de los dialectos de la familia Caribe, París, 1893. En francés.

Lucien Adam, Examen gramatical comparado de catorce lenguas americanas (Este opúsculo se encuentra en el Tomo segundo de las Actas y memorias del Congreso de americanistas, reunido en Bruselas en 1879).

Lucien Adam, Materiales para servir a la formación de una Gramática comparada de los dialectos de la familia Tupi, París, 1896.

Para abundar en noticias filológicas, citaremos también las Gramáticas de Anchieta, de Figueira, de Ec. Kart, de Restivo y de Montoya, a fin de que, conocida bien la índole del idioma de los aborígenes del Brasil, se puedan más fácilmente hacer comparaciones, para rastrear el lenguaje de los aborígenes de Imbabura.

En el Congreso internacional de americanistas, reunido en Berlín el año de 1888, presentó el mismo señor Adam un estudio notable sobre tres familias lingüísticas de las hoyas del Amazonas y del Orinoco; el demostrativo chaima en se ha cambiado en er en la provincia del Carchi. (N. del A.)

 

156

A las obras, que hemos citado en la nota anterior, añadiremos en ésta solamente las dos siguientes, que tratan de un modo especial de la lengua Chaima y de la cumanagota, hermana de la chaima.

Tauste, Arte y vocabulario de la lengua de los indios chaimas.

Yangües, Principios y reglas de la lengua cumanagota (Nos referimos a las ediciones facsimilares hechas por Platz-mann, Leipzig, 1888).

En cuanto a la disposición conciliar del Sínodo de Quito relativa a la formación de catecismos en las lenguas maternas de los indígenas, que no hablaban ni entendían la lengua quichua, aunque la hemos publicado anteriormente en nuestro Estudio histórico de los Cañaris, juzgamos oportuno reproducirle también aquí. Dice así:

«Capítulo 3.º.- Que hagan catecismos de las lenguas maternas, donde no se habla la del Inca. Por la experiencia nos consta, en este nuestro Obispado hay diversidad de lenguas que no tienen ni hablan la del Cuzco ni la aimará, y que para que no carezcan de la doctrina cristiana, es necesario hacer traducir el Catecismo y Confesionario en las propias lenguas; por tanto, conformándonos por lo dispuesto en el Concilio provincial último, habiéndose informado de las mejores lenguas que podían hacer esto, nos ha parecido someter este trabajo y cuidado a Alonso Núñez de San Pedro y a Alonso Ruiz para la lengua de los llanos y tallana, y a Gabriel de Minaya presbítero, para la lengua Cañar y purual, y fray Alfonso de Jerez de la Orden de la Merced para la lengua de los pastos, y a Andrés Moreno de Zúñiga y Diego Bermúdez presbítero, para la lengua Quillacinga, a los cuales encargamos lo hagan con todo cuidado y brevedad, pues de ello será Nuestro Señor servido y de nuestra parte se lo gratificaremos, y hechos los dichos Catecismos, los traigan o envíen ante Nos, para que vistos y aprobados puedan usar de ellos». (N. del A.)



 

157

Cieza de León, Crónica del Perú (Parte primera, capítulo 37). En la edición de Rivadeneira. (N. del A.)

 

158

La fauna ecuatoriana es todavía muy poco estudiada, y de la malacología o tratado de los moluscos no tenemos más que el Ensayo publicado por el finado señor Augusto Cousin, francés, que vivió largos años en Quito y se dedicó con laudable diligencia a coleccionar objetos de la prehistoria ecuatoriana, y a estudiar, más bien como aficionado que como naturalista, el ramo de la malacología.

Cousin, Fauna malacológica de la República del Ecuador, (Boletín de la Sociedad zoológica de Francia, tomo duodécimo, París, 1887).

Woodward, Manual de conquiliología (Citamos la traducción francesa hecha por Alois Humbert, París, 1870). Es muy útil este Manual por su excelente método y porque tiene la distribución geográfica de los moluscos en el globo terrestre, con un mapa de las regiones marítimas y terrestres en que están acantonadas las diversas especies.

Sería curioso determinar con precisión qué especies de moluscos son los que han representado los aborígenes del Carchi en sus instrumentos músicos de barro, y notar la región en que viven aquellos animales, para deducir de ahí algunos indicios acerca de las emigraciones y del comercio de las antiguas tribus. (N. del A.)

 

159

Jiménez de la Espada, La jornada del capitán Alonso Mercadillo a los indios Chupachos e Izcaicingas, Madrid. (N. del A.)

 

160

Ortegón, Descripción de la provincia de Quijos y de la comarca alta del Napo (Manuscrito, Quito, primero de febrero de 1577). Se conserva en el Real Archivo de Indias en Sevilla. (N. del A.)

 

161

Cobo, Historia del Nuevo Mundo (Tomo tercero, libro décimo tercio, capítulo nono. Habla de la costumbre que de hacer fabricar cada uno su figura o imagen tenían los Incas, y cosa análoga sucedía, sin duda, entre los Quillacingas). La obra del padre Cobo se dio a luz en Sevilla el año de 1892. (N. del A.)

 

162

El primero de los españoles que llegó a Caranqui fue Benalcázar, en su primera expedición cuando el descubrimiento y la conquista de estas provincias. Según refiere Oviedo, entonces fue cuando los españoles compañeros de Benalcázar desprendieron de los muros del templo las planchas de oro y de plata que los cubrían, desollando las paredes, a honra de San Bartolomé, como, con cáustica ironía, se expresa el antiguo cronista de Indias.

En 1542, es decir, ocho años después de Benalcázar visitó los edificios de Caranqui y los describió Cieza de León, entonces parece que no estaban todavía arruinados. Cieza habla del templo del Sol, del palacio de los Incas, de la casa de las escogidas, del gran estanque y de la plaza, la cual dice que era pequeña, y sin duda es la misma que hay hasta ahora delante de la iglesia parroquial.

El año de 1692 estuvo en Caranqui el viajero Francisco Coreal, y encontró en aquella época los edificios ya arruinados; pero dice que las ruinas tenían un cierto aspecto de grandeza.

Según Montesinos, en este palacio de Caranqui dejó Huayna-Cápac a Atahualpa, cuando el Inca, concluida la conquista de los Quillacingas, y vencidos y domados los Caranquis, emprendió su último viaje de regreso al Cuzco; dice Montesinos que Huayna-Cápac gastó un año en la construcción del palacio, y que entonces Atahualpa, tenía solamente dos años de edad. Si Montesinos estuvo bien informado, dedúcese que Atahualpa no nació en Caranqui; nuevo dato en apoyo de nuestra opinión respecto del lugar del nacimiento de aquel desgraciado príncipe.

Oviedo (Gonzalo Fernández), Historia general de las Indias (Tomo cuarto, página 239). Oviedo dice que el templo era pequeño.

Historia general de los viajes (Tomo 51, edición de París, 1757). En francés. (N. del A.)

 

163

Ulloa, Relación histórica del viaje a la América Meridional (Tomo segundo, página 625. Lleva una lámina grande, en la cual, entre otras cosas, se halla la figura del adoratorio de Cayambi, el cual no era de piedras sino de adobes). (N. del A.)

 

164

Restrepo (el señor don Ernesto), Ensayo etnográfico y arqueológico de la provincia de los Quimbayas en el Nuevo Reino de Granada, Bogotá, 1882.

Estudios sobre los aborígenes de Colombia, (Primera parte), Bogotá, 1892. Con un mapa prolijo de las antiguas tribus indígenas. (N. del A.)

 

165

Jiménez de la Espada, «Las Amazonas alfareras» (Curioso y erudito artículo, publicado en la revista titulada Historia y Arte, Tomo primero, Madrid, 1896. Da a conocer el modo de sepultar los cadáveres en grandes ollas de barro, que hacían las veces de urnas cinerarias entre las tribus del Marañón). Véase lo que acerca de esta manera de sepultación dice Nadaillac en su obra sobre los Usos y monumentos de los pueblos prehistóricos, París, 1888. (N. del A.)

 

166

Seler, Antigüedades peruanas (Peruanische alterthümen), Berlín, 1893. (N. del A.)

 

167

Max Uhle, Cultura e industria de los antiguos pueblos sudamericanos, Berlín, 1889 (En alemán. El volumen relativo a las naciones antiguas). (N. del A.)

 

168

Congreso internacional de los americanistas, Documentos de la tercera sesión, tenida en Bruselas en 1879, tomo primero (La obra consta de dos volúmenes y de un atlas). (N. del A.)

 

169

Markham, Las posiciones geográficas de las tribus que formaban el imperio de los Incas. Citamos la traducción castellana que de esta obra hizo el señor Ballivián, ilustrándola con una Introducción. La Paz, 1902. En cuanto a las tribus ecuatorianas, el trabajo del señor Markham, por desgracia, es deficiente e inexacto. (N. del A.)

 

170

Montesinos, Memorias antiguas historiales y políticas del Perú, Madrid, 1882 (Este autor en varios lugares de su citada obra hace mención de la tradición que, relativamente a inmigraciones venidas de la región oriental trasandina, se conservaba en el territorio de la Audiencia de Quito y en otros puntos del Perú; menciona también la tradición acerca de las gentes que, viniendo del Occidente, arribaron en diversas épocas a la costa ecuatoriana). (N. del A.)

 

171

Las repúblicas de Centro América han tenido en estos últimos tiempos la fortuna de recibir la visita de americanistas laboriosos, que han examinado las ruinas de los antiguos monumentos indígenas, han practicado excavaciones en los cementerios prehistóricos y han hecho diligentes investigaciones arqueológicas. Merced a las obras que han dado a luz, enriquecidas con dibujos, con planos y con láminas primorosas, la prehistoria americana ha adelantado considerablemente; y ahora ya no es tan difícil como antes hacer estudios arqueológicos comparativos. Citaremos las que nosotros conocemos, y cuyo estudio recomendamos a los amantes de la arqueología y de la prehistoria americanas.

Hartman Carl Vilhelm, Investigaciones arqueológicas practicadas en Costa Rica, Estocolmo, 1901. En inglés.

Bovallius, Antigüedades de Nicaragua, Estocolmo, 1886. En inglés.

Montessus de Ballore, El Salvador pre-colombino, París, en francés. El preámbulo de esta obra fue escrito por el tan conocido y justamente respetado Marqués de Nadaillac; no tiene año de impresión, pero puede asegurarse que salió a luz a fines del siglo pasado.

Ferraz, Informes del Museo Nacional de Costa Rica, San José. Conocemos dos informes: el primero corresponde al año de 1897 a 1898; el segundo es de 1900; este segundo informe tiene, como anexos, tres estudios arqueológicos sumamente interesantes; las láminas son de litografía.

Alfaro (Anastasio), Antigüedades de Costa Rica, San José, 1894. Nosotros no conocemos sino la primera entrega de esta curiosa publicación.

Holmes (William Henry), El arte antiguo en la provincia de Chiriquí (Este trabajo se publicó el año de 1888 en Washington). Es muy curioso por las láminas con que ilustra su exposición, en la que da a conocer la cerámica, la orfebrería y la escultura de esas tribus, de las cuales muy poco o casi nada se sabía antes. La monografía del señor Holmes sobre el arte antiguo de los aborígenes de Chiriquí se halla en el tomo décimo cuarto de la publicación anglo-americana titulada House miscellaneus documents, Annual report of the Bureau of Ethnology, John Wesley Powell, director.

Hasta cuando el célebre Prescott publicó su aplaudida Historia de la conquista del Perú, todavía era seguida generalmente la opinión de que las razas que componían el imperio de Moctezuma no habían pasado a la América meridional; ahora esa opinión no puede sostenerse, en vista de las pruebas que, en contra de ella, ofrecen las investigaciones arqueológicas llevadas a cabo en diversos puntos del Perú. Recomendamos aquí el importante trabajo del docto americanista señor don Toribio Polo sobre la Piedra de Chavin. Repetiremos ahora, una vez más, lo que ya en otra parte hemos dicho: cuanto más adelantaren las investigaciones arqueológicas, concienzudamente hechas en el territorio de la vecina República del Perú, tanto más se irá esclareciendo la prehistoria del continente meridional; y día llegará, cuando la leyenda heliada de los fundadores del Cuzco se desvanecerá por completo, explicándose el simbolismo por realidad histórica.

Polo (José Toribio), La piedra de Chavin, Lima, 1900. (N. del A.)

 

172

Saville (Marshall Howard), Las antigüedades de Manabí en la República del Ecuador, New York, 1907. En inglés. Un volumen grande acompañado de láminas, esmeradamente grabadas; los objetos representados en esas láminas fueron recogidos y colectados por el señor Saville en Manabí, en su viaje de excursión arqueológica por esa provincia. (N. del A.)

 

173

Otto von Buchwald, Vocabulario de los Colorados. El señor Otto von Buchwald, nuestro distinguido amigo, reside en la ciudad de Guayaquil, y se ha consagrado a estudios filológicos y arqueológicos relativos a las antiguas tribus indígenas ecuatorianas. El vocabulario de los Colorados está en alemán, y se publicó el año próximo pasado. (N. del A.)

 

174

Paravey, Memoria sobre el origen de los pueblos de la meseta de Bogotá, París, 1835. En francés.

Restrepo, Historia de los Chibchas, o Los Chibchas antes de la conquista española (Es el trabajo más erudito y más concienzudo que se ha publicado hasta ahora sobre aquella antigua nación americana), Bogotá, 1895. Un volumen de texto y un atlas. (N. del A.)

 

175

Brinton, La raza americana, New York, 1891. En inglés. (N. del A.)

 

176

Hemos escrito de esta manera el nombre del descubridor de América siguiendo las indicaciones de escritores distinguidos y para conformarnos más con la etimología italiana del nombre Colombo. (N. del A.)

 

177

Se cuenta que oculta dentro de un ovillo de hilo hicieron llegar a Panamá una representación dirigida al Gobernador, firmada por muchos, al fin de la cual se leía esta redondilla:


Pues, Señor Gobernador,
mírelo bien por entero:
que allá va el recogedor
y acá queda el carnicero. (N. del A.)



 

178

Es indudable el acontecimiento de la lluvia de ceniza, cuando Alvarado subía del litoral a la altiplanicie de Ambato, pues lo cuenta Oviedo, que se lo oyó referir después al mismo Alvarado; y no tiene nada de extraordinario para nosotros que tantas veces hemos sido testigos de fenómenos semejantes. Mas, si el hecho es cierto, no es lo mismo en cuanto al volcán que ocasionó la lluvia de tierra, pues pudo ser o el Pichincha o el Cotopaxi, o algunos de los otros volcanes, sin que podamos decir no obstante cuál de ellos fue precisamente. (N. del A).

 

179

Notable discordancia hay entre los historiadores acerca del año en que se verificó por parte de Alvarado la expedición a Quito; pues unos, como Garcilaso de la Vega siguiendo a Gómara, la atrasan un año entero, fijando en 1535 la salida de Guatemala de Alvarado con su expedición; y otros la adelantan un año, pues la ponen, como el padre Velasco, en 1533; nosotros la hemos fijado en 1534, fundándonos en las fechas determinadas en el primero y más antiguo libro del Cabildo de Quito, en el que se encuentran las actas de la fundación de la ciudad que hicieron los españoles en Riobamba con el nombre de Santiago de Quito, cuando estaban frente a frente los dos ejércitos, el de Almagro y el de Alvarado. No hay menos divergencia en cuanto al camino por donde subió Alvarado la cordillera occidental; Robertson lo hace desembarcar en Guayaquil y el padre Velasco en Esmeraldas, pero uno y otro se equivocan; el cronista Antonio de Herrera en sus Décadas es quien ha descrito con más exactitud la marcha del Gobernador de Guatemala y, por esto, nosotros en nuestra narración le hemos seguido con preferencia a los demás, mayormente porque la narración de Herrera es más conforme que la de otros escritores con la geografía de los lugares. Creemos no engañarnos diciendo que Alvarado trasmontó la cordillera por el cerro llamado Casahuala, que algunas veces suele cubrirse de nieve en el verano. Las capitulaciones entre Almagro y Alvarado fueron celebradas el 26 de agosto de 1534. (N. del A.)

 

180

Quintana asegura que fueron solamente cien mil pesos, en lo cual contradice a Herrera, fundándose para esto en la escritura del contrato que tenía a la vista cuando escribía la vida de Pizarro. En el texto hemos seguido a Herrera, sin que por eso dudemos del testimonio de un escritor tan grave y respetable como Quintana. (N. del A.)

 

181

Nos parece oportuno hacer notar aquí una inexactitud de nuestro historiador el padre Velasco. Dice este autor que Juan de Ampudia vino con Benalcázar en la primera expedición; mas consta que no vino sino con Alvarado; por tanto, si hay inexactitud en cuanto al tiempo de la venida de este personaje, desgraciadamente célebre en nuestra historia, creemos que son también inciertos los hechos en que el padre Velasco lo hace figurar antes de la expedición de Alvarado, pues no podía hacer nada en esta tierra quien hasta entonces no había venido a ella. (N. del A.)

 

182

En cuanto a la fecha de la partida de Gonzalo Pizarro para su expedición hay equivocación en los historiadores, que la fijan en un año diverso de aquel en que se verificó, según se deduce del primer libro de Actas del Cabildo, a cuyas fechas nos hemos atenido. (N. del A.)

 

183

Tal vez a la muerte del padre Valverde debe referirse lo que acerca de la causa de la despoblación de la Puná contaban los indios de los llanos de Trujillo, como puede verse en Alcedo, Diccionario histórico, tomo IV, donde se dice que habiendo reincidido en la idolatría de los habitantes de la Puná pasó a convertirlos el Obispo de Trujillo, a quien mataron con veneno y después lo desenterraron, purificaron sus carnes y se las comieron. (N. del A.)

 

184

Las fuentes de donde hemos tomado muchos de los datos relativos al Ilmo. señor Solís son las obras de los padres Herrera, Calancha y Portillo, cronistas de la orden de San Agustín; Ordóñez de Zevallos en la relación de su viaje que lleva por título El clérigo agradecido, y algunos aunque muy escasos documentos inéditos. Habla también con elogio de este Prelado el padre Córdova y Salinas en su Memorial de historias y cosas del Perú. El antiguo libro de actas del Cabildo eclesiástico, que comprende todo el tiempo del gobierno de este Obispo, por desgracia se ha perdido, con lo cual nos queda un vacío de casi diez y siete años que no hay cómo suplir. Las Cartas Annuas de los padres de la Compañía de Jesús ofrecen datos ligeros pero muy interesantes acerca de algunas circunstancias del tiempo en que vivió el señor Solís. Lástima es que del mejor de nuestros obispos no poseamos sino escasos documentos. (N. del A.)

 

185

Essai sur la poésie épique. (N. del A.)

 

186

Le propagateur, Vol. I. (N. del A.)

 

187

Las lecciones de literatura de Blair son una obra excelente, pero que, a mi juicio, como muchas otras, carece de lo que podríamos llamar «localidad o personalidad literaria», pues no basta que los jóvenes adquieran buen gusto, sino que es necesario conozcan también que las formas de la manifestación de la belleza no son reducidas ni mucho menos exclusivas. ¿Cómo admitir, por ejemplo, la teoría que de la poesía dramática nos da Blair? ¿Ni cómo puede sostenerse ideológicamente la teoría de Zárate sobre la formación del tipo ideal? Otro escritor crítico, muy conocido entre nosotros, es Martínez de la Rosa, cuyo sistema poético, demasiadamente estrecho, no deja de embarazar a los jóvenes. ¿En cuál de las clases de odas reconocidas por Martínez de la Rosa colocaremos el canto a Bolívar de Olmedo? ¿Qué clase de poema es la Divina comedia? El Fausto de Goethe ¿es una tragedia? El Fingal de Ossian, ¿será una epopeya? ¡Cuán cierto es que el genio en sus creaciones siente intuitivamente la belleza, y la descubre allí donde no la divisa la vista miope de una crítica mezquina! (N. del A.)

 

188

Sabido es que a tanto llegó el metodismo exclusivo de los críticos en su sistema literario, que Lowth en su obra sobre la poesía hebraica clasifica los libros poéticos de la Biblia en elegías, idilios, etc., lo que, según César Cantú, es querer medir el templo de Salomón con el compás. (N. del A.)

 

189

Nadie extrañará que me exprese de esta manera respecto de Boileau, si considera cuán estrechas miras filosóficas tenía el legislador del clasicismo francés; su Poética, acabada obra maestra de estilo, contiene muchos y atinados preceptos de buen gusto, pero también la afean equivocaciones graves y trascendentales en cuanto a la esencia de la poesía. Boileau no vio más poesía que la clásica griega y latina, y tomó por esencia de la poesía lo que no era más que un modo de manifestación de lo bello en sus relaciones con una nación y con una época de tiempo; condenó severamente al Tasso y negó al cristianismo el don de la poesía... ¡Y Milton había escrito ya el Paraíso perdido! Sabidas son también las consecuencias absurdas que se han deducido de la doctrina poética de Boileau. Introducido en Inglaterra el clasicismo francés, Addison tuvo que probar a los ingleses que el Paraíso perdido era un poema épico, porque se conformaba exactamente con las leyes de la epopeya clásica. En 1711, Steel publicaba, con la colaboración de Addison el célebre periódico titulado El espectador, en el cual el último hizo una prolija comparación del Paraíso perdido con la Iliada y la Eneida, mediante la cual probaba que Milton había observado en su poema las reglas dadas por Aristóteles para la epopeya, reglas encontradas por Homero y seguidas por Virgilio. Era aquella la época en que la literatura inglesa bajo la influencia de Dryden procuraba imitar a la francesa; mas, por fortuna, el clasicismo francés, admirable por su regularidad, pero que no juntaba a su falta de defectos el vigor y robustez del genio creador, se agostó en breve como planta exótica en la tierra de Shakespeare. Sabemos también que el Libertador censuró la magnífica introducción del canto de Olmedo a la victoria de Junín, porque no se conformaba con las leyes del código poético de Boileau. En cuanto a Horacio, parece raro que el habérsele ocurrido a algún colector antiguo de las obras de Horacio el llamar arte poética a una epístola familiar, en la que el poeta latino, como conversando, da algunos preceptos de buen gusto a los hijos de su amigo Pisón, principalmente sobre la dramática, tal como de Grecia había sido llevada a Roma, parece raro, digo, que una obra semejante haya llegado a desempeñar un papel que ni aun fue concebido por el autor. Admiro como el que más a Horacio, pero también procuro evitar la exageración, ya en mi aprecio, ya en mi desdén hacia los autores. Para mí, ningún escritor debe ser estudiado con pasión, y a los clásicos no se les debe hacer decir sino lo que ellos dijeron y nada más. ¿Es la epístola a los Pisones una verdadera Poética? No, Horacio no tuvo esa intención. Concluyamos, pues, que una cosa es bella, es verdadera, es buena, no porque la dijo un autor, sino porque en sí misma tiene el ser que la constituye bella, verdadera, buena en su género. ¿Es esto negar la necesidad de las reglas? No, siempre que se funden en la esencia de las cosas; así, ¿quién negará la necesidad de la unidad lógica en toda composición literaria? (N. del A.)

 

190

Muy conocida es la hermosísima elegía de Gray, «El cementerio del campo», imitada por Fontanes y Chateaubriand y traducida a casi todos los idiomas cultos de Europa. (N. del A.)

 

191

Nettemant, La Literature sous la Restauration, tome premier. (N. del A.)

 

192

Études de la Nature. (N. del A.)

 

193

Advertencia.- Este Discurso, aunque fue pronunciado en Quito, no se dio a luz en esta ciudad, sino en Bogotá, el año de1873, en La América, diario que redactaba entonces en la capital de Colombia el tan conocido escritor don José María Quijano Otero. La América, parte literaria, año primero, números: octavo y noveno, abril y mayo de 1873, Bogotá. (N. del A.)

 

194

El Ilmo. Sr. obispo Toral, que solía presidir siempre personalmente en los actos literarios del Seminario. (N. del A.)

 

195

Cuando escribimos este Discurso todavía creíamos en la sinceridad de Macpherson y por lo mismo en la existencia personal de Ossian. (N. del A.)

 

196

Muy poco es lo que acerca de la índole genuina de la poesía épica cristiana hemos encontrado en los libros o tratados de estética; nos contentamos, pues, con citar aquí tan sólo la obra del padre Souben, titulada Estética del dogma cristiano, publicada en francés, el año de 1898. (N. del A.)

 

197

De la Cristiada del padre Hojeda conocemos tres ediciones completas, que son la primitiva de Sevilla, hecha el año de 1611; la de Barcelona, con un ligero prólogo de Milá y Fontanals, dada a luz en 1867, y la que se publicó en el tomo primero de los poetas épicos, en la colección de autores españoles de Ribadeneyra.

Quintana desenterró este poema y llamó sobre su mérito la atención de los hombres de letras en el bien escrito discurso con que encabezó su colección de fragmentos de poemas españoles, que publicó con el título de Musa épica castellana. Los trozos que escogió e imprimió Quintana, los hizo reimprimir don Eugenio de Ochoa en su Tesoro de los poemas españoles. Con todo, la Cristiada es poco leída y menos estudiada aún por los mismos que se precian de muy conocedores de la literatura castellana, pues los escritores de historias de la literatura española casi no han hecho más que repetir el juicio que acerca de la obra de Hojeda emitió Quintana.

El padre Echard, en el Tomo segundo de su obra latina titulada Biblioteca de escritores de la Orden de Predicadores, habla del padre Hojeda, tomando sus datos y noticias de la crónica que de los dominicanos del Perú publicó el padre Meléndez con el título de Verdaderos tesoros de Indias. Advertimos que hemos escrito con hache el apellido del padre Hojeda porque lo leemos escrito así en la primera genuina edición de la Cristiada. (N. del A.)

 

198

Entre los asuntos que en su admirable Suma teológica ha tratado Santo Tomás de Aquino, uno de los que están más magistralmente expuestos es el relativo a los Ángeles; ese tratado no puede estudiarse sin admiración. Lo que el santo doctor enseña acerca de la naturaleza de los Ángeles, de las jerarquías angélicas, del estado de prueba, del modo como penan los demonios, del lenguaje o manera como los Ángeles hablan unos con otros, merece ponderarse detenidamente, para poder juzgar con acierto respecto del mérito verdadero del poema de Milton, considerado desde el punto de vista de la teología católica.

Quien deseare profundizar más este asunto, de veras sublime, estudie despacio, con paciencia (si tiene fuerzas intelectuales para ello), los tratados de dos célebres teólogos sobre los Ángeles; esos teólogos son el padre Francisco Suárez y el padre Dionisio Petavio. Los dos teólogos no se desvían de las explicaciones de Santo Tomás: en el padre Suárez se admira la penetración de su ingenio dotado de una gran fuerza de abstracción metafísica; el padre Petavio se recomienda por lo rico de su erudición teológica.

La Suma de Santo Tomás está traducida al castellano, y, por lo mismo, el estudio de ella se ha hecho fácil para todos. (N. del A.)

 

199

Los poemas latinos de San Avito, Obispo de Viena en el Delfinado, se publicaron por la primera vez el año de 1643, en París; los reprodujo después Migne, en el volumen quincuagésimo nono de su Patrología latina.

Guizot fue el primero que llamó la atención de los literatos y de los eruditos sobre los poemas latinos de San Avito, en la Lección décima octava de su Historia de la civilización en Francia; más tarde se dieron a luz en Alemania, en Bélgica y en la misma Francia monografías críticas y literarias sobre San Avito. Puede leerse lo que dice Ebert en su Historia general de la literatura de la Edad Media en Occidente, nos referimos a la traducción francesa (Tomo primero, en el capítulo quinto del libro tercero). (N. del A.)

 

200

Ésta es ocasión oportuna para hablar de la traducción que del Paraíso perdido ha publicado en Bogotá (en 1896-1897) el señor don Enrique Álvarez Bonilla. Muy conocida es la traducción de Escoiquiz y del mérito de ella no hay para qué tratar aquí; basta decir que es un trasunto pálido y lánguido del encendido y vigoroso poema de Milton; el metro escogido por Escoiquiz le puso en la necesidad de debilitar el lenguaje del original.

El señor Álvarez Bonilla ha preferido al verso suelto y a la silva la clásica octava real castellana, consagrada como combinación métrica adecuada para los poemas épicos por todos cuantos poetas castellanos han compuesto epopeyas, desde Ercilla hasta Reinoso. Las octavas reales del señor Bonilla son bien trabajadas, los versos armoniosos y la rima fácil, natural y nada vulgar; atendidas, pues, las arduas dificultades que ha vencido para trasladar los versos de Milton a las octavas castellanas, su traducción del Paraíso perdido es obra que honra a la literatura colombiana.

Traducir a Milton era empresa nada fácil; traducirlo en octavas reales era hacer que la dificultad subiera de punto. El señor Bonilla ha acometido esa empresa, y ha quedado airoso al llevarla a cabo diestramente.

La traducción del señor Álvarez Bonilla se dio a luz en Bogotá y consta de dos tomos: el primero contiene los seis primeros libros o cantos del poema; el segundo, los otros seis. Recomendamos la lectura de esta obra, con la seguridad de que al que lo leyere no le pesará el haberla leído. (N. del A.)

 

201

He aquí la traducción de los tres tercetos en que se contiene la inscripción de la Puerta del Infierno:



Por mí se va a la ciudad doliente,
por mí al abismo del tormento fiero,
por mí a vivir con la perdida gente.

La justicia a mi autor movió severo,
me hicieron el poder que a todo alcanza,
el saber sumo y el amor primero.

Antes de yo existir no hubo creanza,
la eterna solo, y eternal yo duro,
¡oh los que entráis! dejad toda esperanza. (N. del A.)


 

202

En el texto de este estudio literario hemos dicho que el poema del Dante es un poema erudito; para leerlo con provecho, para entenderlo perfectamente, para gustar las bellezas literarias en que abunda, es necesario conocer muy bien la biografía del poeta, la historia de las repúblicas italianas de la Edad Media, los usos, las costumbres de aquella época, el estado de las ciencias así sagradas como profanas, las creencias religiosas, las prácticas devotas y hasta las leyendas y supersticiones del pueblo y de las personas ilustradas de los siglos medios; por esto, la Divina comedia ha menester de notas que ilustren el texto, y de comentarios que expliquen los pasajes oscuros, porque la Divina comedia es poema no sólo oscuro sino hasta enigmático a causa del simbolismo empleado por el poeta, cuyas alusiones son casi incomprensibles para los lectores modernos.

Como la Divina comedia es, además, obra docta y eminentemente teológica, la lectura de ella requiere pleno conocimiento no sólo del dogma cristiano y de las enseñanzas católicas en punto a la vida de las almas en la eternidad, sino también de las opiniones que respecto del Infierno, del Purgatorio y del Cielo eran comunes en el siglo trece entre los teólogos escolásticos ortodoxos.

Por otra parte, el lenguaje mismo del poema, el estilo y la versificación contribuyen a aumentar la dificultad; Dante se apoderó de la lengua italiana, la fundió, la pulió y la cinceló en sus laboriosos tercetos; la concisión de su lengua es tan apretada, que, en ocasiones, un terceto y hasta un verso se hallan henchidos de sentido; son, en rigor, todo un discurso como en cifra y en abreviatura. El estilo es tan propio, tan original, tan del Dante, tan suyo, que nunca podrá ser imitado ni confundido con ningún otro. Por todo esto la lectura de la Divina comedia no es a propósito para deleitar a las almas frívolas, y cansa pronto y fatiga en breve a los turistas de la literatura. ¿Qué pensar acerca del Dante? El primer verso latino de su epitafio lo está diciendo:


Theologus Dantes; nullius dogmatis expers. (N. del A.)



 

203

Ozanam, De los orígenes poéticos de la Divina comedia (Se halla en el Tomo quinto de las Obras completas del sabio profesor de Lyon). Ozanam es entre los literatos franceses modernos el que ha publicado estudios más eruditos y doctos sobre Dante y su célebre poema; uno se refiere al Purgatorio y otro trata del Dante considerado como filósofo y se intitula «Dante y la filosofía católica en el siglo trece». Comparando a Ozanam con Guinguené, el historiador de la literatura italiana, se ve cuanto había no sólo cambiado sino progresado la crítica literaria en Francia, desde los tiempos del primer imperio hasta mediados del siglo pasado; las ideas filosóficas son luz, que ilumina o que ofusca a la crítica; ésta en las Bellas artes discierne lo bello o no acierta a percibirlo bien, según el sistema filosófico que profesa el crítico. En castellano merecen leerse los trabajos de Milá y Fontanals sobre el Dante; se hallan entre los Opúsculos literarios de aquel respetable y benemérito profesor. (N. del A.)