Selecciona una palabra y presiona la tecla d para obtener su definición.
Anterior Indice Siguiente



  -494-  
III

Hablaré exponiendo con franqueza y lealtad mis sentimientos. Si la poesía en América hace traición a los sentimientos del pueblo americano, aunque por circunstancias excepcionales brille un instante, perecerá, por ser cual planta parásita, sin vida propia, arrimada al tronco vetusto y carcomido de una civilización que no es la del pueblo americano. Sentimientos viles, ideas torpes, más bien bramidos de la discordia, que gusta de beber la sangre de los pueblos, y no cantos de poeta se han oído, vergüenza da decirlo, en América.

La educación del pueblo americano es, señores, un edificio en el cual apenas se han puesto las primeras piedras, y ésas, por desgracia, no han sido de las mejores ni más sólidas. Distingámoslo bien: bajo el gobierno colonial la América no tenía verdadera vida propia, nacional; la guerra de la independencia tomó cierta tendencia algún tanto destructora, que no dejó de producir efectos funestos. En el régimen antiguo había algo que debía ser destruido y algo también que debía ser conservado; mas, desgraciadamente, la espada de la libertad hirió también a lo que debía ser conservado y, como las naciones no se improvisan, los pueblos han ido poco a poco caminando hacia su prosperidad; toca, pues, a la literatura en América el noble cargo de civilizar al pueblo; y, hablando francamente, en algunas partes la literatura debe principiar por crear el pueblo... ¡Crear el pueblo! Sí, porque pueblos sin sentimientos nacionales no son pueblos. El amor desinteresado y generoso a la patria forma al ciudadano, y sin ese sentimiento, que debe arder siempre en el corazón de todo hombre, las naciones no son naciones. ¿Queremos que los pueblos sean virtuosos? Pues principiemos por hacerles amar la patria, ha dicho el tristemente célebre autor del Emilio.

Dícese que en la antigua Roma, en esa Roma de los Catones y también de los Lucrecios, las vestales debían   -495-   conservar siempre encendido en el templo el fuego sagrado, símbolo de la vida de la nación; así quisiera también yo que las vírgenes musas americanas conservaran siempre vivo y ardiendo en el corazón de nuestros pueblos el santo fuego del amor nacional. Del ciudadano que no ama a su patria no os prometáis acción ninguna generosa; si espera algún provecho para sí en la ruina de la patria, temblad, la patria será sacrificada. Concluyamos: si el amor a la patria -hablo del amor ilustrado- no anima a los americanos, no contéis con la nacionalidad americana, pues las naciones, en cuyo seno llega a apagarse la llama del amor nacional, morirán, porque en tal estado no querrán más que pan y diversiones, cambiando de amo como tengan falta de placeres. Pero ¡ay del pueblo corrompido!, porque lleva en su corazón una enfermedad mortal, que poco a poca irá gastando el sentimiento moral, que es la vida de los pueblos; ese pueblo necesita de un terrible remedio para sanar; afortunadamente para la humanidad, la Providencia vela por la felicidad de los pueblos.

Decía hace un instante que la poesía americana, para ser verdaderamente nacional, debe expresar con fidelidad los sentimientos del pueblo americano, y no sé que haya un solo americano en cuyo corazón no excite tiernos afectos el recuerdo de los antiguos indios moradores de esa tierra, hoy patria nuestra, así como antes fue patria suya. Ahora bien, si todo lo antiguo, en el mero hecho de serlo, es muy favorable a la poesía, ¿cuánto más lo será la memoria de las antiguas naciones americanas, cuyos recuerdos han sido realizados por la desgracia? Yo de mí sé decir que el solo nombre de los Incas despierta en mi alma toda una epopeya de recuerdos. ¡Los Incas, pueblo tan dócil y apacible cuanto desgraciado, y a quien ni aun siquiera le fue dado gustar de la mansedumbre de la Cruz, que le fue presentada entre cadenas y regueros de sangre!

Poetas ha habido, en efecto, en América, vosotros no lo ignoráis, señores, puesto que uno de ellos es honra de nuestra patria; poetas ha habido, a quienes la musa de   -496-   la historia ha inspirado sentidos acentos para cantar los recuerdos de las míseras naciones americanas.

Una palabra más sobre este punto. La Edad Media ha sido para los poetas modernos de Europa la época poética por excelencia; para nosotros esa edad no puede ser tan interesante por no pertenecernos tan de cerca; mas, en cambio, tenemos la época colonial, nuestra Edad Media, cuando en las colonias americanas la vida social se deslizaba tranquila, como la del antiguo señor en su castillo feudal, entre la monotonía de fiestas religiosas y diversiones populares. El estudio y contemplación de la época colonial ha dado materia para dos hermosos poemas, «Inami» y «El campanario», de que justamente se gloría la literatura chilena; la época colonial inspiró al poeta guerrero del Cauca, al cantor de «Gonzalo» y de «Pubenza», y a la época colonial debe también el delicado Celta uno de sus más bellos romances.




IV

Hablemos ya de la tercera cualidad que debe tener la poesía en América, es decir, de la originalidad en su manera.

Nada me parece tan extraño como el modo de proceder de algunos poetas americanos, que reniegan de la belleza para ser sus cantores. Van a buscar en tierra extranjera las riquezas que abundan en su patria, semejantes al que, deseando pintar un hermoso cuadro y necesitando de gran luz, cerrara las puertas y ventanas de su aposento, para encender una lámpara con que alumbrarse en la plenitud de luz del medio día. Algunos de nuestros poetas han visto la hermosura de la naturaleza americana y no la han comprendido; efecto debió ser esto, sin duda, de la equivocada educación literaria. Ciertamente, no de otra manera acierto yo a explicar cómo poetas de tan delicado sentimiento estético no se han   -497-   impresionado con la hermosa naturaleza del nuevo continente, y han ido a mendigar el colorido poético para sus concepciones artísticas allá al viejo mundo, y principalmente a las deidades de la difunta mitología clásica.

En efecto, los libros que se han solido poner en manos de los niños en América, escritos por ilustrados críticos europeos, contienen, no hay duda, excelentes preceptos y muy buenos ejemplos; pero también debemos observar que aquellos autores profesaron una doctrina literaria algún tanto mezquina, y más bien convencionalmente verdadera que verdadera en su esencia, y la esencia, como muy bien lo sabéis, es la verdad de las cosas. Hermosilla, Blair, más tarde Zárate; tales han sido, como nadie ignora, los maestros de nuestra juventud en América. Hermosilla, si en muchas cosas anduvo acertado, en muchas otras se equivocó gravemente; crítico sin sentimiento, nota los defectos de forma sin apreciar las bellezas de fondo; con su doctrina, más bien que aprovechar se extraviarán los jóvenes. Zárate, más ilustrado y más filósofo que Hermosilla, no alcanza completamente el objeto a que su Manual de literatura se ha destinado entre nosotros, sin que sus vacíos puedan ser tampoco llenados por la rica erudición, el atinado gusto y la juiciosa doctrina de Blair. El virtuoso ministro inglés escribía cuando aún no se habían hecho los progresos que ahora en la crítica literaria187.

  -498-  

Algunos pocos aficionados al estudio y amantes de la ilustración adquirieron entre nosotros los buenos escritores franceses de los siglos XVII y XVIII; pero, por desgracia, sus conocimientos fueron estériles para la juventud, y la luz que podían haber derramado los críticos franceses quedó reducida a iluminar a algunos hombres afortunados, que pudieron y supieron aprovecharse de ella. Por otra parte, los mejores escritos de aquellos literatos, preciso es también hacerlo notar, si hubieran contribuido a purificar el gusto, no habrían ensanchado mucho el círculo de las ideas, pues bien conocéis que dichos escritores por su crítica sistemática redujeron la poesía a un conjunto de reglas, de las cuales unas son verdaderas por estar fundadas en la esencia de la belleza, entonces sentida más bien que definida, y otras son convencionales por ser derivadas del modo inexacto de estudiar las obras clásicas de la antigüedad. Estaba reservado a la pensadora Alemania el crear, dirémoslo así, la ciencia de la crítica literaria: Lessing, Herder, Schiller, tan gran poeta como atinado crítico, y principalmente Federico y William Schlegel, con su vasta erudición y elevada filosofía ensancharon el horizonte de la crítica literaria y le dieron miras verdaderamente sabias; y, gracias a tan ilustres pensadores, la poesía dejó de ser considerada como un formulario al que tenían que ajustarse las creaciones del genio para recibir el título de las bellas188.

Pero mientras que en Europa las obras de aquellos sabios ilustres, derramando nueva luz, producían una completa revolución en las doctrinas literarias, en América todavía se continuaba creyendo en la infalibilidad poética de Horacio y de Boileau189, siendo por cierto   -499-   muy triste que la casi ninguna comunicación de algunos de nuestros países con los grandes centros de civilización europea, el poco conocimiento del alemán, no sé qué especie de fatalidad que persigue a nuestra patria, a donde, por diez obras malas, apenas llega una buena, y más que todo, el uso, esa divinidad de las medianías, que   -500-   exige en sacrificio la petrificación del talento, hayan sido parte para que la educación literaria quedase estacionaria. Hay también otra causa que será siempre un grande obstáculo al adelantamiento de la juventud, y es el fastidio y disgusto de nuestros jóvenes por los estudios serios, fruto de la lectura de novelas inmorales, mal escritas y peor traducidas, que inundan nuestra América. Esas novelas han corrompido la sana moral, han viciado el gusto y echado a perder el habla castellana. ¡Triste es decirlo, señores! Nuestros jóvenes después que han leído una docena de esas novelas, creen que ya lo saben todo, porque ignoran cuanto hay que saber.

Canten los bardos de América, pero canten himnos patrióticos; canten, pero no deliren; si su inspiración noble y elevada da a sus liras el acento solemne del canto cristiano, habrán simpatizado con el pueblo, que les pide que entonen cánticos que del pueblo sean conocidos. No creo que los poetas americanos tengan una alma tan mezquina y apocada que sea incapaz de sentir la emoción de la sublime poesía del cristianismo. No, pues hasta la campesina cruz del cementerio de aldea tiene su poesía, para el que cree y creyendo espera190. Canten también las pasiones del corazón, pero cántenlas domesticadas y dirigidas por el cristianismo. Cuando Chateaubriand, el Virgilio del siglo XIX, quiso cantar esa terrible pasión que nace en el corazón humano como brota la maleza en una tierra fecunda, no mendigó la inspiración de la voluptuosa deidad de Chipre; vino a América, invocó al genio silvestre de los bosques, y la musa americana diole su lira, tan tierna y melodiosa como el gemido de la paloma del desierto, tan grave y solemne como el ruido imponente del huracán cuando sacude las hondas del Meschacevé, y tan melancólica como el quejido del viento que gime agitando la palmera de la soledad; sí, el Genio del cristianismo inspiró a Chateaubriand, y Atala, para servirme de la comparación de   -501-   un ilustrado escritor francés191, cual la paloma bíblica, volando desde el remoto mundo americano, fue a cernerse sobre las olas del diluvio de corrupción e impiedad en que había sido ahogada la Francia.

No creo que los bardos de América, hijos de una patria generosa, sean de peor condición que los vates extranjeros que han venido a esta nuestra tierra pidiendo inspiración poética al límpido cielo americano. No faltan a la otra parte del mundo, dijo Bernardino de Saint-Pierre192, sino Teócritos y Virgilios para que tengamos descripciones tan interesantes a lo menos como las de nuestros país. Y, en efecto, su casta musa encontró inspiración tierna y melancólica en la cuna del huérfano; el hermoso cielo de los trópicos prestole su apacible color para que pintara la paz y dulzura del hogar doméstico; lloró sobre las humildes ruinas de las pobres cabañas donde se albergaran Pablo y Virginia, y su idilio fue el himno del huérfano protegido por la mano paternal de la Providencia.

¡Honor y gloria a esos bardos que, inspirados por la silvestre pero hermosa deidad americana, han entonado himnos y cantares bellos como el cielo americano, ardientes como la juventud, graves como la religión! Cada nación tiene el suyo... ¡Bello! el respetable nombre el magistrado íntegro, del legislador humanitario, del filólogo profundo, del humanista consumado y del poeta original, el primero que cantó la virgen naturaleza americana, es gloria no sólo de su patria, sino también de la América toda. Heredia, el cisne del Niágara, de alma ardiente como el cielo inflamado de su patria, Cuba, de la hermosa y esclava Cuba; el poeta cubano, arrullado en su infancia por el bramido de las borrascas que agitan los mares de su patria, y vigorizado después por la persecución, siempre poseído por el genio de la libertad, hace resonar su lira, atronadora como el trueno de inmensa   -502-   catarata. Echeverría, el cantor de las pampas; Sanfuentes, honor de la ilustrada Chile; y el tierno Caro, ¡Caro!, cuyas poesías tienen un no sé qué de grato y encantador como la fragancia de las selvas americanas; y el simpático cantor de Balboa, Ortiz, prez y gloria del pueblo colombiano. ¡Ortiz! ¡El arpa del bardo granadino suena grave y solemne como el majestuoso quejido del órgano en los templos católicos, cuando canta los misterios de la religión; suspira triste, como el melancólico arrullo del ave nocturna que llora en la soledad, cuando deposita una corona de rústicas siemprevivas sobre la tumba del sencillo labrador; otras veces su armonía es sonora e imponente como el bramar del Tequendama!

Y nuestra patria, con el cantor de La Virgen del Sol se asocia ufana al unísono concierto de las musas americanas. Cuando el bardo del Tungurahua volvió a tomar su lira, silenciosa por algún tiempo, vuelta la vista a lo pasado, evocó los tiernos recuerdos de los pueblos que moraron en este suelo; vio sentado junto a la tumba de los Incas al genio de América; cantó, y su canto fue triste como el gemido de esas aves solitarias que gustan de hacer su nido entre ruinas; cantó, y su canto tuvo para nosotros esta vez algo de ese sentimiento delicado y de esa magia incomprensible que tiene todo lo que dice relación con la patria, algo tierno como la voz de una madre, agradablemente melancólico como un recuerdo de la infancia. ¡La voz del poeta ecuatoriano dejose oír, en fin, en América, como el eco moribundo del último alarido de los míseros hijos del Sol, al hundirse para siempre en la tumba!

Colombia, la gran Colombia, y el coloso de la guerra, Bolívar, necesitaban un cantor digno de ellos, y lo tuvieron en efecto: ¡Olmedo, el Píndaro del Guayas, digno era de cantar la libertad de un mundo!

¡Honor, gloria y eterna gratitud a los vates americanos!

He concluido, señores. Soy el ínfimo de los ecuatorianos, pero a nadie cedo en amor a mi patria. Llamado   -503-   a enseñar la clase de literatura, conociendo mi insuficiencia, temí, pero al mismo tiempo me alegré de tener ocasión para prestar un servicio a los jóvenes mis compatriotas. Siempre anhelando por el bien y prosperidad de la América toda, y en especial por el de la República ecuatoriana, voy llevando también mi grano de arena para el edificio de la literatura ecuatoriana patria, en el que han trabajado y trabajan con gloria Mera, Zaldumbide, en la poesía; Cevallos, Herrera, Borrero, en la historia; Espinosa, original pero no escéptico como Fígaro, en el estudio de la sociedad; Carvajal, Montalvo... estos y otros muchos ecuatorianos ilustres, cuyos nombres no pronuncio, pero a quienes estimo de corazón, en cuyos talentos y patriotismo se funda la esperanza de la naciente literatura ecuatoriana.

He dicho193.





  -504-  

ArribaAbajoLa poesía y la historia

Discurso pronunciado en el colegio seminario de Cuenca, con ocasión de los actos públicos literarios del mismo colegio el año de 1879


  -505-  

Ilmo. Señor194,

Señores:

Las condiciones pacíficas de nuestra sociedad y la sencillez de nuestras costumbres suelen dar a los ejercicios literarios de la juventud estudiosa de Cuenca un cierto carácter como de regocijos públicos; así es que, cuando acudís aquí vosotros para honrar con vuestra presencia los ensayos literarios de la juventud, y los alumnos para dar razón al público de los trabajos escolares del año que termina, podemos decir que maestros y discípulos,   -506-   padres de familia y magistrados, os congregáis para celebrar a una las fiestas de la ciencia en este recinto, el cual por eso, acaso, podría merecer el glorioso título de modesto santuario de la ciencia, donde bajo la vigilante solicitud de la Iglesia rendimos culto al saber humano.

Señores, vuestra presencia en este lugar honra a los alumnos; vuestro voto de aprobación, si lo merecieren, será su recompensa y un estímulo más para que sigan adelante con nuevos bríos en la carrera de los estudios que todavía les faltan.

Mas ahora, como asunto análogo al examen de retórica y poética, en que acabamos de ocuparnos, me permitiréis que discurra brevemente acerca de las relaciones que existen entre el estudio de la poesía y el de la historia.


I

La poesía puede considerarse desde dos muy diversos puntos de vista, pues o se busca en las producciones del ingenio humano solamente la belleza literaria, prescindiendo de todas las circunstancias exteriores relativas al autor y al tiempo en que se escribieron, o, por el contrario, se toman en cuenta todas esas circunstancias para deducir de la comparación entre la índole de las obras poéticas y las circunstancias del lugar y del tiempo en que fueron compuestas el carácter moral y el grado de cultura de los pueblos o naciones a que aquéllas pertenecieron. El uno de estos estudios sin el otro es incompleto, ambos son de todo punto necesarios para adquirir de las obras poéticas una idea perfecta. Principio es reconocido por los críticos que el poeta, y en general todo escritor, para ser juzgado con acierto debe ser colocado en la posición que ocupó en su nación y época; porque, así como en la vida natural hay una atmósfera de aire   -507-   dentro de la cual respiramos, así también el ingenio en su vida intelectual respira en una como atmósfera literaria, formada por el gusto y principios literarios que dominan en su tiempo. La naturaleza y aun la existencia misma de algunas composiciones poéticas serían inexplicables sin el conocimiento de la historia de la época en que se escribieron.

Es indudable que las circunstancias que rodean al hombre modifican notablemente su ingenio, índole y costumbres. La educación que haya recibido, los hechos que hubiere presenciado o en que haya tomado parte, la condición de la sociedad en cuyo seno haya nacido, vivido y ejercido influencia, el aspecto de la naturaleza con que se haya familiarizado, la religión que profese, el sistema de gobierno que rija en su nación, todo, en fin, obra poderosamente sobre el hombre, y las producciones del ingenio, siempre que sean originales, no pueden menos de llevar impreso el sello de la época y sociedad a que pertenecía el autor. Las imágenes con que se embellece la poesía, la forma de las habitaciones y santuarios, las fiestas, regocijos y funerales, las creencias religiosas, el lenguaje y, lo que es más todavía, hasta el timbre mismo de la voz, revelan admirablemente el carácter de los pueblos y las condiciones del lugar donde hicieron por largo tiempo su mansión.

Ante las colosales fuerzas de la naturaleza, contemplando escenas grandiosas, enervado por el ardor del clima y oprimido por un terrible despotismo, el hombre, en el Oriente se anonada, pone su felicidad en la inacción, confunde el Universo con la Divinidad y a todas sus obras procura darles cierto carácter de magnitud, que tiende a la inmensidad; por esto sus adoratorios son vastos hipogeos, y la acción de sus poemas se prolonga por siglos. Bajo el cielo risueño de la Grecia, en medio de una democracia turbulenta y con una religión material que representaba a los dioses en forma humana y tan sensuales como los hombres, el genio activo de los griegos se apasionó por la belleza exterior, buscó la armonía y el orden, y por eso sus obras artísticas llegaron a adquirir en la forma aquella perfección que siempre   -508-   será admirada. Las largas y monótonas noches, el ruido imponente de los témpanos de hielo flotantes en un mar, que, chocando con las rocas de sus solitarias orillas, forma una especie de lúgubre quejido, dieron a la poesía de Ossian aquella belleza sombría y aquellos tan majestuosos acentos. El arpa siempre melancólica del Bardo de Caledonia parece velada por las brumas eternas que envuelven las montañas de su patria; al paso que el Árabe, acostumbrado a vivir en el desierto, sombreando bajo palmeras esbeltas y gozando de un clima delicioso, respira alegría, voluptuosidad y ligereza en sus cantares195.

Algunos han negado la posibilidad de un sentimiento estético común. Sin embargo, ese sentimiento existe, porque forma parte de la constitución esencial de nuestra humana naturaleza; aunque es verdad que la diferente conformación de los órganos, las primeras sensaciones recibidas por el niño, la educación y la asociación de ideas varían o modifican de diversas maneras en cada pueblo la manifestación exterior del dicho sentimiento. En la India la poesía aniquila al hombre ante la inmensidad del tiempo y del espacio, porque en la India las creencias religiosas confunden el Criador con la criatura, lo pasado con lo futuro. En Grecia la poesía fue fatalista, más rica de imágenes que de sentimientos, delicada en sus formas, pero falta de caracteres morales; pues aun el mismo Homero más bien nos presenta la pintura de pasiones que de verdaderos caracteres morales humanos. En Oriente, por el contrario, los poetas descuidan la perfección exterior de la forma, pero abundan en pensamientos grandiosos.

En Roma la poesía en el hombre sólo vio al ciudadano, porque para los romanos no había más Dios que la patria, y la religión consistía en sacrificarse por ella. Mas una vez abolida bajo el imperio la antigua libertad civil republicana, la poesía latina correcta y esmerada   -509-   en la forma, majestuosa en los conceptos, grandilocuente en la expresión, pero aduladora de los Césares y palaciega, vino a ser un trasunto de la grandeza y poder del imperio, en el cual había muchas cosas dignas de admiración, pero ninguna dignidad moral. Horacio, después de haber arrojado sus armas en la derrota de Filipos, celebraba a los pies del trono de Augusto el patriotismo inflexible de Catón, con tanta mayor libertad, cuanto menos temor podía infundir al César el envilecido Senado Romano.




II

La historia, narrando los hechos pasados para enseñanza de las generaciones venideras, sigue paso a paso al linaje humano en su viaje por la tierra al través de los tiempos y hace notar sus aciertos y errores, sus bienes y males; nos muestra el nacimiento, prosperidad, decadencia y ruina de los pueblos; nos cuenta cómo desaparecieron éstos de la faz de la tierra, dejando en herencia a las naciones que se levantaron después de ellos sus conocimientos, extravíos y virtudes. Ahora bien, si la literatura es y debe ser la expresión de la sociedad, es claro que mientras no conozcamos la naturaleza y condiciones de un pueblo, no podremos juzgar con acierto acerca del mérito de su literatura; porque ignoraremos si en verdad sus poetas y escritores pensaron, sintieron y hablaron como pensó, sintió y habló el pueblo, para cuya instrucción, moralidad y perfección deben ser emprendidas las tareas y obras del ingenio.

Así, imposible nos sería comprender cómo cantó Lucrecio el ateísmo materialista en Roma, donde se adoraba entonces una turba innumerable de dioses, si la historia no nos revelara que para los romanos de aquella época las fiestas religiosas no eran más que un medio de satisfacer placeres voluptuosos, porque la corrupción de costumbres había llegado casi a extinguir completamente   -510-   todo remordimiento. Así, también la exaltada declamación de Lucano y su predilección por Pompeyo no pueden ser explicadas sin las narraciones de Suetonio. Y el magnífico retrato que de Catón bosquejara en su Farsalia el cantor de las guerras civiles, necesita de las vigorosas pinceladas de Tácito, para que la figura del austero republicano resalte en el oscuro cuadro de la época de los Césares.

Sin el conocimiento de los odios y obstinadas guerras de los Güelfos y Gibelinos sería inexplicable el sombrío terror del Dante y la adusta majestad de su poema; así como la frivolidad de los trovadores, sin la paz, riqueza y diversiones de la corte de los Duques de Provenza. Guicciardini explica al Ariosto; y los cínicos poemas de Voltaire a nadie pueden causar sorpresa ahora, cuando César Cantú ha descrito con severa imparcialidad y honesto lenguaje las lúbricas escenas del tiempo de la regencia.

En una palabra, lo bueno, lo verdadero y lo bello serán siempre el objeto de la incesante aspiración del hombre. Mas, como el alma humana es simple, recibe a un mismo tiempo la influencia simultánea de la bondad, de la verdad y de la belleza; de donde se sigue necesariamente que nuestro lenguaje debe expresar la diversidad de esas impresiones en la unidad de la sustancia que las experimenta. Según sea, pues, la naturaleza de los objetos en cuya posesión haya colocado el hombre la satisfacción de aquellas necesidades de su alma, será también la manifestación que, por medio de la palabra, haga de sus ideas y sentimientos. Por eso la historia de los pueblos es el mejor comentario de su literatura.

La poesía escéptica de Byron sólo podía ser fruto espontáneo de la fría doctrina del anglicanismo, que viciando como vicia las enseñanzas del Evangelio, no puede menos de dejar en el alma un vacío terrible y engendrar en el corazón un funesto desabrimiento de los bienes de esta vida. La musa escéptica de Byron blasfema en medio de los goces de una civilización material; la musa cristiana de Manzoni ora entre el ruido y estrépito   -511-   que forman el ferrocarril, el telégrafo y el vapor en el suelo de la civilizada Italia.

Pueblos ha habido como el Griego entre quienes la literatura fue siempre la expresión de su estado de prosperidad o de decadencia. En efecto, apenas nace el pueblo Griego, cuando ya sobre su cuna se eleva espléndido el sol de la poesía homérica, presagiando con el fulgor de semejante aurora poética la abundancia de la luz con que había de brillar en el mediodía de su gloria. Cuando la Grecia, uniéndose en una sola voluntad, detenía en las Termópilas el ejército de Jerges, que, como turbión asolador, iba a desplomarse sobre ella, Esquilo, Sófocles y Eurípides levantaban también la poesía dramática a la altura de la heroica grandeza de su patria. Y, por fin, cuando destruida la nacionalidad griega, los poetas mendigaron la sombra de un trono extranjero, la poesía, en su edad caduca y acercándose también a su ocaso, se entretuvo con los vanos juegos de palabras y la ridícula laboriosidad de los acrósticos y anacíclicos, porque entonces se creyó que la dificultad vencida en la forma supliría la falta de belleza. ¡Cuán admirable no aparece el genio de la poesía griega en aquella su larga edad de oro, que principia con Humero y se cierra con Teócrito!... ¡Con Teócrito, cuyos hermosos idilios sorprenden en una época de decadencia, pudiendo por esto compararse muy bien con la hiedra que, naciendo entre escombros, vino a coronar con sus pálidas hojas los derruidos muros del Partenón!...

Notable es la coincidencia que ofrece la historia entre la prosperidad de los pueblos y el adelantamiento de su literatura. Prescindiendo, por ahora, de la perfección a que llegaron las letras griegas en el siglo de Pericles y la poesía latina bajo el imperio de Augusto, y del vasto desenvolvimiento de la literatura italiana en el pontificado de León X, ninguno de vosotros ignora hasta qué punto se perfeccionó la lengua misma y cuánta gloria alcanzaron los ingenios españoles en la época del reinado de Carlos V y de Felipe II. Entonces también las armas castellanas levantaron la monarquía española a   -512-   tal punto de grandeza, que ninguna otra nación ha podido conseguir hasta ahora. Ved, señores, a la nación castellana después de la derrota del Guadalete en el siglo VIII... No es más que un puñado de valientes refugiados con Pelayo en las montañas de Asturias; vedla después en el siglo XVI... ¡Ni el océano le opone lindes, ni el Sol tiene ocaso para ella!... Su poesía crece a par de la nación, desde el rudo verso del poema del Cid hasta las suaves y hermosas Églogas de Garcilaso.

Ni fue menor la perfección de la literatura francesa en tiempo de Luis XIV. La Francia llegó a ser entonces la primera entre todas las naciones civilizadas de Europa; y la que regía los destinos del mundo por las combinaciones de la política, alcanzó también el señorío de las letras por lo consumado y perfecto de su literatura. Si la espada de Condé la hizo invencible en los campos de batalla, por el genio de Bossuet no tuvo rivales en la elocuencia.

Mas, pueblos ha habido también cuyos poetas no han expresado en sus cantos ningún sentimiento propio del pueblo en medio del cual entonaban cantares. Podemos decir que la musa que les inspiró fue extranjera, y que por eso ni las glorias de la patria les merecieron un himno, ni sus desgracias un suspiro.

Hay, en fin, cierta clase de poesías que, como flores delicadas, se ajan y marchitan al tocarlas; pues, como su belleza consiste únicamente en la forma, no resisten al contacto de la crítica. Esa poesía, nutrida de pensamientos nuevos, rica en afectos generosos, magnífica en Homero, delicada en Virgilio, terrible en Dante, sublime en Milton; esa poesía, que ahora tiernamente melancólica nos conmueve en Tasso; ahora sentimental y contemplativa, nos eleva con Lamartine a las elevadas regiones de un idealismo místico; esa poesía, que brama de furor en los cantares guerreros del Iroqués, que se ríe voluptuosa en las trovas del Árabe; esa poesía, que gime y suspira en los salmos bíblicos; esa poesía siempre será bella aun vertida a otro idioma. No así esa otra   -513-   poesía tan pródiga de palabras sonoras y de epítetos brillantes, como pobre de afectos y falta de pensamientos. Por desgracia, este defecto va dañando en gran parte a la poesía americana. Mariposa inquieta e inconstante, la musa americana despliega al viento sus frágiles alas de lindos colores y visita de pasada todos los géneros de poesía, posando ahora en el fragante y purísimo cáliz de la azucena, sentándose ahora en el fango, porque, como se conoce débil, no puede emular el vuelo atrevido de las águilas del desierto. Y con esto está manifestando que nuestras sociedades políticas, sin orden ni principios fijos, fluctúan constantemente agitadas por innobles pasiones. Para que la poesía no sea, pues, un pasatiempo estéril, debe conservar vivo en el corazón de los pueblos el santo fuego del amor patrio, purificar todo sentimiento noble, maldecir toda acción vil, tributar homenaje a la virtud y honrar la memoria de los hombres grandes; la historia a su vez deberá hacernos conocer lo que fueron los pueblos, para que comparando el retrato que de ellos nos haga ésta con la índole y carácter de la poesía, conozcamos si mereció con el título de nacional.





  -[514]-     -515-  

ArribaAbajoBelleza literaria de la Biblia

  -[516]-     -517-  

ArribaAbajoDos palabras

La Biblia es no solamente un libro sagrado, sino un libro literariamente hermoso; contiene la palabra de Dios revelada a los mortales y es, sin disputa, el libro más bello entre todos cuantos libros se han escrito en el mundo. Ya San Jerónimo ponderaba en su tiempo el mérito de los Salmos, considerados como poemas líricos; y después del santo muchos autores gravísimos han celebrado las excelencias literarias que embellecen nuestros Libros sagrados.

Desde fines del siglo pasado ha habido escritores notables que han compuesto obras con el objeto de analizar los Libros poéticos de la Biblia. Calmet en sus eruditas Disertaciones, y Fleury en sus Discursos trataron de la poesía de los Hebreos. La-Harpe escribió para demostrar que los Salmos, como obras poéticas, merecían figurar no sólo en el mismo grado que las producciones de la antigüedad clásica, sino en un grado muy superior a ellas. Sus Reflexiones sobre el mérito poético de los   -518-   Salmos son dignas de elogio, por la sincera convicción con que están escritas.

La obra del obispo anglicano Lowth sobre la Poesía sagrada de los Hebreos, fue un verdadero acontecimiento literario, y no ha habido crítico de nota que no la haya estudiado y aplaudido. Igual éxito alcanzaron en Francia, a mediados del siglo presente, los Estudios literarios de monseñor Plantier, Obispo de Nimes, sobre los Poetas bíblicos. El docto Prelado francés trató su asunto con todo el aparato de la elocuencia, aprovechándose de las circunstancias en que pronunciaba sus lecciones; el aplauso que éstas merecieron, oídas en la Academia católica de Lyon, fue secundado por el que obtuvieron de la crítica ilustrada tan luego como vieron la luz pública por la imprenta.

Ya antes que monseñor Plantier, un distinguido escritor protestante, el célebre Herder había tratado de la poesía de los Hebreos en una obra que en Alemania fue muy aplaudida. Herder, consecuente con su sistema religioso naturalista, examinó la poesía de la Biblia desde un punto de vista equivocado; y, a su manera, hizo con los Salmos y con los cánticos bíblicos lo que los cortesanos de Baltasar hicieron en Babilonia con los vasos sagrados del templo de Jerusalén, cuando bebían en ellos el vino con que habían ofrecido libaciones a sus dioses. En la obra del crítico alemán abundan observaciones literarias atinadas, pero no escasean errores respecto a la inteligencia de las verdades dogmáticas enseñadas en la Biblia.

El famoso escritor católico De Maistre y el no menos autorizado historiador italiano César Cantú han tratado también de la poesía hebrea; el primero, como por incidencia, en sus Veladas de San Petersburgo, y el segundo de propósito en su Historia universal; ambos dicen poco, pero sus observaciones equivalen a extensos tratados, por lo juiciosas y por lo doctas. ¿Quién no conoce el ingenioso y brillante discurso del Marqués de Valdegamas sobre la Biblia? ¿Habrá alguien que no haya leído las hermosas páginas de Chateaubriand acerca del mérito   -519-   poético de la Biblia comparada con Homero?... Aunque menos conocidas, no por eso son menos apreciables las observaciones de Rollín en su Tratado de los estudios, que, sin duda, tuvo presente el autor del Genio del cristianismo.

En la misma Francia hay muchos otros libros sobre la literatura de la Biblia; citaremos ahora solamente el del abate Villaume titulado El Oriente y la Biblia, tan recomendado por el conde Montalembert.

Todas estas obras, escritas para poner de manifiesto los primores de la poesía de la Biblia, son una prueba del mérito literario indisputable de nuestros Libros santos y justifican el título que hemos dado a nuestro opúsculo.

Nuestro trabajo se reduce a unas cuantas reflexiones sencillas, presentadas a la ligera, sin pretensiones doctrinales de ningún género y con el único propósito de manifestar cuánta es la admiración que nos inspira la sagrada Biblia, y cuán profunda nuestra veneración a la palabra de Dios en ella contenida. Si alguien, leyendo nuestro escrito, se sintiere animado de una estimación mayor a nuestros Libros santos, nos felicitaremos, alegrándonos del éxito de nuestra publicación. ¿A qué ha de aspirar un escritor católico, sino al bien de sus semejantes y a la gloria divina? Tales son ahora nuestras aspiraciones, y nunca han sido otras.



  -[520]-     -521-  

ArribaAbajoCapítulo primero.- De los libros escritos en prosa

Definición de la Biblia. División de los libros sagrados en clases, considerados literariamente. Belleza en general. Libros históricos. Excelencia literaria de estos libros. Libros doctrinales. El Nuevo Testamento. Discursos de Nuestro Señor Jesucristo. Libros proféticos.



I

La Biblia o el Libro por excelencia es un conjunto de libros, escritos, bajo la inspiración de Dios, por diversos   -522-   autores y en muy distintos tiempos; divídese en dos grandes secciones, llamadas Antiguo Testamento y Nuevo Testamento. El Antiguo Testamento contiene todos los libros divinos anteriores a la venida del Hijo de Dios al mundo; y el Nuevo, los cuatro Evangelios y los otros libros escritos por los Apóstoles y Discípulos de Jesucristo.

En el Antiguo Testamento hay libros históricos, libros doctrinales y libros poéticos.

Libros históricos son el Génesis, el Éxodo, los Números, Josué, los Jueces, Ruth, los cuatro de los Reyes, los dos del Paralipómenon, los de Esdras, el primero y el segundo de los Macabeos, y los de Ester, Judit y Tobías.

Libros poéticos son el de los Salmos y El Cantar de Cantares.

Entre los libros doctrinales pudieran incluirse el Levítico, el Deuteronomio y los llamados Sapienciales, a saber: los Proverbios, el Eclesiastés, la Sabiduría y el Eclesiástico.

En los Libros de los Profetas y en el de Job hay parte histórica, parte doctrinal y parte poética.

La división que acabamos de hacer de los libros del Antiguo Testamento no es muy rigurosa ni muy exacta, y la empleamos considerando la Biblia solamente desde un punto de vista literario.

El Nuevo Testamento contiene libros históricos y libros doctrinales: los cuatro Evangelios y los Hechos Apostólicos son libros de historia; las Epístolas de los Apóstoles y aun el mismo Apocalipsis deben ser mirados como doctrinales.

¿Hay en la Biblia belleza literaria? La Biblia es no solamente un Libro sagrado, y como sagrado superior a todo otro libro profano, sino también un libro hermoso, con una belleza literaria encantadora. Mas hay quienes no sienten esta belleza, porque tienen dañado el gusto; su teoría acerca de la belleza literaria es equivocada y,   -523-   como no conocen otra belleza que la de las formas retóricas convencionales, desechan lo que a su parecer carece de belleza. Conviene, por lo mismo, adquirir un criterio literario recto y depurar el gusto, ni se ha de confundir nunca la excelencia literaria de la forma con la belleza sustancial del fondo en las obras literarias, ya estén en prosa, ya estén en verso.

Casi toda la Biblia fue originalmente escrita en idiomas asiáticos; tradújose primero al griego y después al latín. La traducción latina no se hizo directamente de los idiomas originales sino de la versión griega, al latín del siglo primero de la Iglesia; y, aunque más tarde trabajó en corregirla San Jerónimo, muy versado en el conocimiento del hebreo y del caldeo, con todo, el santo no quiso rehacer la traducción antigua, sino mejorarla, dándole más corrección en el lenguaje latino, en cuanto fuera posible, y mayor exactitud en la expresión de las ideas contenidas en el texto sagrado original. Esta traducción es la que tenemos como auténtica; llámase Vulgata latina, y de ella afirmamos que contiene tantos primores literarios que, aun bajo ese respecto, es un libro incomparable.

Mas, ante todo ¿en qué consiste la belleza literaria? Así como para juzgar acerca de las cosas corpóreas es necesario tener sanos los sentidos y aplicarlos bien; así, para discernir la belleza literaria de los meros adornos retóricos, es indispensable haber educado esmeradamente aquel sentido espiritual con que percibimos la belleza en las obras de arte. En nuestra alma hay una cierta disposición natural para recibir impresiones suaves y placenteras con la presencia de algunos objetos; esa aptitud para ser impresionados agradablemente es lo que constituye el sentimiento de lo bello. Mas, esta disposición natural de nuestro espíritu puede ser educada y mejorada y, como si dijésemos, afinada con la reflexión, con la continua contemplación de objetos hermosos y con el estudio de las reglas mejores para la expresión de la belleza.

  -524-  

Entre las reglas conviene distinguir las que se refieren a la naturaleza íntima de lo bello, de las que miran tan sólo a ciertas condiciones accidentales en la manifestación artística de la belleza. Por esto, si examináramos la Biblia según las reglas generales de la retórica y poética de las escuelas, no encontraríamos en ella belleza literaria, y nos desagradaría precisamente la ausencia de todo aparato artístico, en que consiste uno de los secretos de la hermosura literaria de la Biblia. Las reglas de la retórica y poética de las escuelas se han deducido del estudio de las obras maestras de los escritores griegos y latinos de la antigüedad clásica; y, aunque esas reglas sean exactas, con todo, se les ha dado un rigorismo contrario a la naturaleza verdadera de lo bello. Han errado, por lo mismo, aquellos críticos que en la Biblia se han empeñado en hallar y en señalar las clasificaciones literarias del sistema retórico-poético de la escuela clásica. En la Biblia no hay discursos ciceronianos ni historias a lo Tito Livio; tampoco odas horacianas, ni églogas como las de Virgilio, ni poemas épicos, ni elegías; ¿qué hay en la Biblia? En la Biblia hay belleza, y esa belleza ha sido expresada con el lenguaje más natural y más conveniente a cada asunto.




II

En los libros históricos se admira una naturalidad y una sencillez extraordinaria, nada hay en el estilo que no sea natural y muy espontáneo. Ningún artificio, ningún amaneramiento; pero, con esa candorosa sencillez del estilo, con esa amable naturalidad, se hermanan la nobleza, la dignidad y un decoro sobrenatural que, dejando desnudas las cosas más delicadas, ni ofende el pudor ni lastima la decencia. Ésta es una dote tan propia y tan exclusiva de la Biblia, que le pertenece sólo a ella y no a ningún otro libro; es como la púdica desnudez de esos grupos de ángeles, que en forma de niños tiernos   -525-   adornan el santuario en los templos católicos. En esto la Biblia es singular, es única, no tiene semejante.

Las narraciones históricas, a pesar de su sencillez, abundan en pormenores; y a veces están hechas con una prolijidad minuciosa, sorprendente; el arte clásico convencional huía, como de un escollo, de la abundancia de pormenores; exigía en la narración una etiqueta literaria muy cortesana, en la cual los encantos de la vida doméstica se proscribían como ajenos de la belleza literaria, y así jamás descendía a narrar circunstancia alguna de familia; el hogar no era bello en el sentido retórico convencional. En la Biblia esta clase de narraciones abunda, pudiéramos citar todo el Libro de Tobías y la Historia de Ruth, la moabita. ¿Qué descripción más minuciosa que la de la llegada del joven Tobías, cuando regresaba de su viaje a Rages? Ese perro, compañero fiel de camino, que marchaba delante del Arcángel Rafael y del joven viajero a la ida, y que a la vuelta se adelanta y es el primero que entra en la casa, para anunciar la llegada de su amo, ¿no es muy doméstico?... Nada falta a esta narración, dice Rollín; y la Escritura, para aumentar su naturalidad, no ha omitido ni la circunstancia del perro, que no podía ser más natural. No hay belleza sin verdad ha dicho Boileau; ¿no podríamos decir nosotros, no hay belleza donde falta la naturalidad?... La narración del viaje del adivino Balaán, en el Libro de los Números, es admirable; asistimos a las conferencias de los enviados del Rey de Moab con el falso profeta; lo vemos cómo va caminando, presenciamos el milagro de la aparición del Ángel, en la vereda estrecha, entre los viñedos, y somos testigos del estupor de la borrica, de su carrera y de aquel arrimarse a la cerca, asustada con la vista del Ángel; ¿qué narración más natural? Pero ¡cuánta belleza en esos pormenores que, con ser tantos y tan minuciosos, ninguno está por demás, ninguno es ocioso, ninguno superfluo!

Otro de los primores de la narración bíblica es carecer de todo artificio. Villemain decía, que lo supremo del arte consistía en ocultar el arte; y nosotros creemos   -526-   que esta excelencia literaria no se encuentra sino en las narraciones bíblicas. Todas han sido hechas sin pretensiones literarias; los autores sagrados han narrado con aquella misma naturalidad con que trinan y gorjean las aves; y las narraciones de la Escritura son bellas, como los cantos sabrosos y no aprendidos de los pajarillos, según la graciosa expresión de fray Luis de León.

Ninguno de los escritores sagrados debe ser comparado con los historiadores clásicos, ninguno, esa comparación sería absurda. El Templo de Salomón fue único y sin rival en el mundo; así es la Biblia, sin ejemplar y sin semejante en su majestuosa sencillez. En todas las narraciones históricas profanas, por más diestros que hayan sido los esfuerzos hechos por el historiador para ocultarse, siempre deja entrever su mano; se lo conoce, se advierte su presencia tras el velo del arte; en la Biblia no hay artificio alguno, todo es candor, sencillez, naturalidad; y, sin embargo, la persona del escritor desaparece, nos olvidamos de ella, fascinados por la misma sencillez de las narraciones. Algunas de éstas son tan animadas, tan dramáticas, que las escenas reviven ante nuestros ojos, a medida que vamos leyendo; tales son, por ejemplo, el encuentro de José con sus hermanos, en el Génesis, el nacimiento de Moisés y la manera como fue salvado por la hija de Faraón, en el Éxodo. Pero, bajo este respecto, el Evangelio, sobre todo el de San Juan, es el libro histórico más patético de la Biblia. La narración del milagro de la resurrección de Lázaro tiene una frescura inmortal; diríamos que esas páginas están humedecidas por las lágrimas adorables que vertió el Hombre-Dios en la muerte de su querido amigo Lázaro. ¿Quién puede leer esa narración sin conmoverse? Sin embargo, naturalidad más sencilla es imposible; lo sublime era familiar para la pluma de San Juan. ¿Dónde está ahí el arte? Si examináis esa narración según los preceptos retóricos, la encontraréis defectuosa, aunque en verdad sea una obra acabada y perfecta; todos los esfuerzos del arte humano habrían sido impotentes para trazar una página igual. Si bien se mira, la sola narración   -527-   del hecho es una prueba admirable de la realidad del milagro.

En el Evangelio de San Lucas, y principalmente en los Hechos de los Apóstoles, escritos por el mismo santo, hay corrección en el lenguaje y una cierta elegancia en el estilo. Se conoce que era un doctor el que escribía bajo la inspiración de Dios. ¡Qué narración tan encantadora la del nacimiento del Redentor y la de la adoración de los pastores al Niño Dios recién nacido! ¿Por qué no decirlo? Cada vez que hemos oído cantar esas narraciones del Evangelio de San Lucas, en la noche de Navidad, en medio de las augustas ceremonias de la Sagrada Liturgia, hemos sentido un encanto indefinible; ¡cada año nos han parecido nuevas, como si entonces las hubiésemos oído por la primera vez, y, oyéndolas, nuestra alma se ha regocijado con aquella santa alegría que se halla en la revelación de lo sobrenatural!... ¡Oh, Señor! ¡La Biblia es un libro bello, el más bello de los libros! ¡En sus páginas inspiradas hay uno como reflejo de la hermosura increada de su Autor!

Si en una historia debe el historiador retratar fielmente a la nación o al personaje cuya historia escribe, decidme, ¿cuál otra historia puede compararse con la Biblia? Si exigimos verdad en la historia, las narraciones históricas de la Biblia son veraces, exactas y fieles; si la historia ha de ser imparcial, ninguna obra histórica puede disputar ese mérito a la Biblia, sus narraciones históricas no son alabanzas ni vituperios, refiere lo bueno y lo malo, y cuenta las virtudes y los vicios. Un escritor profano hubiera callado la caída de David, y no habría dicho ni una palabra de la idolatría de Salomón, los dos más grandes monarcas de Israel; ¿cómo deslustrar su gloria? ¿Cómo echar sombras sobre el esplendor de reinados tan famosos? Así habría discurrido un historiador profano; pero la Biblia es inexorable, y dijo la verdad, porque sólo la verdad honra a Dios.

Hermosean mucho la historia las descripciones hechas con naturalidad y exactitud; y descripciones de esta clase no escasean en la Biblia: la del Diluvio universal   -528-   y la de la bendición de Jacob disfrazada de Esaú, en el Génesis, son bellísimas; la de la construcción del templo y su dedicación, en el Libro tercero de los Reyes; la de los convites de Asuero, en el Libro de Ester; la del martirio de San Esteban en los Hechos de los Apóstoles, no tienen rival en ninguna historia clásica. ¿Habrá una descripción más admirable de las expediciones de Alejandro Magno, que la que, en cortos pero sublimes rasgos, hace el autor del Libro primero de los Macabeos?...

¿Buscamos caracteres morales bien descritos? Pues la Biblia los tiene de mano maestra: el del patriarca José, en el Génesis, he ahí un modelo acabado. Niño en casa de Jacob, contando candorosamente sus sueños misteriosos; joven, puesto al servicio de Putifar; preso en la cárcel; Virrey de Egipto, y luego recibiendo a sus hermanos, dándose a conocer a ellos, saliendo al encuentro de su padre, siempre es el mismo, sencillo de alma, generoso de corazón.

El carácter de David, tal como nos lo describen los Libros primero y segundo de los Reyes, tiene indisputable hermosura moral: sus cualidades distintivas son el valor y la ternura. Como valeroso, como esforzado, David es siempre un héroe: en el combate, sereno, intrépido, denodado; a su espada nada resiste, todo se le rinde; pero ese corazón tan fiero, tan arrogante, es blando y tierno, sabe amar con desinterés, sabe perdonar con generosidad; si comete un crimen, luego se arrepiente y se avergüenza. ¿Qué escena más admirable que la del encuentro con Abigail, cuando esta esposa discretísima salió a calmar a David, que iba encolerizado contra Nabal?

Pero ningún carácter se halla más diestramente trazado ni es más sorprendente en la Biblia, que el de Moisés. ¡Qué figura histórica tan grandiosa la del Legislador de los Hebreos! Sabio, prudente, manso; si se aíra, es porque el pueblo ha idolatrado; pero luego se pone a contender con Dios mismo y a hacerle violencia para que no castigue al pueblo prevaricador. Poeta sublime, historiador excelso, Moisés no tiene igual ni semejante entre los mismos Profetas de Israel; ¡esos varones   -529-   prodigiosos giran en torno de Moisés, como los planetas al rededor del Sol, recibiendo del gran Legislador de su pueblo la claridad con que brilla en la historia la divina revelación!

Lo delicado, lo tierno, lo noble, lo patético en la Biblia se encuentra puro y limpio de escoria y acrisolado; la narración del sacrificio de Isaac es sublime; aquel silencio de Abrahán, cuando su hijo le pregunta por la víctima del holocausto, no puede ser más patético. He aquí la leña, he aquí el fuego, he aquí el cuchillo, dice Isaac a su padre; y la víctima, ¿dónde está?... ¡Hijo mío, Dios se la proveerá!, le contesta Abrahán. Ese hijo mío, ¿no es una expresión de mucha ternura? ¿No es patética? ¿No será sublime? ¡Qué diálogo tan sencillo entre la víctima y el sacrificador! Ese hijo, que era la víctima señalada por Dios; y ese padre, que en la montaña misma del sacrificio todavía no tenía valor para descubrir a su hijo la orden terrible de Dios... Hay una sublimidad patética en la reticencia de Abrahán y en esa lacónica respuesta dada a su hijo. ¿La víctima?... ¡Dios se la proveerá, hija mío!...

Ejemplos de la más exquisita ternura en el amor paternal nos ofrecen Jacob, lamentándose por su hijo José; y David, dando ayes y plañendo por Absalón. Jacob sale como de un sueño, según la frase de la Biblia, cuando le anuncian que vive José, el hijo, cuya muerte hacía muchos años estaba llorando; David gime por el hijo que le había hecho traición, por Absalón, el rebelde, el sanguinario.

La Biblia ha santificado la amistad celebrando la de David con Jonatás, y, sobre todo, la de Jesucristo con la dichosa familia de Betania, formada por Marta, María y Lázaro. ¿Qué afecto puro hay en el corazón humano que la Biblia no lo haya ennoblecido y santificado? ¿Os parece que la Religión condena el dolor? ¿Creéis que reprueba el pesar? ¿Teméis cometer una falta cuando lloráis por vuestros queridos difuntos? ¡Tranquilizaos!... ¡Abrid la Biblia y leed!... Jesucristo se llena de dolor por la muerte de Lázaro; Jesucristo hinche de lágrimas   -530-   sus ojos divinos y llora, viendo llorar a las dos hermanas del muerto... Et lacrymatus est Jesus!

El amor patrio, llevado hasta el heroísmo, sostenido con sacrificios innumerables, virtud es, virtud de almas nobles, de corazones bien puestos; virtud recomendada por la Biblia. ¿Qué fue la hazaña de Judith sino patriotismo? ¿Qué el sacrificio de Ester, sino patriotismo? Los dos Libros de los Macabeos no son sino la historia del amor patrio, que se afana, que se agita, que se inmola. ¿Quién puso la espada guerrera en la mano esforzada de los Macabeos sino el amor de su suelo natal, de su pueblo y de su religión?...

La familia, que es el principio y el fundamento de la sociedad política, de la civil y de la religiosa, ahí está en la Biblia, descrita, honrada y sublimada sobre toda ponderación en la Historia de Tobías, ese, no diremos relato, sino poema doméstico, idilio del hogar, santificado por dos castos amores, el conyugal y el maternal. Búcaro de siemprevivas, que ninguna intemperie marchita; hacecillo de hierbas olorosas, que con su fragancia dejan perfumada la mano del que las toca...

Ningún amor es más sagrado que el maternal. ¡Qué madres las de la Biblia! Ana, madre de Samuel; la otra Ana, madre de Tobías el joven; Agar, la esclava egipcia, la madre de Ismael. ¿Puede la literatura clásica presentar algo más hermoso? Homero fue delicado cuando describió la despedida de Héctor y de Andrómaca en la Iliada, pero Astiajes, llevado en brazos por Andrómaca, no es tan patético como Ismael, que agoniza de sed en el desierto; Andrómaca es una madre tierna, Agar es una madre cuya ternura por su hijo le quita la vida. Las mujeres de la Biblia son tipos de belleza moral incomparable: Susana, de fidelidad conyugal; Ruth, de compasión y de desinterés; y la madre de los Macabeos, de fortaleza sobrehumana. Ese amor maternal tan heroico no era ni siquiera posible en el paganismo. Sería muy digna de consideración la Biblia, si solamente nos hubiera hecho conocer las virtudes de la mujer.

  -531-  

En el Evangelio tenemos el complemento de este punto, cuya trascendencia moral es indisputable: la rehabilitación de la mujer después de caída en la deshonra. Magdalena es la heroína del arrepentimiento generoso; la mano divina del Salvador se tiende hacia ella, la toma con bondad y levanta del fango escandaloso en que yacía hundida, para sentarla a sus pies, cambiada en penitente voluntaria; allí está, embriagada de amor místico, sin acertar a separarse de los pies del Maestro celestial. Entre tanto, la fragancia del aroma misterioso, con que ha ungido la cabeza de Jesucristo, se dilata al través de los siglos, difundiendo el buen olor de sus virtudes. Una vez más, ¿se hallará en la literatura clásica una figura que pueda compararse con la penitente del Evangelio? Virgilio, el tierno poeta del amor apasionado, creó en su Dido el tipo más cabal de la mujer, que lleva en su pecho la honda llaga abierta por el desdén, por el cariño mal correspondido; la cuitada reina de Cartago encendió con sus propias manos la hoguera en que había de poner fin a su vida y remedio a su pasión. La musa latina no acertó a inventar una escena más patética ni más apasionada: ¡poetizó la desesperación! ¿Qué hizo el Evangelio? En María Magdalena presentó el modelo del arrepentimiento. ¡Ved ahí esa virtud, esa virtud, el arrepentimiento, que desconoció el paganismo y que ha inspirado Jesucristo, haciendo de la esperanza una de las principales virtudes, con que es regenerado el corazón humano!...




III

Examinados los Libros históricos, estudiemos ahora los doctrinales.

El fondo de la doctrina es divino y contiene la revelación sobrenatural hecha por Dios a los hombres. En la Biblia se encuentra la respuesta a todas las preguntas, que el hombre puede hacer respecto de las cosas,   -532-   cuyo conocimiento le es moralmente indispensable; la Biblia plantea y resuelve, con claridad y precisión, todas las cuestiones relativas a Dios, al hombre, a su fin aquí en la tierra, al alma humana, a su destino sobrenatural, a la sociedad, al linaje humano y al mundo. Lo que la filosofía no acertó a explicar, lo ha esclarecido la Biblia; lo que la filosofía ignoró, lo ha enseñado la Biblia; lo que la filosofía confesó que no podía conocer, lo ha revelado la Biblia.

El estilo de los Libros doctrinales del Antiguo Testamento es sentencioso: cada máxima se expresa en una sola cláusula; y así la serie de los pensamientos forma una cadena de oro, en que las piedras preciosas realzan el brillo y la hermosura del metal en que han sido engastadas. Unas veces emplea graciosas alegorías, otras la máxima se expresa en metáforas de clara inteligencia; ya se vale de una comparación, ya usa de la forma interrogativa, dando así amable variedad a la enseñanza moral. En algunas ocasiones, como en el Libro del Eclesiastés, toma la corriente doctrinal un giro inesperado: con grave y sombría elocuencia pondera la inútil vanidad de todas las cosas de la tierra, y manifiesta en frases de una hermosura varonil y severa cuanto desabrimiento dejan en el corazón humano los placeres mundanales. Hay páginas en que parece que Salomón quisiera enseñar el escepticismo y el desprecio de la vida; jamás labios humanos han vertido tanta amargura después de haber saboreado tantos deleites. Pero no; esa descripción de la vanidad de todas las cosas de la tierra le sirve al rey sabio para inculcar el temor de Dios y la esperanza de los bienes de ultratumba, que no fastidian nunca y que no perecen jamás. En el Libro de los Proverbios, en el de la Sabiduría y en el de el Eclesiástico el estilo sencillo y doctrinal se muda en poético, y con tanta gracia va elevándose, que en algunos pasajes llega al lirismo; contienen estos libros descripciones preciosas, hechas en breves palabras; contraposiciones dilatadas, en las que la doctrina moral se enseña recreando el ánimo con el espectáculo de la virtud puesta al lado del vicio;   -533-   y, por fin, elogios de los varones santos que florecieron en la antigüedad. Sería nunca acabar si fuéramos analizando las bellezas literarias de estos Libros.

En los Libros doctrinales del Nuevo testamento no hay para qué buscar elegancias retóricas ni adornos artísticos. En las Epístolas canónicas de San Pedro y de San Juan, en la de San Judas y en la católica de Santiago el menor, la crítica se complace en reconocer el sello del carácter moral que distingue a cada uno de los cuatro Santos Apóstoles.

En San Pedro hay tal abundancia de ideas, y los conceptos se acumulan tan precipitadamente en la cabeza del Apóstol, que su estilo corre henchido de sentencias y cargado de cláusulas largas; es el fervor, es el ímpetu de una alma vehemente, apasionada, que a pesar de los años se conserva ardorosa, sin marchitarse por el hielo de la vejez.

San Juan es sencillo; su estilo, llano y familiar, se conserva sin dificultad ninguna en la versión de la Vulgata; el traductor no se ha fatigado, como cuando trasladaba las Epístolas de San Pedro. El Discípulo amado reclina suavemente su cabeza sobre el pecho de Jesucristo; el jefe el colegio apostólico se lanza a las olas, para ir precipitadamente al encuentro del Maestro Divino.

Sencillo como San Juan y claro, sin misterios sagrados de ciencia recóndita, Santiago podemos decir que es el príncipe de la ascética cristiana.

San Judas acumula imágenes y metáforas para inculcar una sola máxima moral. La historia contiene muy pocas noticias acerca de la persona y de la vida de este Santo Apóstol; su Epístola da a conocer que observaba con profunda atención los fenómenos naturales, bajo de cuyo velo solía contemplar la acción sobrenatural de la Providencia. Los disidentes son para San Judas: nubes sin agua; árboles otoñales, muertos dos veces, sin hojas ni frutos; olas espumosas de la mar; estrellas errantes...

  -534-  

Mas ¿cómo caracterizar el estilo de San Pablo? ¿Cómo explicar lo que es superior a toda explicación? Ese piélago profundo de doctrina divina, ese mar sin orillas de ciencia sagrada, ese océano inagotable de sabiduría celestial, no puede ser contemplado tranquilamente; su grandeza inspira terror, su majestad impone respeto, y no acierta la mente a abarcar de una mirada lo que es inmenso. Buscamos en la misma Escritura algo con que comparar al Doctor de las naciones y no encontramos sino el Diluvio universal. Ved cómo llueve sin cesar, cómo se abren las cataratas del cielo, cómo se rompen las fuentes del grande abismo. ¡Qué afluencia de palabras! ¡Qué abundancia de pensamientos! ¡Y en tanta copia de palabras, nada es ocioso, nada redundante, nada superfluo! ¿Para qué allí la estrechez de la retórica? ¿A qué fin las ligaduras de la gramática? La ola de la elocuencia sube, empujada por la ola del pensamiento y en los tumbos de aquel océano de sabiduría, ya se encumbra nuestra mente a los cielos, ya se hunde en misteriosos abismos. Tanta grandeza se convierte de repente en ternura maternal, y el corazón de Saulo yace desfallecido. ¿Quién lo ha postrado? ¿Quién, sino la caridad del Señor Jesús? ¿Habrá página más tierna que la que San Pablo escribió a Filemón?... Esa Epístola fue la proclamación solemne del dogma de la fraternidad humana: delante de Dios no había ya amos y esclavos, todos los hombres eran hermanos, bajo la paternidad del padre, que está en los cielos.

En los Evangelios hay no solamente una parte histórica sino también una parte doctrinal, en la que se contienen los discursos de Nuestro Señor Jesucristo; pero ¿a esa parte será dado tocar con la mano profana de la crítica?... El racionalismo impío de nuestros tiempos ha osado manosear la inmaculada belleza de los discursos evangélicos; y, pretendiendo analizar la palabra inefable del Verbo Eterno hecho hombre, ha blasfemado. Por esto, nuestra crítica se acercará ahora al Maestro Divino con la profunda adoración de la mujer piadosa que le enjugó compasiva el rostro sagrado en la pendiente del Calvario; ¡la blasfemia ha pretendido ensuciar ese   -535-   rostro adorable, pero su inmunda saliva ha servido para hacer más brillante el fulgor de su hermosura sobrehumana!

Nótase en los discursos de Nuestro Señor Jesucristo una sencillez clarísima; son, si se nos permite la expresión, diáfanos, transparentes, cristalinos; mas en esa claridad, en esa limpidez hay una asombrosa profundidad. Río caudaloso, cuya corriente tranquila forma plácidos remansos; agua purísima, en cuyo fondo la vista distingue claramente hasta los granos de menuda arena. Empero ¿quién podrá sondear su profundidad? Las palabras de Jesucristo son clarísimas, su estilo es no sólo eminentemente nacional, sino popular; todo es natural, obvio; es un judío de la época de la dominación romana, no ha salido de su nación ni tiene nada que no sea nacional. Sus parábolas son como una descripción de las costumbres de su pueblo; las oyen las turbas y, al instante, las comprenden; cuando quiere poner de manifiesto una gran verdad, se sirve de una comparación para hacerla sensible; y las flores del campo, los pajarillos que se venden en el mercado, las viñas y los sembrados son los objetos que emplea, y, señalándoselos como con el dedo a sus oyentes, deposita en sus almas groseras la sencilla fecunda de su doctrina santificadora. Su comparación predilecta es la del pastor, que cuida con solicitud de su rebaño; insiste en este símil admirable, lo desmenuza, se lo aplica a sí mismo y quiere ser reconocido como el Buen Pastor... ¡Oh, Buen Pastor! ¡Oh, Maestro Divino! ¿Quién hay que sea comparable con Vos?... ¡Sabiduría infinita, Verbo humanado, tenéis palabras de vida eterna; de vuestros labios adorables está fluyendo sin cesar un raudal inagotable de ciencia y de doctrina divina! ¿Quién será comparable con Vos?

La crítica literaria aplicada al Santo Evangelio principia por analizar las palabras de Jesucristo, y no puede menos de continuar admirando, para concluir orando; la crítica se trueca en oración y el análisis en himno de alabanza. Es el grito de admiración y de bendición que los sermones del Nazareno portentoso arrancaron a las   -536-   turbas que tuvieron la dicha de oír sus palabras durante los días de su vida mortal. ¡Ah! ¡Nadie ha hablado como Jesús de Nazaret! ¡Feliz el seno en que fue concebido! ¡Dichosos los pechos que lo amamantaron!...

Una florecilla, los lirios del campo, le bastan al Maestro por excelencia para inspirar a los hombres confianza filial en la providencia de Dios: las flores ni hilan ni trabajan, y sin embargo, ni Salomón con toda su riqueza, estuvo vestido tan galanamente como los lirios del campo. En el Evangelio no hay primores retóricos ni esplendores poéticos, y, con todo eso, su sencillez casi infantil deja avergonzados a los mayores triunfos de la palabra humana.




IV

Los escritos de los Profetas ocupan un término medio entre los Libros doctrinales y los rigurosamente poéticos; tienen mucho de los doctrinales y mucho también de los poéticos. Su estilo es de ordinario figurado y su lenguaje vehemente, pero cada Profeta lleva un sello especial que lo caracteriza y le da una fisonomía literaria propia, mediante la cual se distingue de los demás.

Todos empleaban comparaciones, alegorías y figuras tomadas de la naturaleza que los rodeaba y del género de vida en que estaban ocupados. Así, mientras en Isaías se reconoce al descendiente de regia estirpe que se había familiarizado con los grandes, por ser uno de ellos, en Amós se descubre al israelita humilde, al pastor acostumbrado a las faenas del campo.

En Daniel predomina el estilo histórico, es el Profeta de las setenta semanas. Ezequiel tiene una grandeza tosca y una sublimidad desigual. Isaías pudiera compararse con una estatua de oro acrisolado, trabajada con toda la perfección de las reglas del arte; al paso que   -537-   Ezequiel es como una figura gigantesca de la cual hay que alejarse, para poder percibir sus contornos y admirar sus facciones.

La docta cultura de Jeremías revela al Profeta de familia sacerdotal; no hay en este Profeta esos arranques de un lirismo sublime que sorprenden y arrebatan en Isaías; tampoco tiene esas pinceladas bruscas, pero magníficas de Ezequiel; su numen profético brilla tranquilo, como la llama del candelero de oro delante del Arca de la alianza, disipando las augustas sombras del santuario.

Considerados desde un punto de vista puramente literario, Isaías entre los cuatro profetas mayores, y Nahún entre los doce menores, no tienen rival en ninguna lengua; pues, en sus vaticinios, se halla la oda con toda la rapidez de movimiento y con todo el más patético bello desorden de que es capaz la poesía lírica, en sus arranques de mayor entusiasmo. Nahún anuncia la ruina de Nínive de una manera tan viva, como si el Profeta estuviera viendo el asalto de la ciudad, y fuera haciendo, a gritos, la descripción de la catástrofe, conforme se iba verificando.

En los otros profetas predomina la vehemencia en el estilo, la riqueza de imágenes y el lenguaje lleno de términos enérgicos, de frases vigorosas, de cláusulas cortas y de sentencias terribles. En la larga noche de los siglos, cuando las tinieblas de la idolatría tenían a todas las naciones sepultadas en oscuridad y sombras de muerte, la voz de los profetas fue como el grito de alerta que los centinelas vigilantes dan desde los muros de una ciudad sitiada; sucediéndose unos a otros mantuvieron en el pueblo de Dios despierta la esperanza de la redención, prometida al linaje humano. Ese grito profético calló cuando comenzaba a clarear el horizonte con los albores sobrenaturales que anunciaban la próxima salida del Sol de Justicia, que había de alumbrar a las naciones gentiles y dar gloria al pueblo de Israel. Lumen ad revelationem gentium et gloriam plebis tuae Israel.





  -[538]-     -539-  

ArribaAbajoCapítulo segundo.- De los libros poéticos

Consideraciones generales. De las obras poéticas en general. Obras poéticas de la Biblia. El Libro de Job. Los Trenos de Jeremías. El Cantar de Cantares. Los Salmos. Los Cánticos. El Magníficat.



I

Estudiemos ahora los Libros de la Biblia que deben ser considerados como rigurosamente poéticos.

¿Cuáles son los Libros, que en la Biblia merecen ser tenidos como poéticos? Esos Libros son los Salmos, el   -540-   Cántico de Cánticos, las Lamentaciones de Jeremías y la principal parte del Libro de Job. En los libros históricos hay también algunos cánticos, que son verdaderas obras poéticas.

¿A cuál de los tres géneros, en que se distribuyen las obras poéticas, pertenecen las poesías de la Biblia? Esos tres géneros son el lírico, el épico y el dramático; las poesías de la Biblia no pueden clasificarse ni entre las épicas, ni entre las dramáticas, y deben ser reconocidas solamente como líricas. El género directo u objetivo es, pues, el único que se encuentra en la Biblia.

El Libro de Job ha sido reputado como épico por algunos críticos, y como dramático por otros; pero no merece ni la una ni la otra de esas calificaciones, en el sentido clásico o convencional que se suele dar ordinariamente a esas palabras. Asimismo el Libro titulado Cantar de Cantares ha sido puesto entre las poesías dramáticas; sin embargo, no se ha de creer que sea un verdadero drama a la manera de los griegos o latinos, ni menos en el sentido que los románticos dan a esa expresión. Si el libro de Job y el Cantar de Cantares no son ni épicos ni dramáticos ni odas rigurosamente tales, ¿qué son? ¿Cómo deben calificarse? Son poesías, deben ser clasificados como poemas.

¿Qué es poesía? ¿En qué consiste la poesía? ¿Tiene la poesía un estilo que sea propio de ella y exclusivamente suyo? ¿Hay verdadera poesía en la Biblia? Ved ahí las principales cuestiones acerca de las cuales debemos decir unas pocas palabras, porque tratarlas a fondo no es nuestro propósito.

¿Qué es ser poeta? ¿Quién lo es realmente? ¿Qué es poesía? ¿En qué consiste la poesía? La poesía, considerada subjetivamente, es un estado del ánimo, distinto de aquel en que se mantiene en el curso ordinario y cuotidiano de la vida; en éste, las facultades del alma se hallan tranquilas; en aquél, se encuentran en movimiento, excitadas, más o menos fuertemente, por la presencia real o espiritual de un objeto, que en sí mismo y por su   -541-   propia naturaleza haya dejado de ser común y ordinario. La imaginación, la memoria, la inteligencia y la sensibilidad interna toman, pues, parte en la poesía.

La imaginación, para representar imágenes de objetos mejores que los que se perciben por los sentidos; la memoria, para recordar lo pasado y para revestirlo de formas muy más hermosas que las que tuvo en realidad; la inteligencia, para percibir, atender, discurrir, reflexionar y coordinar unas ideas con otras; la sensibilidad interna, como potencia ciega, se mueve a impulso de la inteligencia, de la memoria y de la imaginación, y movida así por esas otras facultades se enciende en afectos, y entonces el ánimo sale del estado natural y sufre el fuego de las pasiones, arde y se inflama. Ningún afecto es ya tranquilo; todos son fuertes, vehementes o siquiera intensos y profundos.

La acción de las facultades del alma no es igual; antes, según la predisposición natural de cada individuo, así predomina también una de las facultades. En algunos, la imaginación; en otros, la sensibilidad interna. Este modo de ser no es permanente y pasa más o menos pronto.

El poeta, alumbrado por una iluminación interior, ve, pues, algo que, en el estado natural del ánimo, no le es dado contemplar; se le abren los ojos del espíritu y goza de una visión en la cual todas las cosas aparecen mejores, porque las baña una luz hermosa y han tomado los tintes de ella. Hay un estremecimiento momentáneo del espíritu; sus facultades se han sublimado y gozan de objetos superiores a la realidad de todo cuanto le rodea. Ésta es la poesía subjetiva o el lirismo, considerado en el poeta.

La manifestación de lo que imaginare, recordare, pensare y sintiere el alma en ese estado, hecha por medio de la palabra articulada, es lo que constituye la poesía lírica.

Para dar mayor hermosura a esta expresión, para separarla más y más de la manera de hablar ordinaria,   -542-   y, en fin, para que la impresión producida en el ánimo sea más profunda y duradera, se ha inventado el metro y el verso, que es la distribución armónica y artificiosa de las palabras, para causar un deleite nuevo en el oído y en la imaginación. Pero la versificación no es esencial a la poesía. ¿Desdeñaremos, por esto, el metro? No, porque eso sería despojar a la poesía de la forma exterior, que contribuye a realzar más su hermosura. La poesía sin el verso es poesía, es hermosa; pero la poesía con el verso es mucho más hermosa; quitarle a la poesía la versificación sería disminuir su hermosura.

La versificación viene a ser, a su modo, como los colores para la pintura. El lápiz traza líneas y rasgos, acumula sombras y deja claros; pero la paleta con los colores y el pincel, dan vida al lienzo y hacen que en cierta manera la naturaleza palpite en los cuadros. Mas ¿todo lienzo en que haya figuras y colores será pintura? ¿Será cuadro? No, es indispensable que haya belleza. Sin la belleza no sería nada.

Del mismo modo en la poesía, sin belleza no habría nada: versificación, metro, ritmo, gramática, lenguaje, sin belleza, no son poesía ni merecen ser llamados poesías. ¡Lo bello! ¡He ahí el secreto de la poesía!... Pero ¿dónde está lo bello? ¿Qué es belleza? ¿Qué es lo bello, ha dicho San Agustín, sino el resplandor de lo verdadero? Pulchrum splendor veri. Si esto es así, nosotros nos atrevemos a decir que la belleza no es otra cosa sino el reflejo de la incomparable hermosura de Dios sobre lo criado. ¿Quién es Dios, sino la hermosura increada? ¿Quién es Dios, sino la belleza eterna, la belleza infinita? En todas las cosas hay siempre una participación de los atributos divinos, y, por esto, en todo puede encontrarse un aspecto bajo el cual las cosas sean mejores de lo que aparecen, porque se las contempla bañadas por aquella lumbre divina, que las hace más y más hermosas, en cuanto revelan algo más de los atributos divinos. ¿Qué es ser poeta? Ser poeta es, por esto, ver con los ojos del alma la hermosura de Dios en las cosas criadas, y, viéndola, llenarse de regocijo, salir fuera de sí y ser feliz un instante. ¡Eso es poesía, eso es ser poeta!

  -543-  

Por esto, poesía hay en todas las cosas; poesía hay en cuanto nos rodea. El Universo es poético sobre toda ponderación; los astros, la luz, el ruido, el silencio, la calma, el movimiento, todo es poético en la vasta e inmensa creación. La tierra, este planeta donde habitamos, ¡cuán poético es! No hay escena alguna de la naturaleza en el cielo, en la tierra y en el mar que no tenga poesía; no hay objeto alguno que no sea bello, bajo algún respecto. El granillo de arena con que juega el viento, la hoja seca que cae de los árboles, el insecto que murmulla en la hierba, por despreciables que a primera vista parezcan, son siempre bellos; sólo una alma bronca podrá contemplarlos insensiblemente.

Bello es el hombre, considerado como obra de Dios, bella la virtud, bellas las buenas acciones. Belleza hay en la sociedad, y belleza abundante poseen los acontecimientos pasados. De aquí es que hay poesía en el fondo íntimo del corazón humano, en las empresas heroicas, en las acciones virtuosas y en el recuerdo de los tiempos que fueron. Sobre todo, hay poesía en Dios y en nuestras relaciones con nuestro Criador; ésta es la belleza de lo sobrenatural, la poesía de la religión.

Según esto, es claro que la poesía subjetiva no puede menos de tener muchas maneras de manifestación, lo cual ha dado lugar a que los poemas líricos sean distribuidos en cierto número de clases. ¿A cuál de esas clases pertenecerán las poesías de la Biblia? Todas las obras poéticas de la Biblia deben ser consideradas como líricas, no solamente sagradas, sino divinas. Decimos divinas en atención al significado religioso que, como obras inspiradas por Dios, tienen según las reglas de la interpretación o hermenéutica católica. Dios, sus divinos atributos, sus adorables misterios, las obras de su misericordia para con el género humano y principalmente para con la descendencia de Abrahán, las ceremonias del culto mosaico y los recuerdos históricos son el asunto de los poemas de la Biblia. Pero como el pueblo mismo de Israel era profético, y como todos los sucesos de su historia y hasta las más ligeras ceremonias de su culto, eran   -544-   un símbolo que prefiguraba el orden divino de la Encarnación, anunciada y prometida por Dios al mundo; sus poemas deben ser llamados no sólo sagrados, sino divinos. Esas poesías tenían un significado profético en orden a la redención del linaje humano por Jesucristo.

Si con cuidado no se tiene presente este significado, es imposible gustar de toda la belleza y de toda la sublimidad de las poesías de la Biblia; conociendo lo que ellas anunciaban y descorrido el velo profético del símbolo, se presenta la belleza con una luz admirable. Principiaremos a estudiarlas así, con este criterio literario.




II

El Libro de Job no es una simple alegoría, sino una historia verdadera. Llamémosle poema y analicémoslo. Su asunto es una lección moral sobre la economía con que la Providencia divina distribuye los bienes y los males temporales en este mundo; los males de esta vida presente no son siempre castigos del pecado, son también prueba de la virtud. He ahí el asunto del poema.

Ocho personajes desempeñan la acción, que es muy sencilla, sin enredos, sin nudo, sin tramas: estos personajes son Job, su esposa, sus tres amigos, un joven, Satanás y el mismo Dios. Principia el poema con la descripción del estado de prosperidad en que vivía Job; enumera sus inmensas riquezas y refiere la felicidad doméstica de que disfrutaba, en medio de su familia y de sus hijos. Job era un príncipe idumeo, temeroso de Dios y consagrado de corazón a la práctica de la virtud.

La virtud de Job es alabada por Dios mismo, quien le reprocha con ella a Satanás; arguyendo con Dios, el demonio sostiene que la virtud de Job es interesada, y que, si Job perdiera las riquezas que posee, blasfemaría de Dios. De aquí viene la prueba de Job: Dios le da permiso al diablo para que destruya todos los bienes de   -545-   Job, sin perdonar ni a sus mismos hijos. Vuela Satanás, y, en un momento, trastorna la fortuna de Job, arruina sus riquezas y sepulta a sus hijos bajo los escombros de la casa del primogénito de ellos; el Patriarca no pierde la paciencia, permanece inalterable.

Dios da en rostro a Satanás con la paciencia de Job. Satanás pide permiso para hacerle daño en su persona; Dios se lo da. Satanás toca a Job, y Job se siente cubierto de lepra desde los pies a la cabeza. Huye lejos de los hombres, va a pasar sus días en un muladar y allí, sentado sobre el polvo, rae con una teja la podredumbre de su cuerpo, cuya carne, convertida en gusanos, se le va cayendo poco a poco. En tan triste situación todavía le acomete Satanás, le hace la guerra y no le deja ni un momento de reposo; le conturba con visiones nocturnas y con fantasmas tenebrosos, y, cuando estaba ya cansado, rendido, cubierto de llagas y víctima de dolores, le embiste para derribarle de la paciencia en que el Patriarca se mantenía inquebrantable. ¿Qué arbitrios emplea el enemigo? ¿De qué medios se vale? ¿Qué máquinas pone en movimiento? La lucha está empeñada: Satanás, encarnizado; Job, sentado en el muladar bendice tranquilo la justicia y la bondad de Dios.

Su mujer se aíra con el espectáculo de tanta paciencia e insulta a Job; tres amigos de éste vienen para consolarlo, y en vez de hablarle palabras de consuelo, hincan en el alma del Profeta los dardos de su acerada elocuencia, reprendiéndolo como a criminal y orgulloso; Job se defiende, hace protestas respecto de su inocencia; sus amigos se escandalizan, crece la vehemencia de su argumentación, la disputa se aviva; Job, acribillado a sofismas, insiste en que es inocente; toma la palabra un joven y, esforzando los argumentos de los tres amigos de Job, reprende a éste duramente y le intima que confiese su pecado y reconozca que cuantos males han caído sobre él son un justo castigo de su vida secretamente culpable. Constreñido Job, invoca a Dios y pone al mismo Criador por testigo de su inocencia; aparece el Señor y, tomando parte en la disputa, vuelve por la honra de   -546-   su siervo y pone de manifiesto que los males de esta vida no son siempre castigo del pecado, sino a veces también prueba de consumada santidad. Tal es, en resumen, el argumento de este sagrado Libro.

Es la apología más elocuente que se haya hecho jamás de la Providencia divina, es un conjunto de cánticos fervorosos a la Justicia del Eterno, alabanzas admirables a la sabiduría del Criador, himnos a su gloria y a su omnipotencia. La miseria de la condición humana, la flaqueza, la nada del hombre están ponderadas con elocuencia arrebatadora; comparaciones patéticas, quejas doloridas, gritos desgarradores expresan en este Libro la angustia de Job, que, conociéndose inocente, se oye calificar de criminal y se ve reprendido no sólo por sus amigos, sino hasta por la locuacidad de un joven advenedizo. Si hemos de continuar apellidando poema a la historia de Job, debemos decir que es un poema teológico, en el cual se nos han enseñado verdades morales importantísimas.

El estilo no puede ser más elevado ni más grandioso: nutrido de imágenes hermosísimas y rico en descripciones de un primor y de una gracia sin igual; delicadas ironías, interrogaciones punzantes, apóstrofes sorprendentes, frases figuradas de una originalidad inimitable son algunas de las bellezas de estilo que abundan en este Libro de Job, uno de los más hermosos de la Biblia.

La escena pasa toda en el desierto; y, en el estilo y en el lenguaje, aparece el desierto con su inmensa extensión, sus arenales desolados, su sol abrasador, sus huracanes inflamados; los ayes del Profeta dolorido resuenan como los rugidos secos y prolongados del león que retumban y sobresaltan en la soledad. ¿Dónde, en qué lengua, en cuál literatura se podrá encontrar un trozo más elocuente, ni más bello, que el que tiene este Libro, cuando describe las obras de Dios? ¿En qué poema se hallará una pintura del caballo mejor que la del Libro de Job?... Libro más hermoso no es posible encontrar en literatura alguna; abre uno el libro, comienza a leer, y lo sublime sucede a lo sublime, sorprendiendo y fatigando   -547-   el ánimo; quisiera uno descansar, pero la narración lo arrastra y lo empuja, como si el viento del desierto soplando con ímpetu a la espalda, lo arrebatara en sus caldeados torbellinos; acaba el poema y el espíritu, desfallecido, cae, buscando descanso, y como esquivando la grandeza de Dios, que lo abruma.

Los Trenos o lamentaciones de Jeremías tienen una belleza de otro género. Este poema es una elegía patriótica, en la cual el Profeta describe los estragos causados en el pueblo de Dios por la invasión de Nabucodonosor, Rey de Babilonia, y llora la destrucción de Jerusalén, el incendio del templo y el cautiverio de los judíos. Unas veces es el mismo Profeta el que habla; otras habla Jerusalén, a la cual la personifica Jeremías, para poner en boca de ella la enumeración de todas sus calamidades.

El estilo, aunque vivo y apasionado, con todo guarda mesura, y, sin levantarse al tono lírico, es rico en imágenes y expresiones figuradas, enérgicas y descriptivas. El poema camina como a compás, distribuido artísticamente en estrofas cortas, cada una de las cuales comienza por una palabra, cuya primera letra es una de las del abecedario o alfabeto hebraico; de modo que unas siguen a otras, por su orden respectivo. La Vulgata ha conservado las letras hebreas al frente del texto latino.

Si hubiéramos de calificar este poema con alguna clasificación retórica, diríamos que es una elegía histórica, en la cual se hace la narración del sitio y destrucción de Jerusalén, y se describe el estado de ruina y de desolación de la ciudad santa y de la comarca de Palestina, a consecuencia del cautiverio de los judíos. Todas las circunstancias históricas son exactas, no hay ni un solo pormenor que no sea verdadero; sin embargo existe una enorme diferencia entre el estilo histórico y el estilo de este poema; la sencillez está trocada en elegancia, y la narración en una prosopopeya o personificación de las más elevadas. «Los caminos de Sión lloran, porque no hay quien venga a las solemnidades religiosas... Sión   -548-   extiende sus brazos en busca de socorro, pero no hay quien se apiade de ella». ¿Habrá cosa más patética que esos sacerdotes, huyendo por las calles de Jerusalén con sus túnicas levantadas, para no mancharse con la sangre de los muertos, de que estaba encharcada la ciudad?

Entre las obras de Salomón se cuenta una composición poética, llamada por excelencia el Cántico de Cánticos o el Cantar de Cantares, como quien dice el mejor entre todos los cánticos o poemas sagrados. Es una composición dramática pastoril, una égloga dialogada, en diversas escenas, sin nudo ni enlace alguno. Los personajes son el esposo, la esposa, los compañeros de ambos y ciertos otros individuos, que permanecen en silencio, como espectadores mudos del epitalamio del pastor con la pastora de Judá. Ese pastor era el mismo Salomón, y esa pastora la hija del monarca del Egipto, con la cual se desposó Salomón. El poema tiene una profundísima significación mística, y simboliza la unión o desposorio del Verbo Eterno con la naturaleza humana, mediante la Encarnación.

El estilo es bello sobre toda ponderación, y una de las prendas de belleza es la naturalidad, que en las expresiones y en las comparaciones no deja nada que desear. Todo es campestre, todo pastoril: flores del campo, frutos sazonados, viñas florecidas, manadas de ovejas, aromas, prados, cañadas, cervatillas, tales son los objetos con que se manifiestan familiarizados los personajes del poema. Es el canto del amor puro, que no conoce más que una sola nota, la nota del placer con la presencia del amado; el amor abrasa en sus castos incendios al esposo y a la esposa mística, y, a pesar de su fuego, deja inmaculada la misteriosa virginidad de entrambos. El lenguaje de la pasión ya no puede ser más vehemente ni más arrebatado; y, sin embargo, hay tal pureza en el poema, que nada empaña la tersa limpidez de las palabras. ¡Qué hermosura en las comparaciones! ¡Cuánta gracia en la expresión! De la égloga sagrada pudiera decirse que despide fragancia, como un prado de azucenas, cuando el suave viento de la tarde menea blandamente los cálices nacarados de las flores. O mejor, su   -549-   fragancia es el olor aromatizado y fortificante que desde lejos se difunde de las viñas famosas de Engadí.

En el Cantar de Cantares se admiran, unidos con arte soberano, el lenguaje hermoso, escogido, exquisito, con la gracia y la magnificencia risueña y encantadora del estilo. ¡Qué competencia tan delicada en los elogios con que el esposo y la esposa se están ahí requebrando mutuamente!... Lo más hermoso de la naturaleza les ofrece puntos de comparación para sus recíprocos elogios. Teócrito, el príncipe de la poesía pastoril, es sencillo, y su belleza tiene algo de rústico y menos pulido; Virgilio es delicado, tierno y pinta con primor las escenas campestres; pero cuando Salomón acerca a sus labios augustos la zampoña pastoril la hace resonar con tanta gracia, con tanta suavidad, con tan melodiosa ternura, que toda otra música es desacorde y descompasada en comparación de la suya. En la Biblia no hay un poema tan bello como el Cantar de Cantares. Cantica Canticorum.




III

Los Salmos son otra de las obras poéticas de la Biblia. ¿Cómo los calificaremos? Debemos clasificarlos en el género lírico, considerándolos como odas sagradas, como himnos religiosos y como cánticos inspirados. El autor de la mayor parte de los Salmos fue David; otros fueron compuestos por diversos autores.

Aunque, como hemos dicho, todos los salmos pertenecen al género lírico sagrado, sin embargo, podemos distribuirlos todavía en distintos grupos o secciones: en unos la alabanza del Criador es directa, y el salmista ensalza los atributos divinos de una manera doctrinal; en otros canta las glorias divinas, contemplando las maravillas de la creación; muchos tienen por objeto las misericordias obradas por Dios en beneficio personal de David; un gran número de ellos son históricos, pues celebran   -550-   los portentos que el Señor hizo en favor de su pueblo; unos cuantos son deprecatorios, porque en ellos el salmista implora de Dios el perdón de sus pecados, y, por eso, son llamados los salmos de la penitencia. Tales son las distinciones que conviene hacer en los ciento y cincuenta salmos que se hallan en la Biblia.

Predomina en estas odas divinas el elemento de la voluntad, por los variados afectos de que se manifiesta dominado el salmista. ¡Qué lenguaje el que el hombre supo hablar en los salmos! La admiración por la grandeza de Dios, el respeto profundo, la reverencia humilde, la adoración rendida, la sumisión absoluta, el aniquilamiento ante la Majestad infinita. ¿Qué más? La confianza filial, el reconocimiento sincero, la esperanza inquebrantable y la gratitud profunda están en los salmos hablando de una manera viva y patética. Muchos de estos divinos poemas son obscuros, y es moralmente imposible comprender ahora el verdadero sentido literal de ellos; mas esto no debe sorprendernos, porque es necesario reflexionar que los salmos son composiciones poéticas cuyo asunto era muchas veces un hecho privado, o un suceso público acerca del cual ni la misma Escritura Santa ni las crónicas de los judíos dicen una sola palabra; ignorando completamente el suceso, objeto del poema, y todas sus circunstancias, ¿cómo podremos entender las alusiones y los términos figurados de la composición? Este punto es tanto más digno de atención, cuanto el estilo de los salmos es eminentemente lírico y apasionado.

En efecto, el estilo de los salmos es elevado, abunda en apóstrofes, y en personificaciones tan atrevidas que la poesía meridional europea más patética no las tiene semejantes; en los salmos, los ríos aplauden, dando palmadas; los ríos palmotean; el sepulcro grita; los montes saltan de contento. Las transiciones son tan rápidas que de un versículo a otro pasa el salmista de un objeto a otro tan distinto que, a primera vista, no tiene relación ninguna con el anterior. Callar las ideas intermedias es muy frecuente; expresa tan sólo aquello que era más importante, y prescinde de todo lo demás.

  -551-  

Hay algunos salmos dramáticos o dialogados; habla en ellos el salmista y hablan también otras personas. En el salmo segundo, por ejemplo hay varias personas: principia el poeta, con una interrogación; claman luego los pueblos y los reyes, conjurados contra el Mesías; les dirige la palabra el poeta; habla el mismo Mesías y concluye hablando otra vez el mismo poeta.

De todas cuantas composiciones poéticas contiene la Biblia ninguna posee un carácter más humano que los salmos; los efectos que los salmos expresan no son individuales, ni siquiera nacionales; son los afectos que dominan el corazón del hombre, en virtud de las condiciones esenciales de su íntima naturaleza. Los salmos son poemas religiosos, compuestos para cantarse en las funciones del culto público de la nación judaica; son poemas locales y eminentemente nacionales; sin embargo, son universales, son humanos, y no hay afecto alguno de nuestro corazón, ni situación alguna moral en la vida, que no encuentre en los salmos la expresión más natural, más propia y más adecuada: la tristeza, gemidos; la angustia, ayes y suspiros; el temor, gritos vehementes; la alegría, voces placenteras; la esperanza, palabras de aliento; y la gratitud, cantos de júbilo; con tanta propiedad, como si en cada ocasión, en cada circunstancia de la vida, el triste, el afligido, el alegre, el temeroso, el lleno de esperanza y el agradecido hubiesen inventado ellos mismos esas expresiones y modos de decir, para desahogar su corazón. Pero esto es poco: los salmos han dado al hombre un lenguaje que el hombre necesitaba, y que el hombre no podía hablar jamás, el lenguaje de la contrición y del arrepentimiento. El hombre, por el pecado, se constituye en enemigo de Dios, en culpado, en reo, que merece penas y penas eternas; la contrición lo regenera, lo vuelve a la amistad de su Criador; pero era necesario hablar al Todopoderoso, para implorar de su misericordia el perdón, para solicitar de su misericordia la vida. Mas ¿cómo podía el hombre criminal hablar a Dios, irritado contra él? ¿Cuál era el lenguaje con que debía dirigirse a Dios, en esas circunstancias?   -552-   ¿Cómo podía expresar su arrepentimiento, de modo que fuera aceptable a Dios? ¿Cómo? ¡Ofender a Dios, y no acertar con el lenguaje del arrepentimiento!... ¡Abrid los salmos y aprended el lenguaje de la contrición y el modo de hablar con el Juez Eterno, para desenojarle!... ¡Nunca la humildad podrá inventar palabras de mayor abatimiento, nunca la vergüenza estará más confundida, nunca la confesión de la culpa se verá más sonrojada!... ¡Qué ayes más doloridos! ¡Qué suspiros más hondos! ¡Qué alaridos más desgarradores! ¿Habrá comparaciones más vivas? ¿Dónde expresiones más patéticas!... Dios, que concedió al hombre la gracia del arrepentimiento y de la contrición, se dignó también poner en sus labios las palabras propias de la contrición y del arrepentimiento, y esas palabras están en los salmos.

La belleza literaria de estos cánticos inspirados es incomparable, y aparece no sólo como nueva, sino como maravillosa y hasta inefable, es decir, imposible de ser expresada con palabras humanas, cuando se conoce el significado profético de cada salmo, y se lo estudia desde aquel punto de vista excepcional. Los salmos tienen un significado estrictamente literal, y un otro significado profético, tan riguroso, tan preciso y tan exacto como el literal, pero en algunos puntos más propio y más verdadero que el literal. Detengámonos en este asunto y procuremos explicarlo.

En cada salmo hay que considerar dos personajes, dos autores del salmo. ¿Cuáles son esos dos personajes? Esos dos personajes son David y Jesucristo: el autor de la letra del salmo, y el inspirador del sentido profético contenido en las expresiones literales del salmo. Si el sentido literal es hermoso, el sentido profético es un abismo de belleza y de sublimidad. ¿Quién es el autor de los salmos? ¿Preguntáis quién es el autor de los salmos? ¡El autor de los salmos, el verdadero autor, es el Verbo Eterno, el divino poeta de los salmos no es otro sino Jesucristo! ¡Quien ora en los salmos es Jesucristo, quien ruega en los salmos es Jesucristo, quien se queja en los   -553-   salmos es Jesucristo; ese pobre, ese huérfano, ese atribulado, ese aborrecido, ese muerto, ese victorioso de la muerte en los salmos es Jesucristo!... ¡Qué admirables son los salmos, qué hermosos, qué sublimes, cuando se conoce el sentido profético de ellos! ¡El Hombre-Dios es el que habla en esos poemas divinos! ¡Qué novedad no se descubre en la expresión! ¡Qué ternura! ¡Cuánta grandeza! ¡Qué dulcísima unción, qué regalada! El sentido profético de los salmos les comunica una belleza extraordinaria y es una de las fuentes de lo sublime; si se prescinde de este sentido, la obscuridad de las expresiones aumenta y llega a ser de todo punto incomprensible. Las diversas situaciones de la vida mortal de Jesucristo se encuentran descritas de un modo admirable, y hay pasajes enteros que convienen sólo al Redentor y no al salmista: la pobreza de su condición voluntariamente humilde y sencilla, la envidia ciega de sus gratuitos enemigos, el odio tenaz con que lo persiguieron, la ira sanguinaria, la perversidad hipócrita, la traición fementida, el triunfo completo sobre todos sus perseguidores, la fundación de la sociedad cristiana y su conservación al través de los siglos, todo está cantado en los salmos de una manera hermosísima. En el salmo vigésimo segundo, por ejemplo, Jesucristo moribundo hace por boca de David una descripción prolija de los dolores que sufrió en su pasión; las acciones de sus enemigos están representadas por las condiciones terribles de ciertos animales furiosos, como el perro, el león y el toro. ¿Habrá descripción más patética de la voluntaria debilidad del Hombre-Dios, que la que se hace en este salmo, cuando Jesucristo se pinta a sí mismo como un niño acometido por toros robustos, que lo embisten y maltratan? ¿Cuando se muestra en medio de sus calumniadores, como una cervatilla rodeada de perros de presa, que ladran y muerden a su víctima? Circundederunt me canes multi; concilium malignatium obsedit me. La hermosura de los salmos entendidos en este sentido profético impresiona profundamente al espíritu menos reflexivo, causándole un deleite sobrenatural, cuyo recuerdo no pueden borrar los sucesos profanos de la vida.

  -554-  

En los salmos abundan los pensamientos sublimes, expresados con una sencillez inimitable. En Isaías la ironía es amarga y humillante, y frases más crueles no han salido jamás de otros labios humanos; los enemigos de Dios quedan burlados y afrentados; y, en su vergüenza y en su humillación, los pone el profeta como escarmiento a los pecadores. Las comparaciones nos parecen bajas, alguna vez, pero en la misma bajeza se oculta el secreto de la energía de las expresiones. ¿Quién ha maldecido a los inicuos como el salmista? ¿Quién ha consolado a los buenos como el salmista? ¿En qué lengua humana la ira ha sido más enérgica? ¿En qué idioma el amor más afectuoso? ¿Cuál lira podrá competir con el arpa de Sión, ahora cante alegre, ahora gima entristecida?...

Anacreonte no sabe hacer sonar en su lira más que una nota, la del placer; Píndaro recorre una misma escala, yendo siempre de la ambición a la gloria; Horacio se detiene, como furtivamente, en los sones patrióticos, que sabe dar de cuando en cuando su lira republicana; pero pronto se olvida de la fortaleza invicta de Catón, animan invictum Catonis, para no cantar más que el vino y la voluptuosidad; David, empero, en su arpa inspirada encuentra notas armoniosas para todos los afectos del corazón humano y para todas las situaciones de la vida. Horacio es leído en las academias de los doctos, y sus odas son el encanto de los eruditos y de los literatos; los salmos de David han sido recitados por todas las generaciones y por todos los pueblos, y su dolorido Miserere será siempre la plegaria con que el linaje humano aplaque a la justicia de Dios ofendida.

Pasemos a hablar ya de los otros cánticos de la Biblia.

Hay dos cánticos de Moisés, uno en el Éxodo, y otro en el Deuteronomio; el primero es un himno sagrado de acción de gracias, el segundo es un poema histórico en que predomina el estilo doctrinal. El cántico por el Paso del mar Rojo es grandilocuente y está lleno de energía y de arrebatos líricos; Moisés era no sólo un gran Legislador,   -555-   sino también un gran poeta, un poeta lírico sin rival.

El Cántico profético de Habacuc merece, por la sublimidad de su estilo, por lo grandioso de sus imágenes y por lo arrebatado de sus movimientos líricos, ponerse al lado del cántico de Moisés. Otro poema asimismo guerrero es el de Débora, la profetisa, en el Libro de los Jueces: tono elevado, estilo magnífico, rapidez en la sucesión de las ideas son las dotes literarias de este poema.

Más sencillos son los cánticos del Nuevo Testamento, y el de Ana, la madre de Samuel, y el del piadoso rey Ezequías. En el cántico de Ana se admira cómo la expresión de la alegría santa y del reconocimiento se ha mantenido en lo justo, sin traspasar los límites de la virtud, para denostar a sus rivales; recuerda las injurias, pero es para atizar más el agradecimiento, en que su alma arde para con el Señor. El cántico de Ezequías es la despedida melancólica que el hombre da a la vida, al poner sus pies en el borde de la tumba. ¿No es, en verdad, esa divina elegía el arrullo de la paloma del desierto, cuando gime entre las sombras del crepúsculo vespertino?... Estoy dando chillidos, como el polluelo de la golondrina, dice el santo Rey, me he puesto a gemir, como la paloma. ¿Por qué esos chillidos? ¿Por qué esos gemidos? ¡Ah! Antes que llegue el fin de la tarde, habrá finado ya mi vida... ¡Cuánta melancolía hay en esta expresión! De mane usque ad vesperam finies me.

La elegancia del estilo es menos adornada, menos oriental en los cánticos del Nuevo Testamento, pero la doctrina o el fondo dogmático es más profundo. El cántico de Zacarías es uno como salmo de la esperanza, que ve rayar el día de la salvación del mundo; y el del anciano Simeón no es un cántico, sino un grito de júbilo al tener en sus brazos al Mesías, objeto de las promesas divinas y de la expectación de todas las gentes. Ese santo viejo, con el Niño divino en sus brazos, helados por la edad, ¿no es la imagen de la antigüedad pagana, rejuvenecida sobrenaturalmente por el Evangelio? El Nunc   -556-   dimittis es el himno de la muerte cristiana, la despedida de la vida, con la esperanza de la inmortalidad. Cuán bien se conoce que el Sol eterno de justicia había comenzado ya a iluminar a las almas, con luz sobrenatural, sobre sus destinos futuros; en el Antiguo Testamento esa luz era menos espléndida, menos fulgurante en claridad que en el Nuevo.

Mas ¿con qué expresiones hablaremos del Cántico de la Virgen María, del Magníficat de la Madre de Dios?... ¡Cuando la más humilde de las doncellas de Judá, cuando la más santa entre todas las criaturas, cuando la divina Virgen abrió sus labios inmaculados y dejó exhalar de su pecho generoso ese gran himno a la gloria de Dios, sin duda los Ángeles en el cielo se postrarían de rodillas para escucharlo, ahondando con sus mentes sublimes en los misterios que esa poesía inefable expresaba! ¿Qué hará la tierra? ¿Qué hará?... La crítica ¿pretende analizar el Magníficat?... El marino suelta la sonda para tantear con ella el fondo de los mares; pero ¿quién sondeará jamás la inmensidad de los cielos? ¿A quién le será dado medir, palmo a palmo, los abismos?... Nada es, al parecer, tan sencillo como el Cántico de la Virgen; pero, el Magníficat tiene la sencillez de la luz. ¿Qué es la luz? ¿Cómo se deja manosear? ¿De qué modo vemos la luz con la luz y por medio de la luz?... La majestad de este himno soberano es digna del Altísimo y contiene las alabanzas más excelentes que Dios ha oído en la eternidad, las alabanzas más dignas también de la gloria de Dios.

Hay en el Nuevo Testamento un libro a la vez doctrinal y profético, en el cual se contiene la historia de los últimos tiempos, narrada anticipadamente de un modo misterioso; ese Libro es el Apocalipsis o la revelación por excelencia. Si ningún libro de la Biblia tiene pretensiones literarias, mucho menos las puede tener el Apocalipsis, pues San Juan ha estampado en sus páginas divinas las visiones proféticas que en el cielo le fueron manifestadas: ha escrito lo que vio. Pero con una sencillez admirable se halla en el Apocalipsis hermanada   -557-   una majestad aterradora: Lamartine decía que, para comprender cuánta era la sublimidad del libro de Job, se lo debía leer en el desierto. El Apocalipsis no será comprendido sino por las últimas generaciones, cuando los mortales lo lean entre las convulsiones y trastornos del Universo agonizante. Esos ayes aterradores que dan los Ángeles antes de derramar sobre la tierra sus copas llenas de la cólera de Dios, son como los postreros quejidos que exhala el Universo antes de desequilibrarse, trastornarse y hundirse de nuevo en el caos; y ese silencio que, según el Evangelista, hubo en el cielo después de tantas escenas de terror y espanto, es como el reposo de la materia que está aguardando callada la voz del Omnipotente, para organizarse otra vez, formando un nuevo Universo. El Apocalipsis no puede ser analizado: los misterios divinos se adoran, no se analizan.





Anterior Indice Siguiente