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Feijoo y la Ilustración. Desde Marañón

Inmaculada Urzainqui


Universidad de Oviedo



Si hay alguien que merezca ocupar un lugar de primera fila en la galería de quienes más han contribuido al conocimiento y consagración de Feijoo como uno de los altos valores de la cultura española es, qué duda cabe, Gregorio Marañón y Posadillo (1887-1960) -«el doctor Marañón»-, un hombre sabio, independiente y liberal, llamado a convertirse, por su brillante ejecutoria como médico, historiador y ensayista, en referente intelectual de primer orden para varias generaciones de españoles1. Mediante su obra feijoniana, constituida por un libro fundamental, Las ideas biológicas del P. Feijoo (1934), y una constelación de conferencias, notas, prólogos y artículos, proclama su entusiasta admiración, rehabilita su memoria frente a viejos prejuicios e ideas equivocadas, y fija los rasgos esenciales que han definido la comprensión moderna del benedictino. Y cabría añadir también que de la propia Ilustración, pues aun cuando sólo tardíamente emplee esa expresión para categorizar el característico movimiento de ideas y actitudes del siglo XVIII, su mirada crítica de la obra de Feijoo, en diálogo permanente con cuanto concierne a la evolución del pensamiento, envuelve también un considerable empeño de inteligibilidad y construcción histórica de la nueva cultura. Por eso he creído de interés para el tema que nos convoca en este congreso volver sobre su obra y tratar de analizar tanto sus ideas y apreciaciones sobre el Padre Maestro, como la peculiar silueta de las Ilustración que se dibuja en ella.




El maestro querido y admirado

Muchos y muy diversos pueden ser los estímulos que conducen al conocimiento. Los que están en la base del acercamiento crítico de Marañón, que signan inequívocamente su carácter y tonalidad, tienen raíces personales muy profundas: admiración, afinidad de actitudes y gratitud intelectual. A diferencia de otros personajes que incitan su curiosidad por alguna patología o excepcionalidad de carácter, estudia a Feijoo porque le fascina su figura -fundamentalmente, su gesto público de compromiso con la verdad y de lucha contra el error-, porque se siente marcado por la impronta de su magisterio, y, también, porque entiende que, más allá de la cronología, puede seguir siendo lección viva para las generaciones presentes y futuras.

Como él mismo nos hará saber en uno de sus escritos más sentidos y personales, su encuentro y sintonía con el benedictino empieza pronto, en la niñez, cuando gracias a la selecta biblioteca de su padre -D. Manuel Marañón, un culto y distinguido jurista madrileño oriundo de Santander-, tiene la oportunidad de leer sus escritos, aficionarse a ellos, y ese íntimo conocimiento le impulsa a elegirlo como maestro y guía intelectual:

«Y así, yo, que tuve la suerte la suerte de que varios de los maestros que me impusieron las circunstancias, en las aulas o en la vida, lo fueran en verdad, elegí, como todos vosotros, a alguno más en el reino sin fronteras de la sabiduría pretérita. Y uno de ellos fue el Padre Benito Jerónimo Feijoo. Le empecé a conocer, cuando yo era todavía un niño, en la biblioteca de mi padre; porque tuve la suerte de que en mi hogar había muchos libros y un padre entusiasta que me instaba a leerlos. No en vano fue uno de los íntimos de Menéndez Pelayo. Desde aquella edad, los tomos del Teatro crítico y de las Cartas eruditas fueron para mí, no sólo un maravilloso pasatiempo, sino, sobre todo, una permanente lección»2.



Bien es verdad que, como explica a continuación, ese magisterio, esa «permanente lección», no ha consistido tanto en que el benedictino le enseñara cosas nuevas y desconocidas cuanto en haber encendido su curiosidad y mostrado los modos de aprender «todo lo que pasa a nuestro lado por la vida», es decir, el camino al conocimiento, la vocación intelectual. Y a ese magisterio, fraguado en la demorada y persistente frecuentación de su obra («mi lectura de sus trece volúmenes ha sido lenta, repetida, de muchos años»3), permanecerá fiel toda su vida. Expresión elocuente de ello son muchas declaraciones suyas -«[...] el insigne padre Feijoo, uno de los mayores santos de mi devoción»4, «si quisiera designarle con algún adjetivo especial entre mis autores predilectos le llamaría, como él llamaba a Tozzi, 'mi amicísimo'»5, «yo, su discípulo remoto, en el amor a la verdad y a España; en el intento y en la fe de que la tradición, la libertad y la jerarquía sean alguna vez compatibles»6, etc.-, el haber querido que una escultura de Feijoo, obsequio de Gerardo Zaragoza, acompañara sus horas de trabajo en el despacho de su cigarral toledano, y el inolvidable viaje -devota peregrinación más bien- que emprende, en la primavera del 36, a los lugares de su geografía personal: Casdemiro, Samos, Oviedo7.

Es así, en el cauce de esa cálida compenetración, como madura su proyecto de profundizar en la figura de Feijoo y, particularmente, en su faceta científica -todavía prácticamente inédita-, aun cuando los resultados no se hagan visibles hasta los años 30, los años de la República, cuando ha sobrepasado la cuarentena, es ya un médico prestigioso, catedrático de la Facultad de Medicina de Madrid, desarrolla una actividad intelectual increíblemente fecunda, y goza de una gran fama, dentro y fuera de España, merecidamente ganada por su labor científica, sus libros -más de una treintena-, sus artículos en la prensa (El liberal, El Debate...), y particularmente, su condición de intelectual comprometido con la causa de la República y el rechazo de la Dictadura. De todos era, y es, conocido que él había sido uno de los creadores, junto con Ortega y Pérez de Ayala, de la agrupación «Al servicio de la República» (1931) y que había sido en su casa donde, a petición del propio Rey, se celebró la histórica entrevista (14 de abril de 1931) entre Alcalá Zamora y Romanones, que determinó el exilio de Alfonso XIII y la inmediata proclamación de la República.

Más allá de sus hondas preocupaciones y los innumerables compromisos que le solicitan en esos tiempos críticos, siente que ya ha llegado el momento de saldar aquella vieja deuda de gratitud; y lo hace como él sólo podía hacerlo, poniendo a- rendir una ya larga y contrastada competencia investigadora, su prodigiosa capacidad para animar los hechos y figuras del pasado, y todo el caudal afectivo («[...] el libro con que tanto amor le dediqué [...]»8) que venía acumulando durante años. Aunque ese trabajo habría de suponerle un gran esfuerzo («muchos sudores», confesará a Unamuno), fue sin duda una de sus experiencias intelectuales más asequibles y gozosas, como hace notar con afortunada imagen Laín Entralgo: cuando escribe su libro sobre Feijoo, «Marañón navega por un mar grato y fácil, para él, de dominar»9.




Los trabajos y los días. Los estudios de Marañón sobre Feijoo y el siglo XVIII

La primera expresión pública de ese interés por Feijoo tiene lugar en 1933, cuando da a conocer en las páginas de la Revista de Occidente la monografía que dedica a una de las cuestiones más curiosas tratadas por el benedictino y donde, a la luz de la ciencia moderna, cometió su mayor equivocación, la «Revisión de la historia del hombre-pez», luego incorporada en el capítulo XXIX de Las ideas biológicas. Pero mucha mayor relevancia cultural y social tendrá la segunda, Vocación, preparación y ambiente biológico y médico del P. Feijoo, su discurso de recepción en la Academia Española, de la que era miembro electo, no sin controversia10, desde el 19 de enero de 1933. Un tema que intencionadamente elige, según confesará años más tarde, como profesión pública de su devoción por el maestro para «la ocasión más solemne que me pareció había de depararme mi modesta vida de trabajo»11. Terminado en el verano del 33, como consta de la carta que el 22 de agosto dirige a Menéndez Pidal, director de la Academia12, lo leerá el 8 de abril de 1934, en una brillante sesión a la que asisten, entre muchos otros, el propio Presidente de la República, Niceto Alcalá Zamora, los ministros de Instrucción Pública y Estado, Salvador de Madariaga y Leandro Pita Romero, el director de la Academia, Menéndez Pidal, su secretario, Armando Cotarelo y Valledor (que es quien le contesta), así como el obispo de Madrid, Eijo y Garay, el embajador de Francia, y otros diplomáticos y académicos, como Rodríguez Marín, González Amezúa, Eugenio D'Ors, Serafín Álvarez Quintero, etc.13 En realidad, no se trataba de un texto preparado ex profeso para la ocasión, pues era la parte introductoria -los ocho primeros capítulos- de Las ideas biológicas, libro al que había consagrado muchas horas del año anterior -como confirma su carta a Unamuno del 18 de marzo de 1933, escrita en Pontaillac14-, y que ya tenía listo en diciembre, fecha de la dedicatoria a Menéndez Pidal. Con buen sentido, sin embargo, decide posponer su publicación para después del ingreso, como también participa a su querido y admirado don Miguel casi un año después (el 28 de febrero del 34): «[...] le enviaré pronto mi libro sobre Feijoo, que me ha costado muchos sudores. No lo puedo publicar hasta que entre en la Academia, porque una parte pequeña me sirve de discurso»15. Lo que persigue en esta primera entrega de su trabajo es aquilatar los cambiantes compases de la recepción feijoniana, fijar la semblanza de aquel fraile genial que en medio de un desolador panorama científico y cultural, acomete, con insobornable espíritu crítico y aliento renovador, la gran empresa de racionalización de la mente ibérica, y mostrar, contra la común opinión, el valor y modernidad de su estilo expositivo. Lo demás, sus doctrinas médicas y biológicas -«sus aciertos admirables», y también sus errores, así como sus «actuaciones, agudísimas y precursoras, como médico práctico»16-, el éxito e influencia de su obra, su relación con «el enciclopedismo», y el análisis de su personalidad y «vida patológica», quedarán para esa próxima publicación que ya tiene elaborada.

En efecto, publicado ya el discurso, da inmediatamente a luz su gran libro, Las ideas biológicas del P. Feijoo, llamado a tener duradera presencia en las letras españolas a través de sucesivas reediciones: la primera, en 1941, acompañada de un nuevo prólogo que redacta en su autoexilio parisino, en plena ocupación alemana, luego, en 1954, 1961 -esta vez como estudio preliminar del tomo II de las Obras escogidas de Feijoo, Madrid, Atlas (BAE, 141)-, y por último, en 1970, diez años después de su muerte, en el tomo V de sus Obras completas: lo que le convierte en un caso único en la bibliografía dieciochista. De su extraordinaria resonancia dan fe las numerosas reseñas y comentarios que salen en los meses siguientes, obra en su mayoría de ilustres personalidades de la cultura del momento, como Rafael Altamira17, Antonio Espina18, Félix García19, Georges Cirot20, Santiago Montero Díaz21, Vicente Pereda22, Genadio San Miguel23, etc. Aunque con matices y percepciones diversas, todas convienen en destacar el rigor de sus planteamientos y su enorme importancia para la recta valoración del benedictino. Para algunos de sus muchos lectores, como el P. Batllori, supondrá el definitivo espaldarazo para la investigación dieciochista24. Había un siglo XVIII -otro siglo XVIII- inédito y apasionante que merecía ser explorado.

Roto ya el dique editorial, los trabajos sobre el Padre Maestro y la cultura de su tiempo se irán sucediendo a ritmo desigual en los años siguientes, en su mayoría ampliando, matizando o desarrollando aspectos que de un modo u otro ya habían comparecido en su libro. Recordaré los más significativos. Al finalizar el 34, con motivo del Segundo Centenario de la Real Academia Española de Medicina, pronuncia la conferencia «Nuestro siglo XVIII y las Academias», que con el título de «Más sobre nuestro siglo XVIII» saldrá editada el año siguiente en la Revista de Occidente (1935) y luego, con el título original, en Vida e Historia (1941), volumen también repetidamente reeditado en los años siguientes25. Aunque la atención que presta a Feijoo es más secundaria, dedica párrafos muy sutiles a situar su obra en el contexto cultural y científico del siglo XVIII a la luz del palpitante debate de esos años sobre la ciencia española26. Por entonces envía también a La Nación de Buenos Aires, periódico del que fue colaborador durante muchos años, una ojeada de conjunto titulada «El P. Feijoo» (23 de diciembre de 1934). Sus inmediatas aportaciones serán ya después de su partida a Francia a finales del 36, donde decide exiliarse angustiado por la marcha de los acontecimientos tras el levantamiento militar de Franco y los riesgos que le toca padecer. Tras instalarse en París y reanudar su actividad médica e intelectual, a principios de 1937 emprende una gira de cuarenta días por América del Sur para impartir cursos y conferencias a resultas de la invitación recibida por parte de varios embajadores hispanoamericanos que cumplen su misión diplomática en la capital francesa. Una de las conferencias que pronuncia, concretamente en el Centro Gallego de Montevideo, versa sobre los dos grandes amigos y colaboradores de Feijoo, el médico Gaspar Casal y el erudito benedictino Fr. Martín Sarmiento, que con el título de Los amigos del Padre Feijoo, saldrá publicada en Chile poco después en un volumen misceláneo y luego en Vida e Historia (1941), obra igualmente muy reeditada en los años siguientes27. A raíz de la publicación de la notable tesis de Delpy, L'Espagne et l'esprit européen. L'oeuvre de Feijoo (1936), redacta una extensa reflexión que, con el título de «Feijoo en Francia», publica en La Nación de Buenos Aires (el 17 de abril del 38). En otro viaje posterior a Hispanoamérica, en el otoño del 39, pronunciará en Lima y Montevideo sendas conferencias sobre sus recuerdos de Menéndez Pelayo, donde repara una vez más en sus injustas apreciaciones sobre Feijoo y señala la influencia de los norteños (Feijoo entre ellos) en la cultura española. Con el título de «Menéndez y Pelayo y España» saldrá en 1940, junto con otra serie de conferencias, en el volumen también varias veces reeditado Tiempo viejo y tiempo nuevo. La última contribución de sus años parisinos que de algún modo recala también en el siglo XVIII es la conferencia pronunciada en la Escuela de Ciencias Políticas, en marzo del 42, sobre la «Influencia de Francia en la política española a través de los emigrados», cuyo texto formará parte luego del volumen de Españoles fuera de España28.

Seis años después de su regreso a España, el 29 de mayo de 1948 pronuncia en la Biblioteca Nacional, con motivo de la conmemoración del XIV Centenario de San Benito, la conferencia «Feijoo y Sarmiento en el pensamiento del siglo XVIII», que con el título «El siglo XVIII y los padres Feijoo y Sarmiento» se editará en el tomo III (1972) de las Obras completas. En 1953 vuelve de nuevo al XVIII con el prólogo al importante libro de Miguel Artola Los afrancesados29. La oportunidad para añadir otro sillar al edificio de la bibliografía feijoniana viene un año después, cuando al crearse en la Universidad de Oviedo la «Cátedra Feijoo» por iniciativa del Ayuntamiento, es invitado, como máxima autoridad en el tema, a pronunciar la lección inaugural -«Evolución de la gloria de Feijoo»-, que tiene lugar en un solemne acto académico el 24 de marzo de 1954. El texto, una actualización del capítulo II de Las ideas biológicas, saldrá al año siguiente como n.º 1 de los Cuadernos de la Cátedra Feijoo, y con el título de «Inauguración en Oviedo de una estatua al P. Feijoo», en Efemérides y comentarios (1952-1954) (1955)30. Un texto académico como exigía la ocasión, pero también íntimo y confesional, en el que sobre el trenzado de la historia de la recepción feijoniana deja clara constancia de su antigua y permanente devoción por el benedictino. A él se debe también la inscripción que figura en la base de la estatua de Feijoo, cincelada por Gerardo Zaragoza, que ese día se inaugura en la plaza de su nombre: La ciudad de Oviedo, desde donde el padre Feijoo derramó por el ámbito de España su inmortal Teatro crítico y Cartas eruditas, dedica al gran polígrafo este monumento claro y perdurable como su genio y como su gloria. Del año siguiente (1955) es «El problema del siglo XVIII español», una apretada reflexión sobre la centuria ilustrada que publica en La Nación de Buenos Aires del 25 de febrero sugerida por la reciente publicación del gran libro de Jean Sarrailh, L'Espagne éclairée de la seconde moitié du XVIII.e siècle; un artículo que, al tiempo que le permite reafirmarse en sus ideas de siempre sobre el reformismo de la época, es de algún modo también un tácito reconocimiento de las carencias y limitaciones de su propia labor dieciochista a la vista del magno esfuerzo del ilustre hispanista francés para calibrar el tenor y alcance de la Ilustración española. Y cercano ya a la muerte, tendrá ocasión de volver de nuevo sobre el siglo XVIII en la contestación al discurso de ingreso del P. Batllori en la Academia de la Historia (8 de junio de 1958)31, en el prólogo a la edición de 1959 de las Memorias de Historia Natural y Médica de Asturias de Gaspar Casal y, un año después, en su discurso de recepción en la Real Academia de Medicina, que versa sobre «La humanidad de Casal».




Visión, influjo y vigencia de Feijoo

Esta serie de textos, junto con otras consideraciones sugeridas más al paso, aunque de tema y tiempos diferentes vienen a formar una obra única, pues todas las piezas giran en la órbita definida en Las ideas biológicas, que es donde está el tuétano de su pensamiento. Una obra de análisis, pero también de inequívoca reivindicación feijoniana, como él mismo proclama y subrayan también todos los reseñadores del libro. Marañón estudia a Feijoo, sí, como estudia también a otros seres excepcionales -Amiel, Tiberio, el Conde-Duque de Olivares, Enrique IV, don Juan, Antonio Pérez...; pero, como antes apuntaba, por muy distintas razones y de muy diferente forma: no porque encarne ninguna patología singular -que es lo que estimula ese nuevo género que tan brillantemente inicia, el ensayo biológico-, sino por un sentimiento de devota admiración hacia su formidable estatura moral e intelectual; porque reconociendo en él la expresión más acabada del auténtico sabio y del patriota ejemplar, del hombre que desde su celda de Oviedo logra sacudir el alma de sus compatriotas y cambiar el rumbo del pensamiento español abriéndolo a la racionalización y al moderno espíritu científico, siente el compromiso de reivindicar su memoria y darlo a conocer, limpio de las tachas y tópicos -poco original, antiespañol, heterodoxo, afrancesado, escéptico embozado, desordenado, desmañado e incorrecto en el lenguaje...- que se venían acumulando sobre él, y que eran hijos, no tanto de una investigación seria y desapasionada -que todavía nadie había emprendido en serio, aunque no faltaran estampas y trabajos más precisos y benevolentes, como los de Concepción Arenal, Emilia Pardo Bazán, Azorín, Millares Cario, Montero Díaz, etc.-, cuanto de prejuicios ideológicos y partidistas (tanto de signo liberal como conservador). En definitiva, devolver con nuevos datos y una lectura inquisitiva de sus textos la auténtica imagen de Feijoo, la del Feijoo español y cosmopolita a un tiempo, de fe inconmovible, atento a los últimos compases de la ciencia europea sin por ello perder su independencia y libertad de criterio, inteligente y perspicaz, firme en su compromiso con la verdad, trabajador infatigable, rebelde, generoso, cordial y tolerante. La de un hombre que «como un grande, dulce y socarrón San Cristóbal, supo pasar en alto, sobre el vacío de unos decenios de ignorancia, el tesoro de nuestro genio y de nuestra cultura, mientras los gozquecillos sempiternos le ladraban desde una y otra orilla»32. Y todo, para, como él mismo subraya, glorificar nuestro pasado, pero también -y ahí está una de las claves de su obra- para extraer una lección que sirva al presente y al futuro. Porque aunque los textos feijonianos no estén libres de equivocaciones y Feijoo tenga también sus defectos -Marañón no tiene ningún empacho en señalar ni las unas ni los otros33, su actitud, su gesto público de noble rebeldía y lucha apasionada contra el error, su tino para incorporarse al ansia renovadora de su siglo sin que se rompiese «una sola de las raíces de su tradición nacional» -entre el casticismo de Unamuno y la europeización orteguiana, el equilibrio-, así como otras muchas cualidades que le distinguieron («curiosidad viva y permanente», espíritu sistemático y «nativamente científico», capacidad de trabajo en colaboración...) son, deben ser, un referente luminoso para saber qué rumbo hay que tomar en la convulsa situación contemporánea.

No es, pues, la suya en modo alguno una investigación inocente. Historia, apología, fervor y pedagogía son los materiales que nutren su construcción discursiva. Con una particularidad que los amalgama y confiere sentido: la preocupación por España; esa preocupación omnipresente en su escritos, que comparte con otros hombres egregios de esa hora, como Ortega, Pérez de Ayala, Baroja, Cajal, Azorín, Unamuno, amigos muy queridos y respetados, y a quienes en tal sentido considera herederos directos de los ilustrados34. Marañón escudriña a Feijoo con la pasión de conocer mejor una figura y un capítulo de nuestra historia, pero desde la mirada de un patriota que bucea en la esencia, trayectoria y porvenir cultural de un país que vive estremecido y esperanzado un tiempo «acerbo y crítico» y para quien su historia está muy lejos de ser un «pasado muerto»35.

De entre los muchos textos que proclaman este enfoque españolista y la compleja intencionalidad de su trabajo, hay dos que resultan particularmente elocuentes. Uno es la dedicatoria de Las ideas biológicas a don Ramón Menéndez Pidal. Cada día, dice, nos apasionan, nos entusiasman, o nos deprimen los gestos y los gritos de los grandes personajes de la vida política y oficial. Pero la mayoría de ellos, por muy llamativos que sean, son inexorablemente arrinconados por el tiempo y sólo queda encendido, de cada hora que pasó, «el caudal de luz de las mentes que servían al bien, a la verdad, a la belleza. Fijar y realzar ese resplandor -apostilla, encaminando esa consideración general a su propio terreno- es glorificar nuestro pasado y enseñarnos el camino futuro; y, más que nunca, cuando la vida presente se nos aparece turbia y sin rumbo exacto; cuando el problema no está en seguir el camino recto, sino en saber, ese camino recto, cuál es y dónde está». También en tiempo de Feijoo -continúa- hubo victorias, cambios políticos y desastres; pero pocos se fijaban en que «el hilo ininterrumpido de la vida española pasaba por las manos de unos hombres oscuros» que trabajaban abnegadamente; hombres que muchas veces debieron de sentir «como nosotros, y como otros muchos, que se les iba la fe y que su sacrificio se perdía entre la indiferencia del pueblo y el atolondramiento de los cronistas». Y termina:

«Nadie más representativo que Feijoo en esta personificación, ni buscada ni advertida, del espíritu de todo un pueblo y de toda una época. Por ello he creído obligación de mi celo por la España eterna, en la que creo con profunda fe, dedicar unas horas de mi vida al estudio y a la gloria del gran monje gallego».



En el umbral del edificio, Marañón deja claro el sentido de su trabajo. Feijoo no es sólo un sabio que pertenece con todos los pronunciamientos a nuestra tradición cultural, como algunos habían negado. A él cupo la misión histórica de salvaguardar en su siglo lo mejor de la esencia patria higienizando con su crítica racionalista la mentalidad española («tomó sobre sí la empresa ciclópea de arrancar de la mente de los españoles la infinita cantidad de supersticiones, errores y fantasías que la ahogaban»36).

El otro aparece en la parte introductoria de su comentario parisino a la obra de Delpy, donde hace patente las profundas afinidades que le ligan a Feijoo, muy por encima de esa «comunidad amistosa» que la investigación histórica le ha hecho anudar con otros hombres del pasado, como Amiel, Enrique IV, el conde-duque de Olivares, etc. Aunque largo, merece citarse por completo:

«Yo también he buscado amigos remotos en los Campos Elíseos e inefables por donde vagan las sombras de los muertos [...], pero ninguno como el monje generoso y liberal, ortodoxo y comprensivo, de Samos y de San Vicente de Oviedo; ninguno como este padre Benito Jerónimo Feijoo, que una noche de luna, en la paz antigua de Lugo se animó para decirme desde el bronce de su estatua cosas trascendentes y simples, que otro día contaré. ¿Qué misteriosa simpatía me llevó a esta transmortal amistad? Acaso el que la raíz de mis preocupaciones y de mi actividad, mientras he subido la pendiente de la existencia, ha sido el deseo de ver a mi España, dentro de su tradición multisecular, incorporada al ímpetu progresivo del mundo. Porque esta fue su misma preocupación. Acaso también el parecido de mi actitud espiritual con la suya: fe inquebrantable en que la civilización verdadera nace sólo de la tolerancia y común convencimiento de que si España no ha alcanzado aún su mayoría de edad como nación, a pesar de sus años, es porque no ha florecido todavía una era larga de tolerancia en el alma de la mayoría de sus hijos. Y, finalmente, porque la época en que él vivió y la mía son dolorosamente gemelas: también entonces, cuando él vivía, terminaba un ciclo de la vida española y otro comenzaba, preñado de esperanzas y de inquietudes»37.



Feijoo, que tuvo la pasión de saber, se empeñó en enseñar a pensar, y pensar bien, a los españoles de su tiempo, con sentido crítico, conciencia de ciudadanía, tolerancia, espíritu abierto y visión de futuro; y esa es también la lección que todavía precisan aprender los españoles de ahora. No ha perdido actualidad. Su certero análisis de la miseria espiritual de quienes entonces vivían no sólo tiene un interés histórico, «sino también eficacia directa sobre llagas aun abiertas o mal cicatrizadas del alma contemporánea»38.

Por eso, por esa perspectiva analítica, el trabajo de Marañón sobre Feijoo es mucho más que una investigación de sus ideas científicas o una descripción de su experiencia médica, como induce a suponer su título y confirma el hecho de ser esos aspectos la parte del león de la obra. Es la semblanza, rigurosa y emocionada a un tiempo, de un hombre excepcional que marca el punto de inflexión de una nueva época. Sin detenerse en los detalles de su biografía, que da por conocida, en su libro ahonda en su carácter y psicología, en su vida patológica, en su estilo literario -que, contra la opinión común, le parece no sólo «maravilloso», sino el iniciador del lenguaje científico en castellano-, en el círculo de sus amigos -Casal y Sarmiento principalmente-, así como en la cultura que le tocó vivir y en el influjo y proyección de su labor (ciencia médica, Academias, Sociedades Económicas...).

Todas esas apreciaciones y valores eminentes de Feijoo irán compareciendo a lo largo de sus trabajos, unos, por la fuerza misma del análisis y la lectura intencionada de los textos feijonianos, como son todos los relativos a la modernidad de sus propuestas y vislumbres científicos que nadie como él estaba tan capacitado para advertir; otros, por la exploración, hasta donde le es dado llegar, de la realidad cultural de su tiempo; y otros finalmente, por su adhesión o discrepancia, según los casos, con quienes antes que él se habían ocupado del benedictino. Porque a Marañón no le basta su interés o su devoción por Feijoo. Como investigador responsable y riguroso, además de leer detenidamente su obra, tanto impresa (en tres ediciones distintas) como manuscrita (tuvo la fortuna de ver las cartas manuscritas conservadas en Samos), conoce lo más significativo de la bibliografía feijoniana, desde sus tempranos biógrafos y panegiristas -Campomanes, Uría, etc.- hasta las aportaciones más recientes de Cotarelo Valledor, Millares Cario, Cristóbal de Castro, Montero Díaz, Carballo Calero, pasando por los decimonónicos Alberto Lista, Vicente de la Fuente, Concepción Arenal, Emilia Pardo Bazán, Menéndez Pelayo, Morayta o Pi y Margall. Con unos se adhiere y con otros discrepa, y principalmente entre estos últimos, con su tan admirado y querido Menéndez Pelayo, al que tuvo oportunidad de tratar en la intimidad familiar desde sus tiempos de niño. A pesar del profundo respeto que le profesa y de la inmensa autoridad de que goza su obra, no duda en expresar su radical desacuerdo con la desfigurada y tacaña valoración del mérito y significación de Feijoo que hace en los Heterodoxos y La ciencia española, muy mediatizadas ambas, como insiste en resaltar, de ideología y apasionamiento. No así en su posterior Historia de las ideas estéticas, donde desde una posición más madura y aquilatada ofrece una imagen bastante más benévola y positiva.

Pero Feijoo no es sólo un hombre ejemplar, digno de ser admirado, imitado y correctamente valorado. Un historiador clarividente como es Marañón acierta a descubrir también el profundo calado, la significación histórica, que encierra su vida intelectual, más allá de su excepcional grandeza: la de ser «por sí misma un esquema de la crisis del espíritu español en el siglo XVIII»39, el exponente más representativo de «la crise de conscience» que las nuevas ideas -la Ilustración- iban a provocar inexorablemente en la mentalidad ibérica. Por eso advierte la necesidad de trascender la figura de Feijoo para elevarse a una consideración más amplia del fenómeno que encarna.




La Ilustración española

Como antes apuntaba, Marañón no utiliza el marbete «Ilustración» en su sentido especificador sino en fecha muy tardía: primero, en alemán, «Aufklärung», en el prólogo a Los afrancesados de Artola (1953)40, y luego, ya en español, en su artículo de La nación sobre «El problema del siglo XVIII español» (1955)41 y en la contestación al discurso de ingreso del padre Batllori (1958), donde también emplea el sintagma «siglo de las luces»42, del que, por cierto, años antes se había servido para referirse al siglo XIX43, prolongando un uso vigente todavía, como constata Pedro Álvarez de Miranda, durante dicha centuria44. Pero aun sin echar mano de esa expresión, mediante otras como «movimiento reformador», «movimiento racionalista», «movimiento de universalización de España», «enciclopedismo» -con matices-, o sencillamente, «clima», o «espíritu del siglo», alude inequívocamente al giro ideológico radical que supone la Ilustración en una España sumida en el atraso y la decadencia. Y en ello estriba justamente su reivindicación del siglo XVIII -del que se proclama «enamorado»45-, frente a la historiografía que él mismo conviene en llamar «oficial». Como resume en el citado artículo de La Nación volviendo sobre ideas ya expuestas anteriormente, para esa visión convencional, el XVIII en la historia moderna representa un «fallo», unos años que «no tienen volumen ni carácter». Se relatan sus guerras y tratados, las biografías de sus reyes y personajes notables, los chismes que corren por los salones, pero los únicos aspectos que se resaltan son negativos: impiedad y decadencia: «La Historia de este siglo ha estado dominada por la idea de la decadencia y por la idea del espíritu subversivo y antirreligioso; y se pasa por ella, deprisa, como por una callejuela obscura y un tanto pecaminosa». Ortega, incluso, ha llegado a afirmar que en la historia cultural, ese siglo, tan fecundo en otros países, ha sido escamoteado en el nuestro. Pero Marañón sabe muy bien que tal visión es pura apariencia, pues en realidad ese siglo, o mejor, el espíritu de racionalismo crítico y reformista que distingue a sus almas más preclaras, «ha representado el máximo esfuerzo hecho en España para incorporarse al pensamiento y a la cultura universal». El esfuerzo de Feijoo, y en definitiva, de todos los ilustrados.

Desde el primer momento de su acercamiento crítico a la obra del benedictino, hacía ya patente que su propósito iba mucho más allá que analizar su brillante ejecutoria científica. Había también que exponerlo como la personificación más representativa «del espíritu de todo un pueblo y de toda una época» (dedicatoria a Menéndez Pidal) para mostrar su portentosa significación en la génesis de una nueva cultura. Lo que implicaba tener que encarar ese nuevo «espíritu» y determinar sus elementos distintivos. Y en efecto, a ese reto consagra muchas páginas de Las ideas biológicas (particularmente el capítulo IV: «Génesis de la actitud de Feijoo. La predestinación») y de otros escritos posteriores, aun cuando nunca se aplique a sistematizar cohesivamente sus rasgos identificadores, tal como había hecho Kant en 1784 y como otros por entonces trataban de precisar. Recordemos que muy poco antes habían aparecido La filosofía de la Ilustración de Ernst Cassirer (1932) y Les origins intellectuels de la Révolution française (1715-1787) de Daniel Mornet (1933), que inmediatamente saldría La crise de la consciente européenne (1680-1715) de Paul Hazard (1935) y algunos años después la Dialektik der Aufklärung de Adorno-Horkheimer (1944), por citar algunos de los estudios más clásicos. Marañón, sin embargo, no mencionará ninguna de estas grandes construcciones interpretativas, limitando sus referencias -muy puntuales y ceñidas básicamente a la significación de Feijoo- a autores españoles como Montero Díaz (Galicia en el P. Feijoo, 1929), Araújo Costa (Letras, damas y pinturas, 1927), Azorín (Los valores literarios, 1913), etc., y, con carácter más general, contrastando alguna de sus opiniones, Menéndez Pelayo y Ortega y Gasset (El Espectador, VII, 1929). Lo que significa que, puesto a trazar la silueta de la Ilustración, lo hace desde su propia manera de ver y entender las cosas, sin filiaciones ideológicas ni más condicionamientos que el de ofrecer una alternativa a las visiones enturbiadas por prejuicios que se albergaban en esa historiografía «oficial» de nuestro siglo XVIII.

¿Y en qué consiste ese movimiento de modernización y reforma que encarna el benedictino y da su carácter peculiar al siglo XVIII?

Aunque en ningún momento arriesgue una definición ni, como he dicho, enumere sus elementos distintivos, Marañón sitúa acertadamente el prisma cognoscitivo de la Ilustración, no en el terreno de las doctrinas, de la filosofía, sino en el de las actitudes, las ideas motrices y los valores: todo aquello que en la estela del idealismo historiográfico cobija bajo la noción genérica de «espíritu» o «clima histórico» -el conjunto de «actitudes colectivas del pensamiento» que son precisas para la evolución de la cultura46-, y que hoy vendríamos en llamar mentalidad ilustrada. Una mentalidad -son ideas insistentemente repetidas en su obra-, signada por el racionalismo («afán de someter la vida entera, la de la especulación espiritual y la vida práctica, a un criterio de racionalismo experimental»47), amor al saber, empeño por sacudir mitos y dogmatismos sin base racional, espíritu universal, tolerancia, «entusiasmo progresista» (entendido, advierte, en su sentido directo y primitivo48), fe en la educación, noble patriotismo49...; en definitiva, ansia de renovación y de emprender el camino hacia un mundo mejor, más sabio y más humano. Valores y principios que encarna Feijoo, pero que pueden advertirse también en otros muchos hombres de la época. Así, dice refiriéndose a los promotores de las Sociedades Económicas: «Parte esencial en el movimiento renovador del país tuvieron las Sociedades Económicas, que en diferentes ciudades españolas reunieron el esfuerzo de los hombres interesados por el progreso material y cultural de su patria, aplicándose a la resolución inmediata de los problemas vivos, sin soñar y sin discutir por el gusto de discutir. Son, ciertamente, expresión arquetípica del espíritu de este siglo: claridad, instrucción, sentido del bienestar físico bajo el signo ideal del progreso de los hombres: sin teología y sin sectarismos confesionales, pero también sin actitudes antirreligiosas; auténticamente laicos, pues, y por lo tanto, compatibles con la máxima convivencia con la fe nacional»50.

Cuando esa estructura de pensamiento rige el horizonte vital de muchos individuos de una determinada época, como es el XVIII, se puede hablar ya de un fenómeno con todos los pronunciamientos para ser percibido como un «movimiento» singular en la historia de la cultura.

Y en efecto, eso es para Marañón la Ilustración, un «movimiento universal de los espíritus», que prende en toda la Europa culta, y que en modo alguno ha de confundirse con su expresión más llamativa, el enciclopedismo francés:

«Si convenimos en identificar el espíritu del siglo XVIII con la Enciclopedia, es claro que hemos de consignar a Feijoo como el primer enciclopedista español; y así le llaman muchos de sus comentaristas [...]. Pero el siglo XVIII fue, en su sentido cultural, mucho más que aquel empuje admirable, pero limitado, apasionado y sectario, de la obra de Diderot y sus colaboradores. El siglo XVIII era afán de claridad humana, de contemplación y profundización serena y entrañable de las cosas; en cierto sentido, reacción antiteológica, pero no atea. Y fue por ello un fenómeno universal de la inteligencia; y no sólo la secta de los enciclopedistas franceses, aunque pusieran el rasgo más firme y, sobre todo, más llamativo sobre el general levantamiento del alma de los hombres. De aquí el que en cada raza tuviera su acento particular, no siempre afrancesado»51.



Aun admitiendo la fuerte impronta de Francia en la Ilustración, Marañón afirma con toda contundencia la disparidad del movimiento ilustrado, y alerta del peligro de identificar ese movimiento, que es universal, con el modelo francés. Porque, teniendo rasgos comunes, en cada país se concreta de una forma determinada. O dicho desde el binomio que nos convoca en este Congreso: hay «Ilustración» (una común estructura de pensamiento) e «Ilustraciones» (el acento particular que «cada raza» le imprime).

Lo que no se detiene en aclarar aquí, en Las ideas biológicas, es en qué pueda consistir ese acento particular de nuestra Ilustración, aunque sí expresa su plena convicción de que la inconmovible fe y ortodoxia de Feijoo es un rasgo hispánico que le separa radicalmente del enciclopedismo francés: «Caso típico de la influencia del clima histórico, Feijoo fue el más genuino representante de la crítica enciclopedista del siglo XVIII; pero hay que decirlo firme y claramente: con completa independencia del enciclopedismo francés; enciclopédico, pues, no de Francia ni de ninguna otra parte, sino de la época; por espontánea generación, y con todas las características ibéricas, entre ellas la ortodoxia más estricta»52. Nuestra Ilustración, representada paradigmáticamente por Feijoo, vendría a tener, pues, como uno de sus rasgos identificadores la ortodoxia, la compatibilidad de fe y razón. Una idea que, como es sabido, estará llamada a tener una larga descendencia en la historiografía. Pero la frase «entre ellas» nos avisa que ese no es el único, que hay otros más. Aunque tampoco en este punto vaya a pronunciarse de manera categórica, hay un artículo suyo, «El problema del siglo XVIII español» (1955), que, por ampliar la visión al conjunto de la Ilustración española, arroja mucha luz acerca de sus ideas al respecto. Además de la ortodoxia, el «acento» particular de nuestra Ilustración, lo que le da su carácter propio, radicaría en el sesgo que los ilustrados hubieron de dar a su empeño reformista, a su afán para incorporar a España al pensamiento y la cultura universales, dadas las graves carencias, inmadurez y limitaciones de la mentalidad ibérica.

En efecto, «estos españoles de entonces, representados por estas minorías, hicieron un esfuerzo sobrehumano para superar los tres graves defectos de la raza: el nacionalismo pedantesco, la falta de libertad en el pensar y el espíritu de inconvivencia». Tres infecciones, tres lacras tremendas que colocaban a la nación «en trance de inminente colapso»: el viejo espíritu de vanagloria de creer siempre que lo nuestro es lo mejor -la «pasión nacional» que Feijoo denuncia como «afecto delincuente»-; la estrechez ambiental alumbrada por muchos años de oscurantismo inquisitorial (la «continua y dolorosa poda a que la Iglesia tuvo sometido al pensamiento español» de que hablaba en Las ideas biológicas, p. 37), y la intolerancia, la propensión al resentimiento y la envidia, que era triste herencia también de un pasado plagado de luchas y de rencores. Al diagnosticar el mal, el médico-historiador pone rostro a la Ilustración hispana, ejemplificándola aquí en sus dos «titanes», Feijoo y Jovellanos, así como en quienes rigieron las Sociedades Económicas de Amigos del País.

¿Y cuándo y cómo nace en España ese movimiento de modernización y reforma? Este es sin duda el punto más discutible y polémico de su pensamiento. Convencido de la supraterritorialidad del fenómeno, pero emplazado también por sus presupuestos ideológicos a subrayar la españolidad de su plasmación peninsular, apela, como explicación, a lo que cabría llamar teoría del poligenismo cultural. La Ilustración se inicia con el cambio de dinastía y tiene su primera gran expresión en Feijoo, aunque no por efecto directo de la influencia extranjera, que no duda en reconocer también vino a sedimentarse en él y en otros hombres de su tiempo, sino por un espontáneo impulso surgido del «clima histórico», con el que el benedictino y algunos contemporáneos sintonizan a través de conexiones subterráneas imposibles de precisar:

«En España es indudable que este espíritu analizador del siglo XVIII penetró en los hombres eminentes y en las minorías aristocráticas con el advenimiento de los Borbones. Antes de éstos se podrían encontrar ya sus primeros antecesores; pero hasta en estas manifestaciones iniciales en nuestro país del que Ortega y Gasset ha llamado 'siglo educado' había una raíz definida de imitación gala y también inglesa [...], mas en Feijoo, en contra de lo que se ha dicho, se descubren difícilmente estas raíces y nos da la impresión -y en esto estriba su mayor interés- de que su gesto revolucionario surgió por espontáneo impulso, hijo del 'clima histórico', por ese contagio que se opera en los momentos trascendentes de la civilización, de unas almas a otras lejanas, llevado por subterráneas corrientes cuya pista es imposible de seguir. Muy universal, sí, pero espontáneo y españolísimo»53.



Feijoo, inicialmente, no tuvo necesidad de copiar a nadie; su criticismo y experimentalismo racionalista, hijo de ese sustrato cultural, brota mucho antes de leer a Bacon, por más que luego la influencia del filósofo vaya a ser fundamental en su obra. Como brotó igualmente en otras mentes europeas y españolas por un fenómeno tan natural -dice con plástica imagen- «como el que hace brotar la vid en Europa y en América, separadas por miles de leguas, pero bajo el mismo clima geográfico». Cuando en un momento dado de la humanidad se dan esos singulares «climas históricos», sus iniciadores y apóstoles surgen naturalmente aquí y allá, en los más diversos paralelos. Que es tanto como negar el origen foráneo de la Ilustración española.

Pero aunque no se trate de una actitud original y privativa de Feijoo, su papel resulta decisivo en la promoción de ese nuevo espíritu, del que aquí es su representante más genuino. Y no por casualidad. Marañón, cuya concepción historiográfica aúna el convencimiento de que la humanidad progresa para mejor, pese a sus frecuentes hundimientos y descarríos54, y que ciertas individualidades han nacido predestinados para altas empresas, piensa que eso -la modernización ideológica de España- fue la misión histórica para la que Feijoo estuvo predestinado. Una misión que pudo hacerse realidad porque a la fuerza de su predestinación sumó, con admirable empeño, una erudición extraordinaria que le permitió conectar con lo mejor de la cultura europea. El valor del libro de Delpy radica así justamente en eso que en el suyo sólo había podido esbozar: hacer patente la relación de su obra con el espíritu de Europa materializando su gran preocupación por «derramar sobre la tradición española un rocío de pensamiento universal, que entonces era exclusivamente europeo»55.

De este protagonismo que Marañón otorga a Feijoo en la génesis del racionalismo crítico y el método experimental ha partido en gran medida el esquema historiográfico, vigente durante mucho tiempo, que sitúa el nacimiento de nuestra Ilustración en el tiempo de aparición de su obra. Un esquema frente al que, como es sabido, han reaccionado López Pinero, François López, Maravall, Antonio Mestre, Sánchez Blanco, Abellán y otros más desde una visión mucho más amplia y aquilatada del fenómeno, nutrida fundamentalmente por las investigaciones realizadas sobre los novatores y otras figuras que precedieron a Feijoo, y que Marañón no llegó a conocer, excepción hecha de Martín Martínez y los promotores de la Sociedad Regia de Medicina y demás Ciencias de Sevilla, de quienes sí da cumplida noticia.

Sin embargo, aun reconociendo lo justo de tal rectificación, creo que no hay que imputar a él la responsabilidad de esa visión, sino a quienes han hecho una lectura demasiado apresurada de su obra y le han atribuido su paternidad. Porque aun sin hablar de novatores, él tiene muy claro que antes y paralelamente a Feijoo hubo otros que sintieron el mismo impulso renovador, como también que su obra no habría sido tal, ni habría tenido tanta eficacia, sin haber contado con un ambiente propicio. Lo dice en el texto que antes he citado y en otros lugares más: «Sin que se sepa por qué, surgió, de repente, en muchas cabezas españolas la necesidad de tirar los sistemas por la ventana y de contemplar la realidad, sencillamente con los ojos, sin lentes de artificiosos prejuicios»56. Cuando se analiza el nacimiento de un nuevo periodo histórico -advierte, anticipándose a posibles reduccionismos- puede dar la impresión de que algunos genios sobresalientes son los creadores del movimiento; pero vistos desde la lejanía histórica, se les ve tan hijos de la época, del ambiente, como los demás que parecen obedecerle. Y concluye: «No sólo decimos, con el maestro santanderino [Menéndez Pelayo], que sin ese ambiente no hubiera tenido Feijoo fuerza social para levantarse, como se levantó, para renovar tantas ideas y dejar tales rastros de luz, sino que afirmamos que sin ese ambiente no hubiera nacido su genio crítico y su mano no hubiera escrito otra cosa que los sermones y notas de su cátedra»57. Subrayo la última frase porque expresa su pensamiento con absoluta nitidez. Feijoo, pues, aunque el más sobresaliente, no fue ni el único ni el primero; y si merece figurar a la cabeza de la Ilustración, viene a decir, es porque, de esos innovadores, fue el más insigne, el más representativo, y sobre todo, el de mayor alcance y resonancia pública. Que luego se le haya querido ver, en la presunta estela de Marañón, como un genio solitario y grandioso surgido de la nada es otra historia.

Sobre el desarrollo y evolución de la Ilustración hablará en escritos posteriores a Las ideas biológicas, donde atiende al XVIII sólo por el lado del ambiente científico de España al advenimiento de Feijoo y del influjo más o menos inmediato de su obra. Aunque no con ese específico propósito, sino al hilo de otras cuestiones. En todo caso, de la realidad de este influjo parte su percepción del movimiento ilustrado como un ilusionante empeño de cambio y regeneración del país materializado en todo un abanico de espléndidas realizaciones. Lo resume en un expresivo párrafo de su comentario a la obra de Delpy:

«A la influencia del movimiento europeizante que personifica Feijoo debiose un aumento súbito, pero sagazmente canalizado, de la cultura española. Se fundaron, al conjuro de su palabra, las academias científicas, las grandes bibliotecas, los primeros laboratorios, las Sociedades de Amigos del País. Los aristócratas, habitualmente ociosos, se dedicaron a la investigación y a la lectura. En las reuniones mundanas se hablaba de física experimental. Se hacían asilos y escuelas para los vagamundos. Se creaban industrias nacionales y todo ello bajo el signo del amor y de la paz. Los que criticaron después este movimiento no hubieran sido capaces de crearlo de nuevo: aquí, como siempre, el impotente se esconde detrás del crítico»58.



Ese «aumento súbito» de nuestra cultura no ha de entenderse como una inmediata expansión de las luces, pues como expresa en otros lugares, ese proceso, siempre minoritario, tardó bastante en afianzarse. Al principio de la centuria eran sólo personalidades aisladas en un ambiente hostil a todo progreso. Feijoo, Casal, Piquer y algunos más que podrían recordarse sólo fueron «golondrinas de un verano que no empezó a llegar hasta mucho tiempo después»59, con el apoyo de unos gobiernos ilustrados. El «verano» se condensaría en los años que median entre Fernando VI y el Príncipe de la Paz60. Todavía en los 90, cuando hace su aparición la generación de Alcalá Galiano -lo dice a propósito de un libro sobre el escritor- continuaba muy viva la ilusión de progreso, «fundada en las excelencias del pensamiento y la virtud, sin violencias, con respeto infinito a nuestros semejantes»61.

Con todo, la visión que Marañón ofrece de la cultura ilustrada, aunque llena de buenas intenciones y acertadas medidas, no es del todo complaciente. Por más que reconozca que auspició una de las épocas más felices de la historia de España62 y manifieste su entusiasmo por las Academias, las Sociedades Económicas, las colonias de Sierra Morena o por los gobiernos prósperos y universales de Fernando VI y Carlos III, que lograron sacar a España de su decadencia y rehacer el país gracias a una política interior acertada y a una decidida obra de cultura63 -luego vendría «la gravísima y definitiva crisis de Carlos IV y el Príncipe de la Paz»-, cree que los valores científicos, literarios y políticos que Menéndez Pelayo invoca para defender el esplendor de nuestra cultura dieciochesca, y otros más que, como Casal o Sarmiento, se podrían sumar, no arrojan un saldo excesivamente positivo del genio español. Fuera de Feijoo, el único del que hablará con parecida devoción, aunque un tanto de pasada, es Jovellanos. Por otra parte, la influencia francesa, patente en las clases gobernantes, la aristocracia y los intelectuales, aunque trajo consigo un poderoso aliento renovador (ahí está Feijoo para confirmarlo), tuvo en el terreno ideológico una triste contrapartida: nuestros intelectuales, por mirar tanto a Francia en busca de criterios para remediar los males de la patria, en general no pasaron de mediocres:

«España tuvo su siglo XVIII lleno de promesas. Durante su centuria se realizó el intento más importante de incorporación de España a la política universal, por los primeros monarcas de la dinastía borbónica y sobre todo por los estadistas que los rodearon. Pero intelectualmente, apenas se pueden reconocer entre nosotros vestigios importantes de esta crisis, que, en realidad, señala una edad nueva en la historia del mundo. Ya sé que hubo muchos escritores, agitadores, hombres inquietos de alma, que secundaban en España el movimiento enciclopedista, cuya sede principal era la agonizante monarquía francesa. Pero fueron gentes mediocres, como todos los que quieren transformar a un país con recetas ajenas»64.



Y no es eso lo único que ensombrece la benemérita ejecutoria de los ilustrados. Está la expulsión de los jesuitas, «un caso típico de absurdo espíritu de época», un atropello en el que se conjuga un conjunto de circunstancias: regalismo, jansenismo, recelo de fantásticas influencias de la congregación jesuítica, etc.65. Y está también el «culto, monstruoso, de la razón» que envenena las postrimerías del siglo XVIII, y que lleva a Marañón a asumir, con Delpy, el atrabiliario y conocido apostrofe de Forner: «Siglo de ensayos, siglo de diccionarios, siglo de periódicos, siglo de impiedad, siglo de charlatanes, siglo de ostentación»66, bien que sin entrar en mayores explicaciones.

Pero ninguno de estos aspectos modifica lo sustancial del paisaje. Lo que frustra realmente la esperanzada marcha hacia adelante de los ilustrados es la Revolución francesa. «Aquel sueño, nunca repetido, se malogró; no por la oposición de nadie, pues a punto estuvo de ganar a la Humanidad entera, estremecida por un temblor de bondad casi unánime; se malogró por un cáncer que espontáneamente brotó de sus propias entrañas: la Revolución»67. Un movimiento subversivo que no es, como suele afirmarse y piensa también Artola, fruto natural de la Ilustración, sino de una explosión de pasiones que nada tuvieron que ver con el verdadero espíritu de las luces68. Ese suceso, más aludido que explicado, si no supuso el fin de la Ilustración -cuestión en la que Marañón no entra a propósito-, cuando menos retrasó su eficaz trayectoria69. Una apreciación que se sitúa en la línea interpretativa de Tocqueville y que, como es sabido, hoy siguen manteniendo no pocos historiadores.

Justo es decir, con todo, que estas apreciaciones, que Marañón desgrana un tanto al paso, no aspiran a redondear el perfil de la Ilustración ni a fijar con precisión los hitos de esa cultura. Porque su campo de observación lo sitúa, como hemos visto, en la Ilustración temprana, en la época de Feijoo, privilegiando inequívocamente todo lo relativo al desarrollo científico. Lo demás, lo que hoy llamamos Ilustración plena o segunda Ilustración, que le interesa mucho sin duda, no entra en su horizonte investigador. Era muy consciente además, porque conocía las insuficiencias de la bibliografía existente, que quedaba todavía mucho por hacer y por saber, como reconoce al saludar, primero, el libro de Delpy («ha realizado de modo insuperable el estudio de engranar el significado cultural de Feijoo en el gran mecanismo de la civilización europea»70) y unos años después, los trabajos de Artola, del padre Batllori y Sarrailh. Los cuatro han iluminado brillantemente parcelas desconocidas o mal estudiadas de nuestro siglo XVIII; pero singularmente, este último, cuyo libro, la más ambiciosa panorámica de nuestra Ilustración que jamás se había escrito, representa para él una auténtica revelación, «el censo de los españoles esforzados de entonces»:

«He personalizado el movimiento de universalización de España en el siglo XVIII en Feijoo y en Jovellanos porque fueron, en épocas sucesivas, los dos grandes campeones, los dos grandes "titanes" que hicieron con su energía lo que la nación no quería hacer. Pero hubo muchos más. Hace unos meses se ha publicado un libro que es como el censo de los españoles esforzados de entonces. Se detalla en él la obra de cada uno y los obstáculos con que tropezaron. Y es asombroso ver que fueron tantos, tan heroicos y tan eficaces [...] El fallo que tenía nuestra historia contemporánea queda cumplidamente llenado en las setecientas páginas de este volumen trascendental para el conocimiento de la cultura española»71.



Sí, a la altura de 1954 se hacía patente por fin que además de Feijoo y Jovellanos, los dos grandes adalides de la Ilustración, había otros muchos hombres más, heroicos y eficaces, empeñados en su mismo esfuerzo reformista. La imagen de «mediocridad» de nuestros ilustrados que, con la salvedad de Feijoo, había salido de la pluma de Marañón quedaba reemplazada ahora por la fuerza de una brillante documentación, por otra mucho más aquilatada y, sobre todo, más positiva. La que inequívocamente hace suya y cree que habrá de orientar también el sentido histórico de los españoles: «Es, por lo tanto, un libro fundamental, del que no podrán prescindir los que estudien el movimiento ideológico del siglo XVIII español. Su erudición es terminante y agotadora: y esto sería bastante para hacerle insustituible, incluso para los que pensasen de otro modo que el autor. Pero creo, además, que tiene razón en su idea central, de que fue un siglo lleno de intentos admirables para el futuro de España. Los grandes patriotas, unos ilustres, otros modestos -y todos tienen amorosa acogida en este libro- están ya por encima de los juicios partidistas. Todos han dado su fruto en la reformación de España; y como pasa siempre con los grandes artífices del pensamiento y de la conducta le dieron para la totalidad de la vida nacional y no sólo para los que compartían sus pasiones mientras vivieron».

A partir de Sarrailh, todos lo sabemos, se abrirán nuevos caminos en la investigación e irán sucediéndose estudios y monografías encaminados a avanzar en la comprensión de la España dieciochesca y el movimiento ilustrado. Marañón, que termina sus días en 1960, ya no los podrá conocer. Pero aunque los resultados de esa investigación nos permitan tener hoy una visión mucho más rica y matizada que la suya, siempre tendrá plena actualidad el valor de su legado: hacer patente la importancia excepcional del XVIII en la modernización de España, despojar su estudio de prejuicios y sectarismos, y tratar de iluminar, mediante estudios parciales y rigurosos, como el suyo de Feijoo, la auténtica fisonomía de sus gentes y sus obras.





 
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