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Fernando el Católico y los consejos de Nicolás Maquiavelo en «El príncipe»

Sabino Fernández Campo


de la Real Academia de Ciencias Morales y Políticas



Es frecuente en distintos autores expresar la creencia de que la figura de Fernando el Católico sirvió de inspiración a Nicolás Maquiavelo para escribir una obra cuya influencia ha llegado hasta nuestros días: «El Príncipe».

En consecuencia, no deja de ser interesante descubrir en la famosa obra del florentino, algunas de las características inherentes al monarca español.

Sin afrontar ni mucho menos el riesgo de atacar las modernas teorías feministas, se me ocurre pensar en la posibilidad de que sea cierta la conocida frase de que «detrás de un gran hombre hay siempre una gran mujer». Pero cabe también pensar que «detrás de una gran mujer puede haber un gran hombre». O que, en definitiva el gran hombre y la gran mujer estén uno al lado del otro y se influyan mutuamente. Este puede ser el caso de los Reyes Católicos, sobre los que, según la tradición, podría afirmarse: «Tanto monta, monta tanto, Isabel como Fernando». Por eso yo quisiera referirme al Monarca católico, situado delante, detrás, al lado de su esposa o incluso ambos enfrentado en ocasiones, basándome sobre todo en la conocida obra de Maquiavelo.

Contemporáneos el autor y el supuesto modelo, si bien aquel murió once años después que éste, no deja de ser atractiva la pretensión de intentar el análisis de los consejos de Maquiavelo deducidos de la conducta de Fernando de Aragón, pues puede decirse que aún están de actualidad.

Son varios los aspectos y facetas que podrían elegirse para comentar los rasgos y la manera de ser de Fernando y no puede dejar de pensarse en las consideraciones que en «El Príncipe» se contienen sobre los ejércitos, que tanto influyeron más tarde en Napoleón Bonaparte. Pero prefiero centrarme en uno solo que, en realidad, refleja el principal contenido del libro de Maquiavelo. Es el de los consejos que en el mismo se brindan al Príncipe, entendiendo por tal a la persona que ostenta el poder más destacado. No los reseñaré, sin embargo, especialmente, sino que abordaré el tema de los consejos en general, desde el punto de vista de los que en la obra se aluden.

Tengo la creencia de que tanto Fernando el Católico como Nicolás Maquiavelo sabían mucho de este asunto. Y modestamente, a siglos luz de distancia, ha de reconocerse que también yo conozco y podría hacer algunas reflexiones vulgares y modestas sobre los consejos al Príncipe y sus consecuencias.

La verdad es que los consejos son siempre útiles. Unas veces para seguirlos al pie de la letra. Otras, para hacer todo lo contrario de lo que se recomienda. Y en resumen, para prescindir de quien se estima que se equivoca rotunda y reiteradamente o persigue un fin interesado. Una cuestión relacionada con los consejos y los consejeros, es la de tener en cuenta la inteligencia, el criterio sano y el buen sentido de quien los recibe y tiene el carácter suficiente para dilucidar sobre ellos, sin dejarse presionar.

Un tema que se viene debatiendo por lo menos de un siglo a esta parte es el del peso político respectivo de Fernando y de Isabel. ¿Quién mandaba más?, ¿Cuál de los dos era el más inteligente?, ¿Quién influía más en el otro?

El inveterado prejuicio de los historiadores ha considerado tradicionalmente a Fernando dotado de una inteligencia mayor y más capaz que Isabel. Al fin y a la postre ya en su tiempo fue considerado un modelo de príncipe, como ya hemos dicho. El libro de Maquiavelo ha estado en la mesilla de noche de todos los poderosos y les ha animado a conseguir sus fines sin reparar en medios. Hubo de pasar mucho tiempo para que los historiadores arremetieran contra el tópico y propusieran a la Reina Isabel como modelo inteligente que constituyó el motor de la monarquía. Fiel a la ley del péndulo, tan cara a la historiografía, esta nueva valoración de la Reina ninguneó la figura de Fernando e incluso la redujo a un desairado papel de comparsa que, desde luego, el aragonés nunca tuvo. Ahora parece que las opiniones andan equilibradas en un punto medio.

Algunos autores creen que Isabel prestó mayor atención a la política interior, mientras que Fernando se ocupó preferentemente de la exterior. Pero también es posible que, olvidando un tanto la época de su reinado, se buscan paralelismos que afectan a los tiempos modernos. Está muy lejos el concepto patrimonial del Estado que fue tradicional en las monarquías y hasta fundamento de ellas, inspiradas por aumentar la hacienda de sus respectivos reinos para legarlo a sus herederos tan saneados como fuera posible, aunque no deja de tenerse presente el aspecto económico que entonces y ahora no puede olvidarse e inspira conductas.

Tengo la impresión de que en aquellos tiempos de aparente predominio masculino - sólo aparente, desde luego- porque los hombres luchaban en el campo de batalla mientras que las mujeres rezaban para que las ganaran, da la sensación de que Fernando tenía que mandar más que Isabel. Y si entonces no existían las cuotas establecidas hoy para los cargos políticos a ocupar por las féminas, se me ocurre pensar que en el empate a uno que se producía, ambos se influían mutuamente, por encima de las rencillas domésticas que pueden surgir de un matrimonio más de conveniencias que de amor. Una influencia mucho mayor y acertada de quienes pretendían ejercerla con sus consejos desde los cargos eclesiásticos, los altos empleos militares, los consejeros reales o los aspirantes a asesores interesados. Y es posible que los Reyes Católicos supiesen admitir y aplicar esas reglas elogiables de escucharles a todos y acertar a discernir sus verdaderos propósitos, para luego decidir por sí mismos.

Lo que si parece probable es que la condición de varón de Fernando y su orgullo, le hicieran considerarse superior a su esposa Isabel.

El nacimiento de Fernando fue comentado por los cronistas contemporáneos, como previsto y anunciado por cometas que insistentemente cruzaban el cielo desde tierras aragonesas y que siguiendo la ruta del Jalón iluminaban Castilla y poniente. La guerra, las victorias y las derrotas fueron sus maestras cuando apenas tenía quince años de edad. El convencimiento de estar llamado a proteger primero a su padre y a la Corona, después a su esposa y siempre a la justicia, acabaron por hacer de él un predestinado salvador de la cristiandad.

Al cumplir los cuarenta años de edad, en 1492, el rey Fernando se hallaba en la cima de su poder, gobernaba en Aragón y Castilla, acababa de vencer a los musulmanes en Granada, casi sin saberlo había sido el artífice del descubrimiento del Nuevo Mundo, iba a recuperar Rosellón y Cerdeña y la política de Europa pasaba por su cabeza. Según los vaticinios, en 1492, «annus mirabilis» estaba a punto de entregar por sus manos el pendón de Aragón en el Monte Calvario directamente a Dios y convertirse en el «Monarca del Mundo».

Por entonces, en diciembre, en Barcelona, un tremendo atentado contra su persona estuvo a punto de costarle la vida. Fue cuando comprendió, según escribió a la reina su esposa, que «también los reyes pueden morir de cualquier desastre». Pero orgulloso de su vida, unos meses antes de morir escribía: «Ha más de setecientos años que nunca la Corona estuvo tan acrecentada ni tan grande como ahora, así en Poniente como en Levante, y todo, después de Dios, por mi obra y trabajo».

No olvidemos que si en 1496 el Papa Borgia le concedió junto a la reina Isabel el título de Reyes Católicos, unos años más tarde en 1510, otro Papa, Julio II, mucho menos proclive a su política, pero rendido a su poder, le llamó «fortísimo atleta de Cristo» como se lee en el libro «Fernando de Aragón», de J. Ángel Sesma Muñoz.

No es cosa de pasar ahora revista a los asesores, secretarios y colaboradores del Rey Fernando, pero en el aspecto militar muy pronto rodearon al Monarca altos cargos. Muchos colaboraron con él de manera decisiva, como por ejemplo, Alfonso de la Caballería, que a partir de 1468 unirá su vida a la de Fernando, llegando a ser uno de los más efectivos y fieles colaboradores del Rey de Aragón.

En esta referencia, que pretende ser general, a consejos y consejeros, no es posible dejar de aludir, aunque sea muy de pasada, al Cardenal Cisneros, que de no haber sido eclesiástico, quizá hubiera sido militar, dado que «el olor a pólvora le resultaba más agradable que el de los perfumes de Arabia» y tal vez también que el del incienso. Puso en orden las caóticas unidades militares, creó regimientos al servicio de España y procuró organizar las fuerzas armadas, creando el germen de un ejército profesional con el que se adelantó a los tiempos actuales, cuando todavía estamos experimentando las ventajas o inconvenientes de esa profesionalidad contratada con la obligación de servir a la patria. Incluso constituyó unas fuerzas de élite, anticipándose mucho a su época.

El embajador florentino, Francesco Guichiardini, en sus informes alababa al Rey Fernando porque cuando meditaba una empresa nueva, lejos de anunciarla primero para justificarla enseguida, se las arreglaba hábilmente de modo que se dijera por las gentes: «El Rey debía hacer tal cosa por estas y aquellas razones», y entonces publicaba su resolución diciendo que quería hacer lo que todo el mundo consideraba necesario. La voluntad del Monarca católico para seguir el camino más corto y conseguir un fin sin reparar en los medios, era una concepción claramente maquiavélica de la política o Maquiavelo la recogió del comportamiento del Rey.

Con sus más estrechos colaboradores formaron los Reyes varios consejos o ministerios: de Finanzas, de la Hermandad, de la Inquisición, de las Órdenes de Caballería... Como buenos gobernantes absolutos se habían propuesto fundar su estado ideal sobre la uniformidad. Un ideal por cierto bastante moderno al que han estado vinculados tanto los países totalitarios como las democracias inspiradas en la autoridad. Procuraron vaciar a las Cortes de contenido y relegarlas a tareas meramente simbólicas. También consiguieron nacionalizar a la Iglesia, de tal manera que ésta fuera más obediente a la Corona que al propio Papa.

Como es lógico, no dejaron de surgir inconvenientes e incomodidades. El temperamental Carrillo, por ejemplo, venía manifestando su descontento porque Isabel y Fernando no se dejaban aconsejar como él esperaba. El Arzobispo resultó un enemigo bastante incómodo para los Reyes.

Lo que parece claro, en la mayoría de las ocasiones, es que los consejos suelen ser aceptados con tanto mayor convicción y entusiasmo cuanto más coincidentes son con la manera de pensar y los propósitos de actuar de la persona a quien se proporcionan. De ahí lo fácil de tener éxito en los consejos cuando se dan a favor de una conducta deseada, y las complicaciones que encierra exponerlos en sentido contrario. Aquel procedimiento obtiene con frecuencia una reacción de conformidad y agradecimiento. Este, de rechazo y molestia. Por eso y desde tal punto de vista el que desea lograr acierto al aconsejar, ha de tener muy presente lo que quiere el aconsejado.

El consejero leal no tiene la seguridad de encontrar reconocimientos y plácemes, aunque la verdad es que siempre puede dejar la siembra de una modesta semilla que fructifique con el tiempo y ponga de manifiesto el valor de una razón no atendida con oportunidad. Y, sobre todo, su conciencia quedará tranquila.

Habría que dilucidar si los consejos que Nicolás Maquiavelo da al Príncipe, es decir, a cuantos ejercen el poder, están incluidos en uno u otros de los tipos que hemos mencionado.

Es muy posible que el famoso florentino no sintiera en el fondo lo que decía ni se identificaba con lo que aconsejaba, haciendo gala de cinismo y crudeza. Hasta puede ser que distorsione su propio pensamiento para halagar el destinatario de su obra y exprese lo que éste prefiere escuchar, en lugar de aquello que en realidad le apetece decirle. Quizá tenía muy presente aquella frase de Tácito en los Anales: «Sabía muy bien Germánico que los tribunos y centuriones tienen por costumbre decir las cosas más como saben que han de agradar que como ellos las entienden».

Y la verdad es que esto ha sucedido en todos los tiempos y sigue sucediendo en los actuales. Maquiavelo pudo reflejar en sus escritos tanto la adulación hacia quien es capaz de resolverle situaciones precarias, como el rencor contra el que no se las remedia.

Para Nicolás Maquiavelo era necesario encontrar un puesto, adoptar unos juicios que fueran tomados en consideración, aconsejar prácticamente y tranquilizar, por así decirlo, las conciencias de los que sentían el impulso de proceder inmoralmente y ver reconocida la eficacia de su propósitos malvados.

Maquiavelo despierta o robustece en su obra los principios perversos de los que ostentan o detentan el poder, las pasiones de quienes quieren conseguirlo o conservarlo a toda costa; la maldad que reposa en el fondo de todo hombre, como un demonio que no siempre es fácil domeñar. Hasta puede pensarse, dedicando imaginación al tema, que Maquiavelo haya manejado sutilmente en «El Príncipe» el humor y la sátira para ejercer una crítica despiadada, al poner de manifiesto, crudamente, pero bajo el velo del elogio y la alabanza, el retrato y el reflejo de la realidad, con objeto de despertar la conciencia y la alarma de los ciudadanos con respecto a lo que el tirano está haciendo e el príncipe sin escrúpulos podría llegar a hacer.

En cualquier caso, si Maquiavelo pretendió reprobar sutil y solapadamente, por contraste, las conductas y los procedimientos que aconsejaba, resultó en verdad que muchos gobernantes de entonces y después las observaron puntualmente. De manera deliberada o inadvertida, se apoyaron en el famoso libro que ha proyectado su influencia hasta nuestros días. Una influencia que, por desgracia, tiene su fundamento en la propia naturaleza de los hombres y marca profundamente a quienes aspiran a alcanzar el poder, ejercerlo a su manera, conservarlo sin reparar en procedimientos y tratar de concentrarlo en si mismos sin compartirlo con nadie.

Su teoría de que el fin justifica los medios suele tener clamorosa aceptación. Pero es aún más alarmante que los medios se conviertan en fines y los auténticos objetivos de alcanzar para todos la libertad, la justicia, la paz y la felicidad se truequen en una utopía lejana y olvidada que acabe diluyéndose, paradójicamente, en las preocupaciones, los esfuerzos y los desvelos cotidianos por obtener o mantener ese poder con el que aquellos objetivos deberían conseguirse.

Vivimos momentos en que necesitamos encontrar la verdad, perfeccionar la democracia, desterrar la inmoralidad, resucitar la ética y no perder la esperanza.

Si fuera cierto que Nicolás Maquiavelo se inspiró en la figura de Fernando el Católico para escribir «El Príncipe», podemos aventurar la idea de que la lectura de este famoso libro nos muestre el carácter del esposo de la Reina Isabel. Libro del que he querido resaltar el apartado de los consejos a quien ostenta el poder, para que podamos reflexionar sobre este siempre interesante tema.





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