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Ficción e historia en «Muertes de perros» de Francisco Ayala

Solange Hibbs-Lissorgues





Si bien es verdad que cualquier novela es ficción es decir simulación, existen notables diferencias entre la novela que pretende «mostrar algo», cargada de intencionalidad en la que hay convergencia hacia un referente ideal y la novela con lo que podría llamarse el «referente cierto». En este último caso, el referente histórico, punto de partida de la narración, sólo sirve de pretexto a una construcción narrativa encaminada a recuperar el placer de leer; una novela en la que el referente triturado, desnaturalizado acaba por desaparecer. Un buen ejemplo de esta narración lúdica es la novela de Eduardo Mendoza La Ciudad de los prodigios en la que se injerta una ficción en el tejido histórico. Los acontecimientos históricos, trastocados y utilizados como meros elementos de una historia anecdótica se diluyen en la ficción y sólo queda una novela con plena credibilidad literaria pero sin alcance, ni significación a nivel histórico.

Nos ha parecido interesante la novela Muertes de Perros de Ayala en la que, a partir de una ficción literaria, se elabora un relato histórico, una crónica verosímil con valor ejemplar, «un libro que sirva de admonición a las generaciones venideras». Situándose deliberadamente en la perspectiva de un cronista-historiador, el protagonista Pineda pretende seleccionar, simplificar y organizar los acontecimientos, los indicios imprescindibles para la reconstitución histórica de los mecanismos de una dictadura. En este caso no existe un referente fijo, que funcionaría como un objeto de conocimiento previo y que pudiera disecarse con seudo-objetividad. Se trata en dicha novela de construir un relato histórico a partir de documentos, puntos de vista, intrigas, indicios. A través de la multiplicidad de testimonios, puntos de vista recogidos y comentados por Pineda se reconstituyen progresivamente los mecanismos de esta «pequeña república medio dormida en la selva americana» y de la dictadura de Bocanegra.

Pineda, letrado tullido que es a la vez observador y actor de los acontecimientos, desmonta los mecanismos de la dictadura del «Gran Mandón», el dictador Bocanegra y reconstituye el protagonismo de testigos y personajes. Colocándose en una perspectiva «exterior», pretende desempeñar el papel de historiador neutro, de «testigo de tanto y tan cruel desorden». Utiliza como punto de partida de su relato, las memorias del secretario privado y protegido de Bocanegra, el joven Tadeo Requena que se convertirá en amante de la mujer del dictador e instrumento de una conspiración ideada por algunos militares que ambicionan el poder. En esta «historia que chorrea sangre» desfilan todos los protagonistas que, de lejos o de cerca, participan a la violencia que provoca el asesinato del dictador. Mediante la carga simbólica de los términos utilizados para designar a los protagonistas, Ayala borra las limitaciones temporales y espaciales y confiere una dimensión más universal y ejemplar al relato de Pineda.

Recogiendo las características de lo que podría ser un relato histórico, es decir convergencia hacia una significación mediante una reconstrucción de sucesos y huellas (tekmeria), la ficción novelística tiende hacia un referente ideal con alcance ejemplar (Veyne, 1978), Como afirma el mismo Pineda desde el principio, se trata de «reunir, clasificar indicios» que constituyen «la piedra angular de cualquier construcción histórica» (p. 9). Organizador de la historia anecdótica, testigo de las intrigas, el cronista pretende bucear en «la prehistoria inmediata» (p. 30) y rescatar «parte de la historia contemporánea si no importante para el resto del mundo, al menos curiosa y aleccionadora para nosotros y hasta cierto punto ejemplar» (p. 18).

La verosimilitud del relato de Pineda viene dada por su papel de historiador que «junta y ordena materiales, allega las fuentes dispersas [...] depura los hechos y establece el verdadero alcance y el sentido de cada suceso» (p. 15).

La estructura del enunciado es una imbricación de testimonios recogidos por Pineda: fuentes orales que reflejan el carácter impreciso y anecdótico de los sucesos relatados: «La primera vez que oí hablar de él»; «Enterarnos bajo la forma de un rumor, se conjetura en seguida», etc. Estas categorías verbales testimoniales (Jakobson, 1963, p. 180), nos recuerdan que la reconstitución histórica de Pineda se asemeja a una especie de «puzzle», hecho de intrigas. Estas intrigas no aparecen con un orden cronológico y se sitúan dentro del complejo entramado de los distintos itinerarios de los protagonistas.

Pineda asume el papel del historiador «que debe remontar las aguas»; pero en su labor investigadora no parte de un objeto de conocimiento único. Actúa más bien como un «detective que busca la clave del misterio», a partir de fuentes múltiples. En esto reside la intencionalidad de Ayala cuya ficción novelesca, que pretende asemejarse a un relato, a una crónica histórica, converge hacia un referente ideal (los mecanismos de una típica dictadura).

Pese a su voluntad de mantenerse alejado de los sucesos a los que se refiere, numerosos «shifters de organización del discurso» (Barthes, 1984, p. 155) revelan la presencia del cronista: estos shifters muestran como Pineda, a medida que progresa en su conocimiento de la dictadura, modifica su discurso y acaba por incorporarse plenamente como protagonista en el proceso descrito. Numerosos shifters testimoniales del tipo declarativo:

Da comienzo a sus memorias el secretario Tadeo Requena..., Dice así el informe copiado a la letra...: Considero indispensable reproducir en su integridad,


etc. aparecen al principio del relato y confieren una especie de neutralidad al narrador-cronista.

Este procedimiento, propio tanto de una ficción novelesca como de un relato histórico, refleja la intención del cronista de mantenerse fuera del tiempo de la historia: «Reducido por mi enfermedad al mero papel de espectador, [...] veo, percibo y capto lo que a otros, a casi todos pasa inadvertido». Esta seudo-neutralidad se manifiesta también en la estructura de la narración. Al principio, a nivel textual, la multiplicidad de los enunciantes-protagonistas que actúan como testigos de los acontecimientos crea una estructura «polifónica»: el suceso descrito se reconstruye cada vez localmente con el testimonio de cada uno de los protagonistas. A veces los distintos puntos de vista se intercambian dentro del discurso del mismo locutor. Un ejemplo de este diálogo intra-discursivo aparece en las memorias de Tadeo Requena. En sus memorias, el secretario del Dictador relata el testimonio del Chino López acerca de un acontecimiento que luego describe con sus propias palabras:

Al propio Chino López le oí -dice- ufanarse de su hazaña [...] a veces relataba el episodio señalando lugar, día y hora.


Otro ejemplo es el testimonio de un personaje que remite al testimonio de otro protagonista de los sucesos, ausente del relato. Es el caso con las confidencias de la tía Loreto que cuenta a Pineda lo que le ha dicho otro personaje que nunca aparece en la novela:

¿Era ella quién así hablaba?

No, no era ella. Se dio cuenta de mi ojeada, de mi sorpresa [...] y declaró:

Solía explicarlo un señor amigo mío, el dueño precisamente, de esta casa...


(p. 137)                


Este diálogo de un texto con otro texto, o diálogo intra-discursivo, destruye la linealidad del discurso y profundiza el tiempo histórico. Un ejemplo más de esta «profundización» del tiempo histórico es el relato por Pineda del nombramiento de Tadeo Requena como secretario particular del dictador. Tenemos entonces una convergencia de fuentes escritas (la prensa, memorias de Requena) y de testimonios orales. El testimonio de un hombre de paja de Bocanegra, Camarasa, constituye una profecía de los acontecimientos venideros. La información de Camarasa explicita lo que está sucediendo y que sólo adivina Pineda. Pero Camarasa vaticina lo que va ocurrir.

Frecuentemente se superponen dos visiones del mismo acontecimiento, dos enfoques distintos. Las sesiones de espiritismo organizadas por la mujer del dictador aparecen en las memorias de Requena y en las confidencias que hace la tía Loreta al mismo Pineda. Es el cronista que saca la coherencia de los sucesos narrados mediante un juicio retrospectivo:

Esta conversación con mi tía Loreto, que duró varias horas, me ha permitido conocer [...] detalles inapreciables acerca de la muerte de Bocanegra, cuyas particularidades parecían destinadas a quedar tan en la oscuridad.


(p. 133)                


Esta retrospección de Pineda desorganiza el hilo cronológico del relato y crea otro tiempo más denso y complejo.

Dentro de esta multiplicidad de perspectivas, aparece una voz que organiza el sentido general. Hay una neutralización de las «voces» de los distintos locutores por el discurso del cronista. En un principio esta historia anecdótica, basada en testimonios, fuentes orales y sueltos de periódicos, con escasa densidad histórica, sólo tiene un valor informativo. Se produce una valoración de estas historias anecdóticas por parte del cronista mediante elementos valorizantes del tipo:

Da comienzo en sus memorias el secretario Requena -lo cual no es mala idea y prueba lo seguro de su instinto literario...


Esta valoración se acentúa con la progresiva incorporación del cronista dentro de la historia contada y aumenta la presión de la enunciación. Esta presencia se nota en los numerosos juicios -aforismos que subrayan el papel omnisciente del cronista-narrador y remiten a su propia experiencia de los sucesos:

Cada cual es autor de su suerte; buena caja de sorpresas es el mundo; sabido es que la buena voluntad mal orientada suele convertirse en instrumento de fines vituperables.


Al final del relato desaparece la inclusión del narrador-cronista en la historia colectiva y cuyo signo más evidente es el empleo repetido del posesivo «nuestro»:

los actuales trastornos de nuestro país; la degradación de nuestro ambiente público; muy mala, pésima era la situación de nuestro país bajo el gobierno de Bocanegra.


La incorporación de Pineda en la narración se manifiesta por la sustitución de «nuestro» por «yo», reveladora de su creciente protagonismo en los acontecimientos.

La presión de la enunciación es reflejada mediante los numerosos shifters de tipo predictivo: de hecho el cronista no puede ser objetivo ya que posee todas las claves que le permitirán orientar su reconstrucción histórica y sacar un sentido de la historia anecdótica:

Pero hay algo que todavía nadie conoce [...] y es uno de los secretos que yo revelaré al mundo; ... El mismo oscuro, turbio y atravesado sujeto que había de desencadenar los acontecimientos trágicos...


Estos shifters predictivos funcionan como aceleradores del tiempo histórico. De hecho el discurso del cronista neutraliza y complica el tiempo cronológico. Este tiempo linear y cumulativo desaparece poco a poco y es sustituido por el tiempo de la reconstrucción histórica. Dicha modalidad temporal, que es la del discurso de Pineda, no se amolda a la lógica de los acontecimientos.

A lo largo de la novela, hay un constante vaivén entre varios tiempos: superposición del tiempo cronológico de los sucesos que se desarrolla a lo largo de las memorias de Tadeo Requena, y de otras fuentes «oficiales» y del tiempo «subjetivo» o «interno».

Los múltiples testimonios de distintos protagonistas que encajan unos con otros funcionan como micro-narraciones que convergen todos hacia el mismo referente: la dictadura de Bocanegra.

Dentro de esta estructura polifónica se producen rupturas temporales: a lo largo de sus memorias, Tadeo Requena abre paréntesis sobre épocas pretéritas de su juventud. Este tiempo «biológico o interno» rompe el tiempo linear-cronológico.

Es el mismo Pineda, cronista de los acontecimientos el que mejor expresa la artificialidad del tiempo cronológico al proponer una reconstrucción histórica en la que interviene como historiador y protagonista:

Ahora me explico por qué el cine, y por qué la literatura, y los relatos históricos, y hasta los cuentos que hacen de viva voz [...] los testigos presenciales de semejantes sucesos, dejan siempre une falsa impresión de movimiento vertiginoso, cuando el horror de épocas tales consiste más bien, curiosamente, en la lentitud con que los acontecimientos se dilatan...


(p. 13)                


El tiempo del discurso del cronista se superpone al tiempo cronológico y lo desorganiza: para Pineda los testimonios recogidos son distintos itinerarios que atraviesan el entramado de los sucesos y su papel consiste en una reconstrucción que tenga una dimensión ejemplar y universal. Las referencias al tiempo de su propio discurso son numerosas: el cronista sabe lo que aún no saben los demás o se refiere a sucesos pasados no explicitados en los testimonios.

Estos elementos de la enunciación condensan el tiempo: los acontecimientos no tienen importancia por sí mismos, lo que importa es el sentido que les confiere el cronista. Los sucesos anecdóticos (generalmente ridículos y constantemente desvalorizados por el cronista) sólo tienen sentido si se integran en otra historia: la historia colectiva de un pueblo cuyas vicisitudes pueden producirse en cualquier parte del mundo:

[...] Es indiscutible que los seres humanos viven y luchan y sufren y se juegan la vida y la pierden y mueren, con grandeza o con mezquindad igual, tanto si el país es minúsculo como en los imperios gigantes [...] Acaricio, pues, la esperanza de que me esté reservada a mí [...] la alta misión de impartir esta justicia histórica en un libro que sirva de admonición a las generaciones venideras y de permanente guía a este pueblo degenerado.


(págs. 11-12)                


Dicha desvalorización de la historia anecdótica es reforzada por el carácter tragicómico de los acontecimientos narrados. Los episodios de la perrita «Fanny», regalo del embajador de Estados-Unidos a la mujer del dictador con consecuencias diplomáticas y de la muerte del perro amaestrado de Luis Rosales, acentúan, la dimensión absurda de una historia en la que predominan la violencia y la corrupción. Esta «perversión» de la historia de un país es recalcada por Pineda mediante valoraciones negativas:

¡Qué viejos, qué lejanos y qué triviales, qué absurdos en su insignificancia, parecen ahora todos esos cuentos...!


La historia anecdótica sólo tiene sentido al integrarse en una reconstrucción histórica cuya significación es subrayada por el mismo historiador: poco importa el desarrollo cronológico de los acontecimientos que tienen su lógica propia. Aunque aparezcan con «desorden», llegan a significar algo mediante una interpretación histórica:

La verdad es que estos apuntes míos están resultando demasiado desordenados, [...] a causa del desarreglo general en que todo se encuentra hoy [...]. Cuando, con más sosiego y en condiciones más normales, pueda yo redactar el texto definitivo de mi libro, habré de vigilarme y tener mucho cuidado de presentar los acontecimientos [...] en su debido orden cronológico [...]. Después de todo, no importa: estos papeles no son sino un ejercicio, [...] o a lo sumo recolección de materiales, borrador y anotación de detalles para no olvidarme luego de lo que se me ocurre y debo retener.


(p. 148)                


Otro elemento propio de la enunciación, con repercusiones en la estructura temporal de la narración, es la implicación del cronista en el proceso relatado. La carencia de los signos del enunciante desaparece progresivamente. Los signos más evidentes de esta paulatina implicación son los verbos que expresan la duda y la reflexión con respecto a los sucesos narrados:

«Yo me pregunto si», «hasta se me ocurre pensar», «me pregunto yo que hubiera pensado», etc. Se sustituye el «nosotros» colectivo y más impersonal por el «yo» del cronista que acaba por ser a la vez enunciante del relato y protagonista de la historia. Al final del relato, hay una desaparición cronológica y física de los protagonistas (muerte, accidente, asesinato, ocultación) solo permanece el historiador, único testigo de la historia que cuenta y actor decisivo del desenlace: Pineda acaba por asesinar a uno de los militares en el poder (el viejo Olóriz). El discurso de Pineda termina confundiéndose con sus propios actos: la abundancia de los verbos performativos como: seleccionar, pensar, planear, reflexionar, indica la creciente participación del cronista en la historia descrita.

Rescatador de la memoria colectiva, el cronista Pineda, en Muertes de Perros también plantea el problema de la significación de la historia: la historia no es tanto el conocimiento de una realidad concreta como la puesta en evidencia de la significación de los acontecimientos.

Como organizador de la historia anecdótica, el cronista acaba por evidenciar una significación, un referente «ideal»: la dictadura y sus mecanismos. El referente acaba por alcanzar un grado máximo al final de la narración y el resultado obtenido es más real que la mimesis. El papel del historiador como el del novelista en este caso, es rescatar del olvido acontecimientos cuya significación perdura a través del tiempo. Como afirma Pineda todo relato es indispensable:

Pues en este bendito país nuestro pronto se pierde la memoria de todo, de lo bueno como de la malo [...] vivimos al día, sin recuerdo del pasado ni preocupación del porvenir.


(p. 10)                


Si bien es verdad que la «historia» se parece a la novela, ya que está constituida de «intrigas» y que es un relato de sucesos, también es verdad que la novela puede pretender sacar una dimensión universal y ejemplar de los acontecimientos narrados:

Así resulta lícito afirmar que toda novela es, en una acepción amplia, novela histórica; el novelista tiene, sin remedio, que colocar su creación imaginativa sobre el terreno histórico, y lo hace no sólo cuando localiza su acción en el tiempo y el espacio, para dar a sus personajes el ambiente de la rigurosa actualidad, sino también cuando la rehúye [...].


(Ayala, 1974, p. 26)                


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