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Fernán Caballero. Escritora realista

Concepción Gimeno de Flaquer



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I

Desde que Gauncourt, Flaubert, Champfleury, Droz y Zola, han presentado a la verdad sin la más leve gasa, la verdad ha resultado impúdica y no pueden mirarla los ojos castos. Exagerar los relieves de la verdad es profanarla. No se culpe a la verdad de su desnudez sino a los que nos la muestran tan descarnada, tan cruda, tan brutal. Los que en vez de pintar con suave carmín pintan con almazarrón, podrán dar pinceladas magistrales; pero serán demasiado subidas de color. Los escritores que pretenden hacer en nuestros días una doctrina del realismo, un espíritu de bandería, un grito de combate o un sistema, no son los que han creado este género literario, lo que han hecho ha sido desnaturalizarlo al abusar de él; tanto, que las gentes poco ilustradas se figuran que el realismo es un reto a la moral o una transacción con lo obsceno. Esas gentes desconocen los buenos modelos que existen de elegante realismo, porque el ruidoso escándalo de las obras de Zola y de Belot está absorbiendo la pública atención. Mas no hay que tomar como únicos escritores realistas a estos, no hay que asustarse del realismo ni creerlo sinónimo de impudicicia.

El género realista no es tampoco el pesimismo, como algunos han supuesto muy erróneamente. Para que nuestra opinión tenga más fuerza, parapetémonos tras lo que dice Feydeau, escritor realista, y como tal irrecusable autoridad en el presente caso.

«La vida humana no se compone solamente de fastidios, de pesares, de amarguras, de vanos anhelos y de groseros apetitos del cuerpo; encierra también sus castos placeres, sus nobles deseos y sus levantadas aspiraciones. La humanidad tiene manchas como el sol; pero, como él, tiene su claridad y su calor. En el antagonismo del mal y del bien, en el contraste de la belleza y de la fealdad, se ha de hallar la verdad y el interés dramático. El que no viese en la existencia más que lo malo y lo feo, estaría tan desprovisto de discernimiento como el que solo viese lo bello y lo bueno: el uno sería tuerto del ojo derecho, el otro del izquierdo. El que pretenda pintar la vida en sus libros, si es justo y hábil la pintará tal como es, con su eterno antagonismo, y por este medio conseguirá conmover porque será real».



Sorprender al hombre crapuloso en el lupanar, y decir después que la humanidad hace vida de burdel, es tan absurdo como afirmar que el género humano está enfermo porque existen hospitales y manicomios, que el mundo es un lodazal porque hay en él cloacas. Buscar en la verdad sus más bajos aspectos, es adorar el fetichismo, es profesar el culto de lo feo.

No es equitativo querer hacer de lo monstruoso lo común. Los que copian groseramente todo lo más innoble de la vida, sin copiar lo elevado, generoso y grande, no son fieles al realismo, no son sinceros con él. Falseados los principios del realismo no es extraño haya caído en descrédito entre los asustadizos que ignoran completamente no solo que el género realista es muy antiguo, sino que ha tenido por adeptos autores de gran moralidad.

El artista y el poeta se han de inspirar en la verdad sin copiarla servilmente, pues como no todo es admirable en ella, solo debe sacarse a la superficie lo digno de ser admirado. Enlácese el realismo con una razonada idealidad, y resultará un feliz consorcio. Victor Hugo, el poeta de este siglo, es realista e idealista al mismo tiempo; basta pensar en su Cuasimodo para aferrarse en tal opinión.

La revolución literaria que presintió Balzac, modelo de culto realismo, y que ha estallado en nuestros días, tiene su razón de ser, responde al gusto de nuestra época más amante de lo positivo que de las fantasmagorías de la imaginación.

El clasicismo formó una literatura oficial, pedantesca, en la cual pudo ser sustituido el genio por las reglas académicas supeditadas a toda clase de arcaísmos. La necesidad de dar vuelo a la imaginación, creó la escuela romántica; mas el romanticismo, libre de trabas, extraviose por no comprender que nada vale una idea original, atrevida y grandiosa, mientras no sea sensata. Los escritores románticos, abusando del idealismo, se pierden entre las densas brumas de lo hipotético y lo abstracto: no describen lo que existe sino lo que sueñan. Después de comparar a los clásicos con los románticos y los realistas, parécenos que son estos los que están en lo cierto. Los escritores realistas describen lo que ven o lo que sienten, y por eso sus creaciones tienen calor de humanidad, que es precisamente lo que necesita toda obra artística o literaria para ser buena.

Lamartine es brillante, púdico, delicado, elegantísimo, pero romántico en demasía; creó tipos fantásticos en vez de seres humanos. En su novela Rafael, más que novela oda en prosa o poema, es tan falso el tipo del marido de Julia, como el de su amante. Querer presentar hombres tan perfectos, tan espiritualistas, que no sientan nunca ni el más ligero estremecimiento de los sentidos, es crear estatuas. Siendo nuestro ser un conjunto de espíritu y materia, el hombre insensible a las sugestiones de esta, es un caso patológico digno de llamar la atención de la ciencia que se detiene ante todo fenómeno que se le presenta. Guardar el equilibrio entre el espíritu y la materia es lo que hace el hombre cuerdo: pues si no ha sido dotado de alas para vivir en el éter, en cambio posee razón para no arrastrarse por la tierra cual el bruto.

Otro de los defectos de la escuela romántica es el no hablar sus personajes el lenguaje llano que se usa en la vida real: Lamartine tiene un picapedrero que se expresa como un teólogo, a pesar de no haber aprendido a leer ni a escribir.

La literatura clásica solo admitió el coturno; la romántica, la sandalia de raso; la realista, más lógica, admite el coturno, la sandalia y la alpargata.

En las obras de Galdós y Pereda hay desarrapados que valen lo que no han valido la mayor parte de los personajes de la escuela romántica, vestidos con arnés y lanza, con capa y espada. El escritor que hace hablar a un labriego como a un académico, no es novelista.

Por eso el realismo, no la demagogia de los seudonaturalistas, es el género literario llamado a más larga vida.

No se crea que el género realista ha nacido hoy: Homero, Apeles, Plauto, Sófocles, Aristófano, Cervantes y Quevedo, fueron escritores realistas.

Teócrito describiendo hombres de manos encallecidas por el trabajo; Virgilio haciendo sentir en sus Bucólicas el olor de los establos; Shakespeare poniendo en escena no solo a César sino a humildes obreros, y Goethe presentándonos a Carlota entregada a pequeños y vulgares detalles de la vida doméstica, son eminentemente realistas, como lo son Scopas cultivando la escultura de pasión, y Lisipo la de carácter, Zurbarán y Murillo prestando el encanto del arle a lo más trivial; Velázquez haciendo resaltar en uno de sus cuadros la expresión del borracho, y Goya retratando a las majas o manolas con el atrevido gracejo y el descarado desparpajo que les es propio.

Saludemos entusiastamente al realismo que ha venido a establecer necesarias innovaciones en la literatura, cambiando el estilo conceptista en estilo llano, que ha matado para siempre al ridículo culteranismo, y que se postra ante la verdad, ante la verdad que es la religión de nuestro siglo.




II

Cábele a una mujer, a la ilustre Fernán Caballero, la gloria de haber regenerado la novela en España. Con justicia podemos denominarla restauradora de nuestra novela: ella sustituyó los personajes quiméricos por seres palpitantes, lo místico por lo real, orillando todo convencionalismo al elegir lo más adecuado para las situaciones que quería representar. Triunfó de todos los novelistas españoles de su época, porque su divisa fue verdad, sencillez y moralidad. Fernán Caballero creó la novela de costumbres, pues antes de aparecer la autora de La Gaviota, la novela se importaba del extranjero.

Las novelas de la amena narradora reflejan las virtudes y los defectos, las creencias y tradiciones, las costumbres y caracteres del pueblo español: son novelas esencialmente nacionales. Sus descripciones llenas de colorido, su poético y delicado sentimiento, su estilo claro y natural, las han hecho populares, y hubieran alcanzado todavía más prestigio si su autora, enamorada de las sociedades caducas, no hubiera tronado contra el espíritu del siglo. Su fervor al pasado y su protesta contra el presente, quitan a sus novelas el delicioso sabor de actualidad que tienen las de Galdós. Apasionada del ayer, solo encuentra panegíricos para este y diatribas para el hoy; pero los más exaltados apóstoles del progreso que la rechazan por reaccionaria, no pueden menos de conceder a sus obras el gran mérito artístico que poseen.

Las costumbres tan admirablemente descritas por la prodigiosa pluma de Fernán Caballero, van desapareciendo; y esto avalora sus libros que son buscados por los hispanófilos de otras naciones, como busca el numismático el único ejemplar de la medalla que señala una época en la vida de un pueblo.

Fernán Caballero ha retratado de mano maestra la sociedad de las provincias andaluzas en la primera mitad de nuestro siglo. Nadie negará a Fernán Caballero el título de escritora realista, si se detiene a estudiar los tipos de Marisalada, Don Jeremías, Roque la Piedra, Don Benigno, Lágrimas, Don Fernando y Marcos Ruiz: son figuras que se desprenden del lienzo, que respiran.

La ilustre novelista escribió las siguientes obras: La Gaviota, Pobre Dolores, Simón Verde, Clemencia, Lágrimas, La estrella de Vandalia, Callar en vida y perdonar en muerte, Tres almas de Dios, Más honra que honores, Lucas García, Obrar bien que Dios es Dios, El dolor es una agonía sin muerte, Cosa cumplida, Solo en otra vida, La familia de Alvareda, Elia, Una en otra, Deudas pagadas, Un verano en Bornos, Vulgaridad y nobleza, El último consuelo, Dicha y Suerte, y una abundante colección de artículos religiosos, leyendas y cantares.

El recuerdo de la fecunda escritora, que con tan gran fidelidad y elegancia fotografió a nuestra encantadora Andalucía, no se borrará jamás ni entre propios ni extraños.

Los lectores de buen gusto tributarán eterno culto a su memoria.

Junio de 1885.





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