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Fellini Fellinicon

Sergio Ramírez





Quizá una de las seducciones mejor probadas que la literatura puede ofrecer, es aquella que a través de la aprehensión de imágenes logra recrear ese territorio mágico tan difícil de dominar, que es el de la infancia. Pienso por ejemplo en libros maestros como The Grass Harp (El arpa de hierba) de Truman Capote, o en Dandelion Wine (El vino del estío) de Bradbury: literatura autobiográfica de la infancia, pero concebida también como ficción.

Pero tal vez más que la literatura, que solo puede depender del poder evocativo de las palabras para conseguir sus imágenes, le esté dado al cine -como bien lo demuestra ahora Federico Fellini- la exploración de este campo mágico, en un sentido de recomposición que aspira a ser totalizador. Porque el cine parte de la imagen y no de la palabra, es precisamente la razón por la cual Fellini puede intentar esa reconstrucción total de su pasado vivido, la reproducción en imágenes imparciales de los años de su infancia y de su primera adolescencia en esa estupenda película que se llama Amarcord, estrenada recientemente en Berlín.

La narración autobiográfica de la infancia, es ensayada ya por Fellini en algunas secuencias de su obra anterior, Roma, pero solo como piezas armónicas que aportan su propio color y textura al extenso mural que es la película y en la que el autor se hace participar como sujeto individual de una empresa histórica, la ciudad contada en todas sus épocas: y para él, es su llegada a Roma, el fascismo, la guerra mundial, la parte que le toca vivir y después desde su ángulo personal, contar.

Pero en Amarcord, la empresa narrativa -o auto narrativa- se presenta ya con su ambición de ser total y sobre todo fiel: fiel a los recuerdos de todo lo vivido en una pequeña ciudad provincial que es su lugar natal, Rimini-Amarcord.

La pretensión de la película no será la de contar una historia, un drama que se enmarque dentro de determinado tiempo histórico y esté respaldada plásticamente por un escenario levantado para reproducir calles o lugares, cuya función es simplemente de soporte a la acción: Amarcord es una empresa imaginativa que parte de la existencia de los escenarios mismos, en la medida en que son parte de los recuerdos, porque lo que Fellini filma con amorosa fidelidad, son sus recuerdos: volver a tocar las imágenes evocadas, hacerlas reales hasta en sus más mínimos detalles: las calles que recorrió, las plazas que atravesaron mujeres adultas, altas y provocativas, una nevada sorpresiva y la aparición mágica de un pavorreal entre la nieve, los rostros de los profesores, sus voces, sus ademanes, las grotescas marchas fascistas al trote, el íntimo rincón del café, el comedor familiar donde el padre disputa con los hijos a la hora de la comida, la quema festiva de brujas, exploraciones y aventuras, todo cobra vida de nuevo, como el recuerdo se lo demanda, como lo vio e imagina ahora que lo vio. Y este desfile de imágenes que reconstruyen un territorio perdido e irrecuperable sino es por la concreción plástica de sus evocaciones, es válido porque está despojado de todo sentimentalismo y no hay en ellas ninguna sensiblería: Fellini está comprometido con sus recuerdos pero se comporta al narrar, imparcial, crítico, lleno de humor.

Y en la literatura, o en el cine, otro de los poderes seductores de la infancia es el de que se trata de un territorio de experiencias, como en ningún otro estudio de la vida, comunes a todos los hombres, y de allí que la imagen pueda tener, desnuda o imparcial, esa facultad de revivir, establecer la comunicación instantánea de los recuerdos propios con los del realizador: Rimini-Amarcord, la pequeña ciudad provincial de todos los días en cualquier latitud. Toca, entre todos los hombres, al artista, el papel de ser quien despierta a los demás para asomarse, maravillados, a ese pozo insondable donde brillan las nostalgias.

Berlín, julio de 1974.





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