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ArribaAbajoDe Historia eclesiástica del Ecuador

Discurso sobre la historia de la Iglesia católica en América desde su fundación hasta nuestros días


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ArribaAbajoIntroducción

Si algún día la América quisiera levantar un imperecedero monumento de gratitud, para perpetuar en las edades futuras la memoria de sus más insignes benefactores, no podría menos de erigirlo a la Iglesia católica; porque esos hijos mimados de la fortuna, a quienes apellidamos conquistadores, han dejado su nombre escrito con sangre en los escombros de los pueblos por ellos devastados, y los guerreros que, luchando heroicamente y en los campos de batalla con huestes enemigas, dieron independencia y libertad política a los pueblos americanos, por desgracia, mancillaron su nombre con miserias propias de la condición humana, sin las cuales, tal vez, su nombre habría sido inmaculado. Hay, sin duda, nombres   -328-   que los pueblos pronuncian con orgullo en sus momentos de ventura y de prosperidad; pero que echan al olvido en sus días de dolor y de infortunio; hay también nombres que una generación enseña a repetir con amor a otra generación, porque en ellos está vinculada toda una historia de gratísimos recuerdos. Así la América guarda con religioso cariño, para enseñanza y admiración de los siglos venideros, los nombres, por siempre venerables, de los apóstoles del catolicismo, que, sin fausto ni ostentación mundanal, antes en silencio y con humildad, trabajaron, con asidua constancia y sin igual fortaleza, en la obra penosa y difícil de la civilización del pueblo americano.

En efecto, a la Cruz debe la América los verdaderos elementos de civilización que posee en su seno. Ahora cuando, con razón o sin ella, se hace en la investigación de los hechos históricos tanto de alarde de espíritu filosófico, justo será que, recorriendo concienzudamente a la luz de una crítica imparcial la historia americana, reclamemos para el cristianismo, y por consiguiente para la Iglesia católica, el mérito de haber trabajado grandemente en la obra de la civilización de las naciones americanas. La historia de la Iglesia católica es siempre y en todas partes la historia de la verdadera civilización; y en la América lo fue también, para gloria del nombre católico.

Todos los que, con sincero amor de la verdad, quieran meditar en las condiciones sociales de las pueblos, para descubrir las causas de su engrandecimiento o de su decadencia, no podrán menos de confesar que la Iglesia católica es la única que posee el secreto de hacer verdaderamente felices a las naciones. La Iglesia católica, para hacer beneficios a las naciones y al linaje humano entero, no exige otra condición que la libertad, así como aquel guerrero de la Iliada no pedía a Júpiter para triunfar hasta de los mismos dioses, más que luz y claridad. Cuando los déspotas la cargan de cadenas, la Iglesia no logra hacer todo el bien que pudiera a los pueblos. Esas cadenas, unas veces se las pone Calígula y   -329-   otras Constantino; si las cadenas de la persecución le dan vigor, los dorados grillos de una protección poco sincera la enervan y envilecen.

El testimonio imparcial de la historia será nuestro único guía en el estudio que vamos a hacer, desconfiando de nuestras fuerzas y movidos únicamente de nuestro amor a la causa católica; sin embargo, esperamos hacer ver a la Iglesia inspirando en todo tiempo a los americanos el verdadero espíritu del cristianismo, sin el cual es locura pretender civilizar a los pueblos. Verdad para la inteligencia, virtud para el corazón, medios de satisfacer, pronta, cómoda y fácilmente aquellas necesidades a que por las condiciones mismas de su naturaleza está sujeto el hombre, eso es lo que constituye y podemos llamar civilización. La ciencia sin la moral hará sabios; las riquezas sin la moral forman pueblos corrompidos; verdad, virtud, he ahí la civilización.




ArribaAbajoI.- El descubrimiento y la conquista

Ley providencial de los acontecimientos humanos. Los últimos tiempos de la Edad Media. El protestantismo. Grandes inventos. Vasco de Gama. Colom. Descubrimiento de la América. El cristianismo en el Nuevo Mundo. Reflexiones sobre la conquista.


La historia de la Iglesia católica no es otra cosa que la exposición de los acontecimientos sociales que se verifican   -330-   bajo el gobierno de la Providencia y el ejercicio de la libertad humana relativamente a los destinos sobrenaturales de la humanidad. La historia reproduce la fisonomía de los tiempos y de los personajes, con la misma fidelidad con que un espejo representa la figura de lo que se le pone delante; y, como refiere lo pasado para instrucción y ejemplo de las generaciones venideras, dejando a un lado innumerables hechos, narra solamente los acontecimientos que tienen importancia social. La sociedad humana tiene, así como el hombre, un fin sobrenatural, para cuya consecución ha sido formada por Dios aquí en la tierra. Ese fin no puede ser otro sino la glorificación de Dios en el tiempo por medio de Jesucristo, a quien han sido dadas en herencia todas las naciones. Referir cómo desde el principio de los siglos hasta ahora las sociedades humanas han cumplido los designios de Dios respecto de ellas, en su relación con Jesucristo y su Iglesia, he ahí el objeto de la historia eclesiástica universal. Cristo es el alma que da vida al linaje humano; por esto, sin Cristo la historia es un enigma; por esto, también la historia del linaje humano sobre la tierra no puede dividirse con exactitud sino en dos solas grandes épocas; la que precedió a la venida del Deseado de las naciones, y la que, habiendo principiado en su nacimiento, ha de durar hasta el fin de los siglos. Del Calvario para allá las naciones vivieron esperando; del Calvario para acá las naciones han vivido y seguirán creyendo. Las pueblos antiguos esperaron, porque creían en las divinas promesas que les anunciaban un Redentor futuro; los pueblos modernos viven creyendo en las promesas hechas por el Redentor, que vivió vida mortal en medio de los hombres.

Sin violentar la libertad humana, Dios gobierna los pasos de los pueblos, así como dirige los pasos de los individuos, por aquel dominio absoluto que el Criador tiene sobre sus criaturas y por la necesaria dependencia que liga a éstas con su Criador. El dogma de la Providencia deja al hombre toda su libertad y, por lo mismo, le hace responsable de todos sus actos. La libertad humana   -331-   y la Providencia concurren a la producción de todos los acontecimientos sociales. Quien negara la Providencia, no acertaría a explicar los misterios de la historia; porque en la humanidad no vería más que un desgraciado Edipo, arrastrado por una fuerza ciega y fatal a cometer crímenes, de los cuales, en vano, trabajaría por librarse.

El reinado espiritual de Jesucristo sobre las naciones por medio de la Iglesia católica es una verdad enseñada en las Santas Escrituras. Manifestar lo que una nación como nación, lo que un pueblo como pueblo, ha obrado en sus relaciones con la Iglesia católica, y lo que esta Iglesia ha hecho, por su parte, para dar a conocer a ese pueblo la verdad en el orden sobrenatural, eso es narrar su historia eclesiástica. La historia eclesiástica, por tanto, no puede menos de ser la acción de lo sobrenatural en lo humano por medio de los hombres que han recibido de lo alto el sublime encargo de dirigir a sus semejantes por la senda del bien a la consecución de sus eternos destinos.

Por medio de la ambición humana Dios abrió camino a la predicación del Evangelio en el Nuevo Mundo. Los conquistadores buscaban las riquezas de los pueblos americanos, y Dios se sirvió de medios, enteramente contrarios a la Iglesia católica, para trasplantarla a estas regiones y hacerla producir en ellas saludables frutos de vida. Los hombres caminan, olvidados de Dios, a hacer la obra de Dios en todas partes; y, cuando parece que en las grandes empresas humanas en todo se piensa menos en Dios, la obra de Dios se va llevando a cabo, a pesar de las pasiones de los hombres y muchas veces contra las previsiones y cálculos del ingenio humano. Pueden los potentados del siglo apostatar de la fe católica, perseguir a la Iglesia, desterrar a los sacerdotes o darles muerte en tormentos; la gloria de Dios brillará con mayor esplendor, porque entonces es cuando se pone de manifiesto la fuerza divina y sobrenatural de la Iglesia. Esas persecuciones francas no son dañosas a la Iglesia. La encina es muy hermosa cuando está cubierta   -332-   de hojas y de verdor; sus ramos frondosos, extiéndense a los cuatro vientos del globo, dan sombra a tribus enteras, que, fatigadas del calor sofocante y rendidas de cansancio, acuden a guarecerse bajo de ellos; pero cuando los huracanes, soplando con ímpetu, la embisten furiosos; cuando, arremolinándose en torno de ella, los vientos tempestuosos de invierno amenazan arrancarla de raíz y esparcir sus cepas por la tierra, y el árbol, no obstante, permanece firme e inmóvil, entonces se echa de ver cuánta es su robustez; y, si hermoso agrada, vencedor de los huracanes, admira. Así acontece también con la Iglesia santa: los vientos de las persecuciones la limpian de las hojas secas, que afeaban su hermosura. Empero, esas otras persecuciones traicioneras con las cuales se hacen graves daños, aparentando proteger y defender a la Iglesia, ésas son las verdaderamente terribles y perniciosas. Los sofismas del error tienen en contra suya la ciencia, que siempre ha impuesto silencio a los sofistas; pero las dádivas corruptoras, los halagos envilecedores han hecho en la Iglesia católica más víctimas que la cuchilla del verdugo y las hogueras. La historia de Nerón y de Juliano es una historia gloriosa; ¡pero la historia de los sacerdotes palaciegos, que han llevado al altar alma impura y a la corte de los poderosos, conciencia católica...! ¡Cuán funesta os ha sido siempre una protección traicionera...! La palma crece esbelta en los bosques, al sol reverberante del desierto y al soplo de los vientos; pero pierde toda su gallardía y hermosura, trasplantada a la estrecha cárcel de un jardín; sus ramas, que ondeaban antes al aire, ahora, lánguidas y marchitas, se inclinan hasta el polvo. ¿Qué le falta...? ¿Qué? Nada más que libertad... ¡Dadle otra vez sus aguas, dadle su sol y la veréis otra vez cómo se yergue lozana!

En la historia del linaje humano hay épocas notables por grandes acontecimientos, que cambian completamente la faz de las naciones. Así aconteció al terminar la Edad Media. La agitación y la inquietud, apoderadas entonces de todos los ánimos, levantaban torbellinos impetuosos para sacudir la sociedad europea. El alfanje vencedor   -333-   de Mahomet II ponía fin a la agonía secular del Imperio de Oriente, y, tomada Constantinopla, los turcos acampaban a un extremo de Europa, al mismo tiempo que el pendón castellano, después de ocho siglos de combate, era enarbolado victorioso en las torres de la Alhambra. Los pueblos europeos, sacudiendo los últimos restos del feudalismo, trabajaban por formar grandes naciones, bajo el cetro de un solo monarca, en cuyo poder debían venir a concentrarse los poderes divididos antes, entre los grandes del reino. Lutero se presentaba también a concluir, bajo formas mucho más bastas, la obra de Wyclif y de Hus; Calvino en Ginebra y Zwinglio en Suiza cooperaban a la difusión de los nuevos errores, que, patrocinados poco después por Enrique VIII de Inglaterra, se convirtieron en causas de sangrientas discordias y de obstinadas guerras civiles. Como sucede frecuentemente, la división en las creencias religiosas ocasionó discordias civiles; los partidos religiosos se transformaron en partidos políticos, y las naciones discordes en punto a religión no tardaron en considerarse como enemigas y rivales en política.

Aquél fue, en verdad, un gran siglo; siglo de hombres grandes y de grandes hechos. El genio robusto y original de la Edad Media, después de una gran carrera de casi diez siglos, se aproximaba ya a su ocaso; mas, al trasponer el horizonte de los tiempos, despidió de sí el gran resplandor, cuando comenzaba también ya a despuntar el genio activo y emprendedor de la Edad Moderna. Ese genio que inspirara en la poesía la Divina comedia del Dante; en la ciencia, la Suma teológica de Santo Tomás de Aquino y en la mística cristiana, el asombroso libro de la Imitación de Cristo; ese genio, que había promovido las Cruzadas y levantado las catedrales góticas, inventó también la pólvora y con ella, de repente, dejó inutilizado el antiguo sistema militar y produjo una revolución espantosa en las relaciones de nación a nación; aplicó la brújula a la navegación y, al punto, el piélago vino estrecho a las empresas de la infatigable ambición humana; descubrió la imprenta y la palabra   -334-   humana, despertándose del polvo en que yaciera dormida, se sintió émula de la eternidad. ¡Qué hechos y qué tiempos! ¡Qué hombres los que aparecieron entonces! ¡Colón y San Francisco Javier; Machiavello y Cisneros; Lutero y Santa Teresa; virtudes admirables y grandes delitos; santos y tiranos; misiones e inquisición...!

Como sintiese entonces la Europa rebosar en su seno la vida, lanzó sus naves al Océano en busca de mundos desconocidos. En vano el ponto embravecido, estrellándose en las playas del Oriente, oponía un terrible valladar a la audacia humana; Vasco de Gama se presenta en los mares africanos y, cual si fuera árbitro de las tormentas, se burla de las tempestades, desafía al aquilón, y el Índico mar le ve asombrado romper el primero sus olas y hollar, atrevido, la tierra donde la fábula mentirosa había colocado, en inciertos tiempos, las hazañas de su dios conquistador.

Colom176 adivina la existencia de hasta entonces ignoradas regiones. Allá como escondido en las aguas del Océano ha entrevisto un mundo; las presunciones de su saber llegan a adquirir para el marino genovés toda la certidumbre de un convencimiento; pide a los reyes, les suplica, les insta, les importuna que acepten el presente de un mundo, con que anda afanado por obsequiarles; y los reyes ni siquiera se dignan dar oídos a sus proposiciones; las explica a los sabios, y los sabios no aciertan a entenderle, pareciéndoles no se qué sublime delirio el de aquel hombre desconocido, que ni conoce las escuelas, ni ha ido jamás a las universidades; al fin, un pobre fraile de San Francisco comprende lo que los sabios no alcanzan a entender. Fray Juan Pérez de Marchena, Guardián del convento de la Rábida, acoge con entusiasmo al que los reyes miraban con desdén; y el pan de la caridad cristiana, dada a Colom en la portería de un convento,   -335-   le valió a España la adquisición de un Nuevo Mundo. En frágil carabela, puesta la proa al Occidente, surca Colom las aguas hasta entonces no tocadas del inexplorado Atlántico; un día tras otro día va pasando sin que la vista del marino descubra en el horizonte, que no se cansa de mirar, las señales de ese mundo desconocido que hace meses viene buscando. Vedlo... ¡ahí está! Es una noche de octubre, las tinieblas reposan sobre la faz del océano desconocido y misterioso... lejos, muy lejos, quedan las costas de la conocida Europa; la trémula luz de las estrellas oscila en el fondo oscuro del firmamento; en torno de la carabela, que lentamente se balancea sobre las aguas, todo es silencio y calma... Colom, de pie en la proa de la nave, tiene fija la vista en la oscuridad y el oído puesto atento para sorprender el leve rumor de la fugitiva brisa; cansado está ya de buscar ese mundo desconocido, que parece que huye y se retira delante de él, y que en ese momento se halla por fin frente a frente, pero oculto y escondido entre un denso velo de tinieblas. Colom presiente, porque su corazón le avisa, que está delante de la tierra americana, y aguarda la luz del nuevo día para contemplar ese Nuevo Mundo, que al rayar la aurora principia a aparecer poco a poco en el horizonte, como si en ese momento fuera saliendo lentamente de las olas. ¡Qué hora tan solemne aquella para el corazón del gran hombre! Dentro de poco tiempo, ¡cuán otro no será el mundo...! ¡Pueblos americanos! ¡Naciones del Anáhuac! ¡Hijos del sol! ¡Tribus del Orinoco, del Paraguay, del Amazonas, que dormís el sueño secular de la idolatría, ¡oh! despertad, porque la hora de salud ha sonado ya para vosotros...! ¡Oh América, yo te contemplo en esas remotísimas edades cuando humana planta aún no había hollado tu suelo virginal; ignorada entonces del hombre, presente sólo a los ojos de tu Criador, las olas del océano, yendo y viniendo en incesante agitación, golpeaban tus costas y su monótono bramido era el único himno que entonabas al Eterno, acordándolo con el horrendo trueno de tus volcanes! ¡Qué pueblos, cuántas naciones viste formarse y desaparecer en tu seno! ¡Qué de siglos pasarían hasta que brilló para ti la hermosa   -336-   luz del Evangelio! En vano, para esconderte a las ávidas miradas del europeo, extendió el piélago borrascoso sus inmensas olas entre ti y el viejo mundo, pues esas mismas olas suyas, cantando tus alabanzas, murmuraron un día tu nombre en las playas lusitanas; lo oyeron el genio y la osadía y, al punto, se lanzaron a buscarte. ¡Oh si al arrancarte a las olas del océano, no te hubiesen tan bárbaramente ensangrentado!

Un viernes, 12 de octubre de 1492, como a las diez de la mañana, se acercaba a las playas americanas la navecilla en que venían con el descubridor del Nuevo Mundo los primeros europeos que pisaron el suelo americano. Vestido de gala el inmortal Cristóbal Colom saltó en tierra, tremolando en sus manos el estandarte de Castilla, y, puesto de rodillas, con los ojos humedecidos en lágrimas, besó el suelo del Nuevo Mundo, que acababa de descubrir.

La Cruz llegó también entonces a la América... ¡La Cruz! ¡Bien venida sea al mundo americano! Donde ella se presenta, allá va la civilización; de donde ella se retira, de ahí se ahuyenta también la civilización.

Retrocedamos con la imaginación hasta esos tiempos de ahora casi cuatrocientos años, cuando la América, recién descubierta por Colom, se presentaba a las atónitas miradas de los europeos, con su naturaleza y habitantes hasta entonces enteramente desconocidos. La imaginación caballeresca de los españoles fantaseaba a sus anchas con hazañas de valor y de gloria que podían llevarse a cabo en un mundo donde lo ignorado aumentaba lo maravilloso; la ambición se contemplaba saciada por fin con riquezas, cuya realidad excedía las exageraciones de la fama; los sabios hallaban espacio vasto para sus meditaciones y sobrada materia para la investigación, en ese mundo que, aparecido de repente y como por encanto, había trastornado todos los sistemas de la ciencia; y la Iglesia católica encontraba un dilatadísimo campo, donde ejercitar su celo y caridad.

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La Iglesia católica, la primera para el trabajo y la postrera para el descanso, halló en la América, recién descubierta, salvajes a quienes convertir, bárbaros a quienes civilizar, conquistadores cuyos instintos crueles humanizar, pueblos innumerables a quienes defender, instruir y consolar; y convirtió al salvaje y civilizó al bárbaro y dulcificó el fiero corazón del conquistador y defendió, instruyó y consoló a los pueblos que la terrible espada del castellano borraba o hacía brotar de la haz de la tierra.

Para juzgar con acierto acerca de la conquista, tal como la llevaron a cabo en América los españoles, conviene considerarla desde un elevado punto de vista. Según las doctrinas de aquella época sobre la justicia social, los españoles creían que tenían justo derecho para conquistar todo pueblo que no profesase creencias cristianas, sujetándolo por la fuerza, si de buena voluntad no reconocía el dominio del Monarca de Castilla. En el ánimo de los conquistadores no cabía, pues, duda ninguna sobre la justicia de la conquista. Los crímenes que cometieron, al ponerla por obra, fueron contra el linaje humano y no solamente contra una tribu de indios o una nación bárbara. De la conquista podrán excusarse con la buena fe en doctrinas enseñadas entonces generalmente como verdaderas; pero de los crímenes que cometieron contra la desventurada raza india no podrán excusarse jamás; porque el robo, los asesinatos, el adulterio, la traición, la lascivia y todo ese aparato de fuerza e inmoralidad, que se apellidaba pacificación, no podrán en ningún tiempo dejar de ser crimen execrable. Sí, crímenes se cometieron, ¿cómo negarlo...? Cuando consideramos lo que fue la conquista, no podemos menos de exclamar con gemidos ¿por qué, en vez de soldados feroces y sanguinarios, no vinieron a América solamente sacerdotes pacíficos y virtuosos? ¡Ah! entonces, si alguna sangre se hubiera derramado en la conquista de América, habría sido la sangre de los misioneros; entonces la conquista habría sido la victoria de la civilización contra la barbarie, y no el destrozo violento de naciones indefensas...   -338-   Pero los conquistadores, esos hombres extraordinarios, de alma indomable y de férreo corazón, por lo común ignorantes, dominados por fuertes pasiones, creyentes fervorosos, leales hasta el heroísmo, con la fogosa imaginación española henchida de recuerdos caballerescos, cuando estaba viva la memoria de las guerras que por ochocientos años habían sostenido con los árabes, opresores de su patria y enemigos de su fe, ¿cómo era posible que acertaran a la conquista, cuando en los indios veían no sólo al enemigo a quien era preciso domeñar, sino también al infiel, supersticioso y adorador del demonio? ¿Cómo hubieran podido discernir lo justo de lo injusto unos soldados valientes, eso sí, envejecidos en los campos de batalla, y diestros sólo en manejar la espada, cuando los sabios de aquella época, encanecidos en el estudio, maestros de los pueblos, consejeros de los reyes, sostenían como verdades indudables errores manifiestos? La imparcialidad exige que juzguemos sin pasión: los conquistadores de América deben ser juzgados según la época en que vivieron.

Amamos la España sabia, heroica y, sobre todo, católica; pero detestamos la España cruel y descreída; la España de San Luis Beltrán, San Francisco Solano y Las Casas es admirable; la España de Pizarro, Ampudia y Valverde es indigna hasta de un recuerdo, porque el crimen no merece otro galardón que el vituperio.



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ArribaAbajoII.- Misiones

Los misioneros en América. El apostolado católico. Establecimiento de las misiones. Carácter del salvaje. Sacrificios heroicos de los misioneros. Obstáculos para la conversión de los indios. Las reducciones del Paraguay. Gran número de misioneros. Filósofos y misioneros.


Una de las pruebas de la divinidad que tiene el cristianismo, es la enseñanza pública y universal de su doctrina. Los otros cultos o han sido propios solamente de una raza, como el mahometismo, o han permanecido encerrados dentro del estrecho recinto de una provincia, como el budismo, o eran conocidos exclusivamente de una casta o sociedad privilegiada, como sucedía con las doctrinas ocultas del Egipto, de Grecia y de la misma Roma. Para el cristianismo, empero, no hay ni ha habido nunca distinción de razas, ni diversidad de naciones, pues para Jesucristo todos los hombres no forman sino una sola y gran familia con un solo padre, que es el mismo Dios, que está en los cielos. A ningún filósofo antiguo se le ocurrió jamás salir por el mundo, abandonando todas sus comodidades, a enseñar a los pueblos la unidad de Dios y la inmortalidad del alma, verdades religiosas que los filósofos conocían muy bien, pero que nunca se tomaron el trabajo de enseñarlas a los demás. En las escuelas aquellas grandes verdades eran temas para discursos, alguna vez, elocuentes; en las prácticas ordinarias de la vida el filósofo era tan supersticioso como el más ignorante vulgo.

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No así la divina enseñanza del cristianismo. Id y enseñad a todas las naciones, dijo un día Jesucristo a sus doce pobres pescadores del mar de Galilea. Id y enseñad... ¿A quién? Omnes gentes, ¡a todas las naciones! ¿Y qué les mandaba enseñar? La buena nueva, el Evangelio de la salvación eterna... Nada de cuanto yo os hubiere enseñado, añadió el Divino Maestro, nada tendréis oculto; lo que se os ha dicho en secreto predicadlo públicamente. Recibido el precepto de evangelizar a todo el mundo, los apóstoles de Jesucristo partieron sin tardanza a predicar la buena nueva. Hubierais visto como esos doce pobres galileos iban a la conquista de todo el mundo, sin más armas que su palabra, con el fin de enseñar al esclavo, a la mujercilla, al niño, al griego, al bárbaro, al romano, lo que no supieron ni Platón, el divino, ni Sócrates, el mejor de los sabios de la antigüedad.

Cuando Jesucristo mandó a sus discípulos ir por todo el mundo a enseñar a todas las gentes, entonces fundó el apostolado católico, misión permanente que debe durar mientras en la tierra haya hombres a quienes predicar la verdad. Por esto, no ha habido nación civilizada ni bárbara, pueblo remoto, tribu inhospitalaria, ni cabaña de salvajes donde no se hayan presentado los apóstoles del cristianismo a cumplir el precepto del Divino Maestro.

En América los vemos llegar al mismo tiempo que los conquistadores; éstos penetran hasta lo más remoto y escondido del nuevo continente; lo exploran en todas direcciones, pero les falta la constancia y el valor les abandona allí donde la tierra no ofrece señales de ricos veneros; el sacerdote se adelanta y reconoce las comarcas donde el conquistador no se resuelve a penetrar, porque el tesoro del sacerdote son las almas. La España envía al Nuevo Mundo sus huestes aguerridas de conquistadores, pero ella misma derrama también sobre él sus pacíficas legiones de apóstoles, nube benéfica que trae frescura y abundancia a una tierra árida y desolada. Tras el conquistador, allí está el misionero. Con Cortés van a México, con Pizarro vienen al Perú, con Quezada penetran   -341-   en Cundinamarca, con Ponce de León abordan a la Florida, con Valdivia parten a Chile, y con Benalcázar llegan a la tierra ecuatoriana.

Dos clases de misiones fundaron en América los sacerdotes, pues mientras que unos se consagraban a instruir a los indios que vivían formando pueblos, como en México y el Perú, otros, internándose en los bosques, se ocupaban en convertir las tribus errantes de salvajes. México en su vasta extensión tocó en suerte a los franciscanos, que fueron allá llevando por superior de ellos al virtuoso padre Valencia. El gran Cortés salió a recibirlos y les saludó hincadas ambas rodillas en tierra, para dar ejemplo de reverencia a los indios, que contemplaban aquella escena llenos de admiración.

Las Antillas, el Perú y gran parte de Colombia evangelizaron los dominicos; los padres de la Merced acudieron temprano a la obra de la conversión de los indios en Centroamérica y en Chile; los agustinos vinieron a colaborar también en la tarea evangélica, fundando conventos en las colonias; y, por fin, los jesuitas que llegaron en último lugar, se consagraron de una manera admirable a la conversión de las tribus salvajes en el Amazonas, en el Orinoco, en el Paraguay, en los llanos de Casanare y en entrambas Californias; así es que un siglo después de descubierta la América no había lugar alguno de ella que no hubiera sido visitado por los misioneros.

Ponderar los obstáculos que hubieron de vencer, los sacrificios heroicos que consumaron y la paciencia con que soportaron fatigas y contradicciones, sería imposible. Los indios odiaban de muerte a los españoles; éstos habían sido los destructores de sus imperios, los que habían dado muerte a sus reyes, los que andaban desolando sus provincias; la religión cristiana era para los indios la religión de sus opresores; si los misioneros les predicaban la práctica de las cristianas virtudes, la vida licenciosa de los conquistadores, que profesaban las mismas creencias religiosas, destruía toda la enseñanza del misionero. El cristianismo fue anunciado a los indios entre el estrépito de las armas y el fragor de los combates, y en la mente   -342-   de ellos la predicación de la religión cristiana estaba unida con los tristísimos recuerdos del hundimiento de sus imperios, de la trágica muerte de sus monarcas y de la pérdida de su patria y hasta de su misma lengua. ¿Qué amor a la religión podía inspirar a los Incas, por ejemplo, la muerte sangrienta de Atahualpa? ¿Cómo podían amar los pobres y desventurados indios la religión de los que les arrebataban sus mujeres, les cargaban de cadenas o los hacían despedazar con perros de presa...? ¡Oh, conquistadores, no os llaméis cristianos...! ¡Religión santa de Jesucristo, perdonad tantos ultrajes...!

Sigamos al misionero y contemplémosle ocupado en la conversión del salvaje. ¡Cuántas y cuán terribles pruebas tenía que soportar su paciencia! Después de haberse internado en las selvas, cruzado desiertos, vadeado ríos caudalosos, trepado por rocas inaccesibles, llegaba al fin a la cabaña del indio. Feroz y desconfiado el hijo de las selvas muchas veces rechazaba con rústico desdén al misionero. El salvaje no es, como pretendieron los incrédulos del siglo pasado en sus delirios filosóficos, el hombre primitivo, sino el hombre degenerado, envilecido, el hombre que, descendiendo al último escalón de la vida racional, manifiesta de un modo triste pero evidente los estragos causados en la obra de Dios por el pecado original. El salvaje tiene por patria el desierto; flechas y arco, por tesoro; brío en el corazón, audacia en la mirada, planta ágil como la del ciervo; la negra y destrenzada cabellera ondea al viento, cuando se lanza a perseguir las fieras en los bosques, y en el desnudo cuerpo resaltan los nervudos miembros, señales de fuerza y de vigor; en desigual combate lucha con el tigre, terror de las selvas, y lo vence; embarcado en su frágil piragua se burla del cocodrilo, que le acecha bajo las aguas de los ríos; una vez dueño de su presa, ni el pasado le aflige con importunos recuerdos ni el porvenir le espanta con funestos presentimientos; cándido como niño, los sueños le asustan y en el leve ruido de las hojas que arrastra el viento se imagina percibir misteriosos murmullos de no sé qué cosa sobrenatural que no comprende; su ley, su   -343-   capricho; su gloria, la venganza; aunque nunca ha saboreado las dulzuras del amor, experimenta el furor de los celos; la vida social exige sacrificios y por eso la detesta; su cuerpo respira el aire del desierto y su alma se marchita privada de libertad, porque el salvaje no tiene más pasión que la de la independencia. Necesaria era pues toda la constancia y santa tenacidad de un apóstol para lograr hacer de aquel hombre degradado un miembro de la sociedad y un discípulo de Jesús.

Para esto el misionero vivía en la cabaña del salvaje, le acompañaba en sus correrías, dándole gusto en sus caprichos, procurando adivinar sus deseos a fin de ganarle la voluntad, sirviéndole en todo, imitando hasta sus groseros y muchas veces ridículos modales, para cautivarle el corazón e inspirarle confianza. El salvaje es enemigo del trabajo, casi no conoce la vida doméstica; por esto el misionero labraba él mismo en persona la tierra, arándola y desherbándola para aficionar al trabajo a los indios y estimularlos con su ejemplo; pero sucedía muchas veces que los salvajes o se estaban quietos o indolentes mirándolo con desdeñosa indiferencia, o arrebataban las semillas, recién sembradas, para comérselas a la vista misma del misionero, porque el salvaje es el hombre eternamente niño; para él no hay crecimiento en las virtudes sociales.

Por complacer con el indio, el misionero coronaba su cabeza con el vistoso plumaje de los indios de la Luisiana o se engalanaba con los rústicos adornos de las tribus belicosas del Ucayali y del Brasil. ¡Cuántas industrias santas e ingeniosas no empleaban los misioneros para convertir al salvaje! De noche, cuando todo el desierto estaba en silencio, mientras la luna, recorriendo lánguidamente el firmamento, alumbraba con apacible y melancólica luz los bosques vírgenes del Paraguay, cuando ni el murmullo del insecto ni el canto de las aves interrumpía la majestuosa calma de la soledad, los misioneros en su pequeña barquilla descendían mansamente por las tranquilas aguas del río, modulando tiernos sones con la flauta agreste y entonando himnos al Señor, himnos   -344-   sagrados que resonaban por vez primera en el fondo de las selvas de América. Los salvajes, amantes de la música y del canto, acudían solícitos a escuchar esa nueva y para ellos nunca oída armonía; se aficionaban a los padres, les seguían y de esta manera principiaban a frecuentar poco a poco su compañía. ¡Oh, y qué escenas tan tiernas y encantadoras no presenció entonces el suelo americano! La tosca Cruz de la misión se alzaba en medio de los campos; delante de ella el sacerdote del Señor, voluntariamente desterrado de su patria, erigía, con piedras rústicas y césped de los prados, un altar, agreste y sencillo, cual lo soldrían levantar Abel y los patriarcas en las cercanías del Edén; y allí se preparaba a ofrecer el adorable sacrificio del cuerpo y sangre de Jesucristo; con el desierto inmenso por templo, el firmamento por dosel, sin más música que el manso ruido del viento que agitaba al pasar las hojas de los árboles, sin más himnos que el canto agreste de las aves del vecino bosque, cuando en el lejano horizonte la plácida claridad de la aurora principiaba a ahuyentar las sombras de la noche, a fin de que los rústicos hijos de las selvas, agachada hasta el polvo la indómita cerviz, adorasen entonces, por la primera vez, a su Criador. ¡Oh, exclamaremos con el autor del Genio del cristianismo, oh encanto de la religión, oh magnificencia del culto cristiano...!

¡Y qué duros y cuán penosos sacrificios no había costado al misionero labrar ese ingrato terreno, donde apenas cosechado el primer fruto de sus fatigas, había de ver disiparse como un sueño la principiada cristiandad! Desde el otro hemisferio había venido en busca de aquellos indios que sin más ciencia que el instinto de su propia conservación, volubles e inconstantes hoy escuchaban atentamente las enseñanzas del misionero, y al día siguiente empuñaban de nuevo su arco y volaban al desierto para no volver jamás. Y ¿cómo hacer comprender a los salvajes las enseñanzas de la religión cristiana? ¿Cómo explicarles sus misterios sublimes, cuando el ingenio grosero del salvaje no tenía más ideas que las de   -345-   su vida de todo en todo mezquina y envilecida? ¡Cuánta pobreza de ideas! ¡Cuánta escasez de palabras para expresar lo abstracto y sobrenatural en idiomas imperfectos y caprichosos, propios de pueblos sin ninguna cultura intelectual!

Mas no vayamos a creer que el misionero coronaba su obra cuando conseguía bautizar al salvaje, no; entonces tenía que interponerse entre sus mismos compatriotas, duros y codiciosos, y los neófitos débiles y desvalidos; el misionero debía defender a sus neófitos de la rapacidad y tiranía de los colonizadores. ¡Ah, cuán tristes recuerdos no nos ha conservado la historia de la sacrílega oposición que hicieron los primeros colonos a la civilización del salvaje! ¡Quién lo creyera! Entonces como ahora el hombre blanco, el hombre civilizado, con su trato era un grave impedimento para la completa educación de los indios, una religión que se les había anunciado entre cadenas y regueros de sangre. ¡No quiero, no, ir a ese cielo donde están los blancos, contestó uno de aquellos infelices desde la hoguera en que lo estaban quemando, al misionero que en aquel instante le exhortaba a recibir el bautismo...!

Cuántas otras veces, después de haberse internado con increíbles trabajos en los bosques seculares del Nuevo Mundo, se encontraba de repente el misionero perdido, sin camino ni salida, en ese laberinto asombroso de árboles gigantescos, entrelazadas lianas, troncos derribados y parásitas hermosas, que forman un bosque aéreo sobre las ramas de otros árboles. La selva en todas direcciones ostentaba una majestad aterradora, y el solemne silencio que reinaba bajo el recinto sombrío de aquellos bosques, sólo era interrumpido por el eco lejano de los aullidos de la horda salvaje, acampada a incierta distancia. Una muerte segura a manos de aquellos mismos a quienes había venido a civilizar, he ahí el premio de tantas fatigas para el sacerdote católico. Y ¡qué muerte la que le estaba reservada! ¡Una agonía lenta y dolorosa, atado a un poste, donde se le iban arrancando a pedazos las carnes para devorarlas a su misma vista; la   -346-   tardía consumsión, expuesto a la llamarada de una hoguera, cuyo fuego atizaba de cuando en cuando el salvaje, para oír como chirriaban las carnes del mártir tostadas por el fuego! Otras veces, perdidos en las selvas, eran presa de las fieras o morían de extenuación y de cansancio; sus huesos yacían insepultos en la soledad y pronto, soplando el viento del desierto, los dispersaba, así como al pasar el tiempo iba borrando su memoria, sin dejarles entre los hombres más premio que el olvido.

Sucedía también frecuentemente que los indios despreciaban al misionero o huían de él sin querer aceptar sus obsequios porque, como supersticiosos, se recelaban de las dádivas del hombre blanco, teniéndolas en su concepto por funestos encantamientos. Ponderemos, por fin, cuán grandes serían las angustias de los misioneros cuando después de años de constante trabajo y de inauditos sufrimientos para formar un pueblo o una misión, veían de repente destruirse para siempre su obra; pues las guerras encarnizadas, que se hacían unas a otras las tribus salvajes, eran uno de los mayores obstáculos para la conservación de las misiones. Plantaba el sacerdote una cruz, en torno de ella poco a poco se iba formando un pueblecillo, y el mismo misionero enseñaba a los indios, dos veces neófitos, del cristianismo y de la civilización, a labrar la tierra y a ejercitarse en aprender las artes necesarias para la vida social. Cuando he aquí que un día de súbito era preciso huir sin saber a dónde, porque los gritos de guerra de los enemigos resonaban allí cerca y era necesario ponerse en fuga, abandonándolo todo; la rústica cruz, a cuyos pies habían solido congregarse para oír las primeras instrucciones, el templo apenas construido, y las sementeras, que pronto debían cosechar. Dando, pues, un sentido adiós a su antigua patria, iban a buscar otra nueva...

Mas, ¿qué motivos impelían a estos sacerdotes a sobrellevar tantos trabajos y a consumar tan penosos sacrificios? ¿La gloria? ¿El buen nombre? ¿Y de parte de quién habían de esperar gloria? ¿Acaso de parte de los salvajes, que ni aun eran capaces de apreciar el heroísmo   -347-   de su abnegación? ¿Qué gloria ni qué aplausos podían esperar de tribus bárbaras, que aborrecían a los extranjeros? ¡Locura parece decirlo siquiera...! ¿Buscaban, tal vez, los aplausos del mundo? El mundo se compadecía de ellos como de miserables o los escarnecía como a criminales. Los filósofos, esos árbitros de la opinión pública, sentados a la mesa de juego allá en Europa, apurando copas rebosantes de vinos generosos y paladeándose con manjares exquisitos, hablaban del atraso y degradación de las tribus salvajes, hacían muy elegantes discursos acerca de la igualdad y fraternidad y se mofaban de los misioneros de América pintándolos con los más feos colores, para hacerlos odiosos y despreciables... ¿Venían, por ventura, en busca de comodidades? Los misioneros carecían muchas veces de abrigo, en sus largos y penosos viajes dormían a la sombra de los árboles, la humedad y las lluvias destruían sus vestidos, las malezas rasgaban en jirones sus pobres hábitos, y a pie, descalzos, enervados por el calor sofocante, recorrían distancias inmensas. Muchos de ellos, para venir a América, habían sacrificado la patria, siempre querida, las comodidades de familias opulentas, la honra y gloria literaria en academias y colegios, y todos, en fin, el hogar doméstico que, aunque pobre, no puede nadie olvidarlo jamás.

Dios sabe con cuánto dolor vamos trazando estas líneas. ¡Reducciones del Paraguay, santas misiones del Orinoco, del Amazonas, del Paraná, ya no existís! Apenas sois ahora un recuerdo en la historia... Cuando leemos en Muratori, Chateaubriand, Cantú, Candell y Marshall la descripción de lo que fueron las misiones de América, nos preguntamos a nosotros mismos, ¿esos tiempos habrán pasado para siempre? ¡Aún hay salvajes y muchos e innumerables en América, ojalá el Señor se digne enviarles apóstoles...!

Allá, tras la gigantesca cordillera de los Andes, vagan tribus numerosas de salvajes; esos pobres indios son hijos de la Patria, y ¿qué hace por ellos la Patria? ¡Oh, Santa Iglesia católica, extiende hacia ellos tus brazos maternales, y recíbelos en tu seno! ¡Oh, cuándo será el   -348-   día, cuándo, en que todos ellos conozcan a nuestro señor Jesucristo...! ¡Apóstoles de la Cruz, volad allá! ¿Por qué tardáis...? El espíritu de sacrificio, ese espíritu que animaba a los antiguos misioneros, ese espíritu os debe animar también a vosotros; si ese espíritu os anima, obraréis las maravillas de celo que ellos hicieron. ¡Enviad, Señor, apóstoles, enviad, Señor, sacerdotes abnegados a esas tribus innumerables de salvajes que no os conocen...! Fijemos nuestra vista en el mundo, ¡cuánta agitación! ¡Cuántas empresas! Construyen ferrocarriles, fabrican vapores, tienden de un polo a otro hilos telegráficos, levantan máquinas admirables, pero los hombres están olvidados de Dios; no obstante, un día todas esas grandes obras del hombre servirán para llevar a cabo la obra de Dios. Cuando los romanos construían sus famosas vías reales no pensaban que estaban allanando el camino a los apóstoles. ¿En qué se ocupa ahora el mundo tan olvidado de Dios...? ¡En hacer la obra de Dios...! Construid ferrocarriles, por ellos pasarán los misioneros; fabricad vapores, para que los apóstoles vayan volando al extremo del mundo; tended hilos telegráficos, para que la voz de los papas se oiga al instante en ambos continentes, es decir, ¡haced la obra de Dios!



  -349-  

ArribaAbajoIII.- Ciencia y literatura

Servicios que el clero católico ha hecho a las ciencias y a las letras en América. Gran número de escritores. Historiadores en América. Lingüistas. Viajeros. Disposiciones relativas a la instrucción pública.


Parece que la Iglesia católica, cuyo fin es la salvación de las almas, no debía haber favorecido, sino mirado con indiferencia el cultivo y adelantamiento de las ciencias profanas; sin embargo, consultando la historia, no podemos menos de quedar sorprendidos encontrando al sacerdote católico al frente de todos los ramos del saber humano. Sería necesario extendernos demasiado, alejándonos de nuestro objeto, si quisiéramos exponer detenidamente los servicios prestados por sacerdotes católicos a las ciencias profanas y a las artes. Las ciencias puramente especulativas han sido siempre patrimonio casi exclusivo del sacerdocio católico. Las investigaciones profundas de la metafísica, el examen de las grandes cuestiones de la moral y la lógica fueron en la antigüedad honrosa ocupación de hombres como Platón, Aristóteles y Séneca; pero en esas mismas ciencias ha producido la Iglesia católica mentes tan elevadas como las de San Agustín, San Anselmo y Santo Tomás de Aquino. El libro de Las leyes del padre Suárez, jesuita, tiene la exactitud y profundidad que en muchos puntos faltan a la tan ponderada obra de Montesquieu; Bacon en la física experimental y Clavio en la astronomía, prepararon el camino a otros sabios que han venido después; Petavio, Papebroquio y Mabillón desenredaron el intrincado laberinto de la cronología; en fin, sólo entre los   -350-   católicos han aparecido esos ingenios enciclopédicos, verdaderos prodigios en el orden intelectual, como Alberto Magno, Raymundo Lulio y Orígenes, de quienes podemos decir lo que Terencio decía de Varrón: no se sabe en ellos qué admirar más, si sus voluminosos escritos o su pasmosa erudición.

La historia de la Iglesia católica es la historia de la verdadera civilización: allí donde la iglesia católica ejerce libremente su acción vivificadora, allí, como por encanto, brotan a la sombra de la Cruz las artes y las ciencias. Así sucedió también en América. El clero católico fue el primero que con el Evangelio trajo las ciencias y las artes; ciencias y artes que durante tres siglos fueron conservadas, enseñadas y difundidas en América casi exclusivamente por el mismo clero católico. Haremos un breve resumen de los trabajos que en favor de la ilustración emprendió el clero americano, contentándonos con citar solamente los nombres más célebres.

Por desgracia, la historia de las letras en América es muy poco conocida; así es que muchos nombres famosos yacen completamente ignorados. Preocupaciones de escuela, o mejor diremos de secta, han persuadido a muchos que más allá del horizonte de los tiempos modernos todo es oscuridad y tinieblas. Pues bien, de ese fondo oscuro de los tiempos pasados veremos aparecer ahora multitud de espíritus ilustres, ostentando en su frente la corona de la ciencia, que el olvido no ha podido marchitar. Ahí están esos que ilustraron los puntos más oscuros del derecho y dieron solución a todas las cuestiones del régimen eclesiástico. Villarroel, sorprendente por su erudición; Murillo Velarde, metódico y exacto; Avendaño, insigne por su doctrina; Montenegro, notable por su mucho saber; Moreno, cuyas obras, ricas en erudición, puras en doctrina, en mérito admirables, son conocidas en América y celebradas en Europa. Ahí están el venerable padre Diego Álvarez de Paz y el padre Godínez, insignes maestros en esa ciencia no humana sino celestial de la santificación de las almas. En el tratado de la Vida espiritual del primero encontramos la unción de San   -351-   Bernardo, la gracia seductora de Santa Teresa y la elocuencia persuasiva del venerable Juan de Ávila; en la Teología mística del segundo vemos explicados los arcanos de la gracia en la santificación de las almas.

¿Queremos filósofos? Pues ahí tenemos, por no citar otros, el padre Alonso de Peñafiel, natural de la antigua Riobamba, en cuyos escritos aplaudidos por la Universidad de Lima, bajo la áspera corteza del escolasticismo, se halla encubierta sustanciosa doctrina. En América se enseñaba entonces como en toda Europa la filosofía llamada escolástica, y con esto queda dicho que los filósofos americanos no inventaron sistemas nuevos ni fundaron escuelas aparte, lo cual para nosotros no es un defecto, sino un mérito. En metafísica, en lógica en una palabra, en todas las ciencias abstractas, así como en las experimentales, hay puntos luminosos y puntos oscuros; aquéllos no están sujetos a discusión, porque son conocidos y solamente necesitan demostración, para que la verdad de ellos sea palpable a toda inteligencia, y refutación de los errores que se les opongan en contrario; los sistemas sólo son admisibles para explicar los puntos oscuros de la ciencia. La astronomía no principia por demostrar la existencia del sol y de las estrellas; pues así también en las ciencias abstractas hay ciertas verdades que son respecto de ellas lo que la existencia del sol y de las estrellas respecto de la astronomía. El escolasticismo tiene pues la excelencia, sobre toda otra escuela filosófica, de no haberse puesto nunca en contradicción con el sentido común.

Los conquistadores despreciaban al pueblo vencido y, por esto, no quisieron poner los ojos en las costumbres, tradiciones y creencias de los indios; así es que éstas no perecieron por completo merced a los misioneros, quienes se consagraron a investigar con solícito cuidado y hasta con cierta especie de cariñoso interés la historia de las naciones americanas.

No hubo pueblo alguno del nuevo continente, ni raza de indios, bárbara o salvaje, que no tuviese entre los   -352-   sacerdotes católicos su respectivo historiador. Sahagún y Torquemada se hicieron historiadores de los aztecas; Landa estudió los caracteres simbólicos de la escritura de los Mayas; en las obras de Simón, de Piedrahíta y de Zamora se encuentran datos preciosos sobre los Muiscas; Julián hace discretas observaciones sobre las tribus que moraban en el territorio de Santa Marta; Gumilla nos ha dejado una curiosa historia de las naciones salvajes del Orinoco, y Balera escribió en latín elegante la historia de los Incas, que sirvió después para que Garcilaso compusiese la primera parte de sus Comentarios reales. Dávila, Remezal, Meléndez, Calancha, los dos Córdovas, Cassani y otros muchos escribieron las Crónicas de sus respectivas órdenes en América, acopiando en sus obras curiosos datos relativos a la historia civil, y hasta doméstica de estos países en la época colonial. Tan exacto es cuanto acabamos de decir, que los escritores modernos para referir muchos acontecimientos pasados, casi no han tenido otras fuentes históricas que las obras de aquellos cronistas de las órdenes, religiosas.

Rodríguez compuso una Historia de las misiones del Marañón, que no vacilamos en calificarla de notable bajo muchos aspectos. Techo y Charlevoix compusieron la del Paraguay. Lafitau y García escudriñaron el origen incierto de los primeros pobladores de América. Duchesne interpretó el calendario de los Chibchas, y de los trabajos arqueológicos de este cura se sirvió el Barón de Humboldt citándolos con elogio en sus Vistas de las cordilleras.

Historiadores hubo, como Clavijero y Molina, que en un siglo ilustrado llamaron la atención de los sabios en la misma Europa. En nuestros mismos días Funes escribió la historia del Paraguay, el ilustrísimo García Peláez, la de Guatemala y el señor Eyzaguirre, la Historia eclesiástica de Chile, que ha merecido ser traducida al francés. Y ¿quién, por poco que conozca la historia de América, no apreciará las obras de Brasseur, sacerdote francés, consagrado a estudiar con paciencia y laboriosidad admirables las antigüedades de los mayas de Yucatán   -353-   y de esa raza desconocida que levantó los monumentos de Mitla y de Palenque? Ni son para que pasemos desadvertidos los escritos de otro sacerdote, también francés, Domenech, cuyo Itinerario de un misionero ha sido puesto a par de las Prisiones de Silvio Péllico.

El padre Acosta, escritor verdaderamente sabio según el protestante Robertson; el padre Acuña y la preciosa recopilación de las misioneros jesuitas conocida con el nombre de Cartas edificantes, contienen observaciones juiciosas sobre la naturaleza física de los terrenos, sobre los climas, los animales y plantas de América, descripciones exactas de costumbres y de fenómenos naturales que honrarían a un viajero moderno.

¿Ni cómo habíamos de dejar sin un tributo de gratitud a nuestro compatriota el padre Juan de Velasco? ¿Quién no ha gastado algunas horas en leer esa narración de los sucesos antiguos de nuestra patria, hecha no con la gravedad de un historiador sino con cierta sencillez doméstica...?

En las obras históricas de los escritores que acabamos de citar se hallan examinadas todas las cuestiones relativas a los primeros pobladores de América, al origen de sus habitantes, al tiempo en que éstos pasaron al nuevo continente, etc., etc. Hay además conjeturas muy fundadas, observaciones sagacísimas y una erudición admirable. Alguna vez no hemos podido menos de sonreírnos encontrando en escritores modernos, principalmente extranjeros, presentadas con aire de novedad reflexiones ya viejas entre los escritores americanos. Para conocer lo que son esas obras, es de todo punto necesario leerlas en sus propios originales y no en traducciones infieles o en citas de trozos incoherentes. Añadiremos, por fin, que en muchas de esas obras campean a la par la riqueza y donosura de nuestra lengua castellana.

A los escritores de crónicas, historias, anales y biografías, siguen los filólogos y lingüistas americanos. El número de las gramáticas y diccionarios de idiomas americanos que han compuesto los misioneros es muy crecido.   -354-   No hay lengua alguna de América que no tenga su gramática y muchas también su vocabulario compuestos por misioneros. Los franciscanos llegaron a conocer tan a fondo el idioma de los mexicanos, que compusieron obras de largo aliento en aquella lengua que hablaban con tanto primor como los antiguos príncipes de Anáhuac. No sólo fueron gramáticas y diccionarios, fueron también traducciones de la Sagrada Escritura, de la Imitación de Cristo y copiosos Sermonarios los que publicaron en varios idiomas americanos. El padre Olmos, franciscano, fue el primero que compuso una gramática del idioma Náhuatl, y el padre Domingo de Santo Tomás, el primero que redujo a arte las reglas de la lengua de los Incas. Ruiz de Montoya, Lugo, Torres Rubio, Febres, Marban, todos religiosos, compusieron respectivamente gramáticas y diccionarios de las lenguas guaraní, chibcha, aymará, chilena y moxa. Los únicos restos que nos han quedado del idioma hablado por las antiguas tribus de Caribes, que habitaban las Antillas en la época del descubrimiento de América, se deben a un misionero. En fin, también un misionero, el padre Hervás, jesuita, fue el primero que ensayó el estudio comparativo de las lenguas americanas en sus notabilísimas obras tituladas la Aritmética y el Catálogo de las lenguas.

A los filólogos americanos se les echa en cara una falta, a saber, la del método que adoptaron en sus gramáticas para explicar la índole de los idiomas americanos. Aplicaron a los idiomas americanos, se dice, el método seguido entonces para enseñar la lengua latina. No hay duda que este defecto es muy grave, pero sólo para los modernos que han analizado la estructura gramatical de los idiomas americanos, mediante las luces que sobre la naturaleza de los idiomas ha difundido la lingüística, ciencia que no existía en aquellos tiempos. La lingüística y la filología comparada son ciencias muy modernas, y acusar a los misioneros de que en sus gramáticas y vocabularios de las lenguas indígenas del nuevo continente no siguieron el método que han adoptado los sabios modernos para la enseñanza de los idiomas sería   -355-   lo mismo que acusarles de que no navegaban en buques de vapor, ni viajaban en ferrocarriles.

No contentos los misioneros y muy particularmente los obispos con dar a los desvalidos indios la instrucción religiosa necesaria para el cumplimiento de sus deberes como cristianos, procuraron darles instrucción no solamente artística, sino hasta científica, como lo atestigua la historia de las colonias americanas. Varias bulas de los papas, principalmente de Paulo III y Gregorio XIII, contienen disposiciones terminantes sobre la instrucción religiosa que debía dar a los indios; los concilios provinciales de México y de Lima, los sínodos diocesanos de Quito, de Santiago, de La Paz y de varias otras diócesis americanas, congregados para arreglar la disciplina eclesiástica que debía regir en estas iglesias, dictaron providencias y reglamentos para la instrucción y buen gobierno de los indios. En 1534 se fundó para ellos en México un Seminario, y hasta ahora se ha conservado el nombre del primer profesor de latinidad, que lo fue el padre fray Arnaldo, franciscano. En ese mismo colegio se les dieron más tarde lecciones de retórica, de filosofía, y de jurisprudencia tales como se daban a los hijos de los conquistadores. La Iglesia puso la primera piedra de todos los establecimientos literarios que hubo en América. México, Lima y Córdoba de Tucumán debieron a la Iglesia esas sus célebres universidades, durante tres siglos, fecundo semillero de sabios. El ilustrísimo señor Torres fundó en Bogotá el Colegio del Rosario; la primera Academia de Teología que hubo en Quito fue fundada por los padres agustinos, y un fraile agustino, un Obispo, el ilustrísimo señor López de Solís fue el fundador del primer seminario que hubo en nuestra patria. Minerva hizo brotar el olivo, golpeando la tierra con el asta de su lanza. Esta fábula donosa de los griegos fue una realidad en el Nuevo Mundo, donde el báculo pastoral de los obispos hizo brotar el árbol frondoso del saber humano, cuyos frutos recogemos todavía.

En los colegios de América se enseñaban las ciencias eclesiásticas, la jurisprudencia civil y canónica, la filosofía,   -356-   la lengua latina. Profesores hubo en esos colegios que gozaron de una muy bien merecida fama de sabios en éste y en el otro continente. Citaremos un solo nombre, que es también una de nuestras glorias nacionales, el del padre Juan Bautista Aguirre, jesuita, el cual desterrado en Roma fue teólogo y consejero del ilustre pontífice Pío VII, entonces Arzobispo de Ímola. El padre Aguirre nació en Guayaquil y se formó en los colegios de Quito. ¿De dónde salió, en qué colegios había sido educada aquella juventud tan apta para las ciencias, que en todas las colonias americanas, a principios de este siglo, encontró el Barón de Humboldt? ¿Quién fue Mutis, ese sabio cuyo retrato mandó grabar el mismo Barón de Humboldt al frente de sus obras, quién fue sino un sacerdote tan sabio como modesto...? El observatorio famoso de Bogotá fue dirigido por Mutis; y un Arzobispo, el señor Góngora fue quien protegió con regia munificencia las primeras expediciones botánicas que se hicieron en la América meridional.

Las numerosas y ricas bibliotecas que todavía quedan en los conventos están dando testimonio en favor de la ilustración de las antiguas corporaciones religiosas de América. ¿Quién introdujo en estas ciudades la imprenta? Los sacerdotes. ¿Quién descubrió la quina, ese poderoso antídoto contra las fiebres? Quien sino los odiados jesuitas. Los mejores monumentos que adornan nuestras ciudades fueron levantados por sacerdotes. Para erigir a Dios templos dignos de su santo nombre, los sacerdotes pusieron el cincel en manos del arquitecto, estimularon y protegieron la pintura, la escultura, la música, porque daban cita a todas las artes, llamándolas a trabajar juntas la casa del Señor.



  -357-  

ArribaAbajoIV.- Costumbres

Mísera situación de los indios. El padre Las Casas. Los negros. El padre Pedro Claver. El signo de los santos en América. Destrozos causados por el liberalismo. La libertad es necesaria a la Iglesia católica. Sin independencia la libertad es ilusoria.


La instrucción no fue el único beneficio dispensado por la Iglesia católica a los americanos. Los conquistadores, después que demolieron las antiguas monarquías de México y del Perú, hicieron montones de oro y dando por concluida su obra ya no pensaron más que en satisfacer sus concupiscencias; mas entonces fue cuando principió para la Iglesia católica una tarea difícil y penosa. La sociedad que existía en el Nuevo Mundo era un verdadero caos moral, sin más leyes que pasiones desenfrenadas, y en ese caos era necesario hacer que reinara orden y hubiese armonía.

En los primeros tiempos de la colonia, lo mismo que ahora, había en América dos pueblos distintos uno de otro, en condición diversos y en fortuna contrarios, a saber: el pueblo conquistado y el pueblo conquistador. El pueblo conquistado, es decir, los pobres indios sufrían las espantosas consecuencias a que su repentino cambio de posición social les había condenado. En efecto, los indios vieron llegar de repente a los europeos, ponerles fuertes cadenas y reducirlos a dura servidumbre; privados entonces de libertad, extranjeros en su propia patria, huéspedes hasta en su mismo hogar, siempre tristes, abrumados bajo el peso de cargas que no podían sobrellevar,   -358-   apenas, apenas alcanzaban a entretener entre amarguras y dolores una vida, que les había llegado a ser insoportable. Unos, cautivos en los obrajes, trabajaban sin descanso los días y las noches; otros labraban la tierra, vigilados por amos duros y faltos de abrigo y de comida; éstos sepultados en las minas buscaban ese oro funesto que nunca llegaba a saciar la hidrópica codicia de los castellanos; aquéllos como acémilas a sus propias espaldas transportaban de un lugar a otro al conquistador, por páramos helados y sitios malsanos, vadeando ríos caudalosos y salvando precipicios. Jamás oían una palabra suave, ni una expresión de cariño. La perversidad de los conquistadores llegó hasta el extremo de tener por insensibles a los indios viéndolos tan sufridos; se les hizo la injuria de creerlos incapaces de los tiernos afectos de familia, y el amo separaba a la esposa del marido y a los hijos de la madre; el pudor del lecho conyugal fue insultado por la desvergonzada licencia del conquistador, sin que a la honestidad de las pobres indias sirviese de salvaguardia la pobreza, dos veces sagrada para un cristiano. A los sacerdotes católicos se debió, como dice el más concienzudo de los historiadores modernos, que los indios no se acabasen completamente en América. Al lado de los conquistadores, esos hombres de hierro que tenían corazón de héroes y fuerzas de titán, venían los sacerdotes, para interponerse entre el vencido y el vencedor.

Y entre esos sacerdotes el más célebre fue el padre fray Bartolomé de Las Casas, dominico. Las Casas fue, en efecto, el verdadero ángel tutelar de los indios. Vino a América, vio la dura servidumbre en que estos infelices gemían y su corazón de sacerdote no pudo menos de encenderse en santa cólera contra sus opresores; habloles enérgicamente, les conminó en nombre de Dios a que mudaran de conducta; y aunque sus palabras se estrellaron en el corazón egoísta del avaro conquistador, no por eso se desalentó; su vida peligraba si seguía hablando, mas no guardó silencio; antes, tanto más esforzado cuanto más combatido, atraviesa tres veces el océano,   -359-   se presenta en la Corte de España, y no la deja reposar hasta que logra ver puesto algún remedio a ese cúmulo de males que oprimía a los desventurados indios. Cisneros, el gran ministro, del cual dijo Leibnitz que si hubiera cómo comprar un ministro la España debería dar por tener otro Cisneros todos los tesoros del Nuevo Mundo, Cisneros escuchó con atención a Las Casas y las primeras medidas que se tomaron para proteger a los indios fueron dictadas por aquel famoso Cardenal.

Más tarde, como el mal fuese creciendo espantosamente, Las Casas se presentó de nuevo ante Carlos V; y el monarca que decía, con justificada jactancia, el sol no se pone nunca en mis dominios, oyó de la boca de un pobre fraile dominico palabras que le hicieron temblar. «Señor, le dijo el fraile, no habéis recibido de Dios las Indias para destrucción de sus habitantes, sino para convertirlos a la fe; acordaos, pues, que sobre vos hay un Juez que os tomará estrecha cuenta de vuestras acciones».

Nada pone miedo al defensor de los indios, tiene por enemigos a todos sus compatriotas, y el odio de éstos le hace cobrar nuevos bríos; predica, escribe, disputa, ruega, suplica, insta, amenaza a los reyes con la justicia de Dios. Sus enemigos se unen contra él para hacerle daño, mas no retrocede; ni las calumnias le abaten ni las amenazas le asustan; ni las dilaciones y tardanzas calculadas le desalientan, y tanto puede su constancia que, al fin, triunfa y el triunfo de Las Casas es el triunfo del cristianismo y de la civilización. ¡Gloria a la religión que produce tales hombres...! ¡Oh, padre Las Casas! ¡Tu solo nombre ha dado a España más honra que infamia le causaron los excesos de los conquistadores! Prelado sin igual, eres el coloso del sacerdocio americano... ¡Inspirado por el Evangelio, fuiste constante como la fe, resuelto como la esperanza, infatigable como la caridad; en tu obra civilizadora arrollaste los obstáculos y te engrandecieron las dificultades...!

Otros buscarán defectos en el padre Las Casas para deshonrar su memoria; nosotros creemos que esos sus   -360-   mismos defectos eran necesarios para conseguir el fin que se había propuesto y para llenar su destino providencial. La historia le ha limpiado además de la mancha de haber cooperado a la esclavitud de los negros en América.

El ejemplo dado por el padre Las Casas fue fecundo. La orden entera de Santo Domingo adoptó las ideas de Las Casas sobre la libertad de los indios, y las sostuvo con ese celo fervoroso característico de esta orden en todo lo que emprende para la gloria de Dios. El padre Luis de Valdivia en Chile y el padre Vieira en el Brasil, ambos jesuitas, siguieron el ejemplo dado por Las Casas, y partieron el uno a la Corte de Madrid, y el otro a la de Lisboa, para defender a los indios y pedir justicia contra la rapacidad de los conquistadores. La voz de los misioneros fue robustecida por las quejas que no cesaban de elevar los obispos en favor de los indios, y a esta santa tenacidad se debieron aquellas órdenes sabias que dictaron los reyes para el buen gobierno de sus colonias de América.

Al mismo tiempo que los padres Vieira y Valdivia defendían la causa de los indios ante los reyes de Europa contra los conquistadores, los padres Anquieta y Nobrega se entregaban por sí mismos en rehenes, quedando cautivos entre las hordas de caníbales del Brasil, para salvar la vida de algunos de esos mismos conquistadores. Tan brillantes páginas tiene la Iglesia católica en la historia de América.

Hay en la sociedad humana una raza infeliz, a quien le ha cabido en herencia, siempre y en todas partes, la esclavitud, y cuyo patrimonio ha sido la miseria; raza desgraciada, a quien en el banquete de la civilización no le ha tocado sino hambre, ignorancia y degradación. Esa raza es la de los negros. Comprados en su tierra, eran traídos a los mercados de Cartagena, donde se los vendía por esclavos; destinados por sus amos al cultivo de los campos o al laboreo de las minas, para ellos no había más descanso que el de la fosa común. Empero   -361-   los negros tuvieron también su apóstol en América y fue el B. P. Pedro Claver de la Compañía de Jesús.

Claver, cuyo nombre debe ser trasmitido a las generaciones futuras grabado con caracteres de diamante en las páginas de la historia. Claver se llamaba a sí mismo esclavo de los pobres negros esclavos, y fue para ellos padre que con los brazos abiertos estaba aguardándolos cuando llegaban al puerto para darles el ternísimo abrazo de la caridad cristiana; hermano encontrado en la tierra de su esclavitud; bienhechor que curaba sus llagas, aligeraba sus cadenas, se hacía participante de su aflicción, les acompañaba en su desamparo, ilustraba su entendimiento y les abría la puerta del paraíso y, por fin, único amigo que iba a orar sobre su sepulcro. ¡Pobres negros! A su pobre sepulcro no daban sombra los árboles de la tierra natal...

Cuánto habría tenido que padecer el santo jesuita, en 40 años de un apostolado tan penoso, no es posible ni imaginarlo siquiera. Cuando pensamos en los méritos de este hombre extraordinario, se nos dilata el corazón; el mundo, ciego e injusto, suele levantar monumentos suntuosos para honrar la memoria de grandes criminales, que han hecho gemir a las naciones y deja olvidada la tumba del inmortal padre Claver; sí, junto a esa tumba, casi ignorada, no se canta otro himno de gratitud que el monótono bramido de las ondas del Atlántico que, allá de cuando en cuando, vienen a azotar las costas de Colombia.

Mas a aquel, a quien ha olvidado el mundo, la Iglesia católica le ha levantado altares.

Mientras que unos sacerdotes defendían a los indios en la corte de los reyes, otros, principalmente los individuos de las órdenes religiosas, derramados por nuestras miserables aldeas, evangelizaban a la gente sencilla de los campos. Nos cansaríamos si quisiéramos referir solamente los nombres de aquellos verdaderos discípulos de Jesucristo, que se llamaba a sí mismo apóstol de los pobres. Un San Luis Beltrán, que evangelizó a las tribus   -362-   de las orillas del Magdalena; un San Francisco Solano, a cuyo celo vino estrecho el vasto imperio del Perú; un padre Salvatierra, fundador de las trabajosas misiones de California; un venerable padre Margil de Jesús, que convirtió al cristianismo pueblos innumerables en Centroamérica; un padre Onofre Estevan, enriquecido con el don de milagros; un padre Olmedo, compañero y director de Hernán Cortés; en fin, un padre José Segundo Lainez, que a mediados de este siglo moría de extenuación y de fatiga en las soledades del Caquetá.

De Francia se ha dicho con mucha verdad que fue formada por los obispos, con aquel esmero y constancia que emplean las abejas en labrar su colmena; lo mismo se puede decir de la América y con igual verdad. Y entre los nombres ilustres de prelados verdaderamente apostólicos tiene la América uno que descuella entre todos los demás: el de Santo Toribio de Mogrovejo, Arzobispo de Lima. La Providencia lo concedió a la América cuando más lo necesitaba, y la vida de este santo prelado fue toda un himno magnífico a la gloria de Dios. Los conquistadores habían hecho blasfemar del nombre de Dios; Santo Toribio lo hizo bendecir. El siglo de Santo Toribio fue el siglo de los santos en América. Entonces aparecieron aquellas almas heroicas, cuyas virtudes probaron cuánta es donde quiera la divina fecundidad de la Iglesia católica. La tierra americana manifestó que no era menos rica en producir santos que en guardar en su seno inexhaustos veneros de metales preciosos. Entonces aparecieron Sebastián de Aparicio, Juan Masías y Martín de Porras, a quien podemos llamar el Vicente Paul del Perú; entonces fue también cuando floreció en Lima aquella tan singular Rosa de pureza y mortificación, y brotó en Quito esa Azucena de inocencia y santidad, cuya fragancia de virtudes se ha dilatado por el mundo.

El venerable Pedro de Betancur fundó los hermanos y las hermanas de Belén, dedicándolos por un voto especial a enseñar las primeras letras a los niños y niñas   -363-   pobres, y a servir a los enfermos en los hospitales. Tan benéfico instituto, nacido en Guatemala, no tardó en propagarse por la mayor parte de América. Ya los hermanos hospitalarios de San Juan de Dios habían venido antes y fundado hospicios y casas de caridad en varias partes, y las madres de la enseñanza tenían abiertos sus conventos para educar niñas. Así en América la Iglesia católica hizo grandes bienes a los pueblos, por la cual de ella se puede decir siempre lo que del Divina Maestro pertransiit benefaciendo, donde va derrama bienes.

Mas la época de los santos parece que hubiera pasado para no volver. ¡Cuánto tiempo hace a que en América no los tenemos! Francia, esa tierra de Voltaire y de Renan, tiene santos; Italia es fecunda en ellos; los países disidentes, donde el catolicismo es apenas tolerado, han gozado la dicha de poseerlos y solamente la América no los tiene... Todo hemos tenido... guerreros famosos, patriotas eminentes, sabios notables, poetas sublimes y, para que nada falte, también grandes criminales; ¡solamente santos no hemos tenido...! ¡Cuán grande es la necesidad que de santos tienen estas naciones! ¡Oh tierra americana, abríos y brotad santos...! ¡Nubes, llovednos como un rocío esos justos que tantos necesitamos...!

La época del descubrimiento del Nuevo Mundo fue notable bajo muchos respectos y entonces coincidieron varios hechos, que modificaron profundamente las condiciones sociales de la Iglesia católica. Así, en el orden religioso se verificó la reforma protestante; en el político, el establecimiento de las monarquías absolutas y de los ejércitos permanentes; y en el literario, el renacimiento de las antiguas formas literarias de los griegos y latinos. El protestantismo enseñó la unión de las dos potestades, la espiritual y la temporal, en la mano de los reyes; la monarquía absoluta hizo de éstos los únicos árbitros de la suerte de los pueblos, y la pasión por las obras de literatura y de arte de los antiguos inspiró desdén y menosprecio respecto de todo lo que era cristiano.   -364-   Como por instinto, procuraron, pues, los monarcas enseñorearse de las conciencias de sus súbditos, para tener de esa manera mejor asegurada su autoridad; dominar los cuerpos les pareció poca cosa si no dominaban también las almas. Los reyes que permanecieron fieles a la Iglesia católica lograron, por medio de privilegios y concesiones de la Santa Sede, lo que los protestantes habían alcanzado con la rebelión. He ahí cómo se explica por medio de la historia ese derecho de patronato tan amplio que llegaron a tener los reyes de España sobre las iglesias de América. Más tarde, los letrados de la Corte de Madrid sostuvieron la doctrina de los derechos naturales de la corona sobre las cosas eclesiásticas, enseñando que era inherente a ésta lo que en un principio no había sido más que gracia y privilegio. La Santa Sede se contentó con poner los libros de aquellos doctores en el índice romano; pero la escuela o secta regalista estaba ya fundada.

Sucedió, por desgracia, que los patriotas de América, cuando trataron de establecer entre nosotros el gobierno republicano, buscaron instrucción en la lectura de obras, principalmente francesas, en las cuales sus autores con el amor a las formas republicanas inspiraban también cierto odio secreto a la Iglesia católica. De esta manera, sin que nadie lo advirtiese, se pusieron en América los fundamentos del más monstruoso de los liberalismos. Los gobiernos de nuestras repúblicas hicieron lo que José II en Austria: dictaron leyes sobre asuntos sagrados, suprimieron conventos, se apoderaron de los bienes eclesiásticos, modificaron la disciplina de los regulares, etc., etc., todo esto fundados en la extraña doctrina de que habían heredado el patronato de los reyes de España.

Los efectos lamentables de semejante conducta no se dejaron aguardar, pues la sociedad americana se vio conmovida hasta en sus más íntimos fundamentos. La Santa Sede, por su parte, adoptó una prudente reserva y por medio de generosas y largas concesiones ha trabajado hasta ahora y sigue trabajando todavía por remediar abusos que han llegado a ser inveterados.

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Las gracias y concesiones hechas por la Santa Sede a los gobiernos civiles han dado a éstos una participación muy grande en la jurisdicción espiritual, de donde en muchas partes ha resultado necesariamente la pérdida de la independencia de la Iglesia. Jesucristo, el divino fundador de la Iglesia, la estableció en la unidad, pues, según sus mismas expresiones, no quiso que hubiese más que un solo rebaño con un solo pastor, unum ovile, unus Pastor; ese pastor único del rebaño de Jesucristo es su vicario en la tierra el sucesor de Pedro, el Papa, por quien deben ser pastoreados y regidos los fieles. Cuanto contribuya, pues, a conservar la unión entre la Santa Sede y los fieles, todo lo que sirva para estrecharla y robustecerla más ha de ser buscado y amado por los católicos, porque quien más se une con Roma más se estrecha con Jesucristo. He aquí el peligro terrible que encontramos nosotros en esas largas concesiones que los Papas hacen a los volubles gobiernos de nuestros tiempos; pues, cuando el liberalismo toma en sus manos el cayado pontificio no es para regir, sino para dispersar el rebaño de Jesucristo y, por medio de la misma Roma, alejar a los fieles de Roma. El día en que los católicos se acostumbren a no depender del Papa sino como por comedimiento en cuanto a la jurisdicción espiritual, pronto oirán también de mala gana las enseñanza y doctrinas de la Santa Sede.

Hay una diferencia muy grande entre los reyes de otras épocas y los gobiernos de nuestros días en punto a sus relaciones con la Iglesia católica: aquellos reyes antiguos pedían gracias y privilegios a la Santa Sede, porque creían en la divinidad de Jesucristo y se preciaban de ser hijos sumisos de la Iglesia; los papas concedían a esos reyes gracias y privilegios en remuneración de los grandes servicios hechos por ellos a la Iglesia, e imponiéndoles la obligación de mantener a los ministros sagrados y sostener el culto divino. Hoy los gobiernos piden derechos sobre las cosas sagradas para hacer grandes daños a la Iglesia; y como méritos para que los papas les concedan gracias y privilegios alegan   -366-   la confiscación de las rentas eclesiásticas y el despojo de los bienes del clero. Los papas de otras épocas premiaban a los reyes por sus buenas acciones; hoy los papas conceden a los gobiernos lo que éstos les piden, deseando evitar mayores males a la iglesia, pero sin desconocer que las mismas concesiones son muchas veces males por desgracia irremediables.




ArribaAbajoV.- Conclusión

Relación íntima entre el catolicismo y la civilización. Eterna duración de la Iglesia católica.


Se cuenta que cierto día asomó en las calles de Florencia un furioso león, escapado de la jaula en que lo mandaba custodiar el gran Duque de Toscana. Las calles se despoblaron a la vista de la fiera; todos huían despavoridos, procurando poner en salvo sus vidas; entre los que huían iba también una madre, llevando estrechado en su seno un niño tierno, al cual, con el afán de huir precipitadamente, dejó caer en tierra, cuando el león estaba ya muy cerca. Vuelve la mujer a mirar hacia atrás y ve a su hijo en las garras del león, que lo había tomado del suelo y parecía como si lo fuese a devorar; lo vio la madre y, olvidándose de sí misma, corrió hacia la fiera, se hincó de rodillas delante de ella y levantadas ambas manos, le gritó diciéndole, cual si pudiera entenderle: ¡Devuélveme mi hijo...! El grito sublime   -367-   de la madre suspendió al león que, levantando la cabeza, la miró y siguió adelante dejando ileso al niño. El liberalismo es ahora el león que anda dando la vuelta al mundo, desolado al aspecto de fiera tan terrible; libre se pasea por las naciones y, cuando topa con la indefensa Iglesia católica, la ase con sus garras para devorarla, sin que ni gracias ni concesiones de la Santa Sede logren aplacarle, pues el error moderno, aunque tan feroz como el león de Florencia, no es tan generoso. Antes sucede con frecuencia que después de obstinados y heroicos combates en defensa de la libertad eclesiástica, el Papa entra en la tienda de Aquiles para pedirle el despedazado cadáver de Héctor, porque del matador de su hijo se contenta con alcanzar siquiera que no arrastre por el polvo sus sangrientos restos.

Dos clases de potentados piden gracias y privilegios a la Santa Sede: unos, como Felipe II, disponen del derecho de patronato para hacer bienes; otros, como los gobiernos descreídos de este siglo, piden gracias y privilegios al Papa, a fin de acabar de una manera segura con la iglesia; de los muchos modos de hacer la guerra a la Iglesia, éste es el más terrible. Las cadenas no las forjarán ya los enemigos de la Iglesia con las propias manos de ellos, sino con manos ajenas, con manos que en otro tiempo rompieron grillos de secular servidumbre. Los filisteos no pretenden otra cosa sino la muerte de Sansón; por eso andan afanados por descubrir el secreto de su extraordinaria fortaleza, y saben muy bien que lo que no rinde la fuerza suelen quebrantar los halagos. Que Dalila emplee pues traicioneras caricias hasta dejar al juez de Israel inerme e indefenso... Lo que eran los cabellos para Sansón eso es para la Iglesia su sagrada libertad; los gobiernos de nuestros días han dado ya con el secreto de quitar al Nazareno su bendita cabellera, a la Iglesia su libertad; y ahí está ese Sansón de otros tiempos, ciego y sin vigor, expuesto a las burlas y sarcasmo de sus enemigos.

Acabemos de persuadirnos, por fin, que las regalías no tienen otro objeto que privar a la iglesia de su libertad, para reducirla a la condición de sierva.

  -368-  

¿Qué es un obispo...? Un obispo es en medio del pueblo el representante del orden sobrenatural, la protesta viviente de la ley del espíritu contra los goces de la materia, el centinela vigilante de los derechos de Dios, de los derechos de los pequeños, de los derechos de los que padecen, en una palabra de los derechos de la inmensa mayoría de eso que es y se llama pueblo. Por esto los obispos son aborrecidos, por esto sufren persecuciones, porque aquellos que ponen su dicha en gozar aquí en la tierra no quisieran que hubiese bienes y males eternos; los que hacen consistir la perfección del hombre en lo terreno desdeñan la perfección moral y los que pretenden avasallar a sus semejantes para dominar sobre ellos, principian por olvidarse de Dios, para envilecer a los hombres. De ahí esa guerra tenaz, de ahí esa lucha sin treguas entre los sacerdotes y los déspotas, entre los pontífices y los tiranos; aquéllos han sido puestos por el Espíritu Santo para regir la Iglesia de Dios; a éstos encumbra de repente el caprichoso viento de las revoluciones políticas que hacen oficio de huracanes en la sociedad, sacudiendo los montes, levantando en alto la ruin basura.

¿Qué es un sacerdote...? La existencia del sacerdote sería un enigma, si el destino del hombre terminara solamente aquí en la tierra. Desde la tosca piedra que se pone de cimiento al templo católico hasta la campana que congrega el pueblo a la oración, todo es admirable en la Iglesia católica, porque todo es un recuerdo incesante dado al hombre de su destino eterno, de su fin sobrenatural; el hombre tiende a hundirse en el mundo de los sentidos; la Iglesia lo levanta, a cada momento, hacia las regiones de la luz increada.

La Iglesia edifica, sus enemigos destruyen. Ved lo que ha pasado en América... Medio siglo de persecución contra la Iglesia ha bastado para arruinar la obra de tres siglos de trabajos y tareas incesantes. Los obispos, proscritos, han ido a morir en tierra extraña; los sacerdotes han sido puestos como blanco a los tiros de la calumnia y de la maledicencia; los religiosos, dispersados   -369-   y condenados a exterminio, han andado fugitivos como criminales, y de sus asilos han sido arrojadas violentamente hasta las mismas inofensivas monjas; los monasterios se han convertido en cuarteles, las casas de oración en casas de placer; los colegios han disminuido y las mesas de juego se multiplican como por encanto. Los pueblos, entre tanto, ¿han ganado o han perdido...? Quien dijese que han ganado, no acertaría a explicar por qué la hoguera, prendida por la guerra civil, no se ha apagado hasta ahora con esos ríos de sangre que han corrido en luchas fratricidas. Cuanto ha perdido la ley ha ganado la fuerza...

La religión católica es la única que puede hacer la prosperidad y bienestar de las naciones americanas; y, sin la libertad e independencia de la Iglesia, la religión católica no producirá grandes bienes; trabajar por la independencia de la Iglesia es trabajar por la libertad política de los pueblos; defender la independencia de la Iglesia es defender la dignidad humana.

¡Santa Iglesia católica! Nadie puede ser indiferente respecto de tu libertad e independencia, porque nadie puede ser indiferente respecto de Jesucristo, el Hombre Dios, que te fundó sobre la tierra; Jesucristo ama tu libertad, y el Dueño de las naciones te fundó en medio de ellas, dándote reino espiritual, independiente de las potestades del siglo.

¡Santa Iglesia católica, Iglesia civilizadora! ¿Quiénes son tus enemigos? ¿Quiénes...? ¿La ciencia...? ¡Ah, nunca fue la luz enemiga de la luz...! ¿La libertad...? ¡Tú rompiste las cadenas del esclavo, enseñando a los hombres el dogma de la igualdad humana, fundada en filiación divina, por la cual todos tenemos derecho de llamar a Dios nuestro padre!

Tus enemigos te cargan de cadenas, te acribillan a heridas; pero, así encadenada y agonizante, les infundes terror; echan el dado sobre tu túnica, para repartirse a la suerte tus bienes; o rasgan en girones tu manto, para aprovecharse de tus despojos; y te creen muerta   -370-   para siempre. Empero ese sepulcro en que yaces será la cuna de tu gloria... ¡Creemos firmemente en tu resurrección...!

La América se tiende, como un gigante en lecho de espumas, en medio del océano, reclinando la cabeza en los hielos del polo y hollando con sus plantas las tempestades del Mediodía; arrullada por las olas de dos mares, muestra al mundo su seno despedazado por guerras y facciones continuas. Mas, entre tantas desgracias ha conservado un principio de unión y de paz, una prenda de concordia, en las creencias católicas. ¡Ojalá llegue un día en que la Cruz haga sombra a pueblos que hablando una misma lengua no tenga más que un solo corazón...!

Quisiéramos encender en los corazones de todos el amor a la Iglesia católica, para que de esa manera las naciones del mundo formaran ese único redil que tiene a Jesucristo por pastor, ese único hogar que tiene a Dios por padre.

Parece que los gobiernos de nuestros días, nacidos por lo regular de la revolución, temen a cada instante ser devorados por esa misma hidra multiforme que los ha engendrado, y por esto, conociendo los instintos feroces de su madre, se afanan por divertirla arrojándoles iglesias, conventos, obispos, sacerdotes, religiosos que ella devora, sin que, a pesar de eso, quede satisfecha; el anhelo de la destrucción, el frenesí de ruinas, eso la posee, eso la atormenta y la hidra no quedará contenta sino cuando haya contemplado arder el mundo entero como una sola hoguera inextinguible. La revolución moderna no quiere solamente la destrucción de una o de otra institución católica; quiere la ruina de todo orden social establecido, y por esto lo que sus garras no pueden hacer pedazos, reducen a ceniza sus principios: demolición para lo que oponga resistencia; fuego para lo que pretenda mantenerse en pie; ¡siempre ruinas...! Si el orden social ha de salvarse, apóyese en la Iglesia católica, la única institución humana a quien labios infalibles han prometido eterna duración, a pesar de cuantos esfuerzos hagan las potestades del Infierno para destruirla.





  -371-  

ArribaAbajoÉpoca primera

La Iglesia durante el gobierno de los reyes de España



ArribaAbajoLibro primero - Período primero

Desde el descubrimiento del Perú hasta la erección del Obispado de Quito


  -[372]-     -373-  
ArribaAbajoCapítulo primero.- Descubrimiento del Perú
Basco Núñez de Balboa. Descubrimiento del Mar del Sur. Muerte desgraciada de Balboa. Francisco Pizarro. Diego de Almagro. Hernando de Luque. Primeras noticias acerca del Perú. Convenio de los tres socios. Primer viaje de Pizarro. El puerto del hambre. Segundo viaje de Pizarro. El piloto Bartolomé Ruiz. Descubrimiento de las costas del Ecuador. Llegada de Pizarro a la Bahía de San Mateo. Disputa entre Pizarro y Almagro. Pizarro en la Isla del Gallo.



I

La historia del descubrimiento y conquista del Ecuador ha sido referida por los historiadores que han escrito   -374-   acerca del descubrimiento y conquista del Perú, pues nuestra historia hace parte de la historia de la vecina nación en los tiempos que precedieron inmediatamente a la conquista y en los que siguieron al establecimiento del Virreinato. Así es que, para narrar la historia del descubrimiento de lo que hoy llamamos República del Ecuador, es necesario referir cómo se verificó el descubrimiento de lo que en aquellos tiempos se conocía con el nombre de Imperio del Perú.

Colom, buscando un camino por Occidente a la remota India oriental, tropezó con el continente americano, extendido de un polo a otro del globo en el hemisferio occidental y bañado por las aguas de dos mares. El intrépido descubridor del Nuevo Mundo, en sus repetidos viajes, mientras vagaba por el mar de las Antillas, iba buscando ese estrecho que según sus cálculos debía servir de comunicación a los dos océanos; pero las costas del continente americano, en vez de romperse en alguna parte para formar el imaginado estrecho, prolongándose indefinidamente al Septentrión, parecían burlar las previsiones de Colom. Años después, Balboa debió a un acontecimiento inesperado el saber la existencia de un inmenso océano hacia el Mediodía y, estimulado por su ambiciosa curiosidad, fue el primero que desde la altura de una montaña en el istmo de Panamá contempló, con asombro, la azulada llanura del Pacífico, que se perdía en lontananza. ¿Qué había en esas playas misteriosas, bañadas por las aguas de un mar hasta entonces ignorado? Tal debió ser y tal fue, en efecto, la primera reflexión que se ocurrió a los aventureros españoles que acompañaban a Balboa. Poco tiempo después, las excursiones practicadas por el mismo Balboa y por Andagoya en las costas de Colombia, anunciaron la existencia de un imperio poderoso allá en tierras muy distantes y a donde, para llegar, era necesario atravesar largos caminos y sierras fragosas.

Balboa trabajó con grande afán por acometer la empresa de descubrir y conquistar esas comarcas donde, al decir de los salvajes del Darién, se hallaban grandes señores,   -375-   en cuyas casas el oro era tan abundante, que lo empleaban en fabricar hasta los objetos necesarios para los usos más viles de la vida. Ocupado en estos preparativos estaba cuando llegó a la colonia un nuevo Gobernador, encargado de residenciarle y tomarle cuenta por las quejas que contra él había recibido la Corte, a causa de la muerte del desgraciado Nicuesa. Balboa, el descubridor del Océano del Sur, vio, pues, eclipsarse la estrella de su fortuna en el momento mismo en que principiaba a brillar para él con más halagüeñas esperanzas. Envuelto a un juicio inicuo, fue sentenciado a muerte por su mismo suegro, sin que ni ruegos, ni promesas bastaran a salvarle la vida; y el desgraciado extendió su cuello entregando su cabeza al cuchillo del verdugo. El cruel Pedrarias se la mandaba cortar como a traidor, ¡pues tal fue el premio que la envidia reservaba al que en gloria y fama no tenía entonces rival en el Nuevo Mundo...!

La existencia de un rico imperio en las tierras del Mediodía era asunto de ordinaria conversación entre los vecinos de la nueva ciudad de Panamá, trasladada recientemente a este lado del istmo, sin que nadie pudiese, no obstante, indicar con certidumbre ni el punto donde se hallaba ni la distancia que separaba de las costas al anunciado imperio. Los salvajes de la costa donde habían aportado Balboa y Andagoya, hablaban del misterioso imperio y de sus riquezas; se tenía un grosero dibujo del llama o carnero del Perú y hasta se repetía, aunque estropeado y confuso, el nombre del monarca y de la capital. Los salvajes de las costas del golfo de San Miguel y de la isla de las Perlas señalaban su situación diciendo que estaba muchos soles hacia el Sur.

Había entonces en Panamá un soldado de los que habían servido a las órdenes de Ojeda en las desgraciadas expediciones de aquel Capitán a las costas de Cartagena y Santa Marta. Retirado a la vida doméstica, vivía mal avenido con la estrechez de una no holgada fortuna. Compañero de Balboa en el descubrimiento del Pacífico, ocupado después por el Gobernador de Panamá en ligeras   -376-   expediciones militares, Pizarro, el futuro conquistador del Perú, iba llegando ya casi a la vejez, sin que hasta entonces se le hubiese presentado ocasión oportuna ni teatro a propósito para desplegar las extraordinarias dotes de constancia, energía de voluntad y fortaleza de ánimo con que lo dotara naturaleza. Los subalternos lo amaban por su buena índole y varias veces lo habían pedido por jefe en las ligeras excursiones que había habido necesidad de emprender en la naciente colonia en demanda de víveres y de esclavos; más de una vez terminadas sus correrías volvía nuestro hidalgo a sus poco agradables ocupaciones del cultivo de la tierra. Entre tanto, cada día aumentaban las noticias del opulento imperio situado en las tierras del Sur, al cual por aquella época se designaba ya generalmente con el nombre de Perú. Pedro Arias de Ávila o Pedrarias, como lo suelen llamar los antiguos cronistas, Gobernador de Tierra-firme, deseoso de hacer descubrimientos en aquellas costas que caían al levante de Panamá, había preparado al intento una pequeña flota confiada al capitán Basurto; mas la muerte de éste, cuando se preparaba para emprender la proyectada expedición, frustró los planes del Gobernador e impidió por entonces que se continuasen los descubrimientos en demanda del Perú.

Consumir la vida en las oscuras ocupaciones del cultivo de los campos, con escaso provecho y ninguna fama, era cosa dura para el ánimo de Pizarro así ganoso de riquezas como ambicioso de honra. El Perú, ese imperio del cual se contaban tantas noticias, estaba ahí tentando con su ponderada opulencia la insaciable codicia de los aventureros que habían abandonado patria y hogar por venir al Nuevo Mundo donde, en vez de las riquezas que buscaban, habían encontrado pobreza, sufrimientos y fatigas. Entre esos muchos que habían venido a las colonias de América en busca de riquezas y de holganza se encontraba en Tierra firme en aquella época, casi en las mismas condiciones que Pizarro, un vecino de la antigua del Darién, llamado Diego de Almagro, con quien, tanto como con Pizarro, hasta entonces la fortuna se había   -377-   manifestado demasiado ingrata. Un corto número de indios esclavos y una pequeña extensión de tierras malsanas era todo el caudal de entrambos. Morir sin haber hecho nada digno de memoria, vivir en la miseria, cosas eran a que no podía resignarse un castellano de aquella época, en la cual las ideas caballerescas habían contribuido poderosamente a realzar el carácter del pueblo español. Sin embargo, Almagro y su amigo Pizarro estaban viendo declinar su edad hacia la vejez, sin que hasta entonces hubiesen logrado realizar los mágicos ensueños de ventura que les trajeron al Nuevo Mundo. En el descubrimiento y conquista de aquel imperio misterioso, oculto en las inexploradas costas del Mediodía, veían el medio de engrandecerse, cambiando de fortuna; acaso, muchas veces en sus conversaciones amigables se habían comunicado este pensamiento; tal vez, en sus íntimas confidencias, los aventureros habían discurrido sobre el modo de ponerlo por obra. Valor les sobraba, constancia la tenían, la pobreza estimulaba su hasta entonces no satisfecha ambición; mas, ¿cómo llevar a cabo sus proyectos, con tanta falta de recursos...?

Mientras Pizarro y Almagro discurrían sobre la manera de poner por obra el proyecto del descubrimiento y de conquista del Perú, otro de los más famosos vecinos de Panamá buscaba también por su parte cómo emplear, de un modo oculto y secreto, en aquella empresa su caudal, que era crecido. Mas como hubiese cooperado a la muerte de Balboa y tenido mucha parte en ella, temía trabajar a las claras para que continuaran los descubrimientos que en las costas todavía inexploradas del océano del Sur había principiado con tan infeliz suceso el desgraciado yerno de Pedrarias. El licenciado Espinosa había servido de Fiscal en el juicio contra Balboa, y por eso temía con razón que se le creyera cómplice en la muerte de aquel Capitán, cuando quería aprovecharse de sus descubrimientos. Así pues, buscó manera como pudiese emplear su dinero en la empresa, conservando a cubierto su honra, lo cual consiguió fácilmente por medio de Luque, quien, como se ha llegado a averiguar después,   -378-   representaba la persona del Licenciado y éste daba, por manos de Luque, el dinero que necesitaban los socios.

Hernando de Luque, Canónigo de la catedral de la antigua Darién y entonces Vicario de Panamá, se presentó, pues, públicamente como socio en la empresa del descubrimiento, aunque en secreto hacía las veces del licenciado Espinosa. Pusiéronse, pues, de acuerdo Hernando de Luque, Diego de Almagro y Francisco Pizarro, comprometiéndose los dos últimos a emplear su pequeño caudal y consagrar su persona y diligencia a la empresa, y el primero a contribuir a ella con el dinero necesario dando para los primeros gastos veinte mil castellanos de oro y conviniendo en distribuirse proporcionalmente las ganancias. Habida licencia del Gobernador, aprestaron una miserable flotilla, comprando al efecto un buque que Balboa había preparado para los mismos descubrimientos y que desde la muerte de este Capitán había quedado abandonado en el puerto. Lo adobaron lo mejor que pudieron y con ochenta hombres de tripulación se hizo Pizarro a la vela, en noviembre de 1524, con rumbo al Sur, mientras Almagro se quedaba en Panamá, ocupado en aparejar gente y vitualla en otro buque que dentro de pocos días debía seguir al de su compañero.

Pizarro lanzó su pequeño buque a las aguas del océano, dirigiendo a tientas por rumbo desconocido la proa hacia el Sur aprovechándose de los consejos y noticias que le había dado Andagoya al salir de Panamá. La estación en que Pizarro emprendió este primer viaje era la menos oportuna para navegar en las aguas del Pacífico. Vientos contrarios entorpecían la marcha, tempestades constantes maltrataban la nave, y el cielo siempre nebuloso hacía penosa y difícil la navegación. Los aventureros españoles sabían que en las playas de ese mar desconocido, por donde ellos estaban entonces navegando por primera vez, existía un imperio opulento; pero ¿dónde estaba? ¿Se hallaba, tal vez, muy cerca? ¿Acaso se ocultaba a mucha distancia...? Nada sabían con certidumbre   -379-   y así era necesario no alejarse de la tierra e ir conociendo palmo a palmo las orillas. Al cabo de muchos días de lenta navegación, llegaron al puerto de Piñas, último término de la navegación de Andagoya; de allí para adelante todo era inexplorado. Al fin arribaron a un puerto que al parecer ofrecía para los ya cansados navegantes abrigo un poco cómodo; y era necesario saltar en tierra, porque el agua se iba acabando y los víveres escaseaban. Cuando saltaron en tierra, las playas anegadas con las lluvias no les presentaban suelo seguro: pantanos profundos, ciénagas extensas donde se hundían al pisar, aguaceros incesantes, tal era la posada que al continente americano ofrecía en las costas del Mediodía a los cansados compañeros de Pizarro, que en busca del codiciado oro se atrevían a hollarlo por primera vez.

Desde este punto determinó Pizarro que se volviera Montenegro a la isla de las Perlas en busca de vitualla. Entre tanto permaneció él con sus compañeros alimentándose con raíces amargas, bayas desabridas y algunos mariscos que cogían en las playas, y que el hambre les hacía devorar con ansia. Pasadas seis semanas, volvió Montenegro y quedó pasmado viendo el aspecto demacrado y abatido de sus compañeros, algunos habían muerto víctimas de la necesidad. Reforzados con los alimentos traídos por Montenegro, continuó Pizarro hacia el Sur el reconocimiento de la costa, después de haber apellidado Puerto del hambre a aquel de donde se alejaba para eterno recuerdo de las penalidades que allí habían padecido.

Continuando su marcha, siempre hacia el Sur, desembarcó en un punto al cual puso por nombre Pueblo quemado. Estrechas veredas, que se descubrían por entre los bosques cercanos a la playa, indicaban que allí debía haber alguna población. Encontrose ésta, en efecto, a no mucha distancia; mas Pizarro se vio obligada a retirarse por la tenaz resistencia que le opusieron los salvajes, acometiéndole con inesperado denuedo y fortaleza. Los compañeros le pidieron entonces que tomara   -380-   la vuelta de Panamá; así es que condescendiendo con ellos hízose a la vela y fue a tomar puerto en Chicama, pequeña población a corta distancia de aquella ciudad.

Almagro había salido de Panamá pocos días después que Pizarro. Por algunas señales, hechas en los árboles como habían convenido de antemano, fue siguiendo la misma derrota de su compañero y avanzó hasta Pueblo quemado, reconociendo al paso los puntos donde antes había tocado Pizarro. Con la esperanza de encontrarse con él más adelante, continuó descubriendo la costa hasta el río que llamaron San Juan; mas, como no hallase ya señal ninguna, determinó volverse a Panamá. Cuando llegó a la isla de las Perlas le dieron noticia de Pizarro y del punto do se hallaba, y deseoso de verlo cuanto antes, se dirigió en busca suya a la provincia de Chicama. Allí encontró a su compañero con veinte hombres, muy destrozado porque Pedrarias, Gobernador de Panamá, le había prohibido entrar en esta ciudad por la falta de comida que había en ella, y mandádole que se detuviese en Chicama pacificando ciertos caciques alzados, hasta que se cogieran los maizales.

Grandes obstáculos se oponían en Panamá a los tres socios para la realización de su empresa. Pedrarias les negaba recursos, el caudal propio estaba agotado y la empresa había caído en tal descrédito que con grande dificultad pudieron encontrar quien se lo prestase. Con todo, en esa ocasión fue cuando los tres asociados, firmes más que nunca en dar cima a la obra comenzada, celebraron aquel famoso contrato por el cual juraron dividirse, por partes iguales, el imperio cuya conquista tenían resuelta.

La diligencia de Almagro logró, al fin, disponer una embarcación algo cómoda con ciento diez hombres, unos pocos caballos, algunos pertrechos y abundantes provisiones de boca. Juntose con Pizarro que lo estaba ya aguardando en Chicama y ambos continuaron su navegación, llegando en breves días al río de San Juan, último punto de la costa reconocido por Almagro en su primer   -381-   viaje. Determinaron hacer alto allí, para repararse de los quebrantos sufridos en la navegación y, subiendo dos leguas arriba de la embocadura del río, encontraron a sus orillas un pueblo cuyos habitantes, asustados con la repentina aparición de los extranjeros, habían huido, abandonando sus casas, a ocultarse en los bosques. Los expedicionarios, entrando a saco el pueblo, recogieron en varias piezas hasta quince mil pesos en oro, y alegres con el rico despojo tomado tan fácilmente, acordaron estimular con él a los colonos de Panamá para que acudiesen a tomar parte en la empresa. Con este fin resolvieron que en la una nave volviera Almagro a Panamá en demanda de nuevos recursos; que Pizarro aguardara en el mismo punto, con dos canoas y la mayor parte de la gente, y que, entre tanto, el piloto Bartolomé Ruiz siguiera adelante en el otro buque, explorando la costa hacia el Sur.

Cuando Almagro llegó a Panamá halló ya nuevo Gobernador, pues en vez de Pedrarias había sido nombrado don Pedro de los Ríos, quien recibió a Almagro muy sagazmente y le prometió favorecer en cuanto pudiese su empresa. Empero, dejando a Almagro ocupado en preparar su nueva partida y mientras que Pizarro estaba aguardando la vuelta de su compañero, sigamos nosotros al piloto Bartolomé Ruiz y contemplemos el descubrimiento de la tierra ecuatoriana.




II

Con viento próspero y brisas favorables la nave del marino castellano fue avanzando en su camino, y el primer punto donde arribó fue la pequeña isla del Gallo. Como se había propuesto solamente reconocer las costas que iba descubriendo, no desembarcó en ninguna parte, antes siguió adelante su derrota y a poco se halló en una hermosa bahía. Ruiz acababa de ponerse delante de la tierra ecuatoriana, era el primer europeo que visitaba   -382-   las costas de nuestra patria. La parte del litoral ecuatoriano de lo que hoy llamamos la provincia de Esmeraldas, eso era lo que el piloto castellano tenía delante de sus ojos. Mientras el buque pasaba, deslizándose suavemente por las aguas del Pacífico, hasta entonces no cortadas por quillas europeas, los sencillos indígenas acudían en tropel a la playa y asombrados se estaban mirando la nave, sin saber darse cuenta de lo que veían.

La hermosa tierra ecuatoriana se presentaba a las curiosas miradas de los marinos españoles ataviada con las galas de su siempre verde y fresca vegetación: campos cultivados, bosques frondosos, colinas pintorescas se divisaban hasta donde alcanzaba a descubrir la vista. Por entre las sementeras y plantíos asomaban las cabañas de los indios, derramadas aquí y allá con gracioso desorden y las columnas de humo que, levantándose del fondo de los bosques, escarmenaba el viento a lo lejos en el horizonte eran indicios seguros de numerosa población.

Viendo Ruiz a los indios con aspecto de paz, echó anclas en el caudaloso Esmeraldas, y cuando saltó en tierra fue recibido por ellos amistosamente. Halló a las orillas del río tres pueblos grandes, cuyos habitantes estaban engalanados con joyas de oro, y tres indios que le salieron a recibir, llevaban sendas diademas del mismo metal en sus cabezas. Entre varios obsequios que le ofrecieron, diéronle también algún oro por fundir. Después de permanecer dos días entre los indios, volvió Ruiz a su navío y continuó navegando a lo largo de la costa de Esmeraldas y Manabí hasta doblar el cabo Pasado, teniendo la gloria de haber sido el primero que navegara bajo la línea equinoccial. Bartolomé Ruiz, el primer europeo que pisó la tierra ecuatoriana, era un piloto muy hábil, natural de Moguer en Andalucía.

Hallábase en alta mar, cuando alcanzó a divisar que asomaba en el horizonte algo que parecía una como vela latina; cuando iba acercándose, más crecía la inquietud, sin poder darse cuenta de lo mismo que estaba viendo,   -383-   pues era aquello una balsa peruana, en la cual algunos indios de Túmbez iban a comerciar con los de las costas de Esmeraldas y Manabí. Sorprendido quedó Bartolomé Ruiz cuando atracando la balsa de los indios del Perú encontró en ella tejidos de lana y de algodón con hermosos tintes de variados colores, vasos y otros objetos de oro y de plata muy bien trabajados y hasta una balanza de pesar oro, indicios evidentes de la existencia de pueblos ricos y bastante civilizados respecto de las tribus salvajes que poblaban las feraces costa del Chocó. Ruiz, dejando en libertad a los demás, llevó consigo solamente dos indios, y con ellos dio la vuelta hacia el río de San Juan, para comunicar a Pizarro las halagüeñas noticias acerca de las tierras que había descubierto.

Y en efecto las costas que el piloto Ruiz acababa de descubrir son las más hermosas de este lado occidental que bañan las aguas del Pacífico. La gran cordillera de los Andes, que recorre de Norte a Sur todo el continente americano conforme se aproxima al Ecuador, se va dividiendo en dos grupos o ramales que corren uno en frente de otro hasta más allá del punto donde nuestra República parte límites con el Perú. Varios otros ramales de la gran cordillera, tendidos de Oriente a Occidente entre los dos principales, forman con éstos unos como peldaños de aquel gigantesco encadenamiento de montañas, contribuyendo a dar a todo el conjunto el aspecto de una inmensa escalera sobre la cual descuellan cerros elevados que esconden en la región de las nubes sus frentes siempre cubiertas de nieve. Esa distribución casi simétrica de las cordilleras, forma mesetas variadas, valles profundos, cañadas pintorescas en el Occidente, arrimadas a los lados de la gran cordillera en declives prolongados aparecen selvas y bosques seculares, que por el Oriente se extienden hasta las aguas del Amazonas y por el Occidente llegan, en algunas partes, hasta las playas del océano.

Montes gigantescos, cubiertos con capas de hielo, se alzan en una hilera prolongada a entrambos lados de la cordillera; unas veces parecen pirámides colosales de   -384-   bruñida plata a la plácida claridad de la luna en las hermosas noches de verano; otras veces, cuando se inflama el fuego inagotable que guardan en sus entrañas, ofrecen a la vista un espectáculo terriblemente hermoso presentándose a inciertas distancias, en la oscuridad, como hogueras inmensas atizadas por el soplo de los huracanes; truenos sordos y prolongados se dejan oír de cuando en cuando, y en la noche sucede muchas veces que el viajero no acierta a discernir entre los estallidos de la tempestad que se condensa en el horizonte y los bramidos del volcán que tal vez se prepara a una próxima y desoladora reventazón.

A la madrugada los valles aparecen arropados en una sutil neblina y entonces es curioso observar cómo los ríos anuncian su corriente por un murmullo que casi no se acierta a indicar de dónde sale; por la tarde, sucede muchas veces que mientras en los valles se descuelgan copiosos aguaceros, en las cumbres elevadas de los montes está brillando al mismo tiempo el sol con toda serenidad.

Varios ríos de diverso caudal tejen en los valles, selvas y cordilleras del Ecuador una como red de plata, que aparece tendida en todas direcciones: unos, al descender de las cumbres nevadas de la cordillera, ruedan al valle en sonorosos torrentes, se arrastran luego por cauces profundos y recorriendo, como el Guaillabamba, tres provincias enteras van a derramar sus aguas en el Pacífico; otros nacen, como el Jubones, en los lagos sombríos de la cordillera, bajan azotando su corriente entre rocas y, después de formar en el valle cortos remansos, vuelven a esconderse entre grietas profundas; ya descienden de los páramos y, dando giros y rodeos, se derraman en los valles interandinos, formando a la margen vegas deliciosas, como el Paute; ya, en fin, recogiendo el tributo de otros innumerables, engruesan prodigiosamente su caudal y corren al encuentro del Marañón, émulo de los mares. Campos, siempre cubiertos de verdor, merced a la influencia benéfica de un clima suave que no conoce ni el rigor del invierno ni los calores del   -385-   estío, dan a la tierra ecuatoriana un aspecto agradable y risueño. Si en sus bosques crecen el árbol medicinal de la Quina y el aromático Canelo; si allá las arenas de los ríos son ricas en oro, acá dehesas y prados inmensos se extienden en los repechos de las cordilleras, convidando a las útiles faenas de la ganadería. Los bosques abrigan una innumerable variedad de animales, desde la enorme danta, que forma su cueva al pie de árboles seculares, hasta el tímido armadillo, que se guarece entre guijarros; y desde el gigantesco cóndor, que hace su nido en las breñas heladas del Chimborazo, hasta el diminuto quinde, que lo cuelga de las ramas del naranjo y limonero entre las flores de nuestros jardines.

Al mismo tiempo que el piloto Ruiz volvía de su exploración a las costas del Sur, con tan halagüeñas noticias de la tierra que había descubierto, llegaba Almagro bien provisto de vitualla y trayendo consigo algunos auxiliares más para continuar la empresa. Así es que cobrando bríos los abatidos compañeros de Pizarro clamaban por darse pronto a la vela, para ir a reconocer esas tierras que con tan magníficos colores les pintaba Ruiz. Aprovechándose el discreto Capitán del entusiasmo de sus aventureros, se echó al mar y navegando aunque por tiempo borrascoso, llegó guiado por Ruiz a la bahía que llamaron de San Mateo por haber anclado en ella el 21 de setiembre de 1526, día en que la Iglesia católica celebra la fiesta de aquel santo apóstol. Saltaron, pues, todos en tierra y, pareciéndoles conveniente descansar allí algún tanto, salieron a recorrerla; como divisasen un indio que andaba por ahí, Pizarro mandó tomarlo para que les diese algunas noticias del imperio que buscaban y de la comarca a que había arribado. El indio así que se vio perseguido por dos jinetes que venían en su seguimiento, echó a correr y huyó con carrera tan acelerada y por tan largo trecho que al fin cayó muerto falto de respiración; a lo cual contribuiría también mucho sin duda alguna el horror que debieron inspirarle los caballos, haciéndole sentir su fogoso aliento a las espaldas. Parte por tierra y parte por mar continuaron   -386-   su marcha los conquistadores hasta el pueblo de Atacames, cuyas calles tiradas a cordel y numerosa población no pudieron menos de contemplar llenos de sorpresa. Resueltos a descansar ahí de las fatigas de la penosa marcha por tierra, se acuartelaron en una de las mejores casas del pueblo que sus moradores habían dejado abandonadas a la llegada de los extranjeros. Y bien necesitados de descanso debían hallarse después de haber llegado allí andando a pie, atravesando esteros y pantanos con el agua hasta la mitad del cuerpo, rendidos de fatiga con el peso de la ferrada armadura, sofocados con sus justillos de algodón y tan atormentados por los mosquitos que según refiere el cronista Herrera, tenían que enterrarse hasta los ojos en la arena, para librarse siquiera por algunos breves instantes de sus molestas picaduras. Algunos murieron a consecuencia de esto y los más enfermaron.

Los españoles miraban con sus propios ojos, y no sin asombro, las grandes porciones de terreno cultivado, las vistosas sementeras de maíz y de las plantaciones de cacao que encontraban al paso y junto a los pueblos. En Atacames hallaron maíz en tanta abundancia que hicieron de él pan, vino, miel, vinagre, guisándolo de muchas maneras. Entre tanto los indios andaban emboscados, concertándose para dar de sobresalto en los extranjeros y acabar con ellos. ¿Qué andaban buscando éstos, se decían? ¿Qué quieren estos hombres barbudos que cautivan nuestras mujeres...? Justas reflexiones del sentido común inútiles para la avaricia. Viendo que los indios se presentaban con prevenciones de hostilidad, Pizarro les mandó mensajeros para llamarlos de paz, asegurándoles que no tenía ánimo de causarles daño. Los indios prometieron venir al día siguiente, pero no se presentaron; llamados e invitados por segunda vez tampoco acudieron, ni ellos ni los mensajeros. Así es que los españoles les acometieron y alancearon algunos; mas, cuando los indios venían a la carga y se preparaban con denuedo a dar el ataque, los desconcertó y puso en fuga un incidente ridículo, aunque para ellos maravilloso. Uno de los jinetes que tenían los españoles cayó   -387-   al suelo al tiempo mismo en que corría, espoleando a su caballo para acometer a los indios; viendo éstos caer al jinete se imaginaron que el terrible monstruo se había partido en dos, multiplicándose para hacerles daño, con lo cual, atónitos, sólo pensaron en huir.

Como el número de indios era considerable y se manifestaban resueltos a combatir, los dos capitanes celebraron un consejo de guerra para tomar determinación acertada en tales circunstancias. Diversos y encontrados eran los pareceres de los soldados, aunque la mayor parte de ellos opinaba por la vuelta a Panamá, alegando que no era prudente atreverse a acometer la conquista de la tierra, siendo ellos en tan corto número y faltos además de los recursos necesarios para tamaña empresa. Almagro contradecía este dictamen, diciendo que en todo caso convenía no perder tiempo en la conquista; pues, añadía, mejor es estar aquí, aunque sea rodeados de peligros, que ir a morir de miseria en las cárceles de Panamá, presos por deudas. Pizarro, tal vez agriado el ánimo con los sufrimientos, respondió a su compañero en tono descomedido: ese consejo bien lo podéis dar vos, que yendo y viniendo de Panamá no habéis experimentado los trabajos de los que nos quedamos en esta tierra, faltos de todo lo necesario para la vida, padeciendo la miseria del hambre que nos reduce a extrema congoja. Exasperado Almagro con esta respuesta se trabó de palabras con Pizarro y aun echaban mano a las espadas para herirse ambos capitanes, cuando el tesorero Ribera y el piloto Ruiz se pusieron de por medio y lograron traerlos a un amistoso avenimiento. Dándose, pues, un abrazo fraternal en prenda de reconciliación, determinaron que Pizarro quedara con la mayor parte de la gente, aguardando mientras Almagro iba a Panamá para buscar recursos y traer de allá auxilios y la gente de tropa necesaria para acometer con seguridad la conquista del Perú, acerca del cual acababan de adquirir más exactas noticias. Reembarcándose volvieron a hacerse a la vela con dirección a la vecina isla del Gallo, lugar escogido para la permanencia de Pizarro. Mientras   -388-   iba navegando tuvieron ocasión de convencerse del arrojo y valor de los habitantes de aquellas costas, pues los buques de los conquistadores se vieron acometidos por catorce canoas de indios que en aparato de guerra y con miradas provocativas dieron varias veces la vuelta alrededor de ellos, y fácilmente se acercaron a la playa resueltos, al parecer, a resistir allí cuando los españoles intentaron agarrarlos.

Pizarro desembarcó con su gente en la isla, distante algunas leguas del continente, y allí, a las puertas del imperio que andaba buscando, determinó aguardar la vuelta de su compañero. Pronto los tristes aventureros vieron desaparecer en el remoto horizonte que formaba la azul superficie de las aguas del Pacífico, el buque en que se regresaba Almagro; y desde ese instante principiaron a contar no los días sino los momentos que tardaba en volver a presentarse en el punto donde lo habían visto desaparecer; mas pasaban días y días y el deseado buque no volvía. ¿Qué le había sucedido? ¿Por qué tardaba en volver Almagro...?





  -389-  
ArribaAbajoCapítulo segundo.- Preparativos para la conquista
Viaje de Pizarro a España. Capitulaciones celebradas con Carlos V. Los primeros religiosos que vinieron al Perú. Pizarro reconoce segunda vez la costa de Esmeraldas. Viaje penoso al través de la costa. Llegada a la isla de la Puná. Combates con los indios. Pizarro y sus compañeros pasan a Túmbez. Término de la conquista del Perú.



I

Por desgracia, los soldados no tenían la misma constancia de alma que sus capitanes, para sobrellevar con   -390-   fortaleza la penosa vida del aventurero, tan pronto halagado por esperanzas lisonjeras como burlado luego por amargos desengaños; así, descontentos y casi desesperados, se dieron maña para hacer llegar a manos de Pedro de los Ríos, Gobernador de Panamá, una representación en la cual le pedían con grande encarecimiento que se dignara sacarlos de tan miserable situación y hacerlos volver a Tierra Firme177. Cuantas medidas tomaron los sagaces capitanes para impedir que representaciones semejantes llegasen a Panamá, todas fueron inútiles. Ya fuese verdadera conmiseración, ya fuese egoísmo lo que estimulaba el ánimo del Gobernador, lo cierto es que se negó tercamente a conceder licencia para que se llevasen nuevos refuerzos a Pizarro; antes bien dispuso que un oficial de su servidumbre llamado Tafur fuera con un navío a traer a Panamá a Pizarro y sus compañeros.

Un día se dejó ver en el horizonte el buque tan deseado; pero no era Almagro, el compañero a quien tanto habían aguardado todos los días el que llegaba, sino Tafur que traía orden expresa del Gobernador para que, abandonando para siempre la empresa del descubrimiento proyectado, se volviesen todos a Panamá. Apenas podían haberse presentado circunstancias más críticas para Pizarro a la llegada de Tafur; en un momento veía desvanecerse sus proyectos, cuando estaba ya a punto de realizarlos. Entonces fue cuando hizo aquella hazaña verdaderamente heroica de quedarse solo contra todas las prevenciones del Gobernador, firme en llevar a cabo su propósito a pesar de toda clase de obstáculos. Cuando llegó el día de la vuelta de Tafur a Panamá, Pizarro reiteró sus ruegos e instancias para que le dejase algún bastimento ya que no quería, de ninguna manera, consentir   -391-   en que quedasen los compañeros; empero Tafur se mantuvo inflexible. El momento de la partida llega; la orden de embarcarse se ha dado ya; pronto, recogiendo anclas, zarpará la nave y con ella se disiparán las esperanzas de conquistar un imperio cuya opulencia no pueden poner en duda... ¿Qué hace entonces Pizarro...? Toma su espada, traza con ella en el suelo una línea de Oriente a Occidente y, señalando al Norte, dice: para allá pobreza, deshonra; para acá, añade señalando el Mediodía, ¡riquezas, gloria...! Y, diciendo esto, salta él primero la línea con dirección al Perú. Sólo trece tuvieron suficiente valor para seguirle y uno tras otro la saltaron después de su capitán; los demás, todos, se volvieron contentos a Panamá. Como se veían tan pocos en número, juzgaron conveniente pasar de la isla del Gallo a la Gorgona, más distante de las costas, con lo cual evitaban las acometidas de los salvajes.

¡Cuántos trabajos pasaron allí en aquella isla desierta! La ropa, pudriéndose con las lluvias incesantes, se les fue cayendo a pedazos y quedaron casi completamente desnudos; se les acabaron muy pronto los alimentos y para no morirse de hambre se vieron forzados a comer hasta culebras y otros reptiles venenosos que abundaban en la isla; el calor enervaba las fuerzas de sus mal alimentados cuerpos; la humedad les causaba dolencias y enfermedades... El buque en que debía venir de Panamá algún auxilio no asomaba, y los cuitados aventureros gastaban los días en prácticas religiosas y en la monótona y desesperada ocupación de estarse mirando el horizonte para descubrir el buque deseado, aunque pasaban meses tras meses y el buque no venía. Su permanencia en la desierta isla de Gorgona es uno de los episodios más admirables de la historia de la conquista de América, tan abundante en hechos que asombran.

Las instancias y empeños de Luque y de Almagro y las quejas de los vecinos de Panamá contra Pedro de los Ríos, porque dejaba perecer abandonados en una roca desierta del océano catorce españoles dignos de consideración por sus heroicas empresas en servicio de la corona   -392-   de Castilla, movieron al fin el ánimo del inflexible Gobernador y consintió en que se les mandara un buque, pero sólo con los aprestos necesarios para la navegación y con orden terminante de que Pizarro se presentara en Panamá dentro de seis meses cumplidos. Inexplicable fue la alegría de los tristes moradores de la Gorgona cuando vieron, al cabo de ocho meses, arribar a ella el anhelado buque. En él volviose a dar a la vela Pizarro y, gobernando hacia el Sur, dirigido por el diestro marino Ruiz, reconoció las costas ecuatorianas, dobló el cabo Pasado, traspuso la línea equinoccial, surcó las mansas aguas del golfo de Jambelí, notó la isla de Puná y, poniéndose en frente de Túmbez, observó con admiración las sorprendentes señales de riqueza y adelantamiento que presentaba el imperio que iba a conquistar. En este viaje de exploración Pizarro, visitando las costas del Perú, llegó hasta más allá de Santa, desde donde sus compañeros le obligaron a dar la vuelta para Panamá.

La existencia de un imperio tan rico era indudable; los aventureros españoles acababan de ver llenadas sus esperanzas más allá de lo que ellos mismos en su ambiciosa fantasía se habían imaginado; restaba sólo no perder tiempo en conquistarlo. Partió, pues, Pizarro para España; se presentó en Toledo ante el emperador Carlos V, le mostró los objetos que traía para atestiguar la grandeza de los reinos que acababa de descubrir y obtuvo despachos favorables a su empresa. Provisto de títulos y de empleos, rico de esperanzas y fantaseando a sus anchas con proyectos de grandeza, el conquistador del Perú y futuro demoledor del trono de los Incas, zarpó del puerto de San Lúcar como a hurtadillas en una mal aparejada nave. Venía a conquistar un imperio y apenas tenía cómo sustentarse en su patria. Después de casi un año de ausencia estuvo de vuelta en Panamá acompañado de sus hermanos para dar cima a la conquista del Perú.

Graves e inesperados obstáculos se presentaron, no obstante, para continuarla. Disgustos profundos, vengativos resentimientos del amor propio ofendido casi la   -393-   hacen abortar cuando estaba a punto de llevarse a cabo. Disgustos y resentimientos que si por entonces no ahogaron la empresa, se conservaron con todo vivos en el pecho de los agraviados hasta manifestarse después en venganzas ruines y sangrientas que han impreso un estigma de infamia eterna en la frente de los conquistadores. Todo lo allanó y compuso el sagaz Vicario de Panamá; pero él mismo pudo ver realizada la funesta profecía que su previsora prudencia hiciera a sus dos socios, cuando Pizarro partía para España. Cuando Pizarro se resistía a partir a la Corte, para negociar con el Emperador la conquista del Perú, y Almagro insistía en que debía ir su compañero antes que otro alguno, Hernando de Luque les dijo estas palabras: «¡Plegue a Dios, hijos, que no os hurtéis uno al otro la bendición, como Jacob a Esaú. Yo holgara todavía que a lo menos fuérades entrambos». La historia ha recogido estas palabras del avisado sacerdote para mostrar el triste cumplimiento del anuncio en ellas contenido.

Una de las primeras condiciones impuestas por Carlos V a Pizarro, en la capitulación que celebró con él en Toledo para la conquista del Perú, fue la de que llevara sacerdotes y religiosos que se encargasen de la predicación del Evangelio y conversión de los indios a la fe católica. Y en una cédula del año de 1529 se designó al dominicano fray Reginaldo de Pedraza para que, acompañado de seis religiosos más de su misma orden, pasase al Perú. Uno de estos seis religiosos fue el padre Alonso de Montenegro, fundador del convento de Quito. Por otras cédulas reales del mismo año se mandó dar a estos padres lo necesario para vestuario, transporte hasta Panamá, ornamentos y vasos sagrados, que debían traer desde España, todo el tesoro de las cajas reales, señalándose a los empleados de la corona hasta el ramo de donde había de hacer estos gastos.

El padre fray Reginaldo de Pedraza era el fundador del convento de dominicos de Panamá, a donde había sido enviado por el padre fray Pedro de Córdova, uno de los dominicanos más ejemplares que habían venido a la   -394-   española. Según afirma Meléndez cronista del orden de predicadores en el Perú, el padre Pedraza hizo con Pizarro el viaje a España y le acompañó a la audiencia que concedió en Toledo Carlos V al conquistador del Perú. Sea de esto lo que fuere, una cosa hay muy digna de atención en las providencias tomadas por el gobierno español para la conquista del Perú, y es cierta disposición por la cual se le mandaba a Pizarro tener a los religiosos dominicos que traía consigo por consejeros, con quienes debía consultar todos los asuntos importantes que se fuesen ocurriendo, no pudiendo hacer la conquista de la tierra sino con el parecer y dictamen de ellos. Parece que de esa manera intentaba el monarca español templar algún tanto la fiereza del soldado con la mansedumbre del sacerdote; ¡pluguiese a Dios que los deseos del monarca español se hubiesen cumplido siempre...!

Renovado otra vez en Panamá el primer contrato por el cual se obligaban los socios a dividirse, por tres partes iguales, todo cuanto lograsen en la conquista, resolvieron que Pizarro se adelantara con tres naves, ciento ochenta hombres, veinte y siete caballos y las provisiones de boca y guerra que se había conseguido hasta entonces; mientras Almagro se disponía a seguirle, llevando nuevos refuerzos. Arreglada así la partida, Pizarro salió de Panamá a principios de enero de 1531, y aunque se dirigió inmediatamente para Túmbez, tomó puerto en la Bahía de San Mateo a los trece días de navegación. Desembarcados allí platicose lo que se había de hacer, para no errar el principio de la empresa; y después de diversos pareceres se resolvió que se sacasen a tierra los caballos, para que fuesen por la orilla del mar y los navíos costeando, a fin de poder prestarse mutuamente auxilio en cualquier evento. Entonces fue cuando por segunda vez hollaron los conquistadores la tierra ecuatoriana.



  -395-  
II

Dispuesta la marcha, como se acaba de referir, los conquistadores siguieron por tierra su camino, padeciendo grande incomodidad por los esteros que, aumentados con las lluvias de invierno, casi no se podían vadear y era necesario pasarlos a nado. Mas pronto el valioso despojo que pillaron en el pueblo de Coaques les hizo olvidar los trabajos pasados. Parece que los indios o se hallaban desprevenidos o no temieron nada de parte de los españoles, porque dando éstos de súbito en el pueblo, se apoderaron de cuanto tenían sus habitantes los cuales, asustados, huyeron a esconderse en los bosques cercanos. Entradas a saco las casas del pueblo recogieron mantas, tejidos y en piezas labradas de oro y plata como veinte mil castellanos y sobre todo un número muy considerable de esmeraldas. Había entre ellas una muy valiosa del tamaño de un huevo de paloma, la cual fue adjudicada a Pizarro. Para poner orden en la división del botín, se mandó que todos entregaran cuanto habían cogido, sin reservar nada para sí, bajo pena de la vida al que ocultara alguna cosa, por pequeña que fuese. Hecho un montón de todo cuanto se había recogido, se dedujo el quinto para el Rey; lo demás se distribuyó proporcionalmente entre los soldados, estableciéndose esta práctica como ley inviolable para lo futuro en todo el tiempo que durara la conquista.

Además de estas joyas de tanto valor, la mal parada hueste de Pizarro halló en el pueblo de Coaques mantenimientos en grandes abundancias para reponerse de las molestias del camino.

El curaca del pueblo se había escondido en su propia casa. Saqueada ésta por los soldados de Pizarro, el indio fue descubierto y llevado a la presencia del Capitán, quien le reconvino por haberse ocultado. No he estado oculto, contestó el curaca, porque me he estado en mi propia casa, y no os salí a ver, porque entrasteis en mi pueblo contra mi voluntad y la de los míos y   -396-   temía que me mataseis. No tenéis por qué temer, le repuso Pizarro, pues venimos de paz y si nos hubierais salido a recibir, no os habríamos tomado cosa alguna. Mandad ahora, añadió, que vuelvan los indios a sus hogares, que no les haremos daños. El curaca hizo, en efecto, volver a los indios para que se ocuparan en el servicio de los españoles; pero como los tratasen muy duramente, dentro de poco cuasi todos volvieron a huirse a los montes.

Con la presa de oro y esmeraldas acordó Pizarro de enviar dos navíos, uno a Panamá y otro a Nicaragua, para estimular la codicia de los moradores de esas dos colonias y obtener quienes viniesen en su auxilio, pues conocía que entonces no contaba con fuerzas suficientes para acometer la conquista. Así se hizo en efecto; mas, mientras aguardaba la vuelta de los navíos pasaron siete meses.

Aquí en Coaques sucedió, cuando se hallaron las esmeraldas, aquel chasco de echar a perder una gran parte de ellas majándolas en yunques con martillos, porque fray Reginaldo de Pedraza aconsejó a los rudos soldados que las probasen de esa manera, diciéndoles que las verdaderas esmeraldas no se podían quebrar de ningún modo. Sin embargo se dice que el bueno del padre no quiso sujetar a prueba las que le tocaron a él, antes se las guardó enteras. ¡Lástima es que al primer sacerdote que ejerció el santo ministerio en la tierra ecuatoriana no le puede la historia limpiar enteramente de esa fea mancha de codicia...!

Pronto las influencias del clima vinieron a quebrantar el ánimo ya bastante perturbado de los hombres de la conquista. Muchos se acostaban sanos y amanecían baldados de miembros, con los brazos y las piernas encogidos; a otros muchos les nacían pústulas o verrugas en todo el cuerpo, sin que ningún remedio fuera eficaz para sanarlas, pues los que se las picaban con lanceta morían desangrados, y los que se las cortaban las veían a pocos días reproducirse en todo el cuerpo con mayor abundancia.

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Desconcertados andaban los españoles sin atinar con la causa de tan molesta y asquerosa enfermedad. Unos la atribuían a cierto pescado que mañosamente les habían dado a comer los indios, o que éstos habían atosigado el agua de beber; otros a que habían dormido en ciertos colchones fabricados de la corteza de los ceibos; pero la verdadera causa no les era posible averiguar, para ponerle acertado remedio, y así se iban muriendo muchos, y los que zafaban quedaban muy maltrechos.

En tal extremo de necesidad, acongojados no sabían qué hacer y con qué remedio sanar, y la tropa iba reduciéndose cada día con los que morían. Siete meses eran transcurridos en tan penosa situación; y cuando ya la mayor parte de los aventureros maldecía de su destino y renegaba de la empresa, abordaron dos buques, en uno de los cuales venía Benalcázar, que tan célebre se hizo después en la conquista de Quito y pacificación de Popayán. Alentados con este refuerzo, siguieron su marcha a lo largo de la costa y caminando siempre por tierra atravesaron el litoral por las provincias de Esmeraldas y Manabí. Cuando estuvieron cerca del punto donde después se fundó la ciudad de Portoviejo, cansados ya de una marcha tan penosa, por el calor, la arena y otras incomodidades, muchos quisieron quedarse allí y fundar una población; pero Pizarro, más advertido, se opuso señalando como lugar a propósito para sentar sus reales la isla de Puná, que está frente de Túmbez.

En su marcha a lo largo de las costas ecuatorianas los españoles iban sometiendo cuantos pueblos encontraban al paso. El curaca de la bahía de Caráquez les obsequió amistosamente y casi en ningún pueblo encontraron resistencia. En el de Pasao el cacique les salió al encuentro, los recibió de paz e hizo a Pizarro el presente de una esmeralda muy preciosa por su tamaño, pidiéndole que dejase en libertad diez y siete indias que habían cogido los españoles en otro pueblo. Los historiadores refieren que Pizarro aceptó el obsequio pero no dicen si concedió lo que se le pedía. Despedidos de Pasao, se dirigieron hacia Caráquez. La cacica de uno de   -398-   los pueblos comarcanos había enviudado en aquellos días, así es que los extranjeros fueron en apariencia bien recibidos; pero, en secreto concertaban los indios el modo de acabar con ellos, aunque sin atreverse a atacarlos, porque los caballos, a los que tenían por seres inmortales, les infundían terror. Con todo, cierto día lograron sorprender solo a un español que se había alejado del real y lo mataron, y en otra ocasión se presentaron armados más de doscientos, con lo cual ya no les quedó duda a los españoles de las prevenciones hostiles de los indios. Destacó, pues, Pizarro una partida de a caballo en persecución de ellos y fueron alanceados algunos y tomado prisionero uno de los magnates, al cual conservó Pizarro como en rehenes, porque por su medio quería contener a los demás. Púsole luego en libertad, por haberle prometido el indio que castigaría a los que molestasen a los españoles, y así lo cumplió, pues, aprehendido uno de los delincuentes, lo mandó ahorcar al momento y el cuitado sufrió la muerte, según la expresión de Herrera, dando señales de tener en muy poco la vida. Establecida la paz con los de Caráquez, determinaron continuar adelante y después de muchos días de una marcha fatigosa por la costa, llegó Pizarro con su tropa al hermoso golfo de Guayaquil. Hallábase tomando algún descanso y disponiendo lo conveniente para trasladarse a la isla de la Puná, cuando se le presentó Tumbalá, cacique principal de ella, acompañado de otros jefes y le convidó con su amistad, ofreciéndole posada en su isla y estimulándole a pasar allá donde se holgarían de recibirlo. Muy de grado aceptó Pizarro la invitación de los isleños y les prometió que pasaría sin demora a la Puná. Recibida la respuesta del jefe de los blancos, comenzaron los isleños a aparejar con solicitud grande las balsas en que debía verificarse el trasporte; y ya lo tenían todo a punto bien dispuesto para la marcha, cuando los intérpretes de Pizarro le advirtieron que se pusiese en guardia contra la traición de los isleños, porque sabían que éstos estaban resueltos a cortar las cuerdas, para deshacer las balsas en medio del agua y ahogar a los españoles. Con este aviso Pizarro reconvino por   -399-   la traición a Tumbalá; pero éste la negó con tal aire de honradez y de verdad, que Pizarro se dio por satisfecho. No obstante, para mayor seguridad dispuso que junto a cada uno de los indios remeros fuera un español con espada desenvainada. Así es que en dos navíos pasó la gente y en las balsas los caballos, yendo los soldados apercibidos sin perder de vista a ningún indio. Cuando Pizarro abordó a la isla, el cacique Tumbalá le salió a recibir con música de atabales, con danzas y otros aparatos de fiesta, acaso para desvanecer la sospecha de traición que en el ánimo del Capitán extranjero pudo haber infundido el denuncio de los intérpretes tumbecinos.

La isla de la Puná estaba en aquella época habitada por una raza esforzada y belicosa; tenía varios pueblos y se hallaba gobernada por seis caciques, cuyo jefe era el referido Tumbalá y su población ascendía como a veinte mil indios. Aunque falta de aguas, pues no tiene sino llovedizas, la cubrían en la época de la conquista bosques frondosos en diversos puntos y la restante parte de ella estaba cultivada con grandes sementeras de maíz, cacao y otras plantaciones; pero su principal comercio consistía en sal, que los isleños llevaban a traficar a los demás puntos de la costa y aun hasta a lo interior de la sierra.

Sujetos mal de su grado a los Incas, sufrían con disgusto la dominación de los monarcas peruanos y conservaban una guerra obstinada con sus vecinos de Túmbez; por esta circunstancia prefirió Pizarro la isla, para acampar en ella, pues comprendió cuanta ventaja podría sacar para el buen éxito de su empresa de la rivalidad de los dos pueblos. Había formado el conquistador el proyecto de apoderarse de Túmbez, ciudad a la cual consideraba como la llave del imperio peruano, y nada le pareció tan oportuno como congraciarse con sus habitantes, abatiendo y subyugando a los belicosos isleños; o servirse de la cooperación de éstos para sujetar a aquéllos, en caso de que le fuese necesario entrar en Túmbez por la fuerza. Empero este plan, aunque sagaz, no le fue   -400-   muy ventajoso, porque los tumbecinos se le opusieron tanto como los de la Puná, y emplearon las mismas estratagemas que éstos para destruir a los extranjeros.

Tan luego como hubieron sentado sus reales en la isla, los conquistadores principiaron a hostilizar a los indios arrebatándoles su ropa, su comida y hasta sus mujeres. Pizarro, además, para agasajar a los tumbecinos e inclinarlos a su devoción, puso en libertad y mandó transportar a Túmbez seiscientos prisioneros de guerra que encontró cautivos en la isla, unos ocupados como esclavos, y otros destinados a los sacrificios sangrientos de víctimas humanas que los de la Puná solían ofrecer a su dios Túmbal. Con esta demostración de parcialidad en su favor por parte de Pizarro, los tumbecinos cobraron bríos y, pretextando agradecer a los extranjeros la libertad concedida a sus paisanos, pasaron a la isla, donde, al amparo de Pizarro, comenzaran a talar los sembrados de sus enemigos, como en represalia de pasados agravios. Bramaban de coraje los orgullosos isleños viendo así hollado su territorio tan impunemente por sus rivales; acudían en tropel a implorar con gemidos la protección de sus dioses y los sacerdotes fatigaban en vano a sus oráculos, pidiéndoles respuestas sobre el modo de acabar con los extranjeros. Concertáronse, al fin, en secreto para matar a los españoles tomándolos separados unos de otros para impedirles que se auxiliasen mutuamente; con este objeto les convidaron a una gran cacería que en obsequio de ellos tenían aparejada; pero también entonces la diligencia de los intérpretes llegó a calar el plan y se lo advirtieron oportunamente a Pizarro. Para no manifestar cobardía, dispuso éste, obrando sagazmente, aceptar la invitación sin darse por entendido de que sabía la traición de los indios; pero ordenó también que todos saliesen al campo armados como para pelear. El aspecto taciturno y cauteloso de los españoles y el verlos armados dio a entender a los indios que aun por esa vez su plan estaba descubierto; así fue que después de montear, concluida la cacería, presentaron todas las presas a los españoles, sin reservar nada para sí   -401-   mismos. Las violencias de los extranjeros contra los patricios continuaban y los intérpretes volvieron a dar nuevo aviso a Pizarro para que se pusiese en guardia, diciéndole que los isleños se disponían en secreto a exterminar a los conquistadores, y que con el fin de concertar el plan se habían reunido los caciques a conferenciar en la casa de uno de ellos. Pizarro se hallaba en ese momento con Jerónimo de Aliaga y Blas de Atienza, oficiales del Rey, ocupado en repartir el oro que hasta entonces habían recogido, y dejándolo todo acudió al punto indicado donde se encontró, en efecto, una reunión de diez y siete caciques con Tumbalá, jefe o régulo de la isla. Apoderose al instante de todos ellos y dando por probada su traición, entregó a los desgraciados indios en manos de sus implacables enemigos, los tumbecinos, quienes los mataron sin piedad cortándoles las cabezas por detrás. Sólo reservó con vida a Tumbalá, pero encerrándolo en una prisión bajo muy estrecha custodia.

Este hecho tan bárbaro consumó la medida de la indignación de los indios contra los españoles; y no ya a ocultas sino descubiertamente se presentaron a guerrear con ellos. Mas aquella era una guerra enteramente desigual. Desde el anochecer se vieron partidas de indios que andaban vagando por los contornos del real de los españoles; tocose alarma en el campo de éstos y permanecieron en vela toda la noche, oyendo el lejano murmullo del mal disciplinado ejército de los indios, los cuales, al amanecer, cayeron sobre el campamento de los conquistadores y lo cercaron por todos lados, dando espantosos gritos y haciendo horrible algazara con el ruido de sus pífanos y atabales, el choque de sus largas picas y los aullidos de furor con que unos a otros se estimulaban a combatir. En el campo de los españoles reinaba profundo silencio; y con la ventaja de la bien ordenada maniobra, sin recibir grave daño, lo causaban tremendo en el ejército de los indios, que con sus cuerpos medio desnudos presentaban un blanco indefenso a las cortantes espadas de los contrarios, mientras que éstos, cubiertos de pies a cabeza con armaduras de hierro, eran invulnerables   -402-   a las lanzas y dardos de los indios; en los compactos grupos de los isleños las balas de los arcabuces causaban estragos certeros a cada descarga, sin que hubiese tiro perdido. Había salido ya el sol y la mañana avanzaba; el campo estaba sembrado de cadáveres; entre los españoles había muchos heridos y cinco muertos; pero los indios no se desalentaban, antes tomando vigor en su misma desesperación, no dejaban ni un instante de reposo a los españoles. Cansados éstos de la refriega y sorprendidos de la constancia de los indios, no acertaban a dispersar los pelotones de combatientes que acudían a llenar inmediatamente el puesto de los que morían, cuando Pizarro mandó a su hermano Hernando que los atacara con su caballería, que hasta entonces había estado de reserva. La repentina aparición de los caballos, que en la carrera atropellaban a los indios y la lanza de los castellanos que se cebaba en ellos sin piedad, los pusieron al fin en derrota, dando tiempo a los españoles para que se recogieran a su real pasado ya el medio día. Hernando Pizarro recibió una herida grave en una pierna por la lanza arrojadiza de un indio; murió también un caballo, al que se mandó enterrar al momento para que los indios no perdieran la creencia que tenían de que aquellos monstruos eran inmortales.

Tan reñido debió ser y encarnizado este combate, que los españoles creyeron deber su triunfo a un milagro, pues aseguraban haber visto en los aires al Santo Arcángel Miguel peleando con Satanás que acaudillaba un ejército de demonios, los cuales ayudaban a los indios. Pero muy lejos estaba el cielo de favorecer con portentos guerras como las de la conquista, en las cuales, invocando el santo nombre de Dios, se violaban las leyes divinas.

Al día siguiente, los indios derrotados pero no abatidos, se presentaron de nuevo a combatir con los españoles; y durante veinte días consecutivos tuvieron éstos necesidad de no soltar las armas de la mano porque los indios, sin desalentarse por las pérdidas, los atacaban sin tregua ni reposo. Navegando en sus balsas acometieron   -403-   repetidas veces a los buques surtos en el puerto, con intento de echarlos a pique, cosa que a los españoles ponía en grande aprieto, obligándoles a dividir su tropa, unos en defensa de los navíos y otros en la del campamento.

Cada día los indios con sus familias iban abandonando la isla y refugiándose en el continente; así es que la despoblación era rápida; incendiadas las sementeras, saqueadas las habitaciones, la escasez y el hambre sobrevinieron muy pronto; y los soldados, que no hallaban esos montones de oro que se habían imaginado, decaían de ánimo, hablaban mal de sus jefes y la subordinación y disciplina sufrían de día en día notable detrimento. La fecunda sagacidad de Pizarro echó mano en esas circunstancias de un ardid que le fue inútil. Fingió que se había encontrado casualmente entre las de la Puná una india que había servido a Bocanegra, aquel español que se quedó en las costas del Perú en el primer viaje, al tiempo del descubrimiento. La india había entregado al Capitán una cédula escrita por Bocanegra, en la cual se leían estas palabras: «Cualesquiera que vengáis algún día a estas tierras, sabed que aquí hay más oro que hierro en Viscaya». Aseguraba Pizarro que la india le había entregado este papel, envuelto en una camisa del español muerto; pero ninguno en la mal avenida tropa creyó en la realidad el supuesto hallazgo, antes cada día crecía más el desaliento.

Un incidente inesperado vino a aumentar los cuidados e inquietud de Pizarro. Su hermano Hernando, hombre recio de carácter y soberbio, insultó a Riquelme, Tesorero del Rey; airado el Tesorero, se embarcó secretamente en un navichuelo y por la noche se fugó de la isla, con dirección a Panamá. Así que lo supo Pizarro, mandó en seguimiento de Riquelme a Juan Alonso de Badajoz, quien le dio alcance en la Punta de Santa Elena, desde donde consiguió que se volviera; de vuelta en la Puná, dándole satisfacciones, obtuvo Pizarro que se reconciliara con su hermano.



  -404-  
III

Llegadas a este extremo las cosas, permanecer más tiempo en la isla era ya casi imposible; los mantenimientos faltaban, las hostilidades no cesaban, la isla cada día se iba despoblando más y más, y aunque se había ocurrido al arbitrio de poner en libertad al cacique Tumbalá para que calmase los ánimos irritados de sus súbditos y les persuadiera que dejadas las armas volviesen en paz a sus hogares, nada se había conseguido. Por fortuna la llegada de Hernando de Soto con nuevos refuerzos mejoró la situación de los aventureros. Hernando de Soto, el célebre descubridor del Missisipi y conquistador de la Florida, venía desde Nicaragua atraído por las noticias que de la maravillosa riqueza del Perú habían llegado hasta allá. Era además amigo de Pizarro y de Almagro y venía a ayudarles en su empresa. Auxiliado, pues, con estos nuevos refuerzos, Pizarro ya no pensó más que en salir de la Puná, para ocupar Túmbez y principiar la conquista definitiva del imperio de los Incas. Durante los seis meses que había permanecido en la isla se había informado prolijamente de la riqueza, condiciones y recursos de los dos soberanos que se estaban disputando la corona del imperio, y ninguna circunstancia le pareció tan propicia para llevar a feliz término la proyectada conquista como la de la guerra civil que entonces tenía divididas las fuerzas del imperio. Así pues, principió a disponer la partida para Túmbez. Seis meses se habían detenido los conquistadores en la isla de la Puná y al salir de ella, la dejaban asolada habiéndola encontrado floreciente.

En el territorio de lo que hoy es República del Ecuador y entonces se llamaba Reino de Quito, hacía ya muchos meses que los europeos estaban viviendo; sin duda, en esos días los religiosos dominicos que venían en la expedición con Pizarro celebrarían los santos misterios; pero, como no habían determinado todavía los conquistadores fundar ninguna colonia estable, no se edificó   -405-   tampoco ningún templo al verdadero Dios, y los oficios divinos se celebrarían bajo alguna tienda de campaña, en las marchas del ejército de los conquistadores.

Dispuestas ya todas las cosas y arreglada la salida para Túmbez, Pizarro ordenó que en los tres navíos que tenía pasara la mayor parte de la gente, y que en las balsas de los indios se transportaran los pertrechos, los caballos y otras cosas que no era conveniente llevar en los navíos. Grande fue la sorpresa del conquistador cuando así que arribó a Túmbez, encontró la ciudad reducida a escombros; y todavía fue mayor el desengaño que sufrieron los reclutas de la expedición viendo ruinas de casas quemadas en vez de la ciudad opulenta que se habían imaginado. Poco tiempo antes la ciudad había sido destruida por los isleños de la Puná, en las guerras encarnizadas que sostenían con sus vecinos de Túmbez. Como no había comodidad para establecer allí una colonia, siguieron a Paita, cuyo puerto ofrecía grandes ventajas para la comunicación con las ciudades de Tierra Firme; escogido, pues, un sitio que les pareció a propósito para edificar una ciudad que sirviese como de llave a toda la provincia, delinearon la planta de San Miguel de Piura, la primera ciudad fundada por los españoles en el suelo del Perú. De allí Pizarro tomó resueltamente el camino de Cajamarca, donde sabía que se encontraba a la sazón el Inca Atahuallpa. El viaje del conquistador hasta Cajamarca, la entrevista con el Inca, su prisión, la horrible carnicería que hicieron los españoles en los desprevenidos indígenas, el rico botín que allí recogieron y por fin el proceso inaudito que formaron para matar a Atahuallpa, son hechos que pertenecen a la historia civil tanto del Perú como del Ecuador y que, por lo mismo, juzgamos si no ajenos de nuestro principal objeto a lo menos innecesarios para tejer la narración completa de los sucesos propios de nuestra historia eclesiástica. Solamente haremos algunas reflexiones convenientes de nuestro propósito.

¿Qué parte tuvo la Iglesia católica en los acontecimientos de Cajamarca? ¿Es acaso la religión responsable   -406-   de los crímenes que allí se cometieron? La Iglesia católica tiene una moral santa, moral que como fundada en la Iglesia misma, es invariable; aprueba siempre lo bueno y condena donde quiera lo malo, así es que jamás puede ser responsable de los crímenes que cometan los católicos, y eso aunque sean sacerdotes; antes bien las obras de éstos las juzga la Iglesia con mayor severidad, porque en su tribunal, si merecen indulgencia la ignorancia inculpable y el arrepentimiento, también es inflexible en condenar a aquellos para quienes ni la ignorancia sirve de excusa ni el carácter sagrado atenúa las faltas. Cuando la Iglesia católica apruebe pues lo malo entonces será responsable de los crímenes que cometan sus hijos; pero por fortuna esto no sucederá jamás. Juzgada a la luz de estos principios la conducta del padre Valverde en Cajamarca no puede menos de ser muy digna de censura; aunque también es cierto que en cuanto a la parte que tomó en la prisión del Inca y matanza de los indios no están de acuerdo todos los historiadores. Parece que los mismos autores de la muerte de Atahuallpa, cuando vieron la reprobación que su conducta había merecido en la Corte, procuraron declinar algún tanto su responsabilidad exagerando la parte que en tan horrible acontecimiento tuvo el religioso que había acompañado a los conquistadores en la captura del Inca. Tanto más interesados debieron estar en hacerlo así, cuanto que de esa manera aparecía como responsable la persona que el mismo Rey había señalado por consejero y moderador en la conquista y pacificación de la tierra.

La conquista, acompañada de las terribles circunstancias que tuvieron lugar en Cajamarca, era sin duda muy perjudicial para la predicación del Evangelio y conversión de los indios. Estos desgraciados oyeron anunciar el nombre de Jesucristo, al mismo tiempo que se los condenaba a la más dura servidumbre; ni era para hacerles amable la religión que se les predicaba esa repugnante contradicción entre las máximas de caridad cristiana que se les inculcaban y la feroz conducta de los   -407-   hombres de la conquista. No tememos, pues, decir que aun para lo puramente temporal, la manera con que se llevó a cabo la conquista del Perú fue muy perjudicial. Mas ¿cómo podía hacerse de otro modo en aquella época...?

Después de una larga retención y un juicio a toda luz injusto, el desventurado Inca fue ajusticiado en Cajamarca el día 28 de agosto de 1534. Al principio se le condenó a ser quemado vivo, linaje de muerte sobre manera cruel, pero se le ofreció conmutar en la pena de garrote, con tal que consintiera en recibir el bautismo. Presentó alguna resistencia casi hasta el momento de salir al suplicio; mas a ruegos del padre Valverde consintió al fin en ser bautizado y se le puso por nombre Juan, sirviendo de padrino en el bautismo el mismo don Francisco Pizarro. Sin duda, por esto también se le puso el nombre de Francisco, como se llama constantemente en documentos antiguos de aquella época, relativos a la familia del Inca. Muerto Atahuallpa, determinó Pizarro salir de Cajamarca para tomar posesión del vasto imperio que la ciega fortuna acababa de poner en sus manos, y cuya grandeza él mismo entonces no podía calcular. Tomando, pues, la dirección hacia el Sur, se encaminó para el valle de Jauja con el fin de enseñorearse del Cuzco, capital de los Incas, mientras Sebastián de Benalcázar marchaba a Piura como Teniente de Gobernador de aquella naciente colonia.





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