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ArribaAbajoCapítulo quinto.- Expedición de Alvarado
Preparativos de Alvarado para su expedición. Llegada de los expedicionarios a la bahía de Caráquez. Marcha desordenada. Trabajos en las montañas. El paso de los puertos nevados. Salida a los pueblos de Ambato. Encuentro con los soldados de Almagro. Viaje precipitado del Mariscal. Fundación de la ciudad de Santiago de Quito. Avenimiento entre Almagro y Alvarado. Sucesos posteriores.



I

Con grande diligencia aparejaba su armada en Guatemala don Pedro de Alvarado, anunciando públicamente   -410-   que venía con su expedición a las costas del Perú. La Audiencia de México le prohibió hacer expedición ninguna a tierras ya descubiertas y dadas por la corona a otros capitanes españoles, pero se disculpó diciendo que iba al Perú para ayudar a don Francisco Pizarro en la conquista de aquel gran imperio, empresa para la que Pizarro carecía de medios suficientes. Desatendió las representaciones de la ciudad que le pedía que no se ausentase de ella cuando era más que nunca necesaria su presencia, por la multitud de tribus belicosas que la rodeaban y por quienes se veía sin cesar amenazada. Sordo a toda reflexión y aconsejado solamente de su ambición, Alvarado trabajaba con suma diligencia en aparejar su armada; así es que en breve tiempo tuvo prestas ocho velas de diferentes tamaños y entre ellas un galeón de trescientas toneladas, al cual llamaron San Cristóbal por sus grandes dimensiones. En esta sazón, las noticias llevadas a Centroamérica por el piloto Fernández que se volvía desde Cajamarca, donde había presenciado la captura del Inca y visto amontonar el oro para su rescate, aguijonearon la ambición de Alvarado, que ya no pensó más que en hacerse pronto a la vela para ir a conquistar el Reino de Quito, donde la fama decía que había más riquezas que en el Cuzco.

A principios de 1534 se hizo a la vela Alvarado con su armada, compuesta de doce navíos de diferentes tamaños en los cuales se embarcaron quinientos soldados bien armados, doscientos veinte y siete caballos y un número bien crecido de indios, los más de servicio, otros como auxiliares y algunos en rehenes. Por el número de velas y de gente de tropa, por los pertrechos y armas de que venían provistos, ésta era la mejor armada que había surcado las aguas del Pacífico en busca de las riquezas del Perú. Venía dirigiéndola el piloto Juan Fernández, ya conocedor y práctico en la navegación de estos mares. Acompañaban a Alvarado muchas personas distinguidas y nobles de España de esas que venían a América ganosas de probar fortuna.

Llegado al puerto de la Posesión se encontró con el capitán García Holguín, a quien de antemano había   -411-   mandado Alvarado a las costas del Perú, para que se informara con exactitud del estado de las cosas. La relación de Holguín confirmó las noticias dadas por Fernández. La armada volvió a hacerse a la vela y entrando de paso en el puerto de Nicaragua el adelantado se apoderó, a viva fuerza, de dos buques que tenía apercibidos Gabriel Rojas para traer a Pizarro doscientos soldados. Rojas era antiguo amigo de Pizarro y, llamado con ahínco por éste, se preparaba a venir al Perú para cooperar a la empresa y participar de la fortuna de su antiguo camarada; y como ni reclamos ni protestas fueron bastantes para hacer que Alvarado se retrajera de cometer aquel despojo, Rojas no tuvo otro partido que tomar que el de embarcarse inmediatamente con unos pocos compañeros para venir a dar aviso de la expedición del adelantado de Guatemala a los conquistadores del Perú.

Zarpó del puerto de la Posesión la armada de Alvarado, y a los treinta días de navegación dobló el cabo de San Francisco y se acercó a tierra, buscando puerto favorable para las naves. En la bahía de Caráquez hallaron cómodo surgidero para las naves y tomando tierra desembarcaron ante todo los caballos que se hallaban enfermos y temían que se les muriesen. Desembarcada toda la gente y acomodados del mejor modo posible, procuraba Alvarado disponer los ánimos de su numerosa expedición a la unión y concordia, poniéndoles delante de los ojos de su consideración los gastos inmensos que se habían hecho para aquella jornada emprendida para el medro y acrecentamiento común.

Cuando llegó el día señalado para continuar la marcha hacia Quito, el Adelantado dispuso su gente nombrando por Maese de Campo a Diego de Alvarado, por capitanes de caballería a Gómez de Alvarado, Luis Moscoso y Alonso Enríquez de Guzmán, de infantería a Benavídez y Lezcano, y por Justicia mayor al licenciado Caldera. Hechas estas provisiones dispuso que el piloto Juan Fernández fuese reconociendo la costa y tomando posesión de todos sus puertos por Alvarado a nombre de   -412-   Su Majestad. Disposición o medida que manifestó muy a las claras el plan de la expedición del Gobernador de Guatemala. Él mismo en persona con algunos de a caballo pasó a reconocer, entretanto, el puerto de Manta.

Principió al fin su camino la expedición; pero no era un verdadero ejército lo que se ponía en camino sino una verdadera población, compuesta de soldados, mujeres, negros esclavos e innumerables indios traídos la mayor parte de Guatemala y otros tomados en los pueblos de las costas de Manabí. Pero ¿a dónde marchaba esa variada muchedumbre de aventureros de diversas condiciones? ¿A dónde...? A Quito, la fama de cuyas riquezas iba atrayendo tantas y tan diversas gentes. Pero caminaban a la ventura, sin norte fijo ni rumbo conocido, por senderos escogidos al tanteo; así es que con ser corta la distancia que hay entre Quito y la provincia de Manabí, Alvarado se tardó como cinco meses en salir de los bosques del litoral a los llanos interandinos de la República.

A las dos jornadas llegaron a un pueblo al que pusieron el nombre de la Ramada, donde sintieron falta de agua. Siguieron luego de ahí para Jipijapa, y tomando descuidados a los habitantes del pueblo principal, se apoderaron de muchas joyas y adornos de oro y bastantes esmeraldas; pero todo les parecía nada con la esperanza de lo que se imaginaban hallar en Quito. A este pueblo le dieron el nombre de El Oro, por el que allí encontraron; y al tercero, donde hicieron parada, le apellidaron de las Golondrinas por las muchas que ahí vieron. En este pueblo se les huyeron los guías dejándolos en grande confusión sin saber por dónde era el camino. En semejante aprieto salió el capitán Luis Moscoso a descubrir y llegó a Chonana, donde hallaron bastimento y cogieron algunos indios para que sirviesen de guías. Confuso se hallaba Alvarado en tierras desconocidas, sin saber qué camino tomar y para no seguir adelante sin tino ni dirección conocida, mandó a su hermano Gómez de Alvarado que, con algunos de a pie y otros de a caballo, fuera por el Norte a descubrir camino mientras   -413-   que Benavídez lo buscaba por Levante. Uno de los exploradores descubrió el río Daule y por él fueron a salir al de Guayaquil. Dieron oportuno aviso al Gobernador, para que siguiera en la misma dirección, como en efecto lo hizo descendiendo en balsas de Daule a Guayaquil. Parece que desde aquí volvió a retroceder al Norte, subiendo por el mismo río Daule y así anduvo de una a otra parte, yendo a Levante, volviendo al Norte, siguiendo hacia las faldas de la cordillera, sin atinar el camino por donde había de subirla y mientras más caminaba hacia Levante más y más iba penetrando en los intrincados bosques que cubren los declives y sinuosidades de la cordillera por aquella parte. Perdidos se hallaban en aquel asombroso laberinto que forman las selvas intertropicales: árboles seculares que encumbran sus copas frondosas hasta las nubes, parásitas numerosas que en los viejos troncos de árboles gigantescos forman selvas aéreas, lianas que, descendiendo de las ramas de los árboles y tendiéndose en todas direcciones, tejen una red estrecha que uniendo árboles con árboles, ramas con ramas, impiden el camino, todo contribuía a retardar la marcha de la expedición, pues era necesario, a golpe de hacha, descuajar primero la enmarañada selva para abrir camino; así es que con grande trabajo apenas alcanzaban a andar unas pocas cuadras por día.

No eran solamente las molestias del camino, eran también las acometidas de los indios que les salían a estorbar el paso la causa de su marcha lenta y trabajosa; levantaban el campo de una parte y como para seguir adelante no tenían derrota conocida, era necesario aguardar en un mismo punto muchos días hasta que descubriesen camino los que se enviaba a explorarlo. Tierra anegadiza aquélla de las playas no presentaba sino ciénagas dilatadas, atolladeros profundos, donde se atascaban los caballos; en los pantanos formaban sus tiendas provisionales para pasar la noche y aguardar que se encontrase camino o siquiera alguna vereda para poder continuar la marcha, y cuando en la jornada llegaban a algún río, entonces eran los apuros, ahí crecían   -414-   las dificultades para haber de pasarlo; tendían mimbres gruesos para formar una especie de puente y, colgándose de las ramas de los árboles con grande trabajo y mucho tiempo pasaban a la orilla opuesta.

Entre tanto, el calor sofocante enervaba los cuerpos y hacía postrar de fatiga a los más robustos; cansados, rendidos con el peso de las armaduras de hierro, se sentaban a descansar junto a los troncos de los árboles, pero para muchos ese descanso era funesto, porque se levantaban lánguidos de modorra; y soldado hubo que perdida la razón salió con espada en mano a matar a su propio caballo; desgracia considerable porque uno de esos animales importaba entonces en el Perú hasta 4.000 pesos. La comida iba escaseando pues la que traían se cubría de moho y pudría con el calor y la humedad; carne en muchos días no probaban y, cuando se moría algún caballo, se repartían sus tasajos como un regalado manjar.

La sed les atormentaba cruelmente en el clima sofocante de la montaña y su angustia crecía más con la falta de agua, pues, aunque cerca de ellos oían el ruido del agua que bajaba por las peñas en arroyos o corría por los ríos y quebradas, no podían tomarla, porque las ramas de los árboles, enredadas con los bejucos, formaban una espesura tan compacta que por ella era punto menos que imposible abrirse camino sin grande trabajo; o el cauce de los ríos y quebradas era tan profundo que apenas se podía ver allá dentro el agua que, como un delgado hilo de plata, iba corriendo por el fondo de un abismo de verdura, formado por rocas altísimas trabajadas como a nivel y sobre las cuales la exuberante vegetación de la costa había tendido sus cortinas de lianas y enredaderas.

Una tarde la avanzada de la expedición que adelantaba abriendo camino, llegó a un punto donde encontraron un dilatado cañaveral de guaduas; creyeron que allí habría agua, pero no la encontraron y hacía ya más de dos días que no habían hallado donde apagar su sed.   -415-   Como determinaron pasar la noche en aquel mismo lugar, un negro principió a cortar cañas para formar un rancho y con bastante sorpresa vio que los cañutos contenían bastante agua pura y fresca; conque, cortando cañas, encontraron agua en cantidad suficiente para dar de beber a los caballos y apagar su propia sed.

Circunstancias inesperadas, fenómenos maravillosos contribuían a hacer cada vez más penosa una marcha ya bajo tantos aspectos difícil. De repente un día el cielo se dejó ver encapotado, la atmósfera oscura y a poco rato una lluvia de tierra menuda principió a caer por largas horas en abundancia. Los árboles, las yerbas, todo estaba al día siguiente cubierto de tierra; los caballos no tenían qué comer y para darles un poco de yerba era necesario lavarla primero con cuidado; las ramas de los árboles se desgajaban con el peso de la ceniza; y, cuando principió después a ventear, el polvo sutil y menudo de que se llenaba el aire, yendo a dar en los ojos de los caminantes, los dejaba ciegos y desatinados. Los supersticiosos cayeron de ánimo con tan sorprendente y para los castellanos nunca visto fenómeno y, sin acertar a explicarlo, se lamentaban de su fortuna diciendo que aun el cielo, con señales maravillosas, contribuía a estorbar una empresa que en mala hora habían acometido. La erupción de uno de los volcanes de la cordillera de los Andes, tal vez el Cotopaxi o el Pichincha, era lo que acababa de tener lugar y la ceniza arrojada por el volcán lo que llenó de asombro a los conquistadores178.



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II

Esta lluvia de ceniza que desconcertó a los indios en Riobamba y les hizo levantar intempestivamente el campo tomando la retirada, sorprendió a los expedicionarios a la subida de la cordillera y por entrambos fue recibida como un muy funesto agüero: tan extraordinario era para los españoles e indios aquel fenómeno.

Nuevos trabajos aguardaban todavía a los cuitados aventureros al trepar a la cumbre de la cordillera occidental. Grande fue su alegría cuando al salir de los bosques, donde habían andado perdidos tantos días, dieron en una campiña abierta en la cual estaba paciendo una manada de llamas u ovejas de la tierra. Era ya cerca de la puesta del sol cuando llegaron, y apoderándose de las ovejas prepararon su cena en la cual se regalaron comiendo carne que hacía muchos días no la probaban. Como venían los expedicionarios divididos en diversos grupos o partidas, el capitán Diego García de Alvarado, cuya partida iba como de avanzada, llegó primero a aquel punto; y desde allí remitió al Gobernador veinte y cinco ovejas, dándole noticia de haber descubierto, al fin, buena tierra.

Los que todavía estaban abajo entre los bosques se hallaban padeciendo extrema necesidad, y comían cuanto encontraban, sin perdonar culebras ni otros animales por más repugnantes que fuesen. Pero el uso de comidas a que no estaban acostumbrados enfermó a muchos, los cuales, faltos de todo remedio, murieron en el camino. A tanto extremo de necesidad llegaron los expedicionarios que el alférez Calderón mató una galga muy estimada que traía y regaló con ella a sus compañeros. Un riñón de aquella perra, servido al capitán Luis Moscoso, que venía enfermo, fue comido por éste con tanto agrado, que dijo que le sabía tan bien como gallina; pero le produjo el efecto de una purga enérgica. Con grande regocijo recibieron las ovejas que les enviaba   -417-   Diego García; y con mayor la noticia de que los que iban adelante habían salido ya a tierra llana. De unas partidas a otras se obsequiaban con la carne, y se comunicaban las noticias de la tierra, animándose a seguir pronto para descansar algún tanto de sus fatigas. El Adelantado venía con la segunda partida; y la última, en que estaban los cansados y enfermos, traía el licenciado Caldera.

Habían llegado, pues, ya a uno de los repechos occidentales de la cadena también occidental de los Andes; pero para llegar a las llanuras y valles interandinos donde estaban las grandes poblaciones de las tribus indígenas, todavía les faltaba ascender a las cimas o páramos para desde allí tornar a bajar nuevamente a los valles poblados. Pedro de Alvarado estimulaba a todos con palabras blandas y persuasivas; levantaba, con halagüeñas promesas, el ánimo abatido de los más cobardes; se ganaba las voluntades de todos, sirviendo y regalando a los enfermos; y toda esa maña y sagacidad eran necesarias para sostener en su propósito de seguir adelante a los quebrantados expedicionarios. Empero, iban a sobrevenirles nuevos e inesperados trabajos, que pondrían a prueba su constancia. Esas grandes alturas de la cordillera algunas veces se cubren enteramente de nieve en ciertas temporadas del año, de ordinario a principios del verano en los meses de junio, julio y agosto, época en la cual debieron pasar por ahí Alvarado y sus compañeros, pues en Riobamba estaban a mediados de agosto.

Débiles por falta de alimentos sustanciosos, enervados los cuerpos por la acción del calor en la montaña, aquejados de diversas enfermedades, los mal parados expedicionarios principiaron a subir la cordillera, a tiempo en que estaba nevando en las alturas. La niebla densa que se difunde por todas partes en aquellas ocasiones no les daba comodidad para seguir adelante su camino; el viento penetrante y helado que soplaba de los cerros y páramos, ponía yertos y entorpecidos los miembros, y los menudos copos de nieve que llovían sobre ellos, y de los cuales no tenían donde guarecerse, iban encanijando   -418-   a muchos, principalmente a los negros y a los indios de Guatemala necesitados de mayor abrigo. Los castellanos, más robustos y mejor vestidos, resistían con fortaleza al frío y al hambre; pero los indios, apenas mal cubiertos, sin abrigo, cansados, se sentaban arrimándose contra las peñas y se quedaban muertos allí, sin ánimo para valerse a sí mismos. Ya en la cima de la cordillera, cuando arreciaba el viento y el suelo estaba todo cubierto de nieve, la angustia de los expedicionarios llegó al último extremo. Algunos indios morían dando gritos a sus amos y llamándolos en su auxilio; los bastimentos se habían acabado, las poblaciones de los indios no se sabía dónde estaban y a cualquiera parte donde volviesen los ojos, no veían sino páramos yermos y agrestes y el silencio de la naturaleza que reinaba en ellos daba grima al corazón. Tendían sus toldos de campaña y bajo de ellos, al amor de la mezquina lumbre, acurrucados pasaban la noche en mustio silencio temiendo que llegara el nuevo día por no verse obligados a contemplar el triste espectáculo de los cadáveres de los indios que amanecían yertos en los puntos donde se habían sentado a descansar en la jornada del día anterior. El desaliento, el despecho se habían apoderado de los más resueltos y animosos; pues los tímidos y cobardes ya no querían dar un paso más adelante. Para halagarles, Alvarado hizo pregonar que todos tomaran de las cargas cuanto oro quisieran, con tal que reservasen el quinto para el Rey; pero nadie se consoló con esto; antes un caballero a quien su criada le presentó unas joyas de oro, las desechó diciéndole con desagrado: ¡quita allá, que el verdadero oro es comer...! Otro murió yerto y entumecido de frío, sin poder andar por la carga de oro y esmeraldas que llevaba en su caballo, ya cansado; caballo y caballero murieron, en tanto que otros botaban todas sus cosas para salvar la vida, caminando, expeditos, más a prisa. Un español apellidado Huelmo pereció víctima del amor a su esposa y a dos hijas doncellas que traía; como las oyese dar gritos, acudió a favorecerlas, y quiso antes perder la vida al lado de ellas que salvarla desamparándolas. Murieron quince castellanos, seis mujeres,   -419-   varios negros y muchos indios en el paso de la cordillera que los españoles llamaron los puertos nevados.

Los indios tuvieron aviso oportuno de la llegada de estos nuevos conquistadores, les salieron al camino armados y lograron matar un español y quebrar el ojo a otro. Desmedrados y con aspecto de difuntos llegaron al pueblo de Pasa y de allí pasaron al de Quisapincha, que están sobre Ambato en la cordillera occidental y a no mucha distancia de la ciudad. Pasó revista a su tropa el Adelantado y halló que desde la costa hasta el último puesto habían muerto ochenta y cinco castellanos y muchos caballos. Procurando ante todo descansar y reparar también a los enfermos, gastaron varios días, pues algunos soldados habían quedado ciegos después del paso de la cordillera, enfermedad o lesión que ordinariamente causa la refracción de la luz del sol en la nieve.




III

Mas mientras que Alvarado descansa y convalece con su gente de los quebrantos del viaje, veamos las medidas que tomaron Pizarro y Almagro para defender su conquista.

Con la llegada de Gabriel Rojas se confirmaron las noticias que corrían en el Perú acerca de la expedición que preparaba el Gobernador de Guatemala, Pedro de Alvarado; ya no era posible dudar de ella, porque se hallaba ya el adelantado navegando con rumbo hacia el Sur y pronto debía tocar en las costas del Perú. Pizarro conoció al momento el peligro que le amenazaba; bajó precipitadamente del Cuzco a los llanos para vigilar los movimientos de Alvarado, y mandó a Almagro, su compañero, que sin pérdida de tiempo pasara a tomar posesión de las provincias de Quito en cuya conquista se hallaba ocupado el capitán Benalcázar. Los años y   -420-   fatigas no habían quebrantado todavía al diligente y sagaz Almagro; así que recibió la orden de partir a Quito, que le fue comunicada a nombre de Pizarro, se puso en camino para San Miguel de Piura desde Jauja, donde acababa de llegar persiguiendo al general indio Quizquiz. Pocos días antes había sido éste derrotado cerca del Cuzco y a marchas dobladas bajaba al valle de Jauja, donde sabía que estaban muy pocos españoles, con Riquelme encargado de guardar los tesoros que todavía no se habían distribuido. Los de Jauja se defendieron con valor heroico y Quizquiz se retiró viniendo hacia Huancabamba, la más meridional de las provincias de Quito, y allí resolvió aguardar el éxito de la contienda, que barruntaba iba a empeñarse dentro de poco entre los mismos conquistadores.

Hernando de Soto y Gonzalo Pizarro que perseguían a Quizquiz se volvieron a Jauja tan luego como supieron la retirada del general indio a Huancabamba, pues a los conquistadores del Perú les traía muy inquietos la noticia de la expedición de Alvarado a quien a cada instante aguardaban ver desembarcar. Las ilusiones de riqueza y de prosperidad que tanto les habían halagado, parecía que pronto iban a disiparse con la llegada de hombres enteramente nuevos que venían a disputarles la presa en el momento mismo en que estaban a punto de repartirse sus despojos.

Almagro reunió en San Miguel alguna gente y se vino para acá apresuradamente porque supo que Alvarado había desembarcado ya en Portoviejo y que tomaba el camino de Quito. Llegó a Riobamba y tuvo que combatir con los indios que le oponían resistencia, pero triunfó de ellos fácilmente. Viose con Benalcázar, que a la llamada del Mariscal acudía desde Quito a defender su conquista; al principio Almagro reconvino a Benalcázar, porque se había apresurado a venir a la conquista de las provincias de Quito como por su cuenta sin expresa orden y autorización para ello del gobernador Francisco Pizarro. La intempestiva reconvención de Almagro alteró el ánimo de Benalcázar y le hizo dar al   -421-   Mariscal, su antiguo compadre, una respuesta algo destemplada que el segundo supo disimular con grande tino; pues, teniendo al frente un enemigo común, no era tiempo de ponerse a disputar sobre celos de autoridad. Así la prudencia en disimular, reparó cuanto había dañado la destemplanza en el contestar.

Tal era la situación o estado de las cosas por parte de los conquistadores, cuando Alvarado llegó a la altiplanicie de Ambato. Después de haber descansado algunos días, los expedicionarios bajaron de Quisapincha y cuando menos pensaban, encontraron en el gran camino de los Incas, entre Ambato y Molleambato, huellas de caballos, lo cual no dejó de sorprenderles grandemente y de afligirles, porque aquello era señal evidente de que otros españoles antes que ellos habían tomado ya posesión de la tierra cuya conquista habían emprendido con tan grandes trabajos. Y, en efecto, era así, pues esas huellas eran las de los caballos en que hacía poco había pasado Benalcázar de vuelta de Quito a Riobamba, donde iba a juntarse con Almagro, que allí lo estaba aguardando.

Desabrido quedó el adelantado don Pedro de Alvarado con las señales y rastro de gente castellana que se había encontrado y para tomar lengua, mandó a su hermano Diego deseando ser informado de la verdad del caso. Por su parte tampoco Almagro andaba descuidado, antes, conociendo el buen ánimo de su gente, salió en demanda de Alvarado con ciento ochenta soldados, unos de a caballo y otros infantes. Los indios de toda la comarca estaban en armas, y así tan luego como Almagro levantó su campo de Riobamba le persiguieron, cayeron sobre la retaguardia y lograron matar tres españoles, con lo cual muy alegres andaban llenos de orgullo. Fue, pues, necesario combatir con ellos y tomar venganza de la muerte de los tres castellanos. Un río torrentoso separaba a la gente de Almagro de los indios que, apiñados en la orilla opuesta, hacían con grito y alboroto alarde de valor. Mandó el Mariscal pasar algunos soldados para acometerlos, pero la corriente era tal que muchos indios   -422-   Cañaris que intentaron vadearle se ahogaron y los mismos caballos retrocedían de la orilla y se encabritaban rehusando pasar. Al fin, se logró hacer pasar unos quince, los cuales bastaron para poner en fuga a los indios. Algunos prisioneros que se tomaron dieron noticia de los extranjeros que habían asomado, descendiendo de la cordillera, los cuales no dudó Almagro que fuesen Alvarado y sus compañeros, y era así, en efecto. Alegráronse mucho Benalcázar y el Mariscal con esta nueva, pareciéndoles que abreviaban tiempo y ahorraban trabajo pues, venciendo o vencidos acabarían pronto aquella jornada. Después de reflexionar maduramente y tomar consejo, resolvieron mandar a Lope de Idiáquez con cinco de los que tenían mejores caballos a que reconociesen el campo y se informasen del lugar en que se encontraba Alvarado, de la gente que traía y de todo lo demás que creyesen conveniente descubrir. Esta partida de exploradores que venían del lado de Riobamba no tardó en topar con la que en dirección opuesta, aunque con idéntico objeto, había mandado el adelantado de Guatemala. Como Diego de Alvarado llevaba gran número de gente y bien armada, fácilmente rodeó a López de Idiáquez y sus cinco compañeros y les obligó a rendirse; ellos, conformándose con el tiempo, dieron lugar a la fuerza. Diego de Alvarado los trató con mucha cortesía, y dando la vuelta a Ambato, vino a reunirse con su hermano a quien halló en Pansaleo. También el Adelantado por su parte hizo a Idiáquez y sus compañeros muy buen acogimiento, y como era naturalmente cortés y comedido, les dijo que no venía para causar escándalos sino para descubrir tierras nuevas en servicio del Rey, a lo cual todos, añadió, estamos obligados.

Por medio de unos indios supo luego el mariscal Almagro la prisión de los suyos, de lo cual mostró gran sentimiento, haciendo ver cuánto los estimaba. El adelantado don Pedro de Alvarado no tiene provisión ninguna del Rey para entrar en estas tierras, decía Almagro, por tanto, le he de hacer la guerra hasta la muerte, por ser justa, aunque no sea más que para impedir que   -423-   un nuevo ejército quite el premio que el mío aguarda por sus servicios. Y con estas y otras expresiones se ganaba la buena gracia de los soldados. Entre tanto, el Adelantado mostrándose generoso daba libertad a Lope de Idiáquez, mandándole que volviese a su cuerpo con una carta para el Mariscal en la que, con términos muy discretos, protestaba Alvarado que su intención era conquistar las tierras que cayesen fuera de la gobernación asignada a don Francisco Pizarro, y concluía diciendo que se acercaba a Riobamba donde tratarían de lo que a todos fuese de satisfacción.

Leída la carta de Alvarado y conocida su intención, el Mariscal deliberó con los suyos sobre el partido que debería tomar, y resolvió fundar luego una ciudad en Riobamba con todos los requisitos necesarios para poder alegar la primera posesión; y, en efecto, la fundó el 17 de agosto de mil quinientos treinta y cuatro, dándole el nombre de ciudad de Santiago de Quito. Celebró el acta de la fundación de la ciudad ante el escribano Gonzalo Díaz y nombró por alcaldes a Diego de Tapia y Gonzalo Farfán.

Despachó luego al presbítero Bartolomé de Segovia, a Ruiz Díaz y a Diego de Agüero para que fueran en comisión a dar la enhorabuena de su llegada al Adelantado, y significarle el sentimiento que tenía de los grandes trabajos padecidos por su gente en los puertos nevados. Debían decirle además a nombre de Almagro que siendo el Adelantado un tan leal caballero no podía menos de creer el Mariscal cuanto en la carta le decía; y que así le hacía saber oportunamente que don Francisco Pizarro era Gobernador de todos aquellos reinos y que el mismo Almagro aguardaba por momentos sus despachos para gobernar las tierras que caían al Este, fuera del distrito señalado a su compañero.

Los mensajeros encontraron al Adelantado en el camino con dirección a Riobamba; y mientras Alvarado se daba tiempo para deliberar la contestación más conveniente en aquellas circunstancias, ellos, con sagacidad y astucia, ponderaban entre los soldados de aquél las grandes   -424-   riquezas de la tierra conquistada y los magníficos repartimientos que a cada uno les había de caber, deplorando que este funesto acontecimiento hubiese venido a dilatar el día en que principiarían a gozar de tanta holganza y comodidad. Con estas pláticas encendían el ánimo de los recién llegados en deseos de entrar a la parte en tantas riquezas con los del Mariscal.

Alvarado respondió que cuando estuviese cerca de Riobamba daría contestación con propios mensajeros; y así que llegó a Mocha envió a Martín Estete para pedir a Almagro que le proveyese de intérpretes y le asegurase el camino, porque quería hacer descubrimientos y pacificar las tierras que estuviesen fuera de la gobernación de don Francisco Pizarro. El Mariscal procuraba dar tiempo al tiempo, y así contestó que no permitiría pasar a descubrir con tan grande ejército por tierras ya pacificadas, pues habría falta de bastimento para tanta gente. Entre tanto, cada capitán andaba solícito en ganar ocultamente los ánimos de la gente de tropa de su rival; Alvarado a los de Almagro y éste a los de aquél; y tan buena maña se dieron uno y otro en procurar este negocio, que una noche se huyó el indio Felipillo que servía de intérprete a Almagro y amaneció en el campo de Alvarado, a quien dio menuda cuenta de todo cuanto le convenía saber. Pero también Antonio Picado, que venía sirviendo como Secretario de Alvarado, le abandonó pasándose secretamente al campo de Almagro, a quien, a su vez, instruyó de cuanto había dicho a Alvarado el indio Felipillo. El número de soldados que tenía Almagro, las armas de que estaban provistos, las medidas que se habían tomado para la defensa en caso de ser atacados, todo lo sabía Alvarado por el indio Felipe; el cual le ofrecía, además, hacer incendiar el campo a la redonda, para obligar a huir a los de Almagro. Astucia infame que Alvarado no quería dejar poner por obra.

Grande divergencia de opiniones había en el consejo del Mariscal acerca del partido que convenía tomar en las presentes circunstancias. Unos decían que convenía retirarse a San Miguel de Piura para rehacerse allá con   -425-   más gente y poder recobrar por la fuerza lo conquistado; otros aconsejaban discretas medidas de paz, y no faltaban también algunos, aunque pocos, que juzgaban oportuno resistir esforzadamente al Adelantado. Con notable firmeza y resolución, el Mariscal adoptó este último partido, aunque tenía un número muy escaso de gente en comparación de la que traía Alvarado; pero contaba con el valor y la decisión, y así tomó todas las medidas necesarias para no hallarse desprevenido en caso de ser atacado.

La fuga de su Secretario indispuso el ánimo de Alvarado y le hizo formar la resolución de atacar el campo del Mariscal. Con el estandarte real desplegado y en son de guerra, con cuatrocientos hombres bien armados, marchó hacia Riobamba. El Mariscal dispuso que Cristóbal de Ayala, Regidor de la recién fundada ciudad, y el escribano saliesen al encuentro del Adelantado y le requiriesen de parte de Dios y del Rey que no cometiera escándalos en la tierra, y que saliese de ella, volviéndose a su gobernación de Guatemala; y que, en caso de no hacerlo así, le protestaban de todos los males, daños y muerte de naturales que causara. El Adelantado, sin darse por notificado de la protesta, contestó que le entregasen a Antonio Picado porque era su criado; a lo cual le hizo responder Almagro que Antonio Picado era libre y que así podía irse o quedarse sin que nadie pudiese hacerle fuerza. Vista la resolución de Almagro y conociendo por ella que en los del campamento opuesto no había señal alguna de flaqueza, el Adelantado entró en mejor acuerdo e hizo proposiciones de paz, mandando al licenciado Caldera y a Luis Moscoso que pasaran a Riobamba a conferenciar con el Mariscal. Como éste se mantuviese terco en su primera resolución de exigir que el Adelantado retrocediera a lo menos una legua, para tratar de cualquiera avenimiento, respondió Alvarado que él era Adelantado por el Rey, de quien tenía provisiones para descubrir y pacificar en las tierras del Mar del Sur que no estuviesen asignadas a otro; pero que, como Almagro tenía hecha ya fundación de ciudad, no quería sino proveerse en ella de lo necesario por sus   -426-   propios dineros. Tanta fue la firmeza del Mariscal que, a duras penas, consiguieron los comisionados de Alvarado que se les permitiera alejarse con su gente y caudillo, en unos edificios viejos que estaban abandonados, a poca distancia de Riobamba.

Difícil era la situación del Gobernador de Guatemala: punzábale el ánimo haber traído consigo a la malaventurada empresa contra las terminantes disposiciones de la corona tanto número de indios, la mayor parte de los cuales se habían muerto en el paso de la cordillera; se inquietaba por haberse manifestado reacio a las órdenes de la Real Audiencia de México y a los reclamos del Obispo de Guatemala, que le habían procurado impedir que viniera a entrar en las tierras de la gobernación de don Francisco Pizarro; barruntaba la mala voluntad que tenía su gente de pelear con sus propios hermanos; veía los efectos funestos de la guerra civil y alcanzaba a comprender su responsabilidad; con todo, se mantenía dudoso e incierto. Retroceder era imposible; pelear no era prudente; un avenimiento de paz era, pues, el único atajo que le quedaba para salir de aquel aprieto. Y para esto el licenciado Caldera trabajaba, con mucha discreción, en disponer los ánimos de los dos caudillos a un avenimiento honroso para entrambos, en lo cual le ayudaban grandemente algunos religiosos que estaban como mediadores de paz entre los dos campamentos. Y no fueron pequeña parte para impedir que viniesen a las manos los dos ejércitos las promesas y halagos que con sagacidad se hacían a los de Alvarado por los de Almagro a nombre de su caudillo. Dispuestos los ánimos a la paz, no fue difícil persuadir a los dos capitanes que tuviesen una conferencia en la cual arreglarían lo que fuese más conveniente para el servicio del Rey y bien de la tierra; el ánimo naturalmente pundonoroso de los castellanos hasta para satisfacer su codicia, buscaba motivos nobles con que cohonestarla.

Al día siguiente pasó el adelantado don Pedro de Alvarado a Riobamba, acompañado de algunos caballeros ocultamente armados, pues parece que no dejaban de   -427-   temer alguna celada por parte de los de Almagro; mas fueron recibidos por éste con grande cortesía y muchas pruebas de lealtad. Alvarado, de gallarda y noble presencia, rostro hermoso y varonil, cuya tez roja y rubios cabellos le habían granjeado entre los mexicanos el nombre de hijo del sol, contrastado con la figura desmejorada de Almagro, enjuto de carnes, pequeño de cuerpo, de modales sencillos y a quien la falta de un ojo traía de continuo medio avergonzado entre sus mismos compañeros; el Adelantado hablaba mucho y con grande facundia, el Mariscal era parco en el hablar y usaba de palabras y términos precisos; el uno era violento en sus resoluciones, el otro meditaba despacio sus proyectos; aquél gustaba de imponer su voluntad a sus amigos, éste procuraba hacer placer hasta a sus propios soldados; leales a su Rey y valientes ambos, no era pues difícil prever cuál de ellos había de triunfar. Notorio es, dijo don Pedro de Alvarado, tomando la palabra él primero, notorio es en todas las tierras e islas del mar Océano, por donde surcan quillas españolas, cuántos servicios tengo yo hechos al Rey, por lo que Su Majestad ha tenido a bien honrarme haciéndome merced de la gobernación del gran Reino de Guatemala. Mas, como no estaba bien que quien como yo se había criado en el ejercicio y profesión de las armas sirviendo a su Rey, se estuviese mano sobre mano gozando tranquilamente en la holganza de la paz, sobrado de bríos y ganoso de honra, por eso, con permiso de Su Majestad, he salido a emprender nuevas conquistas. Dirigí mi rumbo hacia las islas del Poniente y he venido a dar en tierras asignadas a la gobernación del señor don Francisco Pizarro, lo cual me ha acaecido contra mi voluntad, porque nunca tuve propósito de entrar en tierras ocupadas ya por castellanos. Oyendo estuvo Almagro la plática del Adelantado y, así que éste calló, con discretas y bien concertadas razones le respondió que de un tan leal y noble caballero no podía menos de creer que tuviese tan hidalgo procedimiento; y así concertaron la paz entre ellos. Benalcázar se presentó luego en la sala donde estaban los dos capitanes y, acompañado de Vasco de Guevara, Diego de Agüero y   -428-   otros, besó las manos al Adelantado; y los principales caballeros que acompañaban a éste hicieron el mismo homenaje a Almagro. Presentose después el secretario Picado y fue recibido en la buena gracia de Alvarado; también el intérprete Felipillo fue devuelto al Mariscal, quien lo recibió sin hacerle reconvención ninguna.

Restituyose el Adelantado a su alojamiento, y pasaron algunos días en conferenciar entre los del Mariscal y los de Alvarado sobre el mejor medio de llevar a feliz término el principiado avenimiento de los dos capitanes. Negociaba con gran sagacidad por parte del Adelantado el licenciado Caldera, hombre de claro ingenio, corazón bien puesto y amigo de la paz. Aconsejaban también medidas atinadas y decorosas hombres no menos discretos que Caldera, como Luis Moscoso y otros, los cuales miraban mejor por los verdaderos intereses de su jefe, que los jóvenes mal aconsejados en cuyos pechos difícilmente tiene entrada la prudencia. Pactose al fin por ambas partes el siguiente avenimiento que se puso en escritura pública para mayor solemnidad bajo la fe de juramento. El Adelantado de Guatemala se comprometió a volverse a su gobernación, acompañado de los capitanes de su tropa que voluntariamente le quisiesen seguir; y el Mariscal se obligó a darle ciento veinte mil pesos de oro por la armada y los otros bastimentos que debían quedar en beneficio de los conquistadores del Perú. Hechos estos arreglos restaba solamente persuadir lo oportuno de ellos a los capitanes de la gente de Alvarado para quienes era recia cosa quedarse en esta tierra, sirviendo como subalternos después de haber tenido grados elevados en el ejército que mandaba el Adelantado. Con blandas palabras procuraba Alvarado inclinar el ánimo de sus soldados a aceptar gustosos las condiciones pactadas por el Mariscal. Nada habéis perdido, les decía, venimos en busca de tierra rica y la hemos encontrado; seguir adelante en busca de otra mejor, sería más que aventurada temeraria empresa. Lo único que perdéis, añadía, es mi persona; pero esa pérdida os es ventajosa, porque perdiéndome a mí quedáis medrados, poniéndoos   -429-   bajo la obediencia del Mariscal. Unos admitían contentos el cambio, otros se manifestaban desagradados; pero, al fin, les fue necesario convenirse, porque ya no era posible volver atrás de lo que una vez se había resuelto. Con buenas maneras y largas promesas procuraba también por su parte el sagaz Almagro ir trayendo a su devoción a los que se manifestaban descontentos179.




IV

Puestos así en buen orden los negocios de la nueva conquista y conjurada a tiempo la guerra civil que amenazaba estallar entre los mismos castellanos, Almagro y Alvarado se pusieron en camino para el valle de Pachacámac, donde a la sazón se encontraba Pizarro. Habían llegado al punto en que andando el tiempo se fundó la ciudad de Cuenca, cuando tuvieron aviso de que Quizquiz,   -430-   Capitán de Atahuallpa, venía con un grueso ejército resuelto a presentarles batalla, a fin de acabar con ellos. Era Quizquiz uno de los más celebres guerreros de los indios. Formado en los ejércitos de Huayna-Cápac bajo la ruda disciplina militar de los Incas, juntaba a la paciente laboriosidad del soldado peruano la arrogancia y firmeza del quiteño. Súbdito de Atahuallpa, lo amaba con aquel amor o especie de culto religioso con que los Incas solían amar a sus soberanos, y Quizquiz reconocía además en el hijo predilecto de Huayna-Cápac al descendiente de los antiguos príncipes de su raza y monarcas de su nación. Había peleado al lado de su soberano, y de batalla en batalla, victorioso de sus enemigos, había llegado al Cuzco, capital del imperio, y rendídola a la obediencia de Atahuallpa, al mismo tiempo en que los españoles llegaban a Cajamarca. La muerte del Inca, la ocupación del Cuzco por los extranjeros y últimamente las noticias que le llegaron de lo que estaba pasando en Quito, le movieron a ponerse en camino con su ejército, desde Huancabamba donde se hallaba apostado, resuelto a combatir con los extranjeros, para restablecer en el trono de los Syris a Huayna-Palcon, hermano de Atahuallpa que también venía en su compañía. Éste parece el propósito más probable que estimuló a Quizquiz a venir a Quito, aunque otros historiadores dicen que el General quiteño nunca pensó en la exaltación al trono de Huayna-Palcon, joven indio de mucho valor y denuedo pero de poco ingenio.

Quizquiz había dividido su ejército en tres cuerpos, para facilitar la marcha. La vanguardia venía al mando de Zota-Urcu; la retaguardia, a tres leguas de distancia, seguía al grueso del ejército comandado por Quizquiz en persona, de manera que el General indio venía al medio de su gente, atento a dar órdenes a los que iban delante y vigilando sobre la marcha de los que venían detrás, guardándole las espaldas. El ejército, así dividido en tres cuerpos, ocupaba un espacio como de quince leguas. Quizquiz traía consigo muchas cargas de oro, vitualla y grande número de gente de servicio.

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La vanguardia se encontró con don Pedro de Alvarado, quien se dio tan buena maña en la refriega que con poco trabajo logró desalojar a los indios de la ventajosa situación en que se habían colocado y tomar prisionero al mismo Zota-Urcu, de cuya boca supo todo el plan de campaña y el orden con que marchaba Quizquiz. Conociendo, pues, que debía caminar mucho para cogerlo de sorpresa y dar sobre él, redobló las jornadas; a la bajada de un río le fue indispensable detenerse para herrar los caballos, que con los pedregales del camino se habían desherrado, y cogiéndoles la noche en esta operación se vieron obligados a terminarla con lumbre. Continuaron el camino a gran prisa y al otro día por la mañana descubrieron el real de Quizquiz. Mas el General indio no quiso hacerles frente y dividiendo su ejército en dos alas mandó la una con Huayna-Palcon, quien se dirigió hacia lo más áspero de la sierra, mientras que Quizquiz con la otra tomaba una dirección opuesta. Diego de Almagro se encontró con la gente que mandaba Huayna-Palcon y la cercó, acometiéndola por el frente y por la espalda; mas los indios se defendieron tenazmente, arrojando sobre los españoles grandes piedras que hacían rodar desde lo alto de unos riscos donde se habían hecho fuertes. De noche, los indios alzaron su campo y siguieron a reunirse con Quizquiz. Diego de Almagro y Alvarado continuaron su camino y no les causó poca sorpresa encontrar los cadáveres de catorce españoles, a quienes habían descabezado los indios tomándolos de sorpresa, pues aquéllos para seguir adelante habían echado a andar por un atajo. No tardaron los dos capitanes en descubrir la retaguardia de Quizquiz acampada a la orilla de un río; todo el día pelearon los españoles, pero no les fue posible pasar el río porque los indios combatían del otro lado sin cesar. Cuando éstos pasaron a la banda opuesta, para fortalecerse en un peñol, entonces los españoles pudieron seguir su marcha, dejando atrás a los indios. Sin embargo, la resistencia de los indios no había dejado de ser funesta para los españoles, pues algunos fueron heridos gravemente, como Alonso de Alvarado y un Comendador de San Juan cuyo nombre no refieren los   -432-   historiadores. Almagro no creyó conveniente atacar a los indios en el peñol en que se habían fortificado y continuó su viaje hacia San Miguel de Piura, donde descansaron pocos días para seguir después a Pachacámac a verse con Pizarro. Allí pagó éste a Alvarado los ciento veinte mil pesos que habían pactado en Riobamba con Almagro, y entre manifestaciones de cortesanía y lealtad pusieron término los tres capitanes a un negocio que amenazaba empapar en sangre española la ya maltratada tierra ecuatoriana180.

Alvarado volvió a su gobernación en Guatemala y en su compañía partieron también muchos capitanes que no quisieron quedarse en el Perú, y varios otros españoles de aquellos que habiendo allegado en la colonia grandes tesoros, regresaban a disfrutar de ellos en la tierra patria; pero la mayor parte de los soldados se quedó en el Perú, y algunos en el Reino de Quito al servicio de Benalcázar, y tanto éstos como aquéllos desempeñaron un papel muy importante en los acontecimientos posteriores. Entre los que vinieron con Alvarado y se quedaron en el Perú se cuentan Garcilaso de la Vega, padre del historiador, y Rada, jefe de los conjurados que asesinaron a Pizarro; de los que se quedaron con Benalcázar el más famoso fue Juan de Ampudia, que tan funesto renombre alcanzó después por sus crueldades en la conquista de Quito y descubrimiento del valle del Cauca en Colombia.

Los españoles que se quedaron en el Perú al servicio de Almagro y de Pizarro después de haber venido en la expedición de Alvarado, eran entre los compañeros de armas motejados con el nombre de vendidos, aludiendo al convenio que hizo su jefe181.

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Apenas podrá encontrarse en la historia una expedición que haya prometido más en sus principios y que haya tenido un éxito tan infructuoso como la del Adelantado de Guatemala, pues al vanidoso caudillo no le quedó más gloria, si gloria puede llamarse, que la del mercader a quien una circunstancia inesperada le ofrece la ocasión de hacer una pingüe granjería.

Alvarado acabó poco después su vida de una manera desgraciada, estropeado por un caballo, a tiempo que se hallaba ocupado en cierta expedición militar, por encargo del Virrey de México, contra los indios de Nueva Galicia.





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ArribaAbajoCapítulo séptimo.- Expedición de Gonzalo Pizarro a las regiones del Oriente
Discordias entre los conquistadores. Muerte de Almagro. Gonzalo Pizarro es nombrado Gobernador de Quito. La provincia de Canelos. Viaje penoso de Gonzalo Pizarro y sus compañeros. Francisco de Orellana. Descubrimiento del Amazonas. Muerte del conquistador Francisco Pizarro. Muerte del padre Valverde. El nuevo Gobernador del Perú. Vaca de Castro llega a Quito. Capitulaciones de Orellana con el Emperador. Vuelta de Gonzalo Pizarro a Quito.



I

Apenas había partido Alvarado para Guatemala cuando estallaron en el Perú sangrientas discordias entre   -436-   los conquistadores y sublevaciones espantosas de los hasta entonces pacíficos indígenas. Almagro y Pizarro tuvieron graves desavenencias, porque prendió en sus pechos la llama de la discordia que al fin acabó con ambos. Hernando Pizarro volvía a España después de haber negociado en la Corte nuevos títulos de nobleza, preeminencias y rentas para su hermano Francisco; al mismo tiempo que le llegaba también a Almagro una gobernación por separado distinta de la que Pizarro tenía en el Perú.

A Francisco Pizarro se le honraba con el título de Marqués de los Atavillos y a Diego de Almagro le hacía merced el Emperador de una gobernación aparte, a la cual se le daba el nombre de la Nueva Toledo, para distinguirla de la de Pizarro, llamada la Nueva Castilla. Como la gobernación de Almagro, según las disposiciones del Rey, debía comenzar allí donde terminasen las leguas de la tierra señalada a Pizarro, suscitose entre los dos gobernadores una disputa reñida y tenaz sobre la posesión de la ciudad del Cuzco, pues los unos sostenían que la ciudad estaba incluida en la gobernación de Pizarro, y los otros pretendían que se hallaba dentro de los límites asignados a la gobernación concedida recientemente a Almagro. Parecía que las cosas marchaban a feliz término cuando el Mariscal, siempre amigo de la paz y la concordia, tomó el camino de Chile, resuelto a emprender la conquista de aquellas provincias; mas pronto se vieron los resultados funestos de su mal aconsejada conducta.

Apenas se había alejado Almagro algunas jornadas del Cuzco, cuando hubo un general levantamiento de los indios que, acaudillados por el mismo Inca Manco coronado por Pizarro, pusieron cerco a la ciudades del Cuzco y de Lima y las estrecharon tanto que los españoles se vieron en ambas partes casi a punto de perecer.

Mas, aún no habían acabado los hermanos de Pizarro de liberarse de los indios, haciendo heroicas hazañas de valor y constancia, cuando se presentó a las puertas del Cuzco Almagro con su tropa, intimándoles que desocuparan   -437-   la ciudad que ellos acababan de defender. A su vuelta de Chile, encontrando perturbada la tierra del Perú, acaso creyó el Mariscal llegada la ocasión de apoderarse del Cuzco, haciendo alianza con el Inca; pero entonces los ánimos estaban muy poco dispuestos a arreglos y avenimientos pacíficos, y así las armas empleadas antes en domeñar a los indios hubieron de tornarse contra los mismos conquistadores en guerras fratricidas. Almagro hizo la guerra a los Pizarros y se apoderó a viva fuerza del Cuzco; pero muy pronto se conoció cuán funesta le había sido su victoria y, más que su victoria, su clemencia.

Si hubiera prestado oídos a sus consejeros que le estimulaban a dar muerte a los dos Pizarros, Hernando y Gonzalo, a quienes tenía presos, aunque cometiendo indudablemente un crimen habría arrancado de raíz toda causa de futuras discordias; pero Almagro, concediéndoles la vida, generoso, pensó que aseguraba mejor la posesión de la disputada ciudad; no obstante Hernando y Gonzalo así que se vieron en libertad ya no procuraron otra cosa sino satisfacer la venganza que contra Almagro ardía en sus irritados pechos. Una segunda vez las armas españolas volvieron a mancharse con sangre castellana, y la fortuna fue entonces adversa al Mariscal; el desventurado Almagro, anciano ya y achacoso, acabó sus días en un cadalso, condenado a muerte por los mismos que pocos días antes le debieran la vida; y su patíbulo se levantó en esa misma ciudad del Cuzco, donde había pensado establecer la capital de su gobierno. Almagro moría a manos de aquellos mismos a quienes meses antes no más teniéndolos prisioneros les había perdonado la vida. Venganzas bastardas y ruines fueron la causa de la muerte del desgraciado Almagro, sacrificado por los hermanos de Pizarro a los reclamos de su sanguinaria codicia; pero considerada esta misma muerte desde un más elevado punto de vista, no podemos menos de reconocer que fue el fallo inexorable aunque tardío de la Providencia contra el instigador de la muerte del desventurado Atahuallpa. Los intereses de una política infame   -438-   obraron en el ánimo del caballeroso Almagro para estimularle a aconsejar a sus compañeros la muerte del Inca; y los intereses de una ambición criminal fueron parte para que Gonzalo y Hernando Pizarro sacrificaran sin piedad al viejo amigo y al leal compañero de su hermano; débil y acobardado al aspecto de la muerte imploraba en vano Almagro la compasión de sus vengativos enemigos; como, años antes, el triste Atahuallpa había rogado, también en vano, a sus verdugos que le otorgasen la vida. En el silencio de un calabozo se dio garrote, como a un oscuro malhechor, al valiente soldado que había gastado sus fuerzas y sus mejores años de vida en conquistar un imperio, del cual el justo cielo no había de permitirle gozar. Santa y adorable Providencia que de las pasiones de los hombres se vale para castigar aun aquí en la tierra, los crímenes de los hombres; así la historia pone de manifiesto cómo gobierna Dios las cosas humanas.

Los últimos años de la vida de Almagro no correspondieron a las esperanzas con que principió a manifestársele risueña la fortuna, pues la prosperidad despertó en el desconocido expósito de un oscuro pueblo de Castilla pasiones viles, que una escasa medianía había tenido hasta entonces, como adormecidas; y esas pasiones, a las que no cuidó de poner freno, le precipitaron a su ruina. Almagro dejó solamente un hijo, el cual fue heredero de su nombre y de su desgracia.

Una vez libre de competidores en el mando ya Francisco Pizarro no pensó más que en hacer repartimientos de la inmensa tierra que la fortuna había puesto en sus manos; verificó fundaciones de nuevas ciudades, distribuyó riquezas entre los colonos y se ocupó con afán de organizar el imperio que había conquistado y del cual se veía único señor y dueño absoluto; su voluntad, su querer, era la única ley con que se gobernaba la colonia en la dilatada extensión de casi mil leguas de territorio.

El Marqués Gobernador había traído consigo desde Extremadura, su patria, cuatro hermanos suyos para   -439-   que tomasen parte en la conquista del Perú. De éstos, Juan, generalmente querido por su carácter suave e índole mansa, había muerto en el sitio del Cuzco; Hernando, el único legítimo entre ellos y el más legitimado en soberbia, según la observación del viejo cronista Oviedo, había partido para España, llevando a Carlos V un cuantioso donativo para las dispendiosas guerras que aquel monarca sostenía entonces en Europa; Martín, hermano sólo de madre no había tomado parte muy activa en las empresas de los conquistadores peleando solamente como un honrado Capitán; restaba sólo Gonzalo, el último de ellos y a quien por ser el menor de edad el Gobernador amaba con amor de padre. En el repartimiento general de las tierras del Perú, Gonzalo había recibido de su hermano pingües encomiendas de indios en las comarcas australes de la remota Charcas.

La fama publicaba entonces que al Oriente de Quito había extensos territorios, ricos de oro y donde abundaba el árbol preciado de la aromática canela; esos territorios todavía no habían sido bien explorados; y así el que llegara a conquistarlos adquiriría no pequeña honra y sobre todo muchas riquezas. Pizarro pensaba en su hermano Gonzalo y ninguna ocasión le pareció tan propicia como ésta para engrandecerlo y hacerlo feliz. Le llamó, pues, mandándole que viniese al Cuzco desde Charcas, donde Gonzalo estaba ocupado en arreglar sus repartimientos, y el 30 de noviembre de 1539, hallándose ya Gonzalo en el Cuzco, le confirió la gobernación de todo el Reino de Quito, de los territorios de Pasto y Popayán y de todo cuanto más se descubriese al Oriente de la cordillera en estas regiones. Menos próspera fortuna habría bastado para exaltar la fantasía de Gonzalo; así se preparó para venir a su gobernación haciendo grandes gastos y atrayendo a su devoción muchos españoles nobles, que resolvieron seguirle, halagados por sus pomposos ofrecimientos, y acompañado de ellos salió del Cuzco a principios de marzo de 1540, tomando el camino hacia Quito. Mas, mientras Pizarro llega a esta ciudad, veamos los que en ella había sucedido.



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II

Las expediciones de Benalcázar a la provincia de Popayán y con este motivo sus dilatadas ausencias de Quito habían sido muy perjudiciales a la naciente colonia, por lo cual el Ayuntamiento de Quito le requirió para que no dejase abandonada la ciudad y sobre todo para que se abstuviese de llevar indios a la fuerza, lo que había principiado a causar en esta tierra alborotos y perturbaciones. Sin embargo, Benalcázar no dio oídos a los justos reclamos del Cabildo de Quito y, cuando salió de esta ciudad para su última expedición a las provincias del Norte, se fue llevando más de cinco mil indios de servicio y recogió para su jornada cuantos caballos pudo haber a las manos, dejando la ciudad desguarnecida de armas y de gentes. Apenas se habían reparado algún tanto estas pérdidas, cuando dos años después llegó a Quito Gonzalo Pizarro y se hizo reconocer por Gobernador de todas estas provincias.

Gonzalo Pizarro había pasado del Cuzco a Lima y de allí, tomando por Piura el camino de la sierra, había bajado para el Norte con dirección a Quito combatiendo con las tribus de indios alzados que en varios puntos del camino le salieron a impedirle tenazmente el paso y por quienes en más de una ocasión se vio en riesgo de ser derrotado; y acaso lo habría sido sin remedio si su hermano Francisco no le hubiera mandado oportuno refuerzo con el capitán Francisco de Chávez.

Gonzalo fue reconocido como Gobernador de Quito por el Cabildo el 1.º de diciembre de 1540, día en que presentó las provisiones del Marqués su hermano, en las cuales se le nombraba Gobernador no sólo de lo descubierto y conquistado por Benalcázar, sino también de todo cuanto en adelante se descubriera y conquistara. Tan luego como el Ayuntamiento de Quito le reconoció por Gobernador, principió Gonzalo a ocuparse en poner por obra su proyecto de ir a descubrir y conquistar las provincias de Oriente; y cuando todo estuvo a punto dejó por su   -441-   Teniente de Gobernador en Quito a Pedro de Puelles, nombró por Alguacil de la ciudad a un hijo suyo pequeño llamado Francisco, habido en una india y, como el muchacho era todavía de muy pocos años de edad, designó para que entre tanto desempeñara aquel cargo uno de sus amigos, apellidado Londoño; disposición con la cual manifestaba Gonzalo las poco nobles prendas de su alma.

El país de la canela o la provincia de los Quijos, como la llamaban entonces los conquistadores, está formada de todas aquellas comarcas situadas hacia el Oriente de Quito al otro lado de la cordillera de los Andes, donde se halla la hoya de los más caudalosos ríos que pagan el tributo de sus aguas al Amazonas. El primero que intentó el descubrimiento de ese país fue el capitán Gonzalo Díaz de Pineda, saliendo para esto de Quito por dos veces consecutivas con muchos indios de servicio; pero en ambas ocasiones se vio obligado a volver sin ventaja ni provecho alguno.

Gonzalo Pizarro, resuelto, pues, a emprender a toda costa la conquista del país de la canela donde creía encontrar ciudades populosas, imperios opulentos y grandes señores con inmensas riquezas, reunió como unos trescientos soldados entre los que habían venido con él desde Charcas y los que reclutó en Quito; dio orden a los caciques para que alistasen 4.000 indios, los cuales debían acompañar a los expedicionarios cargando los bastimentos, fardaje y pertrechos de guerra; aprestó como dos mil cerdos y un número crecido de llamas u ovejas de la tierra, para racionar a su gente en el camino, porque se imaginaba que al otro lado de la cordillera encontraría tierras abundantes y provistas de todo182. Dispuestas y arregladas las cosas necesarias para la expedición,   -442-   se puso en camino en los primeros meses del año de 1541, alegre y regocijado con las ensueños de riqueza que había concebido su ambiciosa imaginación. El Cabildo de la ciudad le requirió para que no llevara indios forzados y sobre todo para que no los llevase amarrados con cadenas; pero Gonzalo no prestó atención a tan justos reclamos y siguió adelante en su propósito. Era de ver el afán y diligencia con que el día señalado para la partida daban principio a la jornada los expedicionarios; ya desde la víspera había adelantado tomando la derrota hacia Levante la numerosa y gruñidora piara de cerdos, arreada por indios encargados de irla cuidando. El primer día se detuvieron en un punto denominado Inga, que está a este lado de la cordillera oriental, y mientras no salieron de poblado el viaje fue cómodo y agradable; pero cuando principiaron a trasmontar la gran cordillera, entonces comenzaron sus trabajos; muchos murieron principalmente de los indios helados de frío con el viento recio y húmedo de las alturas y la copiosa nevada que cayó mientras pasaban los expedicionarios. Al descender a la parte oriental al otro lado de la cordillera, conforme iban bajando se internaban más y más en el cerrado bosque, donde no había señal alguna de vereda ni camino trajinado. Después de haber andado como unas 30 leguas llegaron a una población, la primera de los Quijos, llamada Zumaco, puesta a las faldas de un cerro muy elevado; en el tránsito encontraron algunas cuadrillas de indios armados con intento de estorbarles el paso; pero al ver a los caballos y oír disparar los arcabuces, huyeron precipitadamente. Pocos días habían descansado en Zumaco los viajeros, cuando un fuerte e inesperado terremoto arruinó la aldea; una tarde tembló la tierra terriblemente, se abrió en diversas partes, se hundieron muchas casas y no faltaron supersticiosos que tomaran este fenómeno como funesto presagio de futuras desgracias; al terremoto se siguieron tempestades espantosas acompañadas de truenos y relámpagos y lluvias incesantes de día y de noche por dos meses continuos; la comida iba faltándoles; en las miserables chozas abandonadas por los salvajes no se encontraba nada y el río torrentoso   -443-   aumentado grandemente con las lluvias no permitía pasar a la banda opuesta para buscarla. En el pueblo de Muti, de la misma provincia de Zumaco, les dio alcance Francisco de Orellana, el cual invitado por Gonzalo Pizarro acudía desde Guayaquil con un buen refuerzo de gente, llevando en su compañía a fray Francisco de Carvajal, religioso dominico que iba como capellán de la expedición. Con Pizarro había salido de Quito otro religioso, fray Gonzalo de Vera, del orden de la Merced.

Cuando la estación de las lluvias hubo amainado algún tanto, Gonzalo consultó con sus capitanes sobre lo que deberían hacer en aquellas circunstancias, y acordaron que el mismo Gonzalo, acompañado de setenta arcabuceros, siguiese adelante a explorar el camino, como lo hizo en efecto, continuando hasta dar con los árboles de la canela. Son éstos tan altos como los olivos; sus flores se abren a manera de capullos, en los cuales está la sustancia que en fragancia y sabor es muy semejante a la canela. El mejor fruto y más oloroso suele ser el de los árboles cultivados en huertos, como los tenían los indios de Quijos antes de la conquista, para servirse de él como de una especie de moneda en las granjerías que acostumbraban tener con otros pueblos de la provincia de Quito en tiempo de los Incas. Gonzalo no encontró población ninguna formada, sino miserables cabañas distantes unas de otras y separadas por trechos inmensos; unas veces los indios se negaban a servirles de guías, contestando en frases breves y concisas que no sabían si existirían más allá otras poblaciones porque ellos no conocían más que sus montañas; otras, forzados por los españoles, se obligaban a guiarles; pero entonces de propósito los conducían lejos del poblado metiéndolos en lo más bravo y cerrado de la montaña. Gonzalo, en vez de halagar a los salvajes para que le prestasen algún auxilio, los aterraba haciendo quemar a unos o despedazar con perros a otros; los pobres indios se dejaban matar dando ayes lastimeros, pero que no enternecían el fiero corazón de Gonzalo. Mohíno y arrepentido de su malaventurada empresa tomó al cabo de muchos días la   -444-   vuelta de Zumaco para reunirse con sus compañeros y continuar todos juntos la marcha dirigiendo su rumbo por la orilla derecha del Coca. Leguas y leguas anduvieron buscando cómo pasar a la orilla opuesta, pero el cauce profundo del río no les ofrecía comodidad para vadearlo; así les fue indispensable continuar bajando sin apartarse de la misma orilla; pero, ¡cuán difícil y penosa no les era la marcha, qué tardía, mientras a golpe de hacha se abrían paso por entre la tupida selva! El suelo en muchas partes no ofrecía piso firme y seguro ni para los hombres ni para los caballos; éstos ya no les servían de alivio porque no podían viajar montados por entre el enmarañado bosque y era necesario llevarlos tirados del diestro, dar grandes rodeos para no atravesar por las ciénagas y pantanos, y sacar a cada instante a los que se atollaban en los atascaderos y lodazales de las montañas; la piara de cerdos les daba todavía mayores trabajos para llevarla sin que se les extraviasen en el camino; imposible era contenerlos a todos, pues ya unos se huían metiéndose en la maleza, otros se quedaban perdidos en el bosque y uno solo que se les quedase era gran pérdida para los expedicionarios, que se veían sin otra cosa para alimentarse que raíces desabridas y frutas insípidas; la carne de algún caballo que se moría se repartían con peso y medida como manjar regalado; tanta era la falta de alimentos.

Cierta noche, cuando las selvas estaban en profundo silencio, oyeron resonar a lo lejos el ruido de una de las caídas del río, que les pareció al siguiente día atronadora cascada, de doscientos pies de altura; como no era posible pasar por ninguno de esos puntos a la orilla opuesta, continuaron bajando todavía muchas leguas más hasta donde el cauce del río se estrecha tanto entre dos altísimas peñas que de una orilla a otra apenas habrá veinte pasos de distancia. Todo aquel inmenso caudal de agua se recoge y comprime en uno como abismo oscuro y profundo, donde las aguas pasando en silencio parece que hubieran perdido la rapidez de su movimiento, quedándose estancadas temblando más bien que corriendo   -445-   entre las peñas que forman sus orillas. Este punto les pareció a propósito para construir un puente y luego sin pérdida de tiempo se pusieron a la obra; derribaron no sin grande trabajo el árbol más elevado que encontraron allí cerca y lo tendieron dejándolo caer de la una a la otra orilla; cortaron después otros iguales y, al cabo de varios días de incesante fatiga, el puente quedó acabado y por ahí principiaron a pasar guardando mucha cautela, pues cuando lo estaban construyendo un español que desde el borde se acercó por curiosidad a mirar el fondo de las aguas, desvanecido cayó dentro y se ahogó. Algunos indios que desde el frente les habían querido estorbar el paso, al experimentar los terribles efectos de los arcabuces, huyeron despavoridos llevando a sus aduares la noticia de los hombres barbados que habían asomado en las selvas.

Pocas jornadas después llegaron a una pequeña población asentada en campo raso, cuyo cacique les salió al encuentro y presentó en obsequio alguna comida, aunque poca; Gonzalo Pizarro le preguntó sobre el camino y los pueblos que había en aquella comarca, a lo cual, con astucia, respondió el cacique más adelante existían numerosas poblaciones con muy ricos señores; noticia dada adrede por el indio, para que los españoles saliesen de su pueblo. Gonzalo ordenó que el cacique fuese llevado con disimulación, y lo mismo dispuso que se hiciera con otros dos, a quienes tomaron de sorpresa en sus pueblos; pero los indios, cierto día, de repente se arrojaron al río y aunque cada uno tenía una cadena al cuello pasaron a nado a la otra orilla sin que los españoles pudiesen impedírselo. Muchas leguas habían andado ya Gonzalo y sus compañeros sin encontrar señal alguna de población, cuando llegaron a una provincia que en la lengua de los salvajes se llamaba Guema; repuesto allí algún tanto de sus fatigas, resolvieron continuar la marcha, pero iban ya tan desmedrados que Pizarro juzgó necesario emprender en la construcción de un bergantín para seguir su viaje por el río. Pusiéronse, pues, todos a la obra sirviéndoles de maestra la necesidad; cortaron   -446-   árboles del bosque, fabricaron carbón y de las herraduras de los caballos muertos forjaron clavos con inexplicables sufrimientos, pues la abundancia de mosquitos era tanta que para librarse siquiera un poco de sus molestas picaduras mientras que unos sentados en cuclillas atizaban la fragua, otros parados delante les aventaban la cara con el sombrero; de las mantas de los indios y de las camisas podridas de los españoles hicieron estopa, por brea emplearon la resina que destilaban en abundancia ciertos árboles, y como todos trabajaban con grande afán, pronto el tosco y mal aparejada bergantín estuvo en estado de botarlo al agua. Cuando los compañeros de Gonzalo vieron balanceándose en las aguas del río su improvisada embarcación, no cabían de contento, creyendo haber redimido sus vidas de la muerte segura, que les amenazaba en medio de las soledades de los bosques del Ecuador. Cargaron en el bergantín todo lo más precioso que tenían, acomodaron en él a los enfermos y continuaron con nuevos bríos su viaje observando orden y concierto, pues mientras que los unos caminaban por la playa, el barquillo iba navegando a vista de ellos sin alejarse mucho de las orillas; y cuando encontraban algún paso difícil y trabajoso, se embarcaban para trasladarse de una banda a otra en busca de mejor camino, aunque les era necesario gastar hasta dos y tres días, yendo y volviendo ocupados en transportar los caballos y todas las demás cosas que llevaban.

Entre tanto, el número de muertos aumentaba cada día, pues habían perecido hasta entonces como dos mil indios y muchos españoles; la mayor parte de los restantes iban enfermos, los más estaban desnudos, todos descalzos y a pie, porque los pocos caballos que les sobraban más bien les servían de estorbo que de auxilio en las enmarañadas selvas, donde apenas podían caminar, abriéndose paso por entre malezas. Ya no les quedaba ni un solo cerdo, las ovejas de la tierra se habían acabado también, maíz no se encontraba y la carne de los caballos que mataban, servida sin sal, era potaje regalado que los más robustos reservaban para los enfermos.   -447-   Los perros llevados para perseguir a los indios salvajes se iban también acabando, pues a falta de otro alimento los hambrientos expedicionarios habían apelado a esa carne, la cual les hacía muy buen estómago en la hambre que los consumía. Desesperados, unos comían raíces, otros hacían hervir las suelas de los zapatos, las correas y los arzones de las sillas, para comérselos, y no faltaron también algunos que comieron sapos y otras sabandijas; tanta era su necesidad y tan extrema la falta de comida. Los indios de servicio buscaban con esmero algunas raíces suaves y recogían en el bosque frutitas silvestres para obsequiar con ellas a sus amos. Por sin igual ventura tuvieron éstos encontrar en esas circunstancias una miserable población o cortijo de salvajes, cuyo cacique les hizo buen acogimiento; allí se regalaron comiendo maíz y pan de yuca, el cual les supo tan sabroso a su paladar que según sus mismas expresiones creían estar comiendo pan de Alcalá; y como les informasen los salvajes que el río Coca, por cuyas orillas iban caminando, desaguaba en otro más caudaloso que bañaba comarcas ricas, fértiles y pobladas, resolvieron que fuese allá el capitán Francisco de Orellana en el bergantín, para que reconociese la tierra y provisto de comida volviese sin tardanza, mientras Gonzalo con los demás compañeros, los enfermos y los pocos indios de servicio que restaban todavía, quedaba aguardando en el mismo lugar.

Dejemos en este punto a Gonzalo Pizarro esperando la vuelta de Orellana y acompañemos a este Capitán en su viaje, para ver cómo siguiendo por el río Coca llegó al Napo, descubrió el Amazonas y fue a salir al océano Atlántico, desde donde, por inesperado rumbo, tornó a la Corte de España.




III

El jefe de más confianza que tenía Gonzalo era Orellana, cuyas prendas de caballero y de soldado eran de   -448-   todos bien conocidas; designole pues por Capitán de una compañía de cincuenta hombres, escogidos entre los mejores, dándole cargo de ir a explorar la tierra y traer provisiones. Acomodaron en el bergantín toda la ropa de Gonzalo y de los demás compañeros, aseguraron también en él algunos instrumentos de hierro y cuantas esmeraldas y castellanos de oro tenían; hecho esto, Orellana emprendió su jornada con grande presteza, un lunes 26 de diciembre de 1541; y como iban aguas abajo caminaban con tanta velocidad que haciendo de navegación 25 leguas por día, a la cuarta jornada desembocaron en el caudaloso Napo. Habían andado hasta allí como cien leguas, viendo con admiración como el Coca engrosaba sucesivamente sus aguas con las del Conzanga y el Payamino.

Con Orellana se embarcaron también los dos religiosos: el mercenario y el padre Carvajal, dominico, el cual escribió el diario del viaje hasta Cubagua.

A los nueve días después de haberse despedido de Pizarro y sus compañeros arribó Orellana a una población llamada Imara perteneciente a cierta tribu de indios apellidados Irimaraes; allí encontró abundancia de maíz, ají y pescado. Era, pues, llegada la ocasión de hacer acopio de provisiones para remitírselas a Gonzalo Pizarro como se lo habían ordenado y Orellana lo había prometido; pero ya entonces un proyecto de codicia y de gloria había cruzado también por su imaginación, y para ponerlo por obra, solamente era necesario discurrir motivos especiosos con que cohonestarlo a los ojos de sus soldados. ¿Cómo volver ahora al real de Gonzalo? Navegando río arriba contra la corriente, decía Orellana que ni en un año les sería posible llegar al punto donde habían dejado a sus compañeros, y que cuando llegaran ya no los encontrarían; por tanto, añadía que en aquellas difíciles circunstancias convenía ante todo mirar por su propia conservación y poner en salvo sus vidas, navegando hacia el mar Atlántico, pues por lo que respecta al gobernador Gonzalo Pizarro y sus compañeros ya ellos habrían tomado algún camino para salir de la   -449-   apurada situación en que los dejaron. La proposición de Orellana fue escuchada con agrado de casi todos sus compañeros, quienes se manifestaron resueltos a seguir el consejo de su Capitán; sin embargo, un joven español apellidado Sánchez de Vargas, la rechazó con indignación esforzándose por hacer ver a su jefe lo ruin e infame de su procedimiento con el cual, dijo, que por su parte protestaba con toda energía. Indignado Orellana de escuchar esta noble protesta que para él no podía menos de ser inesperada, mandó dejar abandonado en los bosques al caballeroso Sánchez, en pena de su noble firmeza y lealtad; y faltó poco para que hiciera lo mismo con el padre Carvajal, a quien maltrató groseramente de palabra porque también se opuso al proyecto de abandonar a Gonzalo Pizarro y seguir adelante la navegación. Pudo más en el ánimo de Orellana la codicia que la lealtad y, desoyendo los consejos de la honradez, atendió solamente a los reclamos de su ambición.

Hizo luego que sus mismos soldados le eligiesen por su jefe y caudillo a fin de emprender en nuevos descubrimientos por su cuenta y no a nombre y por autoridad de Gonzalo. Del pueblo de Imara pasaron al de Aparia, donde fueron obsequiados por el cacique; y haciendo allí buena provisión de comida tornaron a navegar por el Napo, hasta que al cabo de varios días de navegación el barquichuelo de Orellana flotaba en las aguas del portentoso Amazonas. Tendió su vista hacia todos lados el jefe castellano y contempló lleno de admiración el azulado lienzo de las aguas confundiéndose allá en lontananza con el límpido azul del firmamento, sin que ni a un lado ni a otro alcanzasen los ojos a distinguir orillas en el remoto horizonte; entonces comprendió toda la importancia de su descubrimiento y tuvo por realizados los proyectos de su ambición.

Con grande trabajo y padeciendo increíbles contratiempos logró Orellana recorrer en casi seis meses todo el curso del Marañón y salir al océano Atlántico tomando puerto en la isla de Cubagua, donde permaneció solamente poco tiempo mientras se disponía a pasar a España.   -450-   Curiosa e interesante era la descripción que el afortunado aventurero hacía de su expedición; había recorrido distancias inmensas, visitado comarcas hasta entonces ignoradas, tomado noticia de países y naciones innumerables de extrañas costumbres, lenguajes difíciles y desconocidos. Ponderaba la riqueza de aquellas provincias, acerca de las cuales contaba cosas maravillosas, como aquello del imperio de las amazonas, que vivían en ciudades pobladas solamente por mujeres y gobernadas también por mujeres guerreras, las cuales peleaban manejando con singular destreza el arco y la pica. No se cansaba de referir las armas que usaban, las flechas emponzoñadas con que daban muerte infaliblemente, enumerando los peligros de que se había librado, las batallas que había reñido y los triunfos que había alcanzado.

Durante toda la cuaresma los aventureros hicieron alto en un pueblo, ocupados en fabricar un nuevo bergantín; y todos los días por lo regular oían el sermón que el padre fray Gaspar de Carvajal les predicaba, y el Domingo de Pascua confesaron y comulgaron todos; aunque ya en adelante no pudieron volver a oír Misa porque en una hambre extrema de muchos días se comieron la harina que para hacer hostias llevaba el religioso. Para poder navegar en alta mar, tejieron jarcias de raíces de árboles y de bejucos y de las mantas con que se abrigaban para dormir hicieron velas; en semejante embarcación muchos días fueron juguete de las olas en el golfo de Paria, y cuando por fin lograron abordar a la isla de Cubagua y vieron en ella pisadas de caballos, se alegraron grandemente conociendo por semejante señal que estaba habitada por cristianos y su primera diligencia fue ir derecho a la iglesia para tributar gracias a Dios porque les había concedido llegar salvos hasta aquel punto.

Orellana poseía prendas nada comunes. Era audaz, arrojado, concebía altos pensamientos, formaba planes grandiosos y se complacía en ponerlos por obra, arrollando cuantos obstáculos se le presentaban delante para ejecutarlos. Comprendía con admirable prontitud los idiomas   -451-   difíciles de los salvajes y en poco tiempo se hallaba en estado de darse a entender; habilidad de ingenio que le sirvió muy mucho en su viaje por el Marañón para contratar con las tribus salvajes. De imaginación exaltada, veía siempre en las cosas más de lo que realmente había en ellas y acostumbraba describirlas, ponderándolas para darles mayor importancia. Constante en llevar a cabo cuanta empresa cometía, gustaba de hazañas dificultosas para darse el placer de realizarlas. Amigo de Gonzalo mientras no se le ofreció ocasión de señalarse por sí mismo en algún descubrimiento famoso, quebrantó los fueros de la amistad e hizo traición a la confianza de su jefe cuando vio que se le abría el camino para satisfacer su propia ambición.

La Corte de España comprendió fácilmente la grande importancia de los descubrimientos que acababa de hacer Orellana y celebró con éste una famosa capitulación, en la cual es digna de particular recomendación la severa moral que exigía el Soberano de España al jefe castellano en las relaciones de comercio y tráfico que le permitía entablar con los indios. Orellana aprestó una armada para venir a establecer colonias y pacificar las tierras bañadas por las aguas del Amazonas; llegó a las playas del río pero murió desgraciadamente víctima de inesperados contratiempos antes de ver realizados sus sueños de grandeza. Con su muerte quedó por entonces abandonada su empresa.

Conviene que digamos una palabra siquiera acerca del religioso dominico que acompañó a Orellana en toda su expedición.

Fue el padre fray Gaspar de Carvajal, natural de Extremadura en España; vino al Perú el año de 1533 y se hallaba en Lima cuando pasó por aquella ciudad Gonzalo Pizarro viniendo a Quito para el descubrimiento del país de la Canela. El padre Carvajal acompañó a los expedicionarios y tuvo la suerte de ser el primer sacerdote católico que surcara las aguas del Amazonas. En las varias refriegas que Orellana y sus compañeros tuvieron   -452-   con los indios fue herido gravemente dos veces, una en la hijada y otra en la cabeza y a consecuencia de esta segunda herida causada por una flecha arrojada al bergantín en que iban los españoles perdió un ojo. En el año de 1544 lo volvemos a encontrar en el Perú, ocupado en fundar algunos conventos de su orden; en 1557 fue elegido Provincial de su provincia de frailes predicadores del Perú y murió en Lima en el convento del Rosario en edad muy avanzada el año de 1584. La crónica de su orden hace notar que fue el primero a quien se dio sepultura en la sala capitular de aquel convento, según la costumbre de los religiosos de Santo Domingo. El padre fray Gaspar de Carvajal gozó entre los suyos de la fama de varón sencillo, de ánimo constante, grande sufridor de adversidades y muy ejemplar en sus costumbres. Después tendremos ocasión de hablar de la parte que tomó este religioso en las discordias entre el primer Virrey del Perú y la Real Audiencia de Lima.




IV

Graves e inesperados acontecimientos se estaban verificando al mismo tiempo en el Perú, mientras el ambicioso Gonzalo andaba perdido en los bosques de Oriente en demanda de imperios que no existían más que en su imaginación.

El viejo Almagro había dejado en el Perú amigos fervorosos y decididos, los cuales buscaban ocasión oportuna para vengar su sangre; formaban conjuraciones y hablaban públicamente de la necesidad de asesinar a Francisco Pizarro para mejorar de fortuna, exaltando a la gobernación del Perú al joven Almagro, hijo de su difunto caudillo. El Marqués Gobernador tenía conocimiento de la conspiración, estaba instruido menudamente en todos los planes de los conjurados; pero no se qué especie de ciega confianza le mantenía descuidado, sin que   -453-   quisiera, a pesar de repetidos avisos, tomar precaución alguna. Había llegado a tal extremo la audacia de los partidarios de Almagro, que a las claras se reunían en Lima para preparar el asesinato del Marqués; todos hablaban del peligro, nadie ponía los medios de evitarlo, y un domingo después del mediodía, los conjurados acaudillados por Rada atravesaron a vista del público la plaza de la ciudad, penetraron sin obstáculo ninguno en casa de Pizarro y le asesinaron, sin que hubiera quien lo defendiese, pues amigos y allegados, todos huyeron en el momento del peligro. ¡Así acabó su vida a manos de sus enemigos el conquistador del Perú; había derramado sangre inocente y el puñal del asesino puso término a sus días cuando principiaba recién a gozar de los frutos del imperio que con tantas fatigas y no pocos crímenes había conquistado...!

A la muerte de Pizarro se siguieron espantosos trastornos en el Perú y de un cabo al otro la guerra civil recorrió el país de los Incas. Los partidarios de Almagro exaltaron a la gobernación de las colonias al hijo del Mariscal, joven animoso y de partes aventajadas, así para la guerra como para el gobierno, pero a cuyo nacimiento parecía como si hubiese presidido alguna funesta estrella que permitía su encumbramiento a la fascinadora cima del poder, solamente para precipitarlo de más alto en el hondo abismo de la desgracia.

Por este tiempo sucedió también la muerte del tristemente célebre padre fray Vicente Valverde, entonces Obispo del Cuzco, y fue de esta manera. Hallábase en Lima el padre Valverde cuando acaeció el asesinato de Pizarro y el sucesivo alzamiento del joven Almagro con el gobierno de todo el Perú. Valverde debió sentir profundamente, sin duda alguna, la muerte de Pizarro, con quien tenía deudo muy cercano; pesábale también mucho del escándalo dado en tierra tan nueva con la usurpación del gobierno de ella por medio de un asesinato; púsose, pues, a predicar con grande desenfado contra la facción que llamaban de los Almagristas, lo cual le ocasionó gravísimos disgustos. Como no pudiese por esta   -454-   causa permanecer en Lima, sin grande peligro de la vida, se vino para la isla de la Puná, acompañado de un hermano suyo secular. Mas tan luego como llegó a la isla principió a ejercitar aquel celo poco discreto de que por desgracia siempre había estado animado; y derribó adoratorios, despedazó ídolos, manifestándose inflexible en perseguir la idolatría y castigar a los idólatras. Los isleños, gente belicosa y feroz, sufrían de mala gana la presencia del Obispo entre ellos y se conjuraron contra él resueltos a matarlo en la primera ocasión oportuna que se les presentase. El Obispo había construido una pequeña cabaña, donde solía celebrar los santos misterios, y allí le acometieron los indios una mañana a tiempo en que arrodillado delante del altar estaba preparándose para ofrecer el sacrificio de la Misa; cargaron sobre él y dándole repetidos golpes de macana en la cabeza, le mataron. La venganza de los indios no se dio por satisfecha viéndole muerto, pues, en seguida, le ataron una soga a los pies y sacándolo de la capilla arrastrado por el suelo, celebraron con sus carnes asadas al fuego un bárbaro festín de caníbales. Tal fue el fin del famoso padre Valverde.

No hay por cierto en la historia del Perú fisonomía más indeterminada que la de este religioso, pues cuando queremos condenarlo como violento y duro, se nos presenta como amigo de los indios y depositario de su confianza; trabaja por salvar la vida del viejo Almagro, llamando con instancia a Pizarro, quien dilata adrede su llegada al Cuzco hasta recibir la noticia de la muerte de su antiguo compañero; el Inca Manco le aprecia y reverencia; el Rey le presenta para primer Obispo del Cuzco y le confía el cargo de protector de los indios; algunas comunicaciones oficiales de aquel tiempo hablan de él con elogio; en otras se le pinta como hombre dominado de pasiones violentas. Tuvo la desgracia de ocupar destinos muy elevados, sin poseer las virtudes necesarias para desempeñarlos como debía; así es que en tiempos de calma y tranquilidad acertó a gobernar bien su inmensa Diócesis; pero en épocas de trastorno y en ocasiones imprevistas manifestó los vicios espontáneos de su   -455-   carácter poco manso e irascible. La orden de predicadores a la cual perteneció le cuenta en el número de sus mártires; pero la Iglesia católica no podrá reconocerlo como tal mientras sus manos no estén limpias de la sangre de los indios sacrificados impunemente por los conquistadores en Cajamarca183.

La noticia de las alteraciones de la colonia y de las sangrientas guerras civiles de los conquistadores del Perú había llegado a la Corte de España y obligado al emperador Carlos V a tomar serias medidas a fin de asegurar el orden público y promover el adelantamiento y buen gobierno de estas lejanas comarcas. Entre muchos medios sugeridos por el Real Consejo de Indias, al cabo se adoptó el de mandar un comisionado regio, encargado de examinar escrupulosamente el estado y situación de la colonia e informar a Su Majestad sobre lo que conviniera hacer para el bien y prosperidad de ella. Al efecto, fue elegido el licenciado Cristóbal Vaca de Castro, Oidor de la Audiencia de Valladolid a quien se le dieron las instrucciones convenientes para desempeñar con acierto el delicado cargo que se le confiaba. Diósele además muy oportunamente el nombramiento de Gobernador del Perú, para el caso en que hubiese fallecido o falleciera el marqués don Francisco Pizarro. Las circunstancias posteriores demostraron lo acertado de esta medida. Entre muchas otras disposiciones, cuyo cumplimiento se encargó a Vaca de Castro, había dos relativas a los asuntos eclesiásticos de estas provincias. La una era averiguar la conducta que observaban los clérigos y religiosos que estaban residiendo aquí para expulsar de América a los escandalosos o que no cumpliesen bien con los deberes de su elevado ministerio. La otra era   -456-   relativa a la demarcación de los dos nuevos obispados, de Lima y de Quito, cuya erección se había pedido ya a la Santa Sede.

Vaca de Castro salió de la península a principios de 1540, llegó en el puerto de Buenaventura arrojado allí por una terrible tempestad que sufrió navegando de Panamá hacia el Perú, tomó por tierra el camino de Cali y pasó a Popayán donde supo el asesinato de Francisco Pizarro; siguió su camino a Quito y en esta ciudad se hizo reconocer por Gobernador del Perú. Hallábase entonces de Teniente de Gobernador de Quito por Gonzalo Pizarro el capitán Pedro de Puelles, quien resignó su cargo en manos de Vaca de Castro.

En septiembre de 1541 presentó Vaca de Castro al Cabildo de Quito la provisión real por la que se le nombraba Gobernador del Perú en caso de que sucediera la muerte del conquistador Francisco Pizarro.

El Cabildo le reconoció por Gobernador el mismo día; todos hicieron inmediatamente renuncia de los cargos que tenían por nombramiento de Gonzalo Pizarro y luego fueron continuados en la posesión de ellos por el nuevo Gobernador.

Gonzalo Pizarro había sido nombrado Gobernador de Quito por su hermano el conquistador, quien para hacer ese nombramiento carecía de autoridad competente, pues el Emperador le había permitido nombrar sucesor en el gobierno de todas las colonias, pero no dividirlas para formar gobiernos separados. Ninguna dificultad encontraron los miembros del Cabildo de Quito en reconocer a Vaca de Castro por Gobernador de todo el Perú y de Quito, a pesar del nombramiento hecho por Pizarro en la persona de su hermano Gonzalo. Todos estos acontecimientos tenían lugar en el Perú y en Quito, mientras Gonzalo Pizarro andaba ocupado en los bosques de Oriente en su malaventurada expedición.

Desde Quito mandó el nuevo Gobernador comisionados a Guayaquil, Portoviejo, Trujillo, San Miguel y Lima   -457-   avisando de su llegada y dando órdenes de alistar soldados y aprestar armas y municiones; ni se descuidó de enviar un jefe con algunos pocos de a caballo en demanda de Gonzalo Pizarro a quien llamaba en su ayuda. Mas el jefe se volvió del camino asegurando que no había noticia alguna de Pizarro. Todo bien dispuesto y aparejado salió de Quito Vaca de Castro, dejando por Teniente de Gobernador a Hernando Sarmiento. Escogió para ir a Lima el camino por tierra y, llegado a San Miguel, mandó volverse de ahí al adelantado Sebastián de Benalcázar, de cuya fidelidad había concebido injustas sospechas.

Por su parte tampoco el joven Almagro se había descuidado en prepararse para sostener por medio de las armas la usurpada gobernación, en caso de que no tuviesen buen éxito las negociaciones de paz que había entablado, aunque algo tibiamente, con Vaca de Castro. Cuando el nuevo Gobernador debía poner empeño en evitar a toda costa la guerra civil, empezaron a hacerse preparativos para ella en todas las provincias del Norte por donde iba pasando; así es que, con semejante conducta, ninguna confianza podía inspirar a los del bando opuesto para provocarlos a un amistoso avenimiento. Vaca de Castro se manifestaba con sus actos más decidido a castigar a los asesinos de Pizarro que a celebrar con ellos tratados de paz. La infortunada tierra de los Incas debía ser purificada por largos años con el fuego de la guerra civil, para que fuesen expiados los crímenes de sus conquistadores.

Los dos ejércitos, el de los Almagristas y el de Vaca de Castro, se dispusieron a combatir y al efecto se avistaron en las llanuras de Chupas; el encuentro fue sangriento y la fortuna adversa al hijo de Almagro. Vaca de Castro entró triunfante en el Cuzco y pocos días después la cabeza del infeliz Almagro rodó al golpe del hacha del verdugo en el mismo punto donde poco tiempo antes había sido decapitado su padre. Así, los triunfos de los conquistadores del Perú acababan en el cadalso.



  -458-  
V

Digamos ahora, pues ya es tiempo, cómo se verificó la vuelta de Gonzalo a Quito desde el punto en que fue abandonado por Orellana.

Larga fue la permanencia de Gonzalo en aquel lugar esperando la vuelta del bergantín provisto de víveres; pero pasaban los días y Orellana no volvía ni había acerca de él noticia alguna; por lo cual, después de dos meses de inútil esperar, Gonzalo resolvió seguir adelante, animando a su desmayada tropa. Los escasos alimentos encontrados hasta entonces apenas les bastaban para conservar penosamente la vida, y aun ésos estaban ya agotados.

Por dos ocasiones mandó Gonzalo exploradores para que averiguasen el paradero de Orellana y buscasen comida, pues de hambre se encontraban ya casi a punto de perecer. El primero de los comisionados volvió sin haber encontrado huella alguna de Orellana; el segundo, que partió poco después, conoció por los desmontes que aquel Capitán con sus compañeros había seguido aguas abajo; pero fue más feliz en su comisión porque encontró abundantes y extensos yucales abandonados, se proveyó de comida y volvió a dar a Gonzalo noticia del hallazgo que acababa de hacer. Animados con la esperanza de remediar la penosa necesidad que padecían, acudieron todos al punto indicado, donde encontraron las grandes sementeras de yuca. Habían sido éstas plantadas por los salvajes, quienes las dejaron abandonadas viéndose perseguidos por sus enemigos en esas guerras incesantes de unas tribus con otras. Tal era el hambre de los españoles que muchos se comían las yucas sin limpiarlas bien de la tierra y a medio cocinar, lo cual les ocasionó monstruosas hinchazones de todo el cuerpo, poniéndolos en tal estado que no podían sostenerse en pie. Lo que más les atormentaba era la falta de sal, que hacía meses no la probaban.

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Nuevos y más terribles trabajos se vieron obligados a padecer Gonzalo y sus compañeros mientras bajaban por las selvas de las márgenes del Napo; y su admiración subió de punto cuando un día se les presentó el buen Sánchez de Vargas y les refirió cuanto había pasado con el capitán Francisco de Orellana. Estaban en la embocadura del Coca con el Napo, a cuatrocientas leguas de distancia de Quito; no hallaban ese imperio opulento en que habían soñado y, en vez de las ciudades populosas que su fantasía caballeresca les representara en ese país todavía desconocido tras la cordillera de los Andes, no encontraban más que miserables cabañas de salvajes, dispersas acá y allá, entre bosques interminables y enmarañadas selvas; el bergantín, con tanto trabajo fabricado y en el cual habían puesto toda su esperanza, había desaparecido; donde creían encontrar aparejados alimentos suficientes con que reparar sus debilitados cuerpos, no encontraban cosa alguna y hasta la idea de la gloria que se habían adquirido en el descubrimiento y exploración de esas misteriosas comarcas de Levante se había convertido en motivo de amargo despecho. Orellana, el Capitán de toda la confianza de Gonzalo, le había hecho traición y, sin duda, pretendía adelantarse para arrebatar a su jefe la honra del descubrimiento. Las intenciones de Orellana puestas de manifiesto en su conducta con el noble joven Sánchez de Vargas, lastimaron el ánimo de Gonzalo, desprevenido para una tan inesperada traición, y allí se amontonaron de súbito en su imaginación la honra arrebatada villanamente por un subalterno y los trabajos sufridos tan sin frutos hasta entonces... Volver a Quito era muy difícil, por la larga distancia y los fragosos caminos; continuar adelante era imposible. Estaban viendo las aguas del anchuroso Napo; esas aguas corrían hacia el mar del Norte bañando regiones inmensas, donde sin duda habitaban pueblos innumerables. ¿Cómo conquistarlos? Los medios para conservar la vida les faltaban y no era tiempo para pensar en conquistas; resolvieron tomar la vuelta a Quito, escogiendo el camino que quedaba al Septentrión, por parecerles menos fragoso.

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Pusieron a los enfermos en los pocos caballos que todavía les restaban, asegurándolos con correas para que no se cayesen, tan extrema era su debilidad. Y en servir a los enfermos y cuidar de todos se señalaba el caudillo, granjeándose el amor y cariño de sus compañeros.

Cuántos hayan sido los trabajos que Gonzalo y sus compañeros hubieron de padecer en su vuelta a Quito no es posible ponderar. Faltos enteramente de alimentos, débiles de fuerzas, rendidos de fatigas, iban volviendo por aquellos montes, hundiéndose en ciénagas y pantanos, vadeando los torrentes que bajaban hinchados de las montañas, dejando en todo el camino señalada la huella de su marcha por los sepulcros de sus compañeros, los cuales quedaban para siempre durmiendo el sueño de la muerte en la soledad. Abrióseles el corazón cuando, alzando un día los ojos, vieron a lo lejos en los remotos confines del horizonte las nevadas cumbres de los Andes que se confundían con las nubes del cielo; era aquella señal de que se acercaban a tierras pobladas de españoles. Cuando al cabo de varios meses de caminar por montes y riscos fragosos lograron llegar a la tierra de Quito, postrándose de hinojos la besaron llorando de consuelo. Mas ¡cuán otros asomaban ahora de cuando se fueron! La ropa pudriéndoseles con la humedad se les caía a pedazos o se les iba en girones, arrancada por las espinas y malezas de los bosques; así es que, al cabo, se quedaron enteramente desnudos, viéndose obligados para cubrir sus vergüenzas a colgarse por delante unas hojas de árboles hilvanadas a manera de delantal. Cuando estuvieron cerca de la cordillera, con sus arcabuces mataron uno que otro venado y de sus pieles se hicieron unos como calzoncillos o bragas para taparse honestamente. Como una tercera parte de ellos había perecido; de los indios que les acompañaban casi no había quedado ninguno; volvían solos y pobres. Por medio de algunos indios que se prestaron a servirles de mensajeros dieron aviso a la ciudad de su llegada comunicando a sus vecinos la triste situación en que se hallaban. Quito estaba entonces tan escaso de recursos que, a pesar de la buena   -461-   voluntad de sus moradores y de las diligencias que se hicieron para favorecer a Gonzalo Pizarro y sus compañeros, apenas se pudieron completar seis mudas de ropa y unos pocos caballos. Unos daban un jubón, otros unos zapatos y así otras prendas, pues con motivo de las guerras civiles del Perú había quedado Quito muy desmantelado, porque al pasar por la ciudad Vaca de Castro se llevó cuantos caballos y recursos pudo reclutar para hacer la guerra a los de Almagro. Los pocos socorros que pudieron juntarse en Quito para Gonzalo y sus compañeros se los mandó el Cabildo a nombre de la ciudad con doce vecinos a quienes encargó que se los llevasen al camino. Gonzalo dio en esta ocasión una prueba de notable magnanimidad, pues viendo que no había vestidos para todos no quiso aceptar el que le presentaron para él ni montar a caballo, determinando entrar en la ciudad como había venido. Los demás oficiales siguieron el ejemplo de su Capitán, y todos llegaron a Quito y entraron por las calles de la ciudad, dirigiéndose derechamente a la iglesia para oír misa y dar gracias a Dios. En unos causaba risa y en otros lástimas verlos desnudos con unos calzoncillos de pieles de venado con que cubrían por delante y por detrás sus cuerpos, negros, flacos, desmedrados, los cabellos y barba crecidos, cubierto todo el cuerpo de llagas y cicatrices, de lastimaduras causadas por las malezas de los bosques, con unas abarcas en los pies, las espadas enmohecidas al hombro, porque hasta las vainas se les habían destruido, y apoyados en toscos bastones para sostener el cuerpo que de puro débil apenas podía tenerse en pie. Era una mañana de los primeros días del mes de junio de 1543 cuando entraron en Quito, más de dos años después de su salida de la ciudad; y de los trescientos expedicionarios que fueron con Gonzalo volvían sólo ochenta, pues habían perecido como doscientos. Allí fue el alegrarse de los unos, el preguntar de los otros, el llorar de aquéllos, porque éstos no veían a sus deudos, ésos se consolaban, esperando que Orellana y sus compañeros saldrían vivos al mar y volverían algún día, y los otros abrazaban vivos a los que tenían por muertos. No pasaremos en silencio una   -462-   circunstancia digna de llamar la atención y fue que los comisionados de la ciudad, así que Gonzalo Pizarro se resistió a admitir los vestidos que le llevaban y a montar a caballo, se desnudaron también ellos y a su manera procuraron ponerse en el mismo traje y aspecto con que se hallaban los expedicionarios, y acompañando a éstos entraron en la ciudad; mas en una cosa no podían asemejárseles y era en el hambre con que aquellos venían. Se les iba el alma viendo la comida, pero tenían que ir comiendo poco a poco, con tasa y medida, porque a muchos de ellos el alimento sustancioso les iba quitando la vida, pues sus estómagos acostumbrados por largo tiempo a extrañas comidas, por lo regular crudas y sin sal, rechazaban todo manjar sazonado y así les era necesario tino en abstenerse de la comida, para no perder la vida ahitados, los que habían corrido peligro de perecer de hambre y necesidad.

Grandes sinsabores, no esperados sufrimientos se reservaban para Gonzalo a su llegada a Quito, pues una de las primeras noticias que se le dieron, tan luego como entró en la ciudad, fue la de la muerte de su hermano Francisco, asesinado en Lima por las huestes de Almagro. Se le refirió como a consecuencia de aquella muerte se había cambiado notablemente el estado de las cosas del gobierno en todo el Perú: el hijo del Mariscal andaba lozaneando con sus partidarios en las provincias del Sur; para reprimirle y castigar su rebelión, Vaca de Castro estaba poniendo toda diligencia en equipar un buen ejército; su hermano Hernando se hallaba preso en España por orden del Emperador y, por fin, el comisionado regio había sido reconocido por Gobernador de todas estas provincias, con lo cual Gonzalo había perdido todo mando y autoridad en ellas. Tantos y tan súbitos cambios de fortuna se habían verificado en el corto espacio de dos años y algunos meses.

Gonzalo escribió desde Quito a Vaca de Castro pidiéndole permiso para ir a servir al Rey en el ejército que marchaba contra Almagro. El Gobernador recibió esta carta en Jauja y ya entonces mejor aconsejado contestó   -463-   a Gonzalo Pizarro agradeciéndole por sus buenos ofrecimientos, pero negándole discretamente el permiso que solicitaba, pues no podía menos de conocer Vaca de Castro cuán inoportuna sería la presencia de un hombre como Pizarro en el ejército real, para un avenimiento de paz con los contrarios. Disgustó a Gonzalo Pizarro la prudente negativa del Gobernador y pocos días después de haberla recibido salió de Quito tomando la vuelta de Lima, quejándose públicamente en todas partes de los agravios que había recibido y de la injusticia que se le había hecho en quitarle la gobernación de los reinos del Perú, la cual decía que a nadie con mejor derecho que a él pertenecía. Hombres sediciosos y mal acondicionados para quienes las revueltas y trastornos son ocasión de medrar, aconsejaban al incauto Gonzalo que se resolviera a tomar las riendas del gobierno y aun trataban de asesinar a Vaca de Castro como el medio más expedito para poner por obra su dañado intento. De todo fue instruido el Gobernador y con sagacidad hizo ir al Cuzco, donde entonces se hallaba, a Gonzalo Pizarro y con maña le obligó a retirarse a los Charcas, de donde era vecino.







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ArribaAbajoLibro segundo

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ArribaAbajoCapítulo quinto.- El ilustrísimo señor don fray Luis López de Solís
El ilustrísimo señor don fray Luis López de Solís, cuarto Obispo de Quito. Anécdota relativa a este Prelado. El primer sínodo diocesano. Visita del Obispado. Segundo sínodo diocesano. Virtudes del ilustrísimo señor Solís. Fundación de los monasterios de Santa Clara y Santa Catalina. Cuestión sobre la inmunidad de los templos. Muerte del Obispo. Su retrato.



I

La prolongada vacante del Obispado terminó por fin con la venida del ilustrísimo señor Luis López de Solís,   -468-   religioso agustino. Fue este señor presentado por Felipe II para el Obispado del Paraguay o Río de la Plata; mas antes que fuese preconizado en Roma, el mismo Rey le hizo merced del Obispado de Quito. Sus bulas se despacharon en Roma el 6 de setiembre de 1592, el primer año del pontificado de Clemente VIII. Veamos quién era el nuevo Obispo.

Don fray Luis López de Solís, cuarto Obispo de Quito, fue natural de Salamanca, hijo de Francisco de los Ríos y de María López de Solís, personas de conocida nobleza. Abrazó muy joven la vida religiosa vistiendo el hábito de fraile agustino en el convento de Salamanca y en 1556, tres años después de haber profesado, vino al Perú entre los primeros religiosos de su orden que pasaban a ocuparse en la conversión de los indios, para lo cual, pocos años antes, se había fundado en Lima el primer convento de agustinos que hubo en todo el Perú. Se cuenta acerca de este Señor Obispo una anécdota curiosa, la cual no será por demás referir en este lugar.

Dícese que hallándose en Cádiz con los demás padres que venían del Perú, tomó a su cuidado disponer las cosas necesarias para el viaje y que así andaba cierto día ocupado en hacer transportar a la embarcación todo el ajuar de los religiosos. Estando ocupado en esto sucedió que mientras iba de la posada a la playa le quedase mirando atentamente un hombre desconocido, el cual, acercándose luego a nuestro Obispo, le dijo: padre, ¿a dónde es el viaje? A Indias, contestó el padre Solís. Pues no vaya a Indias, replicó el desconocido, váyase más bien a Roma y será Papa... Riéndose el padre le dijo: yo soy un pobre fraile y así no tengo ni un solo cuarto con que pagar a vuestra merced por el pronóstico. El hombre, que se las daba de astrólogo o mejor dicho de fisonomista, le repuso: No se ría, padre, vea que vuestra reverencia tiene cara de ser muy feliz y por eso juzgo que llegará a obtener la primera dignidad eclesiástica del lugar a donde vaya; como la mayor en el mundo es la de Papa, le aconsejo que vaya a vivir en Roma, donde tengo por cierto que la conseguirá. Fray   -469-   Luis despidiose del hombre sin hacer ningún caso del pronóstico. Andando el tiempo veremos si el vaticinio del astrólogo estuvo o no desacertado.

A poco de haber llegado al Perú se ordenó de sacerdote; fue profesor de filosofía en su convento de Lima y después pasó a Trujillo donde se estableció la enseñanza de teología, de la cual estuvo encargado por varios años, con grande aplauso de todos y notable aprovechamiento de sus discípulos. Desempeñó en su orden los cargos más elevados y fue dos veces Provincial de su provincia de frailes agustinos del Perú. El virrey Toledo por comisión de Felipe II le nombró Visitador de la Audiencia de Charcas, contra la cual se habían recibido en la Corte quejas repetidas. Ejerció aquel cargo delicado con grande entereza y acierto, mostrándose tan íntegro en administrar justicia que ni las dádivas pudieron corromperle ni las amenazas intimidarle; y condenó a los culpables sin miedo, ni acepción de personas. Los oidores pretendieron sobornarle, mas el padre rechazó sus presentes diciendo que quienes se habían atrevido a injuriarle tentándole con obsequios no podían menos de estar ellos mismos manchados con semejantes pecados. Una conducta tan firme y desinteresada le granjeó muchos enemigos, los cuales buscaron ocasión de hacerle daño. La encontraron muy oportuna cuando, terminada la visita de la Audiencia, el Virrey le volvió a dar la comisión de repartir ciertas tierras baldías que se hallaban en el territorio de la misma Audiencia. Tenaces acusaciones se elevaron entonces contra el padre Solís al Virrey y hasta a la misma Corte y al Consejo de Indias. Hoy, cuando examinamos esas acusaciones a la luz de un criterio imparcial, nos alegramos de que las hayan hecho los enemigos de este insigne varón, pues ellas contienen el mayor elogio que de su caridad y celo pudiera hacerse. En efecto, ¿qué decían contra el padre Solís sus enemigos? ¿Cuál era el fundamento de las acusaciones que dirigían contra él? ¡Decían que había defraudado la Hacienda Real, prefiriendo a los indios en la venta de terrenos, cuando algunos españoles habían ofrecido por ellos   -470-   mayores sumas de dinero...! El Rey desatendió semejantes quejas y, reconociendo los méritos del padre Solís, lo presentó para el Obispado del Paraguay o Río de la Plata, y poco después lo trasladó al Obispado de Quito.

La consagración episcopal después de recibidas las bulas, se la concedió en Trujillo Santo Toribio de Mogrovejo, que se hallaba entonces en aquella ciudad ocupado en hacer la visita de su Diócesis; y desde Lima encargó el nuevo Obispo al deán don Bartolomé Hernández de Soto que tomara posesión del Obispado, como la tomó en efecto el 18 de febrero de 1594. El Obispo llegó a Riobamba la víspera de la fiesta de Corpus de aquel mismo año y el 25 de junio presidió por la primera vez el Cabildo eclesiástico reunido en Quito. En aquella sesión hizo el Prelado una breve plática a los canónigos sobre la observancia de los sagrados cánones y leyes eclesiásticas y, al concluir, tomando en sus manos un ejemplar del Santo Concilio de Trento y de los concilios provinciales de Lima, se hincó de rodillas y, dirigiéndose a Dios Nuestro Señor, hizo juramento solemne, prometiendo que observaría él mismo y haría guardar con toda puntualidad por todos sus súbditos lo dispuesto en aquellos concilios. Tal fue el primer acto con que el ilustrísimo señor Solís inauguró el gobierno de su Obispado. De un Prelado que tanta veneración manifestaba a las leyes eclesiásticas con razón Quito podía esperar grandes bienes.

Luego mandó que en su presencia todos los capitulares hiciesen el mismo juramento, como lo practicaron uno por uno.




II

Fiel en cumplir lo que a Dios había prometido, una de sus primeras ocupaciones fue la visita de todo su Obispado. Lo visitó de un cabo al otro, entrando hasta   -471-   en lugares casi despoblados y llevando consigo un padre de la Compañía de Jesús sumamente diestro en hablar la lengua quichua. Diez largos meses gastó el venerable Prelado en practicar la visita, 10 meses que fueron una no interrumpida misión. En todos los pueblos predicaban el Obispo y el jesuita en la lengua de los indios y en la misma les enseñaban a los niños la doctrina cristiana; así es que muchos indios adultos que hasta esa época no se habían bautizado, instruidos en los divinos misterios se acercaban a recibir el bautismo. La ciudad de Loja, donde permanecieron toda la cuaresma, fue la que recibió beneficios más abundantes de la visita episcopal.

Antes de practicada la visita de toda su vasta Diócesis, pero ya conocidas las necesidades de ella, reunió en Quito para remediarlas el Primer Sínodo diocesano. Celebrose la primera sesión con grande solemnidad el día 15 de agosto en la iglesia catedral, por ser aquel día la fiesta de la gloriosa asunción de la Virgen a cuya advocación está dedicada la Catedral de Quito. Dijo la misa pontifical el mismo Obispo y después de ella se cantó el himno del Espíritu Santo. Asistieron a esta primera sesión el Presidente y los oidores de la Real Audiencia, el Cabildo de la ciudad, las comunidades religiosas, los vicarios de Cuenca, Zaruma, Guayaquil, Pasto, Cumbinamá, Loja, Chimbo y Baeza, los curas de la parroquia del Sagrario, de San Sebastián, San Blas, Santa Bárbara, el Puntal, Zámbiza, Tumbaco, Pelileo, Guaillabamba, el valle de Piura, los Yumbos, Puembo y Pimampiro, otros varios eclesiásticos entre los cuales se hace especial mención de Diego Lobato, predicador en la lengua del Inca. Fiscal del Sínodo fue el presbítero Luis Román y secretario Melchor de Castro Macedo, que lo era también del Obispo.

Por la tarde hubo en la misma iglesia catedral conclusiones teológicas y canónicas, en las cuales se trató principalmente de todo lo relativo a los Concilios provinciales y Sínodos diocesanos. Tan bien discurrieron los sustentantes y tanta doctrina manifestaron los arguyentes,   -472-   que el Obispo lleno de complacencia dijo públicamente que bendecía a Dios porque en la tierra tan nueva como ésta había tantos eclesiásticos cuyas letras bastarían para honrar a cualquiera en la misma España.

Se señalaron para las dos sesiones siguientes dos domingos consecutivos; se determinó que las congregaciones privadas se reunieran en el palacio episcopal desde el día siguiente todos los días dos veces al día: de nueve a once de la mañana y de tres a cuatro por la tarde para lo cual anticipadamente se haría señal con la campana.

En la primera congregación tenida al día siguiente se arregló el orden que habían de guardar en sus asientos las personas que tenían derecho de asistir al sínodo. El orden fue el siguiente: bajo el sitial del Prelado, a su mano derecha, el Presidente de la Real Audiencia y a la izquierda, el Fiscal de ella, siempre que en virtud del patronato real quisiesen asistir a las reuniones sinodales; en los asientos de la derecha, el Cabildo eclesiástico según el orden de sus sillas; en los de la izquierda el Cabildo secular; después los prelados de las órdenes religiosas; a un lado y otro los vicarios, los curas propios, los doctrineros, según la antigüedad de sus ordenaciones; los demás eclesiásticos guardando el orden de precedencia de los graduados en alguna universidad respecto de los que no tenían grado ninguno.

El Vicario general del Obispo tenía asiento entre los canónigos después del asiento ocupado por el Deán.

El sínodo terminó el 25 de agosto de 1594. Para el 15 de agosto del año próximo venidero, se convocó designando la misma ciudad de Quito, el segundo que por circunstancias imprevistas se congregó en Loja.

El primero contiene 114 artículos o capítulos en los cuales se habla del método que debían observar los párrocos en la administración de sacramentos y se prescriben reglas para cortar abusos, y cuidar del mejoramiento de las costumbres de los eclesiásticos, de la instrucción   -473-   de los indios, de la decencia en el culto divino y del adelanto en las virtudes cristianas de todo el pueblo católico.

En la primera sesión de este sínodo el Prelado mandó leer las constituciones sinodales promulgadas por el ilustrísimo señor Peña, su antecesor, para poner en vigor de nuevo las que debían guardarse dejando aquellas que en el transcurso del tiempo habíanse vuelto innecesarias o imposibles de guardar. Estas constituciones sinodales, los concilios provinciales de Lima, el sínodo diocesano que acababa de celebrarse y el Santo Concilio de Trento fueron el código de leyes eclesiásticas con que se declaró que debía ser gobernada y dirigida la Iglesia católica.

Una de las primeras cosas en que se ocupó el ilustrísimo señor Solís en este primer Sínodo diocesano fue en la erección de la iglesia catedral. El primer Obispo de Quito había recibido comisión de la Santa Sede para hacer la erección del Obispado y de la iglesia catedral; pero no sabemos por qué aquel Señor Obispo murió sin firmar el auto de erección; a pesar de esto los canónigos de entonces lo recibieron como auténtico y por él se gobernaron durante varios años; en tiempo del señor Peña se suscitaron dificultades sobre la inteligencia del auto en punto a la distribución de diezmos, hubo desacuerdo entre el Obispo y el Cabildo y por este motivo se elevó un pleito a la Real Audiencia, para que resolviese el asunto. El ilustrísimo señor Solís examinó todos esos documentos y, encontrando mucha discordancia, notables errores y muchas faltas en los diversos traslados que existían entonces del auto de erección, resolvió hacer, de conformidad con el Sínodo diocesano, un traslado auténtico al cual pudiera prestarse entero crédito. Así se verificó y el 17 de febrero de 1595, estando reunidos el Cabildo, el Obispo y los canónigos firmaron y autorizaron una copia esmeradamente correcta del auto de erección del Obispado, declarando que ésa era la única copia a la cual debía darse crédito en adelante en juicio y fuera de él.

El segundo Sínodo diocesano se celebró en Loja, en donde convocó el Obispo a todos los eclesiásticos en su Diócesis, por hallarse en aquella ciudad ocupado en practicar   -474-   la visita. Asistieron pocos, pues lo largo y fragoso de los caminos no podía menos de ser grave obstáculo para la asistencia de la mayor parte de los párrocos. Las constituciones que se hicieron en este Sínodo fueron explicación de algunos artículos del anterior y disposiciones nuevas, dictadas por el Prelado para remediar los males que la visita de su Diócesis le había dado a conocer. El Sínodo terminó el 24 de agosto de 1596, día de San Bartolomé apóstol, y en la misa, celebrada aquel día en la iglesia parroquial de Loja, se publicaron las nuevas constituciones sinodales. De esta manera aquel virtuoso Obispo trabajaba por hacer de su inmenso Obispado un verdadero aprisco, donde fuesen apacentados los fieles con el ejemplo y la doctrina de sus pastores. En celo, en vigilancia y en mortificación ningún obispo ha aventajado hasta ahora al señor Solís. Todavía ahora, a pesar del transcurso de casi tres siglos, la memoria de este venerable Prelado se conserva entre nosotros y se conservará sin duda mientras haya en el Ecuador quien ame la virtud y reverencie la santidad184.




III

Y en verdad el señor Solís dio ejemplo de perfectas y consumadas virtudes; en el claustro fue modelo de religiosos,   -475-   en el solio fue ejemplo de obispos. Amaba de tanto grado la pobreza que durante todo el tiempo que fue Obispo, jamás usó para sus vestidos ni seda ni lino; su sotana episcopal era su mismo hábito de religioso, agustino, un sayal de lana teñido en negro; con ese hábito vino a Quito y con él mismo fue sepultado; su aposento de Obispo no tenía más ajuar que una mesa, unas pocas sillas, un bufete para escribir, todo modesto y sencillo; a eso estaba reducida toda su recámara episcopal.

Tenía por regla invariable de conducta, a la cual no faltó jamás, no admitir en su servidumbre sino personas de conocida virtud, para que la casa del Obispo sirviese de ejemplo a las demás. Gobernaba sus acciones guiado por la máxima de que un obispo no debe perder ni el menor instante de tiempo; por lo cual, tenía hecha distribución de todas las horas del día y en guardarla escrupulosamente fue fiel hasta la muerte. Pondremos aquí para edificación de nuestros obispos la distribución que de las horas del día tenía hecha el ilustrísimo señor Solís. Se levantaba antes de amanecer y se ponía en oración hasta la hora en que celebraba el sacrificio de la misa; después daba audiencia a todos los que necesitaban hablar con él; asistía todos los días a los divinos oficios, por la mañana y por la tarde en la catedral. Al mediodía comía parcamente y después consagraba un rato a la lectura de algún libro devoto. Tanto por la mañana como por la tarde, después de salir de la catedral se ocupaba en despachar los negocios de la curia eclesiástica; a las cinco de la tarde admitía visitas; pero, ya todos sabían que para visitar al Obispo habían de observar dos condiciones: ser breves y no ocuparse en pláticas inútiles. Las primeras horas de la noche las gastaba en examinar la cuenta y razón que tenía mandado habían de presentarle todos los días de los asuntos domésticos, de las fábricas que por su orden se estaban construyendo y de las limosnas distribuidas entre los pobres. Luego él mismo escribía respecto de cada asunto lo que creía conveniente que debía hacerse y esa instrucción o memoria entregaba a sus ministros para el buen   -476-   desempeño de los negocios que les estaban encomendados. Concluido este arreglo se recogía en su oratorio y allí perseveraba en oración hasta muy avanzadas horas de la noche; después reposaba solamente el tiempo preciso para conservar la salud. Su abstinencia era frecuente y se observó que no cenaba nunca, contentándose con una sola comida al día.

Su mortificación corporal fue admirable; traía siempre a raíz de las carnes un cilicio de puntas de hierro y la oración de cada noche solía terminarla tomando recia disciplina. La visita de un Obispado como el de Quito, tan extenso en aquella época, por caminos ásperos y fragosos, en la cual se ocupó dos veces, es una prueba de su mortificación; pero además un testigo ocular de su penitencia nos ha dejado escrito el hecho siguiente. Los viernes, terminada su oración en avanzadas horas de la noche, salía de su palacio acompañado de alguno de sus domésticos y así que llegaba a una cruz que había entonces a la salida de la ciudad cerca de la iglesia de San Blas, se desnudaba las espaldas, se descalzaba completamente y de rodillas principiaba de nuevo su oración y al mismo tiempo la disciplina con una cadena de hierro hecha tres ramales; levantándose después de un breve rato, continuaba su camino hasta el pueblo de Guápulo sin cesar ni un instante de azotarse; delante de la cruz que está en la bajada antes de llegar al pueblo volvía a postrarse por algunos instantes; lo mismo hacía a la puerta de la iglesia; al día siguiente celebraba el sacrificio de la misa con gran devoción en el altar de la Virgen, y volvía a la ciudad montado en mula.

En una ocasión de éstas le acompañó el presbítero Ordóñez de Zevallos, autor del Viaje y vuelta del mundo, y dice que cuando el Obispo estaba arrodillado delante de la cruz, era tal la devoción que le infundió que le parecía estar viendo a San Agustín o a San Nicolás de Tolentino; así, mientras el Obispo oraba y se mortificaba, el clérigo besaba en silencio las zapatos que le había dado a guardar.

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Si era grande la mortificación y penitencia mayor era la caridad que para con los pobres tenía este gran Obispo. Dividía la renta de su Obispado en cuatro partes: las tres consumía en las fábricas de las iglesias y en limosnas de los pobres; la cuarta volvía a subdividir en otras tres; de éstas las dos reservaba para limosnas extraordinarias y la otra empleaba en el sustento de su persona y familia. En la visita de la Diócesis solía andar a llevar una bolsa de reales para repartirlos en limosna a cuantos pobres se le presentaban, prefiriendo siempre a los indios, a quienes amaba con predilección. Por más dinero que llegase a sus manos, jamás reservó para sí ni para sus domésticos cosa alguna, todo era para los pobres.

Cuando salió a la visita de la diócesis, encontró las iglesias de los pueblos en lastimoso estado de ruina: unas enteramente caídas, otras sin puertas ni ventanas, algunas de ellas tan pobres y desaseadas que causaba dolor celebrar en ellas los divinos misterios. El Obispo contribuyó con sus rentas a que se reparasen las que podían ser reparadas, y a que se construyesen de nuevo todas las que se hallaban deterioradas notablemente. El señor obispo Peña había deplorado ya este mal, pero no logró en sus días verlo remediado.

No sólo daba el ilustrísimo señor Solís a los pobres las rentas de su Obispado en largas y cuantiosas limosnas, muchas veces vendió sus propias alhajas para socorrer con el precio de ellas a los necesitados. A la vuelta del viaje que hizo a Lima para asistir al último concilio provincial convocado por Santo Toribio, se encontró tan falto de recursos, que no teniendo con qué hacer limosna a los pobres, mandó vender un pabellón o tienda de campaña que le servía en sus viajes, por ser lo más precioso que tenía, y el valor de esta alhaja fue distribuido en socorro a los pobres; mas como las necesidades de los indigentes no quedasen satisfechas, dispuso que se vendiese una ropa de martas, que le servía para abrigarse del frío. Salió a venderla por las calles su mayordomo, y no hubo quien ofreciese nada por ella; sin embargo, lo   -478-   supo una señora rica de Quito y dio por aquella prenda doscientos pesos, comprándola, según ella misma aseguraba, no por su valor, sino como reliquia. Cierto clérigo rico murió instituyendo al Obispo en su testamento por único heredero de toda su hacienda, que era muy crecida; el Obispo aceptó la herencia y después de puestos en almoneda todos los bienes del difunto, mandó hacer muchos sufragios por el descanso de su alma, y todo lo demás lo empleó en obras de caridad, sin reservar absolutamente nada para sí. Cuando sus domésticos llevaban a mal la estrechez en que vivía y las limosnas que a juicio de ellos eran demasiadas, contestaba el virtuoso Prelado: basta a un obispo lo honesto; en las casas de los obispos la antigua es sólo la caridad; el fausto es muy moderno. Una cosa pido a Dios, añadía, y es que me conceda morir tan pobre que, para enterrarme, sea necesario pedir limosna.

Cierto caballero noble de Quito andaba por algunas casas de la ciudad pidiendo limosna para el dote de una niña pobre, a quien la pobreza impedía contraer honrado matrimonio. Aun cuando conocía muy bien la caridad del Obispo, no se atrevía a pedirle limosna, porque le constaba que entonces el Prelado, con las muchas limosnas que había repartido, se había quedado enteramente exhausto de recursos. Sin embargo, llegó a noticia del Obispo la necesidad de aquella niña, porque se lo contó una persona que fue al palacio de visita; al punto, llamando el Obispo a su mayordomo, le mandó que saliese y buscase prestada esa cantidad a crédito del Obispo y la llevase al caballero encargado de colectarla. La dote estaba tasada en tres mil pesos y el Obispo dio los dos mil, tomándolos a crédito.

Otra de las virtudes en que más sobresalió este insigne Prelado, fue el celo en procurar la decencia y esmero en el culto divino. Asistía todos los días, como lo hemos referido antes, tanto por la mañana como por la tarde a la celebración de los divinos oficios en la Catedral, para cuidar de que se celebrasen con la debida puntualidad, compostura y reverencia. Como los multiplicados negocios   -479-   del gobierno del Obispado no le permitiesen asistir a la Catedral todos los días tan puntualmente como deseaba, hizo abrir una ventanilla en la pared de la iglesia contigua a la casa en que moraba, para observar desde allí lo que se hacía en el coro y en el altar. Llevaron pesadamente los canónigos semejante vigilancia y pusieron pleito al Obispo ante la Real Audiencia para que le mandasen cerrar la ventana, y sobre el registro que sufrían informaron a Santo Toribio de Mogrovejo como a Metropolitano. Oídas las razones de ambas partes, respondieron el Santo Arzobispo y la Audiencia de Quito que a Prelado tan celoso de la honra de Dios no se le había de ir a la mano sino venerar sus acciones. Con que los canónigos tuvieron desde entonces por más acertado cumplir bien con sus deberes que poner pleito al Obispo.

Era tan celoso de la buena moral que se disgustaba cuando veía algún clérigo vestido con profanidad, lo cual tenía por indicio de flaca virtud; así, quería que el traje de los clérigos no desdijese jamás de la modestia y gravedad sacerdotal. Supo que un clérigo traía medias de seda amarillas; hízole llamar con descuido y encarándose los dos solos en un aposento retirado, le mandó quitarse las medias de seda, y en su lugar le dio unas de lana negras, diciéndole: estas medias debe ponerse quien todos los días debe subir al altar.

No sólo exigía de los clérigos buena moral, sino también suficiencia. Pocos meses después de llegado en Quito fundó el seminario de San Luis, cuya dirección confió a los padres jesuitas por el grande aprecio y entrañable devoción que profesaba a la Compañía de Jesús. A los que había de ordenar los sujetaba primero a riguroso examen, y no concedía a ninguno las órdenes sagradas sino cuando estaba satisfecho de su suficiencia; la misma regla guardaba en conferir beneficios. Sucedió que un clérigo alcanzase cédula real para una canonjía de la Catedral; con ella se presentó al Obispo, para que le diese la institución canónica; mas el Obispo se la negó, diciéndole que carecía de la instrucción competente para ser   -480-   Canónigo. Interpusiéronse muchas personas autorizadas, juntamente con todos los canónigos, como intercesores para que concediese al clérigo la prebenda, alegando para ello razones y congruencias. Mas el Obispo se mantenía inflexible en su primera resolución, pues decía que el Rey le había hecho merced al clérigo presentándolo para aquella prebenda, sin duda ninguna porque ignoraba Su Majestad que el agraciado era iliterato, dado caso que nunca habría querido proveerla en un indigno. Tantas fueron las súplicas, tan repetidos los empeños que al fin el Obispo prometió que le daría la prebenda con la condición expresa de que primero había de estudiar el clérigo dos años de gramática latina; aceptada la condición, lo consignó a los jesuitas y efectivamente el prebendado cursó dos años gramática bajo la dirección de los padres; y al cabo de ese tiempo, encontrándolo el Obispo suficientemente instruido, le concedió la canonjía que solicitaba.

Otro ejemplo dio de firmeza y de cuánto aprecio hacía de la buena moral. Había en la catedral un excelente músico y cantor, joven de prendas nada comunes y muy estimado así de los canónigos como del mismo Prelado por la hermosura de la voz y la destreza en el cantar. Contra este músico recibió quejas el Obispo por cierto desacato cometido con su madre, con la cual había reñido y faltádole al respeto. Averiguó diligentemente el caso y convencido de la falta, despidió al momento al culpado del empleo que desempeñaba en la catedral. El joven se valió de cuantas personas graves había en la ciudad para que el Obispo revocase la orden y no le privase del empleo; los canónigos acudieron también a interceder por él, representando al Obispo la falta que haría en la iglesia el joven por la excelencia de su voz y su destreza en la música. Dejolos hablar el Obispo, escuchándoles en silencio con grande calma, y al fin por toda respuesta les dijo las siguientes palabras, dignas de toda ponderación: Más gloria recibe Dios de que se castigue un mal hijo, que de que haya en su iglesia un buen cantor; y prohibió que se le volviese a hablar más sobre aquel asunto.

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Cuando recién vino a Quito y principió a gobernar su Obispado, se manifestó severo en corregir las faltas e incorruptible en punto a acepción de personas, porque, decía, si desde el principio conocen mi manera de proceder, no extrañarán después mi conducta. Y así fue en efecto pues las virtudes del Prelado inspiraron a todos profundo respeto y veneración a su persona. Hablaba poco y con grande mesura y discreción; y aunque afable con todos, jamás la bondad le hizo torcer ni un ápice del camino de la justicia; había aceptado con grande repugnancia el Obispado, temiendo condenarse, y por esto andaba siempre con sus ojos fijos solamente en la voluntad divina. Amaba a todos sus súbditos con una caridad tan perfecta que cuando se veía obligado a castigar las faltas de alguno, lo hacía guardando siempre los fueros de la honra y fama ajenas. En el distribuir de los beneficios y cargos eclesiásticos profesaba la máxima de que aquél es más digno de un empleo que menos lo solicita; y se complacía en sacar a luz el mérito buscándolo en la oscuridad de la modestia.

Habíase introducido ya en aquella época una reprobada costumbre que por desgracia entre nosotros dura todavía, a saber, el exceso en la comida y la falta de modestia en las casas de los curas, cuando reciben la visita episcopal; esta costumbre era aborrecida por el Ilmo. señor Solís y en destruirla se manifestó infatigable, riñendo a los curas que se esmeraban por regalarle en la mesa y en el cuarto preparado para que se hospedase. Conociendo un cura la voluntad del Obispo, le recibió dándole posada en un cuarto cuyas paredes estaban entapizadas con esteras de totora; al entrar, se sonrió el Obispo y volviéndose al cura, le manifestó en términos muy sinceros cuánto le agradaba aquella sencillez y pobreza; esos otros adornos, dijo, me desagradan porque desdicen de la modestia y humildad del estado que hemos profesado; agradezco la buena voluntad, pero repruebo los adornos. Presenciando los pueblos tantos ejemplos de virtud, veneraban a su Obispo y oían sus instrucciones con profundo acatamiento.











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ArribaAbajoSelecciones literarias

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ArribaAbajoLa poesía en América

Discurso pronunciado en un acto público literario en Quito el año de 1871


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I

Hoy más que nunca me considero honrado por vosotros, honorables magistrados, respetables padres de familia; hoy, cuando, dejadas a un lado vuestras ocupaciones, habéis venido a tomar parte en la penosa, pero grata faena de la educación de la juventud, puesto que vuestra sola presencia en este lugar es el mejor premio que anhelan los alumnos; hoy, cuando os habéis dignado solemnizar con vuestra asistencia el acto literario de la clase de literatura, encomendada a mi dirección; hoy, yo vuestro compatriota, no debería hablar sino para tributaros mi más sincero y profundo agradecimiento por el alto honor que habéis dispensado a la juventud estudiosa de esta capital; pero, ya que tan benignamente os dignáis escucharme, permitidme que os hable de un asunto tan querido de mí como simpático para vosotros, la poesía en América.

Principiaré repitiendo lo que repetía el árabe aquel de las Mil y una noches: «yo no sé más que historias de mi patria»; y, ciertamente, del grande amor que tengo   -488-   a la América, creo que no se me hará un crimen, ni temo que censuréis mi entrañable afecto y tierno cariño al Ecuador, mi patria idolatrada. Amo a la América, y la amo con ternura por sus largos padecimientos; amo a la América, y la admiro por su heroico valor; amo a la América, y la amo con cierta especie de reverencia por ser la patria de mis padres, y quiero con especial cariño al Ecuador por ser mi patria. Hijo del suelo americano, no he puesto mis plantas en el famoso suelo de la civilizada Europa; no he visto sus ciudades opulentas; no he visitado sus sabias universidades; no he presenciado sus espléndidas diversiones; ni he sido testigo de sus grandes hechos; mi patrio río es humilde y sin nombre; que los sabios hablen de ciencia, yo sólo sé hablar de cosas de mi patria. Generosos como sois, perdonaréis esta protesta, acaso, para muchos de vosotros importuna.

Un día, en una edad ya de nosotros lejana, un hombre fue de corte en corte por Europa, ofreciendo a los reyes un mundo que él había adivinado, y que ninguno de ellos quería recibir; al fin, después de muchos desprecios y largo esperar, tres pobres carabelas zarpaban de un pequeño puerto de España con rumbo al Occidente; los días se sucedían a los días, y siempre, al amanecer, el horizonte se presentaba inmenso y desierto... Era una noche de octubre; el cielo, como un pabellón negro bordado de diamantes, cobijaba a la tierra, y en el desconocido, vasto y solitario Océano reinaba un silencio solemne, que sólo era interrumpido de cuando en cuando por el monótono bramar de los vientos en las lomas... ¡y en aquel instante la América, envuelta en su manto de tinieblas, se hallaba frente a frente de la audacia y el genio, que la andaban rastreando! Al otro día, cuando, el sol brilló en Oriente, la América estaba descubierta.

Entonces, volando atravesaron los mares famosos aventureros en busca de riquezas, y apóstoles insignes trayendo la Buena Nueva; y cuando el hacha terrible de Cortés, de Pizarro y de Quezada hubo demolido los imperios de México, del Perú y de Sogamoso, sobre sus ruinas   -489-   los misioneros plantaron la Cruz, símbolo de resurrección y de vida; y a la sombra de la Cruz, como siempre, principiaron a levantarse las artes y las ciencias. Cierto es que España se llevó entonces las riquezas de los pueblos que habitaban en este suelo; pero también es cierto que trajo en compensación su lengua, rica y sonora, sus luces y su civilización.

Seamos justos, señores: la patria de Pizarro es también la patria de Las Casas; ¡la humanidad maldice a los conquistadores, y colma de gloria a los apóstoles!

Desde entonces hasta ahora las letras en América han corrido la misma suerte que los pueblos; en la época colonial la poesía americana fue imitadora, siguiendo a la castellana, que andaba también por el sendero de la imitación. Por desgracia, el siglo de oro de la literatura castellana, se gastó en América en destruir y en reedificar; y cuando la madre patria empezó a enviar a sus colonias americanas magistrados, leyes, ciencias y mercaderías, les mandó también su gongorismo; la independencia pidió a la América soldados y mártires; la República le pide desinterés, sacrificios e ilustración, brindándole en cambio con halagüeñas esperanzas.




II

Voltaire decía, hablando de los poetas de su tiempo: «En los mejores escritores modernos se siente el carácter de su país al través de la imitación de la antigüedad; sus flores y frutos han sido calentados y madurados por el mismo sol, pero, del terreno en donde se nutrieron han recibido gusto, colores y formas diferentes»185. ¿Podemos decir de los poetas americanos lo que el crítico francés, decía de los escritores europeos? Los cantos de los bardos de América ¿tienen el gusto, el colorido y la   -490-   forma característicos del suelo americano? ¡Ah! muchos ciertamente no los tienen... Arrastrados de la manía de la imitación, han hecho oír en su patria cantos extranjeros para ella; han desdeñado la rústica pero magnífica belleza de la naturaleza americana, para describir escenas y paisajes que nada tienen de bellos, porque carecen de verdad; han delirado al entonar himnos a la libertad, porque, extraviados, pensaron que podía haber libertad sin virtud; y han blasfemado, porque blasfemaban los poetas de ciertas naciones, devoradas por la gangrena del materialismo, a quienes era moda imitar.

La poesía en América, para ser verdaderamente americana y nacional, debe ser religiosa y no escéptica, porque el pueblo americano no ha renegado de su Dios; debe ser patriótica, es decir, debe santificar los recuerdos nacionales, llorar en los padecimientos del pueblo, animarle a la generosidad y al progreso, ilustrarle y aplaudir sus triunfos; y, en fin, las imágenes con que se embellezca, los recuerdos que evoque, los hechos a que aluda, todo debe ser americano. Para decirlo en una palabra, la naturaleza americana, hermosa, lozana y magnífica, debe estar pintada en la poesía americana, con toda la pompa y gala que recibiera de la mano del Criador. He aquí, pues, si no me engaño, las tres cualidades que debe tener la poesía americana: religiosidad, patriotismo y originalidad; cualidades que, no siendo únicas ni exclusivas, pero sí principales, contribuirán, según mi modo de ver, a formar una literatura nacional y americana.

Una de las fuentes de inspiración poética, y la más sublime sin duda, es la religión. En efecto, las ideas nobles y elevadas, los sentimientos generosos y heroicos que sólo el cristianismo puede inspirar al hombre, comunican a la poesía aquel carácter augusto y civilizador que le ha granjeado el renombre de divina. El pueblo conserva todavía en América vivo y ardiente, digan otros lo que quieran, el sentimiento religioso; y la vida de las naciones americanas, no temo asegurarlo, está en su religiosidad, pues el pueblo americano ha sido educado con sentimientos religiosos, los que se han convertido   -491-   en su carácter distintivo, llevando en sí mismos el respetable sello de antiguas tradiciones nacionales; por esto, cuando los poetas americanos, hijos de una sociedad eminentemente religiosa, en vez de tomar la lira del santuario, empuñan la lira del materialismo, hacen una injuria al pueblo americano. Hablen al pueblo de aquello que le interesa más, y hallarán eco en su corazón; en esas sociedades, a las que el excesivo lujo y la corrupción las han arrastrado a la apostasía en las creencias, produciendo como consecuencia legítima la sed de placeres y el fastidio de la vida, la poesía se ha convertido en escéptica y materialista, sus cantares han sido gritos de desesperación, y su influjo deletéreo ha ocasionado vértigos terribles en la moral de los pueblos; pero en América, donde sociedades jóvenes y llenas de vida sienten el halago de la esperanza que las impele en busca de prosperidad y grandeza, la poesía no puede ser materialista ni escéptica; sociedades viejas y corrompidas, cuyas entrañas están devoradas por la fiebre de todos los vicios, que, al cantar, deliren, está bien; pero la América, que apenas nace a la vida social, ¿para qué quiere ostentar enfermedades que aquejan a naciones gastadas ya y moribundas?

¡Ah! digámoslo francamente, y yo os confieso que siento un verdadero placer, un desahogo en decirlo: si la América, esta tierra de nosotros tan querida, tiene algo bueno, todo se lo debe a la Cruz; conocéis nuestra historia y ocioso sería repetirlo. La Cruz, esa Cruz que, ennoblecida con la sangre de una víctima divina, dio la civilización al viejo mundo, esa misma Cruz ha civilizado la América; la sabia Europa, que justamente se enorgullece con su civilización, miente cuando dice que sus luces, cultura y prosperidad son fruto de ella misma, y ahí está la historia (ese inmenso epitafio que la verdad y la justicia graban sobre la losa de la tumba donde duermen las generaciones que fueron), ahí está la historia para desmentirla; sí, la Cruz ha civilizado la América, lo digo con entusiasmo, porque hablo la verdad... ¡Pobres indios! ¿Qué habría sido de ellos si la Cruz no los hubiera defendido de los bárbaros conquistadores?...   -492-   La Cruz, plantada en las selvas de América, hizo del salvaje un hombre civilizado; la Cruz, plantada sobre los escombros de los antiguos pueblos, dio nueva vida a los restos moribundos de las naciones, que sin la Cruz hubieran perecido.

Comprendamos bien el cristianismo y en él encontraremos una poesía noble y sublime, porque el cristianismo tiene una poesía sublime y magnífica, y sus poetas se llaman Dante, Tasso, Milton, Racine, Chateaubriand, Manzoni... Entre los antiguos, los poetas formaban las religiones; entre los modernos, la religión ha formado a los poetas. Podemos, pues, decir con Nodier: «mientras la poesía no sea cristiana, la grande obra de la nueva ley, que ha revelado a la humanidad un orden entero de pensamientos y sentimientos dignas del hombre, no estará completa»186.

La poesía no es, como tal vez pudiera creerse, un frívolo entretenimiento sin influencia ninguna en la sociedad; pues siendo, como es, el halago de la juventud, produce consecuencias funestas, cuando es inmoral; y civiliza, cuando conserva su inspiración noble y elevada. La juventud, en cuyo pecho late un corazón de fuego, ansiando el bien y sin acertar a comprender su verdadera naturaleza, ama por instinto todo lo bueno; pero lo ama con pasión juvenil, es decir, con mucho entusiasmo y poca reflexión; confunde el orden con la tiranía; y, apasionada por la libertad, quisiera darla a todos aunque fuera por medio de la violencia; amante de la novedad, desprecia lo antiguo y procura destruirlo, sin saber con qué ha de reemplazarlo. La poesía no es para ella un solaz sino una especie de religión: poesía busca en el orden social, y por eso le encantan las utopías políticas que tienen mucho de imaginarias y poco de realizables; poesía busca en los afectos, y por eso gusta de sacrificar su corazón en el altar de un ídolo, muchas veces desconocido; poesía quiere en las creencias, y por eso le agradan las novedades, aunque sean absurdas, con   -493-   tal que tengan algún colorido de libertad; pues libertad es lo que dice el corazón del joven en cada uno de sus latidos, aunque la libertad en las concepciones entusiastas de la juventud es muchas veces una deidad que reclama en holocausto el deber, la autoridad y por consiguiente el orden.

Que la juventud me perdone las expresiones que acabo de pronunciar, me las dicta la verdad y no la preocupación. Joven también yo, sé que la juventud, siempre generosa en sus aspiraciones, se extravía por inexperto e irreflexivo entusiasmo, nunca por premeditado egoísmo.

Cuando se ponen en manos de la juventud escritores que ultrajan la moral enseñando el vicio y haciéndolo amable, por presentarlo vestido y adornado con las galas de la poesía, se hace traición a los sagrados deberes sociales, pues la corrupción prematura de la juventud es una enfermedad lenta pero terrible que, consumiendo poco a poco la moralidad de los pueblos, acaba por envilecerlos; y pueblo envilecido, pueblo muerto en el orden social. Si quieren los bardos de América merecer bien de su patria, no le hagan traición; inspiración elevada, noble y sublime tiene el cristianismo, pero necesitan los poetas americanos cantar lo que siente su corazón y no remedar los sentimientos de otros poetas extranjeros, atormentados por afectos e ideas enteramente extrañas a los pueblos americanos. ¡Cuán tristemente asombrado queda uno cuando oye a algunos poetas americanos cantar, expresando en sus cantares los sentimientos de pueblos y naciones trabajados por terribles sacudimientos morales! ¡Desesperación de la vida, cuando el pueblo vive de esperanza, anhelando por el bienestar con que le brindan su índole pacífica y sencilla, y su misma juventud social! ¡Escepticismo materialista, cuando las naciones americanas no han apostatado de sus creencias religiosas! ¡Oh, no! ¡La América no está, no, condenada al suicidio nacional! Si la poesía americana es inmoral, no es la poesía del pueblo americano.



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